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Dios guarda nuestras lágrimas en su odre

 

El llanto del niño es su primera señal de vida. Esas lágrimas lo acompañarán toda la vida hasta el último suspiro de la muerte. Saber transformar todo ese llanto en oración es un buen aprendizaje para nuestra escuela de oración.

En el pequeño museo que tienen los franciscanos en Nazaret vi por primera vez en mi vida un "vaso de lágrimas". Es un pequeño recipiente de cristal con un cuello muy largo y estrecho, que se ensancha un poco en la parte superior. Esos vasos contenían las lágrimas derramadas por los seres queridos y se depositaban en el sepulcro como el mejor testimonio simbólico de un amor auténtico. Han aparecido cientos de estos vasos en las excavaciones arqueológicas de la Tierra Santa.

Después de haber visto ese vaso de lágrimas, entendí mejor el verso del salmo en el que dice que "De mi vida errante llevas tú la cuenta, ¡recoge mis lágrimas en tu odre! (Sal 56,8). Traté de imaginar cómo es ese vaso donde el Señor ha conservado todas las lágrimas derramadas a lo largo de mi vida. ¡Cuál será su volumen! ¡Hasta donde habrá subido el nivel en el vaso!

De lo que sí estoy cierto es que la mayor parte de esas lágrimas se han derramado en momentos de oración. ¡Qué distinto es llorar solo o llorar ante el rostro de aquel que puede enjugar toda lágrima! (Ap 7,17; 21,4) Una mujer que sufrió mucho por la infidelidad de su marido me contó una vez que su texto continuo de oración era el salmo 6. Lo rezaba tanto, que había llegado a aprendérselo de memoria. "Estoy extenuada de gemir, baño mi lecho cada noche, inundo de lágrimas mi cama; mis ojos están consumidos por el tedio, han envejecido entre opresores. Apartaos de mí todos los malvados, pues el Señor ha oído la voz de mis sollozos" (Sal 6,7-9).

La Biblia usa imágenes desmesuradas a la hora de describir las lágrimas. A veces son tan copiosas que uno tiene que sorbérselas por dentro. El tener que sorberse uno las lágrimas genera la imagen de que fueran algo que se traga, que se come. "Son las lágrimas mi pan día y noche" (Sal 42,4).

Jesús supo hacer de las lágrimas un lenguaje de oración. Tres veces se nos habla del llanto de Jesús (Lc 19,41; Jn 11,35; Hb 5,7). La primera vez fue a la vista de Jerusalén, presintiendo su ruina y su destrucción. Ya Jeremías una vez, después de hacer todos los esfuerzos posibles por encaminar a su pueblo, se vio reducido a la impotencia al considerar el destino triste del Israel pecador. "Pero si no lo oyereis, en silencio llorará mi alma por ese orgullo y dejarán mis ojos caer lágrimas, porque va cautiva la grey del Señor (Jr 13,17).

Me impresionan mucho más los textos que hablan de la tristeza de Dios que los que hablan de la cólera de Dios. Porque en realidad Dios, como el profeta, no se enoja con el pecador ni se complace en la venganza, sino que derrama lágrimas por él, después de haber hecho todo lo posible por salvarlo. Estas lágrimas divinas de impotencia deberían estremecernos, porque son el mayor testimonio de su amor hacia nosotros.

La segunda mención de las lágrimas de Jesús es con motivo de la muerte de su amigo Lázaro. Jesús lloró al ver la pena de esa familia amiga de Betania (Jn 11,35), lloró al ver llorar a María y se sintió afectado por aquellas lágrimas, porque sabía muy bien llorar con los que lloran (Rm 12,15). Jesús no ha venido solo a enjugar nuestras lágrimas, sino también a compartirlas y a santificarlas. Desde entonces, ya nadie tendrá que avergonzarse nunca de su llanto ni disimularlo en los funerales de los seres más queridos.

Finalmente se nos dice que Jesús lloró en la cruz. Su oración fue un clamor acompañado con lágrimas mientras pedía ser salvado de la muerte (Hb 5,7; Mt 26,36-46). Dice la carta a los Hebreos que esas lágrimas fueron escuchadas, aludiendo sin duda a la resurrección del Señor. Bienaventurados los que lloráis ahora porque reiréis (Lc 6,21).

Pero no todas las lágrimas son bienaventuradas. Hay un llanto de despecho, de envidia, de impotencia, de conmiseración por uno mismo. Es el llanto y el rechinar de dientes que son más bien signos de desesperanza y perdición (Mt 13,42; 24,51). Es un sufrimiento estéril, autodestructivo, como el que produce la caries dental. ¡Qué distinto del dolor de la caries es el sufrimiento curativo del torno de un dentista que elimina la caries! En ambos casos se produce un dolor, pero ¡qué resultado tan distinto tienen! Uno destruye y el otro cura. ¡Bendito el dolor que produce el médico o la medicina que curan!

Sólo son bienaventuradas las lágrimas del amor, las de Jesús por Lázaro y por Jerusalén, las de Mónica por Agustín, o las de la mujer pecadora del evangelio que, puesta a los pies de Jesús, empezó a lavar sus pies con sus lágrimas, besándolos y ungiéndolos con perfume (Lc 7,38).

Son bienaventuradas las lágrimas de Pedro, cuando, después de su traición, se sintió mirado por Jesús con infinito amor (Lc 13,62). Las dejó dibujadas el Greco en sus distintas réplicas de ese tema que llegó a obsesionarle. Según la tradición llegaron a causar profundos surcos en su rostro.

Conocí hace años a una religiosa ya mayor que infundía una gran paz. Le pregunté cuáles eran sus penas en la vida. Me dijo: "Yo ya no tengo más penas que las de los demás". Había aprendido ya a llorar con los que lloran, lo mismo que Jesús. Esas eran ya sus únicas lágrimas en la oración.

¿Cuándo has llorado por última vez? ¿Cuál es la causa más frecuente de tus lágrimas? ¿Sueles llorar por ti mismo, porque te sientes desgraciado, o lloras por los demás, por los sufrimientos de las personas a quienes amas?

¿Presentas esas lágrimas a Dios en la oración, o lloras a solas contigo mismo? ¿Tienes conciencia de que Dios recoge esas lágrimas en su odre, o piensas que se evaporan inútilmente?

La Biblia nos enseña finalmente que los que sembraron con lágrimas, cosechan entre cantares. Al ir iban llorando, llevando la semilla. Al volver vuelven cantando, trayendo las gavillas (Sal 126,5-6). Mirar nuestras lágrimas como semilla que producirá un fruto abundante es una buena manera de darles sentido.