Escrito por el padre: Jesús Martí Ballester

 

II - - La conversión

 

 

 1.      Hay que negar todo desorden para transformarse en Dios por amor

 

En efecto si queremos progresar, hacer verdaderos adelantos en el amor del Señor, es necesario absolutamente que neguemos cuanto nos ata a las cosas de la tierra, aunque el lazo no sea en materia de pecado grave. Por muchas penitencias que hagamos, si no vencemos el desorden en cualquiera de nuestras actividades que lo tengan, no adelantaremos. Mientras el interior no haya alcanzado verdadera libertad, mientras la voluntad no sea dueña de todos los actos, no se dará Dios. Pongamos por caso un alma que quiere ser de Dios pero que gusta de frases de cariño y de alabanzas, y tanto lo desea que en la conversación procura llevar el agua hacia allá, o a buscar la compañía de personas que saben han de halagar su vanidad. Esa alma, mientras no cercene dicha inclinación desordenada, no se une totalmente a Dios. Y pasarán días y meses y años y la veréis igual, sin adelanto ninguno, y además, desabrida, porque no siempre puede satisfacer su deseo y en eso mismo se fatiga y desazona.

 

Otra alma quizás es dominada por el vestido o el peinado, y en vez de usar con sobriedad y orden según la naturaleza de los mismos, se deja maniatar por la vanidad, afán de singularizarse, de ser admirada, de causar impresión de persona «snob»... y Dios no viene en plenitud a tal alma. y ella se queda en sequedad porque el Señor le retira sus dones y consuelos, sus luces y sus gracias.

Sucederá tal vez que en sus actos de piedad el Señor venga a hacerle sentir que no le gusta aquello, que tiene que ser más generosa, que mortifique su apetito y deseo desordenado. Y ella, débil y pobrecita, se asusta y acalla la voz del Señor que le parece dura, exigente y va dando plazo a su entrega y dice: «mañana...mañana… » y no llega nunca ese mañana. Pierde el tiempo y no es feliz. Otras veces será la compañía, otras el corazón… o la lengua, o la pereza, o los espectáculos, o las revistas... ¡Cuánto tiempo perdemos que no podremos ya recuperar y de cuánta felicidad y paz nos privamos, aun en esta vida, por falta de energía y de tesón en la voluntad, por la facilidad con que nos dejamos llevar de nuestros deseos desordenados!

 

¡Es necesario que cortemos, que podemos cuando nuestra conciencia nos dicta y nuestro Director nos aconseje! Lo que hoy es pequeño mañana crece y es mayor. La costumbre cuanto más vieja, más cuesta de extirpar.

 

2. El Sacramento de la Reconciliación

 

La celebración del Sacramento de la Penitencia que actualiza el Misterio de la Cruz es el gran medio para ordenar el desorden. Dios pronuncia una palabra de reprobación del pecado que gravita sobre las espaldas de su Hijo y Hermano nuestro, Jesús. Esa maldición es la causa del desamparo de Jesús en la Cruz: «¿Dios mío por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46 ). Con la muerte de Cristo queda destruido el pecado y su obra y entra la vida de Dios en el mundo, como una alegría inacabable.

 

Cuando un cristiano recibe el sacramento de la penitencia se actualiza esta gran realidad de un Dios que anatematiza el pecado y perdona a quien se identifica con un Cristo crucificado con el pecado a cuestas. El sacerdote que juzga y absuelve obra en persona del Padre. El penitente que destroza el pecado por su contrición, obra en persona de Cristo crucificado. ¡Cómo glorifica a Dios el hombre que recibe la penitencia subiendo a la cruz como Cristo cada vez que la recibe!

 

Por eso quiere la Iglesia que nos acerquemos a recibir el sacramento del amor de Dios donde Él nos mira con misericordia. Misericordia que por otra parte, dentro de la dificultad de tener que romper con el pecado, Él ha hecho tan fácil, que quien no la recibe, no tiene excusa. Él no ha venido a condenar al mundo, sino a salvarlo; pero si el hombre no quiere acercarse a esa fuente de amor que generosamente nos ofrece, ¿qué le queda por hacer a Dios?

 

Pero hay que huir de acercarse a recibir el sacramento de la penitencia..., preocupados con exceso de la letanía de nuestras faltas que querríamos detallar menudamente y, lo más frecuente, polarizando la atención en uno o dos mandamientos, ¿el sexto y el noveno?, como si todo el fruto de la confesión dependiera de la acusación nuestra y del sermoncito que nos echara el confesor. Aquí encajan bien las palabras de Cristo referidas al pueblo de Israel: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de Mí» (Is 29, 13). ¿No se ha dado excesiva importancia a la necesidad de exponer datos concretos sobre el aspecto material del pecado? ¿No se ha quedado muchas veces el confesionario convertido en una especie de consultorio sentimental y en un lugar de desahogo de tensiones sicológicas? ¿No ha quedado perjudicada la contrición y la compunción del corazón por el legalismo? ¿No se ha dado ocasión a los escrúpulos, tan perniciosos? La manifestación de los pecados o de ls faltas hay que hacerla de manera humana.

 

Da miedo que la práctica rutinaria de la confesión, en gran parte consecuencia de una catequesis insuficiente, incida en ritualismo que parece quiere domesticar y trivializar el encuentro con Dios y conduzca a una especie de magia que lleve a vivir mágicamente nuestra conducta religiosa. ¿Serán éstas las causas que nos han conducido al término en que nos hallamos: una evidente desproporción entre la práctica de la confesión y la conversión del corazón?

 

Si hay algo importante en la ley de Cristo es la conversión del corazón. En casi todas las páginas bíblicas aflora la conversión del hombre a Dios, de tal modo que la Biblia podría titularse la historia de la conversión de la humanidad a Dios: «Convertíos, arrepentíos de vuestros pecados» (Dt 30, 2; Jr 2-3; Sal 50-51; Ne 9; Dn 9; Mt 3, 2) gritaban los profetas; y el mismo Cristo comenzó su ministerio con el mismo mandato de cambiar la conducta ante Dios (Mt 4,17).

 

También hoy, como ayer, la administradora de la Revelación que es la Iglesia, sigue empujando a los hombres hacia el camino misterioso e infinito de la conversión, en que Dios y el hombre se encuentran.

 

Como hay una proporción entre el concepto que de la conversión se haga el hombre y la idea que tenga del misterio de iniquidad, que es el pecado, no nos ha de extrañar que no esté de moda convertirse, cuando la conciencia del pecado y su maldad se ha eclipsado o perdido, y se ha trocado en complejo de culpabilidad.

 

La situación actual haría recorrer al profeta Miqueas nuestras ciudades gritando desgarradoramente: «¡Ay de mí que he venido a ser en las recolecciones del verano, como en las rebuscas de la vendimia! ¡Ni un racimo que comer, ni una breva que tanto desea mi alma! ¡Ha desaparecido de la tierra el fiel, no queda un justo entre los hombres!» (7, 1). Sin embargo es un hecho lamentabilísimo que está muy ausente de los hombres la conciencia de pecado personal, y ha dado paso al pecado estructural y comunitario.

 

Objetarán algunos: nosotros ya estamos convertidos. En principio quizás. Pero este camino es largo de recorrer. La conversión no está nunca acabada; la unión con Dios siempre puede ser más íntima. Podríamos decir que estaremos siempre queriendo sin llegar nunca a alcanzar. Porque, por lo mismo que la unión con Dios tiene sus grados, «hay muchas moradas en la casa de mi Padre» (Jn 14, 1-3), es más meta e ideal que realidad conseguida.

 

A la confesión hemos de ir con el ardiente deseo de unirnos más a Dios, más hermanos de Jesucristo, más hermanos de nuestros hermanos, mas crecidos en los dones del Espíritu y más afianzados en la virtudes. Deseo que irá creciendo a medida que vaya siendo más diáfano en nosotros el conocimiento de la necesidad que de Dios tenemos. A la conciencia de que sin Él no puede el hombre llegar a realizarse en plenitud, seguirá una enorme hambre de llegarnos al sacramento del perdón, de manera que podamos escuchar con toda verdad: «Tus pecados te son perdonados. Vete en paz» (Mc 2, 5).

 

Dichoso el día en que Jesús sacó de sus entrañas de misericordia el poder de reconciliación con Dios y lo otorgó a su Iglesia.

 

«La paz sea con vosotros. Como me envió mi Padre, así os envío Yo. Y diciendo esto sopló y les -dijo: recibid el Espíritu Santo, a quienes perdonareis los pecados les serán perdonados, a quienes se los retuvierais les serán retenidos.» (Jn 20,21)

 

Cristo dio a sus Apóstoles, después de resucitado, el poder de perdonar los pecados. Con estas anteriores palabras instituía el sacramento del perdón, por el que confería a su Iglesia el mismo poder de perdonar los pecados que se había adjudicado a sí mismo.

 

Nos refiere san Marcos en su Evangelio: «Cuando a los pocos días volvió a Cafarnaúm, se supo que estaba en casa. Acudieron tantos que no quedaba sitio ni a la puerta, y él les exponía el mensaje. Llegaron cuatro llevándole un paralítico y, como no podían meterlo por causa del gentío, levantaron el techo encima de donde estaba Jesús, abrieron un boquete y descolgaron la camilla con el paralítico.

 

Viendo Jesús la fe que tenían, le dijo al paralítico: -"Hijo, se te perdonan tus pecados. Unos letrados que estaban allí sentados razonaban para sus adentros:

 

-¡Cómo! Éste habla así, blasfemando? ¿Quién puede perdonar pecados más que Dios solo?

 

Jesús, dándose cuenta en seguida de cómo razonaban, les dijo:

 

-¿Por qué razonáis así? ¿Qué es más fácil: decirle al paralítico «se te perdonan tus pecados» o decirle «levántate, carga con tu camilla y echa a andar»? Pues para que sepáis que el hombre está autorizado para perdonar pecados en la tierra... -le dijo al paralítico:

Escúchame tú; ponte en pie, carga con tu camilla y vete a tu casa-

 

Se puso en pie, cargó en seguida con la camilla y salió a la vista de todos; todos se quedaron atónitos y alababan a Dios diciendo:

 

«Nunca hemos visto cosa igual»" (Mc 2, 1-12) No sólo a sus apóstoles. También a sus sucesores en el sacerdocio confirió el mismo poder, lo que se demuestra por la necesidad que siempre tendrá la Iglesia de tal potestad. Si siempre en la Iglesia existirá pecado, y consiguientemente siempre necesitará para unirse a su Esposo de su perdón, habrá de dejar en ella el poder permanente de perdonar.

 

3. La dirección espiritual

 

¡Qué seguridad da que un sacerdote garantice el camino que sigues o corrija las desviaciones! Si el sacerdote es avisado, tienes la certeza moral de no errar, y de caminar con mérito, y de llegar a la meta.

 

No es fácil encontrar el director que necesitas. No es fácil pero es preciso. Si quieres hacer algo importante en tu vida. Si quieres que tu vida sea algo bello.

 

Santa Teresa los quería y los aconsejaba sabios y experimentados (V. 5, 3; 26, 3). Experimentados porque viven la vida que han de enseñar.

 

Orar para pedir a Dios ese Director. Orar sin cansancio. Sabiendo esperar. Que acertar este negocio es importantísimo.

 

Cuando ya lo tengas, ser con él enteramente leal; tener con él un trato sobrenatural. La falta de este trato ocasiona que la dirección degenere en una amistad, en el mejor de los casos, meramente humana.

 

No te limites a declarar al director sólo tus faltas, el mal cometido; dile además el bien al que aspiras, los ideales que te mueven y las dificultades que encuentras para realizar ese bien, para llegar a ese ideal.

 

A la larga te parecerás en tu fisonomía y estilo espiritual a tu director (San Juan de la Cruz, Sub. 2, 18, 5.). Fíjate pues si tiene importancia la elección del modelo.

 

Sí; por una misteriosa y secreta ley el dirigido se parece al director.

 

Orar para encontrar tu director. Orar para que en la Iglesia haya buenos directores. Sabios, expertos, humanos, sobrenaturales. De los que influyan respetando; de los que exijan amando; de los que santifiquen con su trato.

 

Si no tienes director ¿quién te levantará si caes? ¿quién te estimulará cuando el desaliento te invada? ¿quién te enseñará los atajos del camino?

 

¡Ay del que camina solo! ¡Cuántos riesgos que soportar a cuerpo limpio en esta debilidad que es la librea de la naturaleza humana!

 

4. Todos necesitamos la conversión y la dirección

 

Dios se compadece de su pueblo a los 400 años de esclavitud. «El Señor le dijo a Moisés: He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Voy a bajar a librarlos de los egipcios, a sacarlos de esta tierra, para llevarlos a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel» (Ex 3, 7-8).

 

¿No podía Dios haber librado a su pueblo apenas empezó a ser oprimido en Egipto? No podemos dudarlo. Pero tiene que llegar la hora de Dios. La hora en que Dios diga: ¡Basta! Hasta que llega esa hora los planes de Dios han de cumplirse. Tengámoslo esto en cuenta cuando nuestro celo nos quiera llevar a suprimir de un plumazo situaciones injustas, pecados colectivos, opresión de pueblos. Todo juega su papel en los planes de la Providencia y todo redunda en bien de los elegidos (Rm 8, 28), «aun los pecados» (San Agustín).

 

Injustamente obró Pilato asesinando a unos galileos piadosos mezclando su sangre con la de los sacrificios que ofrecían. Pero Jesús no le da importancia al hecho como para hacer de él una denuncia profética. Lo toma como punto de partida de una amonestación evangélica: «Si no os convertís todos pereceréis» (Lc 13, 3).

 

Lo importante para Él es la conversión. Se pueden convertir a la hora del sacrificio los inmolados por Pilato y los aplastados en la Torre de Siloé y si se convierten eso es lo que cuenta porque gozarán de la vida eterna que es la que Cristo quiere que todos posean.

 

San Pablo viene a confirmarnos lo dicho porque afirma que estas cosas sucedieron en figura para nosotros, para que no codiciemos el mal como lo hicieron nuestros padres. Todo esto les sucedía como un ejemplo y fue escrito para escarmiento nuestro.

 

Ninguno de los israelitas que salieron de Egipto entró en la Tierra Prometida a excepción de Josué y Kaleb: «En este desierto caerán vuestros cadáveres... vosotros no habéis de entrar en el país donde, alzando mi mano juré os haría habitar... vuestros propios cadáveres caerán en este desierto… en este desierto serán aniquilados y ahí morirán» (Nm 14, 29-3 0).

 

No habían sido fieles con Dios. No habían guardado su alianza. Habían quebrantado sus compromisos y llegó el castigo como llegará también para los judíos contemporáneos de Cristo, a quienes va dirigida la maldición de la higuera en la que no encontró más que hojas (Mc 11, 13-14).

 

Como llegará para nosotros si después de tantas gracias recibidas y tanto cultivo y cuidado espiritual no damos fruto de penitencia y de conversión.

 

No consideremos la conversión en su primera etapa de la salida del pecado. Nadie puede decir que no necesita conversión, porque nadie puede decir que no tiene pecado, pues siete veces cae el justo (Pr 24, 16).

 

Santa Teresita y santa Teresa hablan de su conversión.

 

Conversión será una más fina relación de intimidad práctica de la virtud más humilde y desprendida. Más pura.

 

Conversión será una más fina relación de intimidad con el Señor.

 

Negación de todo lo que está impidiendo la oleada de gracia con que Dios nos quiere transformar en hombres nuevos creados a imagen y semejanza de su Hijo querido.

 

¿Cuántos años andamos sin dar fruto? ¿Aparentando tenerlo por la abundancia de las hojas? La higuera plantada en la viña no escatimaba las hojas. Mucho follaje pero de fruto ni un gramo. «Tres años sin dar fruto» (Lc 13, 6-9).

 

Quizás en nuestra vida no faltarán prácticas externas que puedan inducir a engaño. Por los frutos los conoceréis y no por las hojas.

 

¿Damos frutos dignos de penitencia? (Lc 3, 8). Examinémonos con toda sinceridad y coraje.

 

Por eso enfrasquémonos en la necesidad de la penitencia para obtener el perdón de los pecados y tras él, la abundancia de los dones celestiales.

 

La penitencia, que es detestación de las obras malas, contrición dolorosa del corazón, ansia de limpieza de alma, trabajo para la pureza de conciencia, puede hacer de corazones indómitos, hijos piadosos.

Él, Dios, puede hacer de las piedras hijos de Abraham (Mt 3, 9). Él puede hacer castos a los lujuriosos, humildes a los soberbios, mortificados a los sensuales.

 

Cuando David pecó poniendo al servicio de su pasión a la mujer, y derramando la sangre justa e inocente, la soberbia cegó su inteligencia y no vio la hecatombe moral que su pecado había desencadenado. Natán fue en nombre de Dios a golpear aquella real conciencia y ante la palabra fulminante, David confiesa sus crímenes (2 S 12, 1-13).

 

Ése fue el comienzo de su salvación. El reconocimiento de nuestra maldad es indispensable para que nos comencemos a curar.

 

El Padre Lacordaire, empeñado en una nueva fundación, encuentra un resorte definitivo para alcanzar la bendición divina: confiesa sus pecados de toda la vida a un joven sacerdote, le desata del sigilo y le autoriza a recordarle siempre que lo encuentre los pecados que acaba de oír. No tiene bastante. Se desnuda la espalda, saca unas disciplinas, y ruega, suplica, manda al confesor le azote con ellas. Era el medio de atraer la gracia de Dios. Las luces divinas enseñan que los frutos de la penitencia son fecundos en bienes celestiales y de las mejores bendiciones del cielo.

 

5. El peligro de pensar que no necesitamos conversión

 

Existe un peligro general: Que nos cataloguemos tan cándidamente entre los 99 justos que no necesitan penitencia. Somos justos. Tenemos fama de santos. Vemos que los demás cometen más pecados que nosotros. Pero no comparamos la cantidad de gracias que hemos recibido y que los otros que cometen esos pecados no han recibido y, que de haber recibido, habrían hecho fructificar más que nosotros. Ése es el peligro: que nos consideremos justificados. Ése es el pecado de los fariseos. «Yo no soy como los demás» (Lc 18, 11). Y no pensamos que tenemos orgullo, vanidad, que nos dejamos arrebatar por la ira, que juzgamos mal, que nos falta caridad... Que necesitamos conversión. Que podemos y debemos dar esa alegría al cielo al convertirnos. Que la superficialidad y la rutina y la tibieza están haciendo estragos en nuestra alma.

 

Convertirnos será ejercitar el amor. San Pedro necesitó la conversión. Su amor a Cristo está mezclado de confianza en sus fuerzas, presunción: aunque todos te nieguen yo no te negaré (Mc 14, 29). Dios lo deja. No previene con su gracia eficaz su caída, ni siquiera previendo su exaltación al supremo gobierno de la Iglesia. No hacía falta un Pastor santo presuntuoso, si es que puede haber verdadera santidad con soberbia. Le deja caer resonantemente para que su amor tenga por fundamento la humildad.

 

El amor es la causa de la conversión. Por eso Cristo le pregunta a san Pedro si le ama. y san Pedro contesta, con humildad, apelando a la ciencia de Cristo: «Tú sabes que te quiero» (Jn 21, 15 ss.). Pero ha de ser amor con obras, amor probado en la acción; no basta el amor afectivo si no va unido con el efectivo: Pedro había probado su amor a Cristo tantas veces, sobre todo aquélla en que, caminando el Señor sobre las aguas, mientras los otros se quedan preocupados con sus redes y el trabajo de la pesca, él se lanza al agua en busca de Cristo (Mt 14, 22ss.). Donde está tu tesoro está tu corazón y san Pedro está hecho una misma cosa con Cristo por su ferviente amor. El primado del gobierno en la Iglesia no podía ser conferido por personales predilecciones de uno sobre otro. San Pedro, ante todos, va a recibir el oficio del pastoreo general de la Iglesia porque ama más que todos. Y es que es necesario para servir a todos amar mucho a Cristo, apasionadamente, con delirio, con locura…

 

Cristo va a profetizarle, a continuación, a Pedro, que va a tener el mismo camino que recorrer que su Maestro: «En verdad, en verdad te digo: «cuando eras joven, tú mismo te ceñías y andabas donde querías, mas cuando hubieras envejecido, extenderás tus manos y otro te ceñirá, y te llevará a donde tú no quieras. Esto lo dijo significando con qué género de muerte había él de glorificar a Dios» (Jn 21,18). Ved ahí dos perspectivas: Una de propia voluntad y de seguimiento de los impulsos de la instintiva independencia, otra de divina elección en que campea el Espíritu en su acción y que es fecunda en divina vida. La primera tiene una floración inmediata y termina en espinas; la segunda comienza con pinchazos de espinas y madura en flores eternas. El amor será el que motivará la decisión de elegir la perspectiva de aparente fracaso para dejar el camino de rosas. Se aceptará el camino de la cruz como vital y causa de resurrección y de conquista de almas y de realización de nobles y altos ideales. A san Pedro no le fue mal. Como él, subamos a la cruz, aunque nos claven en ella sin querer y nos coloquen cabeza abajo. A fin de cuentas, no nos merecemos el mismo trato vertical que Jesús. Si nos dejamos crucificar está asegurado el triunfo de lo que pretendemos conseguir que es el reparar con la penitencia el pecado del orgullo.

 

Si a Pedro le salvó su conversión, convenzámonos nosotros de que también la necesitamos.