EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POSTSINODAL
VITA CONSECRATA
DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


 

INTRODUCCIÓN

1. La vida consagrada, enraizada profundamente en los ejemplos y enseñanzas de Cristo el Señor, es un don de Dios Padre a su Iglesia por medio del Espíritu. Con la profesión de los consejos evangélicos los rasgos característicos de Jesús -virgen, pobre y obediente- tienen una típica y permanente «visibilidad+ en medio del mundo, y la mirada de los fieles es atraída hacia el misterio del Reino de Dios que ya actúa en la historia, pero espera su plena realización en el cielo.

A lo largo de los siglos nunca han faltado hombres y mujeres que, dóciles a la llamada del Padre y a la moción del Espíritu, han elegido este camino de especial seguimiento de Cristo, para dedicarse a El con corazón «indiviso+ (cf. 1Co 7, 34). También ellos, como los Apóstoles, han dejado todo para estar con El y ponerse, como El, al servicio de Dios y de los hermanos. De este modo han contribuido a manifestar el misterio y la misión de la Iglesia con los múltiples carismas de vida espiritual y apostólica que les distribuía el Espíritu Santo, y por ello han cooperado también a renovar la sociedad.

Acción de gracias por la vida consagrada

2. El papel de la vida consagrada en la Iglesia es tan importante que decidí convocar un Sínodo para profundizar en su significado y perspectivas, en vista del ya inminente nuevo milenio. Quise que en la Asamblea sinodal estuvieran también presentes, junto a los Padres, numerosos consagrados y consagradas, para que no faltase su aportación a la reflexión común.

Todos somos conscientes de la riqueza que para la comunidad eclesial constituye el don de la vida consagrada en la variedad de sus carismas y de sus instituciones. Juntos damos gracias a Dios por las Ordenes e Institutos religiosos dedicados a la contemplación o a las obras de apostolado, por las Sociedades de vida apostólica, por los Institutos seculares y por otros grupos de consagrados, como también por todos aquellos que, en el secreto de su corazón, se entregan a Dios con una especial consagración.

El Sínodo ha podido comprobar la difusión universal de la vida consagrada, presente en las Iglesias de todas las partes de la tierra. La vida consagrada anima y acompaña el desarrollo de la evangelización en las diversas regiones del mundo, donde no sólo se acogen con gratitud los Institutos procedentes del exterior, sino que se constituyen otros nuevos, con gran variedad de formas y de expresiones.

De este modo, si en algunas regiones de la tierra los Institutos de vida consagrada parece que atraviesan un momento de dificultad, en otras prosperan con sorprendente vigor, mostrando que la opción de total entrega a Dios en Cristo no es incompatible con la cultura y la historia de cada pueblo. Además, no florece solamente dentro de la Iglesia católica; en realidad, se encuentra particularmente viva en el monacato de las Iglesias ortodoxas, como rasgo esencial de su fisonomía, y está naciendo o resurgiendo en las Iglesias y Comunidades eclesiales nacidas de la Reforma, como signo de una gracia común de los discípulos de Cristo. De esta constatación deriva un impulso al ecumenismo que alimenta el deseo de una comunión siempre más plena entre los cristianos, «para que el mundo crea+ (Jn 17, 21).

La vida consagrada es un don a la Iglesia

3. La presencia universal de la vida consagrada y el carácter evangélico de su testimonio muestran con toda evidencia -si es que fuera necesario- que no es una realidad aislada y marginal, sino que abarca a toda la Iglesia. Los Obispos en el Sínodo lo han confirmado muchas veces: «de re nostra agitur+, «es algo que nos afecta+. (1) En realidad, la vida consagrada está en el corazón mismo de la Iglesia como elemento decisivo para su misión, ya que «indica la naturaleza íntima de la vocación cristiana+ (2) y la aspiración de toda la Iglesia Esposa hacia la unión con el único Esposo. (3) En el Sínodo se ha afirmado en varias ocasiones que la vida consagrada no sólo ha desempeñado en el pasado un papel de ayuda y apoyo a la Iglesia, sino que es un don precioso y necesario también para el presente y el futuro del Pueblo de Dios, porque pertenece íntimamente a su vida, a su santidad y a su misión. (4)

Las dificultades actuales, que no pocos Institutos encuentran en algunas regiones del mundo, no deben inducir a suscitar dudas sobre el hecho de que la profesión de los consejos evangélicos sea parte integrante de la vida de la Iglesia, a la que aporta un precioso impulso hacia una mayor coherencia evangélica. (5) Podrá haber históricamente una ulterior variedad de formas, pero no cambiará la sustancia de una opción que se manifiesta en el radicalismo del don de sí mismo por amor al Señor Jesús y, en El, a cada miembro de la familia humana. Con esta certeza, que ha animado a innumerables personas a lo largo de los siglos, el pueblo cristiano continúa contando, consciente de que podrá obtener de la aportación de estas almas generosas un apoyo valiosísimo en su camino hacia la patria del cielo.

Cosechando los frutos del Sínodo

4. Adhiriéndome al deseo manifestado por la Asamblea general ordinaria del Sínodo de los Obispos reunida para reflexionar sobre el tema «La vida consagrada y su misión en la Iglesia y en el mundo+, quiero presentar en esta Exhortación apostólica los frutos del itinerario sinodal (6) y mostrar a todos los fieles -Obispos, presbíteros, diáconos, personas consagradas y laicos-, así como a cuantos se pongan a la escucha, las maravillas que el Señor quiere realizar también hoy por medio de la vida consagrada.

Este Sínodo, que sigue a los dedicados a los laicos y a los presbíteros, completa el análisis de las peculiaridades que caracterizan los estados de vida queridos por el Señor Jesús para su Iglesia. En efecto, si en el Concilio Vaticano II se señaló la gran realidad de la comunión eclesial, en la cual convergen todos los dones para la edificación del Cuerpo de Cristo y para la misión de la Iglesia en el mundo, en estos últimos años se ha advertido la necesidad de explicitar mejor la identidad de los diversos estados de vida, su vocación y su misión específica en la Iglesia.

La comunión en la Iglesia no es pues uniformidad, sino don del Espíritu que pasa también a través de la variedad de los carismas y de los estados de vida. Estos serán tanto más útiles a la Iglesia y a su misión, cuanto mayor sea el respeto de su identidad. En efecto, todo don del Espíritu es concedido con objeto de que fructifique para el Señor (7) en el crecimiento de la fraternidad y de la misión.

La obra del Espíritu en las diversas formas de vida consagrada

5. ¿Cómo no recordar con gratitud al Espíritu la multitud de formas históricas de vida consagrada, suscitadas por El y todavía presentes en el ámbito eclesial? Estas aparecen como una planta llena de ramas (8) que hunde sus raíces en el Evangelio y da frutos copiosos en cada época de la Iglesia. ¡Qué extraordinaria riqueza! Yo mismo, al final del Sínodo, he sentido la necesidad de señalar este elemento constante en la historia de la Iglesia: los numerosos fundadores y fundadoras, santos y santas, que han optado por Cristo en la radicalidad evangélica y en el servicio fraterno, especialmente de los pobres y abandonados. (9) Precisamente este servicio evidencia con claridad cómo la vida consagrada manifiesta el carácter unitario del mandamiento del amor, en el vínculo inseparable entre amor a Dios y amor al prójimo.

El Sínodo ha recordado esta obra incesante del Espíritu Santo, que a lo largo de los siglos difunde las riquezas de la práctica de los consejos evangélicos a través de múltiples carismas, y que también por esta vía hace presente de modo perenne en la Iglesia y en el mundo, en el tiempo y en el espacio, el misterio de Cristo.

Vida monástica en Oriente y en Occidente

6. Los Padres sinodales de las Iglesias católicas orientales y los representantes de las otras Iglesias de Oriente han señalado en sus intervenciones los valores evangélicos de la vida monástica, (10) surgida ya desde los inicios del cristianismo y floreciente todavía en sus territorios, especialmente en las Iglesias ortodoxas.

Desde los primeros siglos de la Iglesia ha habido hombres y mujeres que se han sentido llamados a imitar la condición de siervo del Verbo encarnado y han seguido sus huellas viviendo de modo específico y radical, en la profesión monástica, las exigencias derivadas de la participación bautismal en el misterio pascual de su muerte y resurrección. De este modo, haciéndose portadores de la Cruz (staurophóroi), se han comprometido a ser portadores del Espíritu (pneumatophóroi), hombres y mujeres auténticamente espirituales, capaces de fecundar secretamente la historia con la alabanza y la intercesión continua, con los consejos ascéticos y las obras de caridad.

Con el propósito de transfigurar el mundo y la vida en espera de la definitiva visión del rostro de Dios, el monacato oriental da la prioridad a la conversión, la renuncia de sí mismo y la compunción del corazón, a la búsqueda de la esichia, es decir, de la paz interior, y a la oración incesante, al ayuno y las vigilias, al combate espiritual y al silencio, a la alegría pascual por la presencia del Señor y por la espera de su venida definitiva, al ofrecimiento de sí mismo y de los propios bienes, vivido en la santa comunión del cenobio o en la soledad eremítica.(11)

Occidente ha practicado también desde los primeros siglos de la Iglesia la vida monástica y ha conocido su gran variedad de expresiones tanto en el ámbito cenobítico como en el eremítico. En su forma actual, inspirada principalmente en san Benito, el monacato occidental es heredero de tantos hombres y mujeres que, dejando la vida según el mundo, buscaron a Dios y se dedicaron a El, «no anteponiendo nada al amor de Cristo+.(12) Los monjes de hoy también se esfuerzan en conciliar armónicamente la vida interior y el trabajo en el compromiso evangélico por la conversión de las costumbres, la obediencia, la estabilidad y la asidua dedicación a la meditación de la Palabra (lectio divina), la celebración de la liturgia y la oración. Los monasterios han sido y siguen siendo, en el corazón de la Iglesia y del mundo, un signo elocuente de comunión, un lugar acogedor para quienes buscan a Dios y las cosas del espíritu, escuelas de fe y verdaderos laboratorios de estudio, de dialogo y de cultura para la edificación de la vida eclesial y de la misma ciudad terrena, en espera de aquella celestial.

El Orden de las vírgenes, los eremitas, las viudas

7. Es motivo de alegría y esperanza ver cómo hoy vuelve a florecer el antiguo Orden de las vírgenes, testimoniado en las comunidades cristianas desde los tiempos apostólicos. (13) Consagradas por el Obispo diocesano, asumen un vínculo especial con la Iglesia, a cuyo servicio se dedican, aun permaneciendo en el mundo. Solas o asociadas, constituyen una especial imagen escatológica de la Esposa celeste y de la vida futura, cuando finalmente la Iglesia viva en plenitud el amor de Cristo esposo.

Los eremitas y las eremitas, pertenecientes a Ordenes antiguas o a Institutos nuevos, o incluso dependientes directamente del Obispo, con la separación interior y exterior del mundo testimonian el carácter provisorio del tiempo presente, con el ayuno y la penitencia atestiguan que no sólo de pan vive el hombre, sino de la Palabra de Dios (cf. Mt 4, 4). Esta vida «en el desierto+ es una invitación para los demás y para la misma comunidad eclesial a no perder de vista la suprema vocación, que es la de estar siempre con el Señor. Hoy vuelve a practicarse también la consagración de las viudas, (14) que se remonta a los tiempos apostólicos (cf. 1Tim 5, 5.9-10; 1Co 7, 8), así como la de los viudos. Estas personas, mediante el voto de castidad perpetua como signo del Reino de Dios, consagran su condición para dedicarse a la oración y al servicio de la Iglesia.

Institutos dedicados totalmente a la contemplación

8. Los Institutos orientados completamente a la contemplación, formados por mujeres o por hombres, son para la Iglesia un motivo de gloria y una fuente de gracias celestiales. Con su vida y su misión, sus miembros imitan a Cristo orando en el monte, testimonian el señorío de Dios sobre la historia y anticipan la gloria futura.

En la soledad y el silencio, mediante la escucha de la Palabra de Dios, el ejercicio del culto divino, la ascesis personal, la oración, la mortificación y la comunión en el amor fraterno, orientan toda su vida y actividad a la contemplación de Dios. Ofrecen así a la comunidad eclesial un singular testimonio del amor de la Iglesia por su Señor y contribuyen, con una misteriosa fecundidad apostólica, al crecimiento del Pueblo de Dios. (15) Es justo, por tanto, esperar que las distintas formas de vida contemplativa experimenten una creciente difusión en las Iglesias jóvenes como expresión del pleno arraigo del Evangelio, sobre todo en las regiones del mundo donde están más difundidas otras religiones. Esto permitirá testimoniar el vigor de las tradiciones ascética y mística cristianas, y favorecer el mismo diálogo interreligioso. (16)

La vida religiosa apostólica

9. En Occidente han florecido a lo largo de los siglos otras múltiples expresiones de vida religiosa, en las que innumerables personas, renunciando al mundo, se han consagrado a Dios mediante la profesión pública de los consejos evangélicos según un carisma específico y en una forma estable de vida común, (17) para un multiforme servicio apostólico al Pueblo de Dios. Así, las diversas familias de Canónigos regulares, las Ordenes mendicantes, los Clérigos regulares y, en general, las Congregaciones religiosas masculinas y femeninas dedicadas a la actividad apostólica y misionera y a las múltiples obras que la caridad cristiana ha suscitado.

Es un testimonio espléndido y variado, en el que se refleja la multitud de dones otorgados por Dios a los fundadores y fundadoras que, abiertos a la acción del Espíritu Santo, han sabido interpretar los signos de los tiempos y responder de un modo clarividente a las exigencias que iban surgiendo poco a poco. Siguiendo sus huellas muchas otras personas han tratado de encarnar con la palabra y la acción el Evangelio en su propia existencia, para mostrar en su tiempo la presencia viva de Jesús, el Consagrado por excelencia y el Apóstol del Padre. Los religiosos y religiosas deben continuar en cada época tomando ejemplo de Cristo el Señor, alimentando en la oración una profunda comunión de sentimientos con El (cf. Flp 2, 5-11), de modo que toda su vida esté impregnada de espíritu apostólico y toda su acción apostólica esté sostenida por la contemplación.(18)

Institutos-seculares

10. El Espíritu Santo, admirable artífice de la variedad de los carismas, ha suscitado en nuestro tiempo nuevas formas de vida consagrada, como queriendo corresponder, según un providencial designio, a las nuevas necesidades que la Iglesia encuentra hoy al realizar su misión en el mundo.

Pienso en primer lugar en los Institutos seculares, cuyos miembros quieren vivir la consagración a Dios en el mundo mediante la profesión de los consejos evangélicos en el contexto de las estructuras temporales, para ser así levadura de sabiduría y testigos de gracia dentro de la vida cultural, económica y política. Mediante la síntesis, propia de ellos, de secularidad y consagración, tratan de introducir en la sociedad las energías nuevas del Reino de Cristo, buscando transfigurar el mundo desde dentro con la fuerza de las Bienaventuranzas. De este modo, mientras la total pertenencia a Dios les hace plenamente consagrados a su servicio, su actividad en las normales condiciones laicales contribuye, bajo la acción del Espíritu, a la animación evangélica de las realidades seculares. Los Institutos seculares contribuyen de este modo a asegurar a la Iglesia, según la índole específica de cada uno, una presencia incisiva en la sociedad.(19)

Una valiosa aportación dan también los Institutos seculares clericales, en los que sacerdotes pertenecientes al presbiterio diocesano, aun cuando se reconoce a algunos de ellos la incardinación en el propio Instituto, se consagran a Cristo mediante la práctica de los consejos evangélicos según un carisma específico. Encuentran en las riquezas espirituales del Instituto al que pertenecen una ayuda para vivir intensamente la espiritualidad propia del sacerdocio y, de este modo, ser fermento de comunión y de generosidad apostólica entre los hermanos.

Sociedades de vida apostólica

11. Merecen especial mención, además, las Sociedades de vida apostólica o de vida común, masculinas y femeninas, las cuales buscan, con un estilo propio, un específico fin apostólico o misionero. En muchas de ellas, con vínculos sagrados reconocidos oficialmente por la Iglesia, se asumen expresamente los consejos evangélicos. Sin embargo, incluso en este caso la peculiaridad de su consagración las distingue de los Institutos religiosos y de los Institutos seculares. Se debe salvaguardar y promover la peculiaridad de esta forma de vida, que en el curso de los últimos siglos ha producido tantos frutos de santidad y apostolado, especialmente en el campo de la caridad y en la difusión misionera del Evangelio. (20)

Nuevas formas de vida consagrada

12. La perenne juventud de la Iglesia continúa manifestándose también hoy: en los últimos decenios, después del Concilio Ecuménico Vaticano II, han surgido nuevas o renovadas formas de vida consagrada. En muchos casos se trata de Institutos semejantes a los ya existentes, pero nacidos de nuevos impulsos espirituales y apostólicos. Su vitalidad debe ser discernida por la autoridad de la Iglesia, a la que corresponde realizar los necesarios exámenes tanto para probar la autenticidad de la finalidad que los ha inspirado, como para evitar la excesiva multiplicación de instituciones análogas entre sí, con el consiguiente riesgo de una nociva fragmentación en grupos demasiado pequeños. En otros casos se trata de experiencias originales, que están buscando una identidad propia en la Iglesia y esperan ser reconocidas oficialmente por la Sede Apostólica, única autoridad a la que compete el juicio último. (21)

Estas nuevas formas de vida consagrada, que se añaden a las antiguas, manifiestan el atractivo constante que la entrega total al Señor, el ideal de la comunidad apostólica y los carismas de fundación continúan teniendo también sobre la generación actual y son además signo de la complementariedad de los dones del Espíritu Santo. Además, el Espíritu en la novedad no se contradice. Prueba de esto es el hecho de que las nuevas formas de vida consagrada no han suplantado a las precedentes. En tal multiforme variedad se ha podido conservar la unidad de fondo gracias a la misma llamada a seguir, en la búsqueda de la caridad perfecta, a Jesús virgen, pobre y obediente. Esta llamada, tal como se encuentra en todas las formas ya existentes, se pide del mismo modo en aquellas que se proponen como nuevas.

Finalidad de esta Exhortación apostólica

13. Recogiendo los frutos de los trabajos sinodales, quiero dirigirme con esta Exhortación apostólica a toda la Iglesia, para ofrecer no sólo a las personas consagradas, sino también a los Pastores y a los fieles, los resultados de un encuentro alentador, sobre cuyo desarrollo no ha dejado de velar el Espíritu Santo con sus dones de verdad y de amor.

En estos años de renovación la vida consagrada ha atravesado, como también otras formas de vida en la Iglesia, un período delicado y duro. Ha sido un tiempo rico de esperanzas, proyectos y propuestas innovadoras encaminadas a reforzar la profesión de los consejos evangélicos. Pero ha sido también un período no exento de tensiones y pruebas, en el que experiencias, incluso siendo generosas, no siempre se han visto coronadas por resultados positivos.

Las dificultades no deben, sin embargo, inducir al desánimo. Es preciso más bien comprometerse con nuevo ímpetu, porque la Iglesia necesita la aportación espiritual y apostólica de una vida consagrada renovada y fortalecida. Con la presente Exhortación postsinodal deseo dirigirme a las comunidades religiosas y a las personas consagradas con el mismo espíritu que animaba la carta dirigida por el Concilio de Jerusalén a los cristianos de Antioquía, y tengo la esperanza de que se repita también hoy la misma experiencia vivida entonces: «La leyeron y se gozaron al recibir aquel aliento+ (Hch 15, 31). No sólo esto: tengo además la esperanza de aumentar el gozo de todo el Pueblo de Dios que, conociendo mejor la vida consagrada, podrá dar gracias más conscientemente al Omnipotente por este gran don.

En actitud de cordial apertura hacia los Padres sinodales, he ido recogiendo las valiosas aportaciones surgidas durante las intensas asambleas de trabajo, en las que he querido estar constantemente presente. Durante ese período, he ofrecido a todo el Pueblo de Dios algunas catequesis sistemáticas sobre la vida consagrada en la Iglesia. En ellas he presentado de nuevo las enseñanzas del Concilio Vaticano II, que ha sido punto de referencia luminoso para los desarrollos doctrinales posteriores y para la misma reflexión realizada por el Sínodo durante las semanas de sus trabajos.(22)

Mientras confío en que los hijos de la Iglesia, y en particular las personas consagradas, acogerán con adhesión cordial esta Exhortación, deseo que continúe la reflexión para profundizar en el gran don de la vida consagrada en su triple dimensión de la consagración, la comunión y la misión, y que los consagrados y consagradas, en plena sintonía con la Iglesia y su Magisterio, encuentren así ulteriores estímulos para afrontar espiritual y apostólicamente los nuevos desafíos.

CAPÍTULO I
CONFESSIO TRINITATIS EN LAS FUENTES CRISTOLÓGICO-TRINITARIAS
DE LA VIDA CONSAGRADA

Icono de Cristo transfigurado

14. El fundamento evangélico de la vida consagrada se debe buscar en la especial relación que Jesús, en su vida terrena, estableció con algunos de sus discípulos, invitándoles no sólo a acoger el Reino de Dios en la propia vida, sino a poner la propia existencia al servicio de esta causa, dejando todo e imitando de cerca su forma de vida. Tal existencia «cristiforme+, propuesta a tantos bautizados a lo largo de la historia, es posible sólo desde una especial vocación y gracias a un don peculiar del Espíritu. En efecto, en ella la consagración bautismal los lleva a una respuesta radical en el seguimiento de Cristo mediante la adopción de los consejos evangélicos, el primero y esencial entre ellos es el vínculo sagrado de la castidad por el Reino de los Cielos. (23) Este especial «seguimiento de Cristo+, en cuyo origen está siempre la iniciativa del Padre, tiene pues una connotación esencialmente cristológica y pneumatológica, manifestando así de modo particularmente vivo el carácter trinitario de la vida cristiana, de la que anticipa de alguna manera la realización escatológica a la que tiende toda la Iglesia. (24)

En el Evangelio son muchas las palabras y gestos de Cristo que iluminan el sentido de esta especial vocación. Sin embargo, para captar con una visión de conjunto sus rasgos esenciales, ayuda singularmente contemplar el rostro radiante de Cristo en el misterio de la Transfiguración. A este «icono+ se refiere toda una antigua tradición espiritual, cuando relaciona la vida contemplativa con la oración de Jesús «en el monte+. (25) Además, a ella pueden referirse, en cierto modo, las mismas dimensiones «activas+ de la vida consagrada, ya que la Transfiguración no es sólo revelación de la gloria de Cristo, sino también preparación para afrontar la cruz. Ella implica un «subir al monte+ y un «bajar del monte+: los discípulos que han gozado de la intimidad del Maestro, envueltos momentáneamente por el esplendor de la vida trinitaria y de la comunión de los santos, como arrebatados en el horizonte de la eternidad, vuelven de repente a la realidad cotidiana, donde no ven más que a «Jesús solo+ en la humildad de la naturaleza humana, y son invitados a descender para vivir con El las exigencias del designio de Dios y emprender con valor el camino de la cruz.

«Y se transfiguró delante de ellos...+

15. «Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con él.

Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: "Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: "Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle".

Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo. Mas Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: "Levantaos, no tengáis miedo". Ellos alzaron sus ojos y ya no vieron a nadie más que a Jesús solo. Y cuando bajaban del monte, Jesús les ordenó: "No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos"+ (/Mt/17/01-09).

El episodio de la Transfiguración marca un momento decisivo en el ministerio de Jesús. Es un acontecimiento de revelación que consolida la fe en el corazón de los discípulos, les prepara al drama de la Cruz y anticipa la gloria de la resurrección. Este misterio es vivido continuamente por la Iglesia, pueblo en camino hacia el encuentro escatológico con su Señor. Como los tres apóstoles escogidos, la Iglesia contempla el rostro transfigurado de Cristo, para confirmarse en la fe y no desfallecer ante su rostro desfigurado en la Cruz. En un caso y en otro, ella es la Esposa ante el Esposo, partícipe de su misterio y envuelta por su luz.

Esta luz llega a todos sus hijos, todos igualmente llamados a seguir a Cristo poniendo en El el sentido último de la propia vida, hasta poder decir con el Apóstol: «Para mí la vida es Cristo+ (Flp 1, 21). Una experiencia singular de la luz que emana del Verbo encarnado es ciertamente la que tienen los llamados a la vida consagrada. En efecto, la profesión de los consejos evangélicos los presenta como signo y profecía para la comunidad de los hermanos y para el mundo; encuentran pues en ellos particular resonancia las palabras extasiadas de Pedro: «Bueno es estarnos aquí+ (Mt 17, 4). Estas palabras muestran la orientación cristocéntrica de toda la vida cristiana. Sin embargo, expresan con particular elocuencia el carácter absoluto que constituye el dinamismo profundo de la vocación a la vida consagrada: íqué hermoso es estar contigo, dedicarnos a ti, concentrar de modo exclusivo nuestra existencia en ti! En efecto, quien ha recibido la gracia de esta especial comunión de amor con Cristo, se siente como seducido por su fulgor: El es «el más hermoso de los hijos de Adán+ (Sal 45/44, 3), el Incomparable.

«Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle+

16. A los tres discípulos extasiados se dirige la llamada del Padre a ponerse a la escucha de Cristo, a depositar en El toda confianza, a hacer de El el centro de la vida. En la palabra que viene de lo alto adquiere nueva profundidad la invitación con la que Jesús mismo, al inicio de la vida pública, les había llamado a su seguimiento, sacándolos de su vida ordinaria y acogiéndolos en su intimidad. Precisamente de esta especial gracia de intimidad surge, en la vida consagrada, la posibilidad y la exigencia de la entrega total de sí mismo en la profesión de los consejos evangélicos. Estos, antes que una renuncia, son una específica acogida del misterio de Cristo, vivida en la Iglesia.

En efecto, en la unidad de la vida cristiana las distintas vocaciones son como rayos de la única luz de Cristo, «que resplandece sobre el rostro de la Iglesia+. (26) Los laicos, en virtud del carácter secular de su vocación, reflejan el misterio del Verbo Encarnado en cuanto Alfa y Omega del mundo, fundamento y medida del valor de todas las cosas creadas. Los ministros sagrados, por su parte, son imágenes vivas de Cristo cabeza y pastor, que guía a su pueblo en el tiempo del «ya pero todavía no+, a la espera de su venida en la gloria. A la vida consagrada se confía la misión de señalar al Hijo de Dios hecho hombre como la meta escatológica a la que todo tiende, el resplandor ante el cual cualquier otra luz languidece, la infinita belleza que, sola, puede satisfacer totalmente el corazón humano. Por tanto, en la vida consagrada no se trata sólo de seguir a Cristo con todo el corazón, amándolo «más que al padre o a la madre, más que al hijo o a la hija+ (cf. Mt 10, 37), como se pide a todo discípulo, sino de vivirlo y expresarlo con la adhesión «conformadora+ con Cristo de toda la existencia, en una tensión global que anticipa, en la medida posible en el tiempo y según los diversos carismas, la perfección escatológica. En efecto, mediante la profesión de los consejos evangélicos la persona consagrada no sólo hace de Cristo el centro de la propia vida, sino que se preocupa de reproducir en sí mismo, en cuanto es posible, «aquella forma de vida que escogió el Hijo de Dios al venir al mundo+. (27) Abrazando la virginidad, hace suyo el amor virginal de Cristo y lo confiesa al mundo como Hijo unigénito, uno con el Padre (cf. Jn 10, 30; 14, 11); imitando su pobreza, lo confiesa como Hijo que todo lo recibe del Padre y todo lo devuelve en el amor (cf. Jn 17, 7.10); adhiriéndose, con el sacrificio de la propia libertad, al misterio de la obediencia filial, lo confiesa infinitamente amado y amante, como Aquel que se complace sólo en la voluntad del Padre (cf. Jn 4, 34), al que está perfectamente unido y del que depende en todo.

Con tal identificación «conformadora+ con el misterio de Cristo, la vida consagrada realiza por un título especial aquella confessio Trinitatis que caracteriza toda la vida cristiana, reconociendo con admiración la sublime belleza de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo y testimoniando con alegría su amorosa condescendencia hacia cada ser humano.

I. PARA ALABANZA DE LA TRINIDAD

A Patre ad Patrem: la iniciativa de Dios

17. La contemplación de la gloria del Señor Jesús en el icono de la Transfiguración revela a las personas consagradas ante todo al Padre, creador y dador de todo bien, que atrae a sí (cf. Jn 6, 44) una criatura suya con un amor especial para una misión especial. «Este es mi Hijo amado: escuchadle+ (Mt 17, 5). Respondiendo a esta invitación acompañada de una atracción interior, la persona llamada se confía al amor de Dios que la quiere a su exclusivo servicio, y se consagra totalmente a El y a su designio de salvación (cf. 1Co 7, 32 34).

Este es el sentido de la vocación a la vida consagrada: una iniciativa enteramente del Padre (cf. Jn 15, 16), que exige de aquellos que ha elegido la respuesta de una entrega total y exclusiva. (28) La experiencia de este amor gratuito de Dios es hasta tal punto íntima y fuerte que la persona experimenta que debe responder con la entrega incondicional de su vida, consagrando todo, presente y futuro, en sus manos. Precisamente por esto, siguiendo a santo Tomás, se puede comprender la identidad de la persona consagrada a partir de la totalidad de su entrega, equiparable a un auténtico holocausto. (29)

Per Filium: siguiendo a Cristo

18. El Hijo, camino que conduce al Padre (cf. Jn 14, 6), llama a todos los que el Padre le ha dado (cf. Jn 17, 9) a un seguimiento que orienta su existencia. Pero a algunos -precisamente las personas consagradas- pide un compromiso total, que comporta el abandono de todas las cosas (cf. Mt 19, 27) para vivir en intimidad con El (30) y seguirlo adonde vaya (cf. Ap 14, 4).

 En la mirada de Cristo (cf. Mc 10, 21), «imagen de Dios invisible» (Col 1, 15), resplandor de la gloria del Padre (cf. Hb 1, 3), se percibe la profundidad de un amor eterno e infinito que toca las raíces del ser. (31)La persona, que se deja seducir por él, tiene que abandonar todo y seguirlo (cf. Mc 1, 16 20; 2, 14; 10, 21.28). Como Pablo, considera que todo lo demás es «pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús», ante el cual no duda en tener todas las cosas «por basura para ganar a Cristo» (Flp 3, 8). Su aspiración es identificarse con El, asumiendo sus sentimientos y su forma de vida. Este dejarlo todo y seguir al Señor (cf. Lc 18, 28) es un programa válido para todas las personas llamadas y para todos los tiempos.

 Los consejos evangélicos, con los que Cristo invita a algunos a compartir su experiencia de virgen, pobre y obediente, exigen y manifiestan, en quien los acoge, el deseo explícito de una total conformación con El. Viviendo «en obediencia, sin nada propio y en castidad», (32) los consagrados confiesan que Jesús es el Modelo en el que cada virtud alcanza la perfección. En efecto, su forma de vida casta, pobre y obediente, aparece como el modo más radical de vivir el Evangelio en esta tierra, un modo -se puede decir- divino, porque es abrazado por El, Hombre Dios, como expresión de su relación de Hijo Unigénito con el Padre y con el Espíritu Santo. Este es el motivo por el que en la tradición cristiana se ha hablado siempre de la excelencia objetiva de la vida consagrada.

 No se puede negar, además, que la práctica de los consejos evangélicos sea un modo particularmente íntimo y fecundo de participar también en la misión de Cristo, siguiendo el ejemplo de María de Nazaret, primera discípula, la cual aceptó ponerse al servicio del plan divino en la donación total de sí misma. Toda misión comienza con la misma actitud manifestada por María en la anunciación: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38).

In Spiritu: consagrados por el Espíritu Santo

19. «Una nube luminosa los cubrió con su sombra» (Mt 17, 5). Una significativa interpretación espiritual de la Transfiguración ve en esta nube la imagen del Espíritu Santo. (33)

 Como toda la existencia cristiana, la llamada a la vida consagrada está también en íntima relación con la obra del Espíritu Santo. Es El quien, a lo largo de los milenios, acerca siempre nuevas personas a percibir el atractivo de una opción tan comprometida. Bajo su acción reviven, en cierto modo, la experiencia del profeta Jeremías: «Me has seducido, Señor, y me dejé seducir» (20, 7). Es el Espíritu quien suscita el deseo de una respuesta plena; es El quien guía el crecimiento de tal deseo, llevando a su madurez la respuesta positiva y sosteniendo después su fiel realización; es El quien forma y plasma el ánimo de los llamados, configurándolos a Cristo casto, pobre y obediente, y moviéndolos a acoger como propia su misión. Dejándose guiar por el Espíritu en un incesante camino de purificación, llegan a ser, día tras día, personas cristiformes, prolongación en la historia de una especial presencia del Señor resucitado.

 Con intuición profunda, los Padres de la Iglesia han calificado este camino espiritual como filocalia, es decir, amor por la belleza divina, que es irradiación de la divina bondad. La persona, que por el poder del Espíritu Santo es conducida progresivamente a la plena configuración con Cristo, refleja en sí misma un rayo de la luz inaccesible y en su peregrinar terreno camina hacia la Fuente inagotable de la luz. De este modo la vida consagrada es una expresión particularmente profunda de la Iglesia Esposa, la cual, conducida por el Espíritu a reproducir en sí los rasgos del Esposo, se presenta ante El resplandeciente, sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino santa e inmaculada (cf. Ef 5, 27).  El Espíritu mismo, además, lejos de separar de la historia de los hombres las personas que el Padre ha llamado, las pone al servicio de los hermanos según las modalidades propias de su estado de vida, y las orienta a desarrollar tareas particulares, de acuerdo con las necesidades de la Iglesia y del mundo, por medio de los carismas particulares de cada Instituto. De aquí surgen las múltiples formas de vida consagrada, mediante las cuales la Iglesia «aparece también adornada con los diversos dones de sus hijos, como una esposa que se ha arreglado para su esposo (cf. Ap 21, 2)» (34) y es enriquecida con todos los medios para desarrollar su misión en el mundo.

Los consejos evangélicos, don de la Trinidad

20. Los consejos evangélicos son, pues, ante todo un don de la Santísima Trinidad. La vida consagrada es anuncio de lo que el Padre, por medio del Hijo, en el Espíritu, realiza con su amor, su bondad y su belleza. En efecto, «el estado religioso [...] revela de manera especial la superioridad del Reino sobre todo lo creado y sus exigencias radicales. Muestra también a todos los hombres la grandeza extraordinaria del poder de Cristo Rey y la eficacia infinita del Espíritu Santo, que realiza maravillas en su Iglesia». (35)

 Primer objetivo de la vida consagrada es el de hacer visibles las maravillas que Dios realiza en la frágil humanidad de las personas llamadas. Más que con palabras, testimonian estas maravillas con el lenguaje elocuente de una existencia transfigurada, capaz de sorprender al mundo. Al asombro de los hombres responden con el anuncio de los prodigios de gracia que el Señor realiza en los que ama. En la medida en que la persona consagrada se deja conducir por el Espíritu hasta la cumbre de la perfección, puede exclamar: «Veo la belleza de tu gracia, contemplo su fulgor y reflejo su luz; me arrebata su esplendor indescriptible; soy empujado fuera de mí mientras pienso en mí mismo; veo cómo era y qué soy ahora. ¡Oh prodigio! Estoy atento, lleno de respeto hacia mí mismo, de reverencia y de temor, como si fuera ante ti; no sé qué hacer porque la timidez me domina; no sé dónde sentarme, a dónde acercarme, dónde reclinar estos miembros que son tuyos; en qué obras ocupar estas sorprendentes maravillas divinas». (36) De este modo, la vida consagrada se convierte en una de las huellas concretas que la Trinidad deja en la historia, para que los hombres puedan descubrir el atractivo y la nostalgia de la belleza divina.

El reflejo de la vida trinitaria en los consejos

21. La referencia de los consejos evangélicos a la Trinidad santa y santificante revela su sentido más profundo. En efecto, son expresión del amor del Hijo al Padre en la unidad del Espíritu Santo. Al practicarlos, la persona consagrada vive con particular intensidad el carácter trinitario y cristológico que caracteriza toda la vida cristiana.

 La castidad de los célibes y de las vírgenes, en cuanto manifestación de la entrega a Dios con corazón indiviso (cf. 1Co 7, 32 34), es el reflejo del amor infinito que une a las tres Personas divinas en la profundidad misteriosa de la vida trinitaria; amor testimoniado por el Verbo encarnado hasta la entrega de su vida; amor «derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo» (Rm 5, 5), que anima a una respuesta de amor total hacia Dios y hacia los hermanos.

 La pobreza manifiesta que Dios es la única riqueza verdadera del hombre. Vivida según el ejemplo de Cristo que «siendo rico, se hizo pobre» (2Co 8, 9), es expresión de la entrega total de sí que las tres Personas divinas se hacen recíprocamente. Es don que brota en la creación y se manifiesta plenamente en la Encarnación del Verbo y en su muerte redentora.

 La obediencia, practicada a imitación de Cristo, cuyo alimento era hacer la voluntad del Padre (cf. Jn 4, 34), manifiesta la belleza liberadora de una dependencia filial y no servil, rica de sentido de responsabilidad y animada por la confianza recíproca, que es reflejo en la historia de la amorosa correspondencia propia de las tres Personas divinas.

 Por tanto, la vida consagrada está llamada a profundizar continuamente el don de los consejos evangélicos con un amor cada vez más sincero e intenso en dimensión trinitaria: amor a Cristo, que llama a su intimidad; al Espíritu Santo, que dispone el ánimo a acoger sus inspiraciones; al Padre, origen primero y fin supremo de la vida consagrada. (37) De este modo se convierte en manifestación y signo de la Trinidad, cuyo misterio viene presentado a la Iglesia como modelo y fuente de cada forma de vida cristiana.  La misma vida fraterna, en virtud de la cual las personas consagradas se esfuerzan por vivir en Cristo con «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32), se propone como elocuente manifestación trinitaria. La vida fraterna manifiesta al Padre, que quiere hacer de todos los hombres una sola familia; manifiesta al Hijo encarnado, que reúne a los redimidos en la unidad, mostrando el camino con su ejemplo, su oración, sus palabras y, sobre todo, con su muerte, fuente de reconciliación para los hombres divididos y dispersos; manifiesta al Espíritu Santo como principio de unidad en la Iglesia, donde no cesa de suscitar familias espirituales y comunidades fraternas.

Consagrados como Cristo para el Reino de Dios

22. La vida consagrada «imita más de cerca y hace presente continuamente en la Iglesia», (38) por impulso del Espíritu Santo, la forma de vida que Jesús, supremo consagrado y misionero del Padre para su Reino, abrazó y propuso a los discípulos que lo seguían (cf. Mt 4, 18 22; Mc 1, 16 20; Lc 5, 10 11; Jn 15, 16). A la luz de la consagración de Jesús, es posible descubrir en la iniciativa del Padre, fuente de toda santidad, el principio originario de la vida consagrada. En efecto, Jesús mismo es aquel que Dios «ungió con el Espíritu Santo y con poder» (Hch 10, 38), «aquel a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo» (Jn 10, 36). Acogiendo la consagración del Padre, el Hijo a su vez se consagra a El por la humanidad (cf. Jn 17, 19): su vida de virginidad, obediencia y pobreza manifiesta su filial y total adhesión al designio del Padre (cf. Jn 10, 30; 14, 11). Su perfecta oblación confiere un significado de consagración a todos los acontecimientos de su existencia terrena.

 El es el obediente por excelencia, bajado del cielo no para hacer su voluntad, sino la de Aquel que lo ha enviado (cf. Jn 6, 38; Hb 10, 5.7). El pone su ser y su actuar en las manos del Padre (cf. Lc 2, 49). En obediencia filial, adopta la forma del siervo: «Se despojó de sí mismo tomando condición de siervo [...], obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2, 7 8). En esta actitud de docilidad al Padre, Cristo, aun aprobando y defendiendo la dignidad y la santidad de la vida matrimonial, asume la forma de vida virginal y revela así el valor sublime y la misteriosa fecundidad espiritual de la virginidad. Su adhesión plena al designio del Padre se manifiesta también en el desapego de los bienes terrenos: «Siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza» (2Co 8, 9). La profundidad de su pobreza se revela en la perfecta oblación de todo lo suyo al Padre. Verdaderamente la vida consagrada es memoria viviente del modo de existir y de actuar de Jesús como Verbo encarnado ante el Padre y ante los hermanos. Es tradición viviente de la vida y del mensaje del Salvador.   

II. ENTRE LA PASCUA Y LA CULMINACIÓN

  Del Tabor al Calvario

23. El acontecimiento deslumbrante de la Transfiguración prepara a aquel otro dramático, pero no menos luminoso, del Calvario. Pedro, Santiago y Juan contemplan al Señor Jesús junto a Moisés y Elías, con los que -según el evangelista Lucas- habla «de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén» (9, 31). Los ojos de los apóstoles están fijos en Jesús que piensa en la Cruz (cf. Lc 9, 43 45). Allí su amor virginal por el Padre y por todos los hombres alcanzará su máxima expresión; su pobreza llegará al despojo de todo; su obediencia hasta la entrega de la vida. Los discípulos y las discípulas son invitados a contemplar a Jesús exaltado en la Cruz, de la cual «el Verbo salido del silencio», (39) en su silencio y en su soledad, afirma proféticamente la absoluta trascendencia de Dios sobre todos los bienes creados, vence en su carne nuestro pecado y atrae hacia sí a cada hombre y mujer, dando a cada uno la vida nueva de la resurrección (cf. Jn 12, 32; 19, 34.37). En la contemplación de Cristo crucificado se inspiran todas las vocaciones; en ella tienen su origen, con el don fundamental del Espíritu, todos los dones y en particular el don de la vida consagrada.

 Después de María, Madre de Jesús, Juan, el discípulo que Jesús amaba, el testigo que junto con María estuvo a los pies de la cruz (cf. Jn 19, 26 27), recibió este don. Su decisión de consagración total es fruto del amor divino que lo envuelve, lo sostiene y le llena el corazón. Juan, al lado de María, está entre los primeros de la larga serie de hombres y mujeres que, desde los inicios de la Iglesia hasta el final, tocados por el amor de Dios, se sienten llamados a seguir al Cordero inmolado y viviente, dondequiera que vaya (cf. Ap 14, 1 5). (40)

Dimensión pascual de la vida consagrada

24. La persona consagrada, en las diversas formas de vida suscitadas por el Espíritu a lo largo de la historia, experimenta la verdad de Dios Amor de un modo tanto más inmediato y profundo cuanto más se coloca bajo la Cruz de Cristo. Aquel que en su muerte aparece ante los ojos humanos desfigurado y sin belleza hasta el punto de mover a los presentes a cubrirse el rostro (cf. Is 53, 2 3), precisamente en la Cruz manifiesta en plenitud la belleza y el poder del amor de Dios. San Agustín lo canta así: «Hermoso siendo Dios, Verbo en Dios [...] Es hermoso en el cielo y es hermoso en la tierra; hermoso en el seno, hermoso en los brazos de sus padres, hermoso en los milagros, hermoso en los azotes; hermoso invitado a la vida, hermoso no preocupándose de la muerte, hermoso dando la vida, hermoso tomándola; hermoso en la cruz, hermoso en el sepulcro y hermoso en el cielo. Oíd entendiendo el cántico, y la flaqueza de su carne no aparte de vuestros ojos el esplendor de su hermosura» (41).

 La vida consagrada refleja este esplendor del amor, porque confiesa, con su fidelidad al misterio de la Cruz, creer y vivir del amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. De este modo contribuye a mantener viva en la Iglesia la conciencia de que la Cruz es la sobreabundancia del amor de Dios que se derrama sobre este mundo, el gran signo de la presencia salvífica de Cristo. Y esto especialmente en las dificultades y pruebas. Es lo que testimonian continuamente y con un valor digno de profunda admiración un gran número de personas consagradas, que con frecuencia viven en situaciones difíciles, incluso de persecución y martirio. Su fidelidad al único Amor se manifiesta y se fortalece en la humildad de una vida oculta, en la aceptación de los sufrimientos para completar lo que en la propia carne «falta a las tribulaciones de Cristo» (Col 1, 24), en el sacrificio silencioso, en el abandono a la santa voluntad de Dios, en la serena fidelidad incluso ante el declive de las fuerzas y del propio ascendiente. De la fidelidad a Dios nace también la entrega al prójimo, que las personas consagradas viven no sin sacrificio en la constante intercesión por las necesidades de los hermanos, en el servicio generoso a los pobres y a los enfermos, en el compartir las dificultades de los demás y en la participación solícita en las preocupaciones y pruebas de la Iglesia.

Testigos de Cristo en el mundo

25. Del misterio pascual surge además la misión, dimensión que determina toda la vida eclesial. Ella tiene una realización específica propia en la vida consagrada. En efecto, más allá incluso de los carismas propios de los Institutos dedicados a la misión ad gentes o empeñados en una actividad de tipo propiamente apostólica, se puede decir que la misión está inscrita en el corazón mismo de cada forma de vida consagrada. En la medida en que el consagrado vive una vida únicamente entregada al Padre (cf. Lc 2, 49; Jn 4, 34), sostenida por Cristo (cf. Jn 15, 16; Gl 1, 15 16), animada por el Espíritu (cf. Lc 24, 49; Hch 1, 8; 2, 4), coopera eficazmente a la misión del Señor Jesús (cf. Jn 20, 21), contribuyendo de forma particularmente profunda a la renovación del mundo.

 El primer cometido misionero las personas consagradas lo tienen hacia sí mismas, y lo llevan a cabo abriendo el propio corazón a la acción del Espíritu de Cristo. Su testimonio ayuda a toda la Iglesia a recordar que en primer lugar está el servicio gratuito a Dios, hecho posible por la gracia de Cristo, comunicada al creyente mediante el don del Espíritu. De este modo se anuncia al mundo la paz que desciende del Padre, la entrega que el Hijo testimonia y la alegría que es fruto del Espíritu Santo.

 Las personas consagradas serán misioneras ante todo profundizando continuamente en la conciencia de haber sido llamadas y escogidas por Dios, al cual deben pues orientar toda su vida y ofrecer todo lo que son y tienen, liberándose de los impedimentos que pudieran frenar la total respuesta de amor. De este modo podrán llegar a ser un signo verdadero de Cristo en el mundo. Su estilo de vida debe transparentar también el ideal que profesan, proponiéndose como signo vivo de Dios y como elocuente, aunque con frecuencia silenciosa, predicación del Evangelio.

 Siempre, pero especialmente en la cultura contemporánea, con frecuencia tan secularizada y sin embargo sensible al lenguaje de los signos, la Iglesia debe preocuparse de hacer visible su presencia en la vida cotidiana. Ella tiene derecho a esperar una aportación significativa al respecto de las personas consagradas, llamadas a dar en cada situación un testimonio concreto de su pertenencia a Cristo.

 Puesto que el hábito es signo de consagración, de pobreza y de pertenencia a una determinada familia religiosa, junto con los Padres del Sínodo recomiendo vivamente a los religiosos y a las religiosas que usen el propio hábito, adaptado oportunamente a las circunstancias de los tiempos y de los lugares. (42) Allí donde válidas exigencias apostólicas lo requieran, conforme a las normas del propio Instituto, podrán emplear también un vestido sencillo y decoroso, con un símbolo adecuado, de modo que sea reconocible su consagración.

 Los Institutos que desde su origen o por disposición de sus constituciones no prevén un hábito propio, procuren que el vestido de sus miembros responda, por dignidad y sencillez, a la naturaleza de su vocación. (43)

Dimensión escatológica de la vida consagrada

26. Debido a que hoy las preocupaciones apostólicas son cada vez más urgentes y la dedicación a las cosas de este mundo corre el riesgo de ser siempre más absorbente, es particularmente oportuno llamar la atención sobre la naturaleza escatológica de la vida consagrada.

 «Donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Mt 6, 21): el tesoro único del Reino suscita el deseo, la espera, el compromiso y el testimonio. En la Iglesia primitiva la espera de la venida del Señor se vivía de un modo particularmente intenso. A pesar del paso de los siglos la Iglesia no ha dejado de cultivar esta actitud de esperanza: ha seguido invitando a los fieles a dirigir la mirada hacia la salvación que va a manifestarse, «porque la apariencia de este mundo pasa» (1Co 7, 31; cf. 1Pt 1, 3 6). (44)

 En este horizonte es donde mejor se comprende el papel de signo escatológico propio de la vida consagrada. En efecto, es constante la doctrina que la presenta como anticipación del Reino futuro. El Concilio Vaticano II vuelve a proponer esta enseñanza cuando afirma que la consagración «anuncia ya la resurrección futura y la gloria del reino de los cielos». (45) Esto lo realiza sobre todo la opción por la virginidad, entendida siempre por la tradición como una anticipación del mundo definitivo, que ya desde ahora actúa y transforma al hombre en su totalidad.

 Las personas que han dedicado su vida a Cristo viven necesariamente con el deseo de encontrarlo para estar finalmente y para siempre con El. De aquí la ardiente espera, el deseo de «sumergirse en el Fuego de amor que arde en ellas y que no es otro que el Espíritu Santo», (46) espera y deseo sostenidos por los dones que el Señor concede libremente a quienes aspiran a las cosas de arriba (cf. Col 3, 1).  Fijos los ojos en el Señor, la persona consagrada recuerda que «no tenemos aquí ciudad permanente» (Hb 13, 14), porque «somos ciudadanos del cielo» (Flp 3, 20). Lo único necesario es buscar el Reino de Dios y su justicia (cf. Mt 6, 33), invocando incesantemente la venida del Señor.

Una espera activa: compromiso y vigilancia

27. «¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22, 20). Esta espera es lo más opuesto a la inercia: aunque dirigida al Reino futuro, se traduce en trabajo y misión, para que el Reino se haga presente ya ahora mediante la instauración del espíritu de las Bienaventuranzas, capaz de suscitar también en la sociedad humana actitudes eficaces de justicia, paz, solidaridad y perdón.

 Esto lo ha demostrado ampliamente la historia de la vida consagrada, que siempre ha producido frutos abundantes también para el mundo. Con sus carismas las personas consagradas llegan a ser un signo del Espíritu para un futuro nuevo, iluminado por la fe y por la esperanza cristiana. La tensión escatológica se convierte en misión, para que el Reino se afirme de modo creciente aquí y ahora. A la súplica: «¡Ven, Señor Jesús!», se une otra invocación: «¡Venga tu Reino!» (Mt 6, 10).

 Quien espera vigilante el cumplimiento de las promesas de Cristo es capaz de infundir también esperanza entre sus hermanos y hermanas, con frecuencia desconfiados y pesimistas respecto al futuro. Su esperanza está fundada sobre la promesa de Dios contenida en la Palabra revelada: la historia de los hombres camina hacia «un cielo nuevo y una tierra nueva» (Ap 21, 1), en los que el Señor «enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado» (Ap 21, 4).

La vida consagrada está al servicio de esta definitiva irradiación de la gloria divina, cuando toda carne verá la salvación de Dios (cf. Lc 3, 6; Is 40, 5). El Oriente cristiano destaca esta dimensión cuando considera a los monjes como ángeles de Dios sobre la tierra, que anuncian la renovación del mundo en Cristo. En Occidente el monacato es celebración de memoria y vigilia: memoria de las maravillas obradas por Dios, vigilia del cumplimiento último de la esperanza. El mensaje del monacato y de la vida contemplativa repite incesantemente que la primacía de Dios es plenitud de sentido y de alegría para la existencia humana, porque el hombre ha sido hecho para Dios y su corazón estará inquieto hasta que descanse en El. (47)

La Virgen María, modelo de consagración y seguimiento

28. María es aquella que, desde su concepción inmaculada, refleja más perfectamente la belleza divina. «Toda hermosa» es el título con el que la Iglesia la invoca. «La relación que todo fiel, como consecuencia de su unión con Cristo, mantiene con María Santísima queda aún más acentuada en la vida de las personas consagradas [...] En todos (los Institutos de vida consagrada) existe la convicción de que la presencia de María tiene una importancia fundamental tanto para la vida espiritual de cada alma consagrada, como para la consistencia, la unidad y el progreso de toda la comunidad». (48)

En efecto, María es ejemplo sublime de perfecta consagración, por su pertenencia plena y entrega total a Dios. Elegida por el Señor, que quiso realizar en ella el misterio de la Encarnación, recuerda a los consagrados la primacía de la iniciativa de Dios. Al mismo tiempo, habiendo dado su consentimiento a la Palabra divina, que se hizo carne en ella, María aparece como modelo de acogida de la gracia por parte de la criatura humana. Cercana a Cristo, junto con José, en la vida oculta de Nazaret, presente al lado del Hijo en los momentos cruciales de su vida pública, la Virgen es maestra de seguimiento incondicional y de servicio asiduo. En ella, «templo del Espíritu Santo», (49) brilla de este modo todo el esplendor de la nueva criatura. La vida consagrada la contempla como modelo sublime de consagración al Padre, de unión con el Hijo y de docilidad al Espíritu, sabiendo bien que identificarse con «el tipo de vida en pobreza y virginidad» (50) de Cristo significa asumir también el tipo de vida de María.

La persona consagrada encuentra, además, en la Virgen una Madre por título muy especial. En efecto, si la nueva maternidad dada a María en el Calvario es un don a todos los cristianos, adquiere un valor específico para quien ha consagrado plenamente la propia vida a Cristo. «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19, 27): las palabras de Jesús al discípulo «a quien amaba» (Jn 19, 26), asumen una profundidad particular en la vida de la persona consagrada. En efecto, está llamada con Juan a acoger consigo a María Santísima (cf. Jn 19, 27), amándola e imitándola con la radicalidad propia de su vocación y experimentando, a su vez, una especial ternura materna. La Virgen le comunica aquel amor que permite ofrecer cada día la vida por Cristo, cooperando con El en la salvación del mundo. Por eso, la relación filial con María es el camino privilegiado para la fidelidad a la vocación recibida y una ayuda eficacísima para avanzar en ella y vivirla en plenitud. (51)   

III. EN LA IGLESIA Y PARA LA IGLESIA

  «Bueno es estarnos aquí»: la vida consagrada en el misterio de la Iglesia

29. En la escena de la Transfiguración, Pedro habla en nombre de los demás apóstoles: «Bueno es estarnos aquí» (Mt, 17, 4). La experiencia de la gloria de Cristo, aunque le extasía la mente y el corazón, no lo aísla, sino que, por el contrario, lo une más profundamente al «nosotros» de los discípulos.

Esta dimensión del «nosotros» nos lleva a considerar el lugar que la vida consagrada ocupa en el misterio de la Iglesia. La reflexión teológica sobre la naturaleza de la vida consagrada ha profundizado en estos años en las nuevas perspectivas surgidas de la doctrina del Concilio Vaticano II. A su luz se ha tomado conciencia de que la profesión de los consejos evangélicos pertenece indiscutiblemente a la vida y a la santidad de la Iglesia. (52) Esto significa que la vida consagrada, presente desde el comienzo, no podrá faltar nunca a la Iglesia como uno de sus elementos irrenunciables y característicos, como expresión de su misma naturaleza.

Esto resulta evidente ya que la profesión de los consejos evangélicos está íntimamente relacionada con el misterio de Cristo, teniendo el cometido de hacer de algún modo presente la forma de vida que El eligió, señalándola como valor absoluto y escatológico. Jesús mismo, llamando a algunas personas a dejarlo todo para seguirlo, inauguró este género de vida que, bajo la acción del Espíritu, se ha desarrollado progresivamente a lo largo de los siglos en las diversas formas de la vida consagrada. El concepto de una Iglesia formada únicamente por ministros sagrados y laicos no corresponde, por tanto, a las intenciones de su divino Fundador tal y como resulta de los Evangelios y de los demás escritos neotestamentarios.

La nueva y especial consagración

30.   En la tradición de la Iglesia la profesión religiosa es considerada como una singular y fecunda profundización de la consagración bautismal en cuanto que, por su medio, la íntima unión con Cristo, ya inaugurada con el Bautismo, se desarrolla en el don de una configuración más plenamente expresada y realizada, mediante la profesión de los consejos evangélicos. (53)

Esta posterior consagración tiene, sin embargo, una peculiaridad propia respecto a la primera, de la que no es una consecuencia necesaria. (54) En realidad, todo renacido en Cristo está llamado a vivir, con la fuerza proveniente del don del Espíritu, la castidad correspondiente a su propio estado de vida, la obediencia a Dios y a la Iglesia, y un desapego razonable de los bienes materiales, porque todos son llamados a la santidad, que consiste en la perfección de la caridad. (55) Pero el Bautismo no implica por sí mismo la llamada al celibato o a la virginidad, la renuncia a la posesión de bienes y la obediencia a un superior, en la forma propia de los consejos evangélicos. Por tanto, su profesión supone un don particular de Dios no concedido a todos, como Jesús mismo señala en el caso del celibato voluntario (cf. Mt 19, 10 12).

A esta llamada corresponde, por otra parte, un don específico del Espíritu Santo, de modo que la persona consagrada pueda responder a su vocación y a su misión. Por eso, como se refleja en las liturgias de Oriente y Occidente, en el rito de la profesión monástica o religiosa y en la consagración de las vírgenes, la Iglesia invoca sobre las personas elegidas el don del Espíritu Santo y asocia su oblación al sacrificio de Cristo. (56) La profesión de los consejos evangélicos es también un desarrollo de la gracia del sacramento de la Confirmación, pero va más allá de las exigencias normales de la consagración crismal en virtud de un don particular del Espíritu, que abre a nuevas posibilidades y frutos de santidad y de apostolado, como demuestra la historia de la vida consagrada.

En cuanto a los sacerdotes que profesan los consejos evangélicos, la experiencia misma muestra que el sacramento del Orden encuentra una fecundidad peculiar en esta consagración, puesto que presenta y favorece la exigencia de una pertenencia más estrecha al Señor. El sacerdote que profesa los consejos evangélicos encuentra una ayuda particular para vivir en sí mismo la plenitud del misterio de Cristo, gracias también a la espiritualidad peculiar de su Instituto y a la dimensión apostólica del correspondiente carisma. En efecto, en el presbítero la vocación al sacerdocio y a la vida consagrada convergen en profunda y dinámica unidad.

De valor inconmensurable es también la aportación dada a la vida de la Iglesia por los religiosos sacerdotes dedicados íntegramente a la contemplación. Especialmente en la celebración eucarística realizan una acción de la Iglesia y para la Iglesia, a la que unen el ofrecimiento de sí mismos, en comunión con Cristo que se ofrece al Padre para la salvación del mundo entero. (57)

Las relaciones entre los diversos estados de vida del cristiano

31. Las diversas formas de vida en las que, según el designio del Señor Jesús, se articula la vida eclesial presentan relaciones recíprocas sobre las que interesa detenerse. Todos los fieles, en virtud de su regeneración en Cristo, participan de una dignidad común; todos son llamados a la santidad; todos cooperan a la edificación del único Cuerpo de Cristo, cada uno según su propia vocación y el don recibido del Espíritu (cf. Rm 12, 38). (58) La igual dignidad de todos los miembros de la Iglesia es obra del Espíritu; está fundada en el Bautismo y la Confirmación y corroborada por la Eucaristía. Sin embargo, también es obra del Espíritu la variedad de formas. El constituye la Iglesia como una comunión orgánica en la diversidad de vocaciones, carismas y ministerios. (59)

Las vocaciones a la vida laical, al ministerio ordenado y a la vida consagrada se pueden considerar paradigmáticas, dado que todas las vocaciones particulares, bajo uno u otro aspecto, se refieren o se reconducen a ellas, consideradas separadamente o en conjunto, según la riqueza del don de Dios. Además, están al servicio unas de otras para el crecimiento del Cuerpo de Cristo en la historia y para su misión en el mundo. Todos en la Iglesia son consagrados en el Bautismo y en la Confirmación, pero el ministerio ordenado y la vida consagrada suponen una vocación distinta y una forma específica de consagración, en razón de una misión peculiar.

La consagración bautismal y crismal, común a todos los miembros del Pueblo de Dios, es fundamento adecuado de la misión de los laicos, de los que es propio «el buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios». (60) Los ministros ordenados, además de esta consagración fundamental, reciben la consagración en la Ordenación para continuar en el tiempo el ministerio apostólico. Las personas consagradas, que abrazan los consejos evangélicos, reciben una nueva y especial consagración que, sin ser sacramental, las compromete a abrazar -en el celibato, la pobreza y la obediencia- la forma de vida practicada personalmente por Jesús y propuesta por El a los discípulos. Aunque estas diversas categorías son manifestaciones del único misterio de Cristo, los laicos tienen como aspecto peculiar, si bien no exclusivo, el carácter secular, los pastores el carácter ministerial y los consagrados la especial conformación con Cristo virgen, pobre y obediente.

El valor especial de la vida consagrada

32. En este armonioso conjunto de dones, se confía a cada uno de los estados de vida fundamentales la misión de manifestar, en su propia categoría, una u otra de las dimensiones del único misterio de Cristo. Si la vida laical tiene la misión particular de anunciar el Evangelio en medio de las realidades temporales, en el ámbito de la comunión eclesial desarrollan un ministerio insustituible los que han recibido el Orden sagrado, especialmente los Obispos. Ellos tienen la tarea de apacentar el Pueblo de Dios con la enseñanza de la Palabra, la administración de los Sacramentos y el ejercicio de la potestad sagrada al servicio de la comunión eclesial, que es comunión orgánica, ordenada jerárquicamente. (61)

Como expresión de la santidad de la Iglesia, se debe reconocer una excelencia objetiva a la vida consagrada, que refleja el mismo modo de vivir de Cristo. Precisamente por esto, ella es una manifestación particularmente rica de los bienes evangélicos y una realización más completa del fin de la Iglesia que es la santificación de la humanidad. La vida consagrada anuncia y, en cierto sentido, anticipa el tiempo futuro, cuando, alcanzada la plenitud del Reino de los cielos presente ya en germen y en el misterio, (62) los hijos de la resurrección no tomarán mujer o marido, sino que serán como ángeles de Dios (cf. Mt 22, 30).

En efecto, la excelencia de la castidad perfecta por el Reino, (63) considerada con razón la «puerta» de toda la vida consagrada, (64) es objeto de la constante enseñanza de la Iglesia. Esta manifiesta, al mismo tiempo, gran estima por la vocación al matrimonio, que hace de los cónyuges «testigos y colaboradores de la fecundidad de la Madre Iglesia como símbolo y participación de aquel amor con el que Cristo amó a su esposa y se entregó por ella». (65)

 En este horizonte común a toda la vida consagrada, se articulan vías distintas entre sí, pero complementarias. Los religiosos y las religiosas dedicados íntegramente a la contemplación son en modo especial imagen de Cristo en oración en el monte. (66) Las personas consagradas de vida activa lo manifiestan «anunciando a las gentes el Reino de Dios, curando a los enfermos y lisiados, convirtiendo a los pecadores en fruto bueno, bendiciendo a los niños y haciendo el bien a todos». (67) Las personas consagradas en los Institutos seculares realizan un servicio particular para la venida del Reino de Dios, uniendo en una síntesis específica el valor de la consagración y el de la secularidad. Viviendo su consagración en el mundo y a partir del mundo, (68) «se esfuerzan por impregnar todas las cosas con el espíritu evangélico, para fortaleza y crecimiento del Cuerpo de Cristo». (69) Participan, para ello, en la obra evangelizadora de la Iglesia mediante el testimonio personal de vida cristiana, el empeño por ordenar según Dios las realidades temporales, la colaboración en el servicio de la comunidad eclesial, de acuerdo con el estilo de vida secular que les es propio. (70)

Testimoniar el Evangelio de las Bienaventuranzas

33. Misión peculiar de la vida consagrada es mantener viva en los bautizados la conciencia de los valores fundamentales del Evangelio, dando «un testimonio magnífico y extraordinario de que sin el espíritu de las Bienaventuranzas no se puede transformar este mundo y ofrecerlo a Dios». (71) De este modo la vida consagrada aviva continuamente en la conciencia del Pueblo de Dios la exigencia de responder con la santidad de la vida al amor de Dios derramado en los corazones por el Espíritu Santo (cf. Rm 5, 5), reflejando en la conducta la consagración sacramental obrada por Dios en el Bautismo, la Confirmación o el Orden. En efecto, se debe pasar de la santidad comunicada por los sacramentos a la santidad de la vida cotidiana. La vida consagrada, con su misma presencia en la Iglesia, se pone al servicio de la consagración de la vida de cada fiel, laico o clérigo.

Por otra parte, no se debe olvidar que los consagrados reciben también del testimonio propio de las demás vocaciones una ayuda para vivir íntegramente la adhesión al misterio de Cristo y de la Iglesia en sus múltiples dimensiones. En virtud de este enriquecimiento recíproco, se hace más elocuente y eficaz la misión de la vida consagrada: señalar como meta a los demás hermanos y hermanas, fijando la mirada en la paz futura, la felicidad definitiva que está en Dios.

Imagen viva de la Iglesia Esposa

34. Importancia particular tiene el significado esponsal de la vida consagrada, que hace referencia a la exigencia de la Iglesia de vivir en la entrega plena y exclusiva a su Esposo, del cual recibe todo bien. En esta dimensión esponsal, propia de toda la vida consagrada, es sobre todo la mujer la que se ve singularmente reflejada, como descubriendo la índole especial de su relación con el Señor.

A este respecto, es sugestiva la página neotestamentaria que presenta a María con los Apóstoles en el Cenáculo en espera orante del Espíritu Santo (cf. Hch 1, 13 14). Aquí se puede ver una imagen viva de la Iglesia Esposa, atenta a las señales del Esposo y preparada para acoger su don. En Pedro y en los demás Apóstoles emerge sobre todo la dimensión de la fecundidad, como se manifiesta en el ministerio eclesial, que se hace instrumento del Espíritu para la generación de nuevos hijos mediante el anuncio de la Palabra, la celebración de los Sacramentos y la atención pastoral. En María está particularmente viva la dimensión de la acogida esponsal, con la que la Iglesia hace fructificar en sí misma la vida divina a través de su amor total de virgen.

La vida consagrada ha sido siempre vista prevalentemente en María, la Virgen esposa. De ese amor virginal procede una fecundidad particular, que contribuye al nacimiento y crecimiento de la vida divina en los corazones. (72)La persona consagrada, siguiendo las huellas de María, nueva Eva, manifiesta su fecundidad espiritual acogiendo la Palabra, para colaborar en la formación de la nueva humanidad con su dedicación incondicional y su testimonio. Así la Iglesia manifiesta plenamente su maternidad tanto por la comunicación de la acción divina confiada a Pedro, como por la acogida responsable del don divino, típica de María.

Por su parte, el pueblo cristiano encuentra en el ministerio ordenado los medios de la salvación, y en la vida consagrada el impulso para una respuesta de amor plena en todas las diversas formas de diaconía. (73)  

IV. GUIADOS POR EL ESPÍRITU DE SANTIDAD

  Existencia «transfigurada»: llamada a la santidad

35. «Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo» (Mt 17, 6). Los sinópticos ponen de relieve en el episodio de la Transfiguración, con matices diversos, el temor de los discípulos. El atractivo del rostro transfigurado de Cristo no impide que se sientan atemorizados ante la Majestad divina que los envuelve. Siempre que el hombre experimenta la gloria de Dios se da cuenta también de su pequeñez y de aquí surge una sensación de miedo. Este temor es saludable. Recuerda al hombre la perfección divina, y al mismo tiempo lo empuja con una llamada urgente a la «santidad».

Todos los hijos de la Iglesia, llamados por el Padre a «escuchar» a Cristo, deben sentir una profunda exigencia de conversión y de santidad. Pero, como se ha puesto de relieve en el Sínodo, esta exigencia se refiere en primer lugar a la vida consagrada. En efecto, la vocación de las personas consagradas a buscar ante todo el Reino de Dios es, principalmente, una llamada a la plena conversión, en la renuncia de sí mismo para vivir totalmente en el Señor, para que Dios sea todo en todos. Los consagrados, llamados a contemplar y testimoniar el rostro «transfigurado» de Cristo, son llamados también a una existencia transfigurada.

A este respecto, es significativo lo expresado en la Relación final de la II Asamblea extraordinaria del Sínodo: «Los santos y santas han sido siempre fuente y origen de renovación en las circunstancias más difíciles a lo largo de toda la historia de la Iglesia. Hoy necesitamos fuertemente pedir con asiduidad a Dios santos. Los Institutos de vida consagrada, por la profesión de los consejos evangélicos, sean conscientes de su misión especial en la Iglesia de hoy, y nosotros debemos animarlos en esa misión». (74) De estas consideraciones se han hecho eco los Padres de la IX Asamblea sinodal, afirmando: «La vida consagrada ha sido a través de la historia de la Iglesia una presencia viva de esta acción del Espíritu, como un espacio privilegiado de amor absoluto a Dios y al prójimo, testimonio del proyecto divino de hacer de toda la humanidad, dentro de la civilización del amor, la gran familia de los hijos de Dios». (75)

La Iglesia ha visto siempre en la profesión de los consejos evangélicos un camino privilegiado hacia la santidad. Las mismas expresiones con las que la define -escuela del servicio del Señor, escuela de amor y santidad, camino o estado de perfección- indican tanto la eficacia y riqueza de los medios propios de esta forma de vida evangélica, como el empeño particular de quienes la abrazan. (76) No es casual que a lo largo de los siglos tantos consagrados hayan dejado testimonios elocuentes de santidad y hayan realizado empresas de evangelización y de servicio particularmente generosas y arduas.

Fidelidad al carisma

36. En el seguimiento de Cristo y en el amor hacia su persona hay algunos puntos sobre el crecimiento de la santidad en la vida consagrada que merecen ser hoy especialmente evidenciados.

 Ante todo se pide la fidelidad al carisma fundacional y al consiguiente patrimonio espiritual de cada Instituto. Precisamente en esta fidelidad a la inspiración de los fundadores y fundadoras, don del Espíritu Santo, se descubren más fácilmente y se reviven con más fervor los elementos esenciales de la vida consagrada. En efecto, cada carisma tiene, en su origen, una triple orientación: hacia el Padre, sobre todo en el deseo de buscar filialmente su voluntad mediante un proceso de conversión continua, en el que la obediencia es fuente de verdadera libertad, la castidad manifiesta la tensión de un corazón insatisfecho de cualquier amor finito, la pobreza alimenta el hambre y la sed de justicia que Dios prometió saciar (cf. Mt 5, 6). En esta perspectiva el carisma de cada Instituto animará a la persona consagrada a ser toda de Dios, a hablar con Dios o de Dios, como se dice de santo Domingo, (77) para gustar qué bueno es el Señor (cf. Sal 33-34, 9) en todas las situaciones.

Los carismas de vida consagrada implican también una orientación hacia el Hijo, llevando a cultivar con El una comunión de vida íntima y gozosa, en la escuela de su servicio generoso de Dios y de los hermanos. De este modo, «la mirada progresivamente cristificada, aprende a alejarse de lo exterior, del torbellino de los sentidos, es decir, de cuanto impide al hombre la levedad que le permitiría dejarse conquistar por el Espíritu», (78) y posibilita así ir a la misión con Cristo, trabajando y sufriendo con El en la difusión de su Reino.

 Por último, cada carisma comporta una orientación hacia el Espíritu Santo, ya que dispone la persona a dejarse conducir y sostener por El, tanto en el propio camino espiritual como en la vida de comunión y en la acción apostólica, para vivir en aquella actitud de servicio que debe inspirar toda decisión del cristiano auténtico.  En efecto, esta triple relación emerge siempre, a pesar de las características específicas de los diversos modelos de vida, en cada carisma de fundación, por el hecho mismo de que en ellos domina «una profunda preocupación por configurarse con Cristo testimoniando alguno de los aspectos de su misterio», (79) aspecto específico llamado a encarnarse y desarrollarse en la tradición más genuina de cada Instituto, según las Reglas, Constituciones o Estatutos. (80)

Fidelidad creativa

37. Se invita pues a los Institutos a reproducir con valor la audacia, la creatividad y la santidad de sus fundadores y fundadoras como respuesta a los signos de los tiempos que surgen en el mundo de hoy. (81) Esta invitación es sobre todo una llamada a perseverar en el camino de santidad a través de las dificultades materiales y espirituales que marcan la vida cotidiana. Pero es también llamada a buscar la competencia en el propio trabajo y a cultivar una fidelidad dinámica a la propia misión, adaptando sus formas, cuando es necesario, a las nuevas situaciones y a las diversas necesidades, en plena docilidad a la inspiración divina y al discernimiento eclesial. Debe permanecer viva, pues, la convicción de que la garantía de toda renovación que pretenda ser fiel a la inspiración originaria está en la búsqueda de la conformación cada vez más plena con el Señor. (82)

En este espíritu, vuelve a ser hoy urgente para cada Instituto la necesidad de una referencia renovada a la Regla, porque en ella y en las Constituciones se contiene un itinerario de seguimiento, caracterizado por un carisma específico reconocido por la Iglesia. Una creciente atención a la Regla ofrecerá a las personas consagradas un criterio seguro para buscar las formas adecuadas de testimonio capaces de responder a las exigencias del momento sin alejarse de la inspiración inicial.

Oración y ascesis: el combate espiritual

38. La llamada a la santidad es acogida y puede ser cultivada sólo en el silencio de la adoración ante la infinita trascendencia de Dios: «Debemos confesar que todos tenemos necesidad de este silencio cargado de presencia adorada: la teología, para poder valorizar plenamente su propia alma sapiencial y espiritual; la oración, para que no se olvide nunca de que ver a Dios significa bajar del monte con un rostro tan radiante que obligue a cubrirlo con un velo (cf. Ex 34, 33) [...]; el compromiso, para renunciar a encerrarse en una lucha sin amor y perdón [...]. Todos, tanto creyentes como no creyentes, necesitan aprender un silencio que permita al Otro hablar, cuando quiera y como quiera, y a nosotros comprender esa palabra». (83) Esto comporta en concreto una gran fidelidad a la oración litúrgica y personal, a los tiempos dedicados a la oración mental y a la contemplación, a la adoración eucarística, los retiros mensuales y los ejercicios espirituales.

Es necesario también tener presentes los medios ascéticos típicos de la tradición espiritual de la Iglesia y del propio Instituto. Ellos han sido y son aún una ayuda poderosa para un auténtico camino de santidad. La ascesis, ayudando a dominar y corregir las tendencias de la naturaleza humana herida por el pecado, es verdaderamente indispensable a la persona consagrada para permanecer fiel a la propia vocación y seguir a Jesús por el camino de la Cruz.

 Es necesario también reconocer y superar algunas tentaciones que a veces, por insidia del Diablo, se presentan bajo la apariencia de bien. Así, por ejemplo, la legítima exigencia de conocer la sociedad moderna para responder a sus desafíos puede inducir a ceder a las modas del momento, con disminución del fervor espiritual o con actitudes de desánimo. La posibilidad de una formación espiritual más elevada podría empujar a las personas consagradas a un cierto sentimiento de superioridad respecto a los demás fieles, mientras que la urgencia de una cualificación legítima y necesaria puede transformarse en una búsqueda excesiva de eficacia, como si el servicio apostólico dependiera prevalentemente de los medios humanos, más que de Dios. El deseo loable de acercarse a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, creyentes y no creyentes, pobres y ricos, puede llevar a la adopción de un estilo de vida secularizado o a una promoción de los valores humanos en sentido puramente horizontal. El compartir las aspiraciones legítimas de la propia nación o cultura podría llevar a abrazar formas de nacionalismo o a asumir prácticas que tienen, por el contrario, necesidad de ser purificadas y elevadas a la luz del Evangelio.

El camino que conduce a la santidad conlleva, pues, la aceptación del combate espiritual. Se trata de un dato exigente al que hoy no siempre se dedica la atención necesaria. La tradición ha visto con frecuencia representado el combate espiritual en la lucha de Jacob con el misterio de Dios, que él afronta para acceder a su bendición y a su visión (cf. Gn 32, 23 31). En esta narración de los principios de la historia bíblica las personas consagradas pueden ver el símbolo del empeño ascético necesario para dilatar el corazón y abrirlo a la acogida del Señor y de los hermanos.

Promover la santidad

39. Hoy más que nunca es necesario un renovado compromiso de santidad por parte de las personas consagradas para favorecer y sostener el esfuerzo de todo cristiano por la perfección. «Es necesario suscitar en cada fiel un verdadero anhelo de santidad, un fuerte deseo de conversión y de renovación personal en un clima de oración siempre más intensa y de solidaria acogida del prójimo, especialmente del más necesitado». (84)

Las personas consagradas, en la medida en que profundizan su propia amistad con Dios, se hacen capaces de ayudar a los hermanos y hermanas mediante iniciativas espirituales válidas, como escuelas de oración, ejercicios y retiros espirituales, jornadas de soledad, escucha y dirección espiritual. De este modo se favorece el progreso en la oración de personas que podrán después realizar un mejor discernimiento de la voluntad de Dios sobre ellas y emprender opciones valientes, a veces heroicas, exigidas por la fe. En efecto, las personas consagradas «a través de su ser más íntimo, se sitúan dentro del dinamismo de la Iglesia, sedienta de lo Absoluto de Dios, llamada a la santidad. Es de esta santidad de la que dan testimonio». (85) El hecho de que todos sean llamados a la santidad debe animar más aún a quienes, por su misma opción de vida, tienen la misión de recordarlo a los demás.

«Levantaos, no tengáis miedo»: una confianza renovada

40. «Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: 'Levantaos, no tengáis miedo'» (Mt 17, 7). Como los tres apóstoles en el episodio de la Transfiguración, las personas consagradas saben por experiencia que no siempre su vida es iluminada por aquel fervor sensible que hace exclamar: «Bueno es estarnos aquí» (Mt 17, 4). Sin embargo, es siempre una vida «tocada» por la mano de Cristo, conducida por su voz y sostenida por su gracia.

«Levantaos, no tengáis miedo». Esta invitación del Maestrose dirige obviamente a cada cristiano. Pero con mayor motivo a quien ha sido llamado a «dejarlo todo» y, por consiguiente, a «arriesgarlo todo» por Cristo. De modo especial es válida siempre que, con el Maestro, se baja del «monte» para tomar el camino que lleva del Tabor al Calvario. Al decir que Moisés y Elías hablaban con Cristo sobre su misterio pascual, Lucas emplea significativamente el término «partida» (éxodos): «Hablaban de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén» (Lc 9, 31). «Exodo»: término fundamental de la revelación, al que se refiere toda la historia de la salvación, y que expresa el sentido profundo del misterio pascual. Tema particularmente vinculado a la espiritualidad de la vida consagrada y que manifiesta bien su significado. En él se contiene inevitablemente lo que pertenece al mysterium Crucis. Sin embargo, este comprometido «camino de éxodo», visto desde la perspectiva del Tabor, aparece como un camino entre dos luces: la luz anticipadora de la Transfiguración y la definitiva de la Resurrección.

La vocación a la vida consagrada -en el horizonte de toda la vida cristiana-, a pesar de sus renuncias y sus pruebas, y más aún gracias a ellas, es camino «de luz», sobre el que vela la mirada del Redentor: «Levantaos, no tengáis miedo».


1. Cf. Propositio 2.

2. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 18.

3. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 44; Pablo VI, Exhort. ap. Evangelica testificatio (29 junio 1971), 7: AAS 63 (1971), 501-502; Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 69: AAS 68 (1976), 59.

4. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 44.

5. Cf. Discurso en la Audiencia general (28 septiembre 1994), 5: L' Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 30 septiembre 1994, 3.

6. Cf. Propositio 1.

7. Cf. S. Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, p. I, c.3, îuvres, t. III, Annecy 1893, 19-20.

8. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 43.

9. Cf. Homilía durante la solemne concelebración conclusiva de la IX Asamblea ordinaria del Sínodo de los Obispos (29 octubre 1994), 3: AAS 87 (1995), 580.

10. Cf. Sínodo de los Obispos, IX Asamblea general ordinaria, Mensaje del Sínodo (27 octubre 1994), VII: L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 4 noviembre 1994, 6.

11. Cf. Propositio 5, B.

12. Cf. Regula, 4, 21 y 72, 11.

13. Cf. Propositio 12.

14. Cf. Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 570.

15. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Perfectae caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 7; Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia., 40.

16. Cf. Propositio 6.

17. Cf. Propositio 4.

18. Cf. Propositio 7.

19.Cf. Propositio11.

20. Cf. Propositio 14.

21. Cf. Código de Derecho Canónico, can. 605; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 571; Propositio 13.

22. Cf. Proposiciones 3; 4; 6; 7; 8; 10; 13; 28; 29; 30; 35; 48.

23. Cf. Propositio 3, A y B.

24. Cf. Propositio 3, C.

25. Cf. Casiano: «Secessit tanem solus in monte orare, per hoc scilicet nos instruens suae secessionis exemplo... ut similiter secedamus» (Conlat. 10, 6: PL 49, 827); S. Jerónimo: «Et Christum quaeras in solitudine et ores solus in monte cum Iesu» (Ep. Ad Paulinum, 58, 4, 2: PL 22, 582); Guillermo de S. Thierry: «(Vita solitaria) ab ipso Domino familiarissime celebrata, ab eius discipulis ipso praesente concupita: cuius transfigurationis gloriam cum vidissent qui cum eo in monte sancto erant, continuo Petrus... optimum sibi iudicavit in hoc semper esse» (Ad frates de Monte Dei, I, 1: PL, 184, 310).

26. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.

27. Ibíd., 44.

28. Cf. Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares, Instr. Essential elementes in the Church's teaching on Religious Life as applied to Institutes dedicated to works of the apostolate (31 mayo 1983), 5: Ench. Vat., 9, 184.

29. Cf. Summa Theologiae, II-II, q. 186, a. 1.

30. Cf. Propositio 16.

31. Cf. Exhort. ap. Redemptoris donum (25 marzo 1984), 3: AAS 76 (1984), 515-517.

32. S. Francisco de Asis, Regula bullata, I, 1. «Tota Trinitas apparuit: Pater in voce; Filius in homine; Spiritu in nube clara»: S. Tomas de Aquino, Summa Theologiae, III, q. 45, a. 4, ad. 2.

34. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Perfectae caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 1.

35. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 44.

36. Simeón el Nuevo Teólogo, Himnos, II, vv. 9-27: SCh 156, 178-179.

37. Cf. Discurso en la Audiencia general (9 noviembre 1994), 4: L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 11 noviembre 1994, 3.

38. Conc. Ecum. Vat. II, Const dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 44.

39. S. Ignacio de Antioquía, Carta a los magnesios, 8, 2: Patres Apostolici, ed. F.X. Funk, II, 237.

40. Cf. Propositio 3.

41. S. Agustín, Enarr. in Psal. 44, 3: PL 36, 495-496.

42. Cf. Propositio 25; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Perfectae caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 17.

43. Cf. Propositio 25.

44. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 42.

45. Ibíd., 44.

46. B. Isabel de la Trinidad, Le ciel dans la foe. Traité Spiritual, I, 14: Œuvres complétes, París, 1991, 106.

47. Cf. S. Agustín, Confesiones, I, 1: PL 32, 661.

48. Discurso en la Audiencia general (29 marzo 1995), 1: L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 31 marzo 1995, 23.

49. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 53.

50. Ibíd., 46.

51. Cf. Propositio 55.

52. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 44.

53. Cf. Exhort. ap. Redemptoris donum (25 marzo 1984): AAS 76 (1984), 522-524.

54. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 44; Discurso en la Audiencia general (26 octubre 1994), 5: L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 28 octubre 1994, 3.

55. Cf. Ibíd., 42.

56. Cf. Ritual Romano, Rito de la Profesión religiosa: solemne bendición o consagración de los profesos, n. 67, y de las profesas, n. 72; Pontifical Romano, Rito de la consagración de las Vírgenes, n. 38: solemne oración de consagración; Eucologion sive Rituale Graecorum, Officium parvi habitum it est Mandiae, 384-385; Pontificale Iuxta Ritum Ecclesiae Syrorum occidentalum it est Antiochiae, Ordo rituum monasticorum, Typis Polyglotis Vaticanis 1942, 307-309.

57. Cf. S. Pedro Damiani, Liber qui appellatur «Dominus vobiscum» ad Leonem Eremitam: PL 145, 231-252.

58. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 32; Código de Derecho Canónico, can. 208; Código de los Cánones de la Iglesias Orientales, can. 11.

59. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 4; Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 4; 12; 3; Const. past. Gaudium et spes, sobre la iglesia en el mundo actual, 32; Decr. Apostolicam actuositatem, sobre el apostolado de los laicos, 3; Exhort. ap. post sinodal Christifideles laici (30 diciembre 1988), 20-21: AAS 81 (1989), 425-428; Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, a los Obispos de la Iglesia católica sobre algunos aspectos de la Iglesia entendida como comunión (28 mayo 1992), 15: AAS 85 (1993), 847.

60. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 31.

61. Cf.. ibíd., 12; Exhort. ap. Post sinodal Christifidelis laici (30 diciembre 1988), 20-21: AAS 81 (1989), 425-428.

62. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 5.

63. Cf. Concilio de Trento, ses. XXXIV, can. 10: DS 1810; Pío XII, Carta enc. Sacra virginitas (25 marzo 1954): AAS 46 (1954), 176.

64. Cf. Propositio 17.

65. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 41.

66. Cf. ibíd., 46.

67. Ibíd.

68. Cf. Pío XII, Motu propio Primo feliciter (12 marzo 1948), 6: AAS 40 (1948), 284.

69. Código de Derecho Canónico, can. 713 § 1; cf. Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 563 § 2.

70. Cf. Código de Derecho Canónico, can. 713 § 2. En este mismo can. 713 § 3 se habla específicamente de los miembros «clérigos».

71. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 31.

72. Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrits autobiographiques, B, 2 vo: «Ser tu esposa, oh Jesús... ser, en mi unión contigo, madre de las almas».

73. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Perfectae caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 8; 10; 12.

74. Sínodo de los Obispos, II Asamblea general extraordinaria, Relación final Ecclesia sub Verbo Dei misterya Christi celebrans pro salute mundi (7 diciembre 1985), II, A, 4: Ench. Vat. 9, 1753.

75. Sínodo de los Obispos, IX Asamblea general extraordinaria, Mensaje del Sínodo (27 octubre 1994), 9: L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 4 noviembre 1994, 6.

76. Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 184, a. 5, ad. 2; II-II, q. 186, a. 2, ad. 1.

77. Cf. Libellus de principiis Ordinis Praedicatorum. Acta canonizationis sancti Dominici: Monumenta Ordinis Praedicatorum historica 16 (1935), 30.

78. Carta ap. Orientale lumen (2 mayo 1995), 12: AAS 87 (1985), 758.

79. Congregación para los Religiosos e Institutos Seculares y Congregación para los Obispos, Criterios pasto- rales sobre relaciones entre Obispos y religiosos en la Iglesia Mutuae relationes (14 mayo 1978), 51: AAS 70 (1978), 500.

80. Cf. Propositio 26.

81. Cf. Propositio 27.

82. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Perfectae caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 2.

83. Carta ap. Orientale lumen (2 mayo 1995), 16: AAS 87 (1995), 762.

84. Carta ap. Tertio millennio adveniente (10 noviembre 1994), 42: AAS 87 (1995), 32.

85. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 69: AAS 68 (1976), 58.

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