CARTA
ENCÍCLICA
REDEMPTORIS MATER
DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II
SOBRE LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA
EN LA VIDA DE LA IGLESIA PEREGRINA
III Parte
MEDIACIÓN MATERNA
1. María, Esclava del
Señor 38. La Iglesia sabe y enseña con San Pablo que uno solo es nuestro mediador: «Hay
un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre
también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos» (1 Tm 2, 5-6). «La misión
maternal de María para con los hombres no oscurece ni disminuye en modo alguno esta
mediación única de Cristo, antes bien sirve para demostrar su poder»á (94): es
mediación en Cristo.
La Iglesia sabe y
enseña que «todo el influjo salvífico de la Santísima Virgen sobre los hombres ...
dimana del divino beneplácito y de la superabundancia de los méritos de Cristo; se apoya
en la mediación de éste, depende totalmente de ella y de la misma saca todo su poder. Y,
lejos de impedir la unión inmediata de los creyentes con Cristo, la fomenta». (95) Este
saludable influjo está mantenido por el Espíritu Santo, quien, igual que cubrió con su
sombra a la Virgen María comenzando en ella la maternidad divina, mantiene así
continuamente su solicitud hacia los hermanos de su Hijo.
Efectivamente, la
mediación de María está íntimamente unida a su maternidad y posee un carácter
específicamente materno que la distingue del de las demás criaturas que, de un modo
diverso y siempre subordinado, participan de la única mediación de Cristo, siendo
también la suya una mediación participada. (96) En efecto, si «jamás podrá compararse
criatura alguna con el Verbo encarnado y Redentor», al mismo tiempo «la única
mediación del Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas diversas clases de
cooperación, participada de la única fuente»; y así «la bondad de Dios se difunde de
distintas maneras sobre las criaturas». (97)
La enseñanza del
Concilio Vaticano II presenta la verdad sobre la mediación de María como una
participación de esta única fuente que es la mediación de Cristo mismo. Leemos al
respecto: «La Iglesia no duda en confesar esta función subordinada de María, la
experimenta continuamente y la recomienda a la piedad de los fieles, para que, apoyados en
esta protección maternal, se unan con mayor intimidad al Mediador y Salvador». (98) Esta
función es, al mismo tiempo, especial y extraordinaria. Brota de su maternidad divina y
puede ser comprendida y vivida en la fe, solamente sobre la base de la plena verdad de
esta maternidad. Siendo María, en virtud de la elección divina, la Madre del Hijo
consubstancial al Padre y «compañera singularmente generosa» en la obra de la
redención, es nuestra madre en el orden de la gracia». (99) Esta función constituye una
dimensión real de su presencia en el misterio salvífico de Cristo y de la Iglesia.
39. Desde este punto de
vista es necesario considerar una vez más el acontecimiento fundamental en la economía
de la salvación, o sea la encarnación del Verbo en la anunciación. Es significativo que
María, reconociendo en la palabra del mensajero divino la voluntad del Altísimo y
sometiéndose a su poder, diga: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu
palabra» (Lc 1, 3). El primer momento de la sumisión a la única mediación «entre Dios
y los hombres» -la de Jesucristo- es la aceptación de la maternidad por parte de la
Virgen de Nazaret. María da su consentimiento a la elección de Dios, para ser la Madre
de su Hijo por obra del Espíritu Santo. Puede decirse que este consentimiento suyo para
la maternidad es sobre todo fruto de la donación total a Dios en la virginidad. María
aceptó la elección para Madre del Hijo de Dios, guiada por el amor esponsal, que
«consagra» totalmente una persona humana a Dios. En virtud de este amor, María deseaba
estar siempre y en todo «entregada a Dios», viviendo la virginidad. Las palabras «he
aquí la esclava del Señor» expresan el hecho de que desde el principio ella acogió y
entendió la propia maternidad como donación total de sí, de su persona, al servicio de
los designios salvíficos del Altísimo. Y toda su participación materna en la vida de
Jesucristo, su Hijo, la vivió hasta el final de acuerdo con su vocación a la virginidad.
La maternidad de
María, impregnada profundamente por la actitud esponsal de «esclava del Señor»,
constituye la dimensión primera y fundamental de aquella mediación que la Iglesia
confiesa y proclama respecto a ella, (100) y continuamente «recomienda a la piedad de los
fieles» porque confía mucho en esta mediación. En efecto, conviene reconocer que, antes
que nadie, Dios mismo, el eterno Padre, se entregó a la Virgen de Nazaret, dándole su
propio Hijo en el misterio de la Encarnación. Esta elección suya al sumo cometido y
dignidad de Madre del Hijo de Dios, a nivel ontológico, se refiere a la realidad misma de
la unión de las dos naturalezas en la persona del Verbo (unión hipostática). Este hecho
fundamental de ser la Madre del Hijo de Dios supone, desde el principio, una apertura
total a la persona de Cristo, a toda su obra y misión. Las palabras «he aquí la esclava
del Señor» atestiguan esta apertura del espíritu de María, la cual, de manera
perfecta, reúne en sí misma el amor propio de la virginidad y el amor característico de
la maternidad, unidos y como fundidos juntamente.
Por tanto María ha
llegado a ser no sólo la «madre-nodriza» del Hijo del hombre, sino también la
«compañera singularmente generosa»á (101) del Mesías y Redentor. Ella -como ya he
dicho- avanzaba en la peregrinación de la fe y en esta peregrinación suya hasta los pies
de la Cruz se ha realizado, al mismo tiempo, su cooperación materna en toda la misión
del Salvador mediante sus acciones y sufrimientos. A través de esta colaboración en la
obra del Hijo Redentor, la maternidad misma de María conocía una transformación
singular, colmándose cada vez más de «ardiente caridad» hacia todos aquellos a quienes
estaba dirigida la misión de Cristo. Por medio de esta «ardiente caridad», orientada a
realizar en unión con Cristo la restauración de la «vida sobrenatural de las almas»,
(102)María entraba de manera muy personal en la única mediación «entre Dios y los
hombres», que es la mediación del hombre Cristo Jesús. Si ella fue la primera en
experimentar en sí misma los efectos sobrenaturales de esta única mediación -ya en la
anunciación había sido saludada como «llena de gracia»- entonces es necesario decir,
que por esta plenitud de gracia y de vida sobrenatural, estaba particularmente
predispuesta a la cooperación con Cristo, único mediador de la salvación humana. Y tal
cooperación es precisamente esta mediación subordinada a la mediación de Cristo.
En el caso de María se
trata de una mediación especial y excepcional, basada sobre su «plenitud de gracia»,
que se traducirá en la plena disponibilidad de la «esclava del Señor». Jesucristo,
como respuesta a esta disponibilidad interior de su Madre, la preparaba cada vez más a
ser para los hombres «madre en el orden de la gracia». Esto indican, al menos de manera
indirecta, algunos detalles anotados por los Sinópticos (cf. Lc 11, 28; 8, 20-21; Mc 3,
32-35; Mt 12, 47-50) y más aún por el Evangelio de Juan (cf. 2, 1-12; 19, 25-27), que ya
he puesto de relieve. A este respecto, son particularmente elocuentes las palabras,
pronunciadas por Jesús en la Cruz, relativas a María y a Juan.
40. Después de los
acontecimientos de la resurrección y de la ascensión, María, entrando con los
apóstoles en el cenáculo a la espera de Pentecostés, estaba presente como Madre del
Señor glorificado. Era no sólo la que «avanzó en la peregrinación de la fe» y
guardó fielmente su unión con el Hijo «hasta la Cruz», sino también la «esclava del
Señor», entregada por su Hijo como madre a la Iglesia naciente: «He aquí a tu madre».
Así empezó a formarse una relación especial entre esta Madre y la Iglesia. En efecto,
la Iglesia naciente era fruto de la Cruz y de la resurrección de su Hijo. María, que
desde el principio se había entregado sin reservas a la persona y obra de su Hijo, no
podía dejar de volcar sobre la Iglesia esta entrega suya materna. Después de la
ascensión del Hijo, su maternidad permanece en la Iglesia como mediación materna;
intercediendo por todos sus hijos, la madre coopera en la acción salvífica del Hijo,
Redentor del mundo. Al respecto enseña el Concilio: «Esta maternidad de María en la
economía de la gracia perdura sin cesar ... hasta la consumación perpetua de todos los
elegidos». (103) Con la muerte redentora de su Hijo, la mediación materna de la esclava
del Señor alcanzó una dimensión universal, porque la obra de la redención abarca a
todos los hombres. Así se manifiesta de manera singular la eficacia de la mediación
única y universal de Cristo «entre Dios y los hombres». La cooperación de María
participa, por su carácter subordinado, de la universalidad de la mediación del
Redentor, único mediador. Esto lo indica claramente el Concilio con las palabras citadas
antes.
«Pues -leemos
todavía- asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su
múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna». (104)
Con este carácter de «intercesión», que se manifestó por primera vez en Caná de
Galilea, la mediación de María continúa en la historia de la Iglesia y del mundo.
Leemos que María «con su amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía
peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria
bienaventurada». (105) De este modo la maternidad de María perdura incesantemente en la
Iglesia como mediación intercesora, y la Iglesia expresa su fe en esta verdad invocando a
María «con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora». (106)
41. María, por su
mediación subordinada a la del Redentor, contribuye de manera especial a la unión de la
Iglesia peregrina en la tierra con la realidad escatológica y celestial de la comunión
de los santos, habiendo sido ya «asunta a los cielos». (107) La verdad de la Asunción,
definida por Pío XII, ha sido reafirmada por el Concilio Vaticano II, que expresa así la
fe de la Iglesia: «Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de
culpa original, terminado el decurso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la
gloria celestial y fue ensalzada por el Señor como Reina universal con el fin de que se
asemeje de forma más plena a su Hijo, Señor de señores (cf. Ap 19, 16) y vencedor del
pecado y de la muerte». (108) Con esta enseñanza Pío XII enlazaba con la Tradición,
que ha encontrado múltiples expresiones en la historia de la Iglesia, tanto en Oriente
como en Occidente.
Con el misterio de la
Asunción a los cielos, se han realizado definitivamente en María todos los efectos de la
única mediación de Cristo Redentor del mundo y Señor resucitado: «Todos vivirán en
Cristo. Pero cada cual en su rango: Cristo como primicias; luego, los de Cristo en su
Venida» (1 Co 15, 22-23). En el misterio de la Asunción se expresa la fe de la Iglesia,
según la cual María «está también íntimamente unida» a Cristo porque, aunque como
madre-virgen estaba singularmente unida a él en su primera venida, por su cooperación
constante con él lo estará también a la espera de la segunda; «redimida de modo
eminente, en previsión de los méritos de su Hijo», (109) ella tiene también aquella
función, propia de la madre, de mediadora de clemencia en la venida definitiva, cuando
todos los de Cristo revivirán, y «el último enemigo en ser destruido será la Muerte»
(1 Co 15, 26). (110)
A esta exaltación de
la «Hija excelsa de Sión», (111) mediante la asunción a los cielos, está unido el
misterio de su gloria eterna. En efecto, la Madre de Cristo es glorificada como «Reina
universal». (112) La que en la anunciación se definió como «esclava del Señor» fue
durante toda su vida terrena fiel a lo que este nombre expresa, confirmando así que era
una verdadera «discípula» de Cristo, el cual subrayaba intensamente el carácter de
servicio de su propia misión: el Hijo del hombre «no ha venido a ser servido, sino a
servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20, 28). Por esto María ha sido la
primera entre aquellos que, «sirviendo a Cristo también en los demás, conducen en
humildad y paciencia a sus hermanos al Rey, cuyo servicio equivale a reinar», (113) Y ha
conseguido plenamente aquel «estado de libertad real», propio de los discípulos de
Cristo: íservir quiere decir reinar!
«Cristo, habiéndose
hecho obediente hasta la muerte y habiendo sido por ello exaltado por el Padre (cf. Flp 2,
8-9), entró en la gloria de su reino. A El están sometidas todas las cosas, hasta que El
se someta a Sí mismo y todo lo creado al Padre, a fin de que Dios sea todo en todas las
cosas (cf. 1 Co 15, 27-28)». (114) María, esclava del Señor, forma parte de este Reino
del Hijo. (115) La gloria de servir no cesa de ser su exaltación real; asunta a los
cielos, ella no termina aquel servicio suyo salvífico, en el que se manifiesta la
mediación materna, «hasta la consumación perpetua de todos los elegidos». (116) Así
aquella, que aquí en la tierra «guardó fielmente su unión con el Hijo hasta la Cruz»,
sigue estando unida a él, mientras ya «a El están sometidas todas las cosas, hasta que
El se someta a Sí mismo y todo lo creado al Padre». Así en su asunción a los cielos,
María está como envuelta por toda la realidad de la comunión de los santos, y su misma
unión con el Hijo en la gloria está dirigida toda ella hacia la plenitud definitiva del
Reino, cuando «Dios sea todo en todas las cosas».
También en esta fase
la mediación materna de María sigue estando subordinada a aquel que es el único
Mediador, hasta la realización definitiva de la «plenitud de los tiempos», es decir,
hasta que «todo tenga a Cristo por Cabeza» (Ef 1, 10).
2. María en la vida de
la Iglesia y de cada cristiano
42. El Concilio
Vaticano II, siguiendo la Tradición, ha dado nueva luz sobre el papel de la Madre de
Cristo en la vida de la Iglesia. «La Bienaventurada Virgen, por el don ... de la
maternidad divina, con la que está unida al Hijo Redentor, y por sus singulares gracias y
dones, está unida también íntimamente a la Iglesia. La Madre de Dios es tipo de la
Iglesia, a saber: en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con
Cristo». (117) Ya hemos visto anteriormente como María permanece, desde el comienzo, con
los apóstoles a la espera de Pentecostés y como, siendo «feliz la que ha creído», a
través de las generaciones está presente en medio de la Iglesia peregrina mediante la fe
y como modelo de la esperanza que no desengaña (cf. Rm 5, 5).
María creyó que se
cumpliría lo que le había dicho el Señor. Como Virgen, creyó que concebiría y daría
a luz un hijo: el «Santo», al cual corresponde el nombre de «Hijo de Dios», el nombre
de «Jesús» (Dios que salva). Como esclava del Señor, permaneció perfectamente fiel a
la persona y a la misión de este Hijo. Como madre, «creyendo y obedeciendo, engendró en
la tierra al mismo Hijo del Padre, y esto sin conocer varón, cubierta con la sombra del
Espíritu Santo». (118)
Por estos motivos
María «con razón es honrada con especial culto por la Iglesia; ya desde los tiempos
más antiguos ... es honrada con el título de Madre de Dios, a cuyo amparo los fieles en
todos sus peligros y necesidades acuden con sus súplicas». (119) Este culto es del todo
particular: contiene en sí y expresa aquel profundo vínculo existente entre la Madre de
Cristo y la Iglesia. (120) Como virgen y madre, María es para la Iglesia un «modelo
perenne». Se puede decir, pues, que, sobre todo según este aspecto, es decir como modelo
o, más bien como «figura», María, presente en el misterio de Cristo, está también
constantemente presente en el misterio de la Iglesia. En efecto, también la Iglesia «es
llamada madre y virgen», y estos nombres tienen una profunda justificación bíblica y
teológica. (121)
43. La Iglesia «se
hace también madre mediante la palabra de Dios aceptada con fidelidad». (122) Igual que
María creyó la primera, acogiendo la palabra de Dios que le fue revelada en la
anunciación, y permaneciendo fiel a ella en todas sus pruebas hasta la Cruz, así la
Iglesia llega a ser Madre cuando, acogiendo con fidelidad la palabra de Dios, «por la
predicación y el bautismo engendra para la vida nueva e inmortal a los hijos concebidos
por el Espíritu Santo y nacidos de Dios». (123) Esta característica «materna» de la
Iglesia ha sido expresada de modo particularmente vigoroso por el Apóstol de las gentes,
cuando escribía: «íHijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver
a Cristo formado en vosotros!» (Ga 4, 19). En estas palabras de san Pablo está contenido
un indicio interesante de la conciencia materna de la Iglesia primitiva, unida al servicio
apostólico entre los hombres. Esta conciencia permitía y permite constantemente a la
Iglesia ver el misterio de su vida y de su misión a ejemplo de la misma Madre del Hijo,
que es el «primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8, 29).
Se puede afirmar que la
Iglesia aprende también de María la propia maternidad; reconoce la dimensión materna de
su vocación, unida esencialmente a su naturaleza sacramental, «contemplando su arcana
santidad e imitando su caridad, y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre». (124) Si
la Iglesia es signo e instrumento de la unión íntima con Dios, lo es por su maternidad,
porque, vivificada por el Espíritu, «engendra» hijos e hijas de la familia humana a una
vida nueva en Cristo. Porque, al igual que María está al servicio del misterio de la
encarnación, así la Iglesia permanece al servicio del misterio de la adopción como
hijos por medio de la gracia.
Al mismo tiempo, a
ejemplo de María, la Iglesia es la virgen fiel al propio esposo: «también ella es
virgen que custodia pura e íntegramente la fe prometida al Esposo». (125) La Iglesia es,
pues, la esposa de Cristo, como resulta de las cartas paulinas (cf. Ef 5, 21-33; 2 Co 11,
2) y de la expresión joánica «la esposa del Cordero» (Ap 21, 9). Si la Iglesia como
esposa custodia «la fe prometida a Cristo», esta fidelidad, a pesar de que en la
enseñanza del Apóstol se haya convertido en imagen del matrimonio (cf. Ef 5, 23-33),
posee también el valor tipo de la total donación a Dios en el celibato «por el Reino de
los cielos», es decir de la virginidad consagrada a Dios (cf. Mt 19, 11-12; 2 Cor 11, 2).
Precisamente esta virginidad, siguiendo el ejemplo de la Virgen de Nazaret, es fuente de
una especial fecundidad espiritual: es fuente de la maternidad en el Espíritu Santo.
Pero la Iglesia
custodia también la fe recibida de Cristo; a ejemplo de María, que guardaba y meditaba
en su corazón (cf. Lc 2, 19. 51) todo lo relacionado con su Hijo divino, está dedicada a
custodiar la Palabra de Dios, a indagar sus riquezas con discernimiento y prudencia con el
fin de dar en cada época un testimonio fiel a todos los hombres. (126)
44. Ante esta
ejemplaridad, la Iglesia se encuentra con María e intenta asemejarse a ella: «Imitando a
la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo conserva virginalmente la fe
íntegra, la sólida esperanza, la sincera caridad». (127)Por consiguiente, María está
presente en el misterio de la Iglesia como modelo. Pero el misterio de la Iglesia consiste
también en el hecho de engendrar a los hombres a una vida nueva e inmortal: es su
maternidad en el Espíritu Santo. Y aquí María no sólo es modelo y figura de la
Iglesia, sino mucho más. Pues, «con materno amor coopera a la generación y educación»
de los hijos e hijas de la madre Iglesia. La maternidad de la Iglesia se lleva a cabo no
sólo según el modelo y la figura de la Madre de Dios, sino también con su
«cooperación». La Iglesia recibe copiosamente de esta cooperación, es decir de la
mediación materna, que es característica de María, ya que en la tierra ella cooperó a
la generación y educación de los hijos e hijas de la Iglesia, como Madre de aquel Hijo
«a quien Dios constituyó como hermanos». (128)
En ello cooperó -como
enseña el Concilio Vaticano II- con materno amor. (129) Se descubre aquí el valor real
de las palabras dichas por Jesús a su madre cuando estaba en la Cruz: «Mujer, ahí
tienes a tu hijo» y al discípulo: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19, 26-27). Son
palabras que determinan el lugar de María en la vida de los discípulos de Cristo y
expresan -como he dicho ya- su nueva maternidad como Madre del Redentor: la maternidad
espiritual, nacida de lo profundo del misterio pascual del Redentor del mundo. Es una
maternidad en el orden de la gracia, porque implora el don del Espíritu Santo que suscita
los nuevos hijos de Dios, redimidos mediante el sacrificio de Cristo: aquel Espíritu que,
junto con la Iglesia, María ha recibido también el día de Pentecostés.
Esta maternidad suya ha
sido comprendida y vivida particularmente por el pueblo cristiano en el sagrado Banquete
-celebración litúrgica del misterio de la Redención-, en el cual Cristo, su verdadero
cuerpo nacido de María Virgen, se hace presente.
Con razón la piedad
del pueblo cristiano ha visto siempre un profundo vínculo entre la devoción a la
Santísima Virgen y el culto a la Eucaristía; es un hecho de relieve en la liturgia tanto
occidental como oriental, en la tradición de las Familias religiosas, en la
espiritualidad de los movimientos contemporáneos incluso los juveniles, en la pastoral de
los Santuarios marianos María guía a los fieles a la Eucaristía.
45. Es esencial a la
maternidad la referencia a la persona. La maternidad determina siempre una relación
única e irrepetible entre dos personas: la de la madre con el hijo y la del hijo con la
Madre. Aun cuando una misma mujer sea madre de muchos hijos, su relación personal con
cada uno de ellos caracteriza la maternidad en su misma esencia. En efecto, cada hijo es
engendrado de un modo único e irrepetible, y esto vale tanto para la madre como para el
hijo. Cada hijo es rodeado del mismo modo por aquel amor materno, sobre el que se basa su
formación y maduración en la humanidad.
Se puede afirmar que la
maternidad «en el orden de la gracia» mantiene la analogía con cuanto a en el orden de
la naturaleza» caracteriza la unión de la madre con el hijo. En esta luz se hace más
comprensible el hecho de que, en el testamento de Cristo en el Gólgota, la nueva
maternidad de su madre haya sido expresada en singular, refiriéndose a un hombre: «Ahí
tienes a tu hijo».
Se puede decir además
que en estas mismas palabras está indicado plenamente el motivo de la dimensión mariana
de la vida de los discípulos de Cristo; no sólo de Juan, que en aquel instante se
encontraba a los pies de la Cruz en companía de la Madre de su Maestro, sino de todo
discípulo de Cristo, de todo cristiano. El Redentor confía su madre al discípulo y, al
mismo tiempo, se la da como madre. La maternidad de María, que se convierte en herencia
del hombre, es un don: un don que Cristo mismo hace personalmente a cada hombre. El
Redentor confía María a Juan, en la medida en que confía Juan a María. A los pies de
la Cruz comienza aquella especial entrega del hombre a la Madre de Cristo, que en la
historia de la Iglesia se ha ejercido y expresado posteriormente de modos diversos. Cuando
el mismo apóstol y evangelista, después de haber recogido las palabras dichas por Jesús
en la Cruz a su Madre y a él mismo, añade: «Y desde aquella hora el discípulo la
acogió en su casa» (Jn 19, 27). Esta afirmación quiere decir con certeza que al
discípulo se atribuye el papel de hijo y que él cuidó de la Madre del Maestro amado. Y
ya que María fue dada como madre personalmente a él, la afirmación indica, aunque sea
indirectamente, lo que expresa la relación íntima de un hijo con la madre. Y todo esto
se encierra en la palabra «entrega». La entrega es la respuesta al amor de una persona
y, en concreto, al amor de la madre.
La dimensión mariana
de la vida de un discípulo de Cristo se manifiesta de modo especial precisamente mediante
esta entrega filial respecto a la Madre de Dios, iniciada con el testamento del Redentor
en el Gólgota. Entregándose filialmente a María, el cristiano, como el apóstol Juan,
«acoge entre sus cosas propias»á (130) a la Madre de Cristo y la introduce en todo el
espacio de su vida interior, es decir, en su «yo» humano y cristiano: «La acogió en su
casa» Así el cristiano, trata de entrar en el radio de acción de aquella «caridad
materna», con la que la Madre del Redentor «cuida de los hermanos de su Hijo», (131)
«a cuya generación y educación coopera»á (132) según la medida del don, propia de
cada uno por la virtud del Espíritu de Cristo. Así se manifiesta también aquella
maternidad según el espíritu, que ha llegado a ser la función de María a los pies de
la Cruz y en el cenáculo.
46. Esta relación
filial, esta entrega de un hijo a la Madre no sólo tiene su comienzo en Cristo, sino que
se puede decir que definitivamente se orienta hacia él. Se puede afirmar que María sigue
repitiendo a todos las mismas palabras que dijo en Caná de Galilea: «Haced lo que él os
diga». En efecto es él, Cristo, el único mediador entre Dios y los hombres; es él «el
Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 4, 6); es él a quien el Padre ha dado al mundo, para
que el hombre «no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). La Virgen de Nazaret
se ha convertido en la primera «testigo» de este amor salvífico del Padre y desea
permanecer también su humilde esclava siempre y por todas partes. Para todo cristiano y
todo hombre, María es la primera que «ha creído», y precisamente con esta fe suya de
esposa y de madre quiere actuar sobre todos los que se entregan a ella como hijos. Y es
sabido que cuanto más estos hijos perseveran en esta actitud y avanzan en la misma, tanto
más María les acerca a la «inescrutable riqueza de Cristo» (Ef 3, 8). E igualmente
ellos reconocen cada vez mejor la dignidad del hombre en toda su plenitud, y el sentido
definitivo de su vocación, porque «Cristo ... manifiesta plenamente el hombre al propio
hombre». (133)
Esta dimensión mariana
en la vida cristiana adquiere un acento peculiar respecto a la mujer y a su condición. En
efecto, la feminidad tiene una relación singular con la Madre del Redentor, tema que
podrá profundizarse en otro lugar. Aquí sólo deseo poner de relieve que la figura de
María de Nazaret proyecta luz sobre la mujer en cuanto tal por el mismo hecho de que
Dios, en el sublime acontecimiento de la encarnación del Hijo, se ha entregado al
ministerio libre y activo de una mujer. Por lo tanto, se puede afirmar que la mujer, al
mirar a María, encuentra en ella el secreto para vivir dignamente su feminidad y para
llevar a cabo su verdadera promoción. A la luz de María, la Iglesia lee en el rostro de
la mujer los reflejos de una belleza, que es espejo de los más altos sentimientos, de que
es capaz el corazón humano: la oblación total del amor, la fuerza que sabe resistir a
los más grandes dolores, la fidelidad sin límites, la laboriosidad infatigable y la
capacidad de conjugar la intuición penetrante con la palabra de apoyo y de estímulo.
47. Durante el Concilio
Pablo VI proclamó solemnemente que María es Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo
el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores». (134) Más tarde, el año
1968 en la Profesión de fe, conocida bajo el nombre de «Credo del pueblo de Dios»,
ratificó esta afirmación de forma aún más comprometida con las palabras «Creemos que
la Santísima Madre de Dios, nueva Eva, Madre de la Iglesia continúa en el cielo su
misión maternal para con los miembros de Cristo, cooperando al nacimiento y al desarrollo
de la vida divina en las almas de los redimidos». (135)
El magisterio del
Concilio ha subrayado que la verdad sobre la Santísima Virgen, Madre de Cristo,
constituye un medio eficaz para la profundización de la verdad sobre la Iglesia. El mismo
Pablo VI, tomando la palabra en relación con la Constitución Lumen gentium, recién
aprobada por el Concilio, dijo: «El conocimiento de la verdadera doctrina católica sobre
María será siempre la clave para la exacta comprensión del misterio de Cristo y de la
Iglesia». (136) María está presente en la Iglesia como Madre de Cristo y, a la vez,
como aquella Madre que Cristo, en el misterio de la redención, ha dado al hombre en la
persona del apóstol Juan. Por consiguiente, María acoge, con su nueva maternidad en el
Espíritu, a todos y a cada uno en la Iglesia, acoge también a todos y a cada uno por
medio de la Iglesia. En este sentido María, Madre de la Iglesia, es también su modelo.
En efecto, la Iglesia -como desea y pide Pablo VI- «encuentra en ella (María) la más
auténtica forma de la perfecta imitación de Cristo». (137)
Merced a este vínculo
especial, que une a la Madre de Cristo con la Iglesia, se aclara mejor el misterio de
aquella «mujer» que, desde los primeros capítulos del Libro del Génesis hasta el
Apocalipsis, acompaña la revelación del designio salvífico de Dios respecto a la
humanidad. Pues María, presente en la Iglesia como Madre del Redentor, participa
maternalmente en aquella «dura batalla contra el poder de las tinieblas»á (138) que se
desarrolla a lo largo de toda la historia humana. Y por esta identificación suya eclesial
con la «mujer vestida de sol» (Ap 12, 1), (139) se puede afirmar que «la Iglesia en la
Beatísima Virgen ya llegó a la perfección, por la que se presenta sin mancha ni
arruga»; por esto, los cristianos, alzando con fe los ojos hacia María a lo largo de su
peregrinación terrena, «aún se esfuerzan en crecer en la santidad». (140) María, la
excelsa hija de Sión, ayuda a todos los hijos -donde y como quiera que vivan- a encontrar
en Cristo el camino hacia la casa del Padre.
Por consiguiente, la
Iglesia, a lo largo de toda su vida, mantiene con la Madre de Dios un vínculo que
comprende, en el misterio salvífico, el pasado, el presente y el futuro, y la venera como
madre espiritual de la humanidad y abogada de gracia.
3. El sentido del Año
Mariano
48. Precisamente el
vínculo especial de la humanidad con esta Madre me ha movido a proclamar en la Iglesia,
en el período que precede a la conclusión del segundo Milenio del nacimiento de Cristo,
un Año Mariano. Una iniciativa similar tuvo lugar ya en el pasado, cuando Pío XII
proclamó el 1954 como Año Mariano, con el fin de resaltar la santidad excepcional de la
Madre de Cristo, expresada en los misterios de su Inmaculada Concepción (definida
exactamente un siglo antes) y de su Asunción a los cielos. (141)
Ahora, siguiendo la
línea del Concilio Vaticano II, deseo poner de relieve la especial presencia de la Madre
de Dios en el misterio de Cristo y de su Iglesia. Esta es, en efecto, una dimensión
fundamental que brota de la mariología del Concilio, de cuya clausura nos separan ya más
de veinte años. El Sínodo extraordinario de los Obispos, que se ha realizado el año
1985, ha exhortado a todos a seguir fielmente el magisterio y las indicaciones del
Concilio. Se puede decir que en ellos -Concilio y Sínodo- está contenido lo que el mismo
Espíritu Santo desea «decir a la Iglesia» en la presente fase de la historia.
En este contexto, el
Año Mariano deberá promover también una nueva y profunda lectura de cuanto el Concilio
ha dicho sobre la Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y
de la Iglesia, a la que se refieren las consideraciones de esta Encíclica. Se trata aquí
no sólo de la doctrina de fe, sino también de la vida de fe y, por tanto, de la
auténtica «espiritualidad mariana», considerada a la luz de la Tradición y, de modo
especial, de la espiritualidad a la que nos exhorta el Concilio. (142) Además, la
espiritualidad mariana, a la par de la devoción correspondiente, encuentra una fuente
riquísima en la experiencia histórica de las personas y de las diversas comunidades
cristianas, que viven entre los distintos pueblos y naciones de la tierra. A este
propósito, me es grato recordar, entre tantos testigos y maestros de la espiritualidad
mariana, la figura de san Luis María Grignion de Montfort, el cual proponía a los
cristianos la consagración a Cristo por manos de María, como medio eficaz para vivir
fielmente el compromiso del bautismo. (143) Observo complacido cómo en nuestros días no
faltan tampoco nuevas manifestaciones de esta espiritualidad y devoción.
49. Este Año
comenzará en la solemnidad de Pentecostés, el 7 de junio próximo. Se trata, pues, de
recordar no sólo que María «ha precedido» la entrada de Cristo Señor en la historia
de la humanidad, sino de subrayar además, a la luz de María, que desde el cumplimiento
del misterio de la Encarnación la historia de la humanidad ha entrado en la «plenitud de
los tiempos» y que la Iglesia es el signo de esta plenitud. Como Pueblo de Dios, la
Iglesia realiza su peregrinación hacia la eternidad mediante la fe, en medio de todos los
pueblos y naciones, desde el día de Pentecostés. La Madre de Cristo, que estuvo presente
en el comienzo del «tiempo de la Iglesia», cuando a la espera del Espíritu Santo rezaba
asiduamente con los apóstoles y los discípulos de su Hijo, «precede» constantemente a
la Iglesia en este camino suyo a través de la historia de la humanidad. María es
también la que, precisamente como esclava del Señor, coopera sin cesar en la obra de la
salvación llevada a cabo por Cristo, su Hijo.
Así, mediante este
Año Mariano, la Iglesia es llamada no sólo a recordar todo lo que en su pasado
testimonia la especial y materna cooperación de la Madre de Dios en la obra de la
salvación en Cristo Señor, sino además a preparar, por su parte, cara al futuro las
vías de esta cooperación, ya que el final del segundo Milenio cristiano abre como una
nueva perspectiva.
50. Como ya ha sido
recordado, también entre los hermanos separados muchos honran y celebran a la Madre del
Señor, de modo especial los Orientales. Es una luz mariana proyectada sobre el
ecumenismo. De modo particular, deseo recordar todavía que, durante el Año Mariano, se
celebrará el Milenio del bautismo de San Vladimiro, Gran Príncipe de Kiev (a. 988), que
dio comienzo al cristianismo en los territorios de la Rus' de entonces y, a continuación,
en otros territorios de Europa Oriental; y que por este camino, mediante la obra de
evangelización, el cristianismo se extendió también más allá de Europa, hasta los
territorios septentrionales del continente asiático. Por lo tanto, queremos,
especialmente a lo largo de este Año, unirnos en plegaria con cuantos celebran el Milenio
de este bautismo, ortodoxos y católicos, renovando y confirmando con el Concilio aquellos
sentimientos de gozo y de consolación porque «los orientales ... corren parejos con
nosotros por su impulso fervoroso y ánimo en el culto de la Virgen Madre de Dios». (144)
Aunque experimentamos todavía los dolorosos efectos de la separación, acaecida algunas
décadas más tarde (a. 1054), podemos decir que ante la Madre de Cristo nos sentimos
verdaderos hermanos y hermanas en el ámbito de aquel pueblo mesiánico, llamado a ser una
única familia de Dios en la tierra, como anunciaba ya al comienzo del Año Nuevo:
«Deseamos confirmar esta herencia universal de todos los hijos y las hijas de la
tierra». (145)
Al anunciar el año de
María, precisaba además que su clausura se realizará el año próximo en la solemnidad
de la Asunción de la Santísima Virgen a los cielos, para resaltar así «la señal
grandiosa en el cielo», de la que habla el Apocalipsis. De este modo queremos cumplir
también la exhortación del Concilio, que mira a María como a un «signo de esperanza
segura y de consuelo para el pueblo de Dios peregrinante». Esta exhortación la expresa
el Concilio con las siguientes palabras: «Ofrezcan los fieles súplicas insistentes a la
Madre de Dios y Madre de los hombres, para que ella, que estuvo presente en las primeras
oraciones de la Iglesia, ahora también, ensalzada en el cielo sobre todos los
bienaventurados y los ángeles, en la comunión de todos los santos, interceda ante su
Hijo, para que las familias de todos los pueblos, tanto los que se honran con el nombre
cristiano como los que aún ignoran al Salvador, sean felizmente congregados con paz y
concordia en un solo Pueblo de Dios, para gloria de la Santísima e individua Trinidad».
(146)
CONCLUSIÓN
51. Al final de la
cotidiana liturgia de las Horas se eleva, entre otras, esta invocación de la Iglesia a
María: «Salve, Madre soberana del Redentor, puerta del cielo siempre abierta, estrella
del mar; socorre al pueblo que sucumbe y lucha por levantarse, tú que para asombro de la
naturaleza has dado el ser humano a tu Creador».
«Para asombro de la
naturaleza». Estas palabras de la antífona expresan aquel asombro de la fe, que
acompaña el misterio de la maternidad divina de María. Lo acompaña, en cierto sentido,
en el corazón de todo lo creado y, directamente, en el corazón de todo el Pueblo de
Dios, en el corazón de la Iglesia. Cuán admirablemente lejos ha ido Dios, creador y
señor de todas las cosas, en la «revelación de sí mismo» al hombre. (147) Cuán
claramente ha superado todos los espacios de la infinita «ádistancia» que separa al
creador de la criatura. Si en sí mismo permanece inefable e inescrutable, más aún es
inefable e inescrutable en la realidad de la Encarnación del Verbo, que se hizo hombre
por medio de la Virgen de Nazaret.
Si El ha querido llamar
eternamente al hombre a participar de la naturaleza divina (cf. 2 P 1, 4), se puede
afirmar que ha predispuesto la «divinización» del hombre según su condición
histórica, de suerte que, después del pecado, está dispuesto a restablecer con gran
precio el designio eterno de su amor mediante la «humanización» del Hijo,
consubstancial a El. Todo lo creado y, más directamente, el hombre no puede menos de
quedar asombrado ante este don, del que ha llegado a ser partícipe en el Espíritu Santo:
«Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3, 16).
En el centro de este
misterio, en lo más vivo de este asombro de la fe, se halla María, Madre soberana del
Redentor, que ha sido la primera en experimentar: «tú que para asombro de la naturaleza
has dado el ser humano a tu Creador».
52. En la palabras de
esta antífona litúrgica se expresa también la verdad del «gran cambio», que se ha
verificado en el hombre mediante el misterio de la Encarnación. Es un cambio que
pertenece a toda su historia, desde aquel comienzo que se ha revelado en los primeros
capítulos del Génesis hasta el término último, en la perspectiva del fin del mundo,
del que Jesús no nos ha revelado «ni el día ni la hora» (Mt 25, 13). Es un cambio
incesante y continuo entre el caer y el levantarse, entre el hombre del pecado y el hombre
de la gracia y de la justicia. La liturgia, especialmente en Adviento, se coloca en el
centro neurálgico de este cambio, y toca su incesante «hoy y ahora», mientras exclama:
«Socorre al pueblo que sucumbe y lucha por levantarse».
Estas palabras se
refieren a todo hombre, a las comunidades, a las naciones y a los pueblos, a las
generaciones y a las épocas de la historia humana, a nuestros días, a estos años del
Milenio que está por concluir: «Socorre, sí, socorre al pueblo que sucumbe».
Esta es la invocación
dirigida a María, «santa Madre del Redentor», es la invocación dirigida a Cristo, que
por medio de María ha entrado en la historia de la humanidad. Año tras año, la
antífona se eleva a María, evocando el momento en el que se ha realizado este esencial
cambio histórico, que perdura irreversiblemente: el cambio entre el «caer» y el
«levantarse».
La humanidad ha hecho
admirables descubrimientos y ha alcanzado resultados prodigiosos en el campo de la ciencia
y de la técnica, ha llevado a cabo grandes obras en la vía del progreso y de la
civilización, y en épocas recientes se diría que ha conseguido acelerar el curso de la
historia. Pero el cambio fundamental, cambio que se puede definir «original», acompaña
siempre el camino del hombre y, a través de los diversos acontecimientos históricos,
acompaña a todos y a cada uno. Es el cambio entre el «caer» y el «levantarse», entre
la muerte y la vida. Es también un constante desafío a las conciencias humanas, un
desafío a toda la conciencia histórica del hombre: el desafío a seguir la vía del «no
caer» en los modos siempre antiguos y siempre nuevos, y del «levantarse», si ha caído.
Mientras con toda la
humanidad se acerca al confín de los dos Milenios, la Iglesia, por su parte, con toda la
comunidad de los creyentes y en unión con todo hombre de buena voluntad, recoge el gran
desafío contenido en las palabras de la antífona sobre el «pueblo que sucumbe y lucha
por levantarse» y se dirige conjuntamente al Redentor y a su Madre con la invocación
«Socorre». En efecto, la Iglesia ve -y lo confirma esta plegaria- a la Bienaventurada
Madre de Dios en el misterio salvífico de Cristo y en su propio misterio; la ve
profundamente arraigada en la historia de la humanidad, en la eterna vocación del hombre
según el designio providencial que Dios ha predispuesto eternamente para él; la ve
maternalmente presente y partícipe en los múltiples y complejos problemas que acompañan
hoy la vida de los individuos, de las familias y de las naciones; la ve socorriendo al
pueblo cristiano en la lucha incesante entre el bien y el mal, para que «no caiga» o, si
cae, «se levante».
Deseo fervientemente
que las reflexiones contenidas en esta Encíclica ayuden también a la renovación de esta
visión en el corazón de todos los creyentes.
Como Obispo de Roma,
envío a todos, a los que están destinadas las presentes consideraciones, el beso de la
paz, el saludo y la bendición en nuestro Señor Jesucristo. Así sea.
Dado en Roma, junto a
san Pedro, el 25 de marzo, solemnidad de la Anunciación del Señor del año 1987, noveno
de mi pontificado.
Joannes Paulus PP. II.
94. Conc. Ecum. Vat.
II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 60.
95. Ibid., 60.
96. Cf. la fórmula de
mediadora «ad Mediatorem» de S. Bernardo, In Dominica infra oct. Assumptionis Sermo, 2:
S. Bernardi Opera, V, 1968, 263. María como puro espejo remite al Hijo toda gloria y
honor que recibe: Id., In Nativitate B. Mariae Sermo-De aquaeductu, 12: ed. cit. , 283.
97. Conc. Ecum. Vat.
II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 62.
98. Ibid., 62.
99. Ibid., 61.
100. Ibid., 62.
101. Ibid., 61
102. Ibid., 61
103. Ibid., 62.
104. Ibid., 62.
105. Ibid., 62;
también en su oración la Iglesia reconoce y celebra la «función materna» de María,
función «de intercesión y perdón, de impetración y gracia, de reconciliación y paz»
(cf. prefacio de la Misa de la Bienaventurada Virgen María, Madre y Mediadora de gracia,
en Collectio Missarum de Beata Maria Virgine, ed. typ. 1987, I, 120.
106. Ibid., 62.
107. Ibid., 62; S. Juan
Damasceno, Hom. in Dormitionem, I, 11; II, 2, 14: S. Ch. 80, 111 s.; 127-131; 157-161;
181-185; S. Bernardo, In Assumptione Beatae Mariae Sermo, 1-2: S Bernardi Opera, V, 1968,
228-238.
108. Const. dogm. sobre
la Iglesia Lumen gentium, 59; cf. Pío XII, Const. Apost. Munificentissimus Deus (1 de
noviembre de 1950): AAS 42 (1950) 769¡771; S. Bernardo presenta a María inmersa en el
esplendor de la gloria del Hijo: In Dominica infra oct. Assumptionis Sermo, 3: S. Bernardi
Opera, V, 1968, 263 s.
109. Conc. Ecum. Vat.
II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 53.
110. Sobre este aspecto
particular de la mediación de María como impetradora de clemencia ante el Hijo Juez, cf.
S. Bernardo, In Dominica infra oct. Assumptionis Sermo, 1-2: S. Bernardi Opera, V, 1968,
262 s.; León XIII, Cart. Enc. Octobri mense (22 de septiembre de 1891): Acta Leonis, XI,
299-315.
111. Const. dogm. sobre
la Iglesia Lumen gentium, 55.
112. Ibid., 59.
113. Ibid., 36.
114. Ibid., 36.
115. A propósito de
María Reina, cf. S. Juan Damasceno, Hom. in Nativitatem, 6, 12; Hom. in Dormitionem, I,
2, 12, 14; II, 11; III, 4: S. Ch. 80, 59 s.; 77 s.; 83 s.; 113 s.; 117; 151 s.; 189-193.
116. Conc. Ecum. Vat.
II, Const. sobre la Iglesia Lumen gentium, 62
117. Ibid., 63.
118. Ibid., 63.
119. Ibid., 66.
120. Cf. S. Ambrosio,
De Institutione Virginis, XIV, 88-89: PL 16, 341; S. Agustín, Sermo 215, 4: PL 38, 1074;
De Sancta Virginitate, II, 2; V, 5; VI, 6: PL 40, 397; 398 s.; 399; Sermo 191, II, 3: PL
38, 1010 s.
121. Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen Gentium, 63.
122. Ibid., 64.
123. Ibid., 64.
124. Ibid., 64.
125. Ibid., 64.
126. Conc. Ecum. Vat.
II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 64.
127. Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, 8; S. Buenaventura, Comment.
in Evang. Lucae, Ad Claras Aquas, VII, 53, n. 40; 68, n. 109.
128. Ibid., 63.
129. Ibid., 63.
130. Como es bien
sabido, en el texto griego la expresión «eis ta ídia» supera el límite de una acogida
de María por parte del discípulo, en el sentido del mero alojamiento material y de la
hospitalidad en su casa; quiere indicar más bien una comunión de vida que se establece
entre los dos en base a las palabras de Cristo agonizante. Cf. S. Agustín, In Ioan.
Evang. tract. 119, 3: CCL 36, 659: «La tomó consigo, no en sus heredades, porque no
poseía nada propio, sino entre sus obligaciones que atendía con premura».
131. Conc. Ecum. Vat.
II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 62.
132. Ibid., 63.
133. Conc. Ecum. Vat
II, Const past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et Spes, 22.
134. Cf. Pablo VI,
Discurso del 21 de noviembre de 1964: AAS 56 (1964) 1015.
135. Pablo VI, Solemne
Profesión de Fe (30 de junio de 1968), 15: AAS 60 (1968) 438 s.
136. Pablo VI, Discurso
del 21 de noviembre de 1964: AAS 56 (1964) 1015.
137. Ibid., 1016.
138. Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 37.
139. Cf. S. Bernardo,
In Dominica infra oct. Assumptionis Sermo: S. Bernardi Opera, V, 1968, 262-274.
140. Conc. Ecum. Vat.
II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 65.
141. Cf. Cart. Enc.
Fulgens corona (8 de septiembre de 1953): AAS 45 (1953) 577-592. Pío X con la Cart. Enc.
Ad diem illum (2 de febrero de 1904), con ocasión del 50 aniversario de la definición
dogmática de la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María, había
proclamado un Jubileo extraordinario de algunos meses de duración: Pii X P. M. Acta, I,
147-166.
142. Cf. Const. dogm.
sobre la Iglesia Lumen gentium, 66-67.
143. Cf. S. Luis María
Grignion de Montfort, Traité de la vraie dévotion á la sainte Vierge. Junto a este
Santo se puede colocar también la figura de S. Alfonso María de Ligorio, cuyo segundo
centenario de su muerte se conmemora este año: cf. entre sus obras, Las glorias de
María.
144. Const. dogm. sobre
la Iglesia Lumen gentium , 69.
145. Homilía del 1 de
enero de 1987.
146. Const. dogm. sobre
la Iglesia Lumen Gentium, 69.
147. Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, 2: «Por esta revelación
Dios invisible habla a los hombres como amigo, movido por su gran amor y mora con ellos
para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía». |