12.
LA LUCHA POR LA PAZ
Y EL «AGGIORNAMENTO»
1939-1965


- Pío XII y el reto comunista
- Juan XXIII y el «aggiornamento»
- El concilio vaticano II


Pío xi falleció tras pocos días de enfermedad el 10 de febrero de 1939, exactamente a mitad de camino entre los acuerdos de Munich y el comienzo de la segunda Guerra Mundial. El cónclave de 1939 realizó algo sumamente desacostumbrado. Al primer escrutinio, eligió por unanimidad al último cardenal secretario de Estado del papa, que tomó el nombre de Pío xii.

Había habido buenas razones del comportamiento inusitado del conclave. La fatal tendencia hacia la guerra, que se hacía más evidente a cada nueva agresión por parte de Hitler y de Mussolini, sugería la elección de un cardenal que, habiendo sido secretario de Estado desde 1931 y anteriormente nuncio de Su Santidad en Alemania, tuviera un conocimiento sin igual de la escena europea y de las posibilidades abiertas a la diplomacia pontificia. También el nuevo ataque contra la posición de la Iglesia lanzado por dictadores totalitarios, fueran de derecha o de izquierda, y denunciado ya por las encíclicas de Pío xi, señalaba la misma dirección. Pacelli, con su adiestramiento y su experiencia, comprendía mejor que nadie las relaciones políticas de la Iglesia. En una época de crecientes crisis políticas, era el más apto para protegerla contra los peligros vinieran estos de los comunistas o de los nazis, o de la Italia fascista, cada vez más inclinada a recibir instrucciones de Berlín.

Seis meses después de la elección de Pacelli, comenzó la segunda Guerra Mundial, con la invasión nazi de Polonia, lo cual pareció confirmar el acierto en la elección de los cardenales. Había estallado la tempestad; los cardenales podían congratularse por haber elegido al hombre que parecía el más capacitado para dominarla. La política de Pacelli, tanto en las pocas semanas de paz como a lo largo de la guerra, consistió en evitar tomar partido en el conflicto y en procurar mantener abiertos los canales de contacto con todos los gobiernos beligerantes, en la espera de que surgiera una oportunidad favorable para lograr que se prestara oído a una iniciativa de paz. Pero, aparte de una tentativa del último minuto con vistas a asegurar la convocación de una conferencia en vísperas de la invasión nazi de Polonia, de hecho nunca hizo la menor gestión diplomática del estilo de la intentada por Benedicto xv, en 1917, durante la primera Guerra Mundial, no habiéndose presentado ninguna ocasión que ofreciera perspectivas de éxito. Durante los nueve meses que precedieron a la entrada de Mussolini en la guerra, en junio de 1940, Pío XII se esforzó asiduamente por inducir al dictador fascista a utilizar su influencia con Hitler en favor de la paz, actitud con la que expresaba la esperanza velada de los italianos; pero con la puesta fuera de combate de Francia, la entrada de Italia en la guerra, la invasión de Rusia por Hitler y la implicación del Japón y de los Estados Unidos, los acontecimientos rebasaron el límite en el que una iniciativa diplomática pontificia podía esperar lograr la paz, aun cuando el envío por el presidente Roosevelt de un representante personal especial, Myron Taylor, al Vaticano para mantenerse en contacto con Pío XII, abría un nuevo cauce a la influencia del pontífice.

Tal influencia siguió ejerciéndola Pío xii con vistas a una paz negociada. Consciente de su posición como Cabeza de la Iglesia, cuyos miembros eran súbditos de los diferentes países beligerantes, evitó constantemente emprender cualquier acción o decir cualquier cosa que le enajenara totalmente los gobiernos de una u otra parte contendiente, temiendo crear así una situación intolerable a una parte de su grey católica. Incluso sus-pendió sus denuncias del comunismo soviético una vez que Moscú se vió también implicada en el conflicto; como también el no hablar abiertamente para denunciar el trato dado a los judíos por Hitler en Alemania obedeció a su firme adhesión al principio de que, estando todo el mundo en conflicto, había que asegurar la independencia del papado y salvaguardar en todas partes a la Iglesia, evitando diferencias con gobiernos particulares. Si hubiese denunciado abiertamente el gobierno de Hitler, habría tenido que declararse al mismo tiempo contra el Eje, posición que no creía conveniente adoptar. Otra cosa era lo que hacía o decía en el secreto de la diplomacia. Así se mostró muy activo en sus amonestaciones a los representantes de Alemania en Roma, tocante al asunto de los judíos o a los numerosos expatriados o neutrales que acudían en masa al Vaticano. Así también, en los últimos estadios de la guerra estaba dispuesto a notificar a Roosevelt y a Churchill que desaprobaba su política de «rendición incondicional», que, a su parecer, sólo serviría para prolongar el conflicto; igualmente estaba dispuesto a advertir al presidente americano —que mostraba una fe tan optimista en la buena voluntad de Stalin de restituir la libertad a la Europa oriental — que de hecho el comunismo representaría una amenaza mucho mayor para la libertad religiosa que la que había representado Hitler.

Entre tanto, mes tras mes, y año tras año, desde que había estallado la guerra y durante los siete años de lucha, como también los años siguientes, cuando se trataba de organizar la paz, Pío XII no cesó de proclamar los principios esenciales que deben regir toda paz verdadera. Lo primero y principal era la justicia: justicia para el individuo, para la familia, para la Iglesia; justicia para todas las naciones, lo mismo para las pequeñas que para las grandes; justicia económica, tanto para los individuos como para las naciones. Seguía luego la necesidad de una verdadera autoridad internacional. Ni a la larga podía subsistir un orden justo si no se volvía a Dios y a su ley. El papa era escuchado con respeto, especialmente en sus mensajes radiofónicos de Navidad, por muchos que no formaban parte de su grey; era la única voz influyente, pronunciada por encima del clamor del conflicto, desde cuya altura podía invitar a una vuelta general a la sensatez. Además, se podía reconocer que su llamamiento se basaba en una razonada creencia fiolosófica en la ley natural, y por tanto en la necesidad de la norma de la ley, que afectaba a su entero auditorio de «hombres de buena voluntad» y no exclusivamente a los católicos. En aquellos años desastrosos, las más elevadas tradiciones del papado fueron mantenidas por un papa de rara inteligencia, integridad, nobleza e independencia de espíritu.

Sin embargo, la realidad de la situación, incluso para los católicos, estaba trágicamente fuera de su esfera de influencia. La realidad era que en cada una de las partes contendientes los católicos, al igual que sus compatriotas, creían las más de las veces, y por lo regular sus jerarquías los animaban a creer, que se trataba de una guerra justa y necesaria de defensa nacional, guerra que siempre ha aprobado la Iglesia. No hay por qué dudar de su sinceridad, pero la tragedia estaba más bien en que la ideología nacionalista y racista había cobrado tal fuerza que influía en las aspiraciones de los hombres mucho más poderosamente que cualquier otro ideal. Pío XII era el único que se daba perfectamente cuenta del paganismo de los motivos políticos. En sus alocuciones, se lamentaba con frecuencia de la general deserción de la fe, y de «esta Santa Sede», de la «gran apostasía» originada en el siglo xvi, que él consideraba como la causa principal de la tragedia. Pero, la raíz era todavía más profunda, porque los que se mantenían leales a la Santa Sede descollaban en todos los países entre la masa de aquellos cuyo juicio se había deformado, y las jerarquías nacionales no se hallaban en condiciones de ser testigos señalados de un ideal más amplio. Pío xii era el único, como lo había sido Benedicto xv durante la primera Guerra Mundial, que podía mantenerse por encima de la tormenta.

Cuando terminó la guerra con la ocupación de la Europa oriental por las fuerzas soviéticas, lo cual dio un poderoso estímulo a los partidos comunistas en Occidente; Pío XII se sintió libre para abandonar la perfecta neutralidad que le había impedido formular críticas particulares a una u otra de las potencias beligerantes. En realidad, difícilmente podía proceder de otra manera. En efecto, ahora tenía ante los ojos la tentativa deliberada del régimen soviético, de socavar y destruir la Iglesia católica en la inmensa zona de Europa oriental, mediante la ayuda de los aliados comunistas en aquella misma zona. Incluso en países casi totalmente católicos, como Polonia, Lituania o Hungría, se arrestaba a los sacerdotes, se cerraban las escuelas y no se dejaba piedra por mover para romper la unión con Roma y crear una nueva jerarquía condescendiente con la voluntad de los nuevos señores. En otros territorios, donde florecían los católicos de rito griego, se lanzó una extensa campaña para incorporarlos a la Iglesia ortodoxa. Para facilitar esta campaña, el gobierno de Moscú restableció el antiguo patriarcado moscovita, sirviéndose de una jerarquía sumisa y complaciente, y explotando siglos de antagonismo y recelo entre los ortodoxos y Roma, a fin de socavar la lealtad católica.

Pío XII y el reto comunista

Si bien las noticias de lo que estaba sucediendo, sólo con dificultad se filtraban a través del telón de acero, de modo que Pío XII pudo designar como la «Iglesia del silencio» a la Iglesia perseguida de Europa oriental, Europa y América se dieron cuenta de la violencia ejercida contra algunos de los dirigentes católicos, tales como Beran, arzobispo de Praga, o Stepinac, arzobispo de Zagreb, o Mindszenty, primado. de Hungría, todos ellos encarcelados por los nuevos gobiernos. Y no tardaron en enterarse de la expulsión de los misioneros católicos y de las órdenes religiosas en general, de la China comunista, de Indochina, de Corea del norte y de otros territorios asiáticos que habían caído bajo el control comunista. Existía una cruzada comunista contra el catolicismo, como un reto que Pío xli no podía ignorar. A sus mismas puertas, en Italia, florecía el mayor partido comunista de Occidente; el de la vecina Francia le seguía en extensión. ¿Qué sería de la Iglesia en Europa occidental si aquellos partidos llegaran al poder? Sobre el fondo de este peligro tan real, hay que situar el decreto publicado por el papa en julio de 1949, que declaraba reo de excomunión a todo católico que fuera miembro del partido comunista o le prestara apoyo activamente.

La lógica espiritual de la posición de Pío xii era inatacable. Los comunistas, dondequiera que habían alcanzado el poder, se mostraban con su doctrina y sus actividades claramente decididos a acabar con la Iglesia, por lo cual era evidente eI deber de resistirles que tenían los católicos. Sin embargo, este claro enfrentamiento con el problema llevaba consigo ciertas consecuencias molestas, puesto que tendía a identificar demasiado estrechamente a la Iglesia con «Occidente» y con las clases conservadoras y adineradas. Conviene recordar que el ataque lanzado por los soviets contra la Iglesia, en tiempos de Stalin, no iba encaminado únicamente a desarraigar toda ideología incompatible con la ideología marxista, ni tenía por única meta la de sustituir una filosofía espiritual por una filosofía materialista del hombre. Era también una tentativa de incorporar la Europa oriental al sistema soviético, mediante la eliminación de todo lo «occidental»; ahora bien, a los ojos de Moscú, la Iglesia romana era el corazón mismo del «occidentalismo». esta fue en parte la razón por la que Moscú pudo contar con cierto apoyo de la Iglesia ortodoxa, especialmente de la parte de ésta controlada por el patriarca de Moscú con su tradicional recelo contra el Vaticano y contra la cristiandad latina.

De la misma manera, el nuevo régimen de China tenía más interés en eliminar la influencia de Occidente que la de un enemigo religioso. Los chinos consideraban al clero romano como avanzadillas del imperialismo occidental, que ellos estaban resueltos a suprimir. Y si bien era un abuso vulgar por parte de los soviets el de aplicar a la Iglesia romana la etiqueta de «fascista imperialista», no les era, sin embargo, difícil demostrar que de hecho una elevada proporción de los «fascistas occidentales» que habían invadido Rusia con los ejércitos de Hitler eran católicos, exactamente como la temprana derrota del comunismo en la guerra civil española habían sido en gran parte una victoria católica.

Pío xii, cuya inteligencia abarcaba el ámbito del mundo entero, se daba perfecta cuenta del peligro que representaba permitir que el catolicismo se identificara con Occidente, y en una de sus últimas alocuciones insistió con el mayor empeño en la misión universal de la Iglesia, disociándola de cualquier civilización particular. Pero los acontecimientos ejercieron presión sobre él. La resistencia al peligro político de Moscú, contra el que la Europa occidental, apoyada por los Estados Unidos, respondió con el mismo vigor mediante la formación de la NATO y la decidida defensa de Berlín, se alió con la resistencia del papa contra el comunismo. Así se formaron esos partidos de la democracia cristiana que desempeñaron tan importante papel (decisivo en Alemania y en Italia) en la restauración de la vida europea después de la guerra y en la creación de la «nueva Europa». De hecho, algunas de las mayores figuras políticas de la época, Konrad Adenauer, Robert Schuman, Achille de Gasperi, que crearon la nueva Europa, eran hombres cuya fe católica influía vitalmente su objetivo político. Sus adversarios podrán hablar de sórdida alianza entre el dinero americano, las clases pudientes de Europa y la Iglesia católica; lo que en realidad tuvo lugar fue una alianza entre aquellos que por razones religiosas, por razones económicas, o con vistas a salvaguardar las instituciones libres en general, estaban resueltos a resistir al formidable avance del poder comunista. Es, sin embargo, de lamentar que muchos como consecuencia, acabaran por identificar la Iglesia con los factores políticos y económicos predomininantes en Occidente.

Pero antes de pasar a considerar la reacción contra este alineamiento político, que se pondría de manifiesto en los días del aggiornamento del papa Juan y del Concilio Vaticano conviene notar la asombrosa transformación que esto representó desde los días de Pío x y de León xiii, de que hemos tratado en el capítulo precedente. En lugar de la Francia de la Tercera República, de la Alemania de Bismarck, y de la Italia anticlerical, que estaban de acuerdo en menospreciar y desdeñar los derechos de la Iglesia, con implacable hostilidad contra Roma, persuadidas de que los caminos de la libertad y del progreso exigían emancipar las inteligencias y la política de la «esclavitud» de la Iglesia, hallamos ahora que estas grandes potencias (y algunas potencias menores también) reconocían que la libertad política y económica y los derechos del hombre exigen la libertad de religión y los derechos de la Iglesia como su apoyo y garantía. Esto es exactamente lo que León xiii y también Pío x sostuvieron constantemente, aunque sus advertencias no fueron escuchadas. En cambio, cuando Pío xii repetía la misma doctrina, se hallaba en condiciones no sólo de emplear los recursos de la filosofía tomista, en la que era maestro, y del lenguaje literario, que era uno de sus fuertes, sino también de señalar las trágicas consecuencias, a saber, la guerra y la sumisión al comunismo, que han seguido al confiado asalto liberal contra la Iglesia.

Sin embargo, la nueva alianza entre «Occidente» y el papado acarreó peligros que se pusieron crecientemente de manifiesto por los años 50. En cierto sentido Pío xii, con su convincente lógica argumentación filosófica, tuvo casi demasiado acierto al demostrar que el enemigo número uno, en el que debían fijar los ojos los católicos, era precisamente el comunismo. Demasiados católicos se dejaron arrastrar entonces por una verdadera fiebre persecutoria que culminó en la cruzada anticomunista del senador McCarthy en los Estados Unidos con todos sus excesos y despropósitos. Muchos dictadores en otros países justificaban su política amparándose en la Iglesia. Demasiados movimientos católicos obreros languidecieron o fueron suprimidos porque se los tenía por sospechosos de simpatizar con los comunistas. Si bien Pío xii no cesaba de reiterar las exigencias de la justicia social hechas por sus predecesores, se le escuchaba más dócilmente cuando denunciaba al comunismo, por lo cual contribuyó a que la real amenaza comunista se convirtiera en un espantajo que dejaba en la sombra todo lo demás.

La paz siguió siendo en aquellos años de la posguerra la principal preocupación del papa y el tema principal de sus frecuentes alocuciones; pero siempre asociaba la paz con la justicia y lo puso muy de manifiesto allí donde había tenido lugar la mayor violación de la justicia, en Europa oriental. Naturalmente, no iba a permitir que el mundo olvidara que la libertad religiosa había sido igualmente pisoteada allí, ni iba a suponer que un nuevo orden duradero del mundo se edificaría en las Naciones Unidas en tanto las grandes potencias aceptaran aquella tiranía como de derecho, o reconocieran a Moscú el derecho de veto en las decisiones del Consejo de Seguridad. La libertad de religión y la libertad para todas las naciones que el papa no había cesado de reclamar desde que inició su cruzada por la paz en 1939, eran igualmente negadas por la preponderancia efectiva del poder soviético. No pedía una cruzada militar contra Moscú, pero lo que sí pedía era que el mundo no reconociera de iure la nueva política soviética, y lamentó amargamente la falta de sentido de la proporción cuando las naciones se llevaron las manos a la cabeza con piadoso horror cuando en el verano de 1956 Francia e Iglaterra trataron de intervenir en Suez contra el presidente Naser, y en cambio aceptaron con poco más que una tenue recriminación el atropello de la libertad de Hungría por los tanques soviéticos el otoño siguiente. Exactamente como Pío xi había tratado de hacer comprender al mundo el significado del comunismo en Méjico o en Cataluña, así Pío xii insistió en llamar la atención del mundo y de la Iglesia hacia las maquinaciones de tan terrible enemigo.

Donde tuvo más éxito fue en Italia. Si bien la nueva constitución republicana del país en la posguerra reafirmaba la separación de la Iglesia y del Estado concordada entre Mussolini y Pío xi, y si bien el gran jefe de la democracia cristiana, de Gasperi, insistió hasta su muerte en 1954 en el mantenimiento de la independencia de su partido con respecto al control clerical, sin embargo, la influencia de la Iglesia, guiada por Pío xii, fue un factor vital en la permanencia ininterrumpida de los democristianos en el poder. Gracias a los comités cívicos de Acción Católica y a la influencia personal de sacerdotes de las parroquias, se retiró a los partidos de izquierda el «leal» voto católico, y los partidos de derecha pudieron contar a la Iglesia como su aliado más eficaz. Como ya se ha dicho, esto era bastante lógico frente a la cruzada comunista. La desgracia fue que en los programas de los partidos de derecha, tanto en Italia como en otras partes, muchas cosas no estaban en armonía con las enseñanzas sociales de la Iglesia ni con las aspiraciones sociales de no pocos católicos responsables.

Si a Pío xii le preocupaba el comunismo, era porque veía en él el último reto, y el más directamente amenazador, con que se enfrentaba la Iglesia desde la «gran apostasía» de la Reforma. Como lo repetía en una y otra alocución, la respuesta real a los males de la humanidad no consistía en una oposición negativa al comunismo, sino en un retorno positivo a Dios y a su ley. De esto dependía toda verdadera libertad y justicia. Todos los hombres de buena voluntad que reconocían y observaban la ley natural, podían y debían comprender esto y aceptar las consecuencias. Pero los que habían recibido la gracia de obrar así debían dar el último paso necesario, consistente en volver a la obediencia de la Santa Sede. Sólo cuando gozara la Iglesia de sus legítimos derechos, cuando se volviera a reconocer y aceptar universalmente su autoridad en materia de religión y de moral, podría esperar el mundo ver ordenada convenientemente su vida temporal por una autoridad legítimamente constituida, y sus propias libertades cimentadas en la justicia. Los discursos de Pío xir eran, las más de las veces, una nueva y magnífica formulación filosófica de la visión de una sociedad cristiana convenientemente ordenada, tal como la habían esbozado León xiii y los propios papas de la Edad Media. Al leer tales discursos, se tiene la sensación de que la verdad se mostraba toda ella clara y distinta en la penetrante inteligencia de Pacelli, y que éste, acongojado, reprochaba a su siglo la ceguera que le impedía percibirla. Paz, justicia, libertad, religión: todo esto era para el papa una misma cosa, siendo la religión la garantía de todo lo demás. Así, cuando proclamó un Año Santo en 1950, lo consagró a la causa de la paz, y lo concluyó de la manera que él creía más lógica, honrando a Nuestra Señora con la proclamación del dogma de su asunción corporal a los cielos.

Fue quizá fruto de la inteligencia verdaderamente sublime de Pacelli y de su superioridad con respecto a los que le rodeaban en la curia, el que acabara por aislarse y volverse autoritario. Estaba preparado para hablar a toda clase de auditorios, desde los médicos hasta los juristas, desde las comadronas hasta los historiadores, acerca del alcance religioso de su profesión y de su puesto en el esquema divino de las cosas. Y aunque, confiando en la unidad de la verdad, estaba dispuesto a otorgar a los estudiosos — en particular de la Biblia — una libertad académica desconocida en la Roma de Pío x, no obstante, en su encíclica Humani generis insistió en la aceptación literal del libro del Génesis en su totalidad, exactamente como, insistió en la estricta obediencia a la autoridad eclesiástica, y estaba dispuesto a reprimir todo movimiento de orden ecuménico de la misma manera que todo movimiento de acercamiento a la izquierda política. Es justo decir que en Italia, en los últimos años de su vida, su autoridad personal, ejercida en el aislamiento y extendida a todo rincón de la península, y a todo movimiento, tanto profesional o cultural como político, vino a convertirse en una preocupación incluso para algunos de sus más ardientes admiradores.


Juan XXIII y el «aggiornamento».

Cuando, finalmente, en octubre de 1958 dejó de existir el gran papa, después de un reinado de más de 19 años, el mundo entero tuvo la sensación de que había desaparecido una de sus más destacadas figuras. Era difícil prever un sucesor adecuado; especialmente difícil era descubrirlo en el anciano y sencillo sacerdote Angelo Roncalli, procedente de una familia campesina de Lombardía, y que, en servicio leal y obediente, había llegado a ser patriarca de Venecia, pero que nunca había ejercido influjo en Roma. Es posible que los cardenales estuvieran movidos por impulsos análogos a los de sus predecesores en el conclave de 1903, que habían elegido al humilde Sarto (también patriarca de Venecia) como sucesor del patricio y autoritario León xiii, que había reinado todavía más años que Pacelli y había dejado marcada en el papado la huella de su personalidad. Con todo, las consecuencias fueron diferentes, pues mientras Sarto (Pío x) había prestado su autoridad a un recrudecimiento de la censura que extinguió el movimiento modernista e impuso silencio a más de un pensador católico, Roncalli anunció que ya había habido bastantes anatemas y que había llegado el tiempo de promover el bien, en lugar de condenar constantemente el mal. Bajo su dirección iba a volver la Iglesia a respirar más libremente, a intentar renovar su vida, y especialmente a alcanzar a la humanidad en conjunto, prestando apoyo a toda obra buena. Según su frase favorita, se trataba de un aggiornamento de su vida, de poner a la Iglesia al día y a la altura del mundo contemporáneo, frente al cual su actitud había sido con demasiada frecuencia suspicaz y defensiva: en una palabra, de abandonar, según la frase popular de entonces, su «mentalidad de ghetto».

La diferencia entre Roncalli y su predecesor era de temperamento y experiencia, más bien que de filosofía. Pacelli había dicho, en efecto: hay un orden verdadero de la humanidad, un poder espiritual y temporal, una ley natural que debe observarse siempre, una ley divina transmitida por la Iglesia; si la humanidad abandona a Dios y niega la autoridad de la Iglesia, todo se perderá en el mundo, en la esfera temporal como en la espiritual, porque desaparecerá la sanción de toda autoridad legítima y el mundo quedará a merced de falsas filosofías y de la autoridad usurpada de dictadores sin ley. Esta era, según él creía, la tragedia del siglo xx, la causa profunda de sus guerras brutales y de sus no menos brutales dictaduras.

Roncalli no pretendía discutir este diagnóstico tomista de la naturaleza de la sociedad y tenía el justo respeto del elevado pensamiento de su predecesor, al que sabía que él mismo no podía aspirar. Pero su temperamento que lo llevaba a gozarse en el bien y a no apresurarse a reprender, y su experiencia de la vida entre su propio pueblo en Sotto il Monte, o más tarde entre los campesinos de Bulgaria o entre los católicos pobres de Istanbul, o también en la refinada Francia laica, lo indujo a aceptar el mundo como es y a tratar de reconocer el bien y a edificar sobre él en todos los hombres, tanto dentro como fuera de la Iglesia. Cierto que no pensaba en categorías filosóficas o en términos legalistas, pero con gran penetración se daba perfectamente cuenta — como asunto de experiencia personal — de las deficiencias de sus correligionarios y de las cualidades espirituales predominantes con frecuencia entre los que están fuera del redil. En particular, había descubierto en los Balcanes que los que pertenecían a la Iglesia ortodoxa practicaban una religión de carácter católico en todos sus aspectos esenciales, y en privado había deplorado instrucciones de Roma que le obligaban a mantenerse frente a ellas en la mayor reserva. Y, cosa que llama todavía más la atención desde el punto de vista romano, había descubierto entre los turcos cualidades religiosas y morales, que lo atraían instintivamente hacia ellos. Así fue germinando en su interior la semilla de una nueva actitud ecuménica, que había de hallar finalmente su expresión en los decretos del Concilio ecuménico por él convocado.

Estas diferencias entre las cualidades de Pacelli y las de Roncalli eran reales, y hasta flagrantes, e influyeron en la tónica del pontificado de Juan xxiii, absolutamente diferente del de su predecesor. Sin embargo, en esto puede haber exageración. Por ejemplo, hay que recordar que Roncalli eligió por lema Obediencia et Pax y que la estricta observancia de la obediencia hizo de él el más leal servidor de Pío mí en el campo de la diplomacia y le condujo, ya en su edad avanzada, a poner en práctica en Venecia la letra de las instrucciones de su superior con vistas a mantener correcta la actitud política de los católicos. Además era, por temperamento, conservador. Amaba la liturgia y la lengua en que se había formado en el seminario de Bérgamo, pero no era un reformador litúrgico y, menos todavía, patrocinador de la lengua vernácula. Por lo que se refiere a los deberes del sacerdocio, sus puntos de vista se perfilan con toda claridad en el sínodo Romano, que convocó en 1960; había que apretar, más bien que aflojar, la disciplina clerical. Ni como nuncio de Francia ni más tarde como papa dio grandes estímulos a los sacerdotes obreros franceses. Deseaba ciertamente una renovación de la vida de la Iglesia y, en particular, una nueva manera de abordar el mundo de fuera por parte de la Iglesia. Pero no apuntaba a la menor relajación de la disciplina interna de la Iglesia (y, menos que nada, en lo relativo al sexo); las distensiones que deseaba se referían al ámbito de las relaciones de la Iglesia con el mundo exterior. Menos que a sus predecesores, le alarmaban los peligros que llevaba consigo el contacto y la cooperación de los católicos con otros cristianos, y estaba dispuesto a ver extenderse esta cooperación a «todos los hombres de buena voluntad», incluso a los comunistas, con ser enemigos declarados en el terreno de las ideas y la política. Las diferencias más importantes entre su enfoque y el de sus predecesores de los siglos xix y xx consistieron en que Juan xxiii no atribuyó una importancia tan grande a las discrepancias de orden filosófico. Mientras que Pío ix se mostró implacable con los liberales, cuya filosofía, si se toleraba, trastornaría a la Iglesia, y Pío xi y Pío XII se mostraron implacables con los comunistas, cuya filosofía tendría los mismos efectos deletéreos, el papa Juan, por el contrario, se inclinaba más a ver hombres y mujeres de mayor o menor buena voluntad, en el error, sí, pero un error que se puede ayudar a corregir mediante el contacto, o que por lo menos no hay que tender a endurecer, como lo haría el ostracismo y el extrañamiento.

Así pues, cuando en noviembre de 1958 vio el mundo por la televisión a un anciano de 76 años ponerse desmañadamente la tiara pontificia, no estaba comenzado el breve reinado de un papa di passaggio, sino el reinado, desde luego breve, pero de una trascendencia sin par, del papa del aggiornamento.

¿Qué era, pues, el aggionarmento, la puesta al día, que fue la nota característica del pontificado del papa Juan?

Con él, se trataba en parte de lograr que la Iglesia se diera cuenta plenamente y con verdadero interés del carácter cambiante del mundo contemporáneo. El papa Juan, como hubo de subrayarlo en la apertura del concilio Vaticano II, abría los brazos a este mundo en transformación y disentía profundamente de los «profetas de mal agüero» que sólo podían ver un mundo que iba de mal en peor. Su experiencia de la vida, adquirida escasamente en Roma y ampliamente fuera de Italia, lo dejó profundamente insatisfecho de la actitud eclesiástica, representada sin duda en la curia, actitud que consistía en ver que el mundo se iba extraviando más y más y en pensar que la Iglesia no tenía más remedio que retirarse a sus posiciones consolidadas, aguardando mayores y mayores sufrimientos. En la primera de sus dos grandes encíclicas, Mater et Magistra, Roncalli, guiado por monseñor Pavan, siguió exactamente la línea contraria. El mundo — recalcaba el papa — brinda grandes motivos de aliento y de esperanza. La encíclica, por ejemplo, da la bienvenida a los movimientos de independencia nacional de los jóvenes pueblos de África y de Asia. El viento de cambio era un viento portador de vida. El mal estaba en el colonialismo. Las naciones más ricas tenían el deber de asistir a las más pobres, ayudándolas a alcanzar la independencia política y económica, y además, de hacerlo sin tratar de imponer sus propias ideas culturales o establecer sobre ellas un nuevo control económico, que sería tan perjudicial como el antiguo colonialismo. Por supuesto, Roma se ha dado cuenta hace tiempo del peligro que hay en permitir que la Iglesia se identifique con las potencias que rigen los territorios dependientes, pues al caer tales potencias ella seguiría la misma suerte. Pío XII había puesto empeño en que fueran ordenados en África sacerdotes de color, los cuales continuarían cuando se marcharan los blancos. Durante el pontificado de Juan xxiii, este proceso se aceleró notablemente: fueron consagrados obispos de color; se creó el primer cardenal de color. Si se tiene en cuenta la estrecha alianza tradicional entre la Iglesia y el Estado en el África portuguesa, española, belga e incluso francesa, se comprende fácilmente que la Mater et Magistra representara un choque. En ella se daba una nueva enseñanza sobre el carácter real del mundo contemporáneo, y ello desde Roma, con una nueva llamada al aggiornamento y programas positivos que seguir.

I,a misma encíclica se interesaba notablemente por el «principio social». Observaba que las formas democráticas de gobierno habían sido adoptadas generalmente por los países desarrollados y rompía con la tradición romana (hasta entonces, o bien neutral tocante a las formas de gobierno, o bien abiertamente reservada con respecto a la democracia), felicitándose por esta evolución, que ofrecía mayores oportunidades para el ejercicio de la responsabilidad social. El papa observaba que hoy los gobiernos actúan mucho más extensamente en el campo del bienestar público — enseñanza, salud, seguridad y descanso —, cosa que también elogiaba, yendo hasta hacer cierto número de sugerencias detalladas tocante al bienestar de los trabajadores del campo, gentes que llegaban muy al corazón de Roncalli. La encíclica, aunque evitaba respaldar el socialismo, que hasta entonces había sido el blanco de muchas críticas pontificias, daba el visto bueno a toda una lista de programas socialistas y enfocaba esferas de acción del Estado mucho más allá de todo lo que había parecido siquiera tolerable a Pío xi en Quadragesimo Anno, o incluso a Pío xii.

No obstante la opresión ininterrumpida que sufría la Iglesia en Europa oriental y en China, Roncalli tuvo relativamente poco que decir sobre este particular, mucho menos que sobre los países que se están emancipando de la tutela de las potencias occidentales. Quizá pensaba que se había dicho ya bastante; quizá sentía que había necesidad de dar en otras partes mucho mayores estímulos a los recientes desarrollos sociales y políticos, que los que habían recibido de Roma. En todo caso, puso de manifiesto sobradamente que era ya una actitud anticuada la de considerar a la Iglesia como aliada natural de las dictaduras o las monarquías, o como más bien hostil ante cualquier evolución moderna en sentido democrático o socialista. Sin embargo, puso empeño en citar a sus predecesores y en evitar dar la menor sensación de que se apartaba de su enseñanza; más bien edificaba sobre las bases sentadas por ellos, poniendo sus doctrinas al día a la luz de los progresos modernos.

Juan xxiii era, sin embargo, más revolucionario de lo que él mismo suponía. Si esto era evidente en materias sociales y políticas, no lo era menos en su decisión de que la Iglesia entablara un diálogo fructuoso con los otros cristianos. En este punto, el aggiornamento significa que ha llegado la hora de reconocer que ciertamente los ortodoxos, y entre los protestantes la mayor parte, no son simplemente cismáticos o herejes, sino compañeros que trabajan en la viña del mismo Señor, cuya divina voluntad fue la de rogar a su Padre que todos fuesen uno. Roncalli gustaba tanto de repetir este ruego del Señor, ut unum sint, como de hablar de aggiornamento. Al jesuita octogenario, Agustín Bea, al que había creado cardenal y puesto a la cabeza del Secretariado para la unión de los cristianos, le tocó viajar por el mundo para entrar en contacto con los otros cristianos y despertar en ellos la convicción, un tanto sorprendente, de que Roma se había orientado en sentido ecuménico. Mientras que Pío xi había dicho: «Sólo hay una manera de promover la unidad de los cristianos, que consiste en fomentar la vuelta a la verdadera Iglesia de Cristo, de los que se habían separado de ella... Que nuestros hijos separados se acerquen, pues, a la Sede Apostólica...», el cardenal Bea daba este consejo: Que los católicos y sus hermanos cristianos examinen con caridad lo que tienen en común (que es mucho), que hallen el medio de ayudarse mutuamente con buenas obras y vean adonde les conduce esta cooperación; pero, sobre todo, que oren por la unidad.

Tampoco en este punto se negaba la anterior enseñanza de la Iglesia; se trataba de atraer la atención de los católicos hacia algo que se había descuidado. Allí donde había habido una tendencia a detenerse en advertencias y en censuras, con el papa Juan apareció la tendencia a insistir más bien en el aspecto positivo, a buscar lo que podía estimular y a perseguirlo. Exactamente como en materia social se había dejado que el peligro del comunismo dejara en la sombra lo que tenía valor positivo en la moderna evolución social, así en materia religiosa se había dejado que el peligro de herejía oscureciera lo positivamente bueno que podía resultar de la colaboración entre los cristianos y de la afirmación de las verdades reconocidas en común.

El concilio Vaticano II

Si bien el papa podía señalar el camino para un nuevo acceso, por parte de la Iglesia, a las oportunidades religiosas y sociales que se le ofrecen, y en este sentido ayudar a llevar a cabo el aggiornamento, Juan xxiii sintió desde los comienzos de su pontificado que la Iglesia misma era la que había de realizar el quehacer. Toda su experiencia, pero quizá sobre todo sus ocho años de nuncio en Francia, le hicieron comprender que la evolución de la Iglesia se veía impedida por el exceso de centralización y de control meticuloso por parte de la curia. Desde que, siendo todavía joven secretario del obispo de Bérgamo, había observado la desagradable manera como se acosaba a los sospechosos de modernismo en Italia, se había dado cuenta de esta opresión. De ella había sufrido él en los Balcanes, y en Francia había encontrado y admirado a obispos que no ocultaban su convicción de que había llegado para ellos el tiempo de desarrollar mayor responsabilidad. Luego, siendo ya papa, se halló en frecuente contacto con «profetas de mal augurio», cuyos métodos parecían estar inspirados por su agudo sentido de los peligros que amenazaban a una fe que ellos tenían el sacrosanto deber de defender. El único medio. de que disponía para volver a equilibrar la balanza consistía en dar a la Iglesia la posibilidad de hallar su propia voz, de hablar sin tener que depender de la Curia. Ahora bien, esto sólo se podría lograr convocando un concilio general o ecuménico. Nunca se mostró Juan XXIII muy explícito acerca de los motivos que le habían inducido a aquel acto, el más importante de su pontificado, pero no cabe duda de que su razón principal era la convicción de que para los que tenían responsabilidad de la Iglesia en el mundo entero había llegado la hora de considerar en qué punto se hallaban a mediados del siglo xx y de recobrar su propia voz.

Sus propias aspiraciones tocante al concilio apuntaban muy alto y fueran expresadas con creciente entusiasmo a medida que se iba acercando el día de la apertura de la asamblea (11 de octubre de 1962). Había que llevar a cabo un aggiornamiento de la Iglesia. Debía promoverse la unidad de los cristianos y así, con este ejemplo, la unidad de la humanidad. El concilio contribuiría poderosamente a la paz. Para apoyarlo invocó una corriente de oraciones por el mundo entero. Sin embargo, con una cautela característica y sin duda temiendo que la gran oportunidad fuera también ocasión de exasperación y de conflicto, encargó la extensa obra preparatoria (que duró más de tres años) a comisiones controladas por miembros de la curia. Estas comisiones debían trazar los esquemas del debate conciliar y si bien invitaron a hacer sugerencias a los obispos y a otras personas en el mundo entero, era quizá inevitable que tendieran a seguir un precedente y a redactar los esbozos en forma convencional, cosa que se verificaba principalmente en la más importante de ellas, la comisión teológica, que normalmente tenía sus sesiones bajo la presidencia del secretario del Santo Oficio, cardenal Ottaviani, y que redactó el esquema de Ecclesia. De hecho, el papa Juan se había atenido muy de cerca a los precedentes sentados en la época del concilio Vaticano I, lo cual le había sido sugerido por su secretario de Estado, cardenal Tardini, y es de suponer que el papa no tenía gran posibilidad de opción. Pero el resultado  que, si bien las comisiones comprendían a obispos y teólogos del mundo entero, algunos de los cuales eran conocidos por su deseo de ver enfocados de manera nueva los problemas con que se enfrentaba la Iglesia, varias de éstos, cuyos puntos de vista eran más «avanzados», no fueron incluidos, y la dirección general fue dictada por los cardenales de la curia que ocupaban los puestos principales.

En otros sentidos, fue decepcionante el período de preparación del Concilio. Parece, por ejemplo, que una de las primeras esperanzas del papa había sido, que el Concilio no sólo sirviera a la causa ecuménica, sino que él mismo fuera ecuménico, no simplemente en el sentido católico, sino comprendiendo también a obispos de la Iglesia ortodoxa que se hallaban en auténtica sucesión apostólica y cuyos predecesores habían sido invitados a deliberar en el concilio de «unión» de Florencia en el siglo xv. Ciertamente, alguna iniciativa, de este género habría estado en consonancia con sus objetivos ecuménicos. Sin embargo, no obstante el entusiasmo personal del patriarca Atenágoras de Constantinopla por el nuevo papa y sus objetivos («Hubo un hombre enviado por Dios, llamado Juan», decía citando el Evangelio), ni la Iglesia griega, ni las Iglesias ortodoxas dieron la respuesta esperada a la iniciativa del papa. Antiguas animosidades, especialmente en Grecia, estaban tan enraizadas, que no era fácil disiparlas; a la postre, el mundo de la ortodoxia sólo estuvo representado en el concilio Vaticano II por los observadores de Moscú. Las cosas fueron mejor tocante a muchos protestantes, y el Consejo Mundial de las Iglesias envió observadores al Concilio. Los anglicanos, cuyo frío enajenamiento de cuatro siglos había comenzado a suavizarse con una visita del arzobispo Fisher al papa, enviaron una delegación.

Pero el interés tendió a amainar tanto en los círculos eclesiásticos como en los seculares cuando pareció que el concilio no iba a ser muy diferente de cualquier otro anterior. Lo que lo mantuvo vivo fue el modo como el papa mismo, en discurso tras discurso, y especialmente en la siguiente fiesta de Pentecostés, pedía insistentemente a los fieles que oraran fervientemente por el Concilio, sin poner él límite a sus aspiraciones tocante al mismo. En septiembre de 1962, un mes antes de la apertura, envió un mensaje al mundo por Radio Vaticana : «Levantad vuestras cabezas... pues se acerca el tiempo de vuestra liberación», dijo con palabras de la Biblia. Lumen Christi. La Iglesia de Jesús responde desde todos los rincones de la tierra : Deo gracias. Sí, es la luz de Cristo, la luz de la Iglesia, la luz de las naciones.» Su alocución se ocupaba escasamente de las proposiciones teológicas formuladas en los esquemas que ya habían sido remitidos a los padres conciliares por las comisiones preparatorias, sino que más bien señalaba las orientaciones que el Concilio proporcionaría a un mundo dolorosamente desconcertado, la guía que ofrecería a los cristianos, «llamados a vivir como hombres entre hombres, como cristianos entre cristianos» y que «con la fuerza del ejemplo inducirían a ser cristianos a muchos que todavía no lo eran». Se ocupaba de la familia, de su necesidad de medios suficientes de subsistencia y de seguridad. Por encima de todo, trataba de la paz. La paz y la unidad ocupaban el centro del mensaje del papa. Pero lo que el mundo entero captó , aparte de su sinceridad y de su cálida simpatía, su exuberante optimismo. Hacía mucho tiempo que no habían brotado del Vaticano palabras de optimismo tocante a los asuntos del mundo; quizá  por esto por lo que en el discurso de apertura del Concilio llamó la atención su crítica severa de los profetas de mal augurio (profetas que evidentemente había hallado en el propio Vaticano):

«En el cotidiano ejercicio de nuestro ministerio pastoral llegan, a veces, a nuestros oídos, hiriéndolos, ciertas insinuaciones de almas que, aunque con celo ardiente, carecen del sentido de la discreción y de la medida. Tales son quienes en los tiempos modernos no ven otra cosa que prevaricación y ruina. Dicen y repiten que nuestra hora, en comparación con las pasadas, ha empeorado, y así se comportan como quienes nada tienen que aprender de la historia, la cual sigue siendo maestra de la vida, y como si en los tiempos de los precedentes concilios ecuménicos todo procediese próspera y rectamente en torno a la doctrina y a la moral cristiana, así como en torno a la justa libertad de la Iglesia.

»Mas nos parece necesario decir que disentimos de esos profetas de calamidades que siempre están anunciando infaustos sucesos como si fuese inminente el fin de los tiempos. En el presente orden de cosas, en el cual parece apreciarse un nuevo orden de relaciones humanas, es preciso reconocer los arcanos designios de la Providencia divina que, a través de los acontecimientos y de las mismas obras de los hombres, muchas veces sin que ellos lo esperen, se llevan a término, haciendo que todo, incluso las adversidades humanas, redunden en bien para la Iglesia.»

En la primera sesión del Concilio fue cuando se produjo una auténtica revolución, al negarse los padres a aceptar la lista de nombres propuestos para las diferentes comisiones, preparada por los cardenales de curia, los cuales debían actuar ex officio como presidentes de las mismas, y cuando expresaron su disentimiento del esquema sobre las fuentes de la revelación que les había sido sometido por la comisión teológica preparatoria, induciendo así al papa a retirarlo. Estos hechos mostraron claramente que existía una mayoría «progresista» de obispos, la cual no estaba dispuesta a seguir tranquilamente la dirección que habían decidido dar al concilio los que presidían sus comisiones, y que, además, la mayoría del Concilio, al adoptar esta actitud independiente contaba con el apoyo del papa. En realidad, los peores temores de los conservadores de la curia se veían confirmados en aquella primera sesión. Algunos de ellos no habían deseado en un principio el Concilio; habían diferido su reunión, tomándose tiempo en la tarea preparatoria; habían tratado de controlarlo, controlando su orden del día (los esquemas); luego habían tratado de controlarlo, controlando a los componentes de sus comisiones. El papa, indulgente — quizá demasiado indulgente — con aquellos con quienes estaba en desacuerdo, y resuelto a impedir que aquel concilio de unidad y de paz se convirtiera en una ocasión de conflicto abierto entre la jerarquía, había dado a la curia una buena oportunidad de controlar el concilio, y había fracasado. Una mayoría de obispos capitaneada por personalidades independientes y resueltas, como los cardenales Frings de Colonia y Liénart de Lille (jefes de la protesta contra las listas preparadas por las comisiones), Suenens de Malinas-Bruselas, König de Viena, Lercaro de Bolonia, Ritter de St. Louis, y el patriarca Maximos iv, saigh de Antioquía, declararon no hallarse dispuestos a aceptar sin más lo que se les proponía, sobre todo si estaba redactado en el lenguaje teológico tradicional. No podemos saber si habrían mostrado la misma independencia e iniciativa, si no hubiesen estado convencidos de que el papa esperaba más bien que procedieran así. Es lo cierto que, cuando mostraron su independencia, gozaron del apoyo del papa.

En esta primera sesión del Concilio ocurrieron no pocas cosas de importancia. Lo más importante de todo fue el mero hecho de haberse congregado una asamblea tan grande de obispos de todas las partes del mundo. Nunca se había visto cosa parecida. En 1869-1870, en el concilio Vaticano I, sólo se habían reunido unos 750, la mayor parte europeos, y de ellos no menos de 200 de Italia. En 1962, sólo los obispos de territorios de misión llegaban a 800. En conjunto, unos 2.380 padres conciliares se congregaron en San Pedro para la ceremonia de apertura del 11 de octubre. Sólo cosa de un tercio venían de Europa. De África acudieron 296, y cosa del doble, de América latina. Cerca de un centenar procedían del Extremo Oriente. 217 de los Estados Unidos (que en 1869 habían enviado 46); éstos, sin embargo, mostraron ser un grupo curiosamente dócil, sorprendido y tenido en jaque por las posiciones avanzadas que habían asumido los 227 obispos franceses y alemanes, con sus asesores teológicos a veces de vanguardia, y por la negativa de estos europeos a dejarse intimidar por eminencias curiales. Sin embargo, los obispos norteamericanos no permanecieron largo tiempo en la retaguardia; en posteriores sesiones del Concilio, volverían a señalar el rumbo, por ejemplo, acerca de la libertad religiosa.

La reunión de una asamblea tan amplia y variada de padres de la Iglesia, con tantas cosas en común en su fe y en su formación, pero con tan enormes diferencias en su experiencia y en sus ideas, fue un acontecimiento de sin igual trascendencia, que seguramente afectaría a la dirección de la política eclesiástica en todas partes. Lo que aprendieron fuera de las sesiones regulares del Concilio resultó de mayor alcance que lo que decidieran dentro del recinto de San Pedro; ninguno de ellos pudo abandonar Roma tan preocupado por la importancia excepcional de sus propios problemas, como cuando había llegado.

Y algunos, finalmente, no pudieron menos de adquirir durante esta primera sesión una perspectiva diferente acerca de la secular guerra defensiva que había sostenido la Iglesia contra sus antagonistas tradicionales, los cismáticos, los protestantes y los comunistas. Por lo que atañe a los cismáticos y protestantes, los padres de la Iglesia podían ver ahora presentes entre ellos, ocupando puestos de preferencia en San Pedro y equipados con la documentación del Concilio — sus esquemas secretos—, a observadores de Iglesias cristianas no reconocidos nunca por Roma y cuya mera existencia se les había enseñado a considerar como una provocación frente a las reivindicaciones de la única Iglesia verdadera. La mera existencia de tal situación era, a su manera, no menos importante que las declaraciones o decretos publicados más tarde por el Concilio acerca la libertad religiosa o del ecumenismo. Ni podía pasarles desapercibido que los mismos observadores eran recibidos con toda clase de demostraciones de respeto y de afecto por el papa Juan en el Vaticano, donde conversaban con él sin remilgos; los observadores, amigos del papa, se convirtieron también en amigos de ellos.

Los dos ortodoxos de Moscú atrajeron la mayor atención, y su presencia influyó en que se produjera otro cambio, a saber, el extraño silencio del papa y del Concilio a propósito del comunismo. Los observadores ortodoxos de Moscú estuvieron presentes en el Concilio con autorización del gobierno soviético. Los obispos católicos de Polonia, de Alemania del Este, de Hungría, de Checoslovaquia, de Yugoslavia estaban también presentes con permiso de sus respectivos gobiernos comunistas. En tales circunstancias, era difícil para el papa o el Concilio formular las habituales denuncias del comunismo; en su discurso de apertura, sólo brevemente aludió el papa Juan a su sentimiento de no ver allí a diferentes obispos por estar encarcelados o detenidos. Al día siguiente, en su alocución a las misiones diplomáticas, eludió toda referencia directa a la Iglesia del silencio, hablando únicamente del «grito angustiado» del mundo entero que clama por la paz.

Así pues, el desafío con que se enfrentaban diferentes obispos en esta primera sesión afectaba en primer lugar a sus hábitos tradicionales de deferencia para con la curia, y luego a su actitud tradicional frente a los «enemigos de la Iglesia». Se veían invitados a pensar de nuevo sobre sus propias responsabilidades, que les habían sido impuestas por Dios y no por el Vaticano. Y se veían también invitados a pensar de nuevo y de manera más positiva en la primerísima necesidad de unidad y de paz que tenía el mundo. Sin embargo, por lo que atañe a sus sesiones formales, estaban principalmente absorbidos por los esquemas sobre la liturgia, sobre las fuentes de la revelación (que fue eventualmente desechado), sobre los medios de comunicación social (éste, de relativa importancia), sobre la unidad de los cristianos y sobre la naturaleza de la Iglesia. Algún progreso se hizo en estas materias, pero en ninguna de ellas se llegó a una conclusión, y otros esquemas, ya distribuidos, quedaban todavía por considerar. Además, uno por el que el papa tenía probablemente el mayor interés, sobre la Iglesia en el mundo moderno, no se había distribuido todavía a los padres. En estas circunstancias, se comprende que el papa Juan que había sido sumamente optimista tocante a la rapidez con que el Concilio llevaría a cabo su tarea, y cuya propia salud comenzaba a preocupar —, al decir hasta la vista a los padres el 8 de diciembre de 1962 al final de la primera sesión, aprovechara la ocasión para recordarles la ardua labor que tenían que desarrollar en el intervalo que mediaba hasta la próxima asamblea y cuánto importaba que en su pensamiento se dirigieran hacia afuera, «a todos los sectores de la vida de la Iglesia, comprendido el sector social».

Los días del papa estaban ya contados. Ya no volvería a tener la satisfacción de ver a sus hermanos los obispos cuando se reunieran por segunda vez. Sólo le quedaban seis meses de vida; fueron seis meses, en los que estuvo más preocupado que nunca por la urgencia de mirar por la paz. Poco después de haberse reunido el Concilio, se había producido el peligroso enfrentamiento de Estados Unidos y la URSS acerca de Cuba; los angustiados llamamientos del papa con vistas a contener la crisis habían impresionado al mundo, y no en último lugar a los observadores rusos en el Concilio. En marzo de 1963, un comité internacional le otorgó el premio Balzan de la paz; entre los asistentes a la ceremonia se hallaba el yerno del primer ministro Khrushchev, Alexis Adyubei, director del periódico soviético «Izvestia», al que el papa concedió una audiencia privada. Se iban multiplicando los indicios de deshielo entre el Vaticano y Moscú; algunos de los obispos católicos detenidos todavía tras el telón de acero fueron dejados en libertad y autorizados para asistir al Concilio. Finalmente, en abril de 1963, el papa publicó su más célebre encíclica, Pacem in Terris, en la que hacía extensivo a todos los hombres de buena voluntad su llamamiento a la paz en la tierra. Este llamamiento, al que se dió en la prensa mundial mucha mayor publicidad de la que se suele otorgar a una encíclica, desarrollaba la enseñanza social de la precedente Mater et Magistra, con especial referimiento a las obligaciones internacionales, al deber que incumbe a los países más ricos de prestar ayuda a los más pobres, y al papel vital de las Naciones Unidas. Insistía con toda claridad en el derecho a la libertad religiosa de «todas las personas de buena conciencia». Luego avanzaba más que ningún otro documento pontificio anterior hacia una posición pacifista, declarando que «en nuestra época, que se jacta de poseer la fuerza atómica, resulta absurdo sostener que la guerra es un medio apto para resarcir el derecho violado». Y estimulaba a los católicos a colaborar con todos los hombres de buena voluntad, por errónea que sea su filosofía, con vistas al logro de fines útiles para la humanidad, pareciendo así levantar el embargo puesto por Pío xii a la colaboración con los comunistas. Además, por este mismo tiempo prestaba el papa su apoyo personal a un acuerdo de colaboración transitoria entre la democracia cristiana y los partidos socialistas en Italia, cosa completamente contraria a la tradición pontificia.

No cabe duda que Roncalli, en las últimas semanas de su vida, estuvo preocupado por la absoluta necesidad de que los hombres se juntaran en un esfuerzo completamente nuevo por lograr la unidad y la paz, y se hace difícil creer que con su encíclica no quisiera ayudar al Concilio cuando reanudara su tarea. El Concilio, sin embargo, tenía cantidad de cuestiones no debatidas que discutir, y el esquema de la Iglesia en el mundo moderno no se introdujo hasta la tercera sesión, de la que pronto fue retirado, para ser sustituido por otro revisado, que se sometió a la cuarta y última sesión en 1965.

Juan XXIII murió en junio de 1963, ofreciendo sus graves sufrimientos finales «para impetrar abundantes bendiciones para el concilio ecuménico, para la Santa Iglesia, y para la humanidad entera que suspiraba por la paz». Le sucedió Giovanni Battista Montini, elegido el quinto día del Conclave, a la edad de 65 años, y que asumió el nombre de Pablo en honor del apóstol de los gentiles, viniendo a ser así el papa Pablo vi. No tardó en llevar en persona la palabra de paz y de buena voluntad al mundo, en una peregrinación a Palestina, donde se encontró con el patriarca Atenágoras de Constantinopla, luego a la India y después a las Naciones Unidas, en Nueva York. Una visita a Polonia, proyectada para 1966, fue impedida por el gobierno polaco.

Montini, aunque nacido en Brescia, pasó la mayor parte de su vida activa en Roma, en la Secretaría de Estado (1924-1954). En este departamento sirvió primero a Gasparri, secretario de Estado de Pío xi, que concluyó el tratado de Letrán y el concordato con Italia, y luego a Pacelli. Cuando Pacelli fue elegido papa en 1939, con el nombre de Pío xii, Montini sirvió primero al nuevo secretario de Estado, Luigi Maglione, luego de nuevo a Pacelli mismo, pues a la muerte de Maglione, en 1944, Pío XII se constituyó en su propio secretario de Estado. Durante diez años (1944-1954) Montini y Domenico Tardini estuvieron a la cabeza de las dos grandes ramas de la secretaría de Estado, siendo así directamente responsables ante Pío XII y hallándose en el más estrecho contacto con todos los aspectos de la política. Sin embargo, en 1954, exactamente después de haber enviado a Roncalli como patriarca a Venecia, envió Pacelli a Montini como arzobispo a Milán. En este gran centro industrial, con sus elementos fuertemente anticlericales e indiferentistas, tuvo Montini su primera experiencia de la labor diocesana, mostrándose profundamente penetrado del espíritu de las encíclicas sociales de sus predecesores y consagrado a la tarea de contrarrestar la idea que se tenía corrientemente de la Iglesia como mera parte de la estructura dominante. Si Montini, cuando fue elevado al solio de san Pedro, era conocido por los cardenales principalmente por su labor paciente, inteligente y comprensiva en el Vaticano, lo era también como uno que había estado plenamente compenetrado con la enseñanza social del papa Juan y había sido ferviente e inmediato sostenedor de la intención del papa de convocar un concilio.

Por consiguiente, no fue una sorpresa para nadie el que el Concilio volviera a reunirse, según lo previsto, en septiembre de 1963, para celebrar su segunda sesión, ni que el papa se declarara y se mostrara vivamente interesado por su labor. Esta sesión fue memorable, principalmente por haber llevado a término la constitución sobre la sagrada liturgia y por la casi unanimidad con que fue aprobada (sólo cuatro votos contrarios). Ésta fue la primera constitución del Concilio, con resultados prácticos para la experiencia ordinaria del creyente, pues indujo a la adopción de la lengua vernácula en la celebración de la misa; su intento más profundo, consistía nada menos que en dar nueva forma a la oración de la Iglesia y, por consiguiente, a la vida de oración de la que mana su vitalidad, uniendo al sacerdote y al pueblo en la vivencia común del santo sacrificio.

Entre tanto se había progresado en el debate relativo a diferentes aspectos de la naturaleza de la Iglesia y, de modo especial, los deberes y poderes de los obispos; sin embargo, sólo al final de la tercera sesión (que duró todo el otoño de 1964, mientras que la segunda había ocupado el otoño de 1963) se aprobó la constitución dogmática sobre la Iglesia, De Ecclesia, con una abrumadora mayoría (sólo hubo cinco disidentes). Este resultaría ser el mayor y más amplio logro del Concilio, de gran importancia histórica a la luz del concilio Vaticano I. Mientras que éste había definido la naturaleza de la autoridad pontificia, De Ecclesia definía la de los obispos, declarando que éstos reciben su autoridad directamente de Dios en su consagración y que colectivamente, como «colegio episcopal» ejercen «una potestad suprema y plena sobre la Iglesia entera». De esta manera, en cierto sentido, se puede considerar restablecido el equilibrio de poder entre el papa y sus hermanos los obispos; pero importa observar que los poderes del papa definidos por el Vaticano I no sufrieron la menor merma. El colegio episcopal sólo es tal juntamente con el obispo de Roma a la cabeza, cuya aprobación es necesaria dentro del colegio para que tengan plena validez sus decisiones; es, por tanto, necesario que el papa, en su calidad de vicario de Cristo, apruebe externamente las decisiones del colegio, si éstas han de tener esa misma validez. Así, mientras que los obispos sólo pueden ejercer su «suprema y plena potestad sobre la Iglesia entera» con la aprobación del papa, el papa puede ejercer la suya independientemente. El principio de la «colegialidad episcopal», afirmado en el Vaticano II, ha llevado a la formación de conferencias episcopales nacionales, y el papa Pablo, poco antes de la última sesión, prometió convocar un sínodo episcopal que se reuniría en Roma para asesorarle sobre el régimen de la Iglesia1. Lo que se entiende por colegialidad episcopal se desarrolla en el capítulo tercero de De Ecclesia, que, en sentido constitucional, es la parte más importante del documento. Pero la constitución citada trata de muchas cosas. Trata del «pueblo de Dios», en su totalidad y, en particular, de los seglares, cuya función se enfoca de forma mucho más constructiva que en el pasado, así como de las órdenes religiosas, en su prosecución de la santidad por vocación especial, vocación a la que confiere categoría la Iglesia.

Al final de la tercera sesión, fue cuando se puso a discusión, aunque sólo brevemente, el esquema sobre «la Iglesia en el mundo actual». En cierto sentido, algo de la amplia visión que había tenido ante los ojos el papa Juan, se había abarcado ya en De Ecclesia, en su capítulo sobre los seglares, donde se hablaba, de la vocación de éstos, llamados «a buscar el reino de Dios ocupándose de los asuntos temporales y ordenándolas según Dios». Como el abad de Downside, figura destacada en el Concilio, lo expresó en «The Tablet», de Londres (5.12.1964), como consecuencia de este capítulo de la constitución De Ecclesia, «el apostolado seglar no se limita a las funciones de sacristán, servidor del altar y militante de Acción Católica, por admirables y necesarias que sean estas actividades. Alcanza el desempeño con fe de los quehaceres seculares, dando testimonio con integridad y generosidad en la vanguardia de las grandes batallas seculares del mundo, de modo que los cristianos sean para el mundo "lo que el alma es para el cuerpo".» Aquí hay mucho de la visión del papa Juan, de la «luz para la iluminación de los gentiles», y el tema fue desarrollado ulteriormente en el decreto sobre el apostolado de los seglares, votado en la cuarta sesión. Sin embargo, no faltaron quienes esperaban que el Concilio diera algunas instrucciones tocante al enfoque de los urgentes y alarmantes problemas de nuestro tiempo, como había tratado de hacerlo Juan xxiii en Pacem in Terris y Mater et Magistra. El esquema sobre la Iglesia en el mundo actual, cuando al fin fue puesto a discusión, intentó hacer esto y, por cierto, de forma que tiene marcadas reminiscencias de las encíclicas del papa Juan. Sin embargo, el esquema fue objeto de muchas críticas, por lo cual fue retirado para ser redactado de nuevo y propuesto a las deliberaciones de la cuarta sesión. Esto produjo desazón en el mundo exterior. Parecía como si el Concilio, cuando venía a tocar los problemas que pesaban más gravemente sobre el mundo — la bomba, la explosión demográfica, el hambre — no pudiera hablar con voz unánime.

El concilio Vaticano II, comparado con la mayor parte de los anteriores concilios ecuménicos de la Iglesia, era notablemente coherente, en las relaciones de los padres de la Iglesia entre sí, en sus relaciones con el papa y en sus relaciones con el mundo exterior. Sin embargo, si hubo algún desfallecimiento en su desarrollo normal, cabría afirmar que fue al finalizar la tercera sesión. El no haber prestado la necesaria atención al problema social, fue motivo y materia de seria preocupación para algunos de los obispos procedentes de los países subdesarrollados. Otro (de muy especial interés para los obispos norteamericanos, que ya no se mostraron vacilantes como en la primera sesión) era el no haber llegado a una conclusión en las discusiones sobre la libertad religiosa. Éste era un tema palpitante para la mayoría de obispos, pero sobre todo para los norteamericanos, procedentes de un país con religiones mixtas, donde el principio de la libertad religiosa figura en la constitución, y donde todavía se tenía por sospechosa la buena fe de los católicos, en las zonas en que se hallaban en mayoría. El esquema sobre la libertad religiosa había sido presentado ya por el cardenal Bea, del Secretariado para la unidad de los cristianos, y había sido bien recibido, aunque algunos de los padres insistían en que se formulase en términos más enérgicos. Sin embargo, la presidencia del Concilio retiró en un principio el texto y encargó su revisión a una comisión mixta especial; luego, cuando ya se hubo presentado el nuevo texto, anunció que se sometería a votación si había que diferir la decisión sobre el mismo; y finalmente anunció que no tendría lugar tal votación, sino que realmente se diferiría el examen del nuevo texto... hasta la próxima sesión del Concilio. El cardenal Meyer, de Chicago, exasperado por lo que parecía ser una maniobra por parte del grupo conservador, contrario a la declaración sobre la libertad religiosa — grupo que se había granjeado la atención del papa —, recogió 800 firmas para una petición que presentó a Pablo vi, aunque sin resultado.

No fue ésta la única señal de descontento en la tercera sesión. El esquema sobre los judíos, apoyado enérgicamente por el cardenal Bea y que contenía una excusa explícita de los judíos del crimen de deicidio, fue también retirado y sometido a revisión por una comisión mixta, debido a presiones hechas en la Secretaría de Estado por obispos de territorios árabes y por otros que se preocupaban por las posibles implicaciones políticas en relación con el Estado de Israel. Sin embargo, el nuevo texto, incorporado ahora a la declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas (para subrayar su carácter apolítico), fue debidamente presentado, reforzado con la añadidura de la excusa de los judíos del cargo de deicidio (que se había omitido en el esquema) y de más severa condena del antisemitismo, y debidamente aprobado por una mayoría de 1893 votos contra 93. Así, en este punto la mayoría aseguró lo que se había echado de menos en la tercera sesión. También logró afirmarse al no tomar en consideración un llamamiento personal por parte del papa a fin de que se aprobase sin más discusión un esquema sobre las misiones que dicha mayoría tenía por completamente inadecuado. El papa, en cambio, se afirmó con sus «explicaciones» sobre el verdadero sentido de la colegialidad, con intervenciones para que se modificara el esquema sobre el ecumenismo, y finalmente con la declaración de la bienaventurada Virgen María como «Madre de la Iglesia», que no se había introducido en el texto de la constitución De Ecclesia.

Frente a estos temas disputados, y con una importancia mucho más permanente, se destacan los considerables logros de la tercera sesión, a saber, la gran constitución De Ecclesia, ya expuesta, y el decreto sobre el ecumenismo. Este último, que era de especial interés para los observadores de otras Iglesias, despejó el camino para un diálogo constructivo, con salvaguardias, entre católicos y otros cristianos e incluso, en ciertos casos, para algún grado de culto en común. El decreto, destacando los vínculos especialmente estrechos entre los católicos y los ortodoxos orientales, que «poseen verdaderos sacramentos y, sobre todo, la sucesión apostólica, el sacerdocio y la eucaristía», llega hasta a estimular la participación de los católicos en la vida sacramental de los ortodoxos, allí donde lo aprueben las autoridades eclesiásticas. La posición con respecto a los protestantes occidentales, se describe en forma un tanto diferente, aunque los anglicanos vienen considerados como un caso algo especial. Mirando a las disputas del siglo xvi, el decreto considera las escisiones debidas a «los sucesos comúnmente conocidos con el nombre de Reforma, de resultas de los cuales muchas comuniones, ya nacionales, ya confesionales, quedaron separadas de la sede romana. Entre aquellas en las que las tradiciones y estructuras católicas continúan subsistiendo en parte, ocupa lugar especial la comunión anglicana». Fuera o no inspirada por el papa esta mención especial de la Iglesia anglicana, por lo menos refleja ciertamente el conocido interés y simpatía que Pablo vi ha mostrado a esta Iglesia a lo largo de su vida. Sin embargo, en general, el capítulo sobre las Iglesias protestantes de Occidente resalta las posibilidades de diálogo ecuménico fructuoso que surgen de su fe en Cristo, como fuente y centro de su religión, en la Sagrada Escritura, de la que con frecuencia tienen tan gran veneración, y en el sacramento básico del bautismo, que procura el vínculo sacramental de unidad entre todos los que lo han recibido. De estas convicciones fundamentales, compartidas por todos los católicos con la mayor parte de los protestantes, se puede partir juntamente en busca de una mayor unidad en la plenitud de la verdad.

La cuarta y última sesión del Concilio (otoño de 1965) vio resolverse la más grave crisis que había surgido durante la tercera, a saber, la relativa a la declaración sobre la libertad religiosa. Después de las escenas tempestuosas que se produjeron cuando fue retirado el esquema discutido en la tercera sesión, se preparó un esquema revisado, que pronto fue presentado en la cuarta sesión, y finalmente se aprobó una declaración por 2386 votos contra 70, el 7 de diciembre, poco anes de la clausura del Concilio. Esta declaración, que hacía frecuentes referencias a la Pacem in Terris de Juan xxiii, declaró expresamente que el Concilio quería «desarrollar la doctrina de los últimos sumos pontífices sobre los derechos inviolables de la persona humana». Con palabras solemnes, establece que el «concilio Vaticano declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres deben estar inmunes de coacción, tanto por parte de personas particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y ello de tal manera que en materia religiosa ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos.» La entera declaración está concebida en términos elevados, deduciendo el derecho a la libertad religiosa de la naturaleza misma del hombre, y su aprobación por una abrumadora mayoría, en la cuarta sesión, justificó ampliamente, incluso a los ojos de los más acérrimos promotores de la libertad religiosa, la intención del papa al diferir la discusión definitiva hasta la cuarta sesión, de modo que en aquel intervalo cediera considerablemente la oposición conservadora.

Menos satisfactoria fue para algunos padres y para el mundo en general la renovada discusión, en la cuarta sesión, sobre la Iglesia en el mundo actual. La constitución Gaudium et Spes, relativa a este tema, que finalmente salió a la luz, se expresa por lo regular en meros términos generales. Sin embargo, refleja algo de la actitud del papa Juan, incluso en el título adoptado. Enfoca, aunque tímidamente, una nueva relación más positiva entre la Iglesia y la sociedad contemporánea, y promete la creación de una organización que promueva el estudio por los católicos, de los problemas de los países subdesarrollados. Pero, a propósito de la guerra, y especialmente de la bomba atómica, apenas si puede compararse con las palabras del papa Juan en Pacem in Terris. También quedó muy atrás en el enfoque católico del problema demográfico, en parte porque el papa había retirado del Concilio el examen de la cuestión del control de la natalidad, que había decidido encargar a una comisión especial. Probablemente, era inevitable que esta constitución se limitara en su mayor parte a declaraciones generales y a los principios teológicos que deben regir la vida externa de la Iglesia en el mundo, sin entrar en casos concretos. Los padres estaban completamente desprovistos de peritos, especialmente en problemas económicos y sociológicos, cuya guía hubiera sido necesaria si hubiesen tratado de hacer propuestas más específicas, mientras que eran flagrantes sus diferencias de punto de vista, sobre todo acerca del uso de la bomba, o del derecho de objeción de conciencia, e inevitablemente surgieron ciertas ambigüedades y algunas vacilaciones en la expresión. Estos defectos no eran culpa de los redactores, sino más bien consecuencia del largo divorcio entre la Iglesia y el mundo, de siglos de una mentalidad defensiva «de otro mundo», llamada comúnmente «mentalidad de ghetto», de la falta durante siglos de una seria consideración, por parte de círculos eclesiásticos, de los problemas culturales, económicos y sociales de la época. ¿Cómo podían los padres subsanar estas deficiencias en uno o dos años? La pobreza de su propia tradición en tales campos de estudio fue la que hizo de Gaudium et Spes un documento por debajo del nivel de las demás declaraciones conciliares mayores, sin el empuje de Pacem in Terris, que se había ocupado. de temas análogos.

Los temores del papa y de la mayor parte de los obispos de que el Concilio debiera reunirse todavía después de la cuarta sesión, fueron causa de cierta aceleración de los trámites, en noviembre de 1965; el gran número de decretos, constituciones y declaraciones que se produjeron en esta sesión (once, frente a tres en la tercera y dos en la segunda) fue prueba de esta aceleración, aunque varios de estos documentos habían sido, naturalmente, discutidos en las sesiones precedentes. El 8 de diciembre, en la última sesión pública del Concilio, se sometieron a votación nada menos que cinco de estos documentos, comprendida la declaración sobre la libertad religiosa y la constitución sobre la Iglesia en el mundo actual. Pero el programa se había cumplido y, al terminar aquella jornada, el Concilio quedó debidamente disuelto por última vez.

Cuando ya se habían marchado los padres, el papa, hablando en una de sus audiencias generales, dijo que tenía que hacer dos observaciones en torno al Concilio. En primer lugar, no podía aprobar la actitud de los que esperaban que una vez que hubiera pasado el Concilio, podrían volver a sus hábitos religiosos y morales de antes. Por otra parte, tampoco podía aprobar la actitud de los que querían continuar «poniendo en perpetua discusión verdades y leyes que ya habían quedado esclarecidas y establecidas», introduciendo sus propios «criterios innovadores y subversivos en el análisis de los dogmas, estatutos, ritos y espiritualidad de la Iglesia católica, a fin de poner sus ideas y su vida en una misma línea con el espíritu de la época». Ahora, el verdadero quehacer consistía en estudiar, comprender y aplicar la obra del Concilio.

La segunda cosa que tenía que decir el papa era que la renovación conciliar debía calibrarse, no tanto por el cambio de prácticas y reglas externas, como por el abandono de hábitos de inercia y por una apertura del corazón al verdadero espíritu cristiano. Lo que contaba era la conversión del corazón.

En términos modernos, el objetivo evidente del Concilio, en la intención del papa Juan y de su sucesor, había sido hacer de la fe una realidad con más sentido en la vida de los católicos. De más sentido para ellos mismos — y en este punto la constitución sobre la Liturgia y el decreto sobre el apostolado de los seglares son de verdadera importancia y de más realidad en el mundo de hoy, en más estrecho contacto con las realidades del mundo en cada diócesis menos preocupada exclusivamente de ir cumplimentando órdenes emanadas de la burocracia romana. De tales objetivos y propósitos da testimonio la constitución De Ecclesia en su totalidad. La gran cuestión del futuro, a la que, evidentemente, sería todavía prematuro responder, es la de si se realizarán estos grandes objetivos.

Lo que sí se puede decir ya con certeza es que el pontificado del papa Juan, que condujo a la obra del Concilio y en cierto sentido fue continuado por éste, presenció una verdadera revolución en la vida de la Iglesia, que no tiene pareja desde las reformas del siglo xvi. Cuesta trabajo creer que sólo transcurrieran siete años desde la muerte de Pío xii hasta la clausura del Concilio. En efecto, en estos siete años cambió totalmente el enfoque por los católicos de las cuestiones vitales que afectan a la Iglesia. La noticia de que se iba a convocar el Concilio, de que éste se iba a ocupar de todos los aspectos de la vida de la Iglesia, de que se iba a estimular la actividad ecuménica hasta entonces desaconsejada y que para ello se iba a crear un Secretariado para la unidad de los cristianos, que se estaba sometiendo a revisión la administración del Santo Oficio con especial referencia a sus actividades en materia de censura, juntamente con las varias declaraciones del nuevo papa de que tenía interés en dar alientos más bien que en condenar, y su evidente preocupación por los pobres, por la paz, desencadenaron una oleada de literatura y de discusiones sin trabas acerca de cuestiones católicas, sin precedente en la historia. Libros, artículos y cartas lanzados con profusión por las prensas del mundo, explicando que el latín no era en realidad la lengua materna de la Iglesia, sino una «innovación» de los romanos, que había que cancelar; que el desarrollo del poder de la curia había sido una evolución desastrosa que estrangulaba la vida de la Iglesia; que había llegado la hora de que los obispos recobraran por fin la iniciativa y la responsabilidad que habían perdido en Roma en el concilio Vaticano I; que la Iglesia se había preocupado excesivamente por el pecado sexual; que la misma debía restituirse al pueblo, que la Iglesia debía salir de su ghetto y desempeñar plenamente su papel, en unión con todos los hombres de buena voluntad, para crear un mundo mejor; que ya era hora de cesar de pensar tan exclusivamente en la defensa de su propia vida en una torre de marfil, y de pensar más bien en la contribución positiva que había que aportar al mundo exterior, en el ejemplo que había que dar y en la guía que había de proporcionar: estos y mil otros temas se oreaban ahora a diario, y ello era en sí mismo una revolución.

Naturalmente, la fermentación iba acompañada de mucha espuma, pero lo importante era que la fermentación estaba en marcha, que los católicos se veían estimulados a pensar en las implicaciones de su fe. Y en este pensar no sólo influyó el Concilio como un foco y un estímulo en el mundo entero, sino que además facilitó la cita a que habían de acudir juntos los personajes más importantes del drama, los obispos. Muchos de ellos venían de partes aisladas del mundo, donde en su pensar se habían acostumbrado a las meras directrices del Vaticano. Ahora se encontraban con sus hermanos franceses, o alemanes, o del Oriente Medio, y — cosa quizá todavía más importante— se encontraban con «expertos» en el Concilio, aquellos teólogos que asistían a diferentes delegaciones, y cuyo quehacer consistía en asesorar a sus jefes e instruirlos, en interesantes conferencias vespertinas en Roma, sobre las nuevas corrientes del pensar teológico. Si el advenimiento del papa Juan dio origen a montones de literatura para lectores laicos en el mundo entero — expresando pensamientos y sentimientos que habían estado represados durante mucho tiempo—, el Concilio mismo facilitó en Roma un centro de discusión a nivel culto para aquellos cuyo cometido especial consistiría en dirigir la evolución en el futuro.

En medio de tan gran fermentación como es la revolución en que ahora vivimos, al historiador corresponde notar únicamente los logros más ciertos. Es evidente, por ejemplo, que el Concilio, con el principio de la colegialidad episcopal, desarrollado en la constitución De Ecclesia, se aplicó a corregir la supercentralización de la autoridad en las manos de la curia romana, que había caracterizado el siglo pasado. Es evidente que se ha logrado un nuevo acceso al ecumenismo, lo cual está ya produciendo frutos en estrechos contactos, a nivel tanto «oficial» como local, entre las Iglesias, y que se han emprendido investigaciones extendidas incluso fuera del cuerpo cristiano, de resultas de la manera simpática como el Concilio aborda las otras religiones en su constitución sobre las Religiones no cristianas. Es también evidente que se han abierto nuevos cauces a los seglares, y que se ha dado una nueva orientación en el terreno de la educación.

Sin embargo, es fácil perder de vista un aspecto de todos estos nuevos empeños y de toda esta amplia discusión. Es conveniente recordarlo al terminar este capítulo. Nos referimos a lo que hoy día se designa como repudio del «triunfalismo» y, juntamente con ello, a una nueva humildad y una nueva tendencia hacia la virtud de la pobreza. Nada ha sido más digno de notar en los documentos del Concilio y en las declaraciones tanto del papa Juan como del papa Pablo, como la prontitud en reconocer los errores y crueldades de hombres de la Iglesia en el pasado, y su prontitud para pedir perdón, así como para perdonar ellos mismos de buen grado a los, que han oprimido, maltratado y perseguido a los católicos. Nada ha impresionada tanto como el estilo llano de estos dos últimos papas, cuando el primero insistió en recorrer a pie la nave de San Pedro junto con sus hermanos los obispos o en sentarse sin cumplidos a conversar con los observadores del Concilio, y cuando el segundo depositó su tiara sobre el altar como ofrenda para los pobres, y se le vio buscando a las pobres, rodeado de ellos y hasta apretujado en sus viajes a Palestina y a la India.

Con espíritu de mortificación y con espíritu de humildad, ha procurado la Iglesia, en esta última fase de su larga vida, renovar su fortaleza y su intención. Esto la hace remontar a sus orígenes, al espíritu del pequeño grupo descrito en la primera página de este libro, al «grupo inicial de los creyentes», «unos ciento veinte», que después de la ascensión de nuestro Señor «perseveraban unánimes en la oración», aguardando en el cenáculo de Jerusalén la venida del Espíritu Santo. A partir de aquellos modestos comienzos, su crecimiento a lo largo de casi dos milenios, se ha demostrado realmente maravilloso. La Iglesia pide en su oración que con su arrepentimiento, su renovación y su reiterada dedicación se vea colmada de análogas bendiciones.
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1 De hecho se han celebrado ya cinco sínodos episcopales, en 1967, 1969, 1971, 1974, y 1977.