«Caminos de Luz»

P. Jesús Martí Ballester

 

El desorden

 

1. Una imprudencia inconcebible

 

 

El enano, colgado en la rama de una higuera joven crecida allá arriba en lo más empinado de una montaña de altura descomunal, gime desesperadamente, como aullaría de dolor un perro apaleado.

 

Alguien lo ha colgado: Ese hombre que está allí de pie contemplando al enano. Me habías ofendido vilipendiando mi nombre. Ha llegado mi hora y la de tu castigo. Con el cuchillo en su mano se dispone a cortar la cuerda de la que pende el enano. Cuando esto suceda la catástrofe será rápida, atroz, irremediable. Bajo los pies del pequeño hombre colgante, lejos, muy lejos a miles de metros de profundidad le espera una sima escarpada y de peñas cortantes como cuchillos.

 

Un último grito del hombre amenazado de muerte. Promesas de reparación de la ofensa, de servicio personal si su ofendido le salva la vida.

 

¿Quién no se compadece ante tanto llanto y tales promesas?

 

Corazón bueno que perdona y aproxima su mano para desatar al delincuente. Al pasar su rostro la mano salvadora, el enano siente recrudecerse en sus entrañas la llama de su odio y ¡oh funesta imprudencia! ¡Oh insolencia sin nombre, con saña de feroz león, muerde la mano que lo salva.

 

Comprende veloz el ofendido que no es digno de perdón aquel ser vil y abyecto, y deja que se hunda irremisiblemente en la sima de su perdición.

 

El pecador que rechaza la amorosa oportunidad de caer arrepentido en los brazos de Dios Padre se porta así con el Señor. Con una insolencia infernal y una imprudencia, que le despeñará en el abismo de la desesperación irreparable.

 

Pero el desorden no siempre se da en tal alto grado. Hay niveles. Es frecuente no hacer de la vida un don total a Dios. Se puede ser tacaño con Dios y no darse con generosidad y entonces se cumplirá la frase del Apóstol:

 

«El que siembra tacañamente, tacañamente cosechará, y el que siembra generosamente, generosamente cosechará» (2Co 9, 5).

 

A Juan Pablo II le preocupa poco llegar tarde a los actos programados si se interfiere la atención a las personas. Él se prodiga, habla, estrecha manos, reparte abrazos, sin mirar el reloj. El tiempo no cuenta para él, lo que cuenta son las personas.

 

Es evidente que siembra con generosidad. La generosidad se opone diametralmente a la tacañería y la tacañería tiene otro nombre en el orden natural: pereza. Y en el espiritual: acidia.

 

 

2. Pereza

 

En el orden humano la pereza nos hace seres inútiles en la vida porque engendra una tendencia a no hacer nada, a seguir la ley del mínimo esfuerzo.

 

Es la depresión del ánimo para no hacer el bien o no cumplir nuestros deberes religiosos, domésticos, laborales.

 

La pereza, que es una gran enfermedad de la voluntad y es la necedad de un corazón cobarde, engendra al hombre indolente que va arrastrándose por la vida con lentitud y calma de tortuga y con revoloteo de zángano que se agita mucho y no hace nada.

 

También el vago es producto de la pereza, pues éste aunque no rehuye del todo el trabajo, procura escabullirse todo lo que puede... que lo hagan otros... yo a conservar energías y a echar kilos.

 

Existen personas a quienes no les va ningún trabajo. Empiezan muchos, pero no terminan ninguno. A éstas no se les puede encargar nada. ..Porque no hacen nada.

 

El perezoso auténtico ni hace nada ni quiere hace nada. Arrastra los pies suspirando en cada movimiento que hace.

 

Por último, tenemos el hombre que descansa. Éste no es perezoso por descansar, pero fácilmente la pereza se entrometerá para que descanse más de lo necesario.

 

Y es ahí, creo, donde debemos apuntar y donde nos debemos vigilar.

 

 

3. Acidia

 

En el orden espiritual la pereza se llama acidia, que es una tristeza de los ejercicios espirituales y de la oración, superior a las propias fuerzas. Nunca encuentra tiempo para hacer la oración, se le acumulan los ejercicios religiosos a que viene obligado.

 

No tiene tiempo para nada.

 

Conocí a un señor que se pasaba el día con las manos en los bolsillos paseando por el jardín, o por la calle: le preguntaba: ¿Ha leído Ud. tal libro? ¡Pero si no tengo tiempo! -¿Conoce tal revista? ¡Pero si no tengo tiempo!

 

Y ¿cómo lo iba a tener si lo gastaba paseando arriba y abajo?

 

Santo Tomás dice que la acidia o pereza espiritual es una tristeza desordenada y tedio fastidioso de los ejercicios virtuosos.

 

¡Cómo son temidos los trabajos y esfuerzos que exige la práctica y ejercicio de actos de piedad y virtudes! Se rebela tantas veces el hombre viejo de tener que someterse a la ley de Dios y a las propias leyes y deberes, aún a los minúsculos!...

 

Por otra parte se ven almas inclinadas a no decidirse, por pusilanimidad y cobardía, a emprender o perseverar en actos grandes de gloria de Dios. ¡De cuántas gracias y luces se privan!

 

También es una forma de pereza el hacer lo que se tiene que hacer con flojedad y poco espíritu; con dilación y dejándolo para más tarde o para mañana...

 

«por la calle de mañana se llega a la plaza de nunca».  

«¡Cuántas veces el ángel me decía:

Alma, asómate ahora a la ventana;

verás con cuanto amor llamar porfía!

¡Y cuántas, Hermosura soberana,

mañana le abriremos, respondía,

para lo mismo responder mañana!»

 (Lope de Vega)

 

¿Y qué diremos de quienes, después de haber intentado en vano la consecución de tal o cual virtud, desmayan, desconfían y se creen condenados a su vida lánguida y tibia?

 

Los veréis inconstantes, sin grandes esfuerzos en los actos espirituales, dejándose dominar por la somnolencia y desaprovechando el tiempo y los talentos de Dios.

 

Dejarán correr la imaginación sin refrenarla en los actos espirituales; soltarán sus lenguas desmedidamente en tiempo de recreo o indebidamente en tiempo de silencio, encontrando siempre razones y pretextos para dejar de cumplir con delicadeza lo prescrito.

 

La acidia hace pesadísima la oración… y, como se aburren, la omiten... y después son arrastrados a las caídas...

 

«Por un clavo se perdió una herradura, por una herradura un caballo, por un caballo un caballero, y por un caballero una batalla

 

Esta acidia o pereza espiritual suele ir aliada con una febril actividad humana. Para compensar la actividad espiritual que se omite, llega el torbellino de la acción, que hace mucho ruido, pero muy poco bien.

 

¡Cuántos se pierden en charlas deslavazadas, en discursos estériles, en reuniones inútiles que lo dejan todo igual que estaba, por faltar la vida interior de unión con Dios y la eficacia de la oración!

 

Otro matiz de la pereza consiste en comenzar por las actividades más fáciles. Se van demorando las más difíciles e importantes que comportan un esfuerzo y concentración mayores y con facilidad y frecuencia, al no quedar tiempo, se omiten.

 

Guerra a la pereza, que es guerra a la debilidad, a la inconstancia y al dolce far niente que tanta gloria resta a Dios y tanta paz a nuestros corazones.

 

Empezar, por tanto, por lo más necesario, y por lo más difícil. Es lógico, pues cuando se empieza se está más lúcido y descansado… y a medida que se va trabajando se va perdiendo energía... por eso es mejor dejar para entonces lo más sencillo, que no requiere tanto esfuerzo.

Démosle a Dios todo con generosidad que Él se nos dará en la misma medida.

 

Démosle trabajo, tiempo, dinero, sudor, esfuerzo, preocupaciones, dolor, sufrimiento, dedicación a su gloria, sabrá pagar con medida colmada, que buen pagador es «y toda deuda paga» (San Juan de la Cruz, «Llama de amor viva», c. II)

 

Y démosle con alegría, que se lo merece y es lo que a Él verdaderamente le agrada. (2Co  9, 7) </ FONT>

 

 

4. La avaricia

 

El hecho de que san Pablo nos diga que «ningún avaro, que es como adorador de ídolos, tendrá parte en la heredad del reino de Cristo y de Dios» (Ef 5, 5), nos pone en guardia contra la valoración falsa y antievangélica del dinero, cuyo desenfreno en el deseo y en la avidez desordenada de bienes temporales, constituye la avaricia.

 

Siendo las cosas de la tierra medios para conseguir un fin, no tienen otra razón de ser que su utilidad para vivir conforme a nuestra condición y estado.

 

Pero es claro que los medios han de ser proporcionados al fin, igual que la medicina ha de guardar relación con la salud que intenta procurar. A nadie receta el médico más antibióticos que los justos para cortar la infección y, conseguida la salud, no tienen ya objeto y son perjudiciales. Es de sentido común.

 

Pero lo que se ve claro en los medios para alcanzar la salud, no se ve tan claro en los medios temporales con los que hemos de conseguir solamente vivir decentemente según requieren nuestras necesidades físicas, morales, intelectuales. Y entonces, cuando se apetece adquirir y conservar las riquezas rebasando las normas y la medida de los medios para el fin, se incurre en el pecado que llamamos avaricia (Santo Tomás, «Suma Teologica» 2-2 q. 118 a. 1) bis.

 

De las anteriores palabras del Aquinate se deduce que el desorden en la avaricia lo motiva tanto la adquisición como la conservación indebida de las riquezas, lo que constituye un pecado directo contra el prójimo porque no puede nadie sobreabundar en riquezas sin que falte a los demás, puesto que los bienes materiales no pueden ser poseídos por muchos simultáneamente (Ibid).

 

Y a la vez que en el anterior desorden hay otro que dimana del amor excesivo que se tiene al dinero con lo cual el avaro peca contra sí mismo, pues que desordena sus afectos y peca también contra Dios, porque infravalora los bienes celestiales y eternos estimando más los terrenos y caducos.

 

Cuando el pueblo de Israel levantó en el desierto el becerro de oro, al que adoró como dios, estaba protagonizando una escena de vigencia permanente en la historia del mundo y de la Iglesia. «Este es tu Dios, Israel, el que te ha sacado de la tierra de Egipto (Éx 32, 4): «el dinero fuente de toda felicidad», «hay que conseguirlo sea como sea y a costa de lo que sea y conservarlo sin ponerlo al servicio del bien común y sacrificándole la conciencia y la ley de Dios». Slogans son éstos de todos los tiempos y también de los nuestros en que nos encontramos con un desarrollo mastodóntico y con una destrucción de productos por una parte, y por otra con un subdesarrollo infra- humano y humillante.

 

Los clásicos nos hablan del auri sacra fames: sagrada hambre de oro. Y Séneca decía: «El hombre posee las riquezas de la misma manera que nosotros decimos que tenemos fiebre, cuando en realidad es ella quien nos domina. Deberíamos rectificar y decir: las riquezas le tienen a él e incluso le atormentan de mil modos».

Pero el avaro seguirá ciego para no ver la miseria moral en que le sume su pecado. Plutón, dios de las riquezas en la mitología greco-romana, era ciego.

 

 

 

5. La tibieza

 

La tibieza puede ser comparada a varias enfermedades: a la tuberculosis, porque mina el organismo y lo debilita sin dolor, hasta llevarlo a la muerte. A una anemia cualquiera por la pérdida de fuerzas, que la tibieza causa en el alma. El alma tibia no avanza. Se ha debilitado en la mediocridad. Se encuentra sin fuerzas para adelantar. Sólo se preocupa de no caer en pecado mortal y para todo lo demás demuestra un constante abandono.

 

No es fácil definir al tibio. La tibieza se refiere a la perfección. Los extremos son el fervor y el pecado. El tibio se muestra en un estado intermedio, pero con tendencia a enfriarse. No se dice tibio el que se halla en una etapa de vida espiritual en la que son frecuentes las caídas e infidelidades. Quienes con una voluntad recia que se mortifica, se levantan cuantas veces caen y se corrigen diariamente, caminan hacia la perfección. No es tibio el que ha conocido a Dios pero su voluntad se estrella todavía con los obstáculos de la vida pasada, de hábitos depravados perniciosos, que se esfuerza por combatir, consiguiéndolo mediante pequeñas victorias.

 

El tibio es el que ha sido fervoroso pero, ha decaído en su fervor. La tibieza supone grandes esfuerzos anteriores; supone que el hombre ha llegado a cierta altura de la que ha bajado por cobardía, debilidad, respetos humanos o por cansancio. Tibio es el hombre sufrido, mientras que nada tiene que padecer y sufrir; manso y pacífico, mientras nada se le opone; humilde mientras que nadie le toque un pelo de la ropa; que de buena gana sería santo si pudiera serlo de balde; que quisiera tener virtudes, sin mortificarse: en resumen que está pronto a todo, menos ganarse con violencia el Reino de los cielos (Mateo 11, 12).

 

La tibieza es un estado que se caracteriza principalmente por no tomarse en serio el pecado venial. Es un estado sin celo por parte de la voluntad que se muestra apática, indolente y abandonada; que rehuye el esfuerzo y el sacrificio. Es como una negligencia duradera en el cumplimiento del propio deber, en el ejercicio de la caridad y de las virtudes; es una vida de piedad a medias que suele expresarla con cierta manera de hablar, "no hay que ser exagerado, que Dios no se fija en cosas tan pequeñas, que hay otros que son muy buenos y no son tan exagerados.

 

La característica más destacada del tibio es la debilidad de la voluntad, nunca dice un quiero valiente, sino un quisiera cobarde. En la tibieza hay veleidad, pero no voluntad. Todavía se impresiona cuando oye las verdades y propone, más después no se esfuerza por cumplirlo. Diariamente propone hacer oración pero nunca la hace. Le cuesta vencer su pereza… Siempre encuentra el pretexto, la excusa, para aplazarlo… Y queda como justificado… Poco a poco la voluntad se ha ido haciendo débil por haber cedido en pequeñas cosas: a la sensibilidad, a la comodidad, a los goces corporales, a la sensualidad. Pronto se llega a no ser exacto en cosas muy importantes y por fin se termina porque cualquier esfuerzo parece pesado, y se deja. La causa de esta debilidad hay que buscarla en el oscurecimiento del entendimiento. La causa de la tibieza está en el abandono de las buenas lecturas, de la meditación; en la influencia de los ejemplos de otros pocos fervorosos y en el ambiente que respiramos.

 

Primero se abandonó la oración. Después la Eucaristía. Y por fin se pasan temporadas sin tener contacto con el Señor. Al principio la conciencia grita, remuerde; poco a poco se va callando hasta que lo hace del todo.  Es lo más terrible.

 Las almas no dan el salto al pecado mortal de golpe. Por el abandono de la oración, se hace débil la voluntad, disminuye el fervor de la caridad, recibimos menos gracias de Dios. Aumentan las pasiones y fuerzas de la sensualidad, orgullo, pereza, comodidad.

 

«¡Ay de los tibios!» No eres frío o caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Mas, porque eres tibio y no frío o caliente, estoy para vomitarte de mi boca» (Ap 3, 15). «Tengo contra ti que has perdido el fervor de tu primera caridad. Recuerda pues de que altura has caído y arrepiéntete y haz de nuevo tus primeras obras, porque si no vengo a ti y moveré de tu lugar tu candelero si no te arrepientes» (Ap 2, 4-5).

 

El remedio eficaz para la tibieza es la constancia en recibir el Sacramento de la reconciliación, que confiere gracia sanante, previene las caídas y aumenta el fervor. Juan Pablo II no cesa de repetirnos que lo recibamos. Y lo ve tan importante para la Iglesia y lo recomienda sin cesar.

 

 

6. El pecado y el desorden son una esclavitud

 

Recuerda el santuario de tu conciencia, tus rebeldías, tus orgullos, tus cóleras, tus soberbias, tu altanería, tu jactancia, tu falta de sumisión. Recuerda y siente que necesitas purificación, y que esa purificación te ha de venir de Yahvé, del Señor. Este Yahvé que quiso sacar a los israelitas de las naciones a que marcharon, desterrados. Porque cada vez que nos hemos apartado de Dios hemos salido hacia unas regiones extrañas, nos hemos dividido en dos reinos, en dos monarquías. Así se desmembraron los reinos de Israel y ya no hubo unidad para el pueblo de Dios y no la habrá para nuestro propio ser. Hay que conseguir la unidad para lo que quiere el espíritu y para lo que la carne tiene que hacer sometiéndose al espíritu, que es la voluntad de Dios.

 

"No volverán a profanarse con sus abominables idolatrías y con sus crímenes". ¡Cuánta miseria dentro del corazón humano! ¡Cuánta falta de generosidad dentro del egoísmo del hombre! ¡Cuánta falta de decisión en su voluntad desmedulada! ¡Cuánta falta de empuje! ¡Cuánta falta de amor de Dios y de amor ordenado a sí mismo que tiene que estar supeditado al amor de Dios! Cuando amamos de verdad a Dios nos estamos amando de verdad a nosotros mismos. Cuando nos amamos desordenadamente a nosotros mismos entonces no nos amamos sino que nos odiamos, estamos olvidándonos, nos desintegramos.

 

El Señor nos trae la alianza de la paz, pero esa alianza de paz supone guerra interior, un choque de voluntades, un martilleo constante, un deseo sincero de ir contra nuestros instintos. No es la santidad, ni es el cumplimiento de la voluntad de Yahvé y de sus mandamientos, para almas amerengadas, pusilánimes; es para gente aguerrida y fuerte; para los que se hacen violencia, porque « el reino de Dios padece violencia» (Mt 2, 12); éstos son los que alcanzan la victoria. Los que más corren en el estadio, son los que logran ganar la primera marca y se cubren de gloria (1Co 9,24).

 

Pero no hay que desesperar «porque el Señor nos guardará como pastor a su rebaño, el Señor morará con ellos y será su Dios», es decir, Dios no es ajeno a nuestra propia historia, a esa historia que comenzó antes de nuestro nacimiento en la mente de Dios en el momento que quiso que nuestros padres en tal tiempo, en tal día engendraran esta criatura humana. Mucho antes de que naciéramos ya estaba Dios pensando en nosotros y, ahora que ya hemos crecido, Dios sigue unido a nuestra suerte, sigue preocupándose de nuestra salvación, continúa morando con nosotros, caminando con nosotros, desea ser nuestro Dios y desea que nosotros seamos su pueblo y quiere que las naciones se den cuenta de que Él es nuestro Señor y que su santuario está en medio de nosotros, porque en nuestras acciones, en nuestras virtudes, caridad, paciencia, humildad, se trasluce que el Señor ha dejado en nosotros su huella, que se cuida de nosotros, y nos guarda como pastor a su rebaño para sacarnos del caos de nuestro desorden.

 

Entonces podrá alegrarse en la danza la doncella, y gozar los jóvenes y los viejos, y convertirá el Señor nuestra tristeza en gozo, nos alegrará y nos aliviará en nuestras penas, nos resucitará con una mano fuerte como redimió a Jacob, e iremos a la altura de Sión con aclamaciones, hasta que afluyamos, como una gran riada, hacia los bienes del Señor (Jr 31, 10-14).

 

 

 

7. La gran tragedia del pecado

 

Al decir Dios «Si coméis moriréis» (Gn 2º, 17) advertía a nuestros primeros padres del veneno que inoculaban con la desobediencia. Importa tener bien claro que la voluntad de Dios siempre está en función de nuestro bien. Por tanto, apartarse de los caminos que Dios nos traza, es acercarse al mal. Por eso Él no quiere que vayamos por esas sendas; para eso nos las prohíbe. Empeñarse en caminar por ellas, a pesar de la prohibición, es quedar atrapados por el propio capricho.

 

Por esto, más que hablar de castigo que incluye una como represalia o enfado de Dios con el que vengue, a posteriori, la desobediencia a una voluntad arbitraria que manda sin sentido y por mandar, es mejor designar este mal, consecuencia de no haber circulado por el orden establecido. Quien se salta un semáforo rojo no es castigado con el atropello, sino que el atropello será una consecuencia de su insubordinación al Código de la Circulación. Y cuando el Ministerio de Obras Públicas ha puesto en la carretera una señal de curva, o de cruce sin barreras, no lo ha hecho porque tiene ganas de molestar, sino porque quiere conseguir una circulación sin accidentes ni víctimas, que son las que sufren las consecuencias de su irresponsabilidad y no el Ministerio.

 

La visión infinita de Dios le lleva a prohibir lo que sabe que nos destruiría y a mandar lo que sabe que nos engrandecerá. Es una visión total, detallada, omnisciente de toda la creación, obra de sus Manos, pensada en el Verbo, amada en su Espíritu, que el hombre debe respetar, tratar de rastrear y rogar querer fiarse de ella, tan buena, tan santa, tan deseosa de toda suerte de bienes para él.

 

Es fruto de la reflexión pero, sobre todo, don de su gracia, comprender que al mandar o al prohibir está buscando nuestro bien.

 

El médico nos receta y nos somete a una serie de exigencias dolorosas, costosas, molestas... A nadie se le ocurre pensar que el médico está de mal humor y la ha tomado conmigo... Si haces lo que el médico te ha recetado, por exigente y doloroso que sea, salvas la vida. Si no lo haces, si desobedeces, morirás. y no como venganza del médico, sino como resultante del desenvolvimiento de las leyes de la naturaleza que, por conocerlas él por su estudio, quería librarte de sus consecuencias y por eso te previno con su diagnóstico.

 

A esta luz se ve más clara y en su verdadera dimensión la ley divina, que es ley de amor.

 

Las consecuencias del pecado son: la pérdida de la amistad y filiación de Dios, merecimiento de la eterna condenación, penas temporales. La consecuencia del pecado leve, el enfriamiento de la amistad.

 

Perder la amistad de Dios es romper con un amigo leal, poderoso, sabio, hermoso, digno de la mayor alabanza. ¡Lamentable situación la del que cayó en desgracia de tan buen amigo! Nadie ni nada podrá suplir ese vacío en el más íntimo seno del espíritu. Ya podéis rodear al desdichado hombre que ha perdido la amistad de Dios, de toda suerte de alegrías sensibles causadas por los bienes terrenos, que siempre le quedará allá en el fondo un no sé qué de angustia. Quizá no se lo sabrá explicar; pero sus dejos amargos se traslucirán en una desgana por el más pequeño sacrificio, en un quedarse sin resortes para alcanzar algo que sea espiritual y bello. Le falta la médula. La leucemia carcomió el meollo vital de su ser espiritual: Dios dejó de ser Padre y se tornó en Juez. Dios dejó de ser amigo y se convirtió en enemigo. Mejor, no es Dios quien se convirtió en enemigo, de lo que es incapaz en su Amor, fue el hombre quien rompió la bella amistad, abusando del don hermoso de la libertad.

 

Cuando san Pablo nos habla de no entristecer al Espíritu (Ef 4, 30); no queráis entristecer -dice -no se refiere al pecado grave, que no sólo lo entristece, sino que lo mata, alude al leve, que amortigua la amistad y por eso le ocasiona tristeza. Porque es digno de tristeza el aminorar el hombre su amistad con Dios.

 

 

8. La fragilidad humana

 

Sin embargo hay que tener en cuenta la fragilidad humana. En efecto, si propio del ángel es no caer, y del demonio y del condenado no levantarse, propio del hombre en esta vida, es caer y poder levantarse. Pero no abusemos de la gracia de Dios. Su bondad nos llama a la penitencia. Él nos exige, en relación con el pecado, un sincero propósito de enmienda. Por eso, lógicamente, hemos de tratar de evitar el caer fácilmente.

 

El caer fácilmente aunque sea en pecados veniales o en faltas deliberadas es una ingratitud, ya que el pecado hace perder, si es mortal, la amistad de Dios, y si es venial, prepara la caída mortal, enfriando al alma. La gracia santificante que se pierde o amortigua por los pecados, es el mayor beneficio que el hombre puede recibir en esta vida, porque se trata de la filiación divina y del derecho a la felicidad misma de Dios en el cielo por toda la eternidad. Sólo viendo lo que es el alma sin la gracia de Dios y comparándola con lo que es cuando llega a la santidad, podemos horrorizamos de lo que supone de ingratitud al Señor, el no corresponder a esa gracia y vivir en pecado mortal, o en la tibieza del pecado venial habitual.

 

El hombre no peca por malicia. Es débil. Pero en el fondo todo pecado es una informalidad, una falta de hombría, que llega a cierto estado de perfidia...

 

Muchas veces hemos dado a Dios palabra de serle fieles; nos hemos fiado de sus promesas que nunca fallan y hemos intentado hacerle creer que tampoco nosotros fallaremos en las nuestras, tan solemnes, en el Bautismo, tan firmes en la confesión, y tantas veces en nuestra oración o examen. Pero ¡qué pena! y ¡con cuánta humildad hemos de recitar el Miserere como hizo el profeta David..., ante nuestra palabra no cumplida!

 

La facilidad con que se repiten nuestras caídas parece decir que no pensamos suficientemente en la grandeza de los dones de Dios, en la maravillosa realidad de la gracia, en la fuente de méritos del crecimiento de la misma.

 

Es verdad que hemos nacido empecatados, de padres pecadores, desde Adán. Pero eso mismo nos debe urgir a luchar para liberarnos de nuestra miseria y apreciar más el regalo de la filiación divina.

 

Y, con nuestra experiencia de debilidad, seamos caritativos con los que nos faltan a nosotros, sabiendo que tantas veces faltamos nosotros a Dios, que tanto nos ha favorecido y perdonado.

 

La recaída una y otra vez en las mismas faltas nos priva de innumerables gracias y nos deja en la miseria espiritual. Cada vez que abusamos de la bondad de Dios hemos consumido un turno relacionado con la cantidad de gracias que Él nos dio.

 

Al que corresponde a la gracia se le da más «quitadle el talento y dádselo al que tiene diez» (Mt 25, 28); al que es infiel en lo poco, aun lo poco que tiene se le quita. Puede llegar un momento en que se cumpla aquella lamentación de Jeremías: «Hemos curado a Babilonia, pero no ha sanado. Abandonémosla» (Jr 51,9). ¡Qué lamentable el estado de un alma, llamada a gran santidad, y que por su poca correspondencia, cae y cae y llega hasta el más hondo abismo! (Lc 11,26)

 

Nadie se hace de repente santo. Nadie de repente se hace perverso. Según la gracia va abandonando al alma, va creciendo en ella la inclinación al abismo. Toda recaída es peor que la caída anterior. Al final el alma se halla en estado de coma, precursor de la muerte.