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Escucha, Israel

 

En cierta ocasión un escriba le preguntó a Jesús cuál era el mandamiento principal. Los judíos han hecho un catálogo de preceptos bíblicos y les salen nada menos que 613: 365 prohibiciones y 248 mandamientos positivos.

Jesús responde al escriba citando el Deuteronomio (Dt 6,4), y le dice que el primer mandamiento es: "Escucha Israel, el Señor nuestro Dios es uno solo. Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con todas tus fuerzas" (Mc 12,29).

Solemos decir que el primer mandamiento es amar, pero si nos fijamos bien, lo primero que dice el texto es "Shema Israel": "Escucha". Según esto, cronológicamente el primer mandamiento es escuchar. Lo primero que Dios espera de nosotros es que le escuchemos. Si no escuchamos, no sabremos amar. Como dice un autor judío: "Sólo el que escucha es Israel, pero es Israel todo el que escucha".

Venimos repitiendo en este taller de oración que la verdadera oración es un diálogo entre el hombre y Dios. Decía San Ambrosio que "a Dios hablamos cuando oramos, y le escuchamos cuando leemos las palabras divinas". Si la oración es un intercambio de amor, es también un intercambio de palabras entre Dios y nosotros.

Desgraciadamente muchos usan tantas palabras en su oración, que no le dejan a Dios meter baza. Por eso Jesús reprende la mucha palabrería en la oración, y nos advierte que esa manera de orar es propia de los paganos, que creen que por mucho hablar van a ser escuchados, pero en realidad sólo escuchan el eco de sus propias voces (Mt 6,7).

Y encima nos quejamos del silencio de Dios, y le tachamos de mudo, cuando en realidad somos nosotros los que estamos sordos (Sal 83,2). Para poder oír hay que tener los oídos abiertos. En el rito del bautismo hay un momento en que el sacerdote pone sus dedos en los oídos y la boca del bautizando y pronuncia las palabras de Jesús al sordomudo de la Decápolis: "Efatáh": "¡Ábrete!" (Mc 7,32-34).

La capacidad de escucha es una gracia bautismal, pero desgraciadamente a muchos cristianos se les cierra el oído después. El profeta notaba cómo Dios "le abría el oído cada mañana para escuchar como un discípulo" (Is 50,4). Todos tenemos la experiencia de que ha habido momentos en que hemos escuchado claramente la palabra de Dios, pero que un momento después se nos ha vuelto a cerrar el oído. Es necesario que se nos abra el oído cada mañana al desperezarnos del sueño.

En el fondo la esclerosis no está en el oído, sino en el corazón. "Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis el corazón" (Sal 95,7-8). El Señor reprendía a los de Emaús diciéndoles que eran "tardos de corazón para creer" (Lc 24,25). Por eso el joven Salomón le pidió a Dios no unos oídos nuevos, sino un "leb shomea", "un corazón que escuche" (1 R 3,9).

Es verdad que Dios habla de muchas maneras distintas, y su palabra nos llega también a través de los acontecimientos de la vida y de los signos de los tiempos, pero el lugar privilegiado para escuchar su palabra es la Sagrada Escritura. Nunca deberíamos sentarnos a orar sin tener a mano algún texto bíblico. Como decía San Ambrosio, Dios se sigue paseando por el paraíso cuando leemos las Escrituras.

En el movimiento carismático se habla mucho de una experiencia de renovación llamada efusión del Espíritu. Pues bien, uno de los síntomas más frecuentes que aparece en las personas que han pasado por esta experiencia es el deseo de leer la Escritura, y el gusto espiritual que experimentan al hacerlo. Uno devora el texto, y como dice el Apocalipsis es primeramente dulce en la boca, pero luego abrasa las entrañas (Ap 10,10; Ez 3,1-3). Por eso antes de leer la Escritura conviene invocar al Espíritu Santo, para que el mismo Espíritu que inspiró a los autores sagrados inspire también al lector de hoy.

El salmo 119 es el más largo del salterio hebreo. Se ve claro que su autor había tenido esta experiencia espiritual cuando se refiere a la palabra de Dios como "delicias del fiel (v. 22), dulce al paladar más que la miel a la boca (v. 103), antorcha para mis pies y luz en mi sendero (v. 105), mi herencia para siempre, la alegría de mi corazón (v. 111), mejor que miles de monedas de oro y plata (v. 72), cantares para mí en el lugar de mi destierro" (v. 54).

El abad Casiano dice: "A medida que nuestro espíritu se renueva, las Escrituras comienzan también a cambiar de rostro. Una comprensión más misteriosa nos es dada, cuya belleza no deja de crecer con el progreso del amor". Según Guillermo de San Teodorico, "la Escritura es un beso de eternidad".

Es tal la fuerza la Escritura de la palabra de Dios que "una palabra tan solo basta para salvar" (cf. Mt 8,8). Al mar le decía Jesús simplemente "¡Calla!" (Mc 4,39), a la niña muerta "¡Levántate!" (Lc 8,54), al ciego "¡Ve!" (Lc 18,42), al leproso "¡Sé limpio!" (Mc 1,41). Como dice Isaías "La palabra que sale de mi boca no tornará a mí de vacío sin que haya realizado lo que me plugo y haya cumplido aquello a lo que la envié" (Is 55,11).

La espiritualidad monástica medieval desarrolló un método de lectura de la Biblia que se conoce con el nombre de lectio divina, o lectura orante de la Biblia. En esta metodología se distingue un tiempo de lectura, otro de meditación, otro de oración y un último momento de contemplación.

Lo propio de la lectura es fijarse en la composición de las palabras, identificar los personajes, los contextos, la trama del relato, los verbos, las conexiones, las palabras que se repiten, respetando la objetividad del texto sin querer manipularlo. Hay que leer y releer buscando por los rincones.

La meditación trata de aplicar el texto al contexto personal del orante. Rumia las palabras para descubrir su sentido concreto hoy, dialoga con el texto haciéndole preguntas y atendiendo a sus respuestas, y sobre todo actualiza el texto aplicándolo a la vida y a la problemática del lector.

La oración nos hace entrar en contacto personal con Dios mediante la súplica, la alabanza, la acción de gracias, el ofrecimiento, la aceptación, la confesión de nuestra fragilidad, el acto de confianza, el lamento, la profesión de fe.

Finalmente la contemplación es la actitud sosegada que descansa en la armonía de conjunto que el texto ofrece saboreándola e identificándose con ella.

Como explica Guigo el cartujo a cuantos se dedican a la lectio divina, "Buscad leyendo y encontraréis meditando, llamad orando y se os abrirá contemplando. La lectura lleva el alimento a la boca, la meditación lo mastica e insaliva, la oración capta el sabor, y la contemplación es el sabor mismo que alegra y restaura".