CARTA ENCÍCLICA
DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II
SOBRE LA MISERICORDIA DIVINA
V
EL MISTERIO PASCUAL
7.
Misericordia revelada en la cruz y en la resurrección
El
mensaje mesiánico de Cristo y su actividad entre los hombres terminan con la cruz y la
resurrección. Debemos penetrar hasta lo hondo en este acontecimiento final que, de modo
especial en el lenguaje conciliar, es definido mysterium paschale, si queremos expresar
profundamente la verdad de la misericordia, tal como ha sido hondamente revelada en la
historia de nuestra salvación. En este punto de nuestras consideraciones, tendremos que
acercarnos más aún al contenido de la Encíclica Redemptor Hominis . En efecto, si la
realidad de la redención, en su dimensión humana devela la grandeza inaudita del hombre,
que mereció tener tan gran Redentor 70 , al mismo tiempo yo diría que la dimensión
divina de la redención nos permite, en el momento más empírico e «histórico»,
develar la profundidad de aquel amor que no se echa atrás ante el extraordinario
sacrificio del Hijo, para colmar la fidelidad del Creador y Padre respecto a los hombres
creados a su imagen y ya desde el «principio» elegidos, en este Hijo, para la gracia y
la gloria.
Los
acontecimientos del Viernes Santo y, aun antes, la oración en Getsemaní, introducen en
todo el curso de la revelación del amor y de la misericordia, en la misión mesiánica de
Cristo, un cambio fundamental. El que «pasó haciendo el bien y sanando»71 , «curando
toda clase de dolencias y enfermedades»72 , él mismo parece merecer ahora la más grande
misericordia y apelarse a la misericordia cuando es arrestado, ultrajado, condenado,
flagelado, coronado de espinas; cuando es clavado en la cruz y expira entre terribles
tormentos.73 Es entonces cuando merece de modo particular la misericordia de los hombres,
a quienes ha hecho el bien, y no la recibe. Incluso aquellos que están más cercanos a
El, no saben protegerlo y arrancarlo de las manos de los opresores. En esta etapa final de
la función mesiánica se cumplen en Cristo las palabras pronunciadas por los profetas,
sobre todo Isaías, acerca del Siervo de Yahvé: «por sus llagas hemos sido curados»74 .
Cristo,
en cuanto hombre que sufre realmente y de modo terrible en el Huerto de los Olivos y en el
Calvario, se dirige al Padre, a aquel Padre, cuyo amor ha predicado a los hombres, cuya
misericordia ha testimoniado con todas sus obras. Pero no le es ahorrado -precisamente a
él- el tremendo sufrimiento de la muerte en cruz: «a quien no conoció el pecado, Dios
le hizo pecado por nosotros»75 , escribía san Pablo, resumiendo en pocas palabras toda
la profundidad del misterio de la cruz y a la vez la dimensión divina de la realidad de
la redención. Justamente esta redención es la revelación última y definitiva de la
santidad de Dios, que es la plenitud absoluta de la perfección: plenitud de la justicia y
del amor, ya que la justicia se funda sobre el amor, mana de él y tiende hacia él. En la
pasión y muerte de Cristo -en el hecho de que el Padre no perdonó la vida a su Hijo,
sino que lo «hizo pecado por nosotros»76 - se expresa la justicia absoluta, porque
Cristo sufre la pasión y la cruz a causa de los pecados de la humanidad. Esto es incluso
una «sobreabundancia» de la justicia, ya que los pecados del hombre son «compensados»
por el sacrificio del Hombre-Dios. Sin embargo, tal justicia, que es propiamente justicia
«a medida» de Dios, nace toda ella del amor: del amor del Padre y del Hijo, y fructifica
toda ella en el amor. Precisamente por esto la justicia divina, revelada en la cruz de
Cristo, es «a medida» de Dios, porque nace del amor y se completa en el amor, generando
frutos de salvación. La dimensión divina de la redención no se actúa solamente
haciendo justicia del pecado, sino restituyendo al amor su fuerza creadora en el interior
del hombre, gracias a la cual él tiene acceso de nuevo a la plenitud de vida y de
santidad, que viene de Dios. De este modo, la redención comporta la revelación de la
misericordia en su plenitud.
El
misterio pascual es el culmen de esta revelación y actuación de la misericordia, que es
capaz de justificar al hombre, de restablecer la justicia en el sentido del orden
salvífico querido por Dios desde el principio para el hombre y, mediante el hombre, en el
mundo. Cristo que sufre, habla sobre todo al hombre, y no solamente al creyente. También
el hombre no creyente podrá descubrir en El la elocuencia de la solidaridad con la suerte
humana, como también la armoniosa plenitud de una dedicación desinteresada a la causa
del hombre, a la verdad y al amor. La dimensión divina del misterio pascual llega sin
embargo a mayor profundidad aún. La cruz colocada sobre el Calvario, donde Cristo tiene
su último diálogo con el Padre, emerge del núcleo mismo de aquel amor, del que el
hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, ha sido gratificado según el eterno designio
divino. Dios, tal como Cristo ha revelado, no permanece solamente en estrecha vinculación
con el mundo, en cuanto Creador y fuente última de la existencia. El es además Padre:
con el hombre, llamado por El a la existencia en el mundo visible, está unido por un
vínculo más profundo aún que el de Creador. Es el amor, que no sólo crea el bien, sino
que hace participar en la vida misma de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. En efecto el
que ama desea darse a sí mismo.
La Cruz
de Cristo sobre el Calvario surge en el camino de aquel admirabile commercium, de aquel
admirable comunicarse de Dios al hombre en el que está contenida a su vez la llamada
dirigida al hombre, a fin de que, donándose a sí mismo a Dios y donando consigo mismo
todo el mundo visible, participe en la vida divina, y para que como hijo adoptivo se haga
partícipe de la verdad y del amor que está en Dios y proviene de Dios. Justamente en el
camino de la elección eterna del hombre a la dignidad de hijo adoptivo de Dios, se alza
en la historia la Cruz de Cristo, Hijo unigénito que, en cuanto «luz de luz, Dios
verdadero de Dios verdadero»77 , ha venido para dar el testimonio último de la admirable
alianza de Dios con la humanidad, de Dios con el hombre, con todo hombre. Esta alianza tan
antigua como el hombre -se remonta al misterio mismo de la creación- restablecida
posteriormente en varias ocasiones con un único pueblo elegido, es asimismo la alianza
nueva y definitiva, establecida allí, en el Calvario, y no limitada ya a un único
pueblo, a Israel, sino abierta a todos y cada uno.
¿Qué
nos está diciendo pues la cruz de Cristo, que es en cierto sentido la última palabra de
su mensaje y de su misión mesiánica? Y sin embargo ésta no es aún la última palabra
del Dios de la alianza: esa palabra será pronunciada en aquella alborada, cuando las
mujeres primero y los Apóstoles después, venidos al sepulcro de Cristo crucificado,
verán la tumba vacía y proclamarán por vez primera: «Ha resucitado». Ellos lo
repetirán a los otros y serán testigos de Cristo resucitado. No obstante, también en
esta glorificación del hijo de Dios sigue estando presente la cruz, la cual -a través de
todo el testimonio mesiánico del hombre-Hijo- que sufrió en ella la muerte, habla y no
cesa nunca de decir que Dios-Padre, que es absolutamente fiel a su eterno amor por el
hombre, ya que «tanto amó al mundo -por tanto al hombre en el mundo- que le dio a su
Hijo unigénito, para que quien crea en él no muera, sino que tenga la vida eterna»78 .
Creer en el Hijo crucificado significa «ver al Padre»79 , significa creer que el amor
está presente en el mundo y que este amor es más fuerte que toda clase de mal, en que el
hombre, la humanidad, el mundo están metidos. Creer en ese amor significa creer en la
misericordia. En efecto, es ésta la dimensión indispensable del amor, es como su segundo
nombre y a la vez el modo específico de su revelación y actuación respecto a la
realidad del mal presente en el mundo que afecta al hombre y lo asedia, que se insinúa
asimismo en su corazón y puede hacerle «perecer en la gehenna»80 .
8. Amor
más fuerte que la muerte, más fuerte que el pecado La cruz de Cristo en el Calvario es
asimismo testimonio de la fuerza del mal contra el mismo Hijo de Dios, contra aquél que,
único entre los hijos de los hombres, era por su naturaleza absolutamente inocente y
libre de pecado, y cuya venida al mundo estuvo exenta de la desobediencia de Adán y de la
herencia del pecado original. Y he aquí que, precisamente en El, en Cristo, se hace
justicia del pecado a precio de su sacrificio, de su obediencia «hasta la muerte» 81 .
Al que estaba sin pecado, «Dios lo hizo pecado en favor nuestro» 82 . Se hace también
justicia de la muerte que, desde los comienzos de la historia del hombre, se había aliado
con el pecado. Este hacer justicia de la muerte se lleva a cabo bajo el precio de la
muerte del que estaba sin pecado y del único que podía -mediante la propia muerte-
infligir la muerte a la misma muerte83 . De este modo la cruz de Cristo, sobre la cual el
Hijo, consubstancial al Padre, hace plena justicia a Dios, es también una revelación
radical de la misericordia, es decir, del amor que sale al encuentro de lo que constituye
la raíz misma del mal en la historia del hombre: al encuentro del pecado y de la muerte.
La cruz
es la inclinación más profunda de la Divinidad hacia el hombre y todo lo que el hombre
de -modo especial en los momentos difíciles y dolorosos- llama su infeliz destino. La
cruz es como un toque del amor eterno sobre las heridas más dolorosas de la existencia
terrena del hombre, es el cumplimiento, hasta el final, del programa mesiánico que Cristo
formuló una vez en la sinagoga de Nazaret 84 y repitió más tarde ante los enviados de
Juan Bautista 85 . Según las palabras ya escritas en la profecía de Isaías 86 , tal
programa consistía en la revelación del amor misericordioso a los pobres, los que
sufren, los prisioneros, los ciegos, los oprimidos y los pecadores. En el misterio pascual
es superado el límite del mal múltiple, del que se hace partícipe el hombre en su
existencia terrena: la cruz de Cristo, en efecto, nos hace comprender las raíces más
profundas del mal que ahondan en el pecado y en la muerte; y así la cruz se convierte en
un signo escatológico. Solamente en el cumplimiento escatológico y en la renovación
definitiva del mundo, el amor vencerá en todos los elegidos las fuentes mas profundas del
mal, dando como fruto plenamente maduro el reino de la vida, de la santidad y de la
inmortalidad gloriosa. El fundamento de tal cumplimiento escatológico esta encerrado ya
en la cruz de Cristo y en su muerte. El hecho de que Cristo «ha resucitado al tercer
día» 87 constituye el signo final de la misión mesiánica, signo que corona la entera
revelación del amor misericordioso en el mundo sujeto al mal. Esto constituye a la vez el
signo que preanuncia «un cielo nuevo y una tierra nueva» 88 , cuando Dios «enjugará
las lágrimas de nuestros ojos; no habrá ya muerte, ni luto, ni llanto, ni afán, porque
las cosas de antes han pasado» 89 . En el cumplimiento escatológico, la misericordia se
revelará como amor, mientras que en la temporalidad, en la historia del hombre -que es a
la vez historia de pecado y de muerte- el amor debe revelarse ante todo como misericordia
y actuarse en cuanto tal. El programa mesiánico de Cristo, -programa de misericordia- se
convierte en el programa de su pueblo, el de su Iglesia. Al centro del mismo está siempre
la cruz, ya que en ella la revelación del amor misericordioso alcanza su punto
culminante. Mientras «las cosas de antes no hayan pasado»90 , la cruz permanecerá como
ese «lugar», al que aún podrían referirse otras palabras del Apocalipsis de Juan:
«Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno escucha mi voz y abre la puerta, yo
entraré a él y cenaré con él y él conmigo»91 . De manera particular Dios revela
asimismo su misericordia, cuando invita al hombre a la «misericordia» hacia su Hijo,
hacia el Crucificado.
Cristo,
en cuanto crucificado, es el Verbo que no pasa 92 ; es el que está a la puerta y llama al
corazón de todo hombre 93 , sin coartar su libertad, tratando de sacar de esa misma
libertad el amor que es no solamente un acto de solidaridad con el Hijo del Hombre que
sufre, sino también, en cierto modo, «misericordia» manifestada por cada uno de
nosotros al Hijo del Padre eterno. En este programa mesiánico de Cristo, en toda la
revelación de la misericordia mediante la cruz, ¿cabe quizá la posibilidad de que sea
mayormente respetada y elevada la dignidad del hombre, dado que él, experimentando la
misericordia, es también en cierto sentido el que «manifiesta contemporáneamente la
misericordia»?
En
definitiva, ¿no toma quizá Cristo tal posición respecto al hombre, cuando dice: «cada
vez que habéis hecho estas cosas a uno de éstos.... lo habéis hecho a mí»?94 Las
palabras del sermón de la montaña: «Bienaventurados los misericordiosos porque
alcanzarán misericordia»95 , ¿no constituyen en cierto sentido una síntesis de toda la
Buena Nueva, de todo el «cambio admirable» (admirabile commercium) en ella encerrado,
que es una ley sencilla, fuerte y «dulce» a la vez de la misma economía de la
salvación? Estas palabras del sermón de la montaña, al hacer ver las posibilidades del
«corazón humano» en su punto de partida («ser misericordiosos»), ¿no revelan quizá,
dentro de la misma perspectiva, el misterio profundo de Dios: la inescrutable unidad del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, en la que el amor, conteniendo la justicia, abre el
camino a la misericordia, que a su vez revela la perfección de la justicia?
El
misterio pascual es Cristo en el culmen de la revelación del inescrutable misterio de
Dios. Precisamente entonces se cumplen hasta lo último las palabras pronunciadas en el
Cenáculo: «Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre»96 . Efectivamente, Cristo, a
quien el Padre «no perdonó»97 en bien del hombre y que en su pasión así como en el
suplicio de la cruz no encontró misericordia humana, en su resurrección ha revelado la
plenitud del amor que el Padre nutre por El y, en El, por todos los hombres. «No es un
Dios de muertos, sino de vivos»98 . En su resurrección Cristo ha revelado al Dios de
amor misericordioso, precisamente porque ha aceptado la cruz como vía hacia la
resurrección. Por esto -cuando recordamos la cruz de Cristo, su pasión y su muerte-
nuestra fe y nuestra esperanza se centran en el Resucitado: en Cristo que «la tarde de
aquel mismo día, el primero después del sábado .. se presentó en medio de ellos» en
el Cenáculo, donde estaban los discípulos,... alentó sobre ellos y les dijo: recibid el
Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados les serán perdonados y a quienes los
retengáis les serán retenidos»99 .
Este es
el Hijo de Dios que en su resurrección ha experimentado de manera radical en sí mismo la
misericordia, es decir, el amor del Padre que es más fuerte que la muerte. Y es también
el mismo Cristo, Hijo de Dios, quien al término -y en cierto sentido, más allá del
término- de su misión mesiánica, se revela a sí mismo como fuente inagotable de la
misericordia, del mismo amor que, en la perspectiva ulterior de la historia de la
salvación en la Iglesia, debe confirmarse perennemente más fuerte que el pecado. El
Cristo pascual es la encarnación definitiva de la misericordia, su signo viviente:
histórico-salvífico y a la vez escatológico. En el mismo espíritu, la liturgia del
tiempo pascual pone en nuestros labios las palabras del salmo: «Cantaré eternamente las
misericordias del Señor»100 .
9. La
Madre de la misericordia
En
estas palabras pascuales de la Iglesia resuenan en la plenitud de su contenido profético
las ya pronunciadas por María durante la visita hecha a Isabel, mujer de Zacarías: «Su
misericordia de generación en generación»101 . Ellas, ya desde el momento de la
encarnación, abren una nueva perspectiva en la historia de la salvación. Después de la
resurrección de Cristo, esta perspectiva se hace nueva en el aspecto histórico y, a la
vez, lo es en sentido escatológico. Desde entonces se van sucediendo siempre nuevas
generaciones de hombres dentro de la inmensa familia humana, en dimensiones crecientes; se
van sucediendo además nuevas generaciones del Pueblo de Dios, marcadas por el estigma de
la cruz y de la resurrección, «selladas»102 a su vez con el signo del misterio pascual
de Cristo, revelación absoluta de la misericordia proclamada por María en el umbral de
la casa de su pariente: «su misericordia de generación en generación»103 .
Además
María es la que de manera singular y excepcional ha experimentado -como nadie- la
misericordia y, también de manera excepcional, ha hecho posible con el sacrificio de su
corazón la propia participación en la revelación de la misericordia divina. Tal
sacrificio está estrechamente vinculado con la cruz de su Hijo, a cuyos pies ella se
encontraría en el Calvario. Este sacrificio suyo es una participación singular en la
revelación de la misericordia, es decir, en la absoluta fidelidad de Dios al propio amor,
a la alianza querida por El desde la eternidad y concluida en el tiempo con el hombre, con
el pueblo, con la humanidad; es la participación en la revelación definitivamente
cumplida a través de la cruz. Nadie ha experimentado, como la Madre del Crucificado el
misterio de la cruz, el pasmoso encuentro de la trascendente justicia divina con el amor:
e] «beso» dado por la misericordia a la justicia104. Nadie como ella, María, ha acogido
de corazón ese misterio: aquella dimensión verdaderamente divina de la redención,
llevada a efecto en el Calvario mediante la muerte de su Hijo, junto con el sacrificio de
su corazón de madre, junto con su «fiat» definitivo.
María
pues es la que conoce más a fondo el misterio de la misericordia divina. Sabe su precio y
sabe cuán alto es. En este sentido la llamamos también Madre de la misericordia: Virgen
de la misericordia o Madre de la divina misericordia; en cada uno de estos títulos se
encierra un profundo significado teológico, porque expresan la preparación particular de
su alma, de toda su personalidad, sabiendo ver primeramente a través de los complicados
acontecimientos de Israel, y de todo hombre y de la humanidad entera después, aquella
misericordia de la que «por todas la generaciones»105 nos hacemos partícipes según el
eterno designio de la Santísima Trinidad.
Los
susodichos títulos que atribuimos a la Madre de Dios nos hablan no obstante de ella, por
encima de todo, como Madre del Crucificado y del Resucitado; como de aquella que, habiendo
experimentado la misericordia de modo excepcional, «merece» de igual manera tal
misericordia a lo largo de toda su vida terrena, en particular a los pies de la cruz de su
Hijo; finalmente, como de aquella que a través de la participación escondida y, al mismo
tiempo, incomparable en la misión mesiánica de su Hijo ha sido llamada singularmente a
acercar los hombres al amor que El había venido a revelar: amor que halla su expresión
más concreta en aquellos que sufren, en los pobres, los prisioneros, los que no ven, los
oprimidos y los pecadores, tal como habló de ellos Cristo, siguiendo la profecía de
Isaías, primero en la sinagoga de Nazaret106 y más tarde en respuesta a la pregunta
hecha por los enviados de Juan Bautista107 .
Precisamente,
en este amor «misericordioso», manifestado ante todo en contacto con el mal moral y
físico, participaba de manera singular y excepcional el corazón de la que fue Madre del
Crucificado y del Resucitado -participaba María-. En ella y por ella, tal amor no cesa de
revelarse en la historia de la Iglesia y de la humanidad. Tal revelación es especialmente
fructuosa, porque se funda, por parte de la Madre de Dios, sobre el tacto singular de su
corazón materno, sobre su sensibilidad particular, sobre su especial aptitud para llegar
a todos aquellos que aceptan más fácilmente el amor misericordioso de parte de una
madre. Es éste uno de los misterios más grandes y vivificantes del cristianismo, tan
íntimamente vinculado con el misterio de la encarnación.
«Esta
maternidad de María en la economía de la gracia -tal como se expresa el Concilio
Vaticano II- perdura sin cesar desde el momento del asentimiento que prestó fielmente en
la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz hasta la consumación
perpetua de todos los elegidos. Pues asunta a los cielos, no ha dejado esta misión
salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la
salvación eterna. Con su amor materno cuida a los hermanos de su Hijo, que todavía
peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria
bienaventurada»108 . |