Parte Segunda:

Presentación sistemática

 


V.- La presencia eucarística

VI- La eucaristía y la Iglesia

VII.- Eucaristía y misterio pascual

VIII.- El sacrificio de la nueva alianza

IX.-  La dimensión escatológica

 

 

Tema V. Presencia de Jesús en la eucaristía

 

 a) Presencia por densidad y no por mera localización espacial [1]

Desde una ascensión entendida como glorificación y no como nueva localización espacial, y desde una comprensión del cuerpo eucarístico de Jesús como su cuerpo resucitado, no se podrá concebir la eucaristía como un "descenso" de Jesús similar al de la encarnación (teología católica tradicional), ni tampoco como una mero ascenso hasta el resucitado (Agustín y Calvino).

La eucaristía hay que entenderla no en las categorías cosmológicas del mundo presente, sino en clave personalista, relacional. La presencia eucarística hay que comprenderla en el marco de una presencia más amplia y continua del Señor en el mundo. Esa presencia va adquiriendo mayor densidad y hondura a través de sucesivos grados, por densificación gradual y dinámica y no por localización espacial estática. No se trata solo de formas de presencia distintas, sino de una diferencia de gradación entre ellas.

En cualquier caso toda presencia del Resucitado es una presencia actual y actuante, y no solo objetiva. No es la presencia carnal de su cuerpo mortal, sino de su cuerpo espiritual. Es una presencia no local, sino abarcante. El Resucitado abarca la realidad sin ser abarcado por ella. Es una presencia incorporante; no por mera ubicación en los dones, sino por la comunión que efectúa incorporándonos a él. Esta incorporación es el fin último de la presencia eucarística.

 

1- Primer grado de presencia real. Jesús está presente en todo el mundo como Kyrios. El Resucitado invade el mundo entero y lo arropa, no solo en su divinidad, sino también en su nueva humanidad espiritualizada por la resurrección. Es una presencia oscura, latente, anónima, y por ello  podría entenderse como ausencia. Pero no porque Jesús esté ausente en otro mundo, sino porque nuestros ojos son incapaces de descubrirlo en esa gran eucaristía que es el mundo y la historia de salvación.

 

2.- Segundo grado de presencia real. Se da a nivel no ya del cosmos, sino de la historia humana, tanto colectiva como personal, que son igualmente abarcadas por Cristo. Desde el Antiguo Testamento la única imagen válida de Dios es el hombre. También en el Nuevo Jesús se identifica con los hombres, sobre todo con los más desvalidos. "A mí me lo hicisteis" (Mt 25,40). Esta presencia de Cristo sigue siendo real y viva, pero también oscura. En muchos casos es difícil reconocerlo en el hombre roto, o en Auschwitz y otros episodios sombríos de la historia humana. A través del caminante que marcha junto a nosotros hacia Emaús, se hace presente de una forma enigmática que sólo se resuelve en la fracción del pan.

 

3.- Tercer grado de presencia real. Se da en la Iglesia, en la comunidad. "Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy en medio de ellos (Mt 18,20). Supone los dos grados de presencia anteriores, y es presupuesto de su presencia específicamente eucarística. No puede haber eucaristía si no hay comunidad reunida en nombre de Jesús, en sintonía preliminar con el Resucitado, con su evangelio, con su actitud de entrega y con los miembros de Cristo convocados. Si no se da esta presencia, lo que se celebra ya "no es comer la cena del Señor" (1 Cor 11,20).

El Resucitado antes de hacerse presente en los dones como alimento, se hace presente como anfitrión que convida a participar del banquete y del Reino. "No te admires de que él sea pan y coma con nosotros el pan; de que él sea la bebida del fruto de la vid y beba con nosotros".[2] "Vais a sentaros a la mesa junto al Señor... Acercaos todos con tranquilidad y paz, pues él es el alimentador y el alimento; él es el pastor y el cordero".[3] "El propio pastor se ha hecho pasto por vosotros".[4] Hay una imagen de los Padres antiguos que nos recuerda Betz, la de la madre que alimenta a su pequeño con su propia leche materna, así S. Ireneo,[5] S. Clemente de Alejandría;[6] Juan Crisóstomo.[7] Es una imagen audaz que no se puede tomar en su literalidad. La idea es que no sólo Jesús nos alimenta, sino que nos alimenta con el alimento que es él mismo. Aquí se inspira el uso eucarístico de la imagen del pelícano, que según la leyenda, alimenta a sus crías con su propia sangre.[8]

 

4.- Cuarto grado de presencia real: Se da en la fracción del pan o cena del Señor. El dinamismo de esta presencia avanza desde la congregación inicial de la Iglesia y su constitución como cuerpo eclesial de Cristo, hasta los gestos y palabras de donación, y los dones entregados. Los dones se convierten en signos eminentes de la presencia oblativa de Cristo, en su entrega al Padre y a nosotros. La presencia de Cristo acaba focalizándose en los dones y en ellos culmina, no en cuanto dones físico-químicos, sino en cuanto dones de la Iglesia, aportados por ella en un gesto de compartir muto entre los hermanos, y hechos suyos por el propio Jesús. No es cualquier pan el que es signo eficaz de Jesús, sino el pan y vino que expresen dinámicamente la donación mutua.

Gracias a la comunión de estos dones comidos y bebidos por nosotros, ya no hablamos solo de una presencia de Jesús ante nosotros (cosmos), ni con nosotros (en los hombres y la historia humana), ni para nosotros (en la Iglesia por la palabra y el gesto), sino en nosotros (como alimento).

La presencia más amplia del Resucitado nos remite a la celebración eucarística, pero la eucaristía nos remite a la presencia silenciosa en el mundo, y nos impulsa a convertir ese fragmento que es nuestra vida y nuestro entorno en banquete fraternal, epifanía y manifestación viva de Cristo, haciendo de toda nuestra vida una eucaristía.

En resumen, La presencia del Resucitado hay que concebirla como una marea viva que va subiendo hasta alcanzar su cota máxima, su pleamar, en la presencia eucarística del cuerpo entregado y la sangre derramada del Señor. La presencia oscura en el mundo se va densificando o condensando en la Iglesia, hasta adquirir su máxima concentración y fuerza de irradiación en el signo de los dones.

 

b) La transformación escatológica de los dones [9]

Para comprender cómo tiene lugar el cambio de la sustancia del pan y del vino en el cuerpo y sangre de Cristo, nos ayudará mucho el enfoque escatológico. La transustanciación eucarística es no solo prefiguración, sino anticipación de la futura transustanciación de todo el universo. (El concepto de transustanciación clásico lo estudiaremos en la sección histórica de nuestros apuntes; cf. p. 127)

Todo quedará transformado no ya en las apariencias, sino  en su misma realidad intrínseca, ontológica. La escatología nos dice lo que la realidad es verdaderamente. La verdadera sustancia de lo que las cosas son no hay que buscarla en el pasado lejano, en el estadio indefinido del proceso evolutivo, en la creación primera, sino en la "nueva creación", en lo que las cosas serán cuando alcancen su plenitud. El ser del hombre no se define por su infancia, sino por su edad adulta. Lo que es el hombre no hay que buscarlo en el homo faber o en el homo erectus, sino en el homo sapiens, y más aún en el "hombre nuevo" del futuro (Ef 4,24; Col 3,10), tal como ya ha aparecido y ha sido anticipado en Cristo resucitado. El hombre está en vías de realización, hacia el punto Omega. Esto que decimos sobre la humanidad, se puede extender a toda la creación que incluye los elementos del pan y del vino.

Jesús en la última cena, anticipa ya el Reino, en el que beberán juntos el vino nuevo (Mc 14,25; Lc 22,18). Este vino nuevo rompe los odres viejos (Mc 2,22). Jesús es consciente de que la presencia del Reino es capaz de convertir la realidad entera en algo nuevo. Pablo nos habla de una inmutación (allasein: 1 Cor 15,51-52) o transformación  (metamorfousqai: 2 Cor 3,18; metaschmatizein: Flp 3,21). Al final Dios será todo en todas las cosas (1 Cor 15,28; Ef 4,6). Juan habla de un pasar (metabainein) de la muerte a la vida, del mundo hacia el Padre. En el Apocalipsis se nos dice que "lo anterior ha pasado. "Y dijo el que estaba sentado en el trono: 'He aquí que hago nuevas todas las cosas'". "Es ya un hecho. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin" (Ap 21,5-6). Al final no habrá necesidad de sacramentos, porque participaremos en la realidad misma que hoy esos sacramentos prefiguran y anticipan.[10] Al final el Señor resucitado asumirá como cuerpo suyo el cosmos entero (cf. Col 1,18; Ef 1,22-23). Entonces ya no dará a comer su cuerpo y su sangre, porque todo será cuerpo suyo. "Entonces sin sacramentos ni signos, seremos alimentados y vendremos a ser perfectamente inmortales, incorruptibles  e inmutables por naturaleza".[11]

La transformación de los dones realiza ya en primicias aquella transfiguración última por la que "todo será vuestro, vosotros de Cristo y Cristo de Dios" (1 Cor 3,22-23). Lo "accidental" de las especies es la manifestación caduca y transitoria de lo pretérito. Lo sustancial es la novedad del futuro, la nueva creación, el hombre nuevo, cuando el Resucitado incorpore a sí mismo toda la humanidad y el cosmos.

La incorporación escatológica no es un mero cambio accidental, periférico de las apariencias, sino algo que afectará a la realidad profunda o sustancia del universo. Es un nuevo nacimiento con dolores de parto (Rm 8,18-23) y está vinculado a la persona de Jesús, porque tendrá a Jesús como cabeza. No tiene lugar por desaparición de la realidad sino por su transformación en algo mejor. No se sustituye una realidad material por otra realidad material del mismo género, sino que se da la asunción de una realidad terrena en otra de distinto orden, escatológica y personal. De ese modo la sustancia del pan no desaparece, pero experimenta un cambio a mejor, una mutatio in melius, un ennoblecimiento y una plenificación. Como decía S. Alberto Magno, esto no significa "aniquilar las sustancias del pan y del vino, sino más bien exaltarlas y ennoblecerlas".[12]

El mejor ejemplo es lo que le ocurre al cuerpo resucitado de Jesús. La resurrección no es huida de la tierra ni negación de lo humano, sino conversión de lo humano en lo que tiene de más pleno. La corporalidad de Jesús no queda eliminada, sino sobreexaltada. Del mismo modo, los dones de pan y vino dejan de ser pan y vino de este mundo presente, para convertirse en pan y en vino del Reino, vehículo de una unión íntima personal y amorosa con el Cristo cabeza.

La transformación de los dones tiene como finalidad la transformación de las personas. La comunidad tiene que convertirse en cuerpo de Cristo. Sólo en la medida en que se transfigura el hombre, se transfigura el entorno humano. La eficacia de la eucaristía no es últimamente convertir los dones en el cuerpo de Cristo, sino hacernos a nosotros cuerpo de Cristo. Dice San Agustín: "Vosotros sois los mismos hombres que erais, ya que no habéis traído caras nuevas. Y sin embargo, sois nuevos; viejos por la apariencia del cuerpo, pero nuevos por la gracia de la santidad, y esto sí que es verdadera novedad [...] Esto hace la gracia de Cristo, que la realidad parezca lo mismo que parecía y que, sin embargo, no valga lo mismo que valía".[13] "Pues no hace otra cosa la participación en el cuerpo y sangre de Cristo que el que nos convirtamos en aquello que comemos".[14]

Si el cambio afectase solo a la sustancia y no a los accidentes, no sería todo el pan ni todo el vino el que simbolizase la presencia de Cristo. Por eso afirmamos que todo el pan y todo el vino han sido cambiados por las palabras consecratorias, porque pan y vino en su totalidad han sido asumidos por Cristo para ser vehículo de su presencia corporal. El pan eucarístico ha sido radicalmente transformado, porque el cambio es 'verdadero, real, sustancial'. Pero no se trata de que los accidentes se queden ahí, vacíos de un pan y de un vino evaporados, sino que la eucaristía es el pan más verdadero que puede haber y el nuevo vino del reino.[15] La acción de Dios no separa accidentes de sustancia, sino que actúa sobre la realidad entera del pan y la transforma toda entera para hacer de ella la presencia visible de Cristo, el pan escatológico.

Lutero hablaba de una consubstanciación en virtud de la cual coexistía la sustancia del pan con la sustancia del cuerpo de Cristo. Según Lutero, la eucaristía no podía engañar a los sentidos manteniendo unas apariencias falsas de pan o de vino. Su intuición era solo parcialmente acertada. Efectivamente Dios ni engaña nuestros sentidos ni aniquila la sustancia del pan y del vino. Lejos de ser aniquilados, son transformados en algo mejor -in melius-, porque pasan a ser pan y vino escatológicos en el momento en que son asumidos por el Resucitado e incorporados a su cuerpo como primicia de la creación, que un día será toda ella recapitulada en Cristo cuando él sea todo en todos.

El cuerpo espiritual de Cristo "no puede aparecer en nuestro espacio concreto, en nuestro tiempo que transcurre, más que utilizando las realidades de este mundo. Incluso en las apariciones a los apóstoles se nos dice que Jesús se hizo ver 'bajo otra figura' (Mc 16,12)".[16] La realidad del cuerpo resucitado no es directamente accesible a nuestros sentidos. Cristo sólo puede hacerse visible valiéndose de realidades de este mundo. Para verlo tal cual es tendríamos que estar nosotros también resucitados, y hacernos semejantes a él estando situados en su dimensión escatológica. Eso no es posible ahora en nuestra condición presente. Por eso Jesús necesita ahora de signos visibles y sensibles para poder dársenos.

Jesús se integra visiblemente a nuestro mundo mediante lo que Durrwell llama un "abrazo de la escatología con la actualidad de este mundo, en visibilidad de la plenitud invisible". El Señor del día final viene "bajo las especies de la Iglesia". De los discípulos hace su presencia visible y tangible al ocultarse en los símbolos precisamente para poder aparecerse en la Iglesia terrena.

¿Cuánto dura esta presencia de Cristo en las especies eucarísticas? La Iglesia mantiene que esta presencia no está restringida al tiempo de la celebración de la eucaristía, sino que continúa después, cuando es reservada en el sagrario para la comunión a los enfermos. Esta permanencia de la presencia de Cristo tras la Eucaristía puede explicase de diversas maneras. En la teoría de la transustanciación, la presencia objetiva duraría tanto cuanto dura la identidad fisicoquímica de las partículas de pan y de vino, es decir, mientras examinados al microscopio sigan siendo pan y vino. Bastaría una molécula. Mientras al microscopio coincidan con la realidad fisco-química del pan y del vino, seguirá estando presente el Señor en ellas,

Desde nuestra explicación personalista, diríamos que la presencia del Señor en las especies dura mientras dichas especies conserven su significación humana de dones para ser comidos. Cuando la partícula sea tan pequeña que humanamente ya pierda su significación de alimento, desaparece la presencia eucarística de Jesús en ella. Por otra parte, cuando los dones se corrompen de manera que ya no son alimento para ser comido, desaparece la presencia eucarística. Este sería el caso del vómito de alguien que ha devuelto después de comulgar. Ese vómito, aunque conserve las sustancias físico-químicas del pan o del vino, no puede ser considerado ya alimento humano. Nadie se alimenta de vómitos.

Lo mismo diríamos de la duración de la presencia eucarística en el interior de la persona que ha comulgado. Una vez que hemos ingerido el pan y el vino, desaparece la presencia eucarística del Señor en los dones, porque han perdido su naturaleza de alimentos.

Algunos decían que se mantenía durante unos minutos, hasta que los ácidos gástricos descompusieran las moléculas del pan o del vino. En nuestra comprensión personalista, una vez comido el pan y bebido el vino, pierden automáticamente su significación de dones y alimentos. Después de comulgar, la anterior presencia de Cristo en el pan y en el vino está ahora posibilitando su presencia en el corazón del fiel, no en su estómago. Es decir, la finalidad última de la presencia eucarística es la incorporación de los comulgantes al cuerpo eclesial de Cristo. En adelante es el propio comulgante quien será signo de Cristo en el mundo. Lo cual no quiere decir que no haya que mantener un tiempo de adoración silenciosa después de la comunión para adorar no ya la presencia de Cristo en el estómago, sino su presencia en el corazón del comulgante que ya no es él quien vive, porque Cristo a ha pasado a vivir en él. "El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él" (Jn 6,56); "el que me come, vivirá por mí" (Jn 6,57).

Mientras los dones mantienen su significación de alimentos, permanece en ellos la presencia de Cristo aun después de terminada la eucaristía. "Cuando se han acallado las palabras y los cantos, cuando se ha dispersado la asamblea, todavía sigue velando en la iglesia la presencia pascual mientras permanece el símbolo, mientras el pan es un pan que puede comerse a disposición de la Iglesia. Porque, puesto allí sobre la mesa de la Iglesia, ese pan es en sí mismo un gesto de donación y no por una intención añadida.[17] Esa presencia en el sagrario sigue siendo una presencia sacrificial y pascual. El pan sigue siendo Cristo en su muerte por la Iglesia y sigue siendo permanentemente asequible al encuentro transformante con los comulgantes potenciales.

 

c) La presencia del Resucitado como derramamiento [18]

Las apariciones no son una mera consecuencia extrínseca de la resurrección, un hecho accidental o contingente, sino que son parte de la resurrección misma. Al ser la resurrección un acto salvífico, es necesariamente expansivo, comunicativo. Los rayos del sol que llegan a la tierra no son efectos extrínsecos del astro, sino que son parte del mismo astro, son energía expansiva. El sol no tiene una costra que lo delimite. No hay un límite que separe el sol de sus rayos. No puede decirse donde termina la estrella y dónde empiezan sus rayos o efectos. El sol baja a la tierra sin dejar de estar en el cielo.

De un modo semejante la resurrección no afecta solo a Jesús. Cierto que en ella le sucede algo la mismo Jesús. Por la resurrección Jesús vive realmente. No vive solo en el recuerdo de los suyos, ni en la continuidad de su causa. Pero la resurrección no consiste solo en que Jesús siga vivo, sino en que sea vivificador. El sol no puede arder sin calentar. Arder y calentar son un mismo fenómeno.

La resurrección no anula ese tipo de vida diaconal que el Jesús histórico llevó en la entrega de sí mismo al Padre por los demás. Más bien la resurrección consuma y plenifica este estilo de vida, en un derramamiento de su persona hacia nosotros. El vivir resucitado de Jesús es un vivir como cuerpo entregado y sangre derramada de una forma perenne. Jesús sigue sirviendo a los suyos como en el lavatorio. Allá en la playa les prepara la comida y sigue en actitud de servicio. Desde la resurrección, liberado de las limitaciones de la carne y de las fronteras del espacio, Jesús puede vivir ahora totalmente para Dios y totalmente para nosotros.

Las apariciones del Resucitado no pueden limitarse a ser una mera visión subjetiva engañosa de los discípulos. Pero tampoco son como las visiones de objetos que se imponen a nuestra vista. Sólo los resucitados pueden contemplar al Resucitado. Por eso Jesús no se manifiesta a todo el mundo. Solo pueden verle los que están en su misma onda. Santo Tomás dice que los discípulos vieron a Jesús con ojos de fe –oculata fide.[19]

No tiene sentido ser demasiado explícito sobre la objetividad de las apariciones a los discípulos. ¿Qué habría visto un fariseo que estuviese fisgando por alguna rendija de las ventanas cerradas del Cenáculo? ¿Habría visto lo mismo que vieron los apóstoles?

A un teólogo ya anciano le acosaban unos inquisidores para que se definiese sobre la objetividad de las apariciones de Jesús. En un momento le arrinconaron con esta pregunta: "Si Pedro hubiese tenido una cámara, ¿qué habría salido en la foto?". Con un buen sentido del humor contestó nuestro anciano teólogo: "Pedro se llevó tal susto al ver al Señor que, si hubiese tenido una cámara, se le habría caído de las manos y estrellado contra el suelo".

En realidad, la cámara no habría captado nada, y el fariseo fisgón tampoco. "Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero ustedes sí me verán, porque yo vivo, y también ustedes vivirán" (Jn 14,19). El mundo tiene los ojos ciegos. De hecho en la aparición a san Pablo, los hombres que le acompañaban oían una voz, pero no veían a nadie (Hch 9,7), o según otra versión, "vieron la luz, pero no oyeron la voz del que hablaba" (Hch 22,9). Probablemente la manera de concordar esos textos es decir que los acompañantes quedaron deslumbrados, pero no vieron figura alguna, ni distinguieron mensaje alguno en la voz que se oía. "De esta presencia el mundo no sabe nada. Sigue como antes, yendo tras sus negocios. En el célebre cuadro de Rembrandt (sobre Emaús), la sirviente continúa preparando la vajilla".[20]

Hubiéramos preferido, como dijo san Judas Tadeo, que Jesús se manifestase a todo el mundo y no solo a los discípulos (Jn 14,22). Querríamos que la manifestación de Jesús fuese tan evidente que nadie pudiese ser negarla. Nos gustarían las apariciones que apabullasen a nuestros contrarios y no les dejasen resquicio alguno para seguir rechazando a Jesús. Querríamos que, convencidos todos, agachasen la cabeza y se nos sometiesen, aceptando que nosotros teníamos razón. Pero la evidencia que Jesús muestra nunca es de este género "apabullante". "No se manifestó a todo el mundo, sino solo a unos testigos designados por él" (Hch 10,41).

La fe pascual no es una testificación imparcial y objetiva de unos hechos que no nos afectan, sino una testificación que implica y compromete. Por eso requiere la gracia, porque no obtiene nuestro asentimiento de un modo compulsivo, sino que supone el compromiso libre de vivir en adelante la lógica pascual.[21]

La resurrección es un hecho ante el que no puedo permanecer neutral. Si lo creo, me transformo. Creer en la resurrección es comprometerse con el hombre nuevo. "Vosotros sí me veréis, porque yo vivo y vosotros viviréis" (Jn 14,19). Para poder experimentar al Resucitado en su nueva existencia hace falta eso que se ha dado en llamar "afinidad activa" o lo que, en lenguaje más castizo, describiríamos como "ponerse en la misma onda". Los cristianos somos "hijos de la resurrección" (Le 20,36). Este semitismo indica nuestra condición de vida resucitada. Sólo los resucitados pueden ver al Resucitado; sólo los vivos pueden ver al que vive. Y un cristiano ya ha resucitado. "Sepultados con él por el bautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios que lo resucitó de entre los muertos" (Col 2,12; cf. 3,1). "Estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo —por gracia habéis sido salvados— y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús" (Ef 2,5-6).

Dice al respecto González Faus: "Si la resurrección de Jesús incluye la nuestra, la aparición del Resucitado no puede ser meramente la visión de un objeto exterior al vidente y que no lo englobe, sino que, de la forma que sea, tiene que ser también la experiencia que el vidente hace de sí mismo como resucitado (y de toda la resurrección universal)".[22]

Todo encuentro tiene una dimensión personal y personalizante. No puedo descubrir al otro sin descubrir al mismo tiempo lo mejor que hay en mí y en el mundo. María Magdalena descubre el nombre del Maestro en el mismo momento en que escucha su propio nombre de labios de Jesús. Conocer es ser conocido.

Los apóstoles no son testigos de un acontecimiento que pueda ser percibido totalmente al margen de la subjetividad. Existen, es verdad, algunos hechos intrahistóricos que acompañan la resurrección y que pueden ser percibidos objetivamente, al margen de cualquier significado subjetivo que se les pueda dar: la tumba vacía, la transformación de los testigos, el hecho de la Iglesia (con todas sus ambigüedades). Pero la resurrección misma y las apariciones no son hechos intrahistóricos que puedan ser percibidos al margen de la propia subjetividad del vidente.

En el caso de un hecho milagroso, podemos atestiguar el hecho mismo con toda certeza: "Fulano era un enfermo terminal de cáncer y se curó". De esto no cabe duda. Hay testigos neutrales que dan fe de este hecho, aunque posteriormente se pueda atribuir a muchas causas: fue un milagro, fue un caso de autosugestión, hubo un poder medicinal desconocido... La subjetividad puede entrar en la valoración del significado, pero no en el hecho mismo. En cambio, en el caso de la resurrección el hecho mismo no es perceptible sino desde la subjetividad del creyente. "En la resurrección de Jesús el hecho y el significado coinciden. Por eso no es posible reducir la experiencia pascual a una pura visión objetual, en univocidad con nuestras percepciones visuales de un objeto".[23]

Sólo cuando los discípulos participan de la vida nueva de Jesús y han sido hechos cuerpo suyo, pueden ver su cuerpo espiritual.

 

 

 

Tema VI. La Eucaristía y la Iglesia

  

a) La comunidad, símbolo religioso primordial

 

1) Símbolo religioso y comunidad

Todo encuentro entre el hombre y Dios acaece por medio de símbolos, o realidades sensibles. El símbolo es mediación de una presencia sensible recíproca, de un encuentro interpersonal. Se da en el símbolo una estructura dialéctica de velación (ocultamiento) y revelación, de presencia en el marco de la ausencia, como tan bellamente ha reflejado San Juan de la Cruz en su cántico.

Cualquier realidad creada puede convertirse en símbolo de esta presencia. El mundo de los símbolos es vasto: el árbol, la montaña, el cielo estrellado, el perfume del incienso.

El símbolo religioso tiene también una dimensión social y entraña también una comunión interhumana. Hay símbolos significativos para todo un pueblo o para toda una cultura. Por eso la religión no es habitualmente un hecho individualista, sino un hecho social. Pero también hay símbolos primordiales como el agua o la luz que son comunes a todas las razas y culturas.

Los símbolos han ido adquiriendo vigencia y significación en el contexto de una tradición social y cultural. Es la comunidad la que adopta o rechaza un determinado conjunto de símbolos como expresión religiosa del Misterio.

En El Antiguo Testamento la vida y la historia de la comunidad son el símbolo primordial de la presencia de la divinidad. Por eso el lenguaje simbólico para hablar de Dios está tomado de las relaciones interhumanas comunitarias.  No son las ciegas fuerzas de la naturaleza la clave para acercarse al misterio de Dios. La Biblia rechaza la mediación de cualquier imagen de la naturaleza por el peligro de idolatría que conlleva.

Solo el hombre es imagen de Dios. Dios se define en imágenes de comunión, alianza, fidelidad, amor, justicia. Las realidades creadas no quedan excluidas de un simbolismo religioso, pero no como realidades autónomas, sino incorporadas a la vida y la historia de la comunidad. Las fiestas de la naturaleza, los ciclos del año, las estaciones, las etapas agrícolas, son enmarcadas así en la historia de salvación del pueblo. La Pascua celebra la primavera, pero también la salida de Egipto. Los Tabernáculos piden el agua para poder sembrar en otoño, pero recuerdan la compañía de Dios a lo largo del desierto. Pentecostés celebra la culminación de las cosechas, pero en el marco del don de la Ley en el Sinaí. La naturaleza se enmarca en la historia de la comunidad celebrante.

 

2. La Iglesia como sacramento

Todo símbolo religioso en el cristianismo no puede nunca ser reducido al símbolo-cosa, ni ser sacado del contexto comunitario en el que esos símbolos tienen su validez. No se considera nunca la cosa aislada en sí misma (agua, pan, vino, aceite), sino solo en cuanto que es asumida por el gesto y la palabra de la comunidad, enmarcada por las relaciones interpersonales y situada en un contexto histórico. La bendición del agua bautismal, por ejemplo, es toda ella una narración de historia salvífica, y lo que el agua ha ido simbolizando en ella. Los sacramentos no son tanto los objetos materiales que se usan, sino las acciones que se realizan con ellos. El sacramento no es el agua, sino el lavado; no es el pan, sino la manducación del pan.

La "materia" de los sacramentos no son las cosas sin más, sino las cosas en cuanto asumidas y utilizadas por el hombre. Sin la palabra y el gesto que humanizan las cosas, los sacramentos sería un mero signo mágico.

Además, si exceptuamos el caso del agua, las otras cosas que se utilizan en los sacramentos no son productos naturales, sino productos elaborados: "fruto de la tierra y el trabajo del hombre". No es trigo, sino pan; no son aceitunas, sino aceite. Esto es más claro aún en sacramentos como la reconciliación y el matrimonio en que la "materia" son los actos y actitudes de los celebrantes, sin mediación de ningún objeto material.

Detrás de los sacramentos hay, pues, toda una cultura humana, un progreso por el que el hombre dejó de ser un mero depredador de frutos y animales, para ser cultivador y ganadero, industrial, artista. Pan, vino y aceite son signo de todo un laborioso proceso de transformación humana de las cosas, que es símbolo también de relaciones interhumanas entre quienes sembraron, cosecharon, molieron los granos, pisaron las uvas, amasaron la harina, prensaron las aceitunas. Como productos culturales no pueden tener vida al margen de la comunidad en cuya cultura han sido manufacturados.

 

b) Porque el pan es uno, muchos somos un mismo cuerpo (1 Cor10,17) [24]

El principal catalizador de la presencia de Cristo en la comunidad primitiva no fue tanto la eucaristía cuanto la existencia misma de la comunidad eclesial, su congregación litúrgica y la actividad de sus miembros. La asamblea de los creyentes era el sacramento por excelencia y el ámbito fundamental de la presencia de Cristo. Sólo en el contexto de este sacramento primordial tienen vigencia y sentido los siete sacramentos.

Como ya dijimos, cuando la hospitalidad admite a alguien al sancta sanctorum de la comida familiar, el huésped es admitido dentro de la familia, "recibe un derecho sobre los bienes de la familia; por este título -aunque sea limitado-, el huésped es insertado en el organismo familiar, haciendo de todos un único conjunto. Expresión de este nuevo parentesco es la comida común, que está a la raíz de un vínculo y una solidaridad que se establece entre los comensales".[25] Esto nos ayuda a comprender cómo la comunidad que surge del banquete eucarístico es la Iglesia, el cuerpo de Cristo.

En los sinópticos queda claro cómo Jesús estableció una relación entre el convite eucarístico y el reino de Dios (Lc 14,15; 22,16.18.29-30). El Reino tiene un indudable sentido comunitario, es convocación a la vez que reunión festiva. En Hechos la Iglesia es el anticipo del Reino que de alguna manera se ha hecho presente en la comunidad que nace de la efusión del Espíritu en Pentecostés.

El concepto de alianza y de pueblo de Dios implican también una dimensión eclesial. La misma alianza entre Dios y el pueblo, es aquella por la que los hermanos quedan unidos unos con otros en el misterio de una mutua comunión, basada no ya en vínculos de sangre o jurídicos, sino en el amor y la donación personal que son frutos del Espíritu de Jesús.

En Pablo se da también la misma vinculación entre el cuerpo eclesial y el cuerpo eucarístico de Cristo. Ante el triste espectáculo de las desavenencias en la comunidad corintia, que alcanzan su punto álgido en la reunión eucarística, Pablo hace un llamado a superar las disensiones en la suprema unidad del cuerpo de Cristo que es la Iglesia, donde la multiplicidad debe ponerse al servicio de la unidad.

Para ello Pablo acude a la explicación del sentido profundo de la comunión eucarística en el cáliz de bendición que bendecimos y el pan que partimos. Curiosamente invierte el orden de los dos gestos tal como aparecían en las narraciones de la Cena del Señor. Habla primero de la comunión en la sangre y luego de la comunión en el cuerpo. La comunión con la vida de Jesús (sangre) y con su persona (cuerpo) están indisolublemente unidas a la comunión con su cuerpo eclesial. El Cuerpo de Cristo no es algo en lo que participamos, sino algo que somos.

La ecuación no se establece entre pan y cuerpo, o entre cáliz y sangre. El texto dice que "el pan es la comunión en el cuerpo" y el cáliz "la comunión en la sangre". La fórmula que equipara directamente pan y cuerpo se presta más a una teología de tipo cosista, esencialista, que considera el cuerpo estáticamente como algo para ser contemplado, y no para ser compartido y comido.

Por la participación en ese único pan, somos muchos un solo cuerpo eclesial. "Vosotros sois el cuerpo de Cristo (1 Cor 12,27). Tras la expresión "cuerpo de Cristo" resuena como un acorde la tríada Cristo-Iglesia-Eucaristía. El darse en alimento es signo de que antes se ha dado como cabeza o como esposo a la Iglesia que es su cuerpo.

Pero el cuerpo eclesial no puede reducirse a un mero efecto o consecuencia de la eucaristía, sino que constituye una realidad previa, como previa es la realidad personal de Jesús. La eucaristía hace a la Iglesia, pero es la Iglesia la que hace la eucaristía.

Pablo nos advierte del gran peligro de no discernir en la eucaristía el cuerpo de Cristo. Los que no disciernen el cuerpo (1 Cor 11,29) comen y beben su propia condenación. Los corintios celebran el cuerpo de Cristo, pero no son el cuerpo de Cristo. Esta absurda incoherencia invalida su eucaristía. No basta con reconocer el cuerpo y la sangre de Jesús en los dones. Nunca se debe disociar esos dones del cuerpo eclesial del Señor. No se puede pretender estar en comunión con el Señor presente en los dones, si no se está en comunión con los miembros de ese mismo cuerpo desgarrado.

En los Padres aparece desde el principio esta vinculación estrecha entre eucaristía e Iglesia. Traeremos algunos de los textos más significativos.

"Como este pan estaba disperso por los montes y reunido se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu Reino".[26] "Esforzaos por usar una única eucaristía, pues una sola es la carne de nuestro Señor Jesucristo y uno solo es el cáliz para unirnos con su sangre, un solo altar como un solo obispo junto con el presbiterio y los diáconos".[27]

"La pascua será comida enteramente en la casa (Ex 12,46). Esta pascua o cordero pascual designaba a Cristo del que únicamente participan los que permanecen en la unidad inseparable e indivisible de la Iglesia".[28]

"Si uno ofrece solamente vino, la sangre de Cristo empieza a estar sin nosotros; y si el agua permanece sola, el pueblo empieza a estar sin Cristo. Mas cuando uno y otro se mezclan y se unen entre sí con la unión que los fusiona, entonces se lleva a cabo el sacramento espiritual y celestial".[29]

"Si queréis entender lo que es el cuerpo de Cristo, escuchad al apóstol; ved lo que dice a sus fieles:'vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros' (1 Cor 12,27). Si pues vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros, lo que está sobre la mesa del Señor es símbolo de vosotros mismos, y lo que recibís es vuestro propio misterio". Y añade: "Sed, por tanto aquello que recibís, y recibid aquello mismo que sois"[30]

"Cuando todos nos hemos alimentado del mismo cuerpo de nuestro Señor […] todos nos convertimos en el único cuerpo de Cristo; lo que aquí recibimos es la comunión y la conjunción con él, como nuestra cabeza".[31]

"Participamos del cuerpo y sangre de Cristo porque en figura de pan se te da el cuerpo y en figura de vino se te da la sangre, para que habiendo participado del cuerpo y la sangre de Cristo, seas hecho concorpóreo y consanguíneo suyo -susswmo" kai sunaimo"- por la incorporación a los divinos misterios "habéis sido hechos concorpóreos y consanguíneos de Cristo".[32]

"Es preciso comer, no solo sacramentalmente, sino realmente el cuerpo de Cristo, estando de hecho dentro de su cuerpo. El que está, pues, en la unidad de su cuerpo, esto es, en la unión de los miembros cristianos, cuyo sacramento cuando comulgan los fieles suelen recibir en el altar, ese tal se dice que come verdaderamente el cuerpo de Cristo y bebe la sangre de Cristo".[33]

Por eso en la liturgia de la Eucaristía hay una doble epíclesis, una sobre los dones y otra sobre la comunidad. La epíclesis tiene una doble dimensión, la cristológica y la eclesiológica, complementarias y continuas. La primera tiene lugar en las nuevas anáforas del Vaticano II antes de la consagración, y la segunda después de ella. En esta segunda epíclesis se invoca el Espíritu Santo "para que, fortalecidos con el Cuerpo y Sangre de tu Hijo, y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo Espíritu".[34]

 

c) Causas de la posterior desvinculación entre eucaristía e Iglesia [35]

Hasta el siglo XI los teólogos de la Alta Edad Media siguen manteniendo la postura de los Padres. La expresión "cuerpo de Cristo", sin más añadiduras, designa a la Iglesia. Pero a partir de Ratramno, se empieza a disociar el misterio del cuerpo de Jesús que está en el cielo del cuerpo de Jesús (Iglesia) que está en la tierra. Se deja de hablar de la Iglesia como cuerpo de Cristo, o se entiende la vinculación de la Iglesia a Cristo como algo menos personal, de tipo jurídico, extrínseco o metafórico. No tendría verdadera entidad, sino que sería algo "espiritual", es decir, intencional o mental. El único cuerpo real y verdadero es el cuerpo individual de Cristo nacido de María Virgen. Para Ratramno también la eucaristía es cuerpo impropio. Ya no es la Iglesia el sacramento primordial que enmarca todos los demás, sino que los sacramentos se van identificando con las cosas, los dones en su pura densidad material.

Gesteira analiza tres causas. La primera es soteriológica. La salvación se concibe de manera forense, la no imputación del pecado gracias a la cruz y la muerte de Jesús. Ya no es la comunión o participación en Cristo resucitado. La cruz predomina sobre la resurrección. La salvación es individualista: Jesús mi salvador personal. La salvación se obró en el pasado ya no tiene una mediación eclesial, sino una mediación de cosas y ritos.

Una segunda causa es cristológica. La palabra cuerpo se va aplicando en exclusiva al cuerpo nacido de María, al cuerpo individual y carnal del Jesús histórico. Se busca la comunión particularista de cada fiel cristiano con el Jesús histórico como personaje individual. Falla de nuevo la comprensión del cuerpo resucitado de Cristo, que es un cuerpo espiritual, no carnal. Pero es un cuerpo real, que es distinto de la divinidad del Verbo. Es difícil de imaginar, pero hay que entenderlo no como frontera que repliega al individuo sobre sí mismo, sino como vehículo que permite la apertura radical, la comunión, el trascendimiento de la propia individualidad, la plenitud de comunicación con Dios, con los demás y con el mundo.

La tercera causa de la disociación entre cuerpo eucarístico y cuerpo eclesial es la progresiva identificación de la Iglesia con la organización social, con el reino eclesiástico, con una Iglesia asimilada a las estructuras de la sociedad civil.

Sólo el concilio Vaticano segundo, gracias a los trabajos de casi un siglo de movimiento litúrgico, volverá a centrar la eucaristía en su dimensión comunitaria, devolviendo a la asamblea el protagonismo que un clericalismo absorbente le había arrebatado.

 

d) Peligros del olvido de la dimensión eclesial de la eucaristía

En Occidente la piedad eucarística se ha vuelto muy individualista. Gesteira cita a Zizioulas. "Es significativo que el Oriente nunca haya introducido ni celebraciones litúrgicas individuales (las misas privadas) ni la adoración de los Santos Dones, en una forma que haga de estos objeto permanente de piedad y de culto. La eucaristía es esencialmente un acontecimiento que se realiza, una acción, pero no de un individuo aislado, sino un acto de toda la Iglesia".[36]

Por eso más que subrayar el aspecto de alimento, hay que subrayar el de comunión. Dice Gesteira que el concepto de comida sin más aditamentos es ambiguo y dista de ser adecuado para designar la eucaristía, porque corre el peligro de ser entendido en su vertiente individualista. Ya hablamos de cómo hay un nivel biológico en el comer que da lugar a feroces luchas entre los animales que compiten por el alimento (cf. p. 4). Nunca se debería subrayar esa dimensión puramente nutricional, porque da lugar a planteamientos individualistas y no solidarios.

El banquete ya no tiene como finalidad primordial el sustento del cuerpo del hombre. Eso podría hacerlo cada cual en su casa."¿No tenéis casas para comer?" (1 Co 11,21-22), La significación del banquete es la comensalidad que humaniza el hecho de comer y beber, dándole una nueva función simbólica. Es la comunidad la que se sustenta en el banquete, más que los estómagos individuales de los asistentes. La comunidad sale robustecida de haber realizado y expresado los lazos de solidaridad que la constituyen.

Por eso, el signo fundamental de la eucaristía no son los alimentos, el pan y el vino, ni siquiera la manducación individual de estos alimentos, sino la mesa compartida, el banquete fraterno que presta un marco humano al simbolismo del comer fraternal y expresa así la autodonación sacrificial de Jesús que es creadora de comunidad. El símbolo de la eucaristía es la comunión, más que la alimentación. La manducación debe ser hecha en comunión, en comunidad. "Somos un mismo cuerpo los que nos alimentamos de un mismo pan" (1 Co 10,17). Para Jesús se trata ante todo de "partir" el pan antes que de "comer" el pan. Pablo no dice: "El pan que comemos es la comunión del cuerpo de Cristo", sino "El pan que partimos es la comunión del cuerpo de Cristo" (1 Co 10,16).

El pan y el vino se llaman "dones", es decir vehículo de autodonación. Son símbolo no en cuanto realidades autónomas, sino en cuanto realidades asumidas en un gesto humano de donación y entrega amorosa. La piedad medieval a partir del siglo XI se ha centrado de un modo unilateral en la presencia real somática del cuerpo y sangre de Jesús en el pan y en el vino, sustrayéndolos al marco en el que estos alimentos encuentran su verdadero simbolismo, que es el marco de la mesa compartida.[37]

Se ha querido garantizar la presencia de Cristo aun al margen del marco esencial de convivialidad en el que los dones, puedan de hecho significar su acto de entrega y autodonación a la comunidad. El peligro es contemplar la Hostia, para nuestra devoción individual, y no más bien para incorporarla e integrarla activamente por el banquete en nuestra propia vida, y ser nosotros incorporados activamente al cuerpo eclesial de Jesús.

Lo que el pan y el vino simbolizan no son simplemente "cuerpo" y "sangre", sino "cuerpo entregado" y "sangre derramada" en favor nuestro. Para eso es esencial el contexto del banquete, de la comunidad en entrega mutua de todos en favor de todos. La eucaristía no nos asegura una presencia indefectible si nuestra vida no se ajusta a las exigencias de comunión eclesial. "Eso ya no es comer la Cena del Señor"(1 Co 11,20).

En una novela preconciliar, Le défroqué, sobre la vida de un sacerdote renegado, hay una escena dramática en la que el sacerdote, para escandalizar a un seminarista, pronuncia las palabras de la consagración sobre las botellas de un bar. El seminarista, para evitar el sacrilegio, se siente obligado a beberlo todo y se enferma. Desde una perspectiva postconciliar es evidente que aquel sacerdote no consagró el vino, por muy ordenado que estuviera y por muy exactamente que pronunciara las palabras de la consagración. Lo contrario sería pensar en la consagración como un acto de magia. Falta el marco litúrgico, la asamblea, el contexto eclesial, la intención de hacer de ese gesto un gesto de autodonación que pueda significar la entrega de Jesús en su vida y en su muerte.

La primera Iglesia vinculó la comunión al servicio de las mesas como diakonía. Desde principios del siglo III tenemos noticias de las ofrendas para los pobres que acompañaban al banquete. Al principio eran dones en especie, luego también en metálico. Estas ofrendas iban encaminadas a sufragar los gastos originados por el banquete, la sustentación del clero, y la ayuda a los necesitados. El ofertorio pronto pasó a formar parte de la misma liturgia, y las aportaciones se conocían con el nombre de "sacrificios".

"El mero hecho de la asistencia de los fieles a una misa no significa que se haya constituido una auténtica comunidad de fe. El burgués consume religión para su propio interés personal, individual, pero no se preocupa por salir de su individualismo y solidarizarse con otros". (Siempre preferirá bautizar a su hijo solito en una ceremonia exclusiva, que bautizarlo en un bautismo comunitario). Hay misas para cada circunstancia de la vida que se desea solemnizar: las fiestas de un pueblo, el nacimiento de un niño, la boda, las exequias. Pero en ninguna de esas circunstancias se tiene interés por crear un ámbito eclesial como lugar eucarístico. No pocas personas participan en la misa –de 9 o de 2 o de 6 de la tarde- como quien participa en una sesión de cine o de teatro. Le interesa el objetivo de 'oír misa', cumplir con su obligación cristiana, o tal vez recibir al Señor. Pero no entra en sus objetivos 'formar comunidad de fe', 'compartir la fe', 'entrar en comunión con los hermanos'.

La advertencia de Pablo a los corintios de que 'no discernían el cuerpo', sigue teniendo validez para nosotros. El compromiso con la creación de auténticas comunidades de fe es responsabilidad eucarística.

Es difícil; pero "es necesario luchar contra un estilo de cristianismo burgués que se ha apoderado de las celebraciones sacramentales convertidas en acontecimientos sociales".[38]

 

e) Iglesia y eucaristía en el Vaticano II

La eucaristía es para el concilio la manifestación de la naturaleza de la Iglesia. La liturgia y sobre todo el divino sacrificio de la Eucaristía "contribuye en sumo grado a que los fieles expresen en su vida y manifiesten a los demás el misterio de Cristo y la naturaleza auténtica de la Iglesia" (SC 2).

A esta afirmación general sigue un párrafo muy denso en que se sintetiza esta naturaleza de la Iglesia tal como se expresa en la liturgia: tanto la Iglesia como la liturgia son a la vez, humanas y divinas, visibles e invisibles, en acción y en contemplación, presentes en el mundo y peregrinas.

Si en la liturgia se expresa la verdadera naturaleza de la Iglesia, la desafección por la liturgia, puede revelar en el fondo una desafección por la Iglesia, y viceversa. Es interesante observar como a distintas eclesiologías corresponden distintas teologías de la eucaristía. Una eclesiología deficiente tendrá como consecuencia una liturgia deficiente. Hay una interrelación entre forma de celebrar y eclesiología subyacente, porque siempre se relacionan el ser y el obrar. Por eso también las distintas maneras de celebrar acaban configurando distintas eclesiologías.

El sínodo del 85 dejará claro que la asamblea celebrante es la Iglesia misterio y comunión, cuerpo de Cristo y templo del Espíritu. La Iglesia celebra los misterios de Cristo, no nuestras obras; celebra la comunión que nos une, no nuestras simpatías o filias; celebra el acontecimiento de Cristo y no nuestra fe personal, ni los acontecimientos de nuestra historia. Con esto no se aleja la liturgia de los hombres, sino que sitúa nuestra vida y nuestra fe en su contexto auténtico, en la comunión con el misterio pascual.

Dice también el Vaticano II: "Las acciones litúrgicas no son acciones privadas, sino celebraciones de la Iglesia, que es 'sacramento de unidad', pueblo santo y congregado y ordenado bajo la dirección de los obispos. Por eso pertenecen a todo el cuerpo de la Iglesia, lo manifiestan y lo implican" (SC 26).

En la Lumen Gentium se nos dice que la eucaristía es una expresión privilegiada de la sacramentalidad de la Iglesia, dependiendo del 'sacramento original' que es Cristo. "La unidad de los fieles, que constituyen un solo cuerpo en Cristo, está representada y se realiza por el sacramento del pan eucarístico (cf. 1 Co 10,17). Todos los hombres están llamados a esa unión en Cristo" (LG 3).

"Los lazos de unión entre la eucaristía y la Iglesia son tan grandes, que puede decirse que así como la eucaristía es eucaristía de la Iglesia, la Iglesia es Iglesia de la eucaristía […] Eucaristía y comunión eclesial se exigen y se corresponden. Cada una es camino y condición para la otra. Se participa en la Eucaristía porque se pertenece a la Iglesia y se pertenece a la Iglesia porque se participa de la eucaristía. Se comulga eucarísticamente porque se está en comunión con la Iglesia y viceversa".[39]  Como dice san Agustín: "Llegad a ser aquello que recibís realizando la unidad y santidad que significa la eucaristía […] Recibid aquello que sois, pero que todavía tiene que realizarse en la vida".

 

 

 

Tema VII. Eucaristía y misterio pascual

 

a) El término celebración

No podemos por menos que alegrarnos de que la horrenda expresión “administrar” los sacramentos esté siendo sustituida por la de “celebrar” los sacramentos. Nos parece que el concepto de celebración es el concepto básico en torno al cual hay que articular la comprensión de la liturgia en la Iglesia.

Veamos algunos de los usos de esta palabra en el lenguaje corriente. “Celebro que hayas venido”. “Eso hay que celebrarlo”. Estas expresiones incluyen la idea de una alegría y una gratitud por algo que no depende de nosotros. El ‘hay que celebrarlo’ está ya invitando a tomar algo juntos, a ciertos gestos expresivos de esa alegría. La fiesta no se celebra nunca en la interioridad, a solas, sino en la comunidad y exteriormente, corporalmente.

Podemos celebrar el que alguien que haya ganado un trofeo o que haya sacado un título universitario. Especialmente significativo es celebrar un cumpleaños, porque entonces no se celebran los logros de una persona. En el cumpleaños se celebra a la persona por lo que es, y no por lo que tiene o ha conseguido.

Celebramos los reencuentros. Celebramos acontecimientos, como pueden ser las sesiones de apertura y clausura de los Juegos olímpicos. Podemos celebrar un acontecimiento del pasado, los aniversarios de hechos importantes de nuestra vida, bodas de oro, de plata.

Celebrar en latín viene de la raíz “pisar”, hollar, saltar en círculo, girar. En esto coincide con el hebreo HGG, danzar en movimientos circulares. Este baile es la mejor expresión de la alegría festiva, expresa el eterno retorno, la vuelta a los orígenes, la regeneración del tiempo profano, la irrupción de lo eterno, la inmersión en las fuentes de la existencia.[40] El círculo anual del año litúrgico es símbolo de la eternidad, como la circunferencia que no tiene ni principio ni fin, frente a lo lineal de una vida que nace, crece y muere.

Celebrar significa también “manifestar, expresar, significar”. La Iglesia se manifiesta en la celebración, en la reunión de sus miembros, en la Palabra y los signos, en el memorial. Celebración es sinónimo de liturgia. Otro sinónimo es festejar.[41]

La palabra celebración ha tenido fortuna aun en el Código de Derecho Canónico (Can 899). La reflexión doctrinal tiene como único objetivo revelar el contenido de la acción sagrada. La Sacrosanctum Concilium hará del término “celebración” una de las claves de su teología de la liturgia. Veamos la lista de las veces en que aparece este término en la constitución del Vaticano II, como sustantivo y como verbo. Aparece este concepto un total de 25 veces; 18 veces como sustantivo y 7 veces como verbo.[42]

La manifestación se hace para que el grupo en cuanto tal se comunique entre sí, nunca se celebra para que unos individuos aislados se enteren de algo; para eso está el periódico. Nadie celebra o festeja en soledad. La fiesta congrega a unas personas que valoran en común y de la misma forma el acontecimiento que está a la raíz de la existencia de esos valores compartidos, y que al mismo tiempo aceptan como propios los ritos utilizados para dicha expresión. A partir del acontecimiento celebrado, las personas se unen por medio de esos gestos expresivos de una común valoración. La fiesta es siempre fuente de solidaridad. Toda celebración supone que los participantes viven en un ámbito común de valores reconocidos, y creen importante dedicar un tiempo de convivencia, sin prisas, para expresar la alegría que encuentran en esos valores.

La fiesta sirve para empastar a un pueblo. El pueblo de Israel debe su maravillosa perennidad a la celebración de sus fiestas. Las danzas para los vascos, las sardanas para los catalanes en una noche de fiesta, las sevillanas en Andalucía, la fiesta del PC (“fascista el que no bote”, aleluyas coreados un tanto aliporescos, “se ve la fuerza del PC”). Con estos ritos, la conciencia de pertenencia se expresa y sale reforzada, con tal que este sentimiento de pertenencia se exprese con naturalidad, sin inhibiciones ni respetos humanos. La gran desgracia para muchas iglesias, es el respeto humano, el corte... No da corte desmelenarse en el fútbol, porque uno está bien identificado con su equipo y con el espectáculo del fútbol, y no se avergüenza de pertenecer al real Madrid, en ningún contexto, dentro o fuera del Bernabeu.

Lo importante de los ritos es que los participantes se identifiquen con ellos y con lo que ellos significan. Los ritos se convierten en algo contraproducente cuando se hacen vergonzantemente, cuando los participantes sienten vergüenza ajena al realizarlos. Si falta la identificación se produce la vergüenza ajena. Hay una causalidad mutua entre el “corte” y la desidentificación. El concepto de vergüenza ajena es enormemente subjetivo. Los escoceses no tienen vergüenza de ponerse faldas. Algunos de los trajes regionales podrían resultar ridículos. Ver a los musulmanes postrados sacando el trasero se presta a muchos chistes. Para ellos, en cambio, es una acción sublime. Ver a los ultraortodoxos judíos meneándose para arriba y para abajo, moviéndose como los juncos, da impresión de fanatismo. He visto a los judíos jasídicos danzando en corro en la explanada del muro durante horas u horas. Giran repitiendo una frase melódica antifonal; acababan flipando.

Lo importante es la identificación con lo que se está haciendo. A muchos les da corte participar en la iglesia. Recordemos las misas de boda en las que nadie responde y nadie canta y nadie comulga, contribuyen a crear una impresión de rutina, ritualismo externo y muerto. Muchos se ponen a la puerta. No les gusta la fila doble cero. La gente no canta, no responde, no hace ademanes ni gestos. Están pasivos, como si no fuese con ellos la cosa. Cantan cuatro viejitas el “Corazón Santo”. Este tipo de celebración vergonzante no refuerza la identidad, sino que más bien contribuye a alienarnos de ese grupo humano. Decía un macarra: “Prefiero ir al infierno con los de la discoteca, que al cielo con las beatas de la iglesia”.

Vemos, por tanto, que la ritualidad se da no sólo en lo religioso, sino en muchas manifestaciones: los toros son una liturgia y la Nochevieja con sus bragas rojas, y el arroz y los otros ritos laicos de la boda. El fútbol es una liturgia. Cuando los participantes están identificados con ellas, esas liturgias masivas refuerzan enormemente el sentido de identidad. Causando significant et significando causant. De esas manifestaciones impresionantes sale uno expandido, convencido, comprometido.

La fiesta nos da una vivencia totalizante, porque en ella expresamos la dimensión global y unificarte de lo que cotidianamente vivimos de un modo fragmentario La existencia humana aparece así unificada más allá de sus conflictos, sus temores y deseos, sus fracasos y sus utopías. Todo lo que existe es bueno y es bueno que exista.

La fiesta revela que el balance último de la existencia es positivo. Hay en ella una afirmación de la bondad última radical de las cosas. Al representar positivamente la vida y su sentido, hace posible que sea asumida de un modo más auténtico. Desaparece su carácter de destino trágico. Anticipa un futuro feliz. Ratzinger ha dado un sentido cristológico a este aspecto de la liturgia cristiana. Cristo es el SÍ de Dios aceptando el mundo, y el ser que somos. Este es el SÍ que se celebra. Esa bondad proviene de una acontecimiento divino creador, de un acontecimiento liberador situado en el pasado, que reviste un halo mítico. Pero celebrar la bondad última de la creación y de la comunidad liberada es afirmación última del Creador y el liberador. No hay afirmación más radical de la bondad del mundo que la glorificación de su Creador

La fiesta afirma la existencia. Los hombres celebran fiestas para confirmar su propia existencia según sus situaciones y acontecimientos: cumpleaños, matrimonios, aniversarios, y también la muerte. La celebran festivamente, sirviéndose de recursos extraordinarios en un marco que va más allá de la cotidianidad. Toda fiesta es de naturaleza religiosa, aunque la dimensión religiosa no se explicite. Una afirmación completa de la existencia sólo es posible si se supera el cuestionamiento que plantean la caducidad y la muerte. Frente a la caducidad que se hace presente en lo cotidiano, la fiesta proclama la liberación de todas las limitaciones temporales.

En la liturgia hay celebración porque se expresa el acontecimiento de la acción de Dios en la vida de la comunidad o de uno de sus miembros. Sobre todo los momentos transicionales de la existencia (nacer, crecer, enfermar) se celebran como una gracia recibida, que se quiere reconocer y agradecer explicitando a la vez aquello que les da sentido: el misterio pascual de Cristo. De ahí la memoria-narración del acontecimiento de Cristo.

Los hechos que se valoran en las liturgias sacramentales son los kairoi o coyunturas existenciales-históricas. Siguiendo a Rahner, Taborda afirma que la necesidad salvífica de los sacramentos no es que sin ellos Dios no se autocomunique al ser humano a través de la gracia. Se autocomunica ya en la fe explícita del catecúmeno y en la fe implícita de sus actos de caridad. Pero los sacramentos son necesarios como celebración explícita de la gratuidad del don de Dios en Cristo, que el Espíritu hace presente en toda obra buena realizada por cualquier persona. Sin sacramento no hay justificación (DZ 847), pero antes del sacramento hay un inicio de justificación (Dz 801).

Los sacramentos suponen una gracia que se manifiesta y se expresa, y al manifestarla la intensifican. La celebración supone una gracia ya recibida. Si no se ha recibido la gracia no hay nada que celebrar. La gracia se ha recibido de una forma no litúrgica, pero es sólo al celebrarla litúrgicamente cuando esa gracia alcanza su plenitud.

Pongamos dos ejemplos: el bautismo y la penitencia. ¿Está ya “en gracia” el catecúmeno antes de ser bautizado? ¿Es en el momento del sacramento cuando se hace hijo de Dios? Entonces, ¿qué pasa cuando un catecúmeno muere? ¿El bautismo de deseo tiene lugar en la hora de la muerte? ¿O hay que suponer que el catecúmeno muere en gracia, porque ya la tenía antes del momento de su muerte? Pero si ya estaba en gracia, ¿qué le añade el bautismo? La celebración de esa gracia, la eclesialización de es gracia a niveles visibles.

El segundo ejemplo es el de la reconciliación. El cristiano que ha vivido en pecado grave, de espaldas a Dios, se arrepiente. Según la doctrina  tradicional, un acto de perfecta contrición le devuelve ya a la gracia, aun antes de confesarse. Entonces ¿qué le añade la confesión y absolución sacramental? Es la celebración del perdón concedido.

Esta celebración es muy importante. Todas las gracias concedidas son gracias que aguardan su consumación sacramental, su visibilización sacramental. Son momentos de un proceso que sólo culmina en el sacramento que ya anticipan.

El sacramento visibiliza la gracia recibida, y al hacerlo la intensifica y la confirma y le da una dimensión eclesial y social. Dos casados se quieren antes de la boda, pero sólo en el momento en que dicen sí, ese amor queda institucionalizado, confirmado, socializado. Un catecúmeno ya está en gracia de Dios, pero esa vida de gracia sólo se hace visible y se socializa en el momento del sacramento.

Además, en la vida de la gracia, cabe hablar de un proceso, de un más y de un menos. Hay casos en que la gracia recibida es sólo incipiente. En el momento del sacramento y gracias a él, esa gracia adquiere una nueva intensidad y sobre todo una nueva visibilización. Un ejemplo sería el de la fe imperfecta de muchos de los cristianos que vienen a la Iglesia a celebrar los sacramentos. Si no hay fe, si no se ha recibido previamente una gracia, no hay nada que celebrar. Pero por otra parte la celebración y su preparación pueden ser el medio por el cual esa gracia alcanza una plenitud. Esa es precisamente la responsabilidad de que nuestras ceremonias sean verdaderamente significativas.

 

b) Misterio pascual e historia de salvación

Porque murió en el cumplimiento de su misión, y asumió nuestra naturaleza humana hasta sus últimas consecuencias muriendo con una muerte semejante a la nuestra, es por lo que la humanidad de Jesús fue resucitada por el Padre. Con ello se abrió también para todos nosotros la puerta de la resurrección y de la vida eterna. Sólo después de haber completado una vida plenamente humana, pudo Jesús derramar el Espíritu que nos hace hijos de Dios y herederos de la gloria. Sólo cuando nos hubo amado hasta el final es cuando pudo comunicarnos su Espíritu de amor. Nuestra salvación es el efecto de su encarnación, de su vida, de su muerte, de su resurrección y de la donación de su Espíritu.

En la cruz es donde el amor de Jesús llega a su final en su total identificación con nuestro destino. El cuarto evangelio es el que mejor ha subrayado la unidad del misterio pascual. Jesús es ya glorificado en su muerte: “cuando yo sea ensalzado a lo alto...” Jesús ya otorga el Espíritu en el momento de morir: “Inclinando la cabeza, entregó el Espíritu”. El Viernes Santo es ya Pentecostés. El último acto del Jesús mortal es entregar el Espíritu. El primer acto del Jesús resucitado el domingo de Pascua es soplar sobre los suyos y comunicarles su Espíritu.

Antes de morir, Jesús no podía todavía comunicar su Espíritu, porque todavía no había amado hasta el final, porque el amor no había llegado todavía hasta el final. El acto de amor de Jesús en la cruz, es no sólo el último cronológicamente, sino que es el acto sumo de amor, porque no hay mayor amor que el de dar la vida. Sólo al dar su vida puede Jesús dar vida y comunicar su Espíritu.

La Sacrosanctum Concilium nos dice que “Cristo realizó la obra de la redención humana principalmente por el misterio pascual de su bienaventurada pasión, resurrección de entre los muertos y gloriosa Ascensión. Por este misterio, ‘con su Muerte destruyó nuestra muerte y con su Resurrección restauró nuestra vida’. Pues del costado de Cristo dormido en la cruz nació ‘el sacramento admirable de la Iglesia entera’” (SC 5). No sólo en la Eucaristía, sino en todos los sacramentos que “reciben su poder del misterio pascual de la pasión, muerte y resurrección de Cristo” (SC 61).

Es importante estudiar los verbos que la SC utiliza para definir la acción litúrgica. Junto con el verbo celebrar, ya estudiado, hay que considerar el verbo expresar: “La liturgia… contribuye a que los fieles expresen y manifiesten a los otros el misterio de Cristo” (SC 2). “Los sacramentos no solo suponen la fe, sino que a la vez la alimentan, robustecen y expresan” (SC 59). Otra categoría conciliar es la de actualización. El texto usa el verbo exercere, que según Maldonado, hay que traducir al castellano por actualizar.[43] “La liturgia mediante la cual se actualiza la acción redentora respecto de nosotros” (SC 2, 6). Otro verbo es repraesentare, presentizar o presencializar (SC 7). La liturgia opera expresando, actualizando, presencializando y celebrando la realidad de la gracia que ya está presente en el mundo. Lo específico de la liturgia es la expresión de lo que estaba implícito. “El misterio de Cristo está siempre presente y actuante en nosotros, especialmente en las celebraciones litúrgicas” (SC 35).

A través de estos actos es como Cristo sigue ejerciendo su sacerdocio en la liturgia (SC 7). El Vaticano II hace arrancar su teología de la liturgia del misterio pascual, y no de la noción de un culto por el que los hombres intentan glorificar a Dios. Por primera vez un documento eclesial refiere la liturgia expresamente al misterio pascual. Esta referencia faltaba todavía en la encíclica Mediator Dei; por eso podemos considerar la Sacrosanctum Concilium como uno de los grandes logros teológicos del Vaticano II.[44]

La liturgia es la celebración eclesial de aquellos acontecimientos que nos dieron vida. Habiendo experimentado las gracias abundantes del perdón de los pecados, de la filiación y de la vida nueva, la Iglesia las celebra, rememorando aquellos actos de Cristo por los cuales nos obtuvo y nos comunicó esas gracias. La Iglesia no deja de reunirse para celebrar el misterio pascual de Cristo (SC 6). Y al celebrarlo, “se hace de nuevo presente su victoria y el triunfo de su Muerte” (SC 6).

El concilio hace suya la teología de la liturgia como celebración del “mysterion”.[45] Al recordar y celebrar los acontecimientos históricos por los que Dios efectuó nuestra salvación, estos acontecimientos vuelven nuevamente a activarse para nosotros en el hic et nunc de la celebración. Cuando recordamos y celebramos el acontecimiento salvífico del misterio pascual, la liturgia se convierte ella misma en un acontecimiento salvífico.

El cristianismo no es una doctrina ni un mito. Actualiza un acontecimiento que tuvo lugar en la historia y que se puede narrar y celebrar ahora. Pero la liturgia no reproduce el hecho histórico con sus circunstancias materiales. No lo representa al modo de las representaciones teatrales. Actualiza en nuestro tiempo el acontecimiento del Amor divino que tuvo lugar en la vida y muerte de Cristo, creando así un tiempo y un espacio de comunión para los hombres y Dios. Pero lo vuelve a hacer presente de un modo simbólico, no escenificando el calvario, sino escenificando las palabras y gestos de Jesús en su última Cena, que simbolizan la actitud con la que Jesús vivió su pasión y muerte.

La celebración supone una dramaticidad alta y específica, y por eso distinta de la de las representaciones teatrales. Aunque la recitación de la Pasión en la tarde del Viernes Santo haya sido ha sido la cuna del teatro medieval, no es éste el paradigma de la acción litúrgica que se diferencia específicamente del drama.

Al situar la liturgia en el corazón de la historia de salvación, como una presencia sacramental de la obra redentora, el Vaticano II ha dado de lado las concepciones ritualistas, moralizantes, estéticas, racionalistas o arqueologizantes, que reducían la liturgia a un accesorio ornamental de la Iglesia, y ha puesto la liturgia en el corazón mismo de la Iglesia.

 

c) Dimensión catabática y anabática de la liturgia

Siempre se ha reconocido una doble dimensión al acto litúrgico. Por una parte tiene como objetivo la glorificación de Dios (dimensión ascensional o anabática) y por otra la salvación y santificación de los hombres (dimensión descensional o catabática). En realidad está ya contenido en la naturaleza de la bendición judía, la berakha, que incluye ambos aspectos. Bendecimos a Dios que nos ha bendecido, podemos bendecir a Dios porque él nos ha bendecido primero. “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bendiciones” (Ef 1,3)

El concilio reconoce expresamente ambas direcciones cuando dice que la liturgia es “una obra tan grande por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados” (SC 7.10). Pero, por el hecho de comenzar a partir de la historia de salvación y del misterio pascual, el Vaticano II ha venido a primar la dimensión descensional o catabática de la liturgia.

Los sacramentos celebran una gracia recibida y la fuente de esa gracia que está en las acciones de Cristo Redentor. En la liturgia se nos hacen presentes ante todo esas acciones salvíficas que conmemoramos, y al hacerse presentes realizan efectivamente nuestra santificación. Una vez constituidos en pueblo santo y consagrado, somos capaces de tributar a Dios la perfecta gloria y alabanza por Cristo, con él, y en él. La donación de salvación en la palabra y el sacramento hacen posible la respuesta del hombre que ha sido investido de esa gracia.

La teología litúrgica anterior al Vaticano II partía del concepto de culto concebido anabáticamente. La liturgia era primariamente la glorificación de Dios, el cumplimiento de la obligación que la Iglesia tiene como sociedad perfecta de rendir culto público a Dios, para atraerse de ese modo sus bendiciones.

En cambio para el Vaticano II se prima la dimensión descendente. La Trinidad divina se manifiesta en la Encarnación y en la Pascua de Cristo. El Padre entregando a su Hijo al mundo en la Encarnación, y su Espíritu en la plenitud de la Pascua, nos comunica su comunión trinitaria como un don. Este doble don de la Palabra y el Espíritu se nos da en el servicio litúrgico para nuestra liberación y santificación.

En realidad la liturgia es un diálogo entre Dios y el hombre. El descenso divino hace posible el ascenso humano. La realización del sacerdocio de Cristo mediante los signos que expresan eficazmente la salvación del hombre, hace posible el culto público ejercido por el Cristo total, cabeza y miembros.

Hay una causalidad mutua entre la gloria de Dios y la vida del hombre. Para que el hombre pueda glorificar a Dios tiene que tener vida.[46] Sólo si Dios hace partícipe al hombre de su plenitud de vida, podrá éste glorificarle debidamente. Pero precisamente la vida plena del hombre consiste en la contemplación de Dios, en la glorificación de Dios. Sólo en la alabanza de Dios que tiene lugar en la liturgia, la vida recibida por el hombre alcanza su mayor expresión y su mayor calidad y abundancia. Hay una causalidad mutua entre glorificación de Dios y vida del hombre. Pero este intercambio vital sólo puede ser comenzado por Dios. A él corresponde la iniciativa. Como dice Kunzler, es la catábasis la que hace posible la anábasis; la sotería hace posible la latreia. La prioridad esencial de la glorificación de Dios no excluye la prioridad existencial de la experiencia de la salvación.[47]

La concepción anabática de la liturgia se centraba en el servicio del hombre a Dios, mientras que la concepción catabática se fija en el servicio ofrecido por Dios al hombre. La crítica del culto, entendida como servicio del hombre a Dios, se basa en el hecho de que efectivamente Dios no necesita esos servicios del hombre. “Si tuviera hambre no te lo diría... ¿Acaso como yo carne de toros o bebo sangre de machos cabríos...?” (Sal 50,10-11). “Misericordia quiero y no sacrificios” (Os 6,6; Mt 9,13; 12,7).

Si la liturgia fuese básicamente culto, sería superflua. Pero si la liturgia es el modo como el hombre puede entrar en posesión de la salvación de Dios, el modo como la acción salvífica se hace realmente presente aquí y ahora para el hombre, es claro que el hombre sigue necesitando la liturgia.

Todo lo que no se expresa, se marchita. Todo lo que no se celebra se acaba dando por supuesto, se desliga de su fuente y al desligarse de la fuente que lo sustentaba, acaba por desaparecer. Por eso el culto de la vida necesita referirse expresamente a la acción salvífica de Dios que lo hace posible. Y esta referencia a la acción salvífica de Dios consiste precisamente en su celebración ritual.

La gran intuición de los profetas de Israel, continuada por Jesús de Nazaret, es que el verdadero culto es la vida entera del hombre, su ejercicio de las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad, su praxis moral. Es en el concreto de su vida donde el hombre glorifica a Dios, “ofreciéndose a sí mismo como un sacrificio vivo, santo, agradable a Dios. Tal será vuestro culto espiritual”; “no acomodándose al mundo presente, sino transformándose” (Rm 12,1-2).

Por eso exhorta la carta a los Hebreos a “no descuidar la beneficencia y la comunión de bienes; esos son los sacrificios que agradan a Dios” (Hb 13,16). “La religión pura e intachable ante Dios Padre es ésta: visitar huérfanos y viudas en la tribulación y conservarse incontaminado del mundo” (Stg 1,27). En la carta a los filipenses Pablo habla del "sacrificio y la ofrenda de vuestra fe" sobre el cual podría derramarse su propia sangre en caso de ser ejecutado en la cárcel en la que se encontraba (Flp 2,14).

Pero para poder vivir de esa manera necesitamos ser alcanzados por la gracia de Dios que celebramos en los sacramentos. El gran obstáculo para comprender la importancia de la liturgia es la actitud de Pedro cuando rechazaba dejarse lavar por Jesús, y alardeaba de poder entregar su vida por él. Jesús pone en entredicho esa capacidad: “¿Darás tu vida por mí?” (Jn 13,38). No siente ninguna necesidad de celebrar la liturgia el que se cree capaz de entregar su vida a los demás sin tener que recibir esta capacidad de Jesús cada día, y el que centra su espiritualidad más en hacer que en dejarse hacer.

d) Anámnesis

En el centro de la plegaria eucarística, inmediatamente después del relato de la institución, hay una oración muy importante que se conoce con el nombre de anámnesis o memorial. Se hace aquí memoria del acontecimiento pascual, muerte, resurrección y ascensión.

La memoria se aviva por la narración de esos acontecimientos. La narración es haggadah, relato que constituye  "la fuente de la fe, de una fe vivida como esperanza. La narración es la partera de la esperanza.[48] El recordar cómo Dios ha sido fiel a sus promesas en el pasado  es la mejor garantía de su fidelidad en el porvenir. Este recuerdo esperanzado es fuente de gozo y se traduce en un himno de bendición.

En las raíces antropológicas de toda celebración encontramos una serie de acontecimientos fundantes que nos han hecho ser lo que somos como personas y como pueblos. Una de las celebraciones más comunes en muchos países es la del aniversario de la independencia de la nación. Todos los ciudadanos coinciden en valorar ese acontecimiento como enormemente significativo para sus vidas, que hubieran sido mucho menos valiosas si ese acontecimiento no se hubiese producido. Para que un acontecimiento pasado pueda celebrarse festivamente es importante que se entienda como un suceso que afecta decisivamente la existencia actual de los celebrantes, es decir, que sea una realidad históricamente activa en el momento de la celebración.

La liturgia no celebra la inmutabilidad eterna de Dios, sino los acontecimientos de la historia en los que el Dios inmutable se ha hecho histórico, entrando en el tiempo de los hombres para realizar allí nuestra salvación. Son las acciones salvíficas de Dios realizadas en la historia y activas en el presente las que constituyen el objeto de la celebración litúrgica.

Dios es el inmutable, el que está por encima de todo cambio, más allá del tiempo. Ahora bien, el dogma de la inmutabilidad de Dios no afirma que sea un Dios ahistórico. Lo que es inmutable es su bondad, su fidelidad y su voluntad salvífica. Son inmutables, pero acaecen en la historia.

El hombre, sometido al cambio, vive en el tiempo. Solo en el tiempo puede salir de sí mismo y entablar una relación con Dios, con su prójimo y con el mundo. Nos referimos al tiempo existencial, que es distinto del tiempo físico. Es un tiempo que consiste en una sucesión de oportunidades únicas que no vuelven.

Como dice san Agustín, de las tres partes en que se divide el tiempo –pasado, presente y futuro-, en realidad no existe ninguna de las tres. Es claro que el pasado y el futuro no existen, pero incluso el presente es inaprensible en su fugaz rapidez. Si no se interpreta el tiempo como historia de salvación, la concepción lineal del tiempo induce a la desesperación y al nihilismo. El tiempo bíblico es también lineal, pero no viene de la nada ni desemboca en ella. Es tiempo de salvación abierto a la eternidad.

El tiempo litúrgico está determinado por el ahora de la salvación divina. No es que la eternidad de Dios sea un tiempo muy largo, inacabable. Tampoco se puede decir que la eternidad exista antes y después del tiempo. La eternidad de Dios es un ahora que, por ser siempre presente, puede irrumpir en el curso del tiempo creado y puede dar unidad al fugaz paso de los instantes.

Decir “in illo tempore”, no es evocar un pasado en cuanto pasado. La rememoración litúrgica hace presente en cada celebración el verdadero contenido de todos aquellos momentos del pasado. No es que aquel tiempo se repita de nuevo aquí y ahora, sino que el hombre aquí y ahora, al hacer memoria, entra una y otra vez en comunicación con la presencia permanente de unos hechos pasados que están siempre presentes en la eternidad de Dios.

Israel es un pueblo con buena memoria. La palabra anámnesis aparece cinco veces en la traducción griega de los LXX (Lv 24,7; Nm 10,10; Sal 38,1; 70,1; Sb 16,6).[49] Hay en el AT una continua invitación a recordar la alianza, que supone hacer presente de nuevo su poder para liberar y congregar al pueblo. Es el mismo Dios quien tiene muy buena memoria y recuerda siempre su alianza (1 Sm 1,9.20; Ex 17,14; 2,18).

El recuerdo en Israel está especialmente ligado a los acontecimientos de pascua, al paso liberador de Dios por medio de su pueblo para sacarlo de Egipto y conducirlo a la tierra prometida. Cuando Israel recuerda la pascua se presencializa de nuevo la salvación de aquel acontecimiento.

Sobre la actualización del pasado citemos los siguientes fragmentos de la liturgia judía de pascua: "Esta fe ha acompañado a nuestros padres y a nosotros. Pues no ha sido uno solo (Egipto) quien se levantó para aniquilarnos. En cada generación hay levantamientos contra nosotros para destruirnos. Y el Dios santo, bendito sea, nos libra de sus manos". "En cada época cada uno debe considerarse como si él hubiera sido liberado de Egipto. Según dice la Escritura: 'Tú deberás en este día narrar a tus hijos: el Eterno ha hecho esto en mi salida de Egipto (Ex 13,8). No sólo redimió Dios a nuestros padres. Nos redimió a nosotros con ellos según está escrito: y nos sacó de allí para llevarnos a la tierra que juró dar a nuestros padres (Dt 6,23)'. Por eso debemos alabar, glorificar al que hizo estos signos con nuestros padres y con nosotros. Nos llevó de la esclavitud a la libertad, del dolor al gozo, del luto a la fiesta, de las tinieblas a la luz, de la opresión a la redención. Digamos para él el Hallel -Sal 113-118".

De igual modo, la eucaristía no repite el sacrificio de la cruz, sino que  lo conmemora. No es una sucesión de sacrificios, ni la repetición de un sacrificio, sino la presencia misma del sacrificio único de Cristo; no es el recuerdo de un hecho que pasó en la perspectiva lineal del tiempo, sino la conmemoración de un misterio continuamente presente.

La anámnesis o conmemoración cultual es objetiva, no depende del hombre como sujeto. La existencia activa de Dios se extiende paralelamente al tiempo, como una veta debajo de la tierra. Ocasionalmente el poder salvador de esa acción divina aflora a la luz del día. En la liturgia se alcanza el punto de intersección del tiempo y la eternidad. Allí el participante se convierte en contemporáneo de los sucesos bíblicos. El hombre se hace testigo contemporáneo de lo que sucedió entonces. En Navidad nos hacemos contemporáneos del nacimiento de Cristo y en pascua nos hacemos contemporáneos de su resurrección.

¿Es la anámnesis obra del hombre o de Dios? El hombre es quien conmemora, pero como acto humano, su acción de recordar no puede trascender el tiempo, no puede entrar en el túnel del tiempo para volver al pasado. Es sólo la acción divina la que, trascendiendo el tiempo, nos trae los misterios a nuestro aquí y ahora. Por eso la liturgia, antes que acción del hombre, es acción de Dios. Hasta la misma fe que hace posible la anámnesis no es una obra del hombre, sino que es la obra de Dios en el hombre.

La existencia de Cristo fue siempre una existencia entregada, cuando pasó haciendo el bien en la tierra (Cristo histórico), y cuando, a la derecha del Padre, se entrega a Él juntamente con todos los hombres. La entrega de Cristo tuvo lugar de una vez para siempre en su existencia terrena, efápax (Rm 6,10; 1 Co 15,6; Hb 7,27; 9,12; 10,10). Pero este “una vez por siempre” permanece eternamente ante el trono de Dios. Permanece en la existencia gloriosa de Cristo, que ha sido llamada por W. Beinert pro-existencia, palabra que podemos traducir por “existencia entregada”. Por eso la Eucaristía, como dice Rovira, tiene siempre una connotación sacrificial

Se trata del memorial (zikkaron) de una acción realizada por el Señor al final de su vida terrestre. Es algo más que un recuerdo subjetivo. Las palabras y los símbolos son realidades objetivas que nos hacen recordar, como los souvenirs que guardamos de nuestros viajes. Esas realidades objetivas nos permiten vislumbrar el misterio y entrar en él.

Como acabamos de decir, el pueblo judío entendía de este modo el recuerdo de las maravillas de Dios en el Antiguo Testamento. Durante el Seder o cena pascual se cita el texto de Ex 13,4 añadiendo que “En cada generación el hombre está obligado a considerarse a sí mismo como si hubiese salido de Egipto”.[50] Esto supone que de un modo misterioso, el pueblo judío de todos los tiempos se hace presente en la liberación de Egipto cuando celebra la noche pascual.

Esta acción pasada no se inventa, se cree. Afirmamos la realidad de aquel acontecimiento divino confesamos que está implantado y es operativo en nuestra vida personal y comunitaria. Creemos en la autodonación de Dios que estamos celebrando. No sólo no inventamos aquellos acontecimientos que recordamos, sino que ni siquiera inventamos los gestos y palabras que constituyen nuestro memorial. Esos gestos y palabras no son fruto de nuestra creatividad, sino que nos han sido dados por Jesús.

Como señala Rovira, cuando Jesús nos dijo: “Haced esto”, no dijo: “Haced cualquier gesto que se os ocurra en recuerdo mío”. Nos dijo: “Haced estos gestos precisamente y no otros; repetid estas palabras y no otras”. El rito es la codificación eclesial del memorial. Reconocemos la autoridad de la Iglesia para mantener la tradición del memorial de un modo en que no se vacíe de significado.[51]

La anámnesis supone que la eternidad puede irrumpir en el tiempo. Tiene mucho de mímesis, de imitación de los grandes hechos que simboliza: el baño remite a al mar Rojo, al Jordán a la entrada en la tierra prometida, al bautismo de Cristo..., y a los hechos primordiales de la vida del creyente. Pero, como dijimos, el rito no es teatro histórico. No es una escenificación de la historia salutis. No celebra al Jesús histórico, sino al Cristo de la fe; no al Señor del pasado, sino al Cristo Señor actual y presente en su Iglesia. Por eso no es teatro, sino misterio. No es accesible en imágenes realistas unívocas, sino en gestos simbólicos.

El lavatorio de pies del Jueves Santo es la excepción que confirma la regla. Es un rito de mímesis y no de símbolos. Pero  este no es el caso normal de la acción litúrgica. La Eucaristía se ha ido desprendiendo de todo mimetismo de los ritos de la última cena judía. Se aleja de cualquier realismo tanto social como costumbrista, buscando superar las barreras de lo espacio-temporal.

 

e) La epíclesis

El sustantivo epíclesis no aparece en el NT ni en los Padres apostólicos. Aparece por primera vez en Ireneo.

"Tres son las principales funciones del Espíritu en el misterio de la salvación: la universalización de la obra de Cristo, su actualización y su personalización o interiorización".[52]

El encuentro profundo con Cristo sólo es posible "en el Espíritu". Implica una divinización del hombre que en realidad es su humanización plena. El Espíritu nos eleva a la dimensión donde Cristo está presente, y por tanto se necesita su ayuda para poder percibir esta presencia.

Si ya hemos dicho que la liturgia es la acción de Cristo presente formando la comunidad y presente en la comunidad formada por él, tenemos que recordar el principio enunciado por san Ambrosio: No se puede disociar la palabra y el Espíritu. “Ni Cristo puede ser sin el Espíritu, ni el Espíritu sin Cristo”.[53]

La epíclesis es una oración siempre atendida, en la cual se invoca el descenso del Espíritu Santo, gracia increada, como comunicación divina sobre la creación y sobre la comunidad. En el descenso del Espíritu tiene lugar el inmutable cortejo amoroso del Dios Trino, en virtud de la comunidad perijorética de las personas de la Trinidad. “Todos somos una sola cosa porque en Cristo está el Padre, y en nosotros está Cristo”.[54]

En la epíclesis toda la acción litúrgica “se revela como ingreso del hombre en la plenitud divina de vida, la cual se le ofrece viniendo del Padre, a través del Hijo, en el Espíritu Santo”. Esta invocación del Espíritu es parte fundamental de la plegaria eucarística, aunque tiene un lugar diverso en las distintas liturgias.

En las liturgias antioquenas (bizantina y siro-caldea) hay una única epíclesis que tiene lugar después del relato de la institución y después de la anámnesis. En ella se pide simultáneamente el descenso del Espíritu sobre los dones y sobre la comunidad. En la liturgia de San Juan Crisóstomo se formula así: “Haz descender tu Espíritu sobre nosotros y sobre estos dones aquí presentes... y convierte este pan en el precioso cuerpo de tu Cristo”.

En cambio en las liturgias de tipo alejandrino, hay dos epíclesis. Una primera, consecratoria, se hace sobre los dones antes del relato de la institución, y otra se hace sobre la asamblea después de la institución y de la Anámnesis. En esta segunda epíclesis, o epíclesis de comunión, se pide la santificación de los fieles, para que puedan comulgar dignamente del Cuerpo y Sangre de Cristo.

El Canon romano sigue el modelo alejandrino, pero en la formulación de las oraciones el carácter epiclético está un tanto desfigurado y velado. En el Quam oblationem antes de la institución, la mención al Espíritu no es explícita. Simplemente se pide que la oblación sea hecha “espiritual”. En la segunda epíclesis, o Supplices te rogamus, se pide que todos los comulgantes se llenen de gracia y de bendición, pero tampoco se menciona expresamente al Espíritu Santo. Las nuevas plegarias eucarísticas postconciliares han venido a suplir estas carencias. La presencia del Espíritu está mucho mejor subrayada en las anáforas postconciliares que en el antiguo Canon romano.

Otro de los rasgos típicos de la liturgia postconciliar es el haber dado cabida a esta dimensión epiclética en todos los sacramentos, Así por ejemplo se ha introducido una epíclesis en el sacramento de la reconciliación cuando se prescribe al ministro que imponga sus manos sobre el penitente y haga una mención expresa del envío del Espíritu Santo.

La epíclesis ha sido introducida también en el sacramento del matrimonio. El texto de la nueva bendición nupcial explicita esta invocación al Espíritu Santo. La nueva rúbrica del Ritual de 1990 explicita que el sacerdote debe recitar el texto de la bendición nupcial con las manos extendidas hacia los esposos, lo cual es ciertamente un gesto epiclético.

 

f) El "opus operatum"

Aunque la gracia se nos da por la autodonación de Dios, y no por los actos del ministro ni del sujeto, sin embargo la gracia necesita la aceptación por parte de ambos. La gracia que se ofrece necesita un sujeto que la reciba. Los actos de los fieles no son la causa de la gracia sino sólo la condición para poder recibirla.

Hay que diferenciar entre causa y condición. El que la ventana esté abierta es la condición para que entre la luz, pero la verdadera causa de que entre la luz no es la acción de abrir la ventana, sino el sol. Por la noche ya podemos abrir la ventana todo lo que queramos, que nunca entrará la luz del sol. El sol es la causa de la iluminación de la habitación, la apertura de la ventana es sólo una condición.

Por eso la medida de la gracia recibida va a estar en función también de la mayor receptividad del sujeto. El sol en su plenitud está dando siempre sobre los postigos, pero la habitación quedará iluminada en la medida en que la ventana esté abierta. La mayor receptividad del sujeto redundará en una participación mayor de la gracia.

Correspondientemente, la mayor expresividad del sacramento contribuirá a una mayor receptividad del sujeto. Cuanto más expresivo sea un sacramento, mayor será la gracia mediada por él. La asamblea celebrante es una de las mediaciones. Pongamos un ejemplo. Supongamos una eucaristía en la que el presidente lo hace todo él mismo, y la asamblea está presente de una forma lánguida, pasiva. En este tipo de celebración, por más válida que sea, la manifestación eclesial es pobrísima, y no contribuirá a favorecer la receptividad por parte de los asistentes.

Pongamos otro ejemplo. En el sacramento de la reconciliación la gracia se hace presente a través de un encuentro humano entre el ministro y el penitente. La gracia del perdón se concede en virtud del misterio pascual de Cristo que ha reconciliado al mundo con Dios Padre, pero esa gracia viene mediada por la calidad del encuentro entre esas dos personas. Cuanto más personal sea ese encuentro, la gracia de Dios se hará más presente. Si el encuentro en cambio se automatiza, o se realiza en condiciones que no permiten un auténtico diálogo o un clima de oración, entonces la ventana para que entre el sol está medio cerrada y normalmente el sol apenas podrá pasar por ella. El secretismo, las rejas interpuestas entre penitente y ministro, el uso de un diálogo estereotipado, las posturas no aptas para un encuentro interpersonal, están siendo obstáculo a la gracia sacramental. El sacramento sigue siendo válido pero su fruto se ve muy disminuido.

Por eso hay que superar el validismo de los que se contentan con realizar el signo sacramental reducido a su mínima expresión, salvando su validez. Se pensaba un tiempo que bastaba con que se diese la materia y la forma y ya el sacramento obraba su efecto mecánicamente. Pero es muy peligroso separar el valor sacramental del valor litúrgico. Como en otros lugares de este curso hemos señalado, la preocupación por el validismo llevó a definir los sacramentos conforme a los mínimos requeridos en circunstancias verdaderamente límite, cuando los sujetos estaban inconscientes, o cuando los ministros se encontraban en la disposición menos favorable, o cuando las acciones rituales tenían un mínimo de expresividad.

Los sacramentos actúan ex opere operato, por la fuerza de su realización objetiva, mientras que los que los reciben no pongan obstáculos. La celebración siempre está a punto. La mesa está preparada. Los cielos se abren siempre, el Espíritu siempre es accesible. Pero la celebración de los sacramentos ha de ir acompañada por el ejercicio agradecido, gratuito, receptivo, para recibir la obra de Dios sin convertirla en obra humana. No se trata de administración de cosas sagradas, sino de acciones de Cristo. “Cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza”.[55] Por eso los sacramentos comunican el Espíritu eficazmente.

Como dice Oñatibia “La liturgia celebra algo que es anterior a nuestras decisiones, algo que nos precede: el misterio pascual de Cristo y que por ello es obra de Cristo y no del hombre, no algo que nosotros hacemos y a lo que Dios añade un plus”.

Pero la liturgia en el Vaticano II reviste un carácter dialogal. Frente a una concepción que acentuaba la dimensión del opus operatum, la liturgia es lugar de encuentro, de diálogo entre Dios y el hombre. Celebra la oferta de salvación y la acepta con fe agradecida. La novena sinfonía ya ha sido compuesta de una vez por todas, pero cada director tiene que interpretarla de un modo creativo.

La doctrina del "ex opere operato" tiene una especial aplicación cuando los sacramentos se celebran en situaciones extraordinarias. Ya hemos dicho que nunca hay que hacer teología de los sacramentos a niveles mínimos, pero hay que contemplar también la realidad de esos casos en los que la cooperación humana (el opus operantis) se ve muy disminuida sin culpa del sujeto.

Se distinguen tres tipos de intención del sujeto en una acción: intención actual, virtual y habitual. Se tiene intención actual cuando uno realiza una acción queriendo expresamente realizarla y siendo plenamente consciente de que la está realizando. Se tiene intención virtual cuando uno realiza una acción en virtud de una decisión tomada en el pasado, pero que sigue siendo operativa. Yo decidí salir de paseo. Luego ya mientras paseo me olvido de esa decisión y no estoy pensando en cómo muevo los pies, pero la decisión sigue siendo operativa por el hecho de que me sigo moviendo en virtud de aquella decisión consciente que tomé al principio. Finalmente hay una intención habitual que es aquella que se tomó en el pasado, que no es operativa en este momento, pero que nunca ha sido retirada expresamente. Es el caso de una persona en coma o inconsciente, que no ha retirado expresamente decisiones que tomó en el pasado, y   que por tanto siguen estando presentes de algún modo.

Para recibir los sacramentos válidamente hace falta una intención por parte del sujeto, porque los sacramentos no son magia ni actúan automáticamente al margen de las disposiciones del sujeto. Lo normal es que el sujeto tenga una intención actual al recibirlo, o al menos virtual. Por eso conviene actualizar esa intención de una manera expresa, y a eso conduce precisamente el ritual.

Pero puede darse el caso extremo de alguien que reciba la gracia del sacramento teniendo sólo una intención habitual. Es el caso de una persona en coma, que es incapaz de hacer ahora ningún acto de intención, pero que anteriormente tuvo el deseo de recibir los sacramentos en la hora de la muerte, y ese deseo no ha sido nunca retractado explícitamente. Se piensa que en virtud del "opus operatum" sacramental, basta con esa intención habitual para que tenga sentido el absolverle o el darle la unción de los enfermos, aunque esté privado de conciencia. Lo cual no significa que este caso extraordinario se convierta en el caso habitual o paradigmático, como así sucedió en la celebración de la "extremaunción" en la liturgia prevaticana.

 

 


 

Tema VIII. El sacrificio de la nueva alianza

  

a) Dificultades del hombre de hoy para entender el sacrificio

Comencemos por una descripción fenomenológica de sacrificio. Es en principio la renuncia a un bien, con vistas a la consecución de un bien superior. El caso más típico es la entrega de algo alguien, que implica siempre una renuncia. Renuncio a disfrutar de algo para que lo disfrute otro. El sacrificio se inscribe siempre en una relación personal. Se trata de una renuncia en favor de alguien.

Cuando uno renuncia a determinadas gratificaciones o se autoimpone determinadas cargas y sufrimientos buscando su propio beneficio personal (deportistas, opositores), no cabe hablar estrictamente de sacrificio, porque falta esa dimensión interpersonal. En el fondo se renuncia a una gratificación buscando solo otra gratificación mayor o más duradera.

Hacemos teología hoy desde el contexto de la postmodernidad. Como cualquier otro contexto constituye a la vez una oportunidad y un riesgo. Es una oportunidad porque nos ayude a descubrir errores cometidos por los condicionamientos filosóficos y culturales del pasado, pero es un riesgo porque nos puede hacer sucumbir de manera acrítica a los nuevos errores de la cultura de hoy.

La postmodernidad es alérgica a cualquier idea de sacrificio o de abnegación. El máximo valor hoy día es realizarse uno, gratificar sus deseos y necesidades, aun las mínimas. Sólo se entiende la renuncia voluntaria como un masoquismo perverso e inútil. "Dale a tu cuerpo alegría, Macarena, que tu cuerpo es 'pa' darle alegría y cosas buenas".

La postmodernidad es un contexto que nos ha ayudado a purificar una teología victimista, que ensalzaba el sufrimiento por el sufrimiento. De la constatación de que todo lo que vale cuesta, habíamos pasado a pensar erradamente que todo lo que cuesta vale.

Hay una alergia a la palabra sacrificio, porque inmediatamente despierta fantasmas del pasado. Algunos preferirían eliminarla de una vez para siempre. En esta línea extrema dice Hans Küng: "Si el concepto de sacrificio es hoy tan problemático, mucho más lo es el concepto de 'sacrificio de la misa' que se deriva del sacrificio de la cruz. Conviene evitar la expresión 'sacrificio de la cruz' porque desorienta".[56]

"Se juzga preferible vertebrar la formación espiritual del creyente en la fe en la bondad de la creación y el 'optimismo soteriologico' de Rahner, que seguir insistiendo en el tema del sacrificio con su relente de dolorismo y religiosidad masoquista".[57]

Hoy día se reserva el lenguaje del sacrificio para los deportistas o para las reconversiones industriales, pero en realidad la palabra 'sacrificio' es indispensable en el lenguaje del amor, y solo en el amor encuentra su verdadero sentido. Cuando uno se sacrifica por amor, el sacrificio no es costoso ni frustrante, porque el amor nos realiza mucho más que aquellas cosas de las que tenemos que privarnos en aras de la persona amada.

Actualmente no faltan buenos psicólogos y sociólogos que han salido abiertamente en defensa de la palabra 'sacrificio' e incluso de un sacrificio que sirva como reparación de pecados y culpas cometidas. "Una antropología que redujera el sacrificio a la insignificancia desnudaría de golpe la finitud, la culpabilidad y el sufrimiento de su peso de carne y sangre, de tierra y de tiempo, disolviéndolos en la transparencia de un puro saber y en la inocencia de un perdón anticipado; entonces se evaporaría lo trágico de la historia y se devaluaría lo irreparable de la falta y el precio de la muerte".[58]

No debemos olvidar que si bien Dios está siempre dispuesto a perdonar, la vida no perdona nunca y acaba siempre pasando factura tarde o temprano, aun cuando la persona ya se haya arrepentido hace tiempo. Los daños causados por el pecado en el propio pecador, en la sociedad y en las víctimas de su pecado no desaparecen por arte de magia por el mero hecho de que el pecador se haya arrepentido y haya recibido ya el perdón de Dios. Hay lugar para un doloroso proceso de rehabilitación que sin duda forma parte de la dimensión sacrificial, no como deuda penal a pagar, pero sí como dolorosa restauración de las fibras heridas de nuestra persona, y como debida restitución a las personas a quienes nuestros pecados han dañado o han despojado de su dignidad, de su integridad o de sus bienes. A veces la retórica del perdón y la misericordia gratuita de Dios olvida esos aspectos menos agradables, pero afortunadamente para nuestra falta de memoria, las víctimas nunca lo olvidan.

En el cuarto evangelio Jesús es el cordero que quita el pecado del mundo (Jn 1,29). El verbo griego usado (airein) significa a la vez "quitar" y "cargar con". La única manera de 'quitar" el pecado es 'cargando con él', es decir cargando con sus consecuencias dolorosas. Pero solo el totalmente inocente puede quitar el pecado cargando con él. Sólo el inocente puede ser perfectamente solidario con el pecador, precisamente porque no tiene complicidad ninguna con el pecado. Es lo que expresa san Pablo cuando dice que Dios hizo a Jesús pecado por nosotros. "A quien no había conocido pecado, lo hizo pecado por nosotros, para que nosotros nos hiciésemos justicia de Dios" (2 Co 5,21).

Algunos preferirían un Jesús moralmente frágil y ambiguo como nosotros Sólo así se sentirían identificados con él, y lo considerarían uno más de la pandilla. Pero, como dice el hermano Emilio de Taizé, pensar que Jesús estaría más cerca de nosotros si fuera pecador puede ser un pensamiento sugerente, pero no es verdad.[59] Es precisamente por ser totalmente inocente por lo que puede hacerse solidario. Si el pecado consiste siempre preferirse uno a sí mismo, marginando a Dios y a los otros, no puede haber nunca solidaridad en el pecado, sino solo individualismo e indiferencia hacia los demás.

La entrada de Jesús en el mundo rehace el tejido rasgado de la humanidad. Sin pecado Jesús es verdaderamente “otro”, distinto de nosotros. La total inocencia de Jesús es algo difícil de entender para nosotros pecadores. No podemos ni imaginar lo que es una vida totalmente volcada hacia la voluntad del Padre. Se nos escapa. Sin embargo, solo siendo distinto de nosotros es como Jesús puede ser solidario Su alteridad está hecha de amor. Ahí está el comienzo de la Humanidad nueva.

 

b) El sacrificio en las religiones

En todas las religiones el culto a Dios implica de una u otra manera la existencia de sacrificios, que consisten en el ofrecimiento a la divinidad de algún don útil para el hombre, normalmente alimentos. Este hecho "está estrechamente vinculado a la psicología profunda del hombre, el cual, desde su infancia, tiene necesidad de recibir y de dar, se halla en una situación de intercambio, en la que le resulta vital acoger signos de amor y ofrecer otros a su vez".[60]

El hombre expresa así su adoración, su acción de gracias, su sometimiento y la oblación de su propia vida. El sacrificio es un acto 'religioso' que expresa la religación a la Divinidad trascendente, de quien procede todo don. Se ofrece siempre algo útil para el hombre y por ello la ofrenda comporta una privación y un sacrificio. Nunca se ofrecen en sacrificio fieras peligrosas para el hombre, o plantas no comestibles. En el sacrificio, el hombre se priva de un bien útil para consagrarlo a Dios. Quita la vida a un animal y lo destruye y en esa vida ofrecida representa simbólicamente su propia vida ofrendada a la divinidad. De este modo reconoce que la vida es sólo de Dios.

En un primer estadio de desarrollo, el sacrificio va siempre unido al banquete. A la hora de sentarse a comer, el hombre reconoce que hay algo sagrado en el alimento. Comerlo supondría un sacrilegio contra la naturaleza, a menos que el hombre consagre a Dios una parte del alimento, privándose de ella. El hombre ofrece a la divinidad el primer bocado, y entonces puede ya apropiarse del resto que ha quedado desacralizado. Es un "intento de retorno y de devolución a la divinidad por parte del hombre –en un gesto 'memorial' de gratitud- de una porción de los dones recibidos de ella".[61]

En el caso del sacrificio de animales comestibles, el primer paradigma es el del sacrificio de comunión, asociado siempre a un banquete sagrado, en el que parte de la víctima es quemada y otra parte es consumida por los hombres. Sacrificio y banquete están asociados íntimamente. La misma leña usada para cocinar la parte que se va a comer, es la utilizada para quemar la parte que se va a destruir. Como dice Gesteira, no se trata de un banquete sacrificial que sigue a un sacrificio ritual previo, sino un sacrificio celebrado en el marco o contexto estricto de un banquete. Sacrificio y banquete no tienen lugar en el templo, sino en un ambiente doméstico.[62]

Un desarrollo posterior tiene lugar en una época de mayor abundancia y riqueza, cuando un pueblo se puede permitir el lujo de ofrecer el animal entero, y a veces centenares de víctimas. En esos sacrificios cruentos una víctima es inmolada en un altar, normalmente con la finalidad propiciatoria de reconquistar el favor de un Dios enojado con el hombre. Ahora se va a inmolar la víctima en su totalidad. Con ellos se aumenta el sentido mercantilista del sacrificio ofrecido a Dios, "un gesto del 'do ut des'  para granjearse sus dones u obtener su perdón, en vez de rendirle el tributo de su adoración, de su oración y acción de gracias en una actitud de comunión".[63]

Algunas religiones llegaban a ofrecer sacrificios humanos, inmolando a otros hombres o a niños sobre el altar, a veces los propios hijos. Pronto en Israel se desvincularon de cualquier sacrificio humano.  El cordero sustitutorio que aparece en el monte Moria significa que Dios reprueba los sacrificios humanos de los pueblos del entorno, y se contenta con el sacrificio de animales sustitutorios (Gn 22).

La víctima viene por tanto a reemplazar a la persona del oferente. Normalmente este tipo de sacrificio expiatorio se hace como holocausto, y la víctima es totalmente destruida y quemada en el altar, sin que se aproveche nada de ella para el consumo humano. Estos sacrificios que hacen a Dios propicio (cercano) tienen un carácter propiciatorio, y sirven para expiar el pecado del hombre de modo que Dios no se lo tenga ya en cuenta y le conceda el perdón.

No todos los sacrificios tienen finalidad expiatoria. Se mantienen también los sacrificios de alabanza y los sacrificios de comunión en los que no se destruye la víctima totalmente. Como en un principio, sólo una parte de la carne es quemada en el altar, mientras que el resto es comido en un banquete sagrado por el oferente y su familia. Es como si Dios y el hombre se sentasen a comer juntos en un mismo banquete. Pero conforme avanza el desarrollo de la liturgia, estos sacrificios y banquetes ya no tienen lugar en el contexto doméstico, sino en el contexto ritual del templo, el témenos o recinto sagrado.

 

c) El sacrificio en el Antiguo Testamento

En el Antiguo Testamento encontramos los mismos tipos de sacrificios que se daban en las religiones vecinas: el holocausto, los sacrificios de alabanza y comunión. Pero como cualquier otro aspecto de la religiosidad, también el culto sacrificial está al servicio de la alianza entre YHWH y su pueblo.

La Biblia considera que la vida está en la sangre (Dt 12,23). Al ofrecer así a Dios la sangre del animal inmolado, es la vida la que está siendo ofrecida. Por eso se puede comer la carne del animal, pero nunca se puede tomar su sangre, porque la sangre es la vida, que pertenece sólo a Dios. Hasta hoy los judíos no toman sangre, y desangran totalmente la carne antes de poderla comer.

El Levítico codifica el ritual de los distintos sacrificios que se llevaban a cabo en el templo de Jerusalén. A pesar de la primacía que se otorga al holocausto sobre los demás sacrificios (Lv 1-7; Dt 12), también en Israel hay huella de que en un estadio primitivo anterior se daban los sacrificios encuadrados en banquetes domésticos.

Para distanciarse de los banquetes cananeos empieza a cobrar mayor importancia el holocausto y se empieza a disociar banquete y sacrificio, dirigiendo el culto a Dios de un modo tan exclusivo que excluye cualquier otra utilización de la ofrenda. Pero, como observa Gesteira, este desarrollo desemboca en una exteriorización del culto, y separa el sacrificio puramente exterior de la verdadera comunión con Dios que se expresaba mejor en el banquete.[64] Los profetas claman contra esta disociación entre culto externo y sacrificio personal (Is 1,11-17; Jr 6,20; Os 6,6; Am 5,21-25).

En los profetas se detecta una progresiva tendencia a espiritualizar estos sacrificios, viendo más la intención del corazón que el desarrollo litúrgico. Esta tendencia se refuerza en las épocas en que el templo está destruido y no se pueden ofrecer los sacrificios rituales. "Tú no quieres sacrificios ni ofrendas; si te ofreciera un holocausto no lo querrías; mi sacrificio a Dios es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, oh Dios, tú no lo desprecias" (Sal 51,18-19; Dn 3,38-41). Pero ya antes Oseas había dicho: "Misericordia quiero y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos" (Os 6,6).

En Israel existe hasta hoy la fiesta del Yom Kippur o día de la expiación, que es día de ayuno total. Era el único día en que el sumo sacerdote entraba en el sancta sanctorum, al otro lado del velo del templo, llevando la sangre de un animal sacrificado. Parte de la sangre la depositaba sobre el propiciatorio encima del arca de la alianza y con la otra parte rociaba al pueblo al mismo tiempo que pronunciaba por única vez en todo el año el nombre de YHWH.

Con Cristo se terminan los sacrificios cruentos de víctimas. De hecho se terminan también en el judaísmo casi simultáneamente, al destruirse el templo de Jerusalén, que era el único sitio donde los judíos podían sacrificar. El cristianismo sostiene que el acontecimiento de Jesús ha dejado sin sentido los sacrificios de la antigua alianza. A la hora de explicar por qué, la carta a los Hebreos establece una paralelismo con los sacrificios de la antigua Ley para explicar el sentido de la muerte de Cristo que ha venido a reemplazar aquellos sacrificios. La intención de la carta a los hebreos era más bien marcar las diferencias insalvables entre ambas realidades, pero por desgracia ha prevalecido el aspecto positivo del paralelismo, y la teología ha interpretado la muerte de Jesús a la luz de los sacrificios del Antiguo Testamento, siendo así que en realidad es algo absoluta y radicalmente diferente.

 

d) El sacrificio de Jesús en el Nuevo Testamento

La teología medieval anselmiana insistía en su peculiar concepto de la redención como “satisfacción” de una deuda. Jesús, hombre-Dios, venía a satisfacer al Padre la deuda de Adán, una deuda infinita, que sólo alguien que fuera a la vez Dios y hombre podría pagar. Jesús cancelaba esta deuda mediante su muerte en cruz y así, cancelada la deuda, los hombres quedaban reconciliados con Dios.

Efectivamente, el hombre necesita ser reconciliado con Dios, de quien está alienado por su pecado. Pero en la teología anselmiana, la dificultad de la reconciliación estaba en la parte de Dios. Dios estaba indispuesto hacia el hombre, y por tanto era necesario disponerle bien para que accediese a la reconciliación. Se trataría por tanto de cambiar la disposición divina, aplacando a un Dios airado. "La teología postridentina, tanto católica como protestante, ha estado dominada por una idea de una justicia conmutativa de carácter punitivo y vindicativo, y con esta categoría ha interpretado la muerte de Cristo, es decir, como una compensación del honor herido de Dios, como una reparación del agravio hecho a Dios por el pecado".[65]

En cambio, la teología de la Iglesia oriental insiste más bien en que es el hombre quien está mal dispuesto para con Dios, y por tanto para reconciliar al hombre con Dios hay que cambiar la disposición humana. Es el hombre quien debe convertirse hacia Dios, y no Dios hacia el hombre. La acción reconciliadora de Jesús no va tanto dirigida a cambiar la disposición del Padre, sino a cambiar la disposición nuestra.

Para reconciliarse con los hombres, Dios necesita un interlocutor. El hombre pecador no es interlocutor válido, y por eso Dios introduce en el mundo a su Hijo como verdadero hombre, inicio de una humanidad nueva reconciliada, que sea el interlocutor de Dios en la reconciliación deseada.

De entrada, Dios está bien dispuesto hacia el hombre. Precisamente lo que Jesús ha venido es a revelarnos esta eudokía de Dios hacia el hombre (Lc 2,14). Lo que los ángeles anuncian en Belén no es paz a los hombres que tienen buena voluntad, sino a los hombres de la buena voluntad de Dios, es decir, a los hombres hacia quienes Dios está bien dispuesto.

Dios nos ha amado cuando todavía éramos pecadores (Rm 5,8). Dios no nos ama cuando ya estamos reconciliados con él, sino que nos reconcilia con él porque nos ama. La redención es iniciativa de un Padre que nos amó primero. Y precisamente porque nos ama y nos quiere reconciliar es por lo que envía a su Hijo para que nos disponga bien a nosotros, y cambie nuestra actitud de pecadores.

El fruto del sacrificio de Cristo no consiste en aplacar al Padre indispuesto, sino en santificarnos a los hombres indispuestos. La liturgia no es primariamente el culto que los hombres dirigen a Dios, sino la acción salvífica que Dios hace a favor de los hombres.

La teología anselmiana no puede evitar una imagen bien desagradable de un Dios Padre, que enojado con los hombres, exige jurídicamente un pago de sangre para poder perdonar, y que, en lugar de cobrárselo en los culpables, se lo cobra en un inocente. Pero, como señala M. Expósito, “El Jesús que sufre pasión y muerte no es víctima de la ‘justicia’ divina, sino de la injusticia humana: del egoísmo y la violencia de los que no soportan al justo, de los que no aguantan una actuación y una palabra, una vida como la de Jesús”.[66]

La manera anselmiana de entender la redención atribuye un valor salvífico sólo a la muerte de Jesús, a su sangre y a su sufrimiento, que son la satisfacción por el pecado. La encarnación sería sólo un paso previo por el que el Hijo de Dios asumía un cuerpo mortal en el que poder pagar esta deuda. La vida y predicación de Jesús no tenían valor salvífico. La resurrección sería sólo un epílogo que afectaba más a la persona de Jesús que a la humanidad, porque ésta ya había quedado perfectamente reconciliada tras el pago de Jesús en la cruz. Según Anselmo, es este acto oneroso de reparación el que nos ha conseguido la benevolencia del Padre.

Pero, en realidad, Jesús redime la condición humana viviendo y muriendo de una manera nueva, viviéndose en una total autodonación por amor. La muerte de Jesús recibe su sentido del modo como vivió su vida. Y la vida de Jesús se ve confirmada y rubricada por el modo como murió. Pero esa vida y esa muerte son salvadoras sólo en virtud de la resurrección. Al resucitar Jesús inaugura una nueva vida a la que podemos incorporarnos para vivir ya sin pecado.

El sacrificio de Cristo no es un sacrificio ritual, sino existencial. Como dijimos, la comparación con los sacrificios rituales de la antigua alianza, tal como aparece en la carta a los Hebreos, puede en parte aclarar la naturaleza del sacrificio de Cristo, pero también lo oscurece. Es mucho mayor la diferencia que la semejanza.[67]

La teología occidental está en el proceso de liberarse de este modelo anselmiano de redención, que tan negativamente ha afectado a la liturgia. En realidad de verdad, la salvación ha sido una iniciativa del Padre que ya nos amaba cuando todavía éramos pecadores (Rm 5,10). Fue iniciativa del Padre enviarnos a su Hijo Salvador, como cabeza de una nueva Humanidad. Jesús no murió porque él mismo buscara la muerte, ni porque el Padre se la exigiera.[68] El Padre no lo envió a morir, sino a vivir. La acción del Padre no consiste en matar a su Hijo, sino en resucitarlo, aceptando su ofrenda amorosa.

Jesús vino a vivir una vida plenamente humana y solidaria, a tomar en sí la naturaleza humana compartiendo con nosotros la gracia de su divinidad. Esta humanidad, “unida a la persona del Verbo”, es el “instrumento de nuestra salvación” (SC 5). Por supuesto que, para Jesús, vivir una vida plenamente humana como la nuestra suponía la solidaridad con nuestra condición mortal. Sólo con su muerte puede Jesús completar su total identificación con nuestra vida mortal.

El modo cruel como Jesús sufrió su muerte no es consecuencia de un destino implacable fijado por Dios Padre, sino que es consecuencia de la crueldad de los hombres que no podían tolerar la presencia del justo en medio de ellos. "Jesús no ha sido víctima de reconciliación porque el Padre reclamara que lo matasen los hombres. El Padre lo ha enviado al mundo y lo ha entregado a nuestra libertad, que es la que lo ha sacrificado llevándolo a la cruz. Por tanto, Jesús no es víctima de Dios, sino de nosotros los humanos. El misterio del sufrimiento de Cristo no es el misterio de la venganza justiciera de Dios, sino el misterio de la libertad humana".[69] Dios nunca pudo complacerse en la muerte de su Hijo. La muerte en cruz de Jesús fue el pecado más horrible de todos cuantos ha cometido nuestra humanidad, y Dios nunca puede querer ningún pecado con una voluntad de beneplácito.

Cuando decimos que Jesús murió “por nuestros pecados”, queremos decir que murió porque la humanidad pecadora no podía por menos que matarle. Murió porque éramos pecadores. Si hubiésemos sido justos, nunca le hubiésemos matado y Jesús no hubiera tenido que padecer esa muerte. No es el Padre quien quiere la muerte de Jesús en la cruz, sino la humanidad pecadora. Dios permite que su Hijo muera de esa manera tan horrible, toda vez que había querido para él una vida humana con todas sus consecuencias. El Padre no intervino para salvarle de sus enemigos, porque Jesús había asumido una vida sin privilegios, sin salvoconductos, sin milagritos, sin ángeles que lo librasen de los peligros (cf. Mt 4,5-7; 26,53).

Dios quiso con voluntad de beneplácito la encarnación de su Hijo, se complació en el amor tan grande que Jesús le mostraba al asumir con todas las consecuencias de una vida mortal, pero Dios no es el responsable de que esa muerte tuviese esas circunstancias tan trágicas y dolorosas. Somos nosotros quienes quisimos la muerte de Jesús en la cruz.

Jesús murió porque fue fiel a la línea de conducta que le había sido marcada, mostrándonos el verdadero rostro del Padre. En este sentido podemos decir que murió en el cumplimiento de la voluntad de Dios. Si Jesús se hubiese alejado de la voluntad de Dios, si no nos hubiese transmitido fielmente su mensaje, si hubiese llegado a un arreglo con los poderes de este mundo, o si hubiese huido lejos abandonando su misión, cierto que no habría muerto crucificado. Es sólo porque fue fiel a la misión encomendada, por lo que encontró aquella muerte tan horrible. No es a Dios a quien le agrada el sufrimiento, sino al hombre pecador y violento. Jesús no es víctima de Dios, sino de los hombres. Es víctima de los hombres porque nos amó sin límites y no se echó atrás ante nuestra máxima violencia.

Poco antes de la pasión, Marcos nos narra el episodio de la viuda del templo. Jesús no solo alaba su proceder, sino que la convierte en icono de su propia actitud sacrificial. Echando en el cepillo no lo que le sobra, sino aquello que tenía para vivir, su vida –bion-, aquella mujer anticipó la actitud de Jesús. En su culto a Dios aquella viuda se lo jugó todo, lo puso todo en juego para ganarlo todo. Jesús vuelve así a subrayar lo que constituía la actitud profunda en el sacrificio, la entrega de la propia vida (Mc 12,41-44).

La ofrenda de su vida constituyó la identidad más profunda de Jesús durante toda su existencia. Culminó en su muerte por amor, pero fue anterior a la pasión. Como dice Bonhoeffer, Jesús fue "el hombre para los demás" y -podemos añadir- "el hombre con los demás". Como tantas veces afirma Gesteira, su sacrificio (qusia) no es distinto de su servicio (diakonia). Su religación al Padre le lleva a religarse a sus hermanos y solidarizarse con ellos. La manera de vivir de Jesús ha podido ser llamada pro-existencia, existencia en favor de. Este es el verdadero sentido de la preposición griega uper = en favor de que aparece en los relatos de la institución: "por vosotros", "por los muchos".

Su sacrificio va a actuar en favor nuestro, no solo por ejemplaridad moral, sino por una causalidad personal de Cristo sobre cuantos se incorporan a él para vivir su vida resucitada. Esa vida se nos trasfunde para que podamos vivir como él vivió. Jesús no es alguien que meramente nos enseñó una manera sacrificial de vivir, que nosotros, una vez aprendida, podríamos realizar por nosotros mismos. No se limitó a marcar un camino, sino que es el camino. La vida cristiana no es meramente vivir como él, sino vivir por él y en él.

 

e) La eucaristía como sacrificio

La Cena es el momento en el que Jesús dio un sentido a su muerte próxima como entrega libre por amor. En ese sentido el cuerpo entregado y la sangre derramada, pueden simbolizarse en aquel pan y aquel vino que en aquel momento prefiguran el sacrificio de su vida, y que más tarde serán memorial eterno de dicho sacrificio. Lo que en la Cena fue signo prefigurativo se convierte ahora en signo conmemorativo de dicho sacrificio.[70]

Algunos teólogos ven una afirmación explícita del carácter sacrificial de la eucaristía al compararla con los banquetes sacrificiales del judaísmo. La inmolación pascual del cordero iba seguida de la comida de la carne en un banquete ritual (1 Co 5,7). Marcos y Lucas hablan de "sacrificar la pascua" (Mc 14,12; Lc 22,7-8). El texto de 1 Co 10,18-22 explica que, cuando en la mesa del banquete se come la carne sacrificada, esta comida implica una comunión con el altar en el que se sacrificó el animal. Este hecho se aplica tanto a los sacrificios del AT como a los sacrificios paganos. Pablo supone el banquete eucarístico guarda alguna semejanza con los banquetes en los que la comida de la víctima inmolada supone la participación del altar.

Según Gesteira, aun admitiendo, en principio, la semejanza, hay que decir que la principal diferencia entre el banquete sacrificial de la eucaristía y los sacrificios judíos o paganos, es que en la eucaristía el banquete no sigue a un sacrificio inmolado con anterioridad. No se trata de comer la carne inmolada en un sacrificio previo, sino de "un banquete-sacrificio, de una 'mesa' que es a la vez 'altar', o de un banquete que implica y contiene en sí una dimensión sacrificial. En otras palabras: no se trata en la eucaristía de un banquete o una comida de los meros frutos de un sacrificio anterior, pretérito, sino que el banquete mismo celebra, presencializa y de algún modo plasma el sacrificio".[71] Como dice Trento al hacer la exégesis de 1 Co 10,21, Pablo "entiende por mesa el altar".[72]

Algunos escrituristas, como Jeremias, han tratado de ubicar la realidad del sacrificio en la última cena en el hecho de que la separación del cuerpo y de la sangre en el pan y en el vino expresan simbólicamente la muerte de Jesús. La mayoría de los teólogos prefieren descubrir la dimensión sacrificial de la eucaristía más bien en las afirmaciones que expresan la finalidad de la muerte de Jesús utilizando la preposición uper con genitivo: uper pollwn, uper umwn: por los muchos, por vosotros.

Es el propio banquete el que ya contiene en su simbolismo una connotación sacrificial. Toda comida exige una autodonación personal por parte del anfitrión, y por eso todo banquete implica necesariamente algo de don y de ofrenda. Por eso al hablar de la eucaristía no hay que contraponer banquete y sacrificio como realidades contrapuestas. La Eucaristía simboliza bellamente cómo la vida entregada al Padre se convierte en alimento para los demás. Sólo una vida afectuosamente obediente puede ser alimento. Sacrificio y banquete son dos dimensiones complementarias. En la cruz se juntan las dos dimensiones vertical y horizontal. El corazón que se resiste al sacrificio, no tendrá nada que poner sobre la mesa del banquete. El que retira la oblación de su vida hecha a Dios, está quitando a sus hermanos el pan de la boca, y a la inversa, no hay sacrificio verdadero que no sea “pan para la vida del mundo”.[73]

Por eso, desde el punto de vistas litúrgico, es un error "tratar de identificar en qué acción concreta y particular de la celebración eucarística se da el sentido del sacrificio. Para los Padres de la Iglesia la celebración litúrgica tenía toda ella un sentido sacrificial".[74] Unos lo sitúan en la destrucción del pan, en la separación entre cuerpo y sangre, en el abajamiento de Cristo en el sacramento… El peligro, como dice Arias Reyero, es reducir la Misa a ese momento sacrificial de la consagración o de la comunión.

Toda la celebración reviste este simbolismo sacrificial. Comienza ya en el hecho de la congregación de los fieles. La constitución de la asamblea supone vencer la inercia de quedarse en casa y renunciar a otros planes alternativos. La Didajé daba ya valor sacrificial a la reunión, al partir el pan, a la acción de gracias y a la confesión de los pecados.[75] La proclamación de la palabra es ya sacrificial. "La escucha de la palabra exige de nosotros una renuncia a nuestros propios criterios, a nuestros puntos de vista, a nuestros propios proyectos. La escucha comprometida es ya un sacrificio que pertenece a la entraña de la Eucaristía".[76] La presentación del pan y del vino, la consagración, la fracción del pan, la comunión, son todos gestos que están profundamente marcados por este carácter sacrificial. Ya dijimos cómo el propio banquete entraña una dimensión sacrificial.

La eucaristía es ante todo el sacramento de un sacrificio, más que de una presencia. Jesús se hace presente porque se entrega, se hace presente entregándose. "La presencia eucarística no es la causa del sacrificio, sino el sacrificio la causa de la presencia. Está presente Jesús porque se sacrifica, está presente como consecuencia de su actitud de entrega. Jesús resucitado mantiene su actitud sacrificial. No está separado de nosotros, sino en actitud de oblación. Se nos da y por eso viene. La resurrección eterniza la donación, que encontró en la muerte su dramática y culminante razón histórica".[77] El resucitado es el crucificado. Sigue llevando las llagas y las señales de los clavos. No se han borrado de su cuerpo glorioso y son precisamente el signo del reconocimiento.

La Eucaristía nos transfunde este modo de existencia de Jesús porque nos incorpora a él en la comunión sacramental. No se limita a expresar y simbolizar un modo de vida que, una vez aprendido, podríamos ya llevar por nuestra propia decisión o por nuestras propias fuerzas. Las nuevas disposiciones vitales del hombre nuevo, esa vida de hijo obediente que da culto al Padre entregándose a los demás, no está al alcance de nuestro hombre viejo. Admitir nuestra necesidad de la liturgia es una confesión humilde de que no somos superhombres autónomos que podemos lograr aisladamente nuestra realización personal con nuestras propias fuerzas. Esa renuncia a nuestra autosuficiencia es ya sacrificial. Culmina esta actitud sacrificial en la comunión eucarística en la que renuncio a mi individualismo para dejarme incorporar por otro, para ser Otro.

Nuestra vida humana necesita transubstanciarse de un modo parecido a como se transubstancian las especies sacramentales. Mediante la participación en la Eucaristía la vida del cristiano se va transformando en la vida de Cristo, hasta el punto de que ya no soy yo quien vive, sino Cristo quien vive en mí, en la medida en que paso a formar parte de un “nosotros”, dentro de una comunidad que es el cuerpo de Cristo. Dejase incorporar para ser cuerpo de Cristo es una manera de morir al individualismo estéril y egoísta. Por eso no podemos incorporarnos a Cristo sin incorporarnos a su cuerpo que es la Iglesia. Eso exige renunciar a nuestra autonomía, y esa renuncia es también de naturaleza claramente sacrificial.

El verdadero culto es el culto que damos a Dios con toda nuestra vida de amor y entrega, hasta el punto de que la palabra 'sacrificio' (qusia) en el NT se usa no en contexto litúrgico, sino en el contexto de la vida ordinaria del cristiano, en la entrega y oblación de la vida y de la propia persona. "Os exhorto por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios; tal será vuestro culto espiritual. Y no os acomodéis al mundo presente, sino transformaos por la renovación de vuestra mente" (Rm 12,1-2)."No os olvidéis de hacer el bien y de ayudaros mudamente; esos son los sacrificios que agradan a Dios" (Hb 13,16).

El Vaticano II nos enseña que la liturgia es fuente y culmen de esa manera de vivir (SC 10). Toda esa vida sacrificial mana de la liturgia y toda confluye en ella.

 

f) Presencialización del único sacrificio de Cristo

Una pregunta que ha ocupado mucho a los teólogos es la relación que existe entre el sacrificio de la cruz y el sacrificio de la eucaristía. ¿Es la eucaristía la repetición del sacrificio de Jesús en la cruz? ¿Vuelve Jesús a inmolarse de nuevo en el altar cada vez que se celebra la eucaristía?

Hay que defender a toda costa que Jesús se ofreció al Padre por nosotros de una vez para siempre -efapax. Cristo no necesita ofrecer continuamente el mismo sacrificio, porque se ofreció a sí mismo de una vez para siempre (cf. Hb 7,27) y de una vez para siempre inauguró una nueva humanidad redimida.  "No por la sangre de cabritos y becerros, sino por su propia sangre, entró de una vez por todas en el santuario, habiendo obtenido la redención eterna (Hb 9,12). "Por esta voluntad hemos sido santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo una vez para siempre (Hb 10,10).

El ephapax no hay que entenderlo como "una sola vez", como un hecho histórico del pasado y por tanto irrepetible, sino como "de una vez para siempre", como un hecho escatológico que es irrepetible por ser definitivo y eterno, que está ya fuera del espacio y del tiempo.

La pregunta sobre la posible repetición del sacrificio de la cruz en la eucaristía ha recibido diversas respuestas. Vamos a comenzar eliminando aquellas respuestas extremas que pecan por carta de más o por carta de menos. De entrada queda excluida cualquier explicación teológica que hable del sacrificio de la misa como una repetición del sacrificio de la cruz.

En el extremo contrario hay que descartar cualquier teología que vea en la eucaristía un simple recuerdo subjetivo, intencional, del sacrificio de Cristo en el pasado. Tampoco es suficiente decir que en la eucaristía se reciben ahora los frutos de aquel sacrificio que tuvo lugar en la cruz. Eso sucede en todos los sacramentos, y no solo en la eucaristía.

La dificultad de todas esas explicaciones insuficientes está en que sitúan el sacrificio de Jesús en el pasado y lo reducen al acontecimiento de la cruz. La verdadera solución solo vendrá cuando consideramos que el sacrificio de  Jesús no fue solo el instante de su muerte, sino su autodonación mantenida durante toda la vida hasta la cruz y eternizada hoy en su vida resucitada, fuera del espacio y del tiempo. En la eucaristía se hace presente aquí y ahora ese acto de autodonación de Jesús, que vive siempre para interceder por nosotros. Sólo desde la eternidad se puede realmente ser contemporáneo de una multitud de instantes diversos. "Cristo queda eternizado en la actualidad del acontecimiento, ya que es eterna la glorificación que coincide con la muerte, en la que la muerte es redentora [...] La eucaristía no sobreviene, no es un sacramento postpascual, no se añade al acontecimiento pascual que es escatológico, plenitud terminal. No es una reproducción o una renovación, no multiplica hasta el infinito el sacrificio de Cristo, jamás repetido y jamás repetible. Es su manifestación en este mundo".[78]

Suelo explicarlo con un ejemplo, el de las páginas Web. La página Web hay que subirla en el servidor en un momento dado, pero queda allí de una vez para siempre. El momento de subirla queda anclado en el pasado y ya no vuelve a repetirse cada vez que alguien se la baja. Sin embargo el contenido de esta página queda 'eternamente' disponible en el espacio virtual de la Web, de manera que en distintos tiempos y lugares sea posible bajarse uno el contenido de la página y hacer presente hoy y aquí lo mismo que un día fue creado por el autor.

Pero el ejemplo de la página Web no acaba de valer, porque falta la dimensión personal. No podemos cosificar la acción salvadora de Jesús. "Jesús no nos trajo la salvación como un don objetivo, disociable de su propia persona o de su acción; antes bien, él es la salvación, y ésta acaece en nuestro encuentro con su presencia personal, actuante. Jesús no nos legó en su testamento una herencia post mortem consistente en unos dones objetivos, sino que el legado es el testador mismo, su propia persona viva y actuante por la resurrección. El sacerdote y el sacrificio son idénticos. No cabe disociar el sacrificio de Jesús de sus frutos. El sacrificio de Cristo pervive hoy como autodonación generosa y gratuita del Resucitado al Padre y a nosotros.[79]  Esta autodonación es la que se hace presente en el signo del banquete con lo que este signo entraña siempre de donación, oblación y entrega gratuita.

 

g) ¿Sacrificio propiciatorio?

Lutero estaba pronto a admitir que la eucaristía era un sacrificio de alabanza o de acción de gracias. Contra Lutero el concilio de Trento afirmó que "este sacrificio es verdaderamente propiciatorio" y "por esta oblación, aplacado el Señor, se obtiene la gracia".[80] El concilio es confuso en este punto. Por una parte el valor propiciatorio tiende a perdonar los crímenes y pecados, por más ingentes que sean, y por otra parte dice que la eucaristía no se ordena al perdón de los pecados, y que el que está en pecado grave debe confesarse antes de participar en la eucaristía.

Dice Gesteira que la eucaristía no se puede ordenar a perdonar el pecado en general, pues esta amnistía ya tuvo lugar de una vez para siempre en la cruz.[81] Tampoco es la finalidad de la eucaristía el perdón de los pecados personales graves pues para ello está el sacramento de la penitencia.

Ni tampoco cabe decir que la eucaristía es propiciatoria porque nos libra de la penique queda después de confesar nuestra culpa. Esta distinción entre culpa y pena mantenida en otras épocas, supone una mercantilización de la relación interpersonal con Dios. El perdón divino es total, y la única pena que hay que pagar es la superación de las marcas o huellas que el pecado ha causado en el pecador y en sus víctimas. Esa curación es gracia y tarea nuestra simultáneamente.

De hecho Trento evitó usar el término expiatorio al hablar del sacrificio de la eucaristía. El único sacrificio expiatorio fue el de la cruz. La propiciación es la presentación ante Dios del sacrificio ya realizado como intercesión ante Dios. Propiciatorio equivale, por tanto a impetratorio. Es propiciación en cuanto que suponen la reparación del ser humano no solo en su existencia individual, sino también en su existencia social comunitaria.

Ahí coinciden el sacrificio de alabanza y el propiciatorio. Cuando el hombre reconoce a Dios como Dios es cuando se recobra a sí mismo como hombre, quedando restaurado en su ser más íntimo. En ese sentido la eucaristía no es un instrumento para aplacar a la divinidad, sino para reparar al hombre alienado de su verdadero ser.

 

h) ¿Ofrenda de Cristo u ofrenda de la Iglesia?

La modalidad que verdaderamente diferencia el sacrificio de Cristo ofrecido de una vez para siempre y su actualización en nuestros altares, no es tanto el hecho de que uno haya sido cruento y el otro sea incruento.[82]  Esta diferencia atiende solo a la dimensión externa del sacrificio y no a su dimensión personal más honda. En el trasfondo está la tensión muerte-resurrección. El sacrificio de Cristo realizado en la historia es ahora un sacrificio perpetuado en la resurrección.

Pues bien, ese sacrificio perpetuo de Jesús resucitado solo puede presencializarse y plasmarse en el sacrificio de la Iglesia. La Iglesia es el altar donde Cristo continúa realizando visiblemente su oblación eterna. Por eso ahora el sacrificio de Cristo no tiene lugar ya disociado del sacrificio de la Iglesia, ni el de la Iglesia tiene valor alguno ni puede  darse disociado del de Cristo.[83]

"Cristo es sacerdote y sacrificio, es el que ofrece y es la ofrenda. Y quiso que el sacramento diario de esa realidad fuese el sacrificio de la Iglesia, que al ser el cuerpo de la misma cabeza aprende a ofrecerse a sí misma por medio de él, de tal manera que en la oblación que realiza ella misma es ofrecida".[84]

La celebración eucarística pone en manos de la comunidad celebrante el sacrificio de Jesús, la ofrenda de su vida. Conscientes de tener en nuestras manos el sacrificio de Cristo, a Cristo mismo ofreciéndose en la cruz, ¿qué otra cosa podremos hacer sino unirnos a su oblación y ofrecerle al Padre como el mejor presente?[85] No podemos ofrecer a Cristo cabeza sin ofrecernos con él. "Concede a cuantos compartimos este pan y este cáliz que, congregados en un solo cuerpo por el Espíritu Santo, seamos en Cristo víctima viva para tu alabanza".

Es importante el momento de la presentación de los dones. Antiguamente junto con el pan y el vino se ofrecían otros dones en metálico o en especies. De estos dones una pequeña parte, el pan y el vino se consumían durante la eucaristía, pero el resto volvían a la comunidad como dones para los pobres.

La reforma del Vaticano II quiso a toda costa que este momento de presentación de los dones no se concibiera como ofertorio, sino simplemente como presentación. El texto del antiguo ofertorio se cambió radicalmente y se eliminó de la liturgia romana el "Recibe Padre santo esa hostia inmaculada" y el "Recibe, oh Trinidad sana esta oblación que te ofrecemos".

Se trata de un preparativo necesario al que no hay por qué dar un relieve exagerado. El verdadero ofertorio es el que hará Cristo mismo tras la consagración, ofreciéndose a sí mismo y a la Iglesia juntamente con él. Por eso la liturgia insiste en que los gestos de presentación del pan y el vino no sean oblativos. No se debe elevar la hostia ni el cáliz, sino simplemente tomarlos en las manos. De ese modo se plasma la acción de Jesús tomando el pan y el vino

Sin embargo la liturgia no ha eliminado el gesto de aportación de los dones. Los dones presentados en actitud oblativa inician la preparación del banquete, "suministrando los elementos del convite en los que podrá tomar carne la oblación y el sacrificio del propio Jesús".[86]

De entre los dones recibidos por Dios separamos pan y vino que nos serán devueltos convertidos en cuerpo y sangre de Cristo. Entregamos lo que nos ha sido dado, para que nos sea a su vez devuelto convertido en cuerpo y sangre de Cristo. "La presentación del pan y del vino puede recordarnos que Dios necesita de nosotros, de nuestro pan y de nuestro vino, para realizar el sacramento dásenos en él".[87]

Volvamos al tema de la relación entre el sacrificio de Cristo y el de la Iglesia. "La tradición cristiana ha considerado a veces a la Iglesia como el sujeto que ofrece el sacrificio eucarístico y ha visto en esta oblación que tiene por sujeto a la Iglesia la novedad que la eucaristía aporta a la oblación y al sacrificio personal de Jesús".[88] Jungmann observa que la liturgia tiende a resaltar a la Iglesia como sujeto del sacrificio, mientras que la teología tiende a resaltar  la acción sacerdotal de Cristo, que asume la celebración de la Iglesia y es el que ofrece el sacrificio de la Iglesia incorporado al suyo propio.

Se puede hablar por tanto de la oblación y del sacrificio de la Iglesia ofrecido por ella, o mejor, presentado por ella y asumido por Cristo cabeza y ofrecido por él mismo al Padre. Oblación realizada por la comunidad a través del ministerio del presbítero. Como dice el Vaticano II, “aprendan los fieles a ofrecerse a sí mismos, no sólo por manos del sacerdote, sino igualmente por su unión con él” (SC 48). Todas las buenas obras "se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo (1 Pe 2,5), que en la celebración de la eucaristía se ofrecen piadosísimamente al Padre con la oblación del cuerpo del Señor (LG 34).  Afirmaba ya Inocencio III, "porque no son solo los sacerdotes los que ofrecen, sino además todos los fieles".[89]

Pero esta acción oferente de la comunidad es asumida en el acto superior de oblación del mismo Cristo y no es en modo alguno independiente de esta oblación. Cristo es el verdadero oferente del sacrificio universal, de él mismo como cabeza y de su cuerpo eclesial. La Iglesia celebra el sacrificio de Cristo primero acogiéndolo y luego participando en él.

Al ofrecerse y al ofrecer a Cristo, la Iglesia es ofrecida ella misma. Se ofrece al realizar el desasimiento de sí misma, renunciando a su propia realidad meramente humana, dejando de buscar en sí misma su fuente y sus orígenes y reconociéndose totalmente de otro. Así coincide con el ofrecimiento de Jesús; de él recibe todo lo que ella puede ofrecer y por eso en sus manos pone también todo lo que ella ofrece.[90] 

 


 

Tema IX. La dimensión escatológica de la eucaristía

 

(Este capítulo es un resumen tomado del libro de L. Maldonado,

                  La acción litúrgica. Sacramento y celebración, San Pablo, Madrid 1995) 

 

a) El peligro de un excesivo presentismo

Ya en el relato de la eucaristía tal como se practicaba en Corinto hay una referencia al tiempo en que el Señor vuelva. El Marana tha es parte de la liturgia eucarística. La tensión que existe entre el 'ya sí' y el 'todavía no' está presente también en la eucaristía.

Por una parte se recuerda y se celebra la redención obtenida por Jesús de una vez para siempre, la resurrección del Señor que es primicia, fuente y culmen de la vida nueva. Pero al mismo tiempo la Eucaristía anticipa el ésjaton, la plenitud de los tiempos mesiánicos que son todavía una realidad futura.

La manera de entender esa articulación entre presente y futuro varía en las distintas teologías del NT. La exégesis nos va mostrando cómo esa fe bíblica se plasma en distintas interpretaciones en los diferentes libros o estratos del Nuevo Testamento, en los que encontramos las diversas teologías que iban creando las comunidades, de acuerdo con su modo de inculturar la fe y adaptarla a las circunstancias.

Es importante tener una visión de conjunto, completar unas teologías con otras e integrar una interpretación en las otras, para evitar los escoramientos y parcialidades que una lectura unilateral puede acarrear.

En relación con nuestro tema el primer punto con que nos encontramos es que alguna de estas comunidades en las que surgen los escritos neotestamentarios entienden la acción salvadora celebrada en la liturgia de manera tan absolutamente actual que excluyen todo sentido de futuro: con Cristo ha sucedido ya la salvación y por tanto en la liturgia o el sacramento tenemos la plenitud de la gracia, de la historia santa. Queda poco o nada para la esperanza; a lo más se espera únicamente que lo que ya sucede en el acto litúrgico se revele del todo y acabe de manifestarse plenamente.

Este sesgamiento que acentúa tanto el presente se daba, por ejemplo, en la comunidad de Corinto fundada por Pablo y lo podríamos aplicar a ciertas comunidades actuales que tienen un problema similar o a algunas teologías de la liturgia, como la de Casel, que parecen partir de este presupuesto.

Un teólogo que ha estudiado este tema ha sido J. Moltmann, especialmente en su primer libro: Teología de la esperanza.[91] La exaltación del presente ha sido una tendencia de diferentes culturas, religiones, autores y teólogos: una exaltación y una sobrevaloración que ha impedido ver el sentido de futuro propio de la tradición judeocristiana.

Las religiones más naturalistas se vuelven al pasado, a los orígenes. El devenir histórico lo viven como un alejarse del origen fontanar, de las fuentes de la vida; por tanto como una decadencia. Hay que volver periódicamente a los orígenes, al evento fundador, para regenerarse. Eso se realiza en el culto, en la fiesta litúrgica. El culto, de ese modo es principalmente anámnesis («memoria del pasado»), no epangelía ("promesa del futuro").

Las religiones que circundaban a Israel eran epifánicas; consideraban el culto como epifanía o manifestación sensible de Dios y a ese acto epifánico como una presencia-revelación de la eternidad divina, que supera y elimina toda temporalidad: la liturgia es presente eterno. Frente a ellas Israel va acentuando su actitud religiosa como fe en una promesa que le remite al porvenir de Dios y le lleva a esperar del futuro el cumplimiento de las promesas.

Es el caso sobre todo de las religiones mistéricas, tan influyentes y preponderantes en el Imperio romano cuando nace el cristianismo. Están dominadas por ese sentido del culto y la liturgia como celebración del presente. Domina en ellas la llamada "piedad epifánica", una religiosidad volcada en el presente como cumplimiento y manifestación, a través de ritos, de la salvación. Esos ritos salvíficos son llamados «misterios». Por eso se denomina a estas religiones, religiones mistéricas. También se señala que su piedad es entusiástica, que predomina en sus reuniones cultuales un entusiasmo singular, fruto de esa vivencia de un presente salvífico.

Pues bien, la comunidad de Corinto proyecta esta religiosidad mistérica sobre la liturgia y la manera de expresar la fe. AI ser bautizados en la muerte y resurrección de Jesús y participar por la eucaristía en el misterio de Cristo, este tipo de cristianos piensan que ya han alcanzado la meta de la redención. En el Cristo sacramental la eternidad se hace presente de un modo definitivo. A través de la presencia de Cristo y del Espíritu participan ya plenamente de los bienes prometidos. Todo lo que vaya en contra de esto es mera apariencia, insustancial. La historia pierde su valor y su orientación escatológica; se convierte en el lugar del desvelamiento, por el sacramento, de la salvación y el señorío de Cristo.

La comunidad quedó convertida en un grupo de creyentes que moraban ya en el cielo, flotaban con Cristo en la gloria y experimentaban todo esto a través de vivencias extático-celebrativas. "Podían ignorar a este mundo malo e imperfecto, olvidar al hermano necesitado (1 Cor 8-10), tener trato con prostitutas o cometer otras inmoralidades (1 Cor 5-6). Se daba un valor enorme al sacramento, pero se dejaba sin comer al esclavo que llegaba tarde. Se exaltaba un culto en el que quien estaba dotado de glosolalia hablaba con los ángeles sin ocuparse de si otros, al no entender, se aburrían".[92]

Se daba una sobrevaloración del sacramento, como actualización de la resurrección, que hacía olvidar la cruz de Cristo y el sufrimiento de los cristianos, de la humanidad. Se quedaban en el «ya ahora» olvidando el «todavía no». Por eso sus reuniones eran asambleas litúrgicas entusiásticas. En ellas celebraban la comunión con Cristo como la plenitud del banquete escatológico. No podemos afirmar que todos los cristianos de Corinto siguieran esta tendencia. Sin duda estaban los fieles a Pablo, que seguían sus catequesis, las cuales trataban de contrarrestar los excesos de los otros grupos.

No sólo en las comunidades paulinas, sino también en la comunidad juánica aparece este desequilibrio. En los llamados discursos de revelación que trae el cuarto evangelio, hay un cierto desplazamiento por el que se pasa de la expectativa del reino de Dios al aseguramiento de la actual vida divina. El «entrar en el reino de Dios» (Jn 3,3-5) es entendido como el penetrar en un ámbito o región celeste. La perspectiva temporal de los sinópticos se transforma en una perspectiva vertical de más allá (o de más arriba).

Sobre todo en relación con el Hijo del hombre hay un cambio importante en Juan. El Hijo del hombre que ha de venir al final de los tiempos se convierte en el Hijo del hombre que ha venido desde el cielo (Jn 3,13) y está unido al cielo (Jn 1,51), glorificado por Dios mediante el ensalzamiento en la cruz.

 

b) La dimensión de escatología final en Pablo

Pero volvamos a Pablo. Según Rm 6,3-10, el cristiano participa de la muerte de Cristo, pero aún no de la resurrección. Esta participación última es objeto de futuro. En cambio las cartas deuteropaulinas dirigidas a los cristianos de Éfeso y Colosas afirman que ya ahora participan de esa resurrección. La resurrección pasa de ser realidad futura a convertirse en actualidad presente.[93] Sin embargo otros textos, provenientes de otras comunidades también paulinas, critican esta teología que parece se estaba escorando demasiado.[94]

Estas tendencias, constatables en algunas comunidades y teologías neotestamentarias, provienen de una creciente espiritualización del mensaje cristiano debido a influencias ambientes de tipo helenizante o neoplatonizante. Sólo desde una postura espiritualista o dualista se puede afirmar, sin ninguna matización, que la resurrección ha tenido lugar ya.

Hoy, sabemos mejor lo que significa la espera mesiánica; el Mesías no viene a «salvar las almas», sino a redimir la totalidad de la persona, a renovar y transformar la sociedad, la creación, como indica claramente la predicación de Jesús (cf. Lc 4,16-20). La eliminación de la pobreza, la instauración de la paz y la justicia, la superación de la enfermedad, son también aspectos fundamentales de la acción mesiánica, y no solo el perdón de los pecados y la comunión filial con el Padre a través del Espíritu.

A la vista de la situación actual del mundo, así como de su situación cuando nació la Iglesia, es claro que esas promesas sólo se han cumplido en forma de signos de anticipación y que, por tanto, es preciso seguir esperando. Así surge la famosa distinción del "ya sí", pero "todavía no" respecto de la espera mesiánica; una distinción que se olvida en muchas teologías y en algunas concepciones de la liturgia.

El problema es importante porque de su correcto planteamiento depende que se tenga una visión de la vida cristiana y de su celebración realmente encarnada y comprometida o escapista, desencarnada y angelista. Hasta hace poco se ha denominado a la acción pastoral cura animarum (cuidado de las almas). El presentismo de ciertas teologías y liturgias tiene su raíz en este espiritualismo dualista que ha amenazado siempre, desde sus orígenes, a la cristología y a la antropología cristiana.

Un factor que ha ayudado mucho a compensar este presentismo y espiritualismo excesivo ha sido el diálogo judeo-cristiano, providencialmente propiciado por Juan Pablo II. Gracias a él recuperamos la dimensión bíblica y judía de la fe. Gershon Scholem, un autor judío, dice así:

"El concepto de redención que caracteriza la actitud del mesianismo en el judaísmo y en el cristianismo es completamente distinto. Y lo que al uno le parece constitutivo de gloria, como logro positivo de su mensaje, es cuestionado y desautorizado por el otro. El judaísmo se ha mantenido dentro de sus distintas formas y variantes en una noción de redención que la concibe como un acontecimiento que tiene lugar en el ámbito público, en medio de la plaza pública de la historia y a través del medio de la comunidad. Brevemente, es algo que acaece ante todo en el mundo de lo visible y sin tal manifestación o aparición en lo visible (o lo sensible) resulta impensable.

Frente a esto tenemos en el cristianismo una concepción que entiende la redención como un acontecimiento que tiene lugar en un ámbito espiritual y en lo invisible, que se desarrolla en el alma, en el mundo de cada individuo y que opera una transformación secreta a la que no corresponde nada exterior en el mundo. La Iglesia ha estado convencida de que así superaba una noción de redención exterior (exteriorista) vinculada a lo material contraponiéndole una noción nueva de dignidad superior. Esa convicción le pareció siempre al judío todo lo contrario de un avance, de un progreso. Trasladar la promesa mesiánica de la Biblia al ámbito de la interioridad..., le pareció al pensamiento judío un apoderarse ilegítimamente de algo que en el mejor de los casos es sólo la cara interior de un acontecimiento que tiene lugar en lo exterior y debe manifestarse".[95]

Justo por aquellos años surgieron tres teologías que iban a cambiar el conjunto del panorama teológico: la teología de la secularización, que ayuda a descubrir la presencia de lo cristiano en medio del saeculum (la historia profana), la teología política de I. B. Metz, que subraya la acción redentora en el ámbito de lo público, de la polis, y la teología de la liberación, que destaca el efecto de la acción de Cristo como emancipación respecto de servidumbres materiales-sociales como la pobreza, la injusticia o la desigualdad.

A partir de aquí, la cristología actual reasume algunas de las categorías que G. Scholem presenta como judías y que, en realidad, son bíblicas. Es decir, la cristología supera de nuevo la tentación de falsos espiritualismos dualistas y recupera un sentido unitario de la salvación en Cristo.

Y entonces vuelve a plantearse la cuestión del presente y del futuro de la acción salvífica. Porque ahora ya no es posible responder al problema de la llegada del Mesías diciendo que sí ha llegado ya, porque el Mesías viene sólo para el alma, para "la salvación de las almas". Ahora la respuesta retorna a los planteamientos de la primera comunidad cristiana: el Mesías, el Cristo ha llegado, pero sólo inicialmente, en forma de signo y de semilla, aunque ciertamente buscando y anticipando la salvación no sólo del alma sino del cuerpo, no sólo del individuo sino de la sociedad, no sólo del espíritu sino del cosmos. Ha irrumpido la nueva creación, pero sólo inicialmente. Es la teología del "ya sí, pero todavía no". La teología vuelve a abrirse al futuro. La escatología se convierte en parte esencial de la cristología. Con ello vuelve a entrar en la liturgia un aire nuevo que oxigena y elimina todo peligro de presentismo.

Para aclarar estas últimas afirmaciones y avanzar a partir de ellas conviene ahora preguntarse qué es lo que ha sucedido ya en la acción salvífica y qué es lo que está aún pendiente de cumplimiento; qué se ha realizado ya en la historia santa y qué es objeto aún de promesa y esperanza,

Así podremos exponer con más rigor qué es lo que celebramos como actualización de un pasado y lo que celebramos como anticipo de un futuro, el contenido que debe expresar y celebrar la liturgia como anámnesis (memorial) del pretérito o promesa y adelanto (praegustatio) del porvenir. Podremos tener unos criterios claros para descubrir qué deben formular las oraciones, los cantos y los gestos. Esa misma expresión litúrgica que nace de una nueva teología, acabará también influyendo en la propia teología. Lex orandi, lex credendi.

Debe desaparecer de la cristología todo "entusiasmo de cumplimiento". Jesús de Nazaret, el Mesías que ha venido ya, es el sufriente siervo de YHWH que salva por sus heridas, su pasión y resurrección. Pero no es aún el Cristo de la parusía que viene en la gloria de Dios y redime al mundo transformado en Reino.

Lo que ha llegado a este mundo a través de Cristo, que ha venido y está presente, es la justificación de los pecados y la filiación divina, pero no la "redención del mundo", es decir, la superación de toda enemistad, la resurrección de los muertos y la nueva creación. El Cristo resucitado no es aún el Pantokrator futuro.

Confesar a Jesús como el Mesías de Dios es reconocer un Cristo en devenir, viniente, un Cristo en camino, caminante. Por tanto es entrar en el seguimiento de Jesús sobre este camino de Cristo. También el Señor resucitado se halla en camino hacia su señorío universal, definitivo, cuando Dios sea «todo en todos". No sólo hay en él la vertical de su ascensión a la gloria y eternidad del Padre, ya sucedida, sino la horizontal del futuro aún pendiente de la creación transformada íntegramente en Cuerpo de Cristo.

"Cristo tiene que llegar a ser Señor hasta poner bajo sus pies a todos sus enemigos. El último enemigo que será eliminado será la muerte... De modo que Dios sea todo en todo" (I Cor 15,25.26-28).

El capítulo 8 de la carta a los Romanos reseña los dones de filiación y justificación que ya hemos recibido mediante el Espíritu de Jesús derramado sobre nosotros. Pero al mismo tiempo es un texto muy audaz al abordar el sentido futuro de la salvación: Pablo afirma explícitamente que sólo estamos salvados en esperanza (Rm 8,24). El presente de la historia santa es una situación de "dolores de parto" y sufrimiento, ciertamente esperanzado, pues se tiene fe en estar gestando y alumbrando la nueva creación (Rm 8,18-23). Pocas veces se formula con tan claridad la inseparable unidad de cristología y escatología.

La cuestión de la parusía retorna con todo su significado y relieve cristológico, ya no es un epílogo añadido a la historia de Cristo, sino la meta de esa historia, su llegada a plenitud.

Para Pablo la cruz y la resurrección de Cristo constituyen el centro de la fe. Por eso su teología tiene una radical orientación escatológica. Toda ella gravita hacia la parusía de Cristo. Pero no se trata de esperar pasivamente, sino de anticipar y aun acelerar aquí y ahora, de modo activo, ese final, como dice 1 Pe 3,12.

 

b) Misterio pascual y reino de Dios

La glorificación de Jesús no coincide con la instauración del Reino ni con la llegada a plenitud de la salvación mesiánica. La ascensión de algún modo aplaza estos eventos difiriéndolos hasta el retorno de Jesús.  El cielo lo retiene hasta que llegue la restauración. Como el hombre que viajó a un país lejano para recibir el reino y luego volver. El viaje es la ascensión, y Jesús está retenido en el cielo hasta su vuelta.

Lucas nos habla de la presencia del Reino, pero al mismo tiempo de su carácter futuro. No solo es presencia, sino realidad por venir. Por una parte Lucas ha adelantado ya la llegada del Reino al hecho de Pentecostés. El cristiano no tiene que estar pasivo mirando las nubes esperando el regreso del Señor. Es el tiempo de la Iglesia, de la evangelización, de la misión, del Espíritu. Ya existe la comunidad mesiánica con una plenitud de dones y de carismas. Ya no hay pobres entre ellos, y se ha empezado a realizar la sociedad igualitaria de la alianza.

La ascensión no sólo es la conclusión del actuar terreno de Jesús, sino la inauguración de una nueva situación, un nuevo tiempo de predicación y conversión. La resurrección es el presupuesto de la misión. Los Hechos comienzan con la aparición del Resucitado.

No es que el Resucitado se haya ausentado realmente. Cuando se dice que el cielo debe retenerlo, lo que está diciendo Lucas es que Jesús no es ahora perceptible de modo directo como Glorificado.

Como decía Schweizer, hay un estrato de la tradición que acentúa la ausencia y la nostalgia: ausencia del esposo, parábolas del dueño que se ausenta, parábola del esposo que no llega hasta la media noche, discurso escatológico de Marcos en el que no se le asigna ninguna presencia a Jesús hasta la parusía.

Pero las narraciones de vocación y de milagros en el evangelio están hechas desde la perspectiva de que Jesús sigue realizando esa tarea también ahora, en el tiempo de la Iglesia. El don del Espíritu sustituye la presencia corpórea visible del Resucitado. Pero es el Espíritu de Jesús el que hace presente y actual al Jesús ausente. En Colosenses se nos dice que la Iglesia es la coporeización o visibilización de la divinidad. A través de ella actúa el señorío de Cristo que está oculto en Dios.

Como explica muy bien Durrwell, la Eucaristía es presencia, pero implica una ausencia. "Por ser real, la presencia del futuro colma todos los anhelos, como es velada, los hace aún mayores. Ese pan aviva el hambre que sacia. En ningún otro lugar dentro de la Iglesia, es tan viva la tensión escatológica como en a celebración de la eucaristía, en donde los convidados piden la llegada de aquel con el que ya se han encontrado: 'Marana tha'. La eucaristía es la fiesta escatológica y su vigilia, la pascua suprema, pero también su preparación. Presencia adaptada a una iglesia terrena, la escatología sigue siento futura hasta que el día pleno llegue a desgarrar todos los velos".[96]

 

c) Dinámica escatológica de la liturgia

La liturgia a través de sus mediaciones expresivas como la Palabra, la anámnesis, el signo, la asamblea y sobre todo el Espíritu invocado en la epíclesis, hace presente la persona de Jesús y su misterio salvador en lo que tiene de ya realizado, pero también en lo que tiene de promesa aún pendiente.

Ciertamente la liturgia no es el único lugar de la presencia de Cristo. Como ya indicamos, el Cristo glorioso se hace presente por su Espíritu en la acción evangelizadora y los signos que la acompañan, que son actuación y actualización del Cristo resucitado.

Pero cuando esa presencia se expresa a través de la comunidad reunida en asamblea confesante y orante mediante la proclamación de la Palabra y el signo sacramental, entonces cobra una actualidad más profunda, porque es más explícita y comunitaria. No sólo se hace presente la persona del Jesús glorificado, sino su acción salvífica, su muerte redentora y su resurrección. También el futuro se acerca en una anticipación que infunde esperanza.

Esto no es presentismo, sino presencialización del misterio. El presentismo es el error que considera que Cristo sólo está presente en la liturgia, y que ya todo está realizado, y sólo se espera una manifestación de lo ya cumplido.

Es distinta la manera como se actualiza en la eucaristía el pasado y el futuro de la historia santa. El pasado se actualiza al presencializar su fuerza salvífica: la redención del pecado, el don del Espíritu, la gracia de la filiación.

El futuro, la parusía, se actualiza como promesa que está viniendo, pero que por eso mismo es aún porvenir; promesa que garantiza y aviva la fidelidad de Dios mostrada en sus acciones pasadas. La actualización del pasado en la liturgia afianza y reanima la esperanza en el porvenir aún pendiente. Ese porvenir es la parusía como culminación de la acción rehabilitadora de la humanidad y el cosmos, logro de las promesas mesiánicas, irrupción de la nueva creación, final de la historia e inicio de una eternidad para la nueva humanidad.

También convendrá reflexionar sobre cómo es el futuro anunciado por la liturgia: si se halla en ese horizonte de culminación de un proceso histórico del mundo movido por Dios en fidelidad a la creación o tiende a dar el salto a "otro mundo" meramente espiritual, individual (salvación del alma), ajeno a lo que es realmente la resurrección de la persona como miembro del Cristo universal.

La espera-expectación no es ciertamente un simple mirar a un futuro más o menos indeterminado, sino una anticipación eficaz. La comunidad primitiva sabía de la presencia oculta pero real del Señor porque la había experimentado en la actuación del Espíritu. Pero esa experiencia de lo presente y actual alimentaba y espoleaba la espera de la parusía.

Por tanto, la expectativa cristiana se apoya no sólo en una mera promesa, sino en el hecho del acontecimiento-Cristo ya sucedido y en la comunión con el Señor por su Espíritu. En esa comunidad con Cristo, todavía provisional, se enciende también siempre de nuevo la esperanza de una comunión plena.

Es sobre todo en la eucaristía donde se toca de un modo especial la presencia oculta de Jesús y, por tanto, su ausencia. Por eso en la eucaristía se alimenta y aviva con fuerza única la esperanza en la parusía gloriosa. En ella la comunidad está orientada hacia el futuro, pendiente de lo aún pendiente. Este rasgo eucarístico procede ya de Jesús en la última cena. "Os digo: "Ya no beberé del fruto de la vid hasta el día aquel cuando lo beba de nuevo en el reino de Dios" (Mc 14,25). Mateo repite estas palabras añadiendo sólo: "cuando lo beba de nuevo con vosotros en el Reino de mi Padre" (Mt 26,9).

Lucas tiene otras variantes, como ya hemos visto. Coloca este logion no al final, como Marcos y Mateo, sino al principio. Y lo desdobla en dos sentencias diferentes, aunque muy similares: «Cuando llegó la hora se puso a la mesa con los apóstoles y les dijo: "Con ansia he deseado comer esta pascua con vosotros antes de padecer, porque os digo: ya no la comeré más hasta que llegue su cumplimiento (plenitud) en el reino de Dios". Y tomando una copa dio gracias y dijo: "Tomad esto y repartidlo entre vosotros, porque os digo: a partir de ahora no beberé del fruto de la vid hasta que llegue el reino de Dios"» (Lc 22,14-18). Jesús está aludiendo, para Lucas, a su vuelta en la parusía (no en la resurrección), pues sólo entonces llega el Reino (en plenitud) y podrá celebrar plenamente la pascua. Por tanto, la presencia actual de Cristo en la eucaristía no anula ni sustituye la del final del tiempo; al contrario, reaviva y enciende su deseo.

Pablo recoge esta intuición cuando añade un comentario personal, catequético, que sustituye la perspectiva escatológica de los sinópticos: "Cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga" (I Cor 11,26). Este comentario catequético hace dirigir la mirada de los celebrantes de la eucaristía hacia la parusía de Cristo, su venida última, su retorno.

Estas palabras son las que recogen el relato de la institución de la mayor parte de las anáforas de la tradición. Así han mantenido el sentido de futuro escatológico en las Iglesias a lo largo del tiempo. Desgraciadamente algunas anáforas han omitido este texto, entre ellas el canon romano —que sólo tras la reforma del Vaticano II lo ha introducido de algún modo. No debe pues extrañar que nuestra liturgia y nuestra teología (también la cristología) hayan estado bastante ayunas de verdadero pálpito escatológico.

Aun en la conciencia de la muerte inminente, Jesús está seguro de la llegada de la salvación. Sigue confiando en que el Reino viene y en que se sentará a la mesa con los discípulos cuando este llegue a plenitud y para ello se expresa mediante la imagen del banquete escatoiógico ya empleada por los profetas (cf. Is 25,6-10) y por él mismo en su vida pública. La muerte no tiene la última palabra.

Ahora bien, estas palabras de Jesús se hallan en conexión con esa comida que él instituye y en la que entrega a los discípulos el pan como su cuerpo y el vino como sangre suya. Por eso la comida instituida por Jesús tiene una relación con el banquete escatológico en el reino de Dios (o que es el reino de Dios). Los discípulos repetirán este gesto del Jesús histórico para mirar a lo venidero más que a lo pretérito; y no sólo para mirarlo, sino para anticiparlo. La eucaristía es el puente que enlaza la cena última de Jesús con el banquete escatológico, la parusía.

La síntesis o versión paulina "hasta que vuelva" ha sido entendida y aun traducida de un modo que intensifica su perspectiva de anticipación del futuro: "para que vuelva". La eucaristía entonces no es sólo el anuncio actualizador de la muerte del Señor, sino la súplica pidiendo esa vuelta. Es una plegaria de petición para conseguir, casi para forzar, ese retorno.

Podemos ver este dinamismo en la celebración pascual, tanto judía como cristiana. Al ser la eucaristía la culminación en Cristo de esa pascua, tenemos en la pascua, la raíz última de este sacramento y su mejor clave hermenéutica para interpretar el sentido escatológico de la celebración eucarística.

Son conocidos los pasajes de la liturgia pascual judía que manifiestan la conciencia de estar actualizando el pasado y el futuro. Hemos estudiado en otro lugar la anámnesis del pasado (p. 39). El sentido de futuro en la pascua judía es más acusado que el pretérito. Ya al comienzo dicen sus textos: "Este año aquí, el año próximo en Jerusalén. Este año esclavos, el año que viene libres". Es también muy significativo para conocer el sentido escatológico de la pascua judía el targum de las Cuatro noches, poema que interpreta la fiesta pascual como una síntesis actualizadora de la historia de Israel y memorial de las tres etapas fundamentales de su pasado (creación del mundo, alianza de Abrahán y salida de Egipto), así como de la cuarta aún pendiente (liberación definitiva cuando venga el Mesías).

«La cuarta noche será cuando el mundo alcance su fin y pase.

Entonces será quebrado el yugo de hierro

y se hundirán las generaciones sin Dios.

Moisés surgirá del desierto

y el Mesías rey vendrá de lo alto.

Esta es la noche de pascua para el nombre de YHWH,

observada y celebrada por todas las generaciones de Israel».[97]

                 El comentario de la Mekhilta a Éx 12,42 dice:

«Es una noche de vigilia al servicio de YHWH.

En aquella noche fueron redimidos

y en la misma noche serán redimidos en un futuro como dice:

'Esta es noche para YHWH".[98]

 El recuerdo y la memoria del pasado suscitan y alimentan la esperanza de futuro, especialmente en los tiempos de angustia y opresión. La fiesta pascual en la tradición judía se ha ido orientando cada vez más escatológicamente y se ha impregnado de motivos mesiánicos, celebrándose cada vez más como anticipo y praegustatio de la salvación escatológica. El Mesías vendrá a traer la redención final en una noche futura de pascua.

Pues bien, la eucaristía sacramental como condensación de la pascua cristiana y herencia de la pascua judía, mantiene esa expectativa. El Mesías ha venido en forma de humildad. Ha de volver en su parusía gloriosa. Y esa espera se expresa a través de los ritos en forma de súplica, siguiendo la recomendación de Jesús durante la última cena y la tradición de las comunidades paulinas.

La expresión más concentrada de ese palpito pascual-escatológico de y en la eucaristía es el marana tha o "ven Señor" que, a su vez, es la transformación en súplica de la promesa "hasta que venga" de I Cor 11,26. La liturgia eucarística primitiva recogió estas palabras paulinas y las convirtió en petición ardiente e intensa por su concisión y su tono interpelante. Creó así la famosa expresión marana tha. Esa oración fue tan importante para las comunidades primeras que la conservaron en su literalidad aramea, incluso cuando oraban en griego.[99] Lo traduce al griego Ap 22,20. La mayoría de las anáforas han incorporado el "hasta que venga" en su texto. Nuestra liturgia romana lo ha hecho tras el Vaticano II con la fórmula "hasta que vengas". La traducción oficial española la ha sustituido por: "Ven, Señor Jesús".

Donde sí está muy en primer plano esa dimensión es en la plegaria del padrenuestro que se recita en toda eucaristía antes de la comunión. En esta oración que Jesús enseñó a sus discípulos,[100] se recoge como petición central la venida del Reino que siempre estuvo presente en las oraciones del Qadish y el Shemoné Esré (18 bendiciones) de la liturgia diaria judía. Jesús es fiel a la espera y esperanza del Reino, espera heredada de su pueblo Israel. Y la Iglesia, al ser fiel al mandato de Jesús, recitando la plegaria por él enseñada, confiesa que ese Reino ha comenzado a venir en la persona y la acción mesiánica de Cristo, pero que es aún porvenir y futuro, hasta que no tenga lugar el retorno del Señor en su parusía.

 

d) Escatología y ética

Esta dimensión escatológica es la base el compromiso ético que siempre lleva consigo la celebración de la eucaristía. La referencia a un reino aún no cumplido, y a un mundo todavía no plenamente transformado que gime con dolores de parto, lleva consigo un compromiso de los participantes a la eucaristía a dedicar su vida a esta tarea. La presencia del Resucitado en nuestro mundo es por ello una presencia humilde, no gloriosa, "humilde, sencilla, escondida, promesa de un futuro semper maior de plenitud escatológica". Por eso la eucaristía habrá de ser considerada no solo como epifanía, sino también como epaggelia, promesa y anuncio, prenda de ese futuro escatológico.

Hay un juego de presencia imperfecta que nos remite a un futuro "a una presencia real, plena y consumada, novelada". La ausencia parcial no permite el éxtasis como meta, sino que nos moviliza en el camino. Después de experimentar la presencia eucarística del Resucitado, los de Emaús se pusieron en camino hacia Jerusalén. El dinamismo de presencia-ausencia permite equilibrar la doble polaridad entre mística y ética, entre contemplación y acción.

Para Gesteira este juego es el que prolonga el sacramento en el quehacer histórico, en la exigencia de transformación del mundo hasta que la presencia de Jesús prefigurada en las primicias eucarísticas llegue a realizarse en el universo entero, cuando "Cristo sea todo en todos" (1 Co 15,28; Col 3,11). "El comportamiento ético es indisociable de la vida sacramental y permite a la eucaristía desarrollar su dinamismo propio".[101]

Este comportamiento ético apropiado debe ya vivirse en el propio desarrollo de la liturgia, de tal manera que en el curso de la eucaristía no suceda nada que sea contrario al espíritu de diakonía de Cristo. Hay que evitar en la eucaristía cualquier escándalo de diferencias sociales, como sería el hecho de que unos abunden y otros pasen hambre (1 Co 11,21). Otro escándalo sería el que se produzca confusión al quitarse la palabra unos a otros (1 Co 14,26-33), o que se haga diferencia en el honor otorgado a pobres y a ricos (Stg 2,4), o que los presentes no se traten todos con el debido afecto y respeto.

La experiencia gozosa y festiva del don gratuito recibido en la eucaristía por la entrega generosa de Jesús debe generar en nosotros una entrega semejante. Dice S. Juan Crisóstomo: "Por tanto, si te acercas a la eucaristía, no hagas nada indigno de ella, ni avergüences a tu hermano, ni desprecies al que tiene hambre, ni te embriagues ni deshonres a la Iglesia. Te acercas a dar gracias por todo lo que has recibido, por tanto, da tú también algo a cambio y no te alejes de tu prójimo".[102] 

No solo el pan y el vino tienen que sufrir una conversión, sino toda la humanidad, empezando por la asamblea eucarística. La transformación eucarística debe expandirse a todo el mundo, a través de la acción de la comunidad eclesial, a través del trabajo y el esfuerzo cotidiano. Las palabras de la consagración han de ser pronunciadas sobre el mundo, no tanto de forma oral, cuanto a través de nuestra propia vida.[103]

En un segundo paso, la exigencia ética que empieza en la propia celebración debe luego extenderse a un esfuerzo y un cuidado para que la comunidad misma se configure conforme a un modelo evangélico que sea ya un anticipo del Reino por venir.

La eucaristía tiene así una dimensión política, pues conserva siempre un elemento de memoria subversiva. Tanto en Lucas como en Juan, es en un contexto eucarístico donde Jesús contrapone la manera de estructurarse los reinos de la tierra y el reino de Dios.

En la última cena lucana Jesús presenta a los discípulos disputando sobre cuál de ellos es el mayor. Jesús hace una rotunda crítica de esa actitud y muestra que esas estrucutras políticas del mundo no pueden servir de modelo a la sociedad eclesial en la que amanece el Reino. "No ha de ser así entre vosotros" (Lc 22,26). Si la sociedad política se estructura en torno al dominio y al privilegio de los más fuertes ejercido no siempre en beneficio de la sociedad, la comunidad eclesial se debe estructurar en torno a la diakonía y la entrega en favor de la comunidad, situando siempre al pequeño en el centro de la solicitud y la organización comunitaria.

En el evangelio de Juan es precisamente también en un contexto eucarístico donde Jesús rechaza el reino que la multitud quiere ofrecerle (Jn 6,15). Jesús vivió como tentación esta discrepancia entre el reino de Dios y el poder y la realeza terrenas. También la Iglesia está amenazada por la tentación del poder humano, tentación en la que ha caído en diversos momentos de su historia, entendiendo el reino como un "sacro imperio" y no como un banquete fraternal. Es también en el contexto de la cena donde Juan sitúa el lavatorio de los pies, con la exhortación de Jesús a vivir este lavatorio en la vida ordinaria (Jn 13,14).

Configurada desde la utopía del banquete escatológico la Iglesia podrá ser una instancia crítica de la sociedad política que tiende a divinizar el poder. Pero no puede limitarse a criticar, sino que en positivo debe aportar un modelo de convivencia de comunidad humana, para ser de verdad luz del mundo y sal de la tierra.

Ocasionalmente la Iglesia se implicará en actividades asistenciales y caritativas paralelas a las de la sociedad civil, pero no debe suplantarla en estas funciones. La Iglesia no es un estado paralelo, ni una ONG. Su tarea específica es ofrecer al mundo pautas de convivencia, de configuración de una sociedad fraternal que anticipe la humanidad nueva futura. La divinización del hombre no es ajena a su plena humanización.

En el curso de la liturgia eucarística la asamblea que ha recibido el don de la salvación actualizado en el sacramento lleva consigo una respuesta o contradón[104] por parte del hombre. Es el momento de la ética y del compromiso cristiano. Según el conocido uso paulino de imperativo e indicativo, los cristianos son llamados a ser aquello que ya son. Sois luz, sed luz. En la eucaristía surge una llamada a "llegar a ser lo que ya hemos recibido".

Esta llamada ética se formula en la plegaria V en sus varias modalidades de diversos modos, siempre inmediatamente después de la segunda epíclesis: "Señor, Padre de misericordia, derrama sobre nosotros el Espíritu del Amor, el Espíritu de tu Hijo".

A continuación empiezan las intercesiones para pedir a Dios para que seamos aquello que hemos sido llamados a ser.

En la variante V/a se dice:

Fortalécenos con ese mismo Espíritu… para que todos nosotros, pueblo de Dios, con nuestros pastores… caminemos alegres en la esperanza y firmes en la fe y comuniquemos al mundo el gozo del evangelio.

En la variante V/b se dice:

Danos entrañas de misericordia ante toda miseria humana, inspíranos el gesto y la palabra oportuna frente al hermano solo y desamparado, ayúdanos a mostrarnos disponibles ante quien se siente explotado y deprimido. Que tu Iglesia, Seño, sea un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando.

En la variante V/c se dice:

Que todos los miembros de la Iglesia sepamos discernir los signos de los tiempos y crezcamos en la fidelidad al evangelio; que nos preocupemos de compartir en la caridad las angustias y las tristezas, las alegrías y las esperanzas de los hombres, y así les mostremos el camino de la salvación.

Y finalmente en la variante V/d se dice:

Haz que nuestra Iglesia de … se renueve constantemente a la luz del evangelio y encuentre siempre impulsos de nueva vida; consolida los vínculos de unidad entre los laicos y los pastores de tu Iglesia… Que la Iglesia sea en medio de nuestro mundo, dividido por las guerras y las discordias, instrumento de unidad, de concordia y de paz.

 


 

NOTAS

 

[1]  M. Gesteira, EMC, 199-212.

[2] Orígenes, Comentario a Mateo 26,26, PG 13, 1736 D.

[3] S. Juan Crisóstomo, Homilía sobre la traición de Judas, PG 50, 710-20.

[4] S. Efrén, Himno 3,22.

[5] PG 7,1105-6.

[6] PG 8,292-301.

[7] PG 57,744; 59,260.

[8] "Pie pelicane, Christe Jesu".

[9]  M. Gesteira, EMC, 587-605.

[10]  S. Agustín, Contra Faustum, 12,20; PL 42,265. Máximo el Confesor, Mystagogia, 24; PG 91, 704-705.

[11]  Teodoro de Mopsuestia, Hom. Cat., 16,25.

[12]  De Eucharistia d.3, tr. 3, c. 1, n. 8; cf. D.Borobio, Eucaristía, BAC, Madrid 2000, 287.

[13]  S. Agustín, Sermo de dominica paschali,

[14]  S. León Magno, Epistulae 59,2; PL 54,868: ut in id quod sumimus transeamus.

[15]  F.-X. Durrwell, o.c. 107

[16]  Ibid. 50.

[17]  Ibid. 106.

[18]  M. Gesteira, EMC, 213-228.

[19]  S. Th., 3, q. 55, a. 2, ad 1.

[20]  J. Laplace, Diez días de ejercicios, Santander 1987, 159.

[21]  Cf. J. M. Martín-Moreno, "La experiencia del Resucitado: una presencia que desencadena vida", Sal Terrae 76 (1988), 169.

[22]  Acceso a Jesús, Salamanca 1978, 133.

[23]  J. I., González Faus, o.c., 139.

[24]  M. Gesteira, EMC, 232-237.

[25]  M. Gesteira, La eucaristía y la vida de la Iglesia, 61.

[26]  Didajé, 9-10.

[27]  S. Ignacio de Antioquía,  Filadelfios, 4.

[28]  S. Cipriano, Epistulae 69,4.

[29]  S. Cipriano, Epistulae 63,13.

[30]  S. Agustín, Sermón 272, PL 38, 1247.

[31]  Teodoro de Mopsuestia, Homilía catequística XVI sobre la Misa 24.

[32]  S. S. Cirilo de Jerusalén, Catequesis  Mistagógicas. 4,1,3.

[33]  S. Agustín, De Civitate Dei, 21,25.

[34]  Plegaria eucarística II,

[35]  M. Gesteira, EMC, 249-258.

[36]  Die Welt in eucharisticher Schau, 343.

[37]  M. Gesteira, EMC, 267-274.

[38]  Este largo párrafo es un resumen de un texto de José Cristo Rey García, en su libro Iniciación cristiana y eucaristía, San Pablo, Madrid 1992, p. 362.

[39]  D. Borobio, Eucaristía, Madrid 2000, 347.

[40]  Ver el libro de L. Maldonado, La acción litúrgica, cap. 14 “Celebrar”.

[41]  Francisco Taborda, Sacramentos, praxis y fiesta, Madrid 1987. Cf. L. Maldonado, “La teología festiva. Evolución y actualidad”, Salmanticensis 32 (1985) 13-105.

[42]  Ad paschale mysterium celebrandum, Eucharistiam celebrando (6), omnis liturgica celebratio opus Christi (7), liturgia caelestis celebratur (8), valida et licita celebratio (11), alia exercitia quae celebrantur (13), participatio liturgicarum celebrationum (14), celebratio sacrorum mysteriorum (17), celebratio plena, actuosa et communitatis propria (21),in liturgia celebranda (24), celebrationes liturgicae sunt celebrationes Ecclesiae (26), celebratio communis, celebratio particularis, Missae celebratio (27), celebrationes liturgicae (28), celebrationes sacrae (32), celebrationes sacrae, celebrationes liturgicae, celebratio Dei verbi, diaconus dirigat celebrationem (35), celebrationes liturgicae (41), celebratio Missae dominicalis (42), celebrare opus salutiferum statutis diebus (102), in annuo circulo celebrando (103).

[43]  L. Maldonado, La acción litúrgica, sacramento y celebración, San Pablo, Madrid 1995, p.34-35.

[44]  Sobre liturgia y misterio pascual ver SC 5.6bis. 61.104.106.

[45]  SC 2.5. 6bis.16.17.19.35.48.52.61.102.103.104.106.

[46]  S. Ireneo, Adv. Haer. IV, 20,7.

[47]  M. Kunzler, La liturgia de la Iglesia, 34.

[48]  L. Maldonado, Eucaristía en devenir, 177.

[49]  Resumiremos aquí algunas de las ideas de Gesteira, EMC, 427-450 y de L. Maldonado, Eucaristía en devenir, 171-186

[50]  Cf. la Haggadah de Pascua y la Misná, mPesahim 10,5.

[51]  Las referencias que estamos haciendo a Rovira Belloso están tomadas de su artículo “Creatividad y tradición. ¿Cuándo evangeliza una comunidad litúrgica?”, Sal Terrae 84 [1996] 879-890.

[52] Gesteira, EMC. 618.

[53] De Spiritu Sancto, III, 7, 44.

[54] Hilario de Poitiers, De Trinitate 8,13; PL X 246.

[55]  S. Agustín, citado en SC 7.

[56]  H. Küng, Ser cristiano, Madrid 1977, p. 542.

[57]  X. Basurko, o.c., p. 139.

[58]  Lumière et Vie 146 (1980) p. 3. Citado por Basurko que resume el pensamiento de autores como el psicólogo G. Rosolato y el antropólogo R. Girard.

[59]  Nul n’est plus proche que l’Autre, Taizé.

[60]  M. Thurian, El Misterio de la eucaristía. Un enfoque ecuménico, Herder, Barcelona 1983, 17.

[61]  M. Gesteira, La Eucaristía y la vida de la Iglesia, Madrid 1986, 24.

[62]  Ibid. 28-29.

[63]  Ibid., 31.

[64]  Ibid., 34.

[65]  L. Maldonado, Eucaristía en devenir, p. 192.

[66]  M. Expósito, Conocer y celebrar la eucaristía, CPL, Barcelona 2001, 205.

[67]  Sobre el sacrificio en la eucaristía, cf. X. Basurko, “El memorial del sacrificio”, capítulo V del libro Para comprender la eucaristía, Verbo Divino, Estella 1997, 139-175; L. M. Chauvet, Símbolo y sacramento. Dimensión constitutiva de la existencia cristiana, Barcelona 1991, 303-322. De este último autor ver “La dimension sacrificielle de l’Eucharistie”, La Maison-Dieu 123 (1975) 47-78. En Lumière et Vie 146 (1980) hay un número monográfico dedicado al tema “Le sacrifice, du rituel au symbolique”.

[68]  El evangelio de Juan nos narra tres veces cómo Jesús trató de evitar su muerte escondiéndose. La primera vez en el templo (Jn 8,59), la segunda, huyendo al otro lado del Jordán (Jn 10,40) la tercera,  huyendo al desierto (Jn 11,54). Jesús no fue un suicida. Sólo cuando comprendió que el esconderse para salva la vida le hacía ser infiel a la misión de predicar, es cuando Jesús decide regresar a Jerusalén y arrostrar las consecuencias de su fidelidad a Dios. Pero llegó un momento en que Jesús comprendió que no tenía sentido seguir huyendo, sino que tenía que continuar su misión predicadora, y salió al encuentro de sus enemigos, no porque buscase la muerte, sino porque no quería seguir viviendo al precio de esconderse. En ese sentido podemos decir que Jesús entregó su vida y no intentó salvarla a toda costa. Sólo en este sentido podemos hablar de una entrega voluntaria de la vida de Jesús. "Nadie me quita la vida, yo la doy" (Jn 10,18). Como dice el himno del Apocalipsis a propósito de los mártires: "No amaron tanto su vida que temieran la muerte" (Ap 12,11).

[69]  L. Maldonado, o. c., 189.

[70]  M. Expósito, o.c., 207.

[71]  EMC 325.

[72]  DS 1742.

[73]  A. Manaranche, Un camino de libertad, Studium, Madrid.

[74]  M. Arias Reyero, Eucaristía presencia del Señor, Bogotá 1997, 313.

[75]  Cf. Didajé, 14,1.

[76]  J. M. Martín-Moreno, Tu palabra me da vida, Paulinas, Madrid 1984, 55.

[77]  José Cristo Rey García, o. c., 373-374.

[78]  F.-X. Durrwell, o. c. 58-59.

[79] Tomado de M. Gesteira, EMC, 397.

[80]  Sesión XXII, canon 3; DS 1743, 1753,

[81]  Seguimos en nuestra exposición a Gesteira en EMC, 390-393.

[82] Ahí parece poner toda la fuerza el concilio de Trento, DS 1743.

[83] Cf. Gesteira, EMC, 409-410. Aduce allí Gesteira algunos textos muy expresivos de Pascasio Radberto, y de S. Cipriano.

[84]  S. Agustín, De Civ. Dei, 10,20.

[85]  M. Expósito, Conocer y celebrar la eucaristía, CPL, Barcelona 2001, 210.

[86]  M. Gesteira, La eucaristía y la vida de la Iglesia, nota 44 en la p. 68

[87]  M. Expósito, o.c., 233.

[88]  M. Gesteira, EMC, p. 416.

[89]  De sacramento altaris 3,6.  PL 217, 845.

[90]  M. Gesteira, EMC, 419.

[91]  Moltmann, Theologie der Hoffnung, Munich 1964.

[92]  E. Schweizer, "Los comienzos de la Iglesia", en  E.  Schweizer-A. Diez Macho, La Iglesia primitiva, Salamanca 1974. 27-28.

[93]  Cf. Ef 2,4-8; Col 2,12-13.

[94]  Así 2 Tm 2,18 escribe: "Se han desviado de la verdad al afirmar que la resurrección ya ha sucedido". 

[95]  Forma parte de una conferencia dada en la Eranos-Tagung de 1959, uno de los coloquios organizados por C. G. Jung. Publicado en G. Scholem, Judaica I, Francfort 1963. Otros dos textos clásicos sobre la postura del judaísmo actual respecto del mesianismo son M. Buber, Der Jude und sein Judentum, Colonia 1963, 562 y Schalom Ben-Chorin, Die Antwort des Jona, Hamburgo 1956, 99. 

[96]  F.-X Durrwell, o. c., 71.

[97]  R. le Déaut, La nuit pascale, Roma 1963, 64.

[98]  N. Füglister, Die Heilsbedeutung des Pascha, Munich 1963. 223.

[99]  Cf.  I Cor 16,22 y Didajé 10,6. Se puede leer en indicativo: 'Maran atha' = el Señor viene, o en imperativo: 'Marana tha' = ven, Señor.

[100]  Cf. Mt 6,9-13; Lc 11,2-4.

[101]  M. Gesteira, EMC, 210-212.

[102]  S. Juan Crisóstomo, In 1 Cor. hom 27,4. PG 62,229.

[103]  Cf. Gesteira, EMC, 652. Esta sección es un resumen de las páginas 651-659.

[104]  Para este concepto y su aplicación a la plegaria eucarística V, cf. X. Basurto, Para comprender la eucaristía, 118-119

 

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