Sección segunda

LA RELIGIÓN EN LOS SANTOS SACRAMENTOS

 

INTRODUCCIÓN : IMPORTANCIA DE LOS SACRAMENTOS PARA VIVIR VIDA EN CRISTO Y CON CRISTO

La doctrina sobre los sacramentos es una parte esencial de la teología moral, entendida como la doctrina del seguimiento de Cristo. Nada como ella mantiene viva en la conciencia estas palabras de Cristo: "No me habéis escogido vosotros a mí ; fui yo quien os escogí a vosotros" (Ioh 15, 16). Aquí se nos muestra claramente que sólo el seguimiento de Cristo es una gracia y que sólo es posible gracias a una íntima asimilación a Cristo. Seguir a Cristo no es imitarlo exteriormente, sino vivir de Cristo y en Cristo, y así vivir para Él, obedeciéndole.

El destino más elevado que tiene el hombre sobre la tierra es la religión, es enderezar toda su vida a la gloria de Dios. Pero el punto central y culminante de la glorificación de Dios es el sacrificio de nuestro sumo sacerdote, Jesucristo, por el que el Dios trino y uno recibe todo honor, y los hombres toda bendición. Y son los santos sacramentos los que nos conducen al sacrificio eucarístico, y por él al sacrificio de la cruz, de donde nos viene toda santificación y salvación.

La primera y más consoladora verdad que aquí se nos enseña es que Cristo, nuestro sumo sacerdote, nuestro abogado, nos abraza en su amor, nos llena de su vida y nos reviste de su sacerdocio.

I. Por medio de los santos sacramentos nos santifica Cristo en nuestro ser más íntimo, para que podamos desempeñar el más imperioso de nuestros deberes, y nos "consagra" para que llevemos una vida "sacerdotal", dedicada a la alabanza de Dios.

II. Por medio de los santos sacramentos alcanza nuestra vida una fecundidad salvadora y una responsabilidad histórica.

III. En los sacramentos, Cristo sale personalmente a nu1estro encuentro. Y porque las palabras de Cristo engendran la vida, este encuentro con Él nos permite y exige dar a nuestra existencia el carácter de una respuesta.

IV. Los sacramentos son los dones nupciales que Cristo ofrece a su esposa, la Iglesia, y para nosotros son los signos de nuestra pertenencia a la comunidad de la Iglesia; por ellos Cristo se apropia nuestra vida al acogernos en su Iglesia.

V. Los sacramentos son medios obligados de nuestra santificación y salvación.

En el tratado teologicomoral de los sacramentos no se ha de atender ante todo a la enumeración de las leyes positivas que regulan sus mínimos detalles. Los sacramentos no han de considerarse principalmente como una zona de obligaciones yuxtapuesta a los deberes propiamente morales.

Los santos sacramentos son las fuerzas fundamentales que deben informar y abrazar toda la existencia humana. La vida del cristiano debe ser vida sacramental, si quiere ser cristiana de veras



EL DISCÍPULO DE CRISTO, SANTIFICADO POR LOS SACRAMENTOS PARA GLORIFICAR A DIOS

1. Gracia, santificación, religión

Fue Cristo el "santificado" por su Padre, santificado para su misión de redentor, santificado especialmente para su sacrificio sumo sacerdotal de la cruz (Ioh 19, 19; Lc 1, 35; Hebr 7, 26). Cristo fue santificado por su divina filiación esencial, o sea por la unión hipostática de su santísima humanidad con la persona divina del Verbo. Él es el Mesías, el Cristo, el Ungido con el Espíritu de santidad (Act 10, 38; Is 61, 1; 11, 2). Él fue ungido para ser el siervo paciente de Yahveh (Is 42, 1). Todas sus acciones y padecimientos, ordenados a la gloria de Dios, fueron como un oficio religioso para la santificación de muchos (cf. Is 52, 13-53, 12).

La asimilación del discípulo al maestro, del miembro a la cabeza, se realiza en los santos sacramentos, mas no en primera línea por la acción personal del discípulo. Son los sacramentos los que hacen participar al hombre de la divina filiación de Cristo y de su oficio sacerdotal. El enfático nombre que en la sagrada Escritura se da a los cristianos es el de hágioi, "santos" o "santificados".

Así como Cristo quedó constituido sumo sacerdote por su unión con la divina persona del Verbo, así el cristiano, participando por el bautismo, la confirmación y la unción sacerdotal, de la dignidad sacerdotal de Cristo, entra en la órbita de la gloria y santidad de Dios.

Toda gracia comunicada al hombre dice relación íntima y esencial con la gloria (doxa) de Dios.

La eficacia de la gracia de Dios es un rayo de su santidad y de su gloria, destinado a provocar en quien es gratificado con ella la decisión de glorificar a Dios en la medida en que se le concede la gracia. Y si no extingue ese divino resplandor que se le da para glorificar a Dios, cada gracia se convertirá un día en el cielo en brillo y luz de gloria.

Es justamente la efectividad de los santos sacramentos, de estos signos eficaces de santificación, lo que presenta ante la conciencia cristiana ese esencial aspecto de la operación de la divina gracia. Toda santidad es resplandor que viene de Dios y conduce a Dios, y sólo por eso es salvación para el hombre. Todo cuanto se exige al bautizado, al confirmado, al que se une con Cristo en el banquete del sacrificio, viene exigido por la gracia, es precepto del amor de Dios que lleva al amor de Dios, es imperativo de la gloria de Dios para la glorificación de Dios. Es Dios quien principia por sumergirnos en su gloria; sólo después podemos nosotros glorificarlo; no somos nosotros quienes comenzamos a santificar nuestra vida, es Dios quien primero nos santifica. Y de aquí dimanan los grandes imperativos que regulan la vida cristiana y que constituyen la ley de la gracia.

Cuando las expresiones bíblicas hágios, hagiázein, hagnízein, hagiosyme, hagiasmós (santo, santificar, ser santificado, santificación, santidad) se aplican al cristiano, incluyen la idea ora de la acción divina que santifica al hombre, ora la respuesta religiosomoral de éste. Pero lo que es fundamental y que caracteriza verdaderamente la moral bíblica es el énfasis con que se señala la acción santificadora de Dios sobre el hombre, acción que tiene como finalidad primordial la glorificación de Dios, y cuyo epicentro son los santos sacramentos.

Así como la venida visible del Espíritu Santo sobre Cristo al comienzo de su misión mesiánica puso de manifiesto su sublime consagración y santificación como sumo sacerdote y siervo de Yahvé, así también el Espíritu de santificación, el Espíritu Santo enviado sobre nosotros por el Padre y por Cristo, nos consagra al servicio divino y confiere a nuestra vida y a nuestra muerte un valor de culto.

Sólo mediante la santificación por el Espíritu Santo podemos ofrecer un "sacrificio acepto a Dios" (Rom 15, 16).

El envío del Espíritu Santo es fruto del sacrificio de la cruz y don de Cristo glorificado. El evangelista san Juan nota expresamente que la glorificación de Cristo era condición de la venida del Espíritu Santo (Ioh 7, 39; cf. 16, 7).. Podemos afirmar, por consiguiente, que si la donación del Espíritu Santo y la comunicación de la gracia divina, irradiación de la gloria y santidad de Dios, nos ponen al servicio del honor divino, convirtiendo nuestra vida en sagrada ofrenda, esto lo debemos, en definitiva, a la magnífica ofrenda que Cristo hizo de sí mismo para entrar luego en su gloria.

En la gloria de Cristo resplandecen siempre sus santas llagas, porque la gloria de nuestro sumo y eterno sacerdote es siempre la gloria de su sacrificio, la gloria de su inmolación en la cruz.

Como divino cordero que está delante del trono, pone su gloria en ofrecer su divina inmolación a la gloria de la augusta Trinidad. De igual manera, la santificación sacramental del cristiano por la comunicación del Espíritu de santificación no es una ordenación cualquiera hacia el culto de Dios; es en realidad una vital inclusión en el sacrificio de Cristo.

En el ser más profundo del cristiano santificado por los sacramentos queda inscrita la obligación de presentar la ofrenda de una vida santa. Los santos sacramentos, especialmente los que imprimen carácter — aunque también los demás a su manera —, confieren a toda nuestra vida, a nuestros sufrimientos y oraciones un valor nuevo y sublime que los hace aptos para unirse al sacrificio de Cristo.

Así comprendemos cómo Cristo, con el sacrificio de su muerte, estableció el culto común y universal de su cuerpo místico: la Iglesia es esencialmente una comunidad congregada en torno de la santa cena y, por tanto, comunidad que ofrece juntamente con Cristo oblaciones y sacrificios. Los santos sacramentos, salidos, como dicen los Padres, del costado abierto de Cristo crucificado, encauzan poderosamente toda nuestra existencia al sacrificio de Cristo.

Por eso el punto céntrico y final de todos los sacramentos es la santa eucaristía, por la que Cristo glorioso nos hace siempre partícipes de la eficacia de su amor y de su sacrificio.

Los sacramentos son "medios de salvación", por los que se nos comunican los frutos del sacrificio de Cristo en la cruz. Pero nuestra salvación no consiste en otra cosa que en recibir la gloria de Dios e irradiar con ella. Por eso la piedad sacramental, la vida cristiana alimentada con los sacramentos, es esencialmente vida "teocéntrica".

La vida sacramental es vida bajo el signo de la gloria de Cristo, pero es vida que mana de la cruz, por estar intrínsecamente destinada a continuar el sacrificio de Cristo, no sólo cuando estamos en la iglesia y recibimos los santos sacramentos, sino por toda la vida.

Así, por ejemplo, la castidad, según el pensamiento bíblico, no tiene por finalidad el propio perfeccionamiento, sino el culto de Dios. La vida toda del cristiano ha de ser un "sacrificio" — prosphorá — (Rom 15, 16), y su cuerpo una "ofrenda" — thysía— (Rom 12, 1). Las expresiones que de por sí no tienen más que un sentido moral, como "irreprensible", "sin mancha", "puro" — ámemptos, álnontos, katharós — adquieren un matiz cultual. Así como los animales destinados al sacrificio debían ser íntegros y sin mancha, así también lo debe ser el cristiano en el orden moral, habiendo sido santificado por los sacramentos, y estando destinado a ser ofrenda y sacerdote oferente; lo exige su oficio de víctima en Cristo y con Cristo. Este mismo pensamiento ha de regir las disposiciones y la acción apostólica como participación al sacrificio redentor de Cristo.

Tres aspectos capitales presentan los sacramentos: el aspecto cultual: consagran al hombre para los actos del culto; el aspecto individual: confieren al individuo los medios para salvar su propia alma ; el aspecto social: establecen entre todos los miembros la solidaridad en la salvación. Pues bien, estos aspectos no son disociables, porque todos influyen por el mismo cauce de la santidad y actividad cultual y sacerdotal. De esto se desprenden conclusiones sumamente provechosas que es preciso tener muy en cuenta en la predicación y en la recepción de los santos sacramentos. El centro de la instrucción y formación sacramental debe ser, pues, la sagrada eucaristía, el pleno desarrollo y fusión del cristiano en el santo sacrificio de Cristo y en los sentimientos que le hicieron entregarse como víctima. Una vida entregada a la glorificación de Dios: para eso hemos sido consagrados, eso es lo que celebramos en el santo sacrificio y en los sacramentos. Sí los sacramentos han impreso realmente un carácter a nuestra existencia, todo desemboca en el amor adorante, el celo apostólico y el cuidado por la propia salvación.

2. Carácter sacramental y sentido cultual
de todos los sacramentos

Es un dogma de fe que los sacramentos de bautismo, confirmación y orden imprimen en el alma un carácter indeleble.

La sagrada Escritura nos proporciona los fundamentos de esta doctrina en todos aquellos pasajes que señalan una santificación permanente concedida por Cristo al hombre con el fin de hacerlo apto para el divino servicio, o los que hablan de un sello — sphragís — permanente, puesto por el Espíritu Santo (cf. Ioh 6, 27; Eph 1, 13 s; 4, 30; 2 Cor 1, 21 s), o los que de cualquiera otra manera expresan la semejanza con Cristo, sumo sacerdote, y las obligaciones permanentes que ele ella dimanan (Rom, 6).

Para tener siquiera una idea de cuán arraigada estaba en los fieles la conciencia del carácter indeleble del cristiano, basta leer la inscripción de Abercio, que es acaso la inscripción cristiana más antigua, y que nos habla del "pueblo marcado con un sello resplandeciente".

Según los santos padres, el "carácter" expresa la santificación y el sello permanente del Espíritu Santo, la semejanza con Cristo, sumo sacerdote, ungido personalmente con el Espíritu Santo: "El Espíritu imprime un sello en el alma... para que sumergidos en el Espíritu podamos presentarnos ante Dios" 30 "Al recibir el Espíritu, a imagen de Cristo, quedáis ungidos (christoi: hechos Cristos)... Sois imágenes de Cristo. Así como sobre Él, al ser bautizado en el Jordán, descendió corporalmente el Espíritu Santo... así también a vosotros, al salir del baño bautismal, se os concede la unción, como un anticipo o imitación de aquella venida... Por la unción del santo óleo os tornáis miembros participantes del Ungido" 31. "Hemos quedado marcados con el Espíritu Santo. Y porque hemos de morir y resucitar en Cristo, somos marcados con el Espíritu Santo: así podremos conservar la divina imagen ele Cristo junto con su gracia. Hay el sello del Espíritu... El Espíritu imprime en nosotros la imagen del prototipo divino y celestial" 32

Santo TOMÁS, que no hace sino resumir la tradición, ha fijado definitivamente los términos de esta doctrina. En el carácter sacramental ve los rasgos característicos de Cristo glorioso, hacia el cual nos orienta la gracia sacramental. El rasgo más inmediato es el del sacerdocio de Cristo, cuya participación nos va dando progresivamente el triple ca

30 SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Cal. III, n 3. PG 33, 429 s.
31
SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Cal. XXI n. 1 s. PG 33, 1088 s.
32 SAN AMBROSIO, De Spiritu Sancto, lib. 1, n. 79 ; PS, 16, 725.

rácter sacramental. "El carácter sacramental es propiamente el carácter de Cristo, con cuyo sacerdocio quedan configurados los fieles por los caracteres sacramentales, los cuales no son sino una participación gradual en el sacerdocio de Cristo, que proceden del mismo Cristo" (ST III, q. 63 a. 3)

Considerando el papel que desempeña, dicen los teólogos modernos que el carácter es un signo que distingue, dispone, asemeja y obliga... Se dice que obliga, porque quien lo recibe entra al servicio del culto divino.

Conviene considerar estas cuatro características desde el punto de vista sacerdotal y del culto :

1. El carácter sacramental distingue a los bautizados, al "sacerdocio real, al pueblo santo de Dios" (1 Petr 2, 5, 9), de aquellos que no lo están, pero al mismo tiempo impone un oficio sacerdotal para con el mundo no cristiano. Distingue también al soldado viril (al confirmado) de aquel que no ha llegado aún a la edad adulta de Cristo; por último, distingue el sacerdocio jerárquico de los demás miembros del pueblo de Dios.

2. Como signo dispositivo que habilita para la celebración de los divinos oficios o para asistir a ellos, y para dar a toda la existencia un valor de culto, el carácter sacramental reclama la gracia santificante y coadyuvante, proporcionada a estos santos destinos.

Así, también en la doctrina del carácter sacramental la acción salvadora ejercida sobre el individuo se orienta hacia el culto: "Se dice que el carácter dispone a la gracia... El carácter, efectivamente, dispone directa e inmediatamente al alma para desempeñar los actos del culto divino. Pero como no hay idoneidad para dichos actos si no es por el auxilio de la divina gracia, puesto que, según se lee en san Juan (4, 23), los que adoran a Dios deben adorarlo en espíritu y en verdad, la divina bondad, a aquellos que reciben el carácter, les concede la gracia, mediante la cual desempeñen dignamente aquellos oficios para los que son destinados".

Para cumplir con lo que nos impone el carácter, necesitamos permanentemente no sólo la gracia actual y coadyuvante, sino también la gracia santificante, que adorna nuestra alma con la gloria de Dios y de Cristo; sólo así será a Dios grato nuestro culto.

La gracia santificante, la gracia actual y el carácter sacramental no son tres realidades inconexas, sino tres formas diferentes de una gran realidad, o sea de nuestra asunción por la divina doxa, por la gloria divina, que nos arrastra en su órbita y nos habilita para engrandecerla, confiándonos así una misión : la de honrarla con una verdadera y auténtica religión en Cristo.

3. El carácter sacramental asemeja con Cristo, imprimiéndonos la impronta de su divino sacerdocio, constituyéndonos espiritualmente miembros de su cuerpo místico, por el que continúa realizando su oficio de sumo sacerdote. El carácter sacramental nos asegura, además, el divino socorro para que nos asimilemos los sentimientos sacerdotales del mismo Cristo.

4. Para quien está en el cuerpo místico de Cristo, el cumplimiento del deber adquiere un valor de culto, ya que la cabeza de este cuerpo es sumo sacerdote, ya que el principio vital que lo anima es el Espíritu Santo, el Espíritu que concede la unción sacerdotal, y ya que, en fin, nosotros estamos incorporados al "Ungido" y en Él recibimos nuestra misión; y precisamente por medio de los "signos" sagrados del culto, que son los santos sacramentos. Hay tres sacramentos, sobre todo, cuyos dones y destinos no se comprenden rectamente sino mirados a la luz del sacerdocio de Cristo y de la Iglesia: el bautismo, la confirmación y el orden sacerdotal. Tengamos presente que los dones de Dios al hombre peregrino imponen siempre un destino imperioso : la riqueza y la energía que los sacramentos depositan en nosotros son fuente de santas obligaciones.

El carácter sacramental es el sello de la obligación que tenemos de conformarnos de un modo cada vez más íntimo a la acción y a los sentimientos sacerdotales de Cristo y de la Iglesia.

Así presentada la doctrina del carácter sacramental, nos parece que imprime una orientación decisiva a la teología moral. Según el grado de semejanza sacramental con Cristo, sumo sacerdote, por el bautismo, la confirmación y el orden sacerdotal, la vida cristiana queda más intensamente, y también más gloriosamente, embargada por la gloria de Dios y para la gloria de Dios en Cristo y su Iglesia.

Con todo, los sacramentos que imprimen carácter no son los únicos que ofrecen esta particularidad, pues también los demás se levantan sobre la base del bautismo y orientan la vida hacia el sacrificio de Cristo y de la Iglesia. "Los sacramentos se enderezan a algo sagrado", o cultual 37. "Los sacramentos están destinados a dos cosas: a ser remedio contra el pecado y a perfeccionar al alma en lo que respecta al culto de Dios, conforme a la religión de la vida cristiana (secundum religionem vitae christianae)" 38. "Según la doctrina católica, las palabras sacramentales tienen una eficacia que santifica y consagra" 39. PASCHASIUS RADBERTUS lo dice concisamente : "Sacramenta... a consecratione sanctitatis" (llámanse sacramentos porque consagran a la santidad) 40. Si es cierto que, en sentido estricto, sólo los tres sacramentos que imprimen carácter confieren un nuevo poder para el culto, es cierto también que ningún sacramento deja de ser un culto y un perfeccionamiento y una obligación que consagra toda nuestra vida a una glorificación particular de Dios.

Y esto vale aún para el sacramento de la penitencia, que, respecto del culto, restablece al pecador "en su prístino estado" 41 La satisfacción sacramental del penitente se incorpora de una manera muy particular a la satisfacción del sacrificio de Cristo 42.

Por eso es acto de culto en un sentido muy profundo.

La cumbre sagrada de la acción cultual, a la que nos enderezan los sacramentos del bautismo, confirmación y orden sagrado, es la celebración de la divina eucaristía, acompañada de la sagrada comunión. De ella fluyen sobre el cristiano las gracias más poderosas y los motivos más urgentes de llevar una vida realmente "sacerdotal", consagrada a la gloria de Dios y a la salvación del prójimo.

Por su aspecto cultual, la extremaunción es no sólo último complemento del sacramento de penitencia, sino, sobre todo, consagración de la muerte, o sea sacramento por el que la última enfermedad y la muerte reciben una semejanza sagrada y cultual con la pasión y muerte de Cristo 43. Verdad es que por su ca

37 ST III, q. 62 a. 1 ad 1.
38 ST III, q. 63 a. 1 y q. 62 a. 5.
39 BARTMANN, Dogmatik II, 7ª ed., pág. 214.
40 PASCHASIUS RADBERTUS,
De Corp. et Sang. Domini 3, 1 PL 110, 1275.
41 ST III, q. 63 a. 6.
42 P. TAVMANS S. I., Les sacrements et la vie du chrétien
43
Cuando la extremaunción devuelve la salud corporal trae consigo una nueva obligación cultual, a saber, la de mostrar por un celo más ardiente por la gloria de Dios que, en virtud del sacramento, uno se ha uniformado plenamente a la voluntad de Dios y está pronto a vivir o a morir.

rácter sacerdotal general o particular está ya el cristiano obligado a dicha semejanza; pero este sacramento, al darle nuevas energías, constituye un llamamiento especial a cumplir dicha obligación.

El sacramento del matrimonio despierta, por decirlo así, el poder y la obligación que confiere el carácter del bautismo y de la confirmación para santificar el amor matrimonial y toda la vida familiar, y para ello da nuevas gracias y auxilios. Este sacramento representa la "unión de Cristo con su Iglesia, cuya unidad está figurada por el sacramento de la eucaristía" 44; pero esto no lo consigue el matrimonio por su índole natural, sino por la santificación que en sí lleva cono sacramento. Porque el matrimonio está en realidad de verdad bajo el influjo eficaz de la cabeza del cuerpo místico que es la Iglesia; las relaciones entre los casados se encuentran corroboradas y enlazadas con el amor salvador de Cristo, cabeza de la Iglesia, con el sacrificio de amor que ofrece la Iglesia y con la fecundidad de la sangre redentora, que engendra hijos para Dios por el bautismo (cf. Eph 5, 22 ss). Pero aunque su carácter de sacramento ennoblece tanto al matrimonio y lo coloca dentro de la órbita de la gloria de Dios, no por ello es superior a la virginidad cristiana. Ésta es el testimonio de un amor exclusivo a Dios y a la Iglesia; y sin necesidad de un sacramento especial, sólo por la eficacia de los demás sacramentos — del bautismo, confirmación y eucaristía 45 —, y, en el celibato eclesiástico, del orden sacerdotal, ofrece la imagen de las eternas nupcias de Cristo con su Iglesia.

Pero la virginidad es ofrenda y sacrificio sagrado sólo en razón de la consagración que a las almas vírgenes confieren los sacramentos.

Tanto el matrimonio como la virginidad, escogidos y vividos por amor a Dios, son vocaciones y realidades que fluyen de la riqueza de la vida sacramental.

Y con esto creemos haber dicho, sobre lo que se ha de pensar acerca de estos estados desde el punto de vista religioso y moral, mucho más que si hubiéramos redactado una prolija lista de los deberes que imponen ; deberes que, por otra parte, han de valorarse a la luz de los sacramentos.

44 ST III, q. 65 a. 3.
45 Cf. B. HARING, Eucharistie und Jungfráulichkeit, Geist und Leben  25 (1952) 355-364.

II. LOS SANTOS SACRAMENTOS Y LA EFICACIA
DE LA OBRA REDENTORA

Los santos sacramentos "colocan al cristiano, con toda su existencia, bajo el influjo eficaz de la redención"". Es sobre todo al tratar del bautismo y de la eucaristía (cf. en especial Rom 6; 1 Cor 11 : relato de la institución de la eucaristía) cuando la sagrada Escritura muestra que el cristiano queda incorporado al drama redentor de Cristo, de ese Cristo glorioso venido ya para obrar eficazmente la redención y que un día ha de retornar.

La pasión de Cristo ejerce sobre nosotros su acción eficaz mediante todos los sacramentos, y en tal forma que todos nuestros sufrimientos, si los sobrellevamos cristianamente, vienen a "injertarse" (Rom 6, 5) maravillosamente en su santa pasión y muerte. Así, los padecimientos y la muerte del cristiano adquieren, por los sacramentos, una finalidad y eficacia salvadora.

Todos los sacramentos nos imprimen una semejanza con Cristo resucitado. El carácter sacramental, la gracia y el resplandor de la divina gloria, que los sacramentos depositan en nuestra alma como una semilla, son dones del Resucitado, dones que nos comprometen a llevar una vida conforme con las leyes del reino por Él establecido.

Pero aún nos queda la lucha contra el pecado, lucha que a pesar de nuestra incorporación al Resucitado, hemos de sostener con seriedad y entereza, puesto que está bajo el signo de la pasión, muerte y sepultura de Cristo. Esa lucha forma un solo drama redentor con el combate victorioso de Cristo resucitado. Esto es precisamente lo que infunde al cristiano una confianza absoluta, al mismo tiempo que le señala un imperioso deber, como inculca san PABLO en el capítulo 6 de su Carta a los Romanos. La celebración de la eucaristía es la reunión de la comunidad cristiana en torno del Resucitado, en torno del que reina a la diestra del Padre, reunión que tiene por fin estrechar la unión con Él, recordando su muerte "hasta que vuelva". Esas virtualidades configurativas de los sacramentos colocan nuestra personal historia dentro de su gran historia redentora, haciendo que aquélla forme parte integrante de ésta. Por los sacramentos hace Cristo presa de todo el hombre y de su existir, para introducirlo en su reino actual y en el que está por venir".

En el campo protestante se reconoce hoy que la actitud escatológica de los primeros cristianos no era un desorbitado calcular y esperar, sino una actitud auténticamente cristiana, fundada sobre todo en los santos sacramentos 50.

Los sacramentos proporcionan los elementos constructivos para la obra redentora de este "tiempo de tensión, situado entre la resurrección de Cristo y su segundo advenimiento" 51.

Los santos sacramentos colocan fundamentalmente al cristiano en una nueva época, en "la última hora" (1 Ioh 2,. 18) : es más, el bautismo lo coloca ya en el cielo (Eph 2, 6). "El siglo futuro entra ya en el antiguo.... aunque las inmensas riquezas de la gracia sólo se descubrirán en el siglo futuro" (Col 3, 3 s) 52 Así, por los sacramentos, nuestra vida se encuentra penetrada por las fuerzas y la acción del tiempo mesiánico, iniciado por la actividad apostólica, en que campea la acción poderosa del Espíritu, y dominado por la pasión, muerte, sepultura y resurrección de nuestro señor Jesucristo y aun iluminado por los resplandores de su segundo advenimiento.

La piedad y la moral sacramentales tienen una orientación esencialmente escatológica; pues el Espíritu Santo que se nos ha dado es don de Cristo glorificado, y la gracia que se nos comunica nos conduce a la glorificación definitiva y eterna de Dios, tal como se ha de manifestar en la parusía. Para el cristiano, compenetrado por los sacramentos con el Señor glorificado y admitido a servir al Espíritu de la gloria, los acontecimientos escatológicos no son ya una cosa extraña y desconocida, sino una realidad actuante. Los santos sacramentos nos colocan, con nuestro ya lleno de miseria, aunque cargado de importancia y de redención, en el siglo futuro, que apunta ya en el horizonte. Nos arrancan de este mundo (muerte y sepultura con Cristo) y nos lanzan con todo el peso de nuestro nuevo ser hacia el porvenir, hacia la gloria de Dios, pero ya cargados con la responsabilidad de redimidos que tienen que trabajar con todas sus energías por salvar este mundo que espera la redención. Los santos sacramentos nos empujan, pues, por una parte, a romper con este mundo perecedero y pecador y, por otra, a trabajar en él.

El cristiano que vive conforme al ser y a la misión que le imprimen los santos sacramentos, es testigo viviente del porvenir en el cual ha entrado ya, porque el verdadero testimonio cristiano en favor del tiempo venidero sólo lo puede dar una vida regida por las energías del amor que brotan de la pasión, muerte y resurrección de Cristo.

Los sacramentos marcan, pues, nuestra pobre vida y la introducen en este "interregno" en que opera la redención entre la decisiva victoria de Cristo crucificado y resucitado y su manifestación triunfal en el último día. Es un doble testimonio a Jesús el que ha de ofrecer nuestra vida, rehecha por los santos sacramentos : muriendo al pecado y triunfando entre sufrimientos; testimonio doloroso ante Pilatos (ante el mundo), y testimonio glorioso en la última manifestación de su gloria, iniciada ya en la resurrección.

Por esto la vida religioso-moral cristiana, en cuanto vida sacramental, no puede considerarse al modo aristotélico como autoperfección, porque es esencialmente testimonio de redención ante la historia y combate y victoria para el reino de Cristo victorioso, apostolado sacerdotal, acto de religión. La misión impuesta por los sacramentos es ésta: "Sed santos, sed perfectos — téleios — (Mt 5, 48; 19, 21; Phil 3, 12), pero esta misión no es otra que la de llevar una vida santa para gloria y alabanza de Dios, como fruto de esa acabada perfección.

Por eso es nota característica de la moral cristiana el imprimir al existir humano el sello de la perfección mediante los santos sacramentos. La moralidad auténticamente cristiana es una moralidad segura de la victoria y rebosante de confianza, porque incluye la liberación del mundo viejo y conlleva una obligación ante el nuevo mundo que ha de ser redimido. Es vida bajo el signo de la gloria, de la "doxa" de Dios para su ensalzamiento, es vida animada por el gozo y la esperanza de qué, al revelarse plenamente la gloria de Dios en nosotros, Dios será todo en todo. En fin, en virtud del Espíritu de la gloria que mora en nosotros, la vida es un "sí" decidido a la lucha, al sufrimiento y a la muerte.

No sin razon, la piedad y la moralidad sacramentales. como ética para el existir temporal, tienen un carácter absoluto, triunfal y al mismo tiempo liberador.

Hagamos aquí hincapié en que los deberes que imponen los santos sacramentos son mucho más que una nueva lista de "deberes para consigo mismo". Ni pueden ni deben quedar conscientemente al margen de la vida. La restauración de la vigilia pascual auténtica, con la renovación litúrgica de las promesas del bautismo, ha dado en el blanco. Son los sacramentos los que más íntimamente nos unen con el drama real de nuestra salvación. No es, pues, sin razón que la Iglesia impone la obligación de comulgar y, habiendo pecado grave, la de confesar al menos una vez en el año eclesiástico, en el que la Iglesia celebra el gran acontecimiento de la salvación humana, y precisamente en el tiempo pascual. Por medio de los santos sacramentos, cuyo fundamento es el santo bautismo, y cuyo centro ocupa la eucaristía, la celebración de los misterios de la redención es infinitamente más que una simple conmemoración histórica. Es, en realidad, una conmemoración traspuesta en actos ("haced esto en memoria mía"), es una participación existencial en el acontecimiento redentor, un penetrar con todo el ser en el proceso de la salvación, un situar la vida cristiana en la polarización del significado y de la esencia de las mayores realidades de la salvación.

Huelga decir que los motivos que orientan la acción moral, y por ende el juicio que sobre ella se haya de emitir, comprenden no sólo las realidades de orden natural (ley natural), sino también las del orden de la gracia (orden soteriológico y sacramental), mucho más imperativas.

 

III. EL ENCUENTRO PERSONAL CON CRISTO EN LOS SACRAMENTOS

En los sacramentos realizamos el más íntimo de los contactos con Dios a proporción de la firmeza y seguridad que haya despertado en nosotros la palabra de la fe recibida de nuestro divino y bondadoso interlocutor. En el sacramento, el creyente queda libre de toda inseguridad subjetiva: ¡En verdad éste es un lugar santo! ¡Aquí obra Dios, aquí estoy en contacto con el Dios santísimo, que me tiende su mano salvadora y santificadora!

Lo hemos repetido muchas veces : la religión es el encuentro personal con Dios; sólo hay religión viviente cuando entre Dios y el hombre se entabla un diálogo animado. Las mismas religiones paganas ya lo habían columbrado. Pues bien, los sacramentos se basan en el conocimiento de esta ley de la religión, pero no se contentan con esto : por ellos realiza el creyente un encuentro objetivo, real y seguro con su Dios.

Los sacramentos no han de considerarse como una medicina objetiva, separada de la divina causalidad, pues son, en realidad, la presencia operante de Dios, quien nos asegura su acción salvadora y santificadora.

Lo que la Iglesia enseña acerca del opus operatum o acción sacramental, y de su primacía sobre la acción del que recibe el sacramento, pone claramente de manifiesto la graciosa presencia operante de Dios. Además, no es de nosotros, sino de Dios, de quien parte el encuentro sacramental y su realización. Pero a nosotros se dirige Dios, a nosotros llama y toca para santificarnos y salvarnos, si le damos entrada, si estamos "dispuestos".

 

1. Profundidad e intimidad del encuentro

El encuentro sacramental con Dios no termina con la recepción del sacramento, aunque sea pasajera la presencia sacramental. Pues permanece la palabra del amor efectivo con que Dios ha tomado posesión de nosotros para siempre, exigiéndonos a cambio una permanente respuesta de obediencia y amor ; queda la divina fidelidad, que quiere acabar lo comenzado, y que nos invita a prolongar el diálogo sacramental, ahondando en su contenido.

La gloria de Dios (doxa) que el sacramento hace descender sobre nosotros es un imperioso estallido de la divina energía corroboradora (Col 1, 11), una invitación a corresponder a la santidad divina, a hacer entrega de nosotros, a cambio del don de Dios.

Así, la moralidad que nos imponen los santos sacramentos es, como henos visto, una moralidad enteramente religiosa, y como tal, supone una agradecida respuesta personal.

Cuando habla san Palmo de las realidades sacramentales (morir, ser sepultado y resucitar en Cristo, y con Él estar sentado en el cielo) es claro que entiende hablar de cosas que Dios realiza en nosotros, de dones que nosotros recibimos. Para él no hay duda posible de que la justificación y santificación, la nueva existencia en Cristo es un don gratuito de Dios. Pero esos dones gratuitos exigen clamorosamente a nuestra libre voluntad una vida análoga de santidad y de justicia, una vida en el cielo, una muerte con Cristo y en Cristo (Rom 6, 1-22; 8, 9-17; 1 Cor, 6, 8-11; 2 Cor 5, 17-61; Gal 5, 25 ; Col 1, 9-15). Esta moralidad, que supone el diálogo personal y que exige del hombre una respuesta, está a una distancia infinita de los cultos propios de las religiones paganas de misterios. Por otra parte, los sacramentos no son meras excitaciones y amonestaciones saludables; destinadas a despertar la fe y el amor, como pretenden los seudorreformadores protestantes.

Los sacramentos no se agotan en una mera palabra, que exige una respuesta, sino que son palabras que realizan y confieren la salvación, y, como tales, se dirigen a la libre voluntad del hombre para darle un nuevo ser.

Pero tampoco estaría en la verdad quien, por oponerse al error protestante, sólo atendiese a la acción sacramental (opus operatum), acción santificadora y salvadora de Dios. Pues, por razón de la misma acción graciosa de Dios, el imperativo de la gracia para quien la recibe es mucho más apremiante. La concepción católica de los sacramentos nada tiene que ver con la magia o el quietismo. Su concepción se funda sobre el diálogo personal de palabra y respuesta responsable y alcanza una profundidad no aventajada por el protestantismo y precisamente porque coloca en primer plano y en toda evidencia la acción realizadora y transformadora de Dios por los sacramentos, su concepción de los mismos no puede ser más dinámica, religiosa y moral, ni puede ser más conforme con el sano personalismo proclamado por la sagrada Escritura.

2. La palabra sacramental de Cristo

Por los sacramentos no sólo entablamos el diálogo con Cristo, sino también participamos de su ser. El ministro y el signo sacramental (palabra y símbolo, forma y materia) no son más que instrumentos, por los que obra el verdadero operante, que es Cristo. En la sagrada eucaristía, centro de todos los sacramentos, encontramos no sólo su acción poderosa, sino su misma presencia real, mientras permanecen las especies.

Pero en los demás sacramentos, que giran todos alrededor de la eucaristía como una brillante constelación, está también el mismo Señor obrando, está presente por su virtud: virtute praesens.

Él es la fuente de los sacramentos. La santísima humanidad (le Cristo fue, en cierto modo, el instrumento de la redención, ella misma es la fuente inagotable de la gracia que, pasando por los sacramentos, nos aplica la misma redención. Los santos sacramentos "viven exclusivamente de la fuerza que sobre ellos corre de la santa humanidad de Cristo". Las gracias sacramentales son gracias de Cristo, por los que Él nos une consigo y echa el fundamento de la vida cristi f orme. Así, los sacramentos nos recuerdan siempre que, para encontrarnos con Dios, tenernos que pasar por Cristo, que Cristo es "el camino y la vida".

Tanta verdad es que por los signos sacramentales nos introduce Cristo en su acción redentora y nos une consigo, como es verdad que fue Él mismo quien curó la ceguera, cuando empleó el símbolo de la saliva. El signo sacramental, que presupone la unión del símbolo con la palabra, entra en la línea de la acción personal. Es la voz, es el llamamiento que Cristo nos dirige.

El hecho de que los protestantes consideren las «palabras sacramentales, en cierto modo, vacías de contenido, no ha de ser motivo para que nosotros renunciemos a insistir sobre los términos verbales que nos sirven para realizar nuestro encuentro personal y dialogal con el Espíritu de Dios, y que ejercen una verdadera causalidad transformadora de nuestro propio ser.

3. Ejecución válida y digna de la palabra y el signo

Cristo quiso, pues, servirse de signos significativos junto con palabras oíbles e inteligibles para realizar la salvación del hombre : esto obliga, en primer lugar, al ministro — y so pena de invalidez —a no cambiar los términos del diálogo, o sea, a emplear la "materia" (el objeto simbólico y su empleo simbólico) y la "forma" (las palabras simbólicas) establecidas por Cristo para realizar el signo. En la duda de la validez de una "materia" no ha de regirse por una simple opinión probable (que en realidad viene a ser una opinión dudosa). En ningún caso ha de cambiar las palabras sacramentales. La historia muestra, sin duda, que la Iglesia no se ha esclavizado a una palabra determinada, o a una pretendida lengua sagrada. Los vocablos cambian en los diversos ritos y en los diferentes tiempos: lo que importa es que el sentido, el contenido de las palabras permanezca idéntico. El que administra el sacramento ha de atenerse exactamente no sólo a los términos verbales, sino también a la materia y su empleo, prescritos por su respectivo rito. Al paso que la Iglesia oficial, conservando el sentido, puede introducir ciertos cambios sin peligro para la validez de los sacramentos, el ministro particular no puede cambiar nada. Cambiar algo de propósito sería en él una arbitrariedad gravemente culpable (Dz 856, cf. Dz 1963 ss.)

Si acontece cambiar levemente las palabras a causa de la humana fragilidad, o porque, en caso necesario, hay que administrar urgentemente un sacramento y no se tiene en la memoria el término preciso, mientras se conserve el sentido sacramental no habrá peligro de invalidez del sacramento, ni aquel cambio habrá de considerarse como culpable.

La segunda obligación que incumbe al ministro respecto de los signos y palabras sacramentales, es su ejecución en una forma digna y conforme con lo que significan.

Aunque los sacramentos no sean primordialmente actos kerigmáticos, es decir, actos de predicación o amonestación, sino consecratorios, portadores de redención y santificación, Cristo, sin embargo, escogió signos expresivos, y el ministro está obligado a realzar su expresividad y significado por medio de una ejecución perfecta. Y según el concilio de Trento, los sacerdotes deben explicar al pueblo el sentido de las palabras sacramentales, especialmente cuando no está autorizado el uso del idioma patrio (Dz 946).

La voluntad de Cristo es santificar interiormente al hombre en el Espíritu Santo mediante el lenguaje de las cosas, al servirse de ellas como signos sacramentales; por eso su lenguaje quiere ser del todo personal. Ahora bien, el oir su lenguaje es mucho más que entender simplemente los signos y las palabras sacramentales; es prestar el oído de la fe a cuanto nos dice Cristo por medio de la Iglesia acerca de los santos sacramentos, es inclinar amorosamente el corazón a todos y cada uno de los requerimientos que con su gracia nos dirige Cristo. Pues bien, los signos y las palabras son el instrumento de la solicitación de la gracia, son el rayo iluminador que procede del Verbo eterno que viene a llamarnos amorosamente.

El rito que la Iglesia ha establecido en la administración de los sacramentos y que les forma como una corona, pretende analizar, destacar las partes de su contenido inagotable para ponerlo más a nuestro alcance. El rito, especialmente el invocativo y el imperativo, ha de considerarse como un "sacramental". Cuanto más perfecta, expresiva y recogidamente desempeñe el ministro los diferentes ritos, tanto más agradable será a los ojos de Dios y tanta mayor eficacia tendrá sobre el que recibe los sacramentos, pues los sacramentales reciben su fuerza de la acción de la Iglesia, la cual, actuando por sus ministros, puede desempeñar sus obligaciones de súplica o de predicación en forma buena, defectuosa o mala. Las oraciones y los sufrimientos de la Iglesia suplen, en gran parte, las deficiencias de sus ministros, pero es cierto que éstos son responsables del poco efecto que los signos sacramentales y sus ritos tienen sobre el pueblo fiel. Si muchos son los cristianos que no viven el carácter personal de los sacramentos y ni siquiera lo conocen, se debe, en buena parte, a la precipitación y a la falta de unción en su administración.

De lo dicho se desprenden algunas conclusiones prácticas respecto de los objetos simbólicos y su empleo, y de las palabras en la administración de los sacramentos :

La unión del signo simbólico (el objeto y la ceremonia) con las palabras sacramentales ha de ser por lo menos moral, o sea, tal que un hombre normal pueda reconocer sin más que uno y otras apuntan a la misma finalidad y que forman conjuntamente un solo sentido.

Los objetos (materia remota) que han de emplearse en la acción simbólica (materia próxima) no tienen por qué ser examinados según las fórmulas quimico-científicas para conocer su validez e idoneidad; basta el juicio y parecer de un hombre ordinario. Una loable preocupación por la validez absoluta ha empujado a los moralistas de los últimos siglos a abrazar las opiniones más prudentes, es decir, más rígidas. Tal vez sea ya tiempo de suavizar un poco tanta severidad, apoyándose en la teología histórica.

En los casos normales un sacerdote concienzudo debe siempre conformarse con el uso de la Iglesia. y con sus prescripciones. Mas en circunstancias extraordinarias y en caso de necesidad (v. gr., en el cautiverio) no ha de dudar de que lo que todos consideran como vino de uvas y lo que llaman pan, es materia válida y lícita en tales casos. Mientras ningún caso de necesidad autoriza a emplear una materia estrictamente dudosa para la celebración de la santa misa, tratándose de sacramentos de mayor necesidad (bautismo, extremaunción), en caso de urgencia puede emplearse incluso una materia dudosa en sentido estricto. La salvedad "si haec est materia valida" pone el sacramento a salvo de toda irreverencia.

Claro es que como materia de los sacramentos han de escogerse los mejores frutos de la tierra: agua limpia y clara, buen aceite, flor de harina, vino a punto. Como el vinagre no es vino, no es nunca materia válida. El vino avinagrado, aunque pueda generalmente llamarse aún vino, no es materia lícita. Cuando se duda seriamente si aún es vino, ni siquiera el caso de necesidad justifica su empleo para la celebración de la santa misa.

4. La buena recepción del sacramento

Quien recibe un sacramento debe colocar toda su consideración sobre su divino Interlocutor (Dios en Cristo), sobre la acción de Cristo por el Espíritu Santo, sobre la forma del diálogo para dar así al encuentro toda su eficacia.

La buena disposición para recibir los sacramentos requiere: 1) la recta intención; 2) la viva fe; 3) la esperanza de la salvación; 4) la disposición a obedecer la voluntad de Dios; 5) el vestido de la gracia y de la caridad o por lo menos — tratándose de sacramentos de muertos — la remoción de todo obstáculo a la recepción de la gracia; 6) la voluntad de ejecutar los actos del culto, y 7) la disposición de cumplir la especial misión que Dios nos señala en cada sacramento.

 

a) La intención

No es necesario demostrar que para el encuentro personal con Dios es necesaria la intención, o sea la voluntad de encontrarse realmente con Dios en el sacramento, o lo que es lo mismo, abrirle la puerta a Cristo que viene en el sacramento.

Pero hay que parar mientes en la índole especial de este encuentro personal en el sacramento; de otro modo podrían inferirse conclusiones falsas acerca del carácter personal de esta comunión de palabra y respuesta.

El niño que aún no ha llegado al uso de la razón no puede tener intención, pero tampoco puede ofrecer ningún obstáculo : Cristo puede alcanzarlo con su acción salvadora. La intención la hace su madre, la santa Iglesia, y en dependencia de ella, los padres que representan al niño.

Pero el que ya tiene uso de razón debe abrirse voluntariamente a Cristo por la intención de recibir el sacramento. Para ello se requiere algún conocimiento de lo que éste significa y aceptarlo en dicho sentido. El que, por ejemplo, quisiera someterse al rito exterior, pero sin la voluntad de encontrarse con Cristo en el sacramento, o dicho de otra manera, el que no quisiera con ello recibir nada de la Iglesia de Cristo ni obligarse a nada, éste no tendría la intención necesaria para una recepción del sacramento válida.

No es generalmente necesario que la intención sea formada o renovada interiormente en el momento mismo en que se realiza el rito exterior; basta que perdure la intención anteriormente formada.

Tratándose de sacramentos por los que se toma un estado con deberes especiales (orden y matrimonio) se requiere una intención bien clara y expresa y no revocada. Para el bautismo la intención no ha de ser tan expresa, aunque sí más clara que para la extremaunción, pues con el bautismo se abraza la condición de cristiano, con todos sus derechos y obligaciones. Por eso el bautismo de adultos exige la intención de hacerse cristiano.

El acto explícito de conformarse en todo con la voluntad de Dios y de aceptar su divina acción — lo que equivale al bautismo de deseo — podría incluir la intención suficiente para recibir válidamente el bautismo, aun cuando no se hubiese pensado en él de un modo expreso.

Los actos del penitente entran de manera especial como materia del sacramento de penitencia; por lo mismo es necesario que la intención de recibirlo se exteriorice de alguna manera. Pero téngase presente que en este punto la controversia teológica no ha llegado aún a poner todas las cosas en claro.

Para la extremaunción bastan las buenas disposiciones cristianas, en las que se incluye la voluntad de morir cristianamente, o sea la de recibir el sacramento. Pero, dado el carácter personal de los sacramentos, es muy de desear que el cristiano, mientras goza de buena salud, exprese su deseo de recibirlos convenientemente. Esto es lo que hace en realidad el buen cristiano cuando, siguiendo los consejos de la Iglesia, pide una buena muerte y no "imprevista". En cambio, el que pide, con poco cristiano deseo, una muerte repentina y que venga sin que se sientan sus pasos, no parece tener la intención de recibir los últimos sacramentos.

b) La fe

La fe es la primera base para el diálogo con Dios en los santos sacramentos. No era, pues, sin motivo, si en el primitivo rito bautismal se daba tanta importancia a la solemne entrega y aceptación del símbolo de la fe. En el paso más solemne de la santa misa exclama el sacerdote: "mysterium (=sacramentum) fidei": misterio de fe. Ante cualquier sacramento que queramos recibir, preciso es despertar la fe. Por eso pudo decir santo TOMÁS que los sacramentos son "signos por los que el hombre declara la fe, por la que es justificado: signa protestantia fidem, qua justificatur homo" . En otro lugar llama al santo bautismo "sacramento de la fe".

Santo TOMÁS considera con razón que en la recepción de los santos sacramentos es donde principalmente se muestra la eficacia de la fe.

Puesto que sin fe es imposible la justificación, también es imposible sin fe la fructuosa recepción de los sacramentos. Sin duda que una fe "medio muerta", insuficiente para la justificación, puede bastar para la válida recepción y para el carácter sacramental del bautismo, confirmación y orden, y para el contrato sacramental del matrimonio. Quien recibe estos sacramentos con tal disposición, queda estrictamente comprometido a esforzarse por llegar a la fe que salva. Estos sacramentos "reviven", lo que quiere decir que, si más tarde el alma forma la disposición requerida, le comunican la gracia; pero es precisamente la fe viva el elemento fundamental de esa disposición.

A un observador superficial puede parecerle que el bautismo de los niños no cae bajo estas reglas. El niño que no ha llegado al uso de la razón no puede aún despertar la fe, pero en su lugar la despierta su santa madre Iglesia. Ésta, además, exige como condición para su bautismo la seguridad (moral) de que el niño será educado en la fe. Así pues, aun el bautismo de los niños es sacramento de la fe; Cristo le da la virtud de la fe, como un regalo con el que lo convida a dar en toda su vida la respuesta de la fe. En su lugar, su madre la Iglesia ha dado ya el sí.

c) La esperanza

La buena disposición exige, además, que por medio de la esperanza nos arrojemos a los pies de Cristo, redentor nuestro. Los sacramentos son las obras con que Dios nos salva, son los instrumentos de la gracia, son las arras de futuros bienes aún mayores, son la seguridad del socorro divino para alcanzar la gloria eterna. Así quiere la divina largueza levantar nuestra confianza especialmente por medio de los santos sacramentos. La recepción fructuosa de los santos sacramentos presupone ya el acto de esperanza, que quedará aún más afianzada por la misericordia que Dios nos dispensa en el sacramento. Quien recibe un sacramento dudando de la misericordia de Dios, lo recibe sin fruto y ofende a Dios, toda vez que el sacramento es la muestra y la prueba de la divina bondad.

d) La disposición a obedecer

Otra disposición indispensable para la fructífera recepción de los sacramentos es la aceptación incondicional de la voluntad de Dios, el "buen propósito", porque no es posible injertarse en Cristo sin abrazar su voluntad. Pero la obediencia en perfecta consonancia con el sacramento es la obediencia por amor. Sin embargo, conviene tener presente que entre los sacramentos, unos presuponen la existencia en el corazón de la caridad, sobre la cual se eleva el edificio de la obediencia, y son los sacramentos "de vivos" ; otros, los sacramentos "de muertos", están destinados a infundir la vida del divino amor, y con ella, a echar las bases salvadoras de la obediencia.

e) El vestido nupcial del amor

La disposición necesaria para los sacramentos de vivos, indispensable también para poder salir dignamente al encuentro del Esposo divino, son las galas de la divina caridad y de la vida divina.

El cristiano que ha cometido un pecado grave, para poder acercarse a los sacramentos de vivos tiene que emprender primero el camino de la conversión y penitencia. Y tratándose de la santa comunión, ese camino de la penitencia tiene que pasar por el sacramento de la confesión.

A veces puede haber muy graves motivos que hacen lícito el acercarse a comulgar aun antes de haberse confesado, pero habiéndose esforzado por tener perfecta contrición. Esos motivos pueden ser, por ejemplo, la urgente necesidad de celebrar la santa misa, el peligro de desprestigiarse ante los demás fieles al no acercarse a comulgar en ciertas circunstancias, y otros casos semejantes en que es moralmente imposible confesarse con antelación.

En cuanto al sacerdote que ha debido celebrar en tales condiciones, debe acercarse al sacramento de la penitencia lo antes posible y, de serlo, antes de volver a celebrar. Los autores que señalan un plazo de tres días, lo entienden casi todos en el sentido de que, habiendo posibilidad de confesarse, no debe dejarla pasar en ningún caso antes de subir de nuevo al altar. Sólo puede demorar la confesión durante el tiempo en que no haya de celebrar.

En cuanto a los demás sacramentos de vivos, quien quiera recibirlos y se halle en pecado grave, le bastará hacer un acto de perfecta contrición.

Quien, de buena fe y con la disposición de someterse a Dios, aunque privado de la gracia santificante, se acerca a un sacramento de vivos, recibe la gracia.

Así, según la doctrina cierta y común de los teólogos, los sacramentos de vivos pueden per accidens, y sin que lo sepa el que los recibe, obrar como los sacramentos de muertos, es decir, como los sacramentos de la conversión.

f) La voluntad para los actos del culto

En la disposición a obedecer está necesariamente inclusa la disposición para el culto. Esta disposición para salir al encuentro sacramental de Cristo se ha de cultivar, sobre todo, en la recepción de los sacramentos que imprimen un carácter, y de la santa comunión. No se olvide que los sacramentos, por su acción, tienen la misión de consagrarnos al culto de Dios.

g) El agradecimiento

Si nuestras disposiciones son tales que nos deciden a abrazar la palabra transformadora del amor de Dios — y los sacramentos sólo obran si existe esa decisión —, entonces esa palabra todopoderosa que Dios nos lanza por las ondas de la gracia sacramental, nos introducirá en el diálogo definitivo. La palabra sacramental que nos infunde la gracia exige que manifestemos a Dios nuestro agradecimiento, no sólo con palabras, sino, sobre todo, llevando una vida en conformidad con la gracia recibida en el sacramento. Nuestra vida ha de llevar entonces el sello de quien está en contacto sacramental con Cristo.

h) La reviviscencia de los sacramentos recibidos
infructuosamente

Muy consoladora es la doctrina de los teólogos respecto de la reviviscencia de los sacramentos, la cual se realiza cuando, por falta de la necesaria disposición, se ha recibido un sacramento de un modo válido, pero infructuoso. Ha de admitirse dicha reviviscencia para los tres sacramentos irrepetibles que imprimen carácter (bautismo, confirmación y orden) y para aquellos que no pueden repetirse sino pasado el tiempo normal de su eficacia (matrimonio y extremaunción). El fundamento más firme de esta doctrina es la consagración sagrada y cultual que confiere el sacramento válidamente recibido, pero que quedó infructuoso a causa del óbice. Dios, en su misericordia, no priva de la gracia necesaria para alguna misión o cometido al hombre a quien ha llamado y recibido en forma específica, válida e irrepetible, aun cuando en el momento de recibirlo se encuentre indispuesto para dicha gracia. Si Dios, conforme a su santísima voluntad, continúa pidiendo el cumplimiento de la misión dada, no ha de negar la gracia necesaria, siempre que el hombre, mediante la verdadera conversión, haga desaparecer el óbice a la eficacia de la divina gracia.

Pero si estos sacramentos han sido recibidos no sólo infructuosamente — por falta inculpable de las necesarias disposiciones — sino también indigna y sacrílegamente, es muy de temer que Dios, al conceder la reviviscencia, no conceda tanta gracia santificante y actual como tratándose de una simple falta de disposición adecuada. Aunque no hemos de olvidar que la divina bondad abraza con un amor infinito a quien se convierte seriamente, y lo galardona con gracias abundantes en la medida de sus disposiciones.

Respecto de la sagrada eucaristía, acaso pueda pensarse en una reviviscencia si se llega a la necesaria disposición (cuando menos a la contrición imperfecta) mientras aún están presentes en el pecho las especies eucarísticas.

En cuanto al sacramento de penitencia, no hay razones concluyentes para afirmar la reviviscencia de la gracia sacramental, después de recibirlo infructuosamente.

IV. SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

Los sacramentos son esencialmente sacramentos de la Iglesia, dones de Cristo a su esposa, la Iglesia, dones de la Iglesia a sus hijos. Ellos son los que establecen la unión en la comunidad eclesiástica, que vive propiamente por los santos sacramentos. Por eso la administración de los santos sacramentos depende absolutamente del poder y de la autorización de la Iglesia y de sus reglamentaciones (ritos, etc.).

1. La Iglesia, comunidad sacramental

"Se construyó la Iglesia de Cristo por los sacramentos, que fluyeron de su costado abierto en la cruz" 69. La santa Iglesia, única comunidad cultual agradable a Dios, tiene su fundamento principal en el sacrificio de Cristo en la cruz. El regalo de bodas más precioso que le hizo Cristo a la Iglesia al ofrecerse en la cruz, fue el santo sacrificio de la misa 70 y la corona de los demás sacramentos, que giran a su alrededor. Sólo por los sacramentos podemos decir que la Iglesia es santa, o sea que ha sido santificada y establecida para la santificación de la humanidad, y que es la sociedad de culto en la que Dios es honrado por Cristo desde la salida del sol hasta su ocaso. La Iglesia es, mediante los santos sacramentos, el verdadero templo de Dios (Eph 2, 21; 2 Cor 6, 16; 1 Cor 3, 16), el hogar de la verdadera religión; es ella la asamblea o "congregación" santa, reunida a la llamada de Dios (ekklesia) para cantar las divinas alabanzas en unión con los que han sido santificados por Cristo. El fin último de la Iglesia es el mismo que el de Cristo, esto es, glorificar a la santísima Trinidad y conseguir que "Dios sea todo en todo" (1 Cor 15, 28). La Iglesia realiza, por medio de los santos sacramentos, la obra de santificación de sus miembros. Pero no hay santificación sin la consagración de la existencia a la gloria de Dios. Sobre la Iglesia descansa el Espíritu de santidad y de gloria. Dios depositó en ella su gracia y su gloria, para que, en nombre de toda la humanidad, le cantara el himno de la regeneración, de la redención.

La puerta de entrada a la Iglesia es el santo bautismo, por el que el hombre se hace miembro del "reino sacerdotal" (1 Petr 2, 9; Ex 19, 6; Apoc 1, 6). La salvación está únicamente en la Iglesia.

Con esto no queremos decir que fuera del cuerpo visible de la Iglesia católica no conceda Dios gracia alguna; pero sí que toda gracia tiene su fuente y su punto de referencia no sólo en Cristo, sino también en su santa esposa, la Iglesia. Y con el mismo aplomo hay que decir : si para alabar y honrar digna y convenientemente a Dios en este mundo se requiere una consagración y santificación, ésta sólo se encuentra en la Iglesia. El honor que, fuera de la Iglesia, pueda tributarse a Dios, sólo tiene peso y

69 ST III, q. 64 a. 2 ad 3.
70 Cf. Trid., Dz 93a.

valor por su referencia a Cristo y a la Iglesia, que es su plenitud. Y todos cuantos reciben válidamente los santos sacramentos fuera de la Iglesia católica y cuantos, mediante ellos, pueden llevar vida santa, han de confesar que reciben una participación al regio sacerdocio de la Iglesia, porque los sacramentos son siempre y en todas partes sacramentos de la Iglesia. Aun aquellos que, sin haber recibido el signo visible de la gracia, han sido santificados por Dios, pertenecen, sin saberlo, a la Iglesia católica.

2. El carácter social de los santos sacramentos

Son los sacramentos esencialmente actos que introducen en la comunidad o ligan con ella. Esto se desprende inmediatamente de cuanto llevamos dicho. Porque si los santos sacramentos no son sino dones de la comunidad, y si aun la misma comunidad cultual no se comprende sino en función de los santos sacramentos, es claro que éstos son el santo lazo de unión de la comunidad. Por eso se pierde el que va solo, el individualista, el que sólo piensa en la salvación de su propia alma, el que aún para honrar a Dios quiere separarse de la comunidad, desoyendo atolondradamente la invitación esencial de los santos sacramentos.

Los sacramentos son un imperativo social para toda nuestra vida religiosa y moral, puesto que son en sí una realidad social. Son ellos el lazo interior que une entre sí a todos los miembros de la Iglesia. Por eso tienen la misión sagrada de fomentar la unidad y la corresponsabilidad de acciones y sentimientos. Estas ideas las ha expresado san Pablo con particular energía al hablar del bautismo (Eph 4, 6) y de la eucaristía (1 Cor 10, 16 s).

La Iglesia está fundada en una misteriosa solidaridad del Salvador con los redimidos. Los sacramentos, al unirnos en la redención obrada por Cristo, nos llaman a trabajar conjuntamente en nuestra salvación, formando una unión tal que ya no viva cada uno para sí, sino para los demás, y todos para la comunidad.

Los sacramentos fundan la comunidad y postulan el espíritu comunitario, primero en relación con el culto y luego en la solidaridad de la salvación (corresponsabilidad). Quien, por los sacramentos de la Iglesia, recibió la gracia que lo santifica, ha de tener presente que asegurará mejor su propia salvación si considera la gracia recibida como un encargo de apostolado en bien de la comunidad, sobre todo en bien de sus miembros más débiles.

Y porque los santos sacramentos son como la levadura que debe saturar toda nuestra vida, deben tener un influjo social en las cosas humanas. El que ha comido del pan del amor divino, que pertenece a la comunidad, aquel a quien la santa madre Iglesia ha dado de beber la sangre de su divino Esposo, ofrecida en sacrificio, no puede ya aferrarse a sus riquezas materiales, ni conservar lo superfluo, viendo la miseria del prójimo.

Todos los sacramentos son signos de una comunidad santa, signos que esencialmente nos ligan y nos obligan.

El bautismo es el signo de la alianza, la marca de familia. Por él se nos transmiten todos los derechos filiales, especialmente el de participar en la sagrada eucaristía y el de recibir los demás sacramentos; pero por él también se nos imponen nuestras obligaciones en la Iglesia.

Por la confirmación se nos da el Espíritu, que nos mantiene unidos a la comunidad santa, y al mismo tiempo "el poder y la obligación cuasi oficial" (ST III, q. 72 a. 5 ad 2) de dar testimonio de la fe y de ocuparnos públicamente de las cosas del reino de Dios.

Las sagradas órdenes, junto con la santidad sacerdotal que imponen, no son otra cosa que un servicio divino en el altar y en toda la vida, en bien de la comunidad. El sacerdote no ha de buscar su propia gloria, sino que todo su afán ha de ser cumplir una divina misión en servicio de sus hermanos.

La celebración comunitaria de la fracción del pan en la mesa del divino amor establece entre nosotros una sublime consanguinidad, con el mandato de amarnos con un amor abnegado y pronto al sacrificio, y de conservar una unidad indestructible.

El sacramento de penitencia rompe las cadenas del pecado, pero obliga a una saludable y agradecida reparación. El cristiano pecador ha faltado no sólo contra Dios, sino también contra la Iglesia, comunidad de culto y de salvación. Por eso, junto con la palabra del divino perdón, se le impone la santa obligación de ofrecer una reparación que valga también ante la comunidad y que cure las heridas que infirió a la Iglesia y a sus hermanos.

Por la extremaunción ofrece la Iglesia sus cuidados maternales a sus hijos enfermos, y les proporciona su auxilio poderoso en la hora más angustiosa. Además, presenta a Cristo, sumo sacerdote, la aceptación de los sufrimientos y la muerte, para que los una a los suyos redentores.

El sacramento del matrimonio establece una unión indisoluble y santificadora en el amor legítimo que se profesan dos personas, formando así una comunidad que es un retoño del tronco de la Iglesia. Ésta espera los frutos de esa unión, para llevarlos al baño de la regeneración, en donde nacen sus hijos. El matrimonio impone a quienes santifica una responsabilidad no sólo mutua, sino también referente a toda la Iglesia.

Si los cristianos viviéramos según los deberes que imponen los sacramentos y por la fuerza que ellos comunican, la Iglesia sería realmente el común recinto de la divina alabanza, del amor comunitario, de la responsabilidad social.

¿Y por qué no habríamos de colocar toda la vida y la actividad humana en sus relaciones con nuestros semejantes bajo la luz de estas realidades sobrenaturales, elevándonos sobre las simples exigencias de la naturaleza? Bien está que en nuestras relaciones y negocios con los no cristianos, en nuestra vida social con ellos, nos contentemos con observar los principios de orden natural. Pero tratándose de nuestro comportamiento privado y de la última y fundamental orientación de nuestra conducta, no deberíamos relegar a segundo plano ni las fuerzas ni las leyes de la vida de la gracia, para apoyarnos únicamente sobre las naturales. Éstas, por otra parte, no pueden comprenderse ni cumplirse bien, sino considerándolas bajo la luz de la revelación, toda vez que Dios las colocó bajo su influjo. Hay que reconocer, pues, que los sacramentos, especialmente los que imprimen carácter, nos imponen una misión social no sólo en el campo estrictamente eclesiástico, sino también en nuestra vida pública general. Esa misión es como una participación en la misión que la Iglesia ha recibido de santificar la creación entera.

¿No son los santos sacramentos, y muy en particular la sagrada eucaristía, "signo de unión, lazo de amor y expresión de concordia" ? (Dz 882).

Preciso es, por tanto, que, en la manera de celebrarlos y administrarlos, se haga resaltar lo mejor posible su imperativo social y su carácter comunitario.

3. Los sacramentos son para los fieles.

Los sacramentos están destinados únicamente a los miembros de la comunidad de la Iglesia, puesto que son signos de la asamblea católica del culto.

a) El bautismo, puerta de entrada en la Iglesia

Tienen derecho al bautismo todos los que poseen la sincera voluntad de hacerse miembros de la Iglesia y de vivir como tales. Por eso, para el bautismo de los niños aún no llegados al uso de razón, la Iglesia pide ciertas garantías de que serán educados católicamente. Por el mismo motivo, fuera del peligro de muerte, no se los ha de bautizar, sino con consentimiento al menos de uno de sus padres, o de sus tutores. No sería oportuna, sin embargo, una interpretación demasiado rigorista del principio que manda asegurar la educación católica como condición para el bautismo, pues así podrían morir muchos niños sin bautizar o por lo menos en no pocos casos disminuiría grandemente la posibilidad de que reciban una educación católica.

Conforme a un principio muy antiguo en la Iglesia, no se bautiza a los niños contra la voluntad de sus padres o tutores; pero llegados aquéllos al uso de razón pueden, con toda independencia, decidir sobre este negocio fundamental y, por lo mismo, si lo piden seriamente, pueden ser bautizados, aun contra la voluntad de sus padres. Sería una gran injusticia negarles el bautismo.

Todo bautizado, sea quien sea el ministro de su bautismo, pertenece de derecho a la Iglesia católica, pues el bautismo es el signo del pacto con la única verdadera esposa de Cristo. La consecuencia de esta verdad es que a los niños bautizados por herejes, aun cuando sean hijos de herejes, no se les impone conversión alguna propiamente dicha, a no ser que se hayan apartado de la Iglesia por un acto propio y responsable. Según el derecho eclesiástico, "antes de los catorce años no son considerados como acatólicos, ni siquiera en el fuero externo, y pueden ser admitidos en la Iglesia católica, aun sin abjuración formal o absolución de censuras".

Esta regla es práctica cuando un hijo de herejes, a causa de la oposición de sus padres, o de la ley civil, no puede ser inscrito como católico, a pesar de que prácticamente lleva vida católica y hace esperar que, ayudándole, permanecerá hijo fiel de la Iglesia. Sería, pues, una clamorosa injusticia el negar los sacramentos a un niño que, habiendo recibido el "único bautismo" y confesando la "única fe" (Eph 4, 5), pertenece en realidad a la única verdadera Iglesia, pero que tiene el inconveniente de no estar registrado en los libros católicos, a consecuencia de una fuerza mayor hostil. Pero no negamos que la prudencia cristiana es la que ha de dictar el proceder en cada caso.

b) Administración de sacramentos a herejes y cismáticos

Todo bautizado queda, a causa del carácter bautismal, agregado para siempre a la Iglesia católica. Pero, desde el momento en que alguien se adhiere a una secta herética o cismática, pierde el derecho a los santos sacramentos, signos de comunión con la Iglesia. Ésta debe, en principio, y por consideración de la esencia misma de los sacramentos, negarlos a los herejes y cismáticos, aun cuando yerren sin culpa, mientras no abjuren de sus errores y se reconcilien con ella. Pero como la Iglesia considera. como verdaderos hijos suyos por el alma, en razón del bautismo y de la buena fe, a los acatólicos que están en el error sin culpa propia, va siempre en su busca como buen pastor y hace por ellos cuanto le es posible; sólo se abstiene cuando su acción pudiera parecer una lejana aprobación de la herejía o del cisma. Por eso, en cuanto a la administración de los últimos sacramentos, se contenta, en caso de necesidad, "con una implícita reprobación de los errores y de las falsas confesiones, hecha lo mejor que sea posible, vistas las circunstancias y las personas".

Respecto, pues, de la administración de los santos sacramentos a los no católicos, creemos que pueden señalarse los casos y reglas siguientes, que por lo demás no han de aplicarse ciega e inconsideradamente. La prudencia exige considerar cada caso particular, para conocer lo que requiere el bien particular y general de los extraviados, y, sobre todo, para que la administración de los sacramentos redunde en testimonio de la fe y de la caridad de la verdadera Iglesia.

1) En peligro de muerte

a) A los acatólicos que han perdido el conocimiento ha de administrárseles el santo bautismo, si es necesario bajo condición, y eventualmente también la absolución sacramental y la extremaunción, cuando hay una fundada esperanza de que dichos sacramentos les pueden alcanzar la salvación. El escándalo que ello podría causar puede evitarse generalmente advirtiendo que al obrar así se presupone la disposición de aceptar la fe, y en atención al amor maternal de la Iglesia.

Como anota el Padre A. VERMEERSCH, es probable la opinión de que para recibir válidamente el bautismo es suficiente el votum baptismi implícito en toda contrición sincera, la cual incluye realmente la disposición de abrazar la voluntad de Dios y de aceptar la gracia.

b) Si se trata de personas que están en peligro inmediato de muerte, pero que aún están conscientes y pueden manifestar su voluntad, preciso será examinar si su separación de la Iglesia católica es consciente y voluntaria o no :

"Si no es consciente, se les puede administrar todos los sacramentos que quieran y puedan recibir dignamente" 81. Siempre, como es natural, remoto scandalo.

Si es consciente, en principio habrá que manifestarles con toda claridad que el sacerdote católico no puede administrarles los sacramentos sino en el caso de que estén dispuestos a abrazar la Iglesia católica públicamente, según permitan las circunstancias.

A veces puede temerse con razón que tal declaración perturbe una conciencia que hasta entonces era de buena fe, con el consiguiente peligro para su salvación eterna. En tal caso, dice VERMEERSCH, apoyado en notables teólogos, que no se atrevería a condenar el que se le administrasen los sacramentos, aun el de la sagrada eucaristía, siempre que la administración no pudiese postergarse sin el peligro susodicho.

2) Fuera del peligro de muerte

a) A aquellos cuya separación es consciente y voluntaria, aunque tuvieran buena fe, no se les pueden administrar los sacramentos de la Iglesia, si no abjuran expresamente de la herejía o el cisma.

b) "A quienes no han caído en la cuenta de que están separados de la Iglesia católica y se consideran buenos cristianos, propiamente, según el derecho divino, y en términos generales, no hay por qué advertirles que su secta está separada de la verdadera Iglesia... Mas, habitualmente conviene advertirles la obligación que tienen de afiliarse a la verdadera Iglesia, y esto se ha de hacer para impedir que cunda el escándalo, o el indiferentismo. A veces será preferible no inquietar a los cismáticos que viven en países donde no hay comunidad católica y que de buena fe practican la religión dentro de su secta. Este caso puede verificarse cuando se prevé que después de haberles hecho comprender su error y cle haber conseguido su conversión formal, van a encontrarse luego en la necesidad o bien de pecar, asistiendo a los servicios religiosos de los cismáticos, o bien de privarse de todo culto".

Grande y profunda fue la intuición de VERMEERSCH cuando escribió lo que precede; al menos así lo pudimos experimentar en nuestros cuatro años de permanencia en Rusia. ¿ Qué podía hacer el sacerdote, cuando padres cismáticos venían con confianza a pedir el bautismo de sus hijos, sobre todo cuando ellos mismos no sabían ni siquiera bautizarlos, y cuando, con profunda humildad, suplicaban el consuelo, largo tiempo ansiado, de los santos sacramentos, qué podía hacer, preguntamos, ese sacerdote a quien habrían querido retener como pastor, a pesar de pertenecer a otro rito? En tales circunstancias no bastaba atender al peligro, aunque no próximo, producido por la guerra o las epidemias, sino que había que cuidar también de no herir los buenos sentimientos y de no dar pie a resentimientos perdurables contra los sacerdotes católicos, por haberles rehusado la ayuda espiritual. Su conducta tenía que ser entonces la expresión elocuente de una caridad verdaderamente católica. Si se hubiesen aplicado a la letra los decretos del Santo Oficio, pensados para otras circunstancias y casos particulares, se hubiese cometido una grave injuria contra los mismos decretos y contra el amor materno de la Iglesia; sobre todo cuando los decretos, como explican autores tan competentes como VERMEERSCH, no podían aplicarse a casos extraordinarios. ¿No es cierto que la conducta debe ser en todas circunstancias tal que por sí misma deponga en favor de la única, verdadera, santa y católica Iglesia? Además, hay que tener presente que la implícita confesión católica de nuestros hermanos separados exteriormente prepara, a su modo, la explícita aceptación de la verdadera Iglesia y la renuncia al cisma.

Su Santidad Pío xii, en su conmovedora Carta Apostólica Carissimis Russiae populis, ha exaltado la piedad verdaderamente católica y la sincera buena fe de muchos ortodoxos (por lo menos allí donde no está establecida la iglesia católica) y el amor maternal que la Iglesia les profesa.

Creemos que la norma de conducta que se ha de seguir aun en las más extraordinarias circunstancias es esta verdad, a saber, que los sacramentos de la Iglesia son la expresión de la única verdadera comunión de culto, la de la Iglesia católica, son la manifestación de su fe y de su amor. Si la Iglesia, al tiempo que rechaza radicalmente todo indiferentismo, vuela en ayuda de los no católicos, cuando yerran inculpablemente y se encuentran en un caso de especial necesidad, da entonces la prueba más patente de que los sacramentos son signos de la única santa comunión de culto, de fe y de amor, por medio de estos sacramentos va la Iglesia al encuentro de todos aquellos que, dando oídos al clamor más íntimo de sus almas, abren los brazos para abrazar el signo y recibir los frutos de la verdadera Iglesia.

Estas consideraciones no impiden que, en países afortunadamente católicos casi en su totalidad, la conducta de los sacerdotes pueda ser más estricta.

4. Exclusión de la comunión con la Iglesia

El castigo más riguroso que inflige la Iglesia a los miembros perturbadores de la comunidad es la exclusión de la participación a los sacramentos, o sea, la excomunión. Pero la Iglesia, por su gran clemencia y solicitud por sus miembros, sólo aplica este castigo como pena medicinal; y lo levanta tan pronto como el pecador se arrepiente sinceramente, y cuando, para probarlo, hace todo lo que está en su mano para reparar los daños causados, por ejemplo, en lo referente a la educación católica de sus hijos. En el derecho canónico se explica más al pormenor cuanto se refiere a la excomunión y demás penas eclesiásticas.

5. Apartamiento de los indignos

Quien ha deshonrado gravemente a la Iglesia con una vida escandalosa, o con un crimen que haya llegado a ser del dominio público, puede, conforme al derecho eclesiástico, ser apartado de los sacramentos, si no está dispuesto a reparar el escándalo.

En muchos casos la Iglesia se contentará con la recepción piadosa y humilde de los santos sacramentos; considerándola como acto de reparación del escándalo. Pueden presentarse casos en que el pecador, estando realmente arrepentido, no pueda, sin inconveniente, recibir públicamente los sacramentos (por ejemplo, cuando dos personas sólo han contraído matrimonio civil, pero viven realmente en continencia). En tal caso podrían ir a recibir los sacramentos en un lugar donde no fuesen conocidos; así el bien común no padecería menoscabo.

Cuando un pecador oculto pide ocultamente la sagrada comunión y el sacerdote sabe que no ha recibido el sacramento de penitencia o que no se le podía dar la absolución, hay que rechazarlo, aunque sin mengua de su buena reputación. El sacerdote no puede para ello servirse de lo que ha sabido sólo por la confesión. Públicamente sólo pueden rechazarse los excomulgados, los públicos pecadores y aquellos sobre quienes ha caído el entredicho.

6. Cualidades del ministro de los sacramentos

Puesto que en la administración solemne de los sacramentos el ministro es representante e instrumento de la Iglesia, debe reunir ciertas condiciones :

a) Unión externa y también interna por la gracia al cuerpo místico de Cristo; b) intención que lo asimile, en su actuación instrumental, a la fuente de los sacramentos, que es Cristo, y a la Iglesia; c) poder eclesiástico; y d) observancia de los ritos de la Iglesia.

a) Ser miembro del cuerpo místico

El ministro de los sacramentos tiene que ser miembro vivo del cuerpo místico de Cristo y de su única Iglesia visible.

Es, de todos modos, válida la administración de los sacramentos por herejes y cismáticos, así como también la administración del bautismo por una persona no bautizada, cuando tienen la intención de hacer lo que hace Cristo y la Iglesia. Todo sacerdote, aunque esté separado de la Iglesia, puede celebrar la santa misa y administrar los sacramentos válidamente, con tal que realice las condiciones establecidas por Cristo y por la Iglesia.

Pero está estrictamente prohibido a los fieles recibir los sacramentos de la Iglesia de manos de un sacerdote no católico, aunque de allí hubiera de seguirse el privarse por más de un año de los sacramentos. Los sacramentos son signos de la unión con la Iglesia. Asistir libre y voluntariamente a los oficios religiosos de los no católicos y recibir los santos sacramentos de manos de herejes o cismáticos equivale normalmente a declararse contra la unidad y la comunión de la única verdadera Iglesia. Ello causa además grave escándalo y grave peligro para la fe. Diferente es el caso de un moribundo que no tiene más remedio que recibir los últimos sacramentos de un sacerdote no católico. El derecho canónico 88, al conceder a todos los sacerdotes (sin excluir, por lo menos expresamente, a los no católicos) la facultad y la licencia de absolver en tales casos, admite una interpretación benigna.

Diferente, sin embargo, es el juicio que merecen los católicos de Oriente que después de haber estado privados de los sacramentos por largo tiempo, los reciben con la mejor intención, aun fuera del peligro de muerte, de manos de sacerdotes violentamente separados de la unidad de la Iglesia católica.

No han de recibirse los santos sacramentos fuera del peligro de muerte de manos de sacerdotes excomulgados, una vez que se haya pronunciado la sentencia condenatoria. Tampoco es ministro apropiado de los sacramentos el sacerdote públicamente escandaloso, cuyo ministerio se hace, por lo mismo, gravemente pecaminoso. El pedírselos no redunda en gloria de la Iglesia, ni de los sacramentos, sino que implica una cooperación, por lo menos material, la cual no es lícita sino en casos de verdadera necesidad. En esta materia es preciso atender al principio general de que no sólo podemos, sino que debemos tener por buenas a las personas si no hay pruebas de su maldad. Una concepción demasiado estrecha en esta materia nos llevaría a ser jueces excesivamente severos.

Por lo demás, la contradicción resulta flagrante, cuando el que ha sido consagrado como ministro de la Iglesia pretende actuar como instrumento de santificación, sabiéndose privado de la gracia y no esforzándose en recuperarla.

b) Intención del ministro

El ministro de los sacramentos es un instrumento racional de Cristo y de la Iglesia; por eso sólo administrará válidamente los sacramentos si tiene la voluntad de obrar como tal. La asimilación ministerial con la fuente principal de los sacramentos se llama "intención", o sea voluntad de realizar lo que Cristo y la Iglesia tienen intención de hacer, o simplemente tener la voluntad de obrar según la intención de la Iglesia.

Se presume siempre que la intención corresponde a la acción exterior. "En las palabras que pronuncia (por ejemplo, yo te bautizo...) ya se expresa la intención de la Iglesia, lo que basta para la perfección del sacramento, a no ser que el ministro exprese exteriormente lo contrario...". Por eso, el sacerdote no ha de sentir inquietud acerca de la validez de algún sacramento porque haya sufrido alguna distracción al administrarlo, si, según las circunstancias, su acción no puede considerarse como un simple ejercicio de rúbricas, y si en su interior no ha excluido expresamente la intención.

Lo más conveniente es, desde luego, tener la intención actual, junto con la atención actual a la acción sagrada; mas, para la validez, basta la intención habitual, junto con la exacta realización exterior, lo cual garantiza la eficacia del sacramento (virtualitatem intentionis). Ni siquiera impide la validez de los sacramentos el que el ministro no crea personalmente, o admita algún error, con tal de que tenga la intención de hacer lo que hace la Iglesia de Cristo; pues "el ministro de los sacramentos obra en nombre de toda la Iglesia, cuya fe suple lo que falta a la fe del ministro". Por este aspecto parece que no puede haber causa real de inquietud para el sacerdote, por más que deba tener presente que, como ministro de los divinos misterios, está obligado a proceder siempre como instrumento consciente de Cristo y de la Iglesia.

c) Poder eclesiástico

Cualquier persona puede administrar válidamente el bautismo. En caso de necesidad (peligro de muerte de un niño o de un catecúmeno ; y fuera del peligro de muerte, cuando deban esperarse semanas hasta tener a un sacerdote, todo católico tiene dicho poder, y ha de considerar como sagrado deber de religión y de caridad el no dejar morir a nadie sin este divino auxilio, cada vez que quepa esperar que el paciente es capaz de recibir la gracia del sacramento.

El sacramento del matrimonio se lo administran a sí mismos los desposados cristianos. También para este sacramento se requiere el poder de la Iglesia; la prueba es que para su validez se requieren ciertas condiciones por ella establecidas (presencia del párroco competente, de dos testigos de la Iglesia, y ausencia de impedimentos dirimentes).

Mediando una causa importante, un diácono puede administrar solemnemente el bautismo y la comunión. Para la administración del sacramento de la penitencia se requiere, además del poder de orden sacerdotal, el de jurisdicción, ya que aquí se trata de manera especial del ejercicio del poder pastoral eclesiástico por el acto de reconciliación con Dios y con la Iglesia. En las reglas sobre esta materia es fácil advertir el cuidado maternal de la Iglesia que autoriza la libre elección del confesor y que da jurisdicción a cualquier sacerdote sobre los que se encuentran en peligro de muerte, y que en los casos de error común, o de duda acerca de la jurisdicción, suple de antemano y por ministerio de la ley su falta eventual.

El sacramento del orden, y normalmente el de confirmación, sólo puede administrarlos el obispo consagrado. Cierto es que, en peligro de muerte, en virtud de un poder especial concedido por el Sumo Pontífice, ora por concesión individual, ora por gracia general, un simple sacerdote podría administrar la confirmación. Recientemente se ha concedido a los párrocos y a quienes hacen sus veces la facultad de confirmar feligreses en peligro de muerte, si no es posible llamar al obispo. Para los países de misión existen aún facultades más amplias. Fuera de estos casos, sería inválida la confirmación administrada por un simple sacerdote. Por aquí se ve hasta qué punto los sacramentos de Cristo están sometidos, en sus pormenores, a la regulación de la Iglesia.

d) Observancia de los ritos

El ministro de los sacramentos está obligado en conciencia a observar los ritos prescritos por la Iglesia. No los puede, pues, tomar y dejar a su antojo; porque ha de saber que, en esta materia, la única autoridad competente es la de la Santa Sede. Todo lo que respecta a la administración de los sacramentos y al culto exterior ha sido encomendado por Cristo a su esposa, la Santa Iglesia.

Así, el acto del individuo sólo será acepto a Dios en la medida en que se ajuste a la voluntad de Cristo y de su Iglesia, considerándose como su instrumento. Se oponen a ello tanto el obrar a capricho como el proceder mecánicamente.

Además de cuidar su válida administración, el sacerdote tiene que poner especial empeño en que la celebración de los sacramentos sea digna y piadosa, de manera que despierte la piedad de los fieles. Preciso es, pues, que cada acción y cada gesto litúrgico vaya penetrado del santo respeto que inspira el pensar que realiza un misterio divino, con Cristo y por Cristo, y del cuidado por el bien de los fieles, de los que él es el santo "corego" y portavoz. Mucho mayor cuidado se ha de poner en esta piedad y devoción que en la minuciosa observancia de rúbricas de poca importancia.

Evidentemente que en el seminario y después de él es preciso adquirir y mantener un exacto conocimiento de las rúbricas y ritos, pero no hay que convertir ese cuidado en obsesión, con el peligro de descuidar otras obligaciones sacerdotales más importantes. Las severas amonestaciones de moralistas y canonistas se encaminan, con razón, sobre todo contra la arbitrariedad, la negligencia y la falta de orden y limpieza.

La atención principal ha de prestarse a cuanto atañe a la validez; luego, a las palabras y gestos, que por su especial simbolismo y significado tienen particular importancia. (Piénsese, por ejemplo, en la mezcla de agua y vino en el ofertorio.)

Es sentencia común de los moralistas que, además de las rúbricas que obligan en conciencia (preceptivas), las hay meramente directivas, que sólo obligan en cuanto son necesarias para asegurar la digna y armoniosa ejecución de los sagrados ritos. Además, los decretos de la Congregación de Ritos han de interpretarse conforme a los principios del derecho, y no pocos de dichos decretos han caído en desuso a causa del desarrollo viviente de la Iglesia. Es un abuso insolente el querer frustrar cualquier sincero esfuerzo por hacer más fructuosa la liturgia, echando mano de un anticuado decreto de la Congregación de Ritos. ¡ Con cuánta frecuencia esos hombres tan celosos por el derecho son pésimos conocedores de las verdaderas reglas litúrgicas! Hay respuestas de la Congregación de Ritos que datan de hace más de un siglo y que sólo tenían en vista una región. El solo hecho de que la Congregación de Ritos no reedita los Decreta authentica hace años agotados, es prueba, entre otras, de que en esta materia está en curso una vigorosa evolución. Hay que guardarse de oponer al desarrollo viviente de la Iglesia contemporánea la letra muerta de antiguos decretos, que ya no pueden ser sino testigos de tiempos idos.

V. LOS SACRAMENTOS, MEDIO DE SALVACIÓN.
OBLIGACIÓN DE RECIBIRLOS

Los sacramentos tienen por finalidad la santificación de nuestra vida. Ellos, en efecto, nos introducen en la nube luminosa de la gloria de Dios y nos predican que tenemos que buscar nuestra salvación en la glorificación de Dios; ellos orientan nuestra vida hacia Cristo y su acción redentora, y nos hacen comprender que no podemos salvarnos sino incorporándonos a Cristo y a su acción eficazmente redentora; por ellos tomamos parte en la obra cultual de la Iglesia ; por ellos, en fin, formamos parte de la Iglesia y recibimos una misión eclesiástica.

Los sacramentos son medio de nuestra salvación, precisamente porque no nos concentran egoístamente sobre nosotros mismos, haciéndonos pensar sólo en nuestra propia salvación, sino que nos hacen ver que nuestra salvación está en santificarnos en Cristo y en la Iglesia para gloria de Dios. Éste es el profundo sentido en que decimos de los sacramentos que son "medios de salvación".

Pero al mismo tiempo que medios de salvación, los sacramentos son también remedio de nuestra debilidad.

Por eso la obligación de recibir los santos sacramentos, que nunca ha de mirarse como un seco imperativo, está fundada en la graciosa voluntad cíe Dios de santificar con ellos nuestra vida y la del mundo entero, en cuanto de nosotros dependa, remediando al mismo tiempo nuestra propia debilidad para ser capaces de recorrer el canino de la salvación.

El bautismo obliga estrictamente a todos los hombres, por cuanto a todos obliga la santificación, y por la universalidad del mandamiento divino. Para el logro del santo bautismo, o para que otros lo alcanzaran, debería estar el hombre dispuesto a los mayores sacrificios. Y la mujer encinta debe estar dispuesta a exponer su vida a cualquier peligro, antes que someterse a operaciones que, aunque indicadas por los médicos, excluyeran la posibilidad de bautizar la criatura. En caso de aborto es preciso bautizar el feto que tal vez vive aún, bajo esta condición : si eres capaz. La santificación y remedio que nos confiere el bautismo, nos obliga a un ferviente apostolado en favor de los no bautizados.

No están de acuerdo los teólogos en determinar si es obligatoria, so pena de pecado grave, la recepción de la confirmación, fuera de especial necesidad (como la evitación de un escándalo. etcétera). Modernamente se la considera como uno de los fundamentos de la Acción católica, y principalmente para la misión de santificar la vida cristiana, por lo cual se va afianzando la opinión de que su recepción obliga gravemente.

Ya el derecho canónico advierte que aunque la confirmación no sea medio necesario para salvarse, no se ha de descuidar su recepción, pues su necesidad no es el único punto de vista, ni el solo motivo para recibirla. Con todo, una grave dificultad dispensa de ella.

Respecto de la eucaristía ha prescrito la Iglesia, como mínimo gravemente obligatorio, el comulgar una vez al año en tiempo pascual. Pero, por encima de este deber estricto, el cristiano se sentirá solicitado por la gracia, que pide una comunión cada vez más íntima con Cristo, y también por necesidades especiales de su alma, a recibir con mayor frecuencia los sacramentos de la eucaristía y la penitencia. Para comulgar con frecuencia, cada ocho días, o aún diariamente, no se requiere más que el estado de gracia, la recta intención y el esfuerzo leal para prepararse bien y dar gracias.

Es sumamente importante que el cristiano no considere primordialmente la recepción de los santos sacramentos, y sobre todo la del gran sacramento del amor divino, como una obligación, sino como una invitación y un don que le hace el divino amor, y que ha de recibir agradecido.

La recepción frecuente de la sagrada comunión, al menos cada ocho días y aún cada día, a ser posible, no ha de considerarse a la luz del mínimo exigido por la ley. Pero notemos que la comunión sólo llega hasta lo íntimo del ser en aquellos que han comenzado, por lo menos, a orientar su existencia conforme a la nueva ley, la ley de la gracia (cf. Rom 6, 14), o sea, conforme al amor de Dios.

Si es verdad que las obligaciones todas del cristiano sólo pueden comprenderse rectamente si se las considera como efectos de la amable v bondadosa voluntad de Dios, esto se aplica con mayor razón a las obligaciones que atañen al don de los dones, al don del amor divino, al santísimo sacramento. El primero y mayor deber que nos incumbe respecto del santísimo sacramento es esforzarnos con ardor por comprender el ardiente anhelo que siente el Salvador de dársenos por este sacramento y de acrecentar así nuestro amor.

Por lo mismo los sacerdotes y educadores han de poner un santo empeño en despertar en los niños, cuanto antes, un encendido amor hacia la divina eucaristía. Y tan pronto como ha prendido en su corazón ese amor, y tan luego como se ha abierto su inteligencia y han comprendido lo que es este divino manjar, adquieren un derecho estricto a la sagrada comunión, que ni padres, ni párrocos pueden negar sin grave injusticia. Precisamente al tratar de la primera comunión de los niños, subraya el derecho canónico el santo e intangible derecho de. los padres y su correspondiente obligación de dar a sus hijos la necesaria preparación y de juzgar cuándo están suficientemente preparados.

El párroco sólo tiene un derecho de vigilancia, que emana de su cargo pastoral. Debe, pues, velar para que no sean admitidos los que aún no estén bien dispuestos. Por otra parte, "debe procurar que los que ya han llegado al uso de la razón y están suficientemente dispuestos, sean alimentados cuanto antes con este divino manjar".

Por consiguiente, pecan gravemente contra el derecho eclesiástico y contra el sagrado derecho de los niños, y demuestran que no han comprendido el nervio capital de su acción sacerdotal, los párrocos que difieren por largo tiempo la comunión a los niños suficientemente preparados.

Estando toda la vida cristiana orientada hacia la eucaristía, hacia la misma debe orientarse la primera educación de los niños llegados al uso de razón.

El confesor puede imponer como penitencia la recepción frecuente (por ejemplo, mensual) de los sacramentos de penitencia y eucaristía si, según las circunstancias, juzga que ello es provechoso o necesario para hacer más profunda y duradera la conversión. Pero en tal caso es esencial dar a comprender claramente al penitente que dichos actos se le señalan, no tanto por la penitencia que incluyen, cuanto por el amor con que él debe corresponder al que le profesa el Redentor.

Está fuera de duda que hay obligación de recibir la extremaunción en caso de enfermedad mortal, pero no es cosa del todo averiguada si es grave dicha obligación, fuera de ciertas circunstancias especiales (profanación del sacramento, peligro de escándalo, terca persuasión de que no existe peligro de muerte, temor supersticioso de que la extremaunción mata).

En pro y en contra se ofrecen razones de peso que dividen a los teólogos. Nos parece que la "santificación" de la enfermedad, la aceptación de la vida o la muerte y la unión sacramental de los sufrimientos y la muerte con la pasión y muerte de Cristo en la cruz, son consideraciones que inclinan a tener por grave dicha obligación. Los que sostienen la opinión contraria parece que sello consideran la cuestión desde el punto de vista de su necesidad para salvarse.

La recepción del santo viático en peligro de muerte es, con seguridad, gravemente obligatoria.

Los parientes que no advierten al enfermo con tiempo y caritativamente la gravedad de su dolencia para que reciba oportunamente los últimos sacramentos, pecan gravemente contra la caridad con el prójimo, si, a su juicio, ese descuido puede poner en peligro su eterna salvación.

Cuando un enfermo grave está ya inconsciente y, por tanto, no puede confesarse ni comulgar, hay obligación de hacerle administrar la extremaunción. Y este sagrado deber incumbe no sólo a los parientes próximos, sino a todos sus allegados. Aun más: puesto que la recepción de los últimos sacramentos es el mayor consuelo y el mayor tesoro para los moribundos, y un acto especial ele religión, esta misma virtud y la de caridad obligan a los allegados a procurarles dichos sacramentos, si están en la requerida disposición de espíritu.

No hay precepto general que obligue a recibir los sacramentos de matrimonio y de orden sacerdotal. Su recepción incumbe sólo á aquellos a quienes llama Dios a su servicio en estos estados. Quien advierte claramente el divino llamamiento a alguno de estos estados, estará obligado a corresponder en la medida en que los motivos de la vocación la hagan indubitable.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO I
Herder - Barcelona 1961
Págs. 704-751