10.
LA IGLESIA MISIONERA


- La América latina
- La India y el Extremo Oriente
- África
- Resurgimiento católico en Inglaterra
- Los irlandeses


La América latina.

Esta historia ha sido hasta aquí, casi por entero, una historia del catolicismo en los países que formaron parte del antiguo imperio romano. Esos países eran, y siguieron siéndolo durante varias generaciones, los términos del mundo conocido. Más allá de los mismos, o para ser más exactos, más allá de los países limítrofes, se extendían las regiones orientales. como la India y China, acerca de las cuales poco se sabía de cierto, excepto el hecho de que existían. En cuanto a América, ni su existencia se sospechaba siquiera. Pero hacia fines del siglo xv, y en poco más de cincuenta años, el valor de los navegantes españoles y portugueses descubrió todas esas tierras para Europa. No nos compete a nosotros, en un resumen de historia de la Iglesia, analizar la enorme repercusión de esos descubrimientos en todos los aspectos de la vida europea. pero para la Iglesia católica la importancia del asunto radica en esto: en que justamente por los mismos años en que el protestantismo le estaba disputando su hegemonía sobre buena parte de Europa, se abrió para ella otro imperio espiritual en el nuevo mundo. Las posibilidades que ello ofrecía se advirtieron desde el primer momento, y todo el organismo católico se puso instintivamente en movimiento, en un gran afán de conquista espiritual.

Entre 1493 y 1550, españoles y portugueses se hicieron dueños de Centro y Sudamérica, de regiones y pueblos que habían desarrollado un cierto grado de civilización, así como de "indios" totalmente primitivos en su modo de vida y en su religión. Algunos sacerdotes habían acompañado a las primeras expediciones como capellanes; y desde el momento en que la conquista estuvo asegurada, por doquier apareció un ejército de sacerdotes dispuestos a empezar la predicación del Evangelio a los indígenas. Franciscanos, dominicos y agustinos, en los primeros años; jesuitas, en la segunda mitad del siglo, y clero secular, empezaron a hacer realidad un nuevo catolicismo desde California a la Argentina. Las primeras sedes se establecieron casi tan pronto como llegaron a Roma las noticias de la conquista. Fundáronse escuelas, hospitales. conventos y, en 1553, en Méjico, la primera universidad.

La conquista llevaba consigo todas las secuelas que siempre, antes y después, han caracterizado a esta clase de empresas. Pero en esos países, donde aun el peor de los opresores debía lealtad a los ideales católicos, y donde los reyes nunca dejaron de proclamar estos ideales, los misioneros, desde el primer momento, libraron una gran batalla en favor de su desvalida grey indígena. En esta lucha viéronse alentados y fortalecidos por la firme actitud de los papas, y la famosa bula de Paulo 111 en 1537 señaló una nueva era, con su declaración de que los indios eran tan humanos y gozaban de los mismos derechos naturales que sus señores. Y el esfuerzo misionero para salvar a esas razas indígenas tuvo, además, otros poderosos auxiliares en los profesores de las universidades católicas de la metrópoli. El más notable de todos ellos fue el dominico Francisco de Vitoria (1480-1546), que con una lucidez en su análisis crítico de los derechos fundamentales de la corona que arroja un rayo de luz en la libertad de pensamiento que se gozaba en la España de Carlos v, expuso los derechos naturales de los indios y las limitaciones del poder real respecto de los mismos.

El fin del siglo xvi vió al catolicismo establecido por doquier en las nuevas tierras, y combatiendo los males que tanto tiempo había combatido en el viejo mundo. Con la lucha surgieron los primeros santos americanos: el heroico arzobispo de Lima, Santo Toribio de Mogrovejo (1538-1616), el gran misionero franciscano San Francisco de Solano (1549-1610), cuya predicación, señalada por una renovación del milagro de Pentecostés, convirtió por millares a los indios del Chaco, y la religiosa dominica Santa Rosa de Lima (1586-1617), nacida, efectivamente, en tierra americana, lo mismo que su coetáneo, el lego dominico San Fray Martín de Porres, hijo mestizo de un noble español libertino.

El esfuerzo para liberar a los nativos de la opresión de sus amos, y de la plaga aun peor de su ejemplo, cosa que historiadores tendenciosos han exagerado hasta lo inverosímil, convirtiéndose en ecos conscientes de la leyenda negra, condujo finalmente, en Sudamérica, a la fundación por los jesuitas de las famosas "reducciones" del Paraguay. Eran éstas unas poblaciones integradas por centenares de indios cada una de ellas. El centro lo constituía la iglesia con sus misioneros y sus religiosas, su escuela y su hospital. Toda la población desarrollaba su vida natural bajo la atenta dirección de los Padres. El trabajo estaba repartido y sometido a inspección, y toda la comunidad cuidaba de ello en un régimen paternal que se aproximaba, como ninguna otra institución anterior o posterior, a la plena realización de lo que el Evangelio puede hacer por la vida, tanto pública como privada. Era la ciudad de Dios realmente erigida sobre la tierra. Hacia 1750 eran casi 100.000 los indios que vivían en estas poblaciones regidas por los jesuitas, habitantes en verdad de un "paraíso terrenal". En toda la monstruosa historia de la supresión de la gran Compañía no hay capítulos cuya lectura resulte más dolorosa que los que describen cómo los pobres indios se vieron despojados de sus protectores jesuitas, para enfrentarse, inevitablemente, con la suerte a la que la invencible simplicidad de los nativos había condenado mucho antes de esto a todos sus iguales, para ser los siervos de una decadente civilización.

La India y el Extremo Oriente

Mientras unos miembros de todas esas órdenes religiosas laboraban así por la conversión de los nativos en los dominios europeos del Nuevo Mundo, sus hermanos intentaban una labor todavía más ardua en Oriente. Aquí, sin ninguna protección efectiva del propio estado a que pertenecían, y a menudo contra la más dura hostilidad del estado en que se hallaban, se intentaba convertir a la fe a unos idólatras en posesión de una cultura más antigua que cualquier institución de la que Europa pudiera blasonarse: los indios, los chinos y los japoneses.

Cuando los portugueses, en los primeros años del siglo xvi, establecieron su primera colonia en la India, encontraron allí algunos pequeños grupos de cristianos. Eran los restos dispersos de las iglesias establecidas, siglos antes, por nestorianos de Persia. Hacia fines de siglo, en el sínodo de Diamper (1599), se efectuó una reconciliación entre ellos y la Sede Apostólica. Integraban la expedición portuguesa franciscanos y dominicos; y estos intrépidos religiosos, penetrando bastante más allá de los límites seguros de las colonias, hicieron cuanto pudieron para evangelizar a los nativos. En 1541 el movimiento recibió una gran ayuda con la visita de San Francisco Javier, uno de los primeros compañeros de San Ignacio de Loyola, acaso el espíritu más brillante de este grupo elegido, a quien el fundador sacrificó de buen grado por las misiones a petición del rey de Portugal. La misión prosiguió firmemente a lo largo del medio siglo que siguió y los jesuitas penetraron incluso hasta la corte misma del mogol Akbar.

En el Japón los riesgos eran mayores. Aquí fue el propio San Francisco Javier el adelantado de la fe (1549), y cuando partió, dos años después, con el intento de entrar en China, dejó un grupo de 3.000 japoneses católicos. Hacia 1582 habían aumentado a 200.000 y poseían 250 iglesias. Luego surgieron las primeras muestras de recelosa hostilidad por parte del estado; pero, a pesar de ello, el número de católicos se incrementó rápidamente, y en 1597 sumaban ya 300.000. Éste fue el año que presenció los primeros martirios: 26 sacerdotes y seglares fueron crucificados juntos en Nagasaki.

A este estallido siguió un intervalo de paz, durante el cual llegaron más misioneros todavía, procedentes de todas las órdenes religiosas y del clero secular. El protestantismo hizo su primera aparición en 1609, con los comerciantes holandeses, y luego, cuatro años más tarde. con los mercaderes ingleses. En 1616 se reanudó la persecución, ordenándose en un edicto el completo exterminio de todos los católicos y prescribiéndose una profanación anual del crucifijo por todos los japoneses. Nagasaki fué una vez más escenario de un gran holocausto en 1622, cuando 52 mártires fueron inmolados en un solo día. Quince años después se perpetró la matanza de 37.000 católicos, y en 1640 el Japón cerró sus puertas como para protegerse de los católicos extranjeros.

Desafiando el edicto imperial y sus terribles sanciones, los dominicos y los jesuitas nunca dejaron de intentar su penetración en la tierra prohibida. Algunos lo lograron y, cogidos rápidamente, fueron ajusticiados con inhumanas torturas.

En el siglo xix se reanudaron los esfuerzos, y a partir de 1858 se admitieron misioneros en los puertos francos, con destino a las iglesias para residentes extranjeros. Entonces, en 1865, se manifestó la gran maravilla del catolicismo japonés, citando un grupo de 15 japoneses hizo saber a los misioneros que ellos eran católicos y que en total sumaban unos 30.000, los que, sin sacerdotes ni sacramentos (excepto el bautismo), durante más de 200 años habían buscado el medio de mantener viva la tradición católica. Conocieron que los misioneros eran católicos como ellos, por tres cosas : su reconocimiento de la autoridad del papa, su devoción a la Virgen y el celibato del clero. Éste fué el principio del catolicismo del Japón moderno. Hoy día existen unos 230.000 católicos, y del clero que los asiste, varios obispos y unos cuatrocientos sacerdotes son japoneses.

Los primeros cristianos que China conoció eran nestorianos de Persia, que hicieron allí su aparición en el siglo vii y establecieron una floreciente iglesia con numerosos obispos. De aquí heredó Kubla Khan la sangre cristiana que pudiera correr por sus venas. Los nestorianos chinos se convirtieron en una fuerza tan poderosa dentro de la secta que, en el siglo XIII, dieron un patriarca a la iglesia madre de Persia. De este mismo siglo data la misión católica a China. Su origen fue el intento de Inocencio iv, preocupado, aun en medio de su lucha con el emperador, por liberar a Oriente de los turcos. estableciendo una alianza con los mongoles, que, bajo Gengis Khan, hostigaban el poderío turco desde el lejano Oriente. Fueron los enviados franciscanos de este papa los que primero revelaron a Europa la existencia de esta antigua civilización. La misión diplomática fue seguida de tentativas para convertir a los mongoles, a cargo de obispos dominicos y franciscanos. La misión se mantuvo por espacio de más de un siglo, hasta que, con la caída de los mongoles en 1368, tocó a su fin en circunstancias que nos son poco conocidas.

La misión moderna en China empieza realmente con la llegada del gran astrónomo jesuita Mateo Ricci. en 1568. Otros jesuitas de la misma condición, eruditos en ciencias exactas, desempeñaron un gran papel en su desarrollo. El éxito de su penetración hasta el mismo corazón de la cultura china, y por ende de la clase dirigente. de sus intimas relaciones con los emperadores. de su prestigio en la corte como astrónomos y. su propaganda en favor de la fe, es uno de los capítulos más singulares y más interesantes de toda la fascinante historia de las misiones católicas.

No fueron los jesuitas los únicos misioneros. Franciscanos y dominicos compartieron sus tareas: y desde fines del siglo xvii Luis xiv empezó a enviar sacerdotes del seminario de Misiones Extranjeras, recientemente fundado en París. Los lazaristas o vicentianos empezaron también a participar en la obra, tomando bajo su responsabilidad, después de la supresión de los jesuitas, las misiones que éstos abandonaron.

La misión en China no careció de dificultades. La conquista de los manchúes, en 1644, ocasionó un considerable retroceso, y mediado el siglo xviii la persecución empezó a ser sistemática. Hubo nuevos edictos y nuevos martirios durante toda la primera mitad del siglo xix, hasta 1870. En parte alguna se vió, no obstante, en el siglo pasado, un heroísmo mayor que el de los cristianos de Corea, cuyo martirologio nos recuerda los peores tiempos de las persecuciones romanas: las torturas entonces infligidas a las víctimas superan en horror hasta los más atroces relatos legendarios. Muchos de estos mártires, indígenas y europeos, obispos, sacerdotes y seglares, han sido beatificados en estos últimos años.

África.

Para completar el relato de las actividades misioneras de la Iglesia moderna, hay que decir algo de Africa. Aquí fueron los portugueses los introductores, y fue por medio de ellos como los jesuitas llegaron a las colonias de la costa occidental en 1596 y los dominicos a Mozambique en 1614. También fueron los jesuitas a Abisinia, en la época del propio San Ignacio; y aunque la misión no consiguió todo lo que se esperaba dio muchos mártires a la Iglesia en el siglo xvii.

Es con el siglo xix cuando empieza realmente la exploración de Africa y con ella la actividad misionera sistemática que hace de este continente casi el principal campo de actividad misional, con más de un centenar de obispos, miles de sacerdotes procedentes de treinta y cuatro órdenes religiosas y un número todavía superior de monjas misioneras. Fueron las necesidades de África las que dieron origen a algunas de las más grandes congregaciones modernas, puramente misionales, tales como los Padres del Espíritu Santo (1842), la Sociedad de las Misiones Africanas (1859), los Padres Blancos del cardenal Lavigerie (1868), los Misioneros de Scheut (1868) y la inglesa Sociedad de San José (1866).

Aunque sea odioso comparar el esfuerzo misional de un país con el de otro, nadie podrá negar la supremacía de Francia en este aspecto, en la que además se proyectó y organizó (y durante casi un siglo se administró) la excelente obra que constituye el principal apoyo a todas esas misiones en todo el mundo, es decir, la asociación para la Propagación de la fe, fundada por Paulina María Jaricot, en Lyon, en 1835.

El siglo xix, el siglo de las pérdidas y los infortunios para el catolicismo en todos los países católicos de Europa, es, pues, al mismo tiempo el siglo en que la fe ha sido llevada por fin a todas las partes del mundo. Por doquier ha hecho cuando menos su aparición, y por doquier se ha emprendido la inmensa tarea de convertir a los dos tercios de la población del mundo que todavía sigue siendo pagana. Es también el siglo que ha visto a las razas del norte de Europa ocupar el nuevo mundo occidental, así como el siglo xvi vió a las razas de Europa meridional extenderse de modo parecido. El Canadá, salvo el Quebec de habla francesa, firmemente católico desde principios del siglo xvii, lo mismo que África y Oceanía, fueron principalmente campo de la emigración y colonización inglesa, irlandesa y escocesa durante el pasado siglo, siendo los católicos que allí se establecieron en esa época irlandeses o de origen irlandés en su inmensa mayoría.

En los Estados Unidos de América, que son en buena parte otra creación de la expansión europea del siglo xix, todas las razas vieron un lugar propicio para la emigración, y todas las que allí se establecieron llevaron consigo su religión. De la actual población de 172 millones, se calcula que unos 34 millones son católicos. Éstos son principalmente, por su ascendencia, irlandeses, alemanes, eslavos e italianos. Cuando estos estados consiguieron de Inglaterra su independencia (1783), estaban bajo la jurisdicción espiritual del obispo católico de Londres. En 1789 se creó en Baltimore la primera sede norteamericana, y un miembro de la Compañía de Jesús, recién suprimida, fue nombrado obispo. A lo largo de los ciento cincuenta años desde entonces transcurridos, nunca dejó de incrementarse la jerarquía hasta llegar a las 106 sedes de la actualidad.

Resurgimiento católico en Inglaterra

Cabe reseñar aquí un último e importante aspecto de la historia de la Iglesia en los noventa años que median entre la revolución y la elección de León XIII, pues tiene cierta conexión con el esfuerzo misional que acabamos de describir. Nos referimos al considerable aumento, durante ese tiempo, de la población de habla inglesa en el seno de la Iglesia. En 1789 era por demás insignificante. Es dudoso que alcanzaran el medio millón los católicos de habla inglesa, y de éstos ni siquiera cincuenta mil eran de sangre inglesa. Los católicos ingleses no constituyen, todavía un cuerpo numeroso, pero los católicos que hablan la lengua inglesa deben andar hoy día cerca de los cincuenta millones, es decir, una sexta parte del total de la Iglesia.

En Inglaterra, con el advenimiento de la reina Isabel (1558-1693), la obra de restauración llevada a cabo por su hermana María quedó totalmente destruida. Las antiguas leyes antipapales de Enrique viii fueron revalidadas, se resucitó la doctrina de la supremacía real, se prohibió de nuevo la misa y se estableció una nueva religión con un nuevo Book of Common Prayer (1559) como prescripción litúrgica, los Treinta y nueve artículos (1563) como código oficial de profesión de fe para distinguirla de la antigua religión, y disposiciones parlamentarias como base del cambio, con penas apropiadas para todos aquellos que se resistieran. Estas penas alcanzaban hasta la de muerte por negarse al juramento de Supremacía.

Los obispos fueron todos depuestos, y en su lugar se estableció una nueva jerarquía de herejes, consagrados por sí mismos. El clero, en su mayor parte, aceptó la sitüación. Más tarde, en 1568, un sacerdote de Lancashire, el Dr. Guillermo Allen, fundó en la ciudad universitaria de Douai un colegio para adiestrar a escritores y controversistas. Seis años después este colegio empezó a enviar sacerdotes a Inglaterra, para que sucedieran a los pocos sacerdotes leales a la antigua religión, cuyas filas empezaba a diezmar la muerte. Esto ocurría cuatro años después que San Pío v había excomulgado y depuesto a Isabel, acto que dió motivo al gobierno de esta soberana para decretar que cualquiera que volviese a la fe católica sería ajusticiado, así como los sacerdotes que "reconciliasen" a tales apóstatas. La llegada de los celosos y bien preparados sacerdotes del seminario de Douai, el fruto más excelente de la Contrarreforma, parecía que iba a echar por tierra los proyectos religiosos del gobierno con mucha más facilidad que la lejana diplomacia papal, y la reacción fue violenta y rigurosa. En 1577 Douai tuvo su primer mártir, Cuthbert Mayne, ajusticiado en Launceston, de conformidad con las nuevas leyes, por el crimen de haber introducido en Inglaterra agnusdeis y una bula que promulgaba el Jubileo. Hubo otras dos ejecuciones en 1578.

En 1580 fueron enviados a misionar a Inglaterra dos jesuitas ingleses, Roberto Persons y Edmundo Campion1: los doce meses siguientes vieron el más activo esfuerzo jamás concertado para devolver a los ingleses a la fe. Su resultado inmediato fue otro recrudecimiento de la legislación anticatólica, nuevas penas, más arrestos y el espectacular proceso de Edmundo Campion y otros doce, acusados de alta traición, por un complot para asesinar a la reina.

Complots los había en abundancia, complots realmente auténticos, y aun complots para asesinar a Isabel; y que un papa tuviera al menos conocimiento de una de esas conspiraciones, parece cierto. Pero, en tales complots, ni aun en el asunto más admisible de la actividad diplomática pontificia contra el protestantismo, ninguno de esos hombres tuvo jamás arte ni parte, y ahí han quedado los atestados de sus procesos para demostrarlo. Que el gobierno recurriera al viejo ardid de las falsas conspiraciones no tiene nada de particular. Es una estratagema a la que los actuales gobiernos recurren todavía. Pero la reacción por el proceso de Edmundo Campion y sus compañeros fue tal, que el gobierno tuvo que buscar otros medios para luchar con los misioneros, que ahora sumaban unos doscientos en el país. Así pues, se dispuso que incurriría en delito de alta tración el sacerdote ordenado en el extranjero que entrase simplemente en Inglaterra, y el hecho de cobijarlo o encubrirlo se castigaría con la pena de muerte. Al propio tiempo las multas impuestas, desde 1559, a todos los que no asistiesen cada domingo al nuevo servicio religioso, fueron aumentadas hasta un importe ruinoso.

Bajo la doble presión de las multas y la horca (y de las cámaras de tortura en la Torre y en otras partes) y con la creciente identificación popular del catolicismo con España, la enemiga nacional, el número de fieles católicos declarados menguó constantemente. El respiro parcial que se disfrutó en los reinados de Carlos i (1625-1649) y de Carlos II (1660-1685), llegó demasiado tarde para que tuviera la menor repercusión en la realidad. Ni siquiera un hombre más sagaz que el católico Jacobo ii (1685-1688) hubiese apenas podido lograr para los católicos algo más que una suspensión en la aplicación de las leyes más sangrientas dictadas contra ellos. La nueva religión había sido una cuestión de intereses particulares desde el momento en que Enrique viii había compartido el saqueo de las abadías con la clase media anticlerical y la clase más acomodada de los, comerciantes. En la época de Jacobo ii, hacía tiempo que se había convertido en cuestión de interés nacional. De ahí que, durante otro siglo, la decadencia se precipitara cada vez más, hasta que, hacia 1780, no había más de 60.000 católicos en toda Inglaterra, y diversos indicios hacían prever que éstos desaparecerían también.

Varias fueron las causas que concurrieron para que se salvara esta reliquia de la antigua Iglesia. El gobierno empezó a suprimir gradualmente las penas decretadas contra la práctica del catolicismo y a franquear de nuevo a los católicos las puertas de las profesiones liberales, la jurisprudencia, la medicina, la docencia, de las que tanto tiempo se les había tenido excluidos. Poco a poco, a partir de ese momento, empezaron a efectuarse conversiones. Luego la revolución francesa arrojó sobre este país a miles de sacerdotes refugiados y en parte por caridad, en parte por sentido político, Inglaterra los atendió y acertó a descubrir una nueva utilidad en el "papismo" — que así, casi universalmente, aparecía el catolicismo, y así se le llamaba — como un aliado contra la revolución. En fin, por entonces comenzó (aproximadamente desde 1790) una nueva inmigración irlandesa hacia Inglaterra del norte debido a su resurgimiento industrial, de poca importancia en comparación con la ola inmigratoria de 1847-1850, pero, sin embargo, más importante que todo cuanto se había visto hasta entonces. Fue, por lo demás, una inmigración de obreros expertos.

Constantemente, a través de los primeros cuarenta años de este siglo xix, el número de católicos fue en aumento. Los 60.000 del año 1780 se habían convertido en medio millón hacia 1840. Luego se produjo la gran crisis irlandesa del hambre, de 1846-1847. En tres años los refugiados víctimas de la calamidad habían doblado la población católica de Inglaterra. Fue a partir de ese momento cuando el catolicismo en Inglaterra empezó a mostrar esa apariencia irlandesa que, para la mayoría de los ingleses, todavía posee.

Roma había permitido que la antigua jerarquía, que databa de San Gregorio Magno, se extinguiera. Luego, al cabo de ciento cuarenta años, envió nuevamente una serie de obispos- con el título de Vicarios de la Sede Apostólica : uno en 1685 y cuatro en 1688. Este número se dobló en 1840, hasta que, en 1850, se restableció la jerarquía.

Los irlandeses.

Esos irlandeses, que a, partir de 1847 empezaron a incrementar el número — y últimamente la importancia política — de los católicos en Inglaterra2, procedían del único país donde la reforma sustentada por el estado no había logrado imponerse. En Irlanda, como en Inglaterra, la reforma estaba respaldada por todos los recursos del estado, pero el irlandés se mantuvo católico. Irlanda estaba, desde luego, en los tiempos de Enrique viii y también en los de Isabel, en su mayor parte sólo nominalmente sujeta a la jurisdicción del rey inglés. Pero desde el reinado de Isabel empezó a adoptarse el plan de extirpar al irlandés católico en provecho del inglés protestante (y más tarde de los escoceses) introducidos como colonos. Mediado el siglo XVII subió al poder Cromwell, que con su odio sanguinario al catolicismo sometió a los irlandeses a una persecución que apenas tiene igual en los tiempos modernos. Con sus guerras casi exterminó la raza, pero lo que quedó de ella seguía firme en la fe. Después de Oliyerio Cromwell vino el respiro relativo de los últimos  Estuardos, y a continuación, como reacción frente al pasajero régimen católico de 1687-1691, el inhumano código penal de Guillermo de Orange, de Ana y de los primeros reyes hannoverianos. Se trataba de un plan deliberado, concienzudamente estudiado, para forzar la apostasía de los irlandeses mediante un riguroso bloqueo social, económico y cultural. Mantenerse leal al catolicismo equivalía a reducirse voluntariamente a la condición de salvaje. Prácticamente no se le dejó nada al católico irlandés que permanecía en Irlanda — de ahí que muchos miles huyeran del país —, como no fuera el consuelo y la fortaleza que podía hallar en su religión.

Pero este pueblo sobrevivió aún a este siglo tan desastroso, y con él sobrevivió su fe. A partir de 1774 empezó a aligerarse la pesada carga de las leyes y, a despecho del poder social de la minoría protestante en el gobierno, poco a poco la Iglesia volvió de nuevo a la plenitud de su vida. Consecuencia de ello fue que a lo largo de todo el siglo xix, cuando, especialmente desde 1846, las condiciones sociales de Irlanda empujaron a los irlandeses a ultramar en un interminable éxodo hacia las nuevas tierras, tanto como hacia Inglaterra, llevaron consigo la fe católica; y hoy día, en los Estados Unidos y el Canadá, en Australia y en África del Sur, hay millones de católicos de ascendencia irlandesa, y miles de sacerdotes irlandeses, y casi una tercera parte del episcopado católico del mundo anglosajón lleva nombres irlandeses.
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1 A esto es a lo que se llama en todos los libros "la invasión jesuitica"

2 El mismo fenómeno es de notar en las colonias inglesas, y muy especialmente en Australia.