MENSAJE DE LA ASAMBLEA ESPECIAL PARA AMÉRICA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS


1. En el umbral del Tercer Milenio de la era cristiana, los miembros de la Asamblea Especial para América del Sínodo de los Obispos anunciamos con alegría a todos nuestros hermanos y hermanas del continente americano, y del mundo entero, las palabras que San Pablo proclamó en el comienzo del primer milenio: "¡Jesucristo es Señor!" (Flp 2, 11)

Esto es lo que creemos y predicamos con todo el corazón. Es el centro de nuestra fe y la piedra angular de nuestras vidas. Creemos que la salvación se ofrece a todo hombre y mujer sólo por medio de Jesucristo vivo.

Por el encuentro con Jesucristo, Redentor del universo, alcanzamos la conversión de nuestros pecados, entramos en comunión con él y, como consecuencia, en relación de solidaridad con nuestro prójimo.

2. Proclamamos un Dios vivo y presente, lleno de amor por nosotros. Su presencia en nuestro mundo se manifiesta de modo perfecto en la Eucaristía. Al alimentarnos con el Pan de la vida, nos capacita para avanzar con él en el mundo de hoy. Al escuchar al Señor que nos hablar por medio de las Escrituras y la enseñanza de la Iglesia, nos comunica su verdad. Movidos por su ejemplo y con la fuerza de su gracia, llegamos a vivir no para nosotros mismos sino para los demás (cf. Sacrosanctum Concilium, 7).

Proclamamos a ustedes, queridos hermanos y hermanas, que sólo en Jesucristo, que vive entre nosotros, podemos encontrar la fuerza para vivir como hijos de Dios en su única familia; y que sólo en nuestro encuentro con Jesucristo vivo podemos entrar en el reino de Dios.

3. Convocados de todas las naciones de América para reunirnos con el Sucesor de Pedro en este Sínodo Especial, agradecemos a nuestro Santo Padre Juan Pablo II esta oportunidad que nos ha dado para orar, estudiar y reflexionar juntos. De hecho, juntos hemos orado y escuchado los testimonios de las grandezas y necesidades de la Iglesia en este nuevo mundo. Es para nosotros una gracia muy particular que el Santo Padre haya convocado este Sínodo, en Asamblea Especial para América, con el tema: "Encuentro con Jesucristo vivo, camino para la conversión, la comunión y la solidaridad en América".

4. Estamos convencidos de que somos una sola comunidad. Aunque formada por muchos pueblos, rica en múltiples culturas y en diversas lenguas, nos unen tantas cosas, que tenemos influjo unos sobre otros. Esta histórica reunión de la Iglesia en América, por invitación del Santo Padre, nos ha impulsado a buscar respuestas a los problemas e inquietudes propios de nuestras tierras, no tanto para servir a una parte de América o para responder a las necesidades de otra, sino para que, identificando nuestros recursos comunes, lleguemos a ser más conscientes de las necesidades de cada uno. Es lo que hemos hecho durante las semanas del Sínodo al escuchar las inquietudes y las esperanzas de nuestros hermanos de todos los países del continente.

5. Al enviar este mensaje de esperanza en Jesucristo, queridos hermanos y hermanas, nos sentimos llenos de la alegría que proviene de nuestra oración y trabajo en común. Unimos nuestras voces en un único saludo. No podemos comunicarles todo el fruto de nuestros intercambios, pero entresacamos de su riqueza lo que en este mensaje les ofrecemos.

Los gozos de la Iglesia en América

6. Saludamos, en primer lugar, a nuestros hermanos y hermanas en la fe, a esos millones de hombres y mujeres católicos de toda nuestra América; su fiel observancia de la vida cristiana, su devoción al Señor, a su santísima Madre y a la Iglesia, son para nosotros una fuente de inspiración y un llamado a un servicio cada vez más generoso.

7. Saludamos a las familias de América. Son ustedes el fundamento de nuestras sociedades. Estamos orgullosos y agradecidos con ustedes por su compromiso cristiano en defensa de la vida desde el momento de la concepción hasta la muerte natural. Apreciamos inmensamente a todas las familias fieles a sus compromisos cristianos y a su responsabilidad de educar sus hijos en el espíritu del Evangelio.

8. Los saludamos a ustedes, fieles laicos de la Iglesia, quienes, con la generosidad de sus dones, contribuyen a la edificación del Cuerpo de Cristo en el mundo. Somos conscientes de que muchos de ustedes, especialmente los más ancianos y los enfermos, se dedican de un modo particular a la oración. Ustedes son verdaderamente una fuerza oculta de gran bien para la sociedad y por eso los recordamos con profunda gratitud.

9. Las saludamos a ustedes, mujeres de nuestro continente, conscientes del extraordinario papel que ya han desempeñado en nuestra historia y en la transmisión de los valores de la fe. Confiamos en que, con sus múltiples dones, continuarán construyendo en América el reino de Dios con amor, verdad y alegría.

10. Con especial amor y cariño los saludamos a ustedes, niños. Oramos para que los días de su niñez transcurran acompañados de quienes los aman y protegen de los peligros de nuestra sociedad, y así puedan crecer en sabiduría, gracia y fortaleza delante de Dios y de sus hermanos (cf. Lc 2, 52).

11. Los saludamos a ustedes, jóvenes de nuestras Iglesia locales. Los necesitamos. Nos sentimos orgullosos de sus nobles ideales y anhelos por construir un mundo mejor. Son ustedes parte vital de la Iglesia de hoy. Su sincero amor por el Santo Padre es una gracia de la que todos nos alegramos. Oramos para que su amor a Jesús sea siempre el gran tesoro de su vida. Contamos con su generosidad para servir a la justicia y la paz.

12. Los saludamos, queridos hermanos obispos, que con tanta dedicación velan sobre el pueblo de Dios; a ustedes, amados sacerdotes, nuestros generosos hermanos que colaboran con nosotros en el cuidado pastoral de las almas; a ustedes, diáconos permanentes, cuya entrega al servicio pastoral constituye en nuestras tierras un don extraordinario; a ustedes, consagrados, hombres y mujeres, cuyas vidas rebosantes de gracia significan tanto en el trabajo de nuestras Iglesias, no sólo por lo que hacen sino también porque son testigos auténticos del reino de Dios.

13. A ustedes, queridos seminaristas, los saludamos con especial afecto. Les aseguramos la compañía de nuestras fervientes oraciones en su camino hacia el altar de Cristo. Los saludamos con igual gratitud a ustedes, numeroso grupo de hombres y mujeres que cumplen con sacrificio y devoción, muchas de las tareas de la Iglesia en la educación, la catequesis, la caridad, el servicio social, la promoción de la justicia y la paz, y otros apostolados.

14. ¡Cómo ha sido bendecida la Iglesia de nuestro continente con miles de parroquias, donde se alaba al Señor, se proclama su palabra y se vive un servicio amoroso al prójimo! ¡Cómo ha sido bendecida también la Iglesia con muchas pequeñas comunidades cristianas de fe que se van multiplicando en el servicio de las diócesis y las parroquias!

15. Evocamos la memoria de los mártires de este continente, conocidos y desconocidos, que han derramado la sangre por Jesucristo y el Evangelio. Su ejemplo nos anima a esforzarnos para que el reino de Dios se realice plenamente entre nosotros.

Las preocupaciones de la Iglesia en América

16. Durante estos días hemos escuchado y acogido los sufrimientos de la Iglesia en América. Escuchamos los sufrimientos de las familias dispersas a lo largo y ancho del continente. Hemos tomado conciencia de las cargas que soportan las familias pobres en muchos lugares, donde procuran encontrar oportunidades para mejorar su vida, sin hallar satisfacción. Conocemos también las presiones que la vida moderna impone a las familias y que en muchas oportunidades ahoga los mejores intentos para vivir la vida cristiana. Reconocemos que el gran ideal del hogar como "iglesia doméstica", donde los niños son educados por el padre y la madre, su frustra con frecuencia. Deploramos el fracaso de tantos hogares, de todas las clases sociales, y les ofrecemos el apoyo de nuestra oración. A los hogares incompletos, cuyo padre o madre, con valentía y confianza en Dios, asumen la responsabilidad de hacer crecer a sus hijos en la vida cristiana sin la compañía y apoyo de un esposo o una esposa, les ofrecemos la acogida de nuestra familia en la fe.

17. Nos dirigimos a ustedes, los jóvenes que están buscando a Dios en el mundo de hoy; a ustedes, los jóvenes que, por su pobreza, carecen de una oportunidad de ganarse la vida y organizar una familia; a ustedes, los jóvenes cuyo ideal ha sido ahogado por un excesivo consumismo; a ustedes, los jóvenes que procuran encontrar el sentido de la amorosa presencia de Dios en su vida. Conocemos bien las numerosas dificultades que ustedes, jóvenes, encuentran cuando deben cambiar el bienestar de su hogar por el anonimato y la incertidumbre de las grandes ciudades. Conocemos también a quienes parten de su país natal para empezar una nueva vida en una tierra extraña, en la que muchas veces son despreciados y maltratados. A todos les renovamos la promesa del amor de Dios, manifestado en la comunidad de la Iglesia, y la expresión de nuestro amor fraterno para construir el reino de Dios. Los invitamos a marchar con Jesucristo por el camino del nuevo milenio de su nacimiento.

18. Con dolor, nos dirigimos a ustedes, niños de la calle, que soportan tan amargas dificultades. Lo que ustedes, hijos de Dios, sufren, no le debería suceder a nadie. A veces, ustedes mismos no se dan cuenta de que son abandonados, explotados; de ustedes se abusa, se les empuja a una vida marcada por el delito. Algunos de ustedes están amenazados de muerte por aquellos mismos que los deberían proteger de todo peligro. Llamamos a los hombres de buena voluntad para que les rescaten de los peligros, de tal manera que puedan gozar de una vida segura y normal, y descubrir la presencia del amor de Dios. Recordamos las palabras de Jesús: "El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe" (Mc 9, 37).

19. A ustedes, los inmigrantes que han tenido la sensación de no haber sido acogidos en su país de adopción, les hacemos llegar nuestra voz de apoyo. A lo largo de muchas generaciones, la Iglesia haz acompañado siempre a los emigrantes en su marcha hacia una vida mejor y nunca dejará de estar a su lado en cualquier servicio que necesiten. Nos unimos también a ustedes, los trabajadores ocasionales que padecen enormes fatigas para alimentar a sus familias; los acompañamos, nos hacemos solidarios en su búsqueda de condiciones justas de trabajo. Cuando muchos países cierran sus puertas y naciones ponen obstáculos a sus justas aspiraciones, recordamos esta enseñanza sacada del libro del Levítico: "Al forastero que reside junto a ustedes lo mirarán como a uno de su pueblo y lo amarán como a ustedes mismos" (Lv 19, 34).

20. A ustedes, grupos minoritarios, víctimas de prejuicios, les reafirmamos que nos sentimos solidarios con sus frustraciones, nacidas de la discriminación y la hostilidad, y los abusos infligidos por instituciones sociales. Sepan que ustedes han sido creados a imagen de Dios y comparten por igual la dignidad humana. Aquí y ahora tienen el derecho de ser reconocidos como lo son a los ojos de Dios.

21. Nos acordamos de ustedes, pueblos autóctono9s e indígenas de América que han sufrido tanto a lo largo de estos últimos cinco siglos por causa de hombres avaros y violentos. Todavía hoy, disfrutan ustedes muy poco de la abundancia de la tierra. Como nosotros les proclamamos el Evangelio de Jesucristo, nos comprometemos a honrar sus culturas y apoyarlos en la conservación de sus tradiciones.

22. Queremos hablarles a ustedes, nuestros hermanos y hermanas de ascendencia africana, cuyos antepasados llegaron a América por el camino de la esclavitud. Las heridas de estos terribles siglos de opresión, marcan todavía su alma. Nos comprometemos a trabajar con ustedes, de tal manera que puedan gozar de su plena dignidad de hijos de Dios y que puedan siempre sentirse acogidos en nuestras Iglesias y comunidades de fe. Pedimos a todos que trabajen y se esfuercen por construir una sociedad que se inspire en la imagen del banquete del Señor, en el que todas las razas tomarán parte de los bienes de la creación como una familia bajo la mirada de Dios (cf. Is 25, 6).

23. Pensamos también en ustedes, los que se encuentran aislados y l os que padecen la soledad, particularmente los que están obligados a permanecer en su casa, los ancianos, los enfermos y los abandonados. La Iglesia es su hogar y nosotros, en esta misma Iglesia, somos sus hermanos y hermanas. Que el consuelo del Espíritu Santo esté con ustedes en medio de sus penas y sufrimientos, que ustedes unen a los sufrimientos del Señor.

24. Volvemos nuestra mirada a todos ustedes, los que buscan a Dios, que anhelan una plenitud en su existencia y que se interrogan sobre el sentido de su vida. Sabemos, por nuestra propia experiencia, la profunda aspiración de los corazones que buscan a Dios. "Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo podré ir a ver la faz de Dios?" (Sal 42, 3). Encuentren a Jesús, que les da su Espíritu, el cual les santifica y les da el sentido de su existencia. Aprenda de él; lleguen a ser sus discípulos (cf. Mt 11, 28).

25. De todos los llamados del pueblo de Dios que nos han llegado durante este Sínodo especial para América, el clamor de los pobres se ha dejado sentir de una forma particularmente fuerte. Ninguna Conferencia episcopal del Continente ha dejado de hablar con claridad y con mucha fuerza del reclamo de la justicia para nuestros hermanos y hermanas, cuya vida y dignidad humana han sido afectadas por la pobreza y la indigencia. Las causas de esta inquietud no están solamente en nuestros pecados, sino también en "las estructuras de pecado", que las faltas individuales pueden acrecentar y que, por otra parte, refuerzan el pecado de cada uno y aumentan sus consecuencias.

26. En el norte, vemos con alarma y consternación cómo año tras año aumenta la brecha entre los que tienen en abundancia y aquellos que no tienen los mínimos recursos. Allí donde los beneficios materiales se encuentran tan extendidos, muchos entre nosotros se enfrentan a la tentación del hombre rico del Evangelio, de ser indiferentes a las necesidades de aquellos que están en nuestra propia puerta (cf. Lc 16, 19-31). Debemos tener presente la primera carta de San Juan: "Si alguno que posee bienes de la tierra ve a su hermano padecer necesidad y le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios? Hijos míos, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad" (1 Jn 3, 17-18).

27. En el sur existen regiones que sufren condiciones de absoluta miseria humana, irreconciliables con la dignidad que Dios ha conferido a todos sus hijos por igual. En toda América existe la necesidad de proteger a los no nacidos inocentes del flagelo del aborto. Incluso donde la miseria no ha alcanzado una magnitud tan grande, existen los sufrimientos de niños que se van a dormir con hambre, de padres y madres de familia sin trabajo o medios para sustentarse, de pueblos indígenas cuyas tierras y sustento están amenazados, de miles sin techo o sin trabajo por causa de las cambiantes e inestables condiciones del mercado. Deben añadirse a estos males aquellos provocados por los abusos en la globalización de la cultura y de la economía mundial, los causados por el narcotráfico, la desviación de recursos hacia el comercia de armas, así como por la corrupción política y económica, que priva a las personas de la participación de los bienes materiales destinados o ganados por ellos y a los cuales tienen derecho.

28. La carga de la deuda externa e interna, que para muchos países parece no tener perspectiva de solución, ha sido una preocupación considerable durante es te Sínodo. Si bien la deuda externa no es la causa exclusiva de la pobreza de muchas naciones en vías de desarrollo, no se puede negar que ha contribuído a crear condiciones de extrema miseria, que constituyen un desafío urgente para la conciencia de la humanidad. Por consiguiente, nos adherimos al Santo Padre en su llamado a la reducción o condonación de la deuda, en un esfuerzo por ayudar a los habitantes de algunas de3 las naciones más pobres de la tierra (cf. Tertio Millennio Adveniente, 51). La condonación de la deuda sólo será el comienzo de la disminución de la carga de los pobres. Hay todavía mucho más por hacer para prevenir la marginación de regiones y países enteros de la economía global. Cualquier reducción de la deuda debe orientarse verdaderamente en favor de los pobres. Las medidas deben ser tomadas para evitar las causas, cualesquiera que ellas sean, que originaron la deuda.

29. Hacemos un llamado a los líderes de los gobiernos, de la industria y de las finanzas, a todos aquellos que son ricos en bienes materiales, a economistas, a trabajadores sociales, a teólogos y expertos en la Doctrina Social de la Iglesia y a todas las personas de buena voluntad, a caminar junto con nosotros y los pobres, y a buscar con ellos un camino que respete su dignidad humana. Damos gracias a Dios por todas las ayudas recibidas de muchas fuentes. Muchas de nuestras Iglesias particulares están especialmente agradecidas por la generosa ayuda que reciben de Europa y los organismos centrales de la Iglesia católica. Igualmente reconocemos la constante colaboración que los líderes de otras Iglesia, de comunidades eclesiales y grupos de creyentes ofrecen para el servicio de los pobres. Frente a nosotros se presentan dos caminos: uno, ancho y fácil, que se conforma con las cosas como son; y el otro, largo y difícil, que conduce a la justicia (cf. Mt 7, 13-14). Debemos escoger este camino difícil; durante este tiempo de Adviento, mientras escuchamos la promesa del Señor de hacer todas las cosas nuevas (cf. Ap 21, 5), esperamos que él nos haga dignos de cooperar a restaurar este mundo en él, de manera que los pobres puedan anhelar una vez más el gozo y la paz.

Los desafíos de la Iglesia que está en América

30. Durante el Sínodo, el Espíritu Santo nos ha guiado para responder a los desafíos en orden a la nueva evangelización. La Iglesia necesita testigos de la fe. La Iglesia necesita santos. El mejor medio de celebrar el Gran Jubileo del nacimiento del Señor será para nosotros escuchar de nuevo su Evangelio, colocarlo en nuestro corazón y compartirlo con humildad, gratitud y alegría, a la manera de los Apóstoles en el momento del primer Pentecostés. Invitamos a los fieles para que escuchen el llamado del Señor a ser los evangelizadores del Tercer Milenio compartiendo su fe abierta y generosamente. Los invitamos a ser testigos de fe por su vida, por su bondad para con todos, por su caridad hacia aquellos que sufren necesidad y la solidaridad con los que sufren alguna opresión. "En esto conocerán que ustedes son discípulos míos: si tienen amor los unos a los otros" (Jn 13, 35). En una época profundamente marcada por el materialismo y la necesidad de creer, queremos urgirlos a compartir el Evangelio con todos: los que han abandonado la fe, los que están aún buscando a Dios, los que todavía no han escuchado la buena nueva del Señor Jesús.

31. Necesitamos despertar nuevas vocaciones para el sacerdocio y la vida consagrada. En preparación para el Gran Jubileo, todos los cristianos deben encontrar los mejores medios para responder a su llamado a la santidad. La Iglesia solicita corazones generosos que escuchen el llamado de Dios al sacerdocio y a la vida consagrada, de tal manera que hombres y mujeres, por su seguimiento de Jesús, muestren la gracia de Dios activa en la historia. En el silencio de su corazón acojan el llamado que el Señor dirige a cada uno a las puertas del Tercer milenio, como lo hizo en otro tiempo el joven Samuel: "Habla, Señor, que tu siervo escucha" (1 S 3, 10).

32. Además, es necesario apoyar los esfuerzos misioneros de la Iglesia. El Sínodo para América ha sido para cada uno de nosotros un recuerdo de los dones que hemos compartido gracias a los esfuerzos evangelizadores de las generaciones que nos han precedido; un recuerdo también de los dones otorgados por las Iglesias que enviaron misioneros y de los dones que como respuesta han sido dados por las Iglesias que los recibieron. La nueva evangelización requiere un intercambio continuo de esos dones por la multiplicación de colaboraciones entre las Iglesias locales que comparten el mismo deber de anunciar el Evangelio. Los sacerdotes y los otros misioneros del norte son siempre necesarios en el sur y en otras partes del mundo. Al mismo tiempo, las Iglesias del sur de América han intensificado sus esfuerzos para enviar misioneros al norte y a los otros países. Estos misioneros han venido a atender a su pueblo y proclamar el Evangelio a todos. Este intercambio misionero está en el corazón de la nueva evangelización, a la cual el Santo Padre ha invitado con tanta frecuencia a la Iglesia entera. "¡Cuán hermosos los pies de los que anuncian la Buena Nueva!" (Rm 10, 15).

33. Los medios de comunicación social tienen un influjo creciente en la vida de la sociedad y de la Iglesia. Crean una "nueva cultura". Como el Santo Padre ha dicho en la encíclica Redemptoris Missio, esta "nueva cultura" nace no solamente del contenido que comunica, sino también del hecho de que existen nuevos medios de comunicarse, con nuevos lenguajes, nuevas técnicas y una nueva psicología (cf. Redemptoris Missio, 37). La Iglesia debe continuar empleando estos medios para el servicio del Evangelio. Los mismos profesionales de la comunicación pueden actuar como fermento e influir en aquellos que, en este campo, no tienen todavía conciencia de los valores religiosos, a fin de que los tengan en cuenta, tanto para ellos mismos como para la sociedad. San Pablo escribía a los Romanos, "¿Cómo creerán en Aquel de quien no han oído? ¿cómo oirán sin que se les predique?" (Rm 10. 14). Es necesario aprender a proclamar y comentar la palabra de Dios en este nuevo lenguaje, al cual se han acostumbrado ya tantas personas en su contacto con estos medios contemporáneos de comunicación.

34. Por consiguiente la nueva evangelización requiere culturas que estén abiertas a la fe en Dios y en las cuales los creyentes ofrezcan su colaboración para la vida en sociedad. En la mayoría de los países del nuevo mundo gozamos de una libertad religiosa. Sin embargo, mientras la Iglesia entrega el Evangelio, proclamando el reino de Dios, pidiendo justicia para los pobres, defendiendo la vida humana y su dignidad, encuentra muchos obstáculos. En muchos lugares, a pesar de las protecciones jurídicas de que goza la Iglesia, obispos, sacerdotes, diáconos, delegados de la Palabra, personas consagradas y laicos son juzgados, calumniados, intimidados e incluso despojados por la causa evangélica de la defensa de los pobres. En otras partes, un nuevo secularismo agresivo querría hacer callar la voz de los creyentes en el dominio público e impedir la enorme contribución de la Iglesia a la vida pública. Por eso, pedimos a los fieles que trabajan o que tienen actividades de dominio público y a las personas de buena voluntad que pueden influir en la opinión pública, que se unan a nosotros para defender el Evangelio de la vida contra el aborto y la eutanasia. Además, les llamamos a levantarse con nosotros contra prejuicios antirreligiosos y sostener la contribución de la Iglesia y de otras comunidades de fe en la búsqueda del bien común, que se realizará plenamente cuando lleguemos a la casa del Padre celestial.

Jesucristo, nuestra esperanza (1 Tm 1, 1)

35. Queridos hermanos y hermanas en Cristo, les hemos descrito las alegrías y las tristezas, las esperanzas y las necesidades de América. De cara a todo el sufrimiento que vemos en el mundo, ¿debemos, acaso, descorazonarnos o desalentarnos? Con la fuerza del Espíritu Santo, les decimos: Jesucristo ha vencido al mundo. Él ha enviado su Espíritu Santo entre nosotros para hacer nuevas todas las cosas. Es más, en palabras de la Sagrada Escritura, para renovar la faz de la tierra. Este es, pues, nuestro sencillo mensaje: ¡Jesucristo es Señor! (cf. Flp 2, 11). Su resurrección nos llena de esperanza; su presencia en nuestro caminar nos llena de valor. Les decimos, como el Santo Padre nos dice tan a menudo: "¡No tengan miedo!". El Señor está con ustedes en el camino, salgan a su encuentro.

36. Y ¿dónde lo encontraremos? Lo podemos encontrar morando entre nosotros si solamente abrimos nuestros corazones al desafío de su amor (cf. Jn 14, 23). Lo podemos encontrar en nuestro prójimo, especialmente en el pobre y el hambriento y todos aquellos que padecen necesidad (cf. Mt 25, 40). Nos podemos encontrar personalmente con él cada vez que dos o tres estén reunidos en su nombre (cf. Mt 18, 20). Lo podemos descubrir en su palabra (cf. Jn 1, 1) y en las maravillas de su creación (cf. Rm 1, 20). Nos encontramos con él en los sacramentos, de modo especial en el sacramento de su misericordia, el sacramento de la reconciliación (cf. Jn 20, 21-23). Nos encontramos con él de modo perfecto en la Eucaristía, en la que quiere alimentar nuestros corazones hambrientos con su propio Cuerpo y Sangre (cf. Jn 6, 51 ss). En una palabra, Jesús quiere estar siempre presente entre nosotros. Que cada uno de nosotros acoja la enseñanza de la carta a los Hebreos: "Corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe" (Hb 12, 2).

37. Si llegamos a este encuentro con Cristo resucitado como María Magdalena y los Apóstoles después de la Resurrección, nos encontraremos transformados. Debemos llevar a cabo la llamada a la conversión, a un cambio de vida, a un comenzar de nuevo en gracia. Este cambio de corazón no sólo toca nuestras vidas individuales, sino que desafía a nuestra sociedad, a la Iglesia misma, a nosotros como pastores, y al mundo entero, a dejar atrás sus cautelosos y dubitativos pasos para correr con gozo junto a Jesús hacia la vida eterna. Esta conversión ha de tocar las vidas de los ricos y de los pobres, de los poderosos y de los débiles. Ha de recordar a los políticos su responsabilidad de promover el bien común y desafiar a los economistas a buscar caminos para resolver las desigualdades materiales de nuestra sociedad.

38. Si salimos con valentía a este encuentro personal con Cristo, descubriremos allí una irresistible llamada a la comunión, a semejanza y modelo de aquella íntima comunión de las divinas Personas de la Santísima Trinidad. En el poder del Espíritu Santo, fuente divina de la comunión, seremos conducidos hacia una más profunda relación de amor y cooperación entre nosotros, tanto individualmente como entre los grupos que representamos. La ferviente llamada a esa comunión ha de unir a las Iglesias locales del continente en una creciente cooperación entre las Conferencias Episcopales y entre las Iglesias católicas de ritos distintos. Esa misma aspiración a la comunión nos ha de conducir, lo mismo que a nuestros hermanos y hermanas cristianos de América, más cerca de la unidad querida por el Señor. Hemos apreciado mucho la presencia entre nosotros, durante este Sínodo, de los delegados fraternos de otras Iglesias y comuniones eclesiales. Por caminos todavía desconocidos, las mismas preocupaciones nos guiarán, por el camino del amor, hacia un sentido mayor de familia con otras comunidades religiosas, especialmente con los judíos, nuestros hermanos y hermanas mayores en la fe.

39. Finalmente, el encuentro personal con Jesucristo conduce a la solidaridad, que es una exigencia de la caridad, que debe ser practicada hoy en día en todos los campos de las relaciones humanas. La solidaridad, comprendida en su totalidad, es compartir lo que somos, lo que creemos y lo que tenemos. El Señor Jesús es el ejemplo perfecto de esto, ya que él se despojó de sí mismo para hacerse en todo semejante a nosotros, menos en el pecado (cf. Flp 2, 7; Hb 4, 15). La solidaridad nos impulsa a considerarnos unos a otros como hermanos, así como Jesús lo hizo. Nos llama a amarnos mutuamente y a compartir los unos con los otros. Abarca desde la caridad personal que nos obliga con el hermano pobre en nuestra comunidad, hasta el llamamiento del Santo Padre a la solidaridad con los pobres del mundo entero en preparación de la celebración del Gran Jubileo. A la luz de esta solidaridad, la guerra y los conflictos, las carreras armamentistas no tienen cabida en este mundo creado por un Dios de amor.

40. Este es el mensaje de la Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos para América. Es un mensaje que llama a cada uno de nosotros a continuar trabajando juntos para la venida del reino de Dios entre las naciones de América. Quizás podríamos resumir nuestro mensaje en palabras del Santo Padre: "¡No tengan miedo de cruzar el umbral de la esperanza!". Allí nos encontraremos con el Señor Jesucristo vivo, nuestra esperanza y nuestra salvación.

41. Llenos de confianza depositamos este mensaje en manos de María, la Madre de Nuestro Señor. En todos los países del nuevo mundo ella es aclamada como Reina, Señora y Madre nuestra. La invocamos especialmente bajo el título de Nuestra Señora de Guadalupe. Allí, casi al inicio de la primera evangelización de América, se presentó a un indígena, hijo de esta tierra, como la Madre de los pobres. Que ella, Estrella de la Primera y de la Nueva Evangelización, lleve nuestro mensaje a sus corazones, para que, bajo su dirección, podamos verdaderamente encontrarnos con el Señor Jesús, el Hijo del Dios, vivo, que nos conduce con amor y el poder de su gracia hacia el Tercer Milenio de su venida y hacia la vida misma