Señor Cardenal:
Gracias por las delicadas y tan preciosas palabras
que Nos habéis dirigido en nombre de todo el Sacro Colegio, en el que Nos
gozamos de admirar, en este día, el espectáculo de una renovada juventud;
gracias por las acertadas alusiones que os habéis complacido en hacer a la
alegría y a la conmoción del mundo entero, de los nobles representantes de las
diversas naciones y de la Prelatura romana por la inauguración de este nuevo
Pontificado.
Mas en el interior conocimiento, aunque imperfecto,
que de Nos mismo tenemos, y en la humildad de Nuestro espíritu sentimos el
deber de comprobar que no es simplemente el comportamiento humano cordial de
Nuestra modesta persona el que ha logrado ganarse en seguida la simpatía de los
pueblos y gobernantes, como tan benignamente decíais, y especialmente en las
recientes explosiones de alegría y de respeto del pueblo de Roma, sino una
nueva efusión de la gracia del Espíritu Santo, que fue prometida a la Iglesia
del Señor, y que no cesa de provocar diversas formas de expresión, que
suscitan tan devota admiración en torno a Nos.
Nos complace recordar, Señor Cardenal, el regreso,
en compañía vuestra y del Señor Cardenal Pizzardo, desde Letrán al Vaticano,
justamente hace un mes, el 23 de noviembre, luego de haber tomado posesión de
Nuestra catedral de San Juan, a través de las calles de la Urbe; y aquella
muchedumbre, aquella densa muchedumbre, tan gozosa, alegre, respetuosa y piadosa
en su comportamiento y en sus aclamaciones.
Y el día 8 de diciembre, en la Plaza de España;
luego, en Santa María la Mayor. ¡Qué júbilo triunfal de miradas, de voces,
de corazones! Y es que se aunaba en ese día el binomio tan querido para los
romanos: la Inmaculada y el Papa.
La misma manifestación del sentimiento popular se
renueva todas las veces que la gente Nos espera o viene a Nuestro encuentro, aquí,
en las amplísimas salas del palacio apostólico.
Sirve de particular consuelo advertir cómo la gran
masa que Nos busca, Nos llama y no cesa de aplaudir, está formada, sobre todo,
por jóvenes de todas clases, vibrantes de piadosa admiración y de vivo y
candoroso entusiasmo; y asimismo comprobar cómo ellos, los jóvenes, más que
los ancianos, más que los hombres maduros, están prontos a defender valientes
y a rendir honor a la herencia de Cristo, rey glorioso e inmortal de los pueblos
y de los siglos.
2. Estas primeras y reverentes manifestaciones de
homenaje al nuevo Papa en nada disminuyen la continuidad del universal
sentimiento que hasta los umbrales de la patria celestial acompañó al alma
bendita y pura de Nuestro inmediato Antecesor, Pío XII; más aún, en gran
parte a él se le deben. Mérito suyo es, y del misterio de gracia al que sirvió
en el curso de un gran Pontificado de casi veinte años; mérito suyo es el
haber difundido tesoros luminosos de celestial sabiduría y vivísimo fervor de
celo pastoral sobre la grey de Cristo.
El humilde hijo del pueblo, que fue llamado por la
divina Providencia a sustituirle, según la sucesión de las cosas humanas e
incluso de las divinas -exaltavi electum de plebe mea[i]-,
no pretende otra cosa sino conducir al pueblo cristiano por el camino de la
bondad y de la misericordia que salva, eleva y alienta.
Todo contribuye, además, a mitigar la tristeza de
aquella partida de nuestro Padre y Pontífice, a quien queremos contemplar ya
como asociado, en las regiones celestiales, a los Santos de Dios, y como
derramando, también desde allí, renovadas energías sobre el pueblo cristiano
que le sobrevive y que, en el correr de los siglos, no cesará de venerar su
querida y santa memoria.
Al llegar la festividad anual de la Natividad del Señor,
era costumbre de Su Santidad Pío XII transformar la sencilla, la antigua
expresión del amable intercambio de las acostumbradas felicitaciones, en un
denso y riquísimo discurso de circunstancias en que él se complacía en
ilustrar, con profundidad y amplitud de penetración teológica y mística
delicadamente práctica, su elevado pensamiento pontificio, relacionándolo con
las mudables circunstancias del orden -a menudo, del desorden- individual, doméstico,
cívico y social. Los modernos medios de transmisión del pensamiento y de la
palabra, que hacen llegar inmediatamente la enseñanza y la voz pontificia a
todos los puntos de la tierra, invitaban a muchos pensadores de recta conciencia
a inclinar su cabeza considerando en seria meditación y con vivo y neto
discernimiento la distinción entre verdad y error, entre lo que más atrae y lo
que es falaz y engañosa tentación, que induce a desorden y ruina.
3. Disposiciones, en estos días, para este
encuentro de nuestras almas como preparación a la Navidad, Nos pareció que no
podríamos hacerlo mejor que escuchando los ecos de aquellos discursos o
radiomensajes, al mundo entero, del llorado Padre nuestro Pío XII. Incluso el
solo hecho de recordarlos Nos pareció un homenaje no indigno de él, ni de las
circunstancias; al igual que cuando en la casa que queda vacía de la presencia
del padre anciano, que partió para la eternidad, proporciona consuelo a los
buenos hijos, reunidos en torno al casi extinguido hogar, evocar su querida voz,
sus dichos más preciosos, sus más saludables advertencias.
¡Oh, qué luz, oh qué gozo para el espíritu oír,
aunque de lejos, su simple enunciación! Desde 1939 a 1957, aquellos
radiomensajes son diecinueve. Otras tantas obras maestras de ciencia tecnológica,
jurídica, ascética, política y social; todos y cada uno en el esplendor que
tiene por centro a Jesús en Belén; por espíritu, la gran llama del celo
pastoral por las almas y por las naciones; por punto máximo de dirección, la
misteriosa estrella anunciadora de las eternas conclusiones para la vida
espiritual y universal, para la historia de las almas y de los pueblos.
La serie se inicia -precisamente en la Navidad de
1939- con la descripción de los puntos fundamentales para la pacífica
convivencia de los pueblos. Sigue, en 1940, con las condiciones básicas para el
nuevo ordenamiento de Europa; en 1941, con las del nuevo ordenamiento
internacional. En 1942 trata del orden interno de los Estados y de los pueblos;
en 1943, de la luz de la estrella de Belén para los desilusionados, para los
desolados y para los fieles en general, añadiendo principios para un programa
de paz. En 1944, sexto año de guerra, se propone y aclara el problema de la
democracia. En los años sucesivos, la paz ocupa extensamente el puesto de
honor. Y así, en 1945, 1946, 1947 y 1948, la paz, siempre la paz, bajo los
diversos aspectos.
En 1949 se ilustra el anuncio del Año de Dios, año
que quiere ser del gran "retorno" y del gran perdón. En 1950 reanuda
el tema de la paz interna y externa de los pueblos; en 1951, la Iglesia y la
paz; en 1952, siguen páginas conmovedoras sobre los hombres sumidos en la
miseria y sobre el consuelo de Cristo. En 1953, páginas exactas y transparentes
sobre el progreso técnico del mundo y la paz; en 1954, se estudia la
coexistencia de los hombres en el temor, en el error, en la verdad. En 1955, se
describen las actitudes del hombre moderno frente a la Navidad y a Cristo, en la
vida histórica y social de la humanidad. En 1956, la dignidad y los límites de
la naturaleza humana, razonamiento densísimo de pura doctrina y de aplicaciones
a la realidad concreta, a la vida individual. Finalmente, en 1957, Cristo,
fuente y prenda de armonía en el mundo: páginas admirables y consoladoras, que
resumen todo el pensamiento del Papa Pío XII.
4. Su gloriosa y noble tumba en el Vaticano, junto a
la de San Pedro, no podría contemplarse con decoración más espléndida y más
apropiada que con los títulos de estos radiomensajes de Navidad, de los años
de su Pontificado.
El alma se conmueve más aún cuando se piensa que
éstos no son sino diecinueve rayos de una doctrina que una serie de densos volúmenes
apenas basta a contener. Admirable actividad, en efecto, doctrinal y pastoral,
que asegura el nombre de Pío XII en la posteridad. Aun por encima de toda
declaración oficial, que sería prematura, el triple título de doctor
optimus, Ecclesiae sanctae lumen, divinae legis amator, dice muy bien con la
bendita memoria de él, Pontífice de nuestros afortunados tiempos.
5. Para resumir en dos términos sintéticos la
sustancia viva de esta enseñanza contenida en los diecinueve radiomensajes
navideños y en los veinte volúmenes de la riquísima colección de discursos y
cartas de Pío XII, basta pronunciar estas palabras: unidad y paz.
En efecto; estas palabras sostienen al mundo entero,
desde su creación hasta la consumación de su historia: esa es la unidad.
Expresan también la luz bienhechora y fecundante de la gracia de Cristo, hijo
de Dios y redentor y glorificador del género humano: ésa es la paz. La única
condición por parte del hombre es la bona voluntas, que es también
gracia de Dios, pero que ha de estar libremente condicionada por la
correspondencia del hombre. Esta falta de correspondencia de la humana libertad
a la llamada de Dios en servicio de sus designios de misericordia constituye el
más terrible problema de la historia humana y de la vida de cada uno de los
hombres y de los pueblos.
La conmemoración del nacimiento de Jesús no cesa
de renovar cada año el anuncio de la misma doctrina y en el mismo tono: unidad
y paz. Por desgracia, la historia humana registra en sus comienzos un episodio
de sangre: el hermano ha sido muerto por el hermano. La ley del amor, que el
Creador imprimió en el corazón del hombre, fue violada por la mala
voluntas, que rápidamente condujo a la humanidad por los caminos de la
injusticia y del desorden. La unidad fue quebrantada, y fue menester nada menos
que la intervención del Hijo mismo de Dios, que por obediencia aceptó
reconstruir los vínculos sagrados, pero pronto comprometidos, de la familia
humana; y la reconstruyó al precio de su sangre.
Tal reconstrucción es siempre actual: Jesús fundó
una Iglesia, imprimiendo en su faz el carácter de la unidad, instituida como
para recoger en ella a todas las humanas gentes bajo sus inmensos pabellones,
que se extienden a mari usque ad mare. ¡Ah! ¿Por qué esta unidad de la
Iglesia católica, orientada directamente y por vocación divina a los intereses
del orden espiritual, no podría llegar también a la reunificación de las
diferentes razas y naciones, atraídas igualmente por propósitos de convivencia
social señalados por las leyes de la justicia y de la fraternidad?
Bien viene aquí el principio, familiar a los
creyentes, de que el buen servicio de Dios y de su justicia es también propicio
al provecho de la comunidad civil de los pueblos y de las naciones.
Todavía está vivo en Nuestro espíritu el recuerdo
de hace algunas decenas de años, cuando algunos representantes de las iglesias
ortodoxas -como se las llama- del próximo Oriente, con la cooperación práctica
de algunos gobiernos, pensaron en proveer a la concentración de las naciones
civiles, iniciándola con una inteligencia entre las varias confesiones
cristianas de diverso rito y de diversa historia.
Por desgracia, el imponerse de intereses más
presionantes y concretos, junto con preocupaciones nacionalistas, esterilizó
aquellas intenciones de suyo buenas y dignas de respeto. Y el angustioso
problema de la truncada unidad de la herencia de Cristo permanece siempre, para
gran turbación y perjuicio del mismo trabajo de resolución, a lo largo de un
camino de agobiantes dificultades e incertidumbres.
La tristeza de esta dolorosa comprobación no
detiene, no detendrá, confiamos en Dios, el esfuerzo de Nuestra alma en
proseguir la invitación amorosa a aquellos nuestros queridos hermanos
separados, que también llevan en su frente el nombre de Cristo, leen su
Evangelio santo y bendito, y no son insensibles a las inspiraciones de la piedad
religiosa y de la caridad benéfica y comprensiva.
Recordando los repetidos llamamientos de Nuestros
Predecesores -desde el Papa León XIII hasta el Papa Pío XII, a través de San
Pío X, Benedicto XV y Pío XI, todos ellos dignísimos y gloriosos Pontífices
-que desde la cátedra apostólica lanzaron la invitación a la unidad, Nos
permitimos- mas ¿por qué decimos: Nos permitimos?-, Nos proponemos proseguir
humilde, pero ardientemente, el deber al cual Nos estimula la palabra y el
ejemplo que Jesús, el divino Pastor, continúa dándonos con la visión de la
mies que blanquea en los inmensos campos misionales: et illas oportet me
adducere... et fiet unum ovile et unus Pastor[ii];
y en el clamor elevado a su Padre en sus últimas horas, poco antes del supremo
sacrificio: Pater, ut unum sint; sicut tu Pater in me et ego in te; ut et
ipsi unum sint, et credat mundus quia tu me misisti[iii].
6. Sobre estos llamamientos tan profundos y sublimes
aletea la paz, la paz de Navidad, la paz de Cristo; el anhelo de las almas y de
los pueblos, el complemento de toda gracia del cielo y de la tierra; la paz que
allí donde falte y mientras faltare, el mundo esta en agonía; y donde existe,
llena de alegría el espíritu y los corazones, como anunciaron los ángeles de
Belén.
Señor Cardenal: Vuestra felicitación, tan noble y
afectuosa desde la primera a la última palabra, que Nos habéis ofrecido en
nombre de todos los eminentísimos Cardenales, antiguos o de nueva creación, y
en nombre de toda la Prelatura romana, quiero repetirlo, Nos conmueve
profundamente y una vez más os la agradecemos.
Natividad del Señor:
anuncio de unidad y de paz sobre toda la tierra; empeño renovado de buena
voluntad, puesta al servicio del orden, de la justicia, de la fraternidad entre
todas las gentes cristianas, movidas por un común deseo de comprensión, de
respeto común a las sagradas libertades de la vida colectiva en el triple orden
religioso, civil y social.
Nos han informado del proyecto delicado y genial de
la Radiotelevisión italiana de hacer coincidir, en dulce sincronía, el primer
toque de la festividad navideña con el sonido de las campanas de la humilde
parroquia donde este nuevo Siervo de los Siervos de Dios que os habla, nació y
fue bautizado; con las campanas de Venecia, de donde partió para la inesperada
misión que la Providencia le confiaba, y con las campanas más solemnes de San
Pedro, del Vaticano, asociadas en festivo concierto con todas las voces
armoniosas del mundo para un mismo anuncio universal, para una misma invitación
a la unidad y a la paz.
7. Haga el Señor que esta augural invitación sea
escuchada por doquier. En diversas partes del mundo no hay oído para esta
invitación. Donde las nociones más sagradas de la civilización cristiana están
sofocadas o extinguidas; allí donde el orden espiritual y divino es combatido o
se ha logrado debilitar la concepción de la vida sobrenatural, es bien triste
tener que comprobar el initium malorum, cuyas pruebas son ya de general
conocimiento. Aun queriendo ser corteses al juzgar, al excusar, al juzgar
indulgentes la gravedad de la situación "atea y materialista" a que
fueron y están sujetas algunas naciones y bajo cuyo peso gimen, la esclavitud
para los individuos y para las masas, esclavitud del pensamiento y esclavitud de
la acción, es innegable. Nos habla la Sagrada Escritura de una torre de Babel,
que fue construida en los primeros siglos de la historia en la llanura de
Sennaar y que terminó en la confusión. En diversas regiones de la tierra se
están fabricando también hoy torres semejantes: seguro es que terminarán como
la primera. Para muchos, la ilusión es grande, pero la ruina es amenazadora. Sólo
la unidad y la cohesión es el reforzamiento del apostolado de la verdad y de la
verdadera fraternidad humana y cristiana podrán detener los graves peligros que
amenazan.
8. En relación con la libertad de la Iglesia en
algunas regiones del mundo, por ejemplo, en la inmensa China, tuvimos ya ocasión
de señalar los hechos gravísimos de los tiempos más recientes. Lo que desde
hace años sucede en los inmensos territorios del otro lado del telón de acero,
es demasiado conocido para que haga falta una más amplia ilustración.
Nada de militar o de violento en nuestras
actuaciones de hombres de fe. Pero es necesario velar en la noche que cada vez
es más densa: saber darnos cuenta de las asechanzas de quienes son enemigos de
Dios antes que enemigos nuestros, y prepararnos para toda clase de defensa de
los principios cristianos, que son la coraza de la verdadera justicia ahora y
siempre.
9. Tiempo de Navidad: tiempo de buenas obras
y de intensa caridad. El ejercicio de las que dan sustancia y color a la
civilización, que toma su nombre de Cristo, tiene por objeto las catorce obras
de misericordia. La Navidad debe señalar el máximo del fervor religioso y pacífico
para esta efusión de unidad y de caridad hacia los hermanos necesitados,
enfermos; hacia los pequeños, hacia los que sufren, de cualquier clase, de
cualquier nombre.
Sea ésta una Navidad constructiva. Cuantos escuchan
esta voz a través de los caminos del aire, a través del concierto de las
campanas, que invitan a la unión y a la plegaria en homenaje a la humilde
persona del nuevo Papa, robustezcan sus buenos propósitos de santificación del
nuevo año, a fin de que sea para todo el mundo año de justicia, de bendición,
de bondad y de paz.
María, auxilium Christianorum, ora pro nobis. María,
auxilium Episcoporum, ora pro nobis. Regina sine labe originali concepta, ora
pro nobis. Amén.
JUAN XXIII