CARTA ENCÍCLICA
DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II
SOBRE LA MISERICORDIA DIVINA
VENERABLES
HERMANOS,
AMADÍSIMOS HIJOS E HIJAS:
¡SALUD Y BENDICIÓN APOSTÓLICA!
I
QUIEN ME VE A MI, VE AL PADRE
(Cf. Jn 14, 9)
1.
Revelación de la misericordia
«DIOS
RICO EN MISERICORDIA» 1 es el que Jesucristo nos ha revelado como Padre; cabalmente su
Hijo, en sí mismo, nos lo ha manifestado y nos lo ha hecho conocer 2 . A este respecto,
es digno de recordar aquel momento en que Felipe, uno de los doce apóstoles,
dirigiéndose a Cristo, le dijo: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta»; Jesús le
respondió: «¿Tanto tiempo ha que estoy con vosotros y no me habéis conocido? El que me
ha visto a mí ha visto al Padre» 3 . Estas palabras fueron pronunciadas en el discurso
de despedida, al final de la cena pascual, a la que siguieron los acontecimientos de
aquellos días santos, en que debía quedar corroborado de una vez para siempre el hecho
de que «Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, y estando
nosotros muertos por nuestros delitos, nos dio vida por Cristo»4 .
Siguiendo
las enseñanzas del Concilio Vaticano II y en correspondencia con las necesidades
particulares de los tiempos en que vivimos, he dedicado la Encíclica Redemptor Hominis a
la verdad sobre el hombre, verdad que nos es revelada en Cristo, en toda su plenitud y
profundidad. Una exigencia de no menor importancia, en estos tiempos críticos y nada
fáciles, me impulsa a descubrir una vez más en el mismo Cristo el rostro del Padre, que
es «misericordioso y Dios de todo consuelo» 5 . Efectivamente, en la Constitución
Gaudium et Spes leemos: «Cristo, el nuevo Adán..., manifiesta plenamente el hombre al
propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación»: y esto lo hace «en la misma
revelación del misterio del Padre y de su amor» 6 . Las palabras citadas son un claro
testimonio de que la manifestación del hombre en la plena dignidad de su naturaleza no
puede tener lugar sin la referencia -no sólo conceptual, sino también íntegramente
existencial- a Dios. El hombre y su vocación suprema se develan en Cristo mediante la
revelación del misterio del Padre y de su amor.
Por
esto mismo, es conveniente ahora que volvamos la mirada a este misterio: lo están
sugiriendo múltiples experiencias de la Iglesia y del hombre contemporáneo; lo exigen
también las invocaciones de tantos corazones humanos, con sus sufrimientos y esperanzas,
sus angustias y expectación. Si es verdad que todo hombre es en cierto sentido la vía de
la Iglesia -como dije en la encíclica Redemptor Hominis -, al mismo tiempo el Evangelio y
toda la Tradición nos están indicando constantemente que hemos de recorrer esta vía con
todo hombre, tal como Cristo la ha trazado, revelando en sí mismo al Padre junto con su
amor 7.
En
Cristo Jesús, toda vía hacia el hombre, cual le ha sido confiado de una vez para siempre
a la Iglesia en el mutable contexto de los tiempos, es simultáneamente un caminar al
encuentro con el Padre y su amor. El Concilio Vaticano II ha confirmado esta verdad según
las exigencias de nuestros tiempos.
Cuanto
más se centre en el hombre la misión desarrollada por la Iglesia; cuanto más sea, por
decirlo así, antropocéntrica, tanto más debe corroborarse y realizarse
teocéntricamente, esto es, orientarse al Padre en Cristo Jesús. Mientras las diversas
corrientes del pasado y presente del pensamiento humano han sido y siguen siendo propensas
a dividir e incluso contraponer el teocentrismo y el antropocentrismo, la Iglesia en
cambio, siguiendo a Cristo, trata de unirlas en la historia del hombre de manera orgánica
y profunda. Este es también uno de los principios fundamentales, y quizás el más
importante, del Magisterio del último Concilio. Si pues en la actual fase de la historia
de la Iglesia nos proponemos como cometido preeminente actuar la doctrina del gran
Concilio, debemos en consecuencia volver sobre este principio con fe, con mente abierta y
con el corazón. Ya en mi citada encíclica he tratado de poner de relieve que el ahondar
y enriquecer de múltiples formas la conciencia de la Iglesia, fruto del mismo Concilio,
debe abrir más ampliamente nuestra inteligencia y nuestro corazón a Cristo mismo. Hoy
quiero añadir que la apertura a Cristo, que en cuanto Redentor del mundo «revela
plenamente el hombre al mismo hombre», no puede llevarse a efecto más que a través de
una referencia cada vez más madura al Padre y a su amor.
2.
Encarnación de la misericordia
Dios,
que «habita una luz inaccesible»8 , habla a la vez al hombre con el lenguaje de todo el
cosmos: «en efecto, desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y
divinidad, son conocidos mediante las obras»9 . Este conocimiento indirecto e imperfecto,
obra del entendimiento que busca a Dios por medio de las criaturas a través del mundo
visible, no es aún «visión del Padre». «A Dios nadie lo ha visto», escribe San Juan
para dar mayor relieve a la verdad, según la cual «precisamente el Hijo unigénito que
está en el seno del Padre, ése le ha dado a conocer»10 . Esta «revelación»
manifiesta a Dios en el insondable misterio de su ser -uno y trino- rodeado de «luz
inaccesible»11 . No obstante, mediante esta «revelación» de Cristo conocemos a Dios,
sobre todo en su relación de amor hacia el hombre: en su «filantropía»12 . Es
justamente ahí donde «sus perfecciones invisibles» se hacen de modo especial
«visibles», incomparablemente más visibles que a través de todas las demás «obras
realizadas por él»: tales perfecciones se hacen visibles en Cristo y por Cristo, a
través de sus acciones y palabras y, finalmente, mediante su muerte en la cruz y su
resurrección.
De este
modo en Cristo y por Cristo, se hace también particularmente visible Dios en su
misericordia, esto es, se pone de relieve el atributo de la divinidad, que ya el Antiguo
Testamento, sirviéndose de diversos conceptos y términos, definió «misericordia».
Cristo confiere un significado definitivo a toda la tradición veterotestamentaria de la
misericordia divina. No sólo habla de ella y la explica usando semejanzas y parábolas,
sino que además, y ante todo, él mismo la encarna y personifica. El mismo es, en cierto
sentido, la misericordia. A quien la ve y la encuentra en él, Dios se hace concretamente
«visible» como Padre «rico en misericordia»13 .
La
mentalidad contemporánea, quizás en mayor medida que la del hombre del pasado, parece
oponerse al Dios de la misericordia y tiende además a orillar de la vida y arrancar del
corazón humano la idea misma de la misericordia. La palabra y el concepto de
«misericordia» parecen producir una cierta desazón en el hombre, quien, gracias a los
adelantos tan enormes de la ciencia y de la técnica, como nunca fueron conocidos antes en
la historia, se ha hecho dueño y ha dominado la tierra mucho más que en el pasado14 .
Tal dominio sobre la tierra, entendido tal vez unilateral y superficialmente, parece no
dejar espacio a la misericordia. A este respecto, podemos sin embargo recurrir de manera
provechosa a la imagen «de la condición del hombre en el mundo contemporáneo», tal
cual es delineada al comienzo de la Constitución Gaudium et Spes. Entre otras, leemos
allí las siguientes frases: «De esta forma, el mundo moderno aparece a la vez poderoso y
débil, capaz de lo mejor y lo peor, pues tiene abierto el camino para optar por la
libertad y la esclavitud, entre el progreso o el retroceso, entre la fraternidad o el
odio. El hombre sabe muy bien que está en su mano el dirigir correctamente las fuerzas
que él ha desencadenado, y que pueden aplastarle o salvarle»15 .
La
situación del mundo contemporáneo pone de manifiesto no sólo transformaciones tales que
hacen esperar en un futuro mejor del hombre sobre la tierra, sino que revela también
múltiples amenazas, que sobrepasan con mucho las hasta ahora conocidas. Sin cesar de
denunciar tales amenazas en diversas circunstancias (como en las intervenciones ante la
ONU, la UNESCO, la FAO y en otras partes) la Iglesia debe examinarlas al mismo tiempo a la
luz de la verdad recibida de Dios.
Revelada
en Cristo, la verdad acerca de Dios como «Padre de la misericordia»16 , nos permite
«verlo» especialmente cercano al hombre, sobre todo cuando sufre, cuando está amenazado
en el núcleo mismo de su existencia y de su dignidad. Debido a esto, en la situación
actual de la Iglesia y del mundo, muchos hombres y muchos ambientes guiados por un vivo
sentido de fe se dirigen, yo diría casi espontáneamente, a la misericordia de Dios.
Ellos son ciertamente impulsados a hacerlo por Cristo mismo, el cual, mediante su
Espíritu, actúa en lo íntimo de los corazones humanos. En efecto, revelado por El, el
misterio de Dios «Padre de la misericordia» constituye, en el contexto de las actuales
amenazas contra el hombre, como una llamada singular dirigida a la Iglesia.
En la
presente Encíclica deseo acoger esta llamada; deseo recurrir al lenguaje eterno -y al
mismo tiempo incomparable por su sencillez y profundidad- de la revelación y de la fe,
para expresar precisamente con él una vez más, ante Dios y ante los hombres, las grandes
preocupaciones de nuestro tiempo.
En
efecto, la revelación y la fe nos enseñan no tanto a meditar en abstracto el misterio de
Dios, como «Padre de la misericordia», cuanto a recurrir a esta misma misericordia en el
nombre de Cristo y en unión con El. ¿No ha dicho quizá Cristo que nuestro Padre, que
«ve en secreto»17 , espera, se diría que continuamente, que nosotros, recurriendo a El
en toda necesidad, escrutemos cada vez más su misterio: el misterio del Padre y de su
amor?18 .
Deseo
pues que estas consideraciones hagan más cercano a todos tal misterio y que sean al mismo
tiempo una vibrante llamada de la Iglesia a la misericordia, de la que el hombre y el
mundo contemporáneo tienen tanta necesidad. Y tienen necesidad, aunque con frecuencia no
lo saben. |