DOMINUM ET VIVIFICANTEM



INTRODUCCIÓN

I Parte

EL ESPÍRITU DEL PADRE Y DEL HIJO
DADO A LA IGLESIA

1. Promesa y revelación de Jesús durante la Cena   pascual
2. Padre, Hijo y Espíritu Santo
3. La donación salvífica de Dios por el Espíritu Santo
4. El Mesías ungido con el Espíritu Santo
5. Jesús de Nazaret «elevado» por el Espíritu Santo
6. Cristo resucitado dice: «Recibid el Espíritu Santo»
7. El Espíritu Santo y la era de la Iglesia


1. La Iglesia profesa su fe en el Espíritu Santo que es «Señor y dador de vida». Así lo profesa el Símbolo de la Fe, llamado nicenoconstantinopolitano por el nombre de los dos Concilios --Nicea (a. 325) y Constantinopla (a. 381)--, en los que fue formulado o promulgado. En ellos se añade también que el Espíritu Santo «habló por los profetas». Son palabras que la Iglesia recibe de la fuente misma de su fe, Jesucristo. En efecto, según el Evangelio de Juan, el Espíritu Santo nos es dado con la nueva vida, como anuncia y promete Jesús el día grande de la fiesta de los Tabernáculos: «" Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que cree en mí ", como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de agua viva». 1 Y el evangelista explica: «Esto decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él». 2 Es el mismo símil del agua usado por Jesús en su coloquio con la Samaritana, cuando habla de una «fuente de agua que brota para la vida eterna», 3 y en el coloquio con Nicodemo, cuando anuncia la necesidad de un nuevo nacimiento «de agua y de Espíritu» para «entrar en el Reino de Dios». 4

La Iglesia, por tanto, instruida por la palabra de Cristo, partiendo de la experiencia de Pentecostés y de su historia apostólica, proclama desde el principio su fe en el Espíritu Santo, como aquél que es dador de vida, aquél en el que el inescrutable Dios uno y trino se comunica a los hombres, constituyendo en ellos la fuente de vida eterna.

2. Esta fe, profesada ininterrumpidamente por la Iglesia, debe ser siempre fortalecida y profundizada en la conciencia del Pueblo de Dios. Durante el último siglo esto ha sucedido varias veces; desde León XIII, que publicó la Encíclica Divinum illud munus (a. 1897) dedicada enteramente al Espíritu Santo, pasando por Pío XII, que en la Encíclica Mystici Corporis (a. 1943) se refirió al Espíritu Santo como principio vital de la Iglesia, en la cual actúa conjuntamente con Cristo, Cabeza del Cuerpo Místico, 5 hasta el Concilio Ecuménico Vaticano II, que ha hecho sentir la necesidad de una nueva profundización de la doctrina sobre el Espíritu Santo, como subrayaba Pablo VI: «A la cristología y especialmente a la eclesiología del Concilio debe suceder un estudio nuevo y un culto nuevo del Espíritu Santo, justamente como necesario complemento de la doctrina conciliar». 6

En nuestra época, pues, estamos de nuevo llamados, por la fe siempre antigua y siempre nueva de la Iglesia, a acercarnos al Espíritu Santo que es dador de vida. Nos ayuda a ello y nos estimula también la herencia común con las Iglesias orientales, las cuales han custodiado celosamente las riquezas extraordinarias de las enseñanzas de los Padres sobre el Espíritu Santo. También por esto podemos decir que uno de los acontecimientos eclesiales más importantes de los últimos años ha sido el XVI centenario del I Concilio de Constantinopla, celebrado contemporáneamente en Constantinopla y en Roma en la solemnidad de Pentecostés del 1981. El Espíritu Santo ha sido comprendido mejor en aquella ocasión, mientras se meditaba sobre el misterio de la Iglesia, como aquél que indica los caminos que llevan a la unión de los cristianos, más aún, como la fuente suprema de esta unidad, que proviene de Dios mismo y a la que San Pablo dio una expresión particular con las palabras con que frecuentemente se inicia la liturgia eucarística: «La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo esté con todos vosotros». 7

De esta exhortación han partido, en cierto modo, y en ella se han inspirado las precedentes Encíclicas Redemptor hominis y Dives in misericordia, las cuales celebran el hecho de nuestra salvación realizada en el Hijo, enviado por el Padre al mundo, «para que el mundo se salve por él» 8 y «toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre». 9 De esta misma exhortación arranca ahora la presente Encíclica sobre el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria: él es una Persona divina que está en el centro de la fe cristiana y es la fuente y fuerza dinámica de la renovación de la Iglesia. 10 Esta Encíclica arranca de la herencia profunda del Concilio. En efecto, los textos conciliares, gracias a su enseñanza sobre la Iglesia en sí misma y sobre la Iglesia en el mundo, nos animan a penetrar cada vez más en el misterio trinitario de Dios, siguiendo el itinerario evangélico, patrístico v litúrgico: al Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo.

De este modo la Iglesia responde también a ciertos deseos profundos, que trata de vislumbrar en el corazón de los hombres de hoy: un nuevo descubrimiento de Dios en su realidad trascendente de Espíritu infinito, como lo presenta Jesús a la Samaritana; la necesidad de adorarlo «en espíritu y verdad»; 11 la esperanza de encontrar en él el secreto del amor y la fuerza de una «creación nueva»: 12 sí, precisamente aquél que es dador de vida.

La Iglesia se siente llamada a esta misión de anunciar el Espíritu mientras, junto con la familia humana, se acerca al final del segundo milenio después de Cristo. En la perspectiva de un cielo y una tierra que «pasarán», la Iglesia sabe bien que adquieren especial elocuencia las «palabras que no pasarán». 13 Son las palabras de Cristo sobre el Espíritu Santo, fuente inagotable del «agua que brota para vida eterna», 14 que es verdad y gracia salvadora. Sobre estas palabras quiere reflexionar y hacia ellas quiere llamar la atención de los creyentes y de todos los hombres, mientras se prepara a celebrar --como se dirá más adelante-- el gran Jubileo que señalará el paso del segundo al tercer milenio cristiano.

Naturalmente, las consideraciones que siguen no pretenden examinar de modo exhaustivo la riquísima doctrina sobre el Espíritu Santo, ni privilegiar alguna solución sobre cuestiones todavía abiertas. Tienen como objetivo principal desarrollar en la Iglesia la conciencia de que en ella «el Espíritu Santo la impulsa a cooperar para que se cumpla el designio de Dios, quien constituyó a Cristo principio de salvación para todo el mundo». 15

 

I Parte

EL ESPÍRITU DEL PADRE Y DEL HIJO
DADO A LA IGLESIA

 

1. Promesa y revelación de Jesús durante la Cena pascual

3.Cuando ya era inminente para Jesús el momento de dejar este mundo, anunció a los apóstoles «otro Paráclito». 16 El evangelista Juan, que estaba presente, escribe que Jesús, durante la Cena pascual anterior al día de su pasión y muerte, se dirigió a ellos con estas palabras: «Todo lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo... y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad». 17

Precisamente a este Espíritu de la verdad Jesús lo llama el Paráclito, y Parákletos quiere decir «consolador», y también «intercesor» o «abogado». Y dice que es «otro» Paráclito, el segundo, porque él mismo, Jesús, es el primer Paráclito, 18 al ser el primero que trae y da la Buena Nueva. El Espíritu Santo viene después de él y gracias a él, para continuar en el mundo, por medio de la Iglesia, la obra de la Buena Nueva de salvación. De esta continuación de su obra por parte del Espíritu Santo Jesús habla más de una vez durante el mismo discurso de despedida, preparando a los apóstoles, reunidos en el Cenáculo, para su partida, es decir, su pasión y muerte en Cruz.

Las palabras, a las que aquí nos referimos, se encuentran en el Evangelio de Juan. Cada una de ellas añade algún contenido nuevo a aquel anuncio y a aquella promesa. Al mismo tiempo, están simultáneamente relacionadas entre sí no sólo por la perspectiva de los mismos acontecimientos, sino también por la perspectiva del misterio del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que quizás en ningún otro pasaje de la Sagrada Escritura encuentran una expresión tan relevante como ésta.

4.Poco después del citado anuncio, añade Jesús: «Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo he dicho». 19 El Espíritu Santo será el Consolador de los apóstoles y de la Iglesia, siempre presente en medio de ellos --aunque invisible-- como maestro de la misma Buena Nueva que Cristo anunció. Las palabras «enseñará» y «recordará» significan no sólo que el Espíritu, a su manera, seguirá inspirando la predicación del Evangelio de salvación, sino que también ayudará a comprender el justo significado del contenido del mensaje de Cristo, asegurando su continuidad e identidad de comprensión en medio de las condiciones y circunstancias mudables. El Espíritu Santo, pues, hará que en la Iglesia perdure siempre la misma verdad que los apóstoles oyeron de su Maestro.

5. Los apóstoles, al transmitir la Buena Nueva, se unirán particularmente al Espíritu Santo. Así sigue hablando Jesús: «Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí. Pero también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio». 20

Los apóstoles fueron testigos directos y oculares. «Oyeron» y «vieron con sus propios ojos», «miraron» e incluso «tocaron con sus propias manos» a Cristo, como se expresa en otro pasaje el mismo evangelista Juan. 21 Este testimonio suyo humano, ocular e «histórico» sobre Cristo se une al testimonio del Espíritu Santo: «El dará testimonio de mí». En el testimonio del Espíritu de la verdad encontrará el supremo apoyo el testimonio humano de los apóstoles. Y luego encontrará también en ellos el fundamento interior de su continuidad entre las generaciones de los discípulos y de los confesores de Cristo, que se sucederán en los siglos posteriores.

Si la revelación suprema y más completa de Dios a la humanidad es Jesucristo mismo, el testimonio del Espíritu de la verdad inspira, garantiza y corrobora su fiel transmisión en la predicación y en los escritos apostólicos, 22 mientras que el testimonio de los apóstoles asegura su expresión humana en la Iglesia y en la historia de la humanidad.

6.Esto se deduce también de la profunda correlación de contenido y de intención con el anuncio y la promesa mencionada, que se encuentra en las palabras sucesivas del texto de Juan: «Mucho podría deciros aún, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo que ha de venir». 23

Con estas palabras Jesús presenta el Paráclito, el Espíritu de la verdad, como el que «enseñará» y «recordará», como el que «dará testimonio» de él; luego dice: «Os guiará hasta la verdad completa». Este «guiar hasta la verdad completa», con referencia a lo que dice a los apóstoles «pero ahora no podéis con ello», está necesariamente relacionado con el anonadamiento de Cristo por medio de la pasión y muerte de Cruz, que entonces, cuando pronunciaba estas palabras, era inminente.

Después, sin embargo, resulta claro que aquel «guiar hasta la verdad completa» se refiere también, además del escándalo de la cruz, a todo lo que Cristo «hizo y enseñó». 24 En efecto, el misterio de Cristo en su globalidad exige la fe ya que ésta introduce oportunamente al hombre en la realidad del misterio revelado. El «guiar hasta la verdad completa» se realiza, pues en la fe y mediante la fe, lo cual es obra del Espíritu de la verdad y fruto de su acción en el hombre. El Espíritu Santo debe ser en esto la guía suprema del hombre y la luz del espíritu humano. Esto sirve para los apóstoles, testigos oculares, que deben llevar ya a todos los hombres el anuncio de lo que Cristo «hizo y enseñó» y, especialmente, el anuncio de su Cruz y de su Resurrección. En una perspectiva más amplia esto sirve también para todas las generaciones de discípulos y confesores del Maestro, ya que deberán aceptar con fe y confesar con lealtad el misterio de Dios operante en la historia del hombre, el misterio revelado que explica el sentido definitivo de esa misma historia.

7. Entre el Espíritu Santo y Cristo subsiste, pues, en la economía de la salvación una relación íntima por la cual el Espíritu actúa en la historia del hombre como «otro Paráclito», asegurando de modo permanente la trasmisión y la irradiación de la Buena Nueva revelada por Jesús de Nazaret. Por esto, resplandece la gloria de Cristo en el Espíritu Santo-Paráclito, que en el misterio y en la actividad de la Iglesia continúa incesantemente la presencia histórica del Redentor sobre la tierra y su obra salvífica, como lo atestiguan las siguientes palabras de Juan: «El me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo comunicará a vosotros». 25 Con estas palabras se confirma una vez más todo lo que han dicho los enunciados anteriores. «Enseñará ..., recordará ..., dará testimonio». La suprema y completa autorrevelación de Dios, que se ha realizado en Cristo, atestiguada por la predicación de los Apóstoles, sigue manifestándose en la Iglesia mediante la misión del Paráclito invisible, el Espíritu de la verdad. Cuán íntimamente esta misión esté relacionada con la misión de Cristo y cuán plenamente se fundamente en ella misma, consolidando y desarrollando en la historia sus frutos salvíficos, está expresado con el verbo «recibir»: «recibirá de lo mío y os lo comunicará». Jesús para explicar la palabra «recibirá», poniendo en clara evidencia la unidad divina y trinitaria de la fuente, añade: «Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho: Recibirá de lo mío y os lo comunicará a vosotros». 26 Tomando de lo «mío», por eso mismo recibirá de «lo que es del Padre».

A la luz pues de aquel «recibirá» se pueden explicar todavía las otras palabras significativas sobre el Espíritu Santo, pronunciadas por Jesús en el Cenáculo antes de la Pascua: «Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré; y cuando él venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio». 27 Convendrá dedicar todavía a estas palabras una reflexión aparte.

 

2. Padre, Hijo y Espíritu Santo

8. Una característica del texto joánico es que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son llamados claramente Personas; la primera es distinta de la segunda y de la tercera, y éstas también lo son entre sí. Jesús habla del Espíritu Paráclito usando varias veces el pronombre personal «él»; y al mismo tiempo, en todo el discurso de despedida, descubre los lazos que unen recíprocamente al Padre, al Hijo y al Paráclito. Por tanto, «el Espíritu ... procede del Padre» 28 y el Padre «dará» el Espíritu. 29 El Padre «enviará» el Espíritu en nombre del Hijo, 30 el Espíritu «dará testimonio» del Hijo. 31 El Hijo pide al Padre que envíe el Espíritu Paráclito, 32 pero afirma y promete, además, en relación con su «partida» a través de la Cruz: «Si me voy, os lo enviaré».33 Así pues, el Padre envía el Espíritu Santo con el poder de su paternidad, igual que ha enviado al Hijo, 34 y al mismo tiempo lo envía con la fuerza de la redención realizada por Cristo; en este sentido el Espíritu Santo es enviado también por el Hijo: «os lo enviaré».

Conviene notar aquí que si todas las demás promesas hechas en el Cenáculo anunciaban la venida del Espíritu Santo después de la partida de Cristo, la contenida en el texto de Juan comprende y subraya claramente también la relación de interdependencia, que se podría llamar causal, entre la manifestación de ambos: «Pero si me voy, os le enviaré». El Espíritu Santo vendrá cuando Cristo se haya ido por medio de la Cruz; vendrá no sólo después, sino como causa de la redención realizada por Cristo, por voluntad y obra del Padre.

9. Así, en el discurso pascual de despedida se llega --puede decirse-- al culmen de la revelación trinitaria. Al mismo tiempo, nos encontramos ante unos acontecimientos definitivos y unas palabras supremas, que al final se traducirán en el gran mandato misional dirigido a los apóstoles y, por medio de ellos, a la Iglesia: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes», mandato que encierra, en cierto modo, la fórmula trinitaria del bautismo: «bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». 35 Esta fórmula refleja el misterio íntimo de Dios y de su vida divina, que es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, divina unidad de la Trinidad. Se puede leer este discurso como una preparación especial a esta fórmula trinitaria, en la que se expresa la fuerza vivificadora del Sacramento que obra la participación en la vida de Dios uno y trino, porque da al hombre la gracia santificante como don sobrenatural. Por medio de ella éste es llamado y hecho «capaz» de participar en la inescrutable vida de Dios.

10. Dios, en su vida íntima, «es amor», 36 amor esencial, común a las tres Personas divinas. EL Espíritu Santo es amor personal como Espíritu del Padre y del Hijo. Por esto «sondea hasta las profundidades de Dios», 37 como Amor-don increado. Puede decirse que en el Espíritu Santo la vida íntima de Dios uno y trino se hace enteramente don, intercambio del amor recíproco entre las Personas divinas, y que por el Espíritu Santo Dios «existe» como don. El Espíritu Santo es pues la expresión personal de esta donación, de este ser-amor. 38 Es Persona-amor. Es Persona-don. Tenemos aquí una riqueza insondable de la realidad y una profundización inefable del concepto de persona en Dios, que solamente conocemos por la Revelación. Al mismo tiempo, el Espíritu Santo, consustancial al Padre y al Hijo en la divinidad, es amor y don (increado) del que deriva como de una fuente (fons vivus) toda dádiva a las criaturas (don creado): la donación de la existencia a todas las cosas mediante la creación; la donación de la gracia a los hombres mediante toda la economía de la salvación. Como escribe el apóstol Pablo: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado». 39

 

3. La donación salvífica de Dios por el Espíritu Santo

11. El discurso de despedida de Cristo durante la Cena pascual se refiere particularmente a este «dar» y «darse» del Espíritu Santo. En el Evangelio de Juan se descubre la «lógica» más profunda del misterio salvífico contenido en el designio eterno de Dios como expansión de la inefable comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Es la «lógica» divina, que del misterio de la Trinidad lleva al misterio de la Redención del mundo por medio de Jesucristo. La Redención realizada por el Hijo en el ámbito de la historia terrena del hombre --realizada por su «partida» a través de la Cruz y Resurrección-- es al mismo tiempo, en toda su fuerza salvífica, transmitida al Espíritu Santo: que «recibirá de lo mío». 40 Las palabras del texto joánico indican que, según el designio divino, la «partida» de Cristo es condición indispensable del «envío» y de la venida del Espíritu Santo, indican que entonces comienza la nueva comunicación salvífica por el Espíritu Santo.

12. Es un nuevo inicio en relación con el primero, --inicio originario de la donación salvífica de Dios-- que se identifica con el misterio de la creación. Así leemos ya en las primeras páginas del libro del Génesis: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra ... y el Espíritu de Dios (ruah Elohim) aleteaba por encima de las aguas». 41 Este concepto bíblico de creación comporta no sólo la llamada del ser mismo del cosmos a la existencia, es decir, el dar la existencia, sino también la presencia del Espíritu de Dios en la creación, o sea, el inicio de la comunicación salvífica de Dios a las cosas que crea. Lo cual es válido ante todo para el hombre, que ha sido creado a imagen y semejanza de Dios: «Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra». 42 «Hagamos»,»se puede considerar que el plural, que el Creador usa aquí hablando de sí mismo, sugiera ya de alguna manera el misterio trinitario, la presencia de la Trinidad en la obra de la creación del hombre? El lector cristiano, que conoce ya la revelación de este misterio, puede también descubrir su reflejo en estas palabras. En cualquier caso, el contexto nos permite ver en la creación del hombre el primer inicio de la donación salvífica de Dios a la medida de su «imagen y semejanza», que ha concedido al hombre.

13. Parece, pues, que las palabras pronunciadas por Jesús en el discurso de despedida deben ser leídas también con referencia a aquel «inicio» tan lejano, pero fundamental, que conocemos por el Génesis. «Si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré». Cristo, describiendo su «partida» como condición de la «venida» del Paráclito, une el nuevo inicio de la comunicación salvífica de Dios por el Espíritu Santo con el misterio de la Redención. Este es un nuevo inicio, ante todo porque entre el primer inicio y toda la historia del hombre, --empezando por la caída original--, se ha interpuesto el pecado, que es contrario a la presencia del Espíritu de Dios en la creación y es, sobre todo, contrario a la comunicación salvífica de Dios al hombre. Escribe San Pablo que, precisamente a causa del pecado, «la creación ... fue sometida a la vanidad... gimiendo hasta el presente y sufre dolores de parto» y «desea vivamente la revelación de los hijos de Dios». 43

14. Por eso Jesucristo dice en el Cenáculo: «Os conviene que yo me vaya»; «Si me voy, os lo enviaré» 44. La «partida» de Cristo a través de la Cruz tiene la fuerza de la Redención; y esto significa también una nueva presencia del Espíritu de Dios en la creación: el nuevo inicio de la comunicación de Dios al hombre por el Espíritu Santo. «La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: exclamdownAbbá Padre!», escribe el apóstol Pablo en la Carta a los Gálatas. 45 El Espíritu Santo es el Espíritu del Padre, como atestiguan las palabras del discurso de despedida en el Cenáculo. Es, al mismo tiempo, el Espíritu del Hijo: es el Espíritu de Jesucristo, como atestiguarán los apóstoles y especialmente Pablo de Tarso. 46 Con el envío de este Espíritu «a nuestros corazones» comienza a cumplirse lo que «la creación desea vivamente», como leemos en la Carta a los Romanos.

El Espíritu viene a costa de la «partida» de Cristo. Si esta «partida» causó la tristeza de los apóstoles, 47 y ésta debía llegar a su culmen en la pasión y muerte del Viernes Santo, a su vez esta «tristeza se convertirá en gozo». 48 En efecto, Cristo insertará en su «partida» redentora la gloria de la resurrección y de la ascensión al Padre. Por tanto la tristeza, a través de la cual aparece el gozo, es la parte que toca a los apóstoles en el marco de la «partida» de su Maestro, una partida «conveniente», porque gracias a ella vendría otro «Paráclito». 49 A costa de la Cruz redentora y por la fuerza de todo el misterio pascual de Jesucristo, el Espíritu Santo viene para quedar se desde el día de Pentecostés con los Apóstoles, para estar con la Iglesia y en la Iglesia y, por medio de ella, en el mundo. De este modo se realiza definitivamente aquel nuevo inicio de la comunicación de Dios uno y trino en el Espíritu Santo por obra de Jesucristo, Redentor del Hombre y del mundo.

 

4. El Mesías ungido con el Espíritu Santo

15. Se realiza así completamente la misión del Mesías, que recibió la plenitud del Espíritu Santo para el Pueblo elegido de Dios y para toda la humanidad. «Mesías» literalmente significa «Cristo», es decir «ungido»; y en la historia de la salvación significa «ungido con el Espíritu Santo». Esta era la tradición profética del Antiguo Testamento. Siguiéndola, Simón Pedro dirá en casa de Cornelio: «Vosotros sabéis lo sucedido en toda Judea ... después que Juan predicó el bautismo; como Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder». 50 Desde estas palabras de Pedro y otras muchas parecidas 51 conviene remontarse ante todo a la profecía de Isaías, llamada a veces «el quinto evangelio» o bien el «evangelio del Antiguo Testamento». Aludiendo a la venida de un personaje misterioso, que la revelación neotestamentaria identificará con Jesús, Isaías relaciona la persona y su misión con una acción especial del Espíritu de Dios, Espíritu del Señor. Dice así el Profeta:
«Saldrá un vástago del tronco de Jesé
y un retoño de sus raíces brotará.
Reposará sobre él el espíritu del Señor:
espíritu de sabiduría e inteligencia,
espíritu de consejo y fortaleza,
espíritu de ciencia y de temor del Señor.

Y le inspirará en el temor del Señor». 52

Este texto es importante para toda la pneumatología del Antiguo Testamento, porque constituye como un puente entre el antiguo concepto bíblico de «espíritu», entendido ante todo como «aliento carismático», y el «Espíritu» como persona y como don, don para la persona. El Mesías de la estirpe de David («del tronco de Jesé») es precisamente aquella persona sobre la que «se posará» el Espíritu del Señor. Es obvio que en este caso todavía no se puede hablar de la revelación del Paráclito; sin embargo, con aquella alusión velada a la figura del futuro Mesías se abre, por decirlo de algún modo, la vía sobre la que se prepara la plena revelación del Espíritu Santo en la unidad del misterio trinitario, que se manifestará finalmente en la Nueva Alianza.

16. El Mesías es precisamente esta vía. En la Antigua Alianza la unción era un símbolo externo del don del Espíritu. El Mesías (mucho más que cualquier otro personaje ungido en la Antigua Alianza) es el único gran Ungido por Dios mismo. Es el Ungido en el sentido de que posee la plenitud del Espíritu de Dios. El mismo será también el mediador al conceder este Espíritu a todo el Pueblo. En efecto, dice el Profeta con estas palabras:

«El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto que me ha ungido el Señor. A anunciar la buena nueva a los pobres me ha a enviado, a vendar los corazones rotos; a pregonar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad; a pregonar año de gracia del Señor».53 El Ungido es también enviado «con el Espíritu del Señor». «Ahora el Señor Dios me envía con su espíritu».54

Según el libro de Isaías, el Ungido y el Enviado junto con el Espíritu del Señor es también el Siervo elegido del Señor, sobre el que se posa el Espíritu de Dios:

«He aquí a mi siervo a quien sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre él». 55

Se sabe que el Siervo del Señor es presentado en el Libro de Isaías como el verdadero varón de dolores: el Mesías doliente por los pecados del mundo. 56 Y a la vez es precisamente aquél cuya misión traerá verdaderos frutos de salvación para toda la humanidad:

«Dictará ley a las naciones ...»; 57 y será «alianza del pueblo y luz de las gentes ...»; 58 «para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra».59

Ya que:

«Mi espíritu que ha venido sobre ti y mis palabras que he puesto en tus labios no caerán de tu boca ni de la boca de tu descendencia ni de la boca de la descendencia de tu descendencia, dice el Señor, desde ahora y para siempre». 60

Los textos proféticos expuestos aquí deben ser leídos por nosotros a la luz del Evangelio, como a su vez el Nuevo Testamento recibe una particular clarificación por la admirable luz contenida en estos textos veterotestamentarios. El profeta presenta al Mesías como aquél que viene por el Espíritu Santo, como aquél que posee la plenitud de este Espíritu en sí y, al mismo tiempo, para los demás, para Israel, para todas las naciones y para toda la humanidad. La plenitud del Espíritu de Dios está acompañada de múltiples dones, los de la salvación, destinados de modo particular a los pobres y a los que sufren, a todos los que abren su corazón a estos dones, a veces mediante las dolorosas experiencias de su propia existencia, pero ante todo con aquella disponibilidad interior que viene de la fe. Esto intuía el anciano Simeón, «hombre justo y piadoso» ya que «estaba en él el Espíritu Santo», en el momento de la presentación de Jesús en el Templo, cuando descubría en él la «salvación preparada a la vista de todos los pueblos» a costa del gran sufrimiento --la Cruz-- que había de abrazar acompañado por su Madre. 61 Esto intuía todavía mejor la Virgen María, que «había concebido del Espíritu Santo», 62 cuando meditaba en su corazón los «misterios» del Mesías al que estaba asociada. 63

17. Conviene subrayar aquí claramente que el «Espíritu del Señor», que «se posa» sobre el futuro Mesías, es ante todo un don de Dios para la persona de aquel Siervo del Señor. Pero éste no es una persona aislada e independiente, porque actúa por voluntad del Señor en virtud de su decisión u opción. Aunque a la luz de los textos de Isaías la actuación salvífica del Mesías, Siervo del Señor, encierra en sí la acción del Espíritu que se manifiesta a través de él mismo, sin embargo en el contexto veterotestamentario no está sugerida la distinción de los sujetos o de las personas divinas, tal como subsisten en el misterio trinitario y son reveladas luego en el Nuevo Testamento. Tanto en Isaías como en el resto del Antiguo Testamento la personalidad del Espíritu Santo está totalmente «escondida»: escondida en la revelación del único Dios, así como también en el anuncio del futuro Mesías.

18. Jesucristo se referirá a este anuncio, contenido en las palabras de Isaías, al comienzo de su actividad mesiánica. Esto acaecerá en Nazaret mismo donde había transcurrido treinta años de su vida en la casa de José, el carpintero junto a María, su Madre Virgen. Cuando se presentó la ocasión de tomar la palabra en la Sinagoga, abriendo el libro de Isaías encontró el pasaje en que estaba escrito: «EL Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto que me ha ungido el Señor» y después de haber leído este fragmento dijo a los presentes: «Esta Escritura que acabáis de oír, se ha cumplido hoy». 64 De este modo confesó y proclamó ser el que «fue ungido» por el Padre, ser el Mesías, es decir Cristo, en quien mora el Espíritu Santo como don de Dios mismo, aquél que posee la plenitud de este Espíritu, aquél que marca el «nuevo inicio» del don que Dios hace a la humanidad con el Espíritu.

 

5. Jesús de Nazaret «elevado» por el Espíritu Santo

19. Aunque en Nazaret, su patria, Jesús no es acogido como Mesías, sin embargo, al comienzo de su actividad pública, su misión mesiánica por el Espíritu Santo es revelada al pueblo por Juan el Bautista. Este, hijo de Zacarías y de Isabel, anuncia en el Jordán la venida del Mesías y administra el bautismo de penitencia. Dice al respecto: «Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, y yo no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias. El os bautizará en Espíritu Santo y fuego». 65

Juan Bautista anuncia al Mesías-Cristo no sólo como el que «viene» por el Espíritu Santo, sino también como el que «lleva» el Espíritu Santo, como Jesús revelará mejor en el Cenáculo. Juan es aquí el eco fiel de las palabras de Isaías, que en el antiguo Profeta miraban al futuro, mientras que en su enseñanza a orillas del Jordán constituyen la introducción inmediata en la nueva realidad mesiánica. Juan no es solamente un profeta sino también un mensajero, es el precursor de Cristo. Lo que Juan anuncia se realiza a la vista de todos. Jesús de Nazaret va al Jordán para recibir también el bautismo de penitencia. Al ver que llega, Juan proclama: «He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo». 66 Dice esto por inspiración del Espíritu Santo, 67 atestiguando el cumplimiento de la profecía de Isaías. Al mismo tiempo confiesa la fe en la misión redentora de Jesús de Nazaret. «Cordero de Dios» en boca de Juan Bautista es una expresión de la verdad sobre el Redentor, no menos significativa de la usada por Isaías: «Siervo del Señor».

Así, por el testimonio de Juan en el Jordán, Jesús de Nazaret, rechazado por sus conciudadanos, es elevado ante Israel como Mesías, es decir «Ungido» con el Espíritu Santo. Y este testimonio es corroborado por otro testimonio de orden superior mencionado por los Sinópticos. En efecto, cuando todo el pueblo fue bautizado y mientras Jesús después de recibir el bautismo estaba en oración, «se abrió el cielo y bajó sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma» 68 y al mismo tiempo «vino una voz del cielo: Este es mi Hijo amado, en quien me complazco». 69

Es una teofanía trinitaria que atestigua la exaltación de Cristo con ocasión del bautismo en el Jordán, la cual no sólo confirma el testimonio de Juan Bautista, sino que descubre una dimensión todavía más profunda de la verdad sobre Jesús de Nazaret como Mesías. El Mesías es el Hijo predilecto del Padre. Su exaltación solemne no se reduce a la misión mesiánica del «Siervo del Señor». A la luz de la teofanía del Jordán, esta exaltación alcanza el misterio de la Persona misma del Mesías. El es exaltado porque es el Hijo de la divina complacencia. La voz de lo alto dice: «mi Hijo».

20. La teofanía del Jordán ilumina sólo fugazmente el misterio de Jesús de Nazaret cuya actividad entera se desarrollará bajo la presencia viva del Espíritu Santo. 70 Este misterio habría sido manifestado por Jesús mismo y confirmado gradualmente a través de todo lo que «hizo y enseñó». 71 En la línea de esta enseñanza y de los signos mesiánicos que Jesús hizo antes de llegar al discurso de despedida en el Cenáculo, encontramos unos acontecimientos y palabras que constituyen momentos particularmente importantes de esta progresiva revelación. Así el evangelista Lucas, que ya ha presentado a Jesús «lleno de Espíritu Santo» y «conducido por el Espíritu en el desierto», 72 nos hace saber que, después del regreso de los setenta y dos discípulos de la misión confiada por el Maestro, 73 mientras llenos de gozo narraban los frutos de su trabajo, «en aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: "Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito"». 74 Jesús se alegra por la paternidad divina, se alegra porque le ha sido posible revelar esta paternidad; se alegra, finalmente, por la especial irradiación de esta paternidad divina sobre los «pequeños». Y el evangelista califica todo esto como «gozo en el Espíritu Santo».

Este «gozo», en cierto modo, impulsa a Jesús a decir todavía: «Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quien es el Hijo sino el Padre; y quien es el Padre sino el Hijo, y aquél a quien se lo quiera revelar». 75

21. Lo que durante la teofanía del Jordán vino en cierto modo «desde fuera», desde lo alto aquí proviene «desde dentro», es decir, desde la profundidad de lo que es Jesús. Es otra revelación del Padre y del Hijo, unidos en el Espíritu Santo. Jesús habla solamente de la paternidad de Dios y de su propia filiación; no habla directamente del Espíritu que es amor y, por tanto, unión del Padre y del Hijo. Sin embargo, lo que dice del Padre y de sí como Hijo brota de la plenitud del Espíritu que está en él y que se derrama en su corazón, penetra su mismo «yo», inspira y vivifica profundamente su acción. De ahí aquel «gozarse en el Espíritu Santo». La unión de Cristo con el Espíritu Santo, de la que tiene perfecta conciencia, se expresa en aquel «gozo», que en cierto modo hace «perceptible» su fuente arcana. Se da así una particular manifestación y exaltación, que es propia del Hijo del Hombre, de Cristo-Mesías, cuya humanidad pertenece a la persona del Hijo de Dios, substancialmente uno con el Espíritu Santo en la divinidad.

En la magnífica confesión de la paternidad de Dios, Jesús de Nazaret manifiesta también a sí mismo su «yo» divino; efectivamente, él es el Hijo «de la misma naturaleza», y por tanto «nadie conoce quien es el Hijo sino el Padre; y quien es el Padre sino el Hijo», aquel Hijo que «por nosotros los hombres y por nuestra salvación» se hizo hombre por obra del Espíritu Santo y nació de una virgen, cuyo nombre era María

 

6. Cristo resucitado dice: «Recibid el Espíritu Santo»

22. Gracias a su narración Lucas nos acerca a la verdad contenida en el discurso del Cenáculo. Jesús de Nazaret, «elevado» por el Espíritu Santo, durante este discurso-coloquio, se manifiesta como el que «trae» el Espíritu, como el que debe llevarlo y «darlo» a los apóstoles y a la Iglesia a costa de su «partida» a través de la cruz.

El verbo «traer» aquí quiere decir, ante todo, «revelar». En el Antiguo Testamento, desde el Libro del Génesis, el espíritu de Dios fue de alguna manera dado a conocer primero como «soplo» de Dios que da vida, como «soplo vital» sobrenatural. En el libro de Isaías es presentado como un «don» para la persona del Mesías, como el que se posa sobre él, para guiar interiormente toda su actividad salvífica. Junto al Jordán, el anuncio de Isaías ha tomado una forma concreta: Jesús de Nazaret es el que viene por el Espíritu Santo y lo trae como don propio de su misma persona, para comunicarlo a través de su humanidad: «El os bautizará en Espíritu Santo». 76 En el Evangelio de Lucas se encuentra confirmada y enriquecida esta revelación del Espíritu Santo, como fuente íntima de la vida y acción mesiánica de Jesucristo.

A la luz de lo que Jesús dice en el discurso del Cenáculo, el Espíritu Santo es revelado de una manera nueva y más plena. Es no sólo el don a la persona (a la persona del Mesías), sino que es una Persona-don. Jesús anuncia su venida como la de «otro Paráclito», el cual, siendo el Espíritu de la verdad, guiará a los apóstoles y a la Iglesia «hacia la verdad completa». 77 Esto se realizará en virtud de la especial comunión entre el Espíritu Santo y Cristo: «Recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros». 78 Esta comunión tiene su fuente primaria en el Padre: «Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho: que recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros». 79 Procediendo del Padre, el Espíritu Santo es enviado por el Padre. 80 El Espíritu Santo ha sido enviado antes como don para el Hijo que se ha hecho hombre, para cumplir las profecías mesiánicas. Según el texto joánico, después de la «partida» de Cristo-Hijo, el Espíritu Santo «vendrá» directamente --es su nueva misión-- a completar la obra del Hijo. Así llevará a término la nueva era de la historia de la salvación.

23. Nos encontramos en el umbral de los acontecimientos pascuales. La revelación nueva y definitiva del Espíritu Santo como Persona, que es el don, se realiza precisamente en este momento Los acontecimientos pascuales --pasión, muerte y resurrección de Cristo-- son también el tiempo de la nueva venida del Espíritu Santo, como Paráclito y Espíritu de la verdad. Son el tiempo del «nuevo inicio» de la comunicación de Dios uno y trino a la humanidad en el Espíritu Santo, por obra de Cristo Redentor. Este nuevo inicio es la redención del mundo: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único». 81 Ya en el «dar» el Hijo, en este don del Hijo, se expresa la esencia más profunda de Dios, el cual, como Amor, es la fuente inagotable de esta dádiva. En el don hecho por el Hijo se completan la revelación y la dádiva del amor eterno: el Espíritu Santo, que en la inescrutable profundidad de la divinidad es una Persona-don, por obra del Hijo, es decir, mediante el misterio pascual es dado de un modo nuevo a los apóstoles y a la Iglesia y, por medio de ellos, a la humanidad y al mundo entero.

24. La expresión definitiva de este misterio tiene lugar el día de la Resurrección. Este día, Jesús de Nazaret, «nacido del linaje de David», como escribe el apóstol Pablo, es «constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos». 82 Puede decirse, por consiguiente, que la «elevación» mesiánica de Cristo por el Espíritu Santo alcanza su culmen en la Resurrección, en la cual se revela también como Hijo de Dios, «lleno de poder». Y este poder, cuyas fuentes brotan de la inescrutable comunión trinitaria, se manifiesta ante todo en el hecho de que Cristo resucitado, si por una parte realiza la promesa de Dios expresada ya por boca del Profeta: «Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, ... mi espíritu», 83 por otra cumple su misma promesa hecha a los apóstoles con las palabras: a Si me voy, os lo enviaré». 84 Es él: el Espíritu de la verdad, el Paráclito enviado por Cristo resucitado para transformarnos en su misma imagen de resucitado. 85

«Al atardecer de aquel primer día de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: "La paz con vosotros". Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús repitió: "La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío".

Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo"». 86

Todos los detalles de este texto-clave del Evangelio de Juan tienen su elocuencia, especialmente si los releemos con referencia a las palabras pronunciadas en el mismo Cenáculo al comienzo de los acontecimientos pascuales. Tales acontecimientos --el triduo sacro de Jesús, que el Padre ha consagrado con la unción y enviado al mundo-- alcanzan ya su cumplimiento. Cristo, que «había entregado el espíritu en la cruz»87 como Hijo del hombre y Cordero de Dios, una vez resucitado va donde los apóstoles para «soplar sobre ellos» con el poder del que habla la Carta a los Romanos. 88 La venida del Señor llena de gozo a los presentes: «Su tristeza se convierte en gozo», 89 como ya había prometido antes de su pasión. Y sobre todo se verifica el principal anuncio del discurso de despedida: Cristo resucitado, como si preparara una nueva creación, «trae» el Espíritu Santo a los apóstoles. Lo trae a costa de su «partida»; les da este Espíritu como a través de las heridas de su crucifixión: «les mostró las manos y el costado». En virtud de esta crucifixión les dice: «Recibid el Espíritu Santo».

Se establece así una relación profunda entre el envío del Hijo y el del Espíritu Santo. No se da el envío del Espíritu Santo (después del pecado original) sin la Cruz y la Resurrección: «Si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito». 90 Se establece también una relación íntima entre la misión del Espíritu Santo y la del Hijo en la Redención. La misión del Hijo, en cierto modo, encuentra su «cumplimiento» en la Redención: «Recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros». 91 La Redención es realizada totalmente por el Hijo, el Ungido, que ha venido y actuado con el poder del Espíritu Santo, ofreciéndose finalmente en sacrificio supremo sobre el madero de la Cruz. Y esta Redención, al mismo tiempo, es realizada constantemente en los corazones y en las conciencias humanas --en la historia del mundo-- por el Espíritu Santo, que es el «otro Paráclito».

 

7. El Espíritu Santo y la era de la Iglesia

25. «Consumada la obra que el Padre encomendó realizar al Hijo sobre la tierra (cf. Jn 17, 4) fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés a fin de santificar indefinidamente a la Iglesia y para que de este modo los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo Espíritu (cf. Ef 2, 18). El es el Espíritu de vida o la fuente de agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn 4, 14; 7, 38-39), por quien el Padre vivifica a los hombres, muertos por el pecado, hasta que resucite sus cuerpos mortales en Cristo (cf. Rom 8, 10-11 )». 92

De este modo el Concilio Vaticano II habla del nacimiento de la Iglesia el día de Pentecostés. Tal acontecimiento constituye la manifestación definitiva de lo que se había realizado en el mismo Cenáculo el domingo de Pascua. Cristo resucitado vino y «trajo» a los apóstoles el Espíritu Santo. Se lo dio diciendo: «Recibid el Espíritu Santo». Lo que había sucedido entonces en el interior del Cenáculo, «estando las puertas cerradas», más tarde, el día de Pentecostés es manifestado también al exterior, ante los hombres. Se abren las puertas del Cenáculo y los apóstoles se dirigen a los habitantes y a los peregrinos venidos a Jerusalén con ocasión de la fiesta, para dar testimonio de Cristo por el poder del Espíritu Santo. De este modo se cumple el anuncio: «El dará testimonio de mí. Pero también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio». 93

Leemos en otro documento del Vaticano II: «El Espíritu Santo obraba ya, sin duda, en el mundo antes de que Cristo fuera glorificado. Sin embargo, el día de Pentecostés descendió sobre los discípulos para permanecer con ellos para siempre; la Iglesia se manifestó públicamente ante la multitud; comenzó la difusión del Evangelio por la predicación entre los paganos». 94

La era de la Iglesia empezó con la «venida», es decir, con la bajada del Espíritu Santo sobre los apóstoles reunidos en el Cenáculo de Jerusalén junto con María, la Madre del Señor. 95 Dicha era empezó en el momento en que las promesas y las profecías, que explícitamente se referían al Paráclito, el Espíritu de la verdad, comenzaron a verificarse con toda su fuerza y evidencia sobre los apóstoles, determinando así el nacimiento de la Iglesia. De esto hablan ampliamente y en muchos pasajes los Hechos de los Apóstoles de los cuáles resulta que, según la conciencia de la primera comunidad , cuyas convicciones expresa Lucas, el Espíritu Santo asumió la guía invisible --pero en cierto modo «perceptible»-- de quienes, después de la partida del Señor Jesús, sentían profundamente que habían quedado huérfanos. Estos, con la venida del Espíritu Santo, se sintieron idóneos para realizar la misión que se les había confiado. Se sintieron llenos de fortaleza. Precisamente esto obró en ellos el Espíritu Santo, y lo sigue obrando continuamente en la Iglesia, mediante sus sucesores. Pues la gracia del Espíritu Santo, que los apóstoles dieron a sus colaboradores con la imposición de las manos, sigue siendo transmitida en la ordenación episcopal. Luego los Obispos, con el sacramento del Orden hacen partícipes de este don espiritual a los ministros sagrados y proveen a que, mediante el sacramento de la Confirmación, sean corroborados por él todos los renacidos por el agua y por el Espíritu; así, en cierto modo, se perpetúa en la Iglesia la gracia de Pentecostés. Como escribe el Concilio, «el Espíritu habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo (cf. 1 Cor 3, 16; 6,19), y en ellos ora y da testimonio de su adopción como hijos (cf. Gál 4, 6; Rom 8, 15-16.26). Guía a la Iglesia a toda la verdad (cf. Jn 16, 13), la unifica en comunión y misterio, la provee y gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos (cf. Ef 4, 11-12; 1 Cor 12, 4; Gál 5, 22) con la fuerza del Evangelio rejuvenece la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo». 96

26. Los pasajes citados por la Constitución conciliar Lumen gentium nos indica que, con la venida del Espíritu Santo, empezó la era de la Iglesia. Nos indican también que esta era, la era de la Iglesia, perdura. Perdura a través de los siglos y las generaciones. En nuestro siglo en el que la humanidad se está acercando al final del segundo milenio después de Cristo, esta «era de la Iglesia», se ha manifestado de manera especial por medio del Concilio Vaticano II, como concilio de nuestro siglo. En efecto, se sabe que éste ha sido especialmente un concilio «eclesiológico», un concilio sobre el tema de la Iglesia. Al mismo tiempo, la enseñanza de este concilio es esencialmente «pneumatológica», impregnada por la verdad sobre el Espíritu Santo, como alma de la Iglesia. Podemos decir que el Concilio Vaticano II en su rico magisterio contiene propiamente todo lo «que el Espíritu dice a las Iglesias» 97 en la fase presente de la historia de la salvación.

Siguiendo la guía del Espíritu de la verdad y dando testimonio junto con él, el Concilio ha dado una especial ratificación de la presencia del Espíritu Santo Paráclito. En cierto modo, lo ha hecho nuevamente «presente» en nuestra difícil época. A la luz de esta convicción se comprende mejor la gran importancia de todas las iniciativas que miran a la realización del Vaticano II, de su magisterio y de su orientación pastoral y ecuménica. En este sentido deben ser también consideradas y valoradas las sucesivas Asambleas del Sínodo de los Obispos, que tratan de hacer que los frutos de la verdad y del amor --auténticos frutos del Espíritu Santo-- sean un bien duradero del Pueblo de Dios en su peregrinación terrena en el curso de los siglos. Es indispensable este trabajo de la Iglesia orientado a la verificación y consolidación de los frutos salvíficos del Espíritu, otorgados en el Concilio. A este respecto conviene saber «discernirlos» atentamente de todo lo que contrariamente puede provenir sobre todo del «príncipe de este mundo». 98 Este discernimiento es tanto más necesario en la realización de la obra del Concilio ya que se ha abierto ampliamente al mundo actual, como aparece claramente en las importantes Constituciones conciliares Gaudium et spes y Lumen gentium.

Leemos en la Constitución pastoral: «La comunidad cristiana (de los discípulos de Cristo) está integrada por hombres que, reunidos en Cristo son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el Reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia». 99 «Bien sabe la Iglesia que sólo Dios, al que ella sirve, responde a las aspiraciones más profundas del corazón humano, el cual nunca se sacia plenamente con solos los elementos terrenos». 100 «El Espíritu de Dios ... con admirable providencia guía el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra». 101


1 Jn 7, 37 s.

2 Jn 7, 39.

3 Jn 4, 14; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Cost. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 4.

4 Cf. Jn 3, 5.

5 Cf. León XIII, Ep. Encicl. Divinum illud munus (9 mayo 1897): Acta Leonis, 17 (1898), pp. 125-148; Pío XII, Carta Encicl. Mystici Corporis (29 de junio 1943): AAS 35 (1943), pp. 183-248.

6 Audiencia general del 6 de junio de 1973: Pablo VI. Enseñanzas al Pueblo de Dios, XI (1973), 74.

7 Misal Romano; cf. 2 Cor 13, 13.

8 Jn 3, 17.

9 Flp 2, 11.

10 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 4; Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el Congreso internacional de Pneumatología (26 de marzo de 1982): «L'Osservatore Romano» en lengua española, 30 de mayo, 1982, p. 2.

11 Cf. Jn 4, 24.

12 Cf. Rom 8,22; Gál 6,15.

13 Cf. Mt 24, 35

14 Jn 4, 14.

15 Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 17.

16 Allon parakleton: Jn 14, 16.

17 Jn 14, 13. 16 s.

18 Cf. 1 Jn 2, 1.

19 Jn 14, 26.

20 Jn 15, 26 s.

21 Cf. 1 Jn 1, 1-3; 4,14.

22 «La revelación que la Sagrada Escritura contiene y ofrece ha sido puesta por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo», por lo tanto la misma sagrada Escritura «se ha de leer con el mismo Espíritu con que fue escrita»: Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 11. 12.

23 Jn 16, 12 s.

24 Act 1, 1.

25 Jn 16,14.

26 Jn 16, 15.

27 Jn 16, 7s.

28 Jn 15, 26.

29 Jn 14, 16.

30 Jn 14, 26.

31 Jn 15, 26

32 Jn 14, 16.

33 Jn 16, 7.

34 Cf. Jn 3, 16 s., 34; 6, 57; 17, 3. 18. 23.

35 Mt 28, 19.

36 Cf. 1 Jn 4, 8. 16.

37 1 Cor 2, 10.

38 Cf. S. Tomás De Aquino, Summa Theol. Ia, qq. 37-38.

39 Rm 5, 5.

40 Jn 16, 14.

41 Gén 1, 1 s.

42 Gén 1, 26.

43 Rm 8, 19-22.

44 Jn 16-7.

45 Gál 4, 6; cf. Rm 8, 15.

46 Cf. Gál 4, 6; Flp 1, 19; Rm 8, 11.

47 Cf. Jn 16, 6.

48 Cf. Jn 16, 20.

49 Cf. Jn 16, 7.

50 Act 10, 37 s.

51 Cf. Lc 4, 16-21; 3, 16; 4, 14; Mc 1, 10.

52 Is 11, 1-3.

53 Is 61, 1 s.

54 Is 48, 16.

55 Is 42, 1.

56 Cf. Is 53, 5-6. 8.

57 Is 42, 1.

58 Is 42, 6.

59 Is 49, 6.

60 Is 59, 21.

61 Cf. Lc 2, 25-35.

62 Cf. Lc 1, 35.

63 Cf. Lc 2, 19. 51.

64 Cf. Lc 4, 16-21; Is 61, 1 s.

65 Lc 3, 16, cf. Mt 3, 11, Mc 1, 7s.; Jn 1, 33.

66 Jn 1,29.

67 Cf. Jn 1,33 s.

68 Lc 3, 31 s.; Cf. Mt 3, 16; Mc 1, 10.

69 Mt 3, 17.

70 Cf. S. Basilio, De Spiritu Sancto, XVI, 39: PG 32, 139.

71 Act 1, 1.

72 Cf. Lc 4, 1.

73 Cf. Lc 10, 17-20

74 Lc 10, 21; cf. Mt 11, 25 s.

75 Lc 10, 22; cf. Mt 11, 27.

76 Mt 3, 11; Lc 3, 16.

77 Jn 16, 13.

78 Jn 16, 14.

79 Jn 16, 15.

80 Cf. Jn 14, 26; 15, 26.

81 Jn 3, 16.

82 Rm 1, 3 s.

83 Ez 36, 26 s.; cf. Jn 7, 37-39; 19, 34

84 Jn 16, 7.

85 Cf. S. Cirilo de Alejandría, In Johannis Evangelium, lib. V, cap. II: PG 73, 755.

86 Jn 20, 19-22.

87 Cf. Jn 19, 30

88 Cf. Rom 1, 4.

89 Cf. Jn 16, 20.

90 Jn 16, 7.

91 Jn 16, 15.

92 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 4.

93 Jn 15, 26 s.

94 Decreto Ad gentes, sobre la actividad rnisionera de la Iglesia, 4.

95 Cf. Act l, 14.

96 Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 4. Existe toda una tradición patrística y teológica sobre la unión íntima entre el Espíritu Santo y la Iglesia, unión presentada a veces de modo análogo a la relación entre el alma y cuerpo en el hombre: cf. S. Ireneo, Adversus haereses, III, 24, 1: SC 211, pp. 470-474; S. Agustín, Sermo 267, 4, 4; PL 38, 1231; Sermo 268, 2: PL 38, 1232; In Iohannis evangelium tractatus, XXV, 13; XXVII, 6: CCL 36, 266, 272 s.; S. Gregorio Magno, In septem psalmos poenitentiales expositio, psal. V, 1: PL 79, 602; Dídimo Alejandrino, De Trinitate, II, 1: PG 39, 449 s.; S. Atanasio, Oratio III contra Arianos, 22, 23, 24: PG 26, 368 s., 372; S.Juan Crisóstomo. In Epistolam ad Ephesios, Homil. IX, 3: PG 62, 72 s. Santo Tomás de Aquino ha sintetizado la precedente tradición patrística y teológica, al presentar al Espíritu Santo como el «corazón» y el «alma» de la Iglesia: cf. Summa Theol., III, q. 8, a. 1, ad 3; In symbolum Apostolorum Expositio, a. IX; In Tertium Librum Sententiarum, Dist. XIIIfi q. 2, a. 2, quaestiuncula 3.

97 Cf. Ap 2, 29; 3, 6. 13. 22.

98 Cf. Jn 12, 31; 14, 30; 16, 11.

99 Gaudium et spes, 1.

100 Ibid., 41.

101 Ibid., 26.