56. Más allá de cada expresión ritual, que puede variar en el
tiempo según la disciplina eclesial, está claro que el domingo, eco semanal de la
primera experiencia del Resucitado, debe llevar el signo de la alegría con la que los
discípulos acogieron al Maestro: «Los discípulos se llenaron de alegría al ver al
Señor» (Jn 20,20). Se cumplían para ellos, como después se realizarán para todas las
generaciones cristianas, las palabras de Jesús antes de la pasión: «Estaréis tristes,
pero vuestra tristeza se convertirá en gozo» (Jn 16,20). ¿Acaso no había orado él
mismo para que los discípulos tuvieran «la plenitud de su alegría»? (cf. Jn 17,13). El
carácter festivo de la Eucaristía dominical expresa la alegría que Cristo transmite a
su Iglesia por medio del don del Espíritu. La alegría es, precisamente, uno de los
frutos del Espíritu Santo (cf. Rm 14,17; Gal 5, 22). 57. Para comprender, pues, plenamente el sentido del domingo,
conviene descubrir esta dimensión de la existencia creyente. Ciertamente, la alegría
cristiana debe caracterizar toda la vida, y no sólo un día de la semana. Pero el
domingo, por su significado como día del Señor resucitado, en el cual se celebra la obra
divina de la creación y de la «nueva creación», es día de alegría por un título
especial, más aún, un día propicio para educarse en la alegría, descubriendo sus
rasgos auténticos. En efecto, la alegría no se ha de confundir con sentimientos fatuos
de satisfacción o de placer, que ofuscan la sensibilidad y la afectividad por un momento,
dejando luego el corazón en la insatisfacción y quizás en la amargura. Entendida
cristianamente, es algo mucho más duradero y consolador; sabe resistir incluso, como
atestiguan los santos, (103) en la noche oscura del dolor, y, en cierto modo, es una
«virtud» que se ha de cultivar. 58. Sin embargo no hay ninguna oposición entre la alegría cristina
y las alegrías humanas verdaderas. Es más, éstas son exaltadas y tienen su fundamento
último precisamente en la alegría de Cristo glorioso, imagen perfecta y revelación del
hombre según el designio de Dios. Como escribía en la Exhortación sobre la alegría
cristiana mi venerado predecesor Pablo VI, «la alegría cristiana es por esencia una
participación espiritual de la alegría insondable, a la vez divina y humana, del
Corazón de Jesucristo glorificado». (104) Y el mismo Pontífice concluía su
Exhortación pidiendo que, en el día del Señor, la Iglesia testimonie firmemente la
alegría experimentada por los Apóstoles al ver al Señor la tarde de Pascua. Invitaba,
por tanto, a los pastores a insistir «sobre la fidelidad de los bautizados a la
celebración gozosa de la Eucaristía dominical. ¿Cómo podrían abandonar este
encuentro, este banquete que Cristo nos prepara con su amor? ¡Que la participación sea
muy digna y festiva a la vez! Cristo, crucificado y glorificado, viene en medio de sus
discípulos para conducirlos juntos a la renovación de su resurrección. Es la cumbre,
aquí abajo, de la Alianza de amor entre Dios y su pueblo: signo y fuente de alegría
cristiana, preparación para la fiesta eterna». (105) En esta perspectiva de fe, el
domingo cristiano es un auténtico «hacer fiesta», un día de Dios dado al hombre para
su pleno crecimiento humano y espiritual. La observancia del sábado 60. En esta perspectiva, la teología bíblica del «shabbat», sin
perjudicar el carácter cristiano del domingo, puede ser recuperada plenamente. Ésta nos
lleva siempre de nuevo y con renovado asombro al misterioso inicio en el cual la eterna
Palabra de Dios, con libre decisión de amor, hizo el mundo de la nada. Sello de la obra
creadora fue la bendición y consagración del día en el que Dios cesó de «toda la obra
creadora que Dios había hecho» (Gn 2,3). De este día del descanso de Dios toma sentido
el tiempo, asumiendo, en la sucesión de las semanas, no sólo un ritmo cronológico,
sino, por así decir, una dimensión teológica. En efecto, el continuo retorno del
«shabbat» aparta el tiempo del riesgo de encerrarse en sí mismo, para que quede abierto
al horizonte de lo eterno, mediante la acogida de Dios y de sus kairoi, es decir, de los
tiempos de su gracia y de sus intervenciones salvíficas. 61. El «shabbat», día séptimo bendecido y consagrado por Dios, a
la vez que concluye toda la obra de la creación, se une inmediatamente a la obra del
sexto día, en el cual Dios hizo al hombre «a su imagen y semejanza» (cf. Gn 1,26). Esta
relación más inmediata entre el «día de Dios» y el «día del hombre» no escapó a
los Padres en su meditación sobre el relato bíblico de la creación. A este respecto
dice Ambrosio: «Gracias pues a Dios Nuestro Señor que hizo una obra en la que pudiera
encontrar descanso. Hizo el cielo, pero no leo que allí haya descansado; hizo las
estrellas, la luna, el sol, y ni tan siquiera ahí leo que haya descansado en ellos. Leo,
sin embargo, que hizo al hombre y que entonces descansó, teniendo en él uno al cual
podía perdonar los pecados». (106) El «día de Dios » tendrá así para siempre una
relación directa con el «día del hombre». Cuando el mandamiento de Dios dice:
«Acuérdate del día del sábado para santificarlo» (Ex 20,8), el descanso mandado para
honrar el día dedicado a él no es, para el hombre, una imposición pesada, sino más
bien una ayuda para que se dé cuenta de su dependencia del Creador vital y liberadora, y
a la vez la vocación a colaborar en su obra y acoger su gracia. Al honrar el «descanso»
de Dios, el hombre se encuentra plenamente a sí mismo, y así el día del Señor se
manifiesta marcado profundamente por la bendición divina (cf. Gn 2,3) y, gracias a ella,
dotado, como los animales y los hombres (cf. Gn 1,22.28), de una especie de
«fecundidad». Ésta se manifiesta sobre todo en el vivificar y, en cierto modo,
«multiplicar» el tiempo mismo, aumentando en el hombre, con el recuerdo del Dios vivo,
el gozo de vivir y el deseo de promover y dar la vida. 62. El cristiano debe recordar, pues, que, si para él han decaído
las manifestaciones del sábado judío, superadas por el «cumplimiento» dominical, son
válidos los motivos de fondo que imponen la santificación del «día del Señor»,
indicados en la solemnidad del Decálogo, pero que se han de entender a la luz de la
teología y de la espiritualidad del domingo: «Guardarás el día del sábado para
santificarlo, como te lo ha mandado el Señor tu Dios. Seis días trabajarás y harás
todas tus tareas, pero el día séptimo es día de descanso para el Señor tu Dios. No
harás ningún trabajo, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tu
buey, ni tu asno, ni ninguna de tus bestias, ni el forastero que vive en tus ciudades; de
modo que puedan descansar, como tú, tu siervo y tu sierva. Recuerda que fuiste esclavo en
el país de Egipto y que el Señor tu Dios te sacó de allí con mano fuerte y tenso
brazo; por eso el Señor tu Dios te ha mandado guardar el día del sábado» (Dt 5,12-15).
La observancia del sábado aparece aquí íntimamente unida a la obra de liberación
realizada por Dios para su pueblo. 63. Cristo vino a realizar un nuevo «éxodo», a dar la libertad a
los oprimidos. El obró muchas curaciones el día de sábado (cf. Mt 12,9-14 y paralelos),
ciertamente no para violar el día del Señor, sino para realizar su pleno significado:
«El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado» (Mc 2,
27). Oponiéndose a la interpretación demasiado legalista de algunos contemporáneos
suyos, y desarrollando el auténtico sentido del sábado bíblico, Jesús, «Señor del
sábado» (Mc 2,28), orienta la observancia de este día hacia su carácter liberador,
junto con la salvaguardia de los derechos de Dios y de los derechos del hombre. Así se
entiende por qué los cristianos, anunciadores de la liberación realizada por la sangre
de Cristo, se sintieran autorizados a trasladar el sentido del sábado al día de la
resurrección. En efecto, la Pascua de Cristo ha liberado al hombre de una esclavitud
mucho más radical de la que pesaba sobre un pueblo oprimido: la esclavitud del pecado,
que aleja al hombre de Dios, lo aleja de sí mismo y de los demás, poniendo siempre en la
historia nuevas semillas de maldad y de violencia. El día del descanso 65. Por otra parte, la relación entre el día del Señor y el día
de descanso en la sociedad civil tiene una importancia y un significado que están más
allá de la perspectiva propiamente cristiana. En efecto, la alternancia entre trabajo y
descanso, propia de la naturaleza humana, es querida por Dios mismo, como se deduce del
pasaje de la creación en el Libro del Génesis (cf. 2,2-3; Ex 20,8-11): el descanso es
una cosa «sagrada», siendo para el hombre la condición para liberarse de la serie, a
veces excesivamente absorbente, de los compromisos terrenos y tomar conciencia de que todo
es obra de Dios. El poder prodigioso que Dios da al hombre sobre la creación correría el
peligro de hacerle olvidar que Dios es el Creador, del cual depende todo. En nuestra
época es mucho más urgente este reconocimiento, pues la ciencia y la técnica han
extendido increíblemente el poder que el hombre ejerce por medio de su trabajo. 66. Es preciso, pues, no perder de vista que, incluso en nuestros
días, el trabajo es para muchos una dura servidumbre, ya sea por las miserables
condiciones en que se realiza y por los horarios que impone, especialmente en las regiones
más pobres del mundo, ya sea porque subsisten, en las mismas sociedades más
desarrolladas económicamente, demasiados casos de injusticia y de abuso del hombre por
parte del hombre mismo. Cuando la Iglesia, a lo largo de los siglos, ha legislado sobre el
descanso dominical, (109) ha considerado sobre todo el trabajo de los siervos y de los
obreros, no porque fuera un trabajo menos digno respecto a las exigencias espirituales de
la práctica dominical, sino porque era el más necesitado de una legislación que lo
hiciera más llevadero y permitiera a todos santificar el día del Señor. A este
respecto, mi predecesor León XIII en la Encíclica Rerum novarum presentaba el descanso
festivo como un derecho del trabajador que el Estado debe garantizar. (110) 67. Por medio del descanso dominical, las preocupaciones y las
tareas diarias pueden encontrar su justa dimensión: las cosas materiales por las cuales
nos inquietamos dejan paso a los valores del espíritu; las personas con las que
convivimos recuperan, en el encuentro y en el diálogo más sereno, su verdadero rostro.
Las mismas bellezas de la naturaleza deterioradas muchas veces por una lógica de
dominio que se vuelve contra el hombre pueden ser descubiertas y gustadas
profundamente. Día de paz del hombre con Dios, consigo mismo y con sus semejantes, el
domingo es también un momento en el que el hombre es invitado a dar una mirada regenerada
sobre las maravillas de la naturaleza, dejándose arrastrar en la armonía maravillosa y
misteriosa que, como dice san Ambrosio, por una «ley inviolable de concordia y de amor»,
une los diversos elementos del cosmos en un «vínculo de unión y de paz». (111) El
hombre se vuelve entonces consciente, según las palabras del Apóstol, de que «todo lo
que Dios ha creado es bueno y no se ha de rechazar ningún alimento que se coma con
acción de gracias; pues queda santificado por la Palabra de Dios y por la oración» (1
Tm 4,4-5). Por tanto, si después de seis días de trabajo reducidos ya para muchos
a cinco el hombre busca un tiempo de distensión y de más atención a otros
aspectos de la propia vida, esto responde a una auténtica necesidad, en plena armonía
con la perspectiva del mensaje evangélico. El creyente está, pues, llamado a satisfacer
esta exigencia, conjugándola con las expresiones de su fe personal y comunitaria,
manifestada en la celebración y santificación del día del Señor. 68. Además, dado que el descanso mismo, para que no sea algo vacío
o motivo de aburrimiento, debe comportar enriquecimiento espiritual, mayor libertad,
posibilidad de contemplación y de comunión fraterna, los fieles han de elegir, entre los
medios de la cultura y las diversiones que la sociedad ofrece, los que estén más de
acuerdo con una vida conforme a los preceptos del Evangelio. En esta perspectiva, el
descanso dominical y festivo adquiere una dimensión «profética», afirmando no sólo la
primacía absoluta de Dios, sino también la primacía y la dignidad de la persona en
relación con las exigencias de la vida social y económica, anticipando, en cierto modo,
los «cielos nuevos» y la «tierra nueva», donde la liberación de la esclavitud de las
necesidades será definitiva y total. En resumen, el día del Señor se convierte así
también, en el modo más propio, en el día del hombre. Día de la solidaridad 70. De hecho, desde los tiempos apostólicos, la reunión dominical
fue para los cristianos un momento para compartir fraternalmente con los más pobres.
«Cada primer día de la semana, cada uno de vosotros reserve en su casa lo que haya
podido ahorrar» (1 Co 16,2). Aquí se trata de la colecta organizada por Pablo en favor
de las Iglesias pobres de Judea. En la Eucaristía dominical el corazón creyente se abre
a toda la Iglesia. Pero es preciso entender en profundidad la invitación del Apóstol,
que lejos de promover una mentalidad reductiva sobre el «óbolo», hace más bien una
llamada a una exigente cultura del compartir, llevada a cabo tanto entre los miembros
mismos de la comunidad como en toda la sociedad. (114) Es más que nunca importante
escuchar las severas exhortaciones a la comunidad de Corinto, culpable de haber humillado
a los pobres en el ágape fraterno que acompañaba a la «cena del Señor»: «Cuando os
reunís, pues, en común, eso ya no es comer la cena del Señor; porque cada uno come
primero su propia cena, y mientras uno pasa hambre, otro se embriaga. ¿No tenéis casas
para comer y beber? ¿O es que despreciáis a la Iglesia de Dios y avergonzáis a los que
no tienen?» (1 Co 11,20-22). Valientes son asimismo las palabras de Santiago:
«Supongamos que entra en vuestra asamblea un hombre con un anillo de oro y un vestido
espléndido; y entra también un pobre con un vestido sucio; y que dirigís vuestra mirada
al que lleva el vestido espléndido y le decís: "Tú, siéntate aquí, en un buen
lugar"; y en cambio al pobre le decís: "Tú, quédate ahí de pie", o
"Siéntate a mis pies". ¿No sería esto hacer distinciones entre vosotros y ser
jueces con criterios malos?» (2,2-4). 71. Las enseñanzas de los Apóstoles encontraron rápidamente eco
desde los primeros siglos y suscitaron vigorosos comentarios en la predicación de los
Padres de la Iglesia. Palabras ardorosas dirigía san Ambrosio a los ricos que presumían
de cumplir sus obligaciones religiosas frecuentando la iglesia sin compartir sus bienes
con los pobres y quizás oprimiéndolos: «¿Escuchas, rico, qué dice el Señor? Y tú
vienes a la iglesia no para dar algo a quien es pobre sino para quitarle». (115) No menos
exigente es san Juan Crisóstomo: «¿Deseas honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecies,
pues, cuando lo encuentres desnudo en los pobres, ni lo honres aquí, en el templo, con
lienzos de seda, si al salir lo abandonas en su frío y desnudez. Porque el mismo que
dijo: Esto es mi cuerpo, y con su palabra llevó a realidad lo que decía, afirmo
también: Tuve hambre y no me disteis de comer, y más adelante: Siempre que dejasteis de
hacerlo a uno de estos pequeñuelos, a mí en persona lo dejasteis de hacer [...] ¿De
qué serviría adornar la mesa de Cristo con vasos de oro, si el mismo Cristo muere de
hambre? Da primero de comer al hambriento, y luego, con lo que te sobre, adornarás la
mesa de Cristo». (116) 72. La Eucaristía es acontecimiento y
proyecto de fraternidad. 73. Vivido así, no sólo la Eucaristía dominical sino todo el domingo se convierte en una gran escuela de caridad, de justicia y de paz. La presencia del Resucitado en medio de los suyos se convierte en proyecto de solidaridad, urgencia de renovación interior, dirigida a cambiar las estructuras de pecado en las que los individuos, las comunidades, y a veces pueblos enteros, están sumergidos. Lejos de ser evasión, el domingo cristiano es más bien «profecía» inscrita en el tiempo; profecía que obliga a los creyentes a seguir las huellas de Aquél que vino «para anunciar a los pobres la Buena Nueva, para proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19). Poniéndose a su escucha, en la memoria dominical de la Pascua y recordando su promesa: «Mi paz os dejo, mi paz os doy» (Jn 14,27), el creyente se convierte a su vez en operador de paz. (99) Proclamación diaconal en honor del día del Señor: véase el
texto siriaco en el Misal según el rito de la Iglesia de Antioquía de los Maronitas (ed.
en siriaco y árabe), Jounieh (Líbano) 1959, 38. |