Sección cuarta

LA VIRTUD TEOLOGAL DE LA CARIDAD


1. EL AMOR A DIOS, ELEMENTO ESENCIAL PARA SEGUIR A CRISTO

La fe nos hace alumnos de Cristo, la esperanza nos acerca a Él, redentor y mediador nuestro, la caridad nos hace sus discípulos y sus amigos.

El que cree, pero no ama, no puede ser ni discípulo, ni amigo de Cristo, y ni siquiera buen alumno suyo, porque las hermosuras de la fe sólo pueden descubrirse con los ojos del amor. La persona adorable de Cristo sólo se revela perfectamente, con toda su intimidad y su amor, al corazón que lo ama. "Las intimidades de Cristo sólo son para quien se le ha entregado : para su discípulo". Del ser, de los pensamientos y de las acciones de Cristo no rezuma sino amor; por lo mismo, para poder establecer con Él una comunidad de vida, de pensamientos y de bienes, preciso es amar con su mismo amor, poseer, pues, la virtud teologal de caridad. Fue el amor el que impulsó al Verbo a hacerse hombre y a realizar la redención humana : la respuesta del hombre no puede ser sino la del amor.

El amor sumo, que todo lo entrega, fue el que llevó al Hijo de Dios a hacerse nuestro hermano, amigo y maestro. También el amor, pero el amor verdadero, el que de veras se preocupa más por el honor de Cristo que por la propia ventaja, nos hará amigos y discípulos suyos. "Quien no tiene amor, en vano cree, en vano espera... si no se sirve de la fe y de la esperanza para adquirir el amor. Aunque la esperanza es imposible si no hay algún amor, es posible, sin embargo, que no se ame aquello sin lo cual es imposible conseguir lo que propone la esperanza" (S.Ag.) Lo que nos hace discípulos de Cristo y lo que pone en nuestro corazón la virtud salvadora de la fe y de la esperanza, es el amor a Cristo mismo, y no el amor a los bienes que nos promete.

Santo TOMÁS considera la caridad como una amistad con Dios. Los místicos, empleando el lenguaje de la sagrada Escritura, sobre todo del Cantar de los cantares, hablan a menudo del matrimonio. Cosa igual queremos expresar nosotros al hablar del "seguimiento" de Cristo y al emplear los conceptos análogos de "Maestro-discípulo". El matrimonio espiritual expresa, sobre todo, la intimidad y la indisolubilidad del amor (o por lo menos a eso tiende); el término "amistad", empleado por el mismo Jesús, designa una inaudita mancomunidad y reciprocidad en el amor: la idea del seguimiento = Maestro-discípulo, que es también idea bíblica, manifiesta la intimidad de las relaciones, la unión del amor, al mismo tiempo que la desigualdad y la amorosa dependencia del discípulo para con el Maestro. En todo caso las tres expresiones significan que el núcleo central de la unión con Cristo es el amor.

Las relaciones de dos amigos, las de dos desposados, las de maestro y discípulo suponen :

a) Una afinidad espiritual, una semejanza interior. Siempre que Cristo le da su amor al alma, le da también la gracia santificante, y con ella, una participación en su divina naturaleza, en la medida en que una simple criatura puede recibirla. El amor divino y la gracia santificante nos confiere tal semejanza interior con Cristo, que Él tiene que reconocernos realmente por hermanos suyos e hijos del Padre celestial.

b) La amistad, la relación entre desposados, entre maestro y discípulo, exige, además, cierta comunidad de bienes: por eso el Señor otorga a su discípulo lo que hay de más alto, el Espíritu Santo, el espíritu de amor. Le concede también los méritos de su pasión, y el derecho hereditario a gozar de aquella misma felicidad de que Él goza en unión con el Padre en el Espíritu Santo. Es propiamente por el amor como el divino Maestro concede a su discípulo una participación real en el tesoro de sus divinas verdades; en efecto, sólo por el amor llegamos a compenetrarnos íntimamente con las grandes revelaciones de la fe. El Señor mismo lo ha afirmado : "A vosotros os llamo amigos, porque todo cuanto oí de mi Padre os lo he dado a conocer" (Ioh 15, 13 ss). Lo más profundo que el Hijo le oye al Padre es el diálogo del amor en el Espíritu Santo. Esta verdad, la más íntima de todas, sólo la capta el discípulo que, transido de amor, se entrega a ella por entero.

La fe y la esperanza, al mismo tiempo que condiciones, son elementos, de la comunidad de bienes que exige la amistad con Dios. Pero notemos que sólo por ser sus discípulos, sólo mediante la divina caridad, podremos conseguir que la fe y la esperanza valgan por moneda con que alcancemos la gloria eterna, de forma que después de habernos dado el Salvador con ellos la participación inicial y radical de sus propios bienes, lleguemos por fin a conocerlo como Él conoce al Padre y el Padre lo conoce a Él, y a heredar su misma felicidad, en la caridad del Espíritu Santo.

El acto de amor con que el discípulo corresponde al amor del Maestro incluye la donación total de sí mismo, de todo su ser, de todos sus actos : ya no quiere tener nada que no pertenezca enteramente a Cristo, al Señor, al Maestro, al amigo. Es la donación por la donación.

c) El amigo unifica su voluntad con la de su amigo. Al discípulo no le basta tener el sentimiento del amor; lo acompaña la voluntad dominante de dejarse moldear del todo por el divino Maestro y la de sacrificarse enteramente por su gloria y por su reino. Quien sigue a Cristo y pretende su amistad divina tiene que conformarse con el siguiente postulado : "Seréis mis amigos si hacéis lo que yo os ordeno" (Ioh 15, 14).

d) Los amigos quieren estar siempre juntos. El Hijo de Dios, que por su encarnación y su vida entre los hombres vino a estar junto a nosotros a lo humano, continúa acompañándonos por la santísima eucaristía y sobre todo por su inhabitación en et alma de los justos. El discípulo, por su parte, tiene que buscar la compañía del Maestro visitándolo a menudo, recibiéndolo en la sagrada eucaristía, viviendo en la presencia de Dios y dándose a la oración. "Fides credit, spes et caritas orant, sed sine fide esse non possunt, ac per hoc et fides orat" (SAN AGUSTÍN, Enchiridion sive de fide, spe et caritate, PL, 40, 234). La esperanza exhala sus plegarias, el amor su júbilo y agradecimiento, sus loores y alabanzas. Sólo la oración del amor conserva la unión de la divina amistad.

e) No se llega a discípulo de Cristo por propia iniciativa o esfuerzo, sino sólo por gratuita elección suya: "No me elegisteis vosotros a mí; fui yo quien os escogí a vosotros" : es obra de la divina amistad con que Cristo nos distingue: Nadie tiene mayor amor que aquel que da la vida por sus amigos" (Ioh 15, 13). Por su parte, el discípulo debe corresponderle poniendo en Él toda su predilección y estando dispuesto a dar su vida por Él y a no amar nada sino en Él.

II. ESENCIA DE LA CARIDAD

El amor es la inclinación hacia un bien, nacida del conocimiento que se tiene de su valor y mérito. El amor de concupiscencia se mueve más por la utilidad o servicio que puede prestar el objeto amado. Pero, cuando alguien se inclina hacia alguna cosa o persona para gozarla egoístamente, sin considerar para nada su valor intrínseco, no puede decirse en modo alguno que le tiene amor, sino pasión. El amor real sólo comienza cuando uno goza de que el amado posea tal o cual mérito o valor, cuando se siente uno atraído por el bien de que goza el prójimo, o cuando, por lo menos, siente uno que, por algún título, está hecho para ese valor. El llamado "amor de concupiscencia" es verdadero amor si, al amar al otro, se le reconoce, al menos confusamente, un valor real que satisface y conquista. Puede decirse que ama verdaderamente a Dios, aunque con simple amor de concupiscencia, el hombre que llega a comprender que sólo Dios puede hacerlo dichoso, estando hecho exclusivamente para Él, y que, por lo mismo, principia a desprenderse de cuanto le impida colocar en Él su felicidad.

Pero es claro que la forma perfecta del amor es el amor de benevolencia, que goza con el bien del amado, por ser del amado, con él se regocija, y se ingenia para manifestarle en toda forma su alto aprecio y para rendirle el honor que merece.

En el campo sobrenatural, al amor de concupiscencia corresponde la virtud teologal de la esperanza; al amor de benevolencia, la de la caridad.

La esperanza sobrenatural es la realización más ideal e insospechada del eros platónico, de la ambición del amor que en su vuelo no descansa hasta llegar a Dios. Con todo, la esperanza sobrenatural se diferencia esencialmente del eros griego en que aquélla no se consigue propiamente con el esfuerzo humano por elevarse, sino sólo por la liberalidad de Dios, por gracia, no por merecimientos: sólo Él puede prender una esperanza que coloca su atractivo sobre todo lo creado. La esperanza cristiana presupone una idea de Dios completamente distinta de la de los griegos, cuyo Dios era el objeto de todos los amores, sin que por eso Él retribuyese con el amor (Hineí dé hos erómenos). Para el cristiano, por el contrario, Dios mueve todas las cosas y enciende la esperanza y la caridad divinas, pero por ser el primer amante.

La esperanza sobrenatural procede del amor de Dios que se entrega y se abaja, procede de la agape. "Dios nos amó primero" (1 Ioh 4, 10) : "No me habéis escogido vosotros, fui yo quien os escogí a vosotros" (Ioh 15, 16).

El amor del Hijo de Dios que lo llevó hasta el anonadamiento, hasta la muerte en la cruz, es, sobre todo para el griego, cuyo Dios no ama a los hombres pero sí gusta de que los hombres lo amen, un verdadero escándalo. En realidad nadie nos ha amado jamás con un amor tan inaudito.

El amor que Dios nos da y que sólo Él puede despertar graciosamente en nuestros corazones, es participación inmerecida y sobrenatural de su propia esencia, que es amor : "Así como mi Padre me ha amado, así os amo a vosotros" (Ioh 15, 9). Podemos y debemos amar con el mismo amor del Salvador si, cono Él permanece en el amor del Padre, permanecemos nosotros en su amor. La virtud de la caridad teologal es una participación del movimiento de amor que agita el interior de la divinidad. Así como el Padre con su conocimiento comunica a su Hijo toda su amorosa esencia, y así como el Padre y el Hijo se entregan enteramente en el soplo del Espíritu Santo, asimismo (en la medida en que ello es posible a una simple criatura) el Padre nos da a su Hijo, y el Padre y el Hijo nos dan al Espíritu Santo, de manera que también nosotros podamos entregarnos enteramente a Dios mediante el amor del Espíritu Santo que se nos ha comunicado (Rom 5, 5). El amor de Dios es un amor dadivoso, es un amor desbordante.

La infusión de la caridad nos capacita para un amor de la misma especie, que hace que amemos con el mismo amor de Dios: "Amaos como yo os he amado" (Toh 15, 12).

Así pues, la virtud de caridad es sobrenatural y divina, siendo una participación de la divina vida de amor. Dios, que es el mismo amor, transforma nuestro ser más profundo en imagen de su propio amor y despierta en nuestro corazón los movimientos de su mismo amor. Lo que es realmente el amor nos lo muestra Dios mismo con la encarnación, con la muerte redentora, con la santísima eucaristía, con la misión del Espíritu de amor. Dios es caridad: por eso, al venir Él mismo a habitar y a obrar en nuestra propia alma, no puede menos que comunicarnos la virtud divina del amor.

Pero es indudable que la caridad no es simplemente lo mismo que el Espíritu Santo que mora en nosotros, como pensaba equivocadamente Pedro Lombardo.

Dios es también el motivo y el objeto de la virtud teologal de caridad, es a Dios mismo a quien podemos amar.

Hay error grave, mejor dicho, un ataque a la más' profunda esencia del cristianismo, en la afirmación de aun. BRUNNER de que Dios no recibe siquiera nuestro amor, porque no lo necesita, y de que sólo podemos amarlo "en el prójimo"

No, Dios quiere inmensamente que lo amemos, no porque necesita nuestro amor, sino porque Él nos ama. El verdadero amor de amigo pide esencialmente reciprocidad. Cierto que es un gran misterio el que el Dios beatísimo le dé alguna importancia a nuestro amor y el que sea el mismo Dios el interlocutor necesario en el diálogo del amor humano con la divinidad. Naturalmente podríamos y deberíamos amar a Dios sobre todas las cosas, siendo el sumo bien, mas no podríamos amarlo tanto que lo moviésemos a establecer realmente con nosotros un pacto de amor. Pero he aquí que nuestro amor alcanza real e inmediatamente a Dios como a Padre y amigo nuestro, así como Él con su amor nos busca, nos abraza y atiende.

El motivo fundamental del amor sobrenatural a Dios es también Dios : Dios, digno absolutamente de amor, Dios, en sí mismo bien infinito, Dios, lleno de amor y benevolencia para con nosotros. El amor sobrenatural para con Dios no debe basarse sólo en las propiedades absolutas de Dios, sino que ha de inflamarse también en la consideración de su bondad para con nosotros, porque nuestro amor para con Él debe ser también gratitud por sus inefables beneficios, pues son éstos los que nos trazan el camino más fácil para llegar hasta el santuario de su divino amor. Con todo, el motivo esencial de nuestro amor a Dios no es el pensamiento de que el amor de Dios nos colma de bienes y de felicidad, sino el de que es signo y demostración de su intrínseca bondad.

Cuando el amor de gratitud contempla sobre todo el propio bienestar, es amor que procede preponderantemente de la virtud de la esperanza; cuando, por el contrario, se mueve más ante la bondad de Dios, que hemos experimentado, pertenece a la caridad. Ese amor es siempre expresión y desbordamiento de una u otra virtud.

Así pues, el amor sobrenatural es divino porque viene de Dios, porque su motivo y finalidad es Dios mismo, y, en fin, porque lleva a Dios: este amor es el único camino que tenemos para llegar a Dios. El amor sobrenatural es necesario para la salvación con necesidad de medio; con él llegaremos a la eterna unión de amor con Dios, unión que ese amor inicia ya en la tierra.

La caridad ordena también todas las demás cosas hacia Dios. Puesto que por la virtud teologal de caridad arraigamos en Dios, centro de caridad, por fuerza tendremos no sólo amor a Dios, sino que llegaremos a amar y a querer con Dios cuanto Dios ama y quiere. Cuando el amor viene de Dios, lleva también a Él todas las criaturas, lo que quiere decir que teniendo el divino amor en el alma, sabremos sacar de todas las criaturas un himno de alabanzas al amor de Dios, que sea digno de su grandeza.

Pero es al prójimo sobre todo a quien la caridad hace ver en Dios, pues gracias a esta divina y fundamental virtud podemos y debemos amar al prójimo porque Dios lo ama, y tal como Dios lo ama, y en cierto modo con el mismo amor de Dios, y por consiguiente, para llevarlo al amor a Dios. Se ve que amamos al prójimo con amor divino y sobrenatural si nos ingeniamos por acercarle más a Dios, por afianzarlo más en su amor.

El amor divino "no busca su interés" (1 Cor 13, 5), puesto que es voluntad no de sacar deleite o preponderancia sobre el prójimo, sino de servir desinteresadamente intereses más elevados, como son la gloria de Dios y la salvación del prójimo, haciendo lo cual queda también más enaltecido el amor de Dios.

III. PROPIEDADES DE LA CARIDAD

1. Es superior a todo

El amor a Dios tiene que ser superior al amor de todo lo demás; porque amar a las criaturas más que a Dios, o a éstas tanto como a Él, no sería, en realidad, amor a Dios, sino grave ofensa suya, profundo desconocimiento y desprecio del sumo bien (cf. Mt 10, 37; Lc 14, 26).

"Celoso es Dios": su santidad no sufre que se lo iguale, ni mucho menos que se le posponga a algún bien creado.

"La medida de nuestro amor a Dios es amarlo sin medida. El amor que tiende a Dios tiende a algo inconmensurable, infinito: ¿cómo podría tener fin o medida?, sobre todo si nos acordamos de que no se nos pide algo gratuito, sino sólo el cumplimiento de un estricto deber. Porque somos amados por aquel que aventaja todo conocimiento (Eph 3, 19), somos amados por Dios, cuya grandeza no conoce fin (Ps 144, 3), cuya sabiduría no tiene medida (Ps 146, 5), cuya paz supera todo sentimiento" (Phi! 4, 7) 51. "Nos ama Dios con todo su ser, "ex se toto", pues es toda la Trinidad la que nos ama"(SAN BERNARDO, De diligendo Deo)

No se nos exige, sin embargo, que la demostración sensible del amor a Dios sea más viva que la de cualquier otro amor, por ejemplo, del amor materno. Es indudablemente un bien ambicionable y no raras veces asequible con los dones del Espíritu Santo, el que el amor a Dios encienda también la parte afectiva y sensible de nuestro ser, y así se haga más tierno y fuerte. Lo principal es, sin embargo, que, apreciativa y volitivamente, el amor a Dios aventaje a todo otro amor.

La firmeza y decisión del amor a Dios se prueba sobre todo en el tiempo de la sequedad, cuando se retira el sentimiento del entusiasmo y del gozo sensible de Dios. Conviene entonces saber que lo principal del amor no es el entusiasmo—que por otra parte estamos lejos de desestimar —, sino la donación de sí basada en la estima profunda del bien.

2. Es interior y activa

El amor a Dios tiene que ser interior y eficiente: "Es fuerte el amor como la muerte, son como el sepulcro duros los celos, son sus dardos saetas encendidas" (Cant 7, 6 s). El amor a Dios no puede limitarse a simples demostraciones de sentimentalismo o sensiblería; lo que no significa que haya de despreciarse la vida afectiva o la manifestación sensible del amor en el caso de que sea eco verdadero y fiel del aprecio y estima interior y de la propia entrega, o sirva para ahondarlos. ¡La entrega del corazón!: he ahí la fuente profunda y por decirlo así el alma de todos los afectos amorosos y de toda acción que tienda a manifestar el amor. Conforme crece y se desarrolla el hombre espiritualmente, crecen también con influjo recíproco y vital estos tres elementos de la caridad: el sentimiento interior del amor, o sea, la estima y entrega amorosa al amado, el afecto y entusiasmo del amor, la demostración del amor por las obras. Faltando alguno de estos tres elementos (aunque el afecto y entusiasmo pueden languidecer temporalmente sin daño) el amor se hace rígido, débil o insincero. Es insincero el amor, sobre todo, cuando le faltan las obras; por otra parte, las obras más estupendas realizadas en servicio de Dios o del prójimo no son obras de amor si falta el sentimiento interior. "Hijos, no amemos sólo de palabra y con la lengua; amemos con las obras y en verdad" (1 Ioh 3, 18; cf. Mt 7, 21 ss; 1 Cor 13, 4 ss).

"Las obras del amor serán siempre las únicas que permitirán dictaminar acerca de la sinceridad del amor; a la inversa, el íntimo y ardiente sentimiento del amor es el alma que debe animar toda acción".

3 La caridad debe hundir sus raíces en la naturaleza misma del hombre

Si es cierto que el amor a Dios debe ser enteramente sobrenatural, no lo es menos que debe echar profundas raíces en la naturaleza misma del hombre. Esto significa que el hombre debe ofrecerse al amor sobrenatural de Dios con todas las energías vitales de que lo dotó la naturaleza.

El amor a Dios no debe considerarse como un elemento simplemente yuxtapuesto a la zona humana y natural del amor y (le la emoción. Porque el amor natural tiene que ir dominado y penetrado por el amor sobrenatural, de manera que la nobleza y energía, la ternura e indomable firmeza y todas las. secretas y misteriosas tendencias que incluye el amor natural refluyan aún sobre los sentidos con la fuerza y la nobleza del amor sobrenatural.

IV. EFECTOS DEL AMOR DIVINO

Los efectos del amor divino son : el perdón de los pecados y la justificación, conforme a aquellas palabras:

"Se le perdonan muchos pecados porque ha amado mucho" (Lc 7, 47) ; "el amor cubre multitud de pecados" (1 Petr 4, 8) ; la amistad con Dios y la filiación divina según está escrito: "Quien me ama será amado de mi Padre y yo también lo amaré" (Ioh 14, 21); el convertir en meritorias todas las obras que hacemos por amor, y el dar un valor eterno a los sufrimientos y alegrías que se reciben como venidas de la mano de Dios y por amor a Él, porque está dicho: "Dios hace concurrir todas las cosas para bien de los que le aman" (Rom 8, 28).

El amor abre los ojos para ver la hermosura y la profundidad de la fe (cf. Eph 3, 16 ss). La fe es como el ojo del amor, pero el amor es como la claridad del sol sin la cual el ojo no puede ver bien. Efectos o "frutos" del amor son también la alegría, el júbilo y el gozo en el Espíritu Santo, la paz y el celo por el honor de Dios y el bien del prójimo, la misericordia, la paciencia y el amor a la cruz (cf. Gal 5, 22).

V. EL AMOR A DIOS SE PRUEBA POR LA OBEDIENCIA

Cada capítulo de la teología moral, entendida como la doctrina del seguimiento de Cristo, debería mostrar cómo la conjunción de amor y obediencia constituye la disposición esencial del discípulo de Cristo.

El cristiano forma con Cristo y mediante Él con el Padre una auténtica amistad, fruto inefable del amor. Pero la humildad, condición para la legitimidad y autenticidad de ese amor, exige que seamos siempre conscientes de la infinita distancia y la esencial dependencia respecto de Dios, no suprimidas por el amor.

Nuestro amor a Cristo sólo es legítimo si es amor de adoración (sentimiento esencial a la religiosidad cristiana), si es amor obediente (actitud esencial a la moralidad cristiana). Cristo probó su amor al Padre y a la humanidad por su divina sumisión, y por la muerte obediente en la cruz. Por su amor obediente restableció las relaciones amorosas entre Dios y la humanidad, relaciones que habían quedado rotas por la desobediencia de los primeros padres. El acto de obediencia del nuevo jefe de la humanidad nos ha hecho aptos para el amor sobrenatural. Ahora le toca a cada cristiano en particular probar y conservar ese amor por medio de la obediencia y merecer aquí en la tierra, por medio del amor obediente, la eterna sociedad de amor con Dios en el cielo. El amor es la última finalidad y el verdadero significado de la vida, pero el deber que ésta impone es probar el amor, lo que no puede ser sino obedeciendo por amor.

La amistad amorosa con Cristo no ha de hacernos olvidar nunca nuestra condición de discípulos : el discípulo debe aprender y ponerse humildemente en seguimiento ael maestro y robustecer la autoridad de éste por su pronta obediencia. Pero en un discípulo es el amor al maestro lo que confiere a su obediencia la calidad que le es propia. El mundo debe reconocer en nuestra obediencia a Cristo el amor que a éste profesamos, al modo como Cristo mostró su amor al Padre obedeciéndole. "Conviene que el mundo conozca que amo a mi Padre y que obro según el mandato que Él me dio" (Ioh 14, 31).

La misma relación de reciprocidad que media necesariamente entre el amor y la obediencia, media entre el amor y la ley. Sin duda que .la obediencia amorosa va mucho más lejos que la simple obediencia a la ley, la cual no constituye más que el primer grado de aquélla. La simple obediencia a la ley no conlleva la intimidad personal del amor. Las leyes no son más que reglas generales, y, por lo mismo, no son, en el fondo, más que exigencias mínimas. Las leyes generales no pueden imponer lo más perfecto, en razón de que lo perfecto no es lo común ni puede pedirse a la generalidad. El amor, por el contrario, aspira esencialmente a lo más alto, a expresarse en obras del modo más cumplido.

Quien no es capaz de realizar el mínimo exigido por la ley, no podrá elevarse a las alturas de lo perfecto. Pero el que va movido por el amor, aunque marcha siempre por el camino trazado por la ley, no se detiene ni ante los límites más extremos de ésta.

Quien no ve en la ley más obligación que la de alcanzar un mínimo, tiene que acudir al amor para que al cumplir la ley, tienda a rebasarla cada vez en mayor medida. Quien, por el contrario, en la ley, tornada en toda su amplitud, ve al guía que debe conducirlo a alturas cada vez mayores (mandamiento cumbre), comprenderá que es propiamente el amor y sólo el amor el que hace realizar y cumplir toda la ley. "El amor es el cumplimiento de la ley" (Rom 13, 10), "toda la ley se compendia en un solo precepto, que es: amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Gal 5, 14), "el fin de la ley es el amor" (1 Tim 1, 5).

La nueva ley, que todo lo abraza, es el amor de Cristo (Ioh 13, 34; Mt 22, 36 ss). Todas las demás leyes y preceptos no son más que expresión o manifestación del gran precepto del amor, que lo comprende todo. Por eso, mirándolo bien, sólo puede realizar y cumplir toda la ley quien obra animado por el amor ; pues sólo el amor acierta a ver y a realizar la última intención de la ley.

En la misma medida en que la virtud de caridad y la ley están mutuamente compenetradas, se oponen, en cambio, el espíritu del amor y el frío legalismo. El amor es algo muy personal : el amor mira a la persona del legislador; comprende sus intenciones; tiene la sensación de que el legislador le habla a él personalmente y lo solicita y reclama todas sus energías, según las circunstancias de cada momento. El espíritu de simple legalismo no considera más que la ley impersonal (cuando no su simple letra) para preguntarse : ¿cuál es ese mínimo que debo cumplir para no pasar por quebrantador de la ley?

Es aún muy imperfecto el amor que sólo se preocupa por lo que debe hacer u omitir "para no faltar a la caridad". Pero el cumplimiento de la ley que va sostenido al menos por la preocupación de no perder el amor, es algo muy diferente del frío legalismo ; será amor imperfecto, pero amor, sin embargo, amor valioso, que lleva al verdadero y legítimo cumplimiento de la ley.

Pero hay que decir que el amor verdaderamente noble, valiente y esforzado, digno del discípulo de Cristo, es el que, sin pararse en el mínimo exigido por la ley, aspira resueltamente a escalar las alturas propuestas a nuestras aspiraciones. Naturalmente que estos esfuerzos han de ir guiados por la prudencia. El amor humilde y prudente se pregunta siempre : ¿qué es lo más conforme a mis actuales circunstancias, a mis fuerzas del momento, acaso débiles aún, qué es lo más agradable a Dios?

El amor es humilde; de ahí que, comprobando que nunca consigue cumplir la ley hasta sus últimas exigencias, jamás se imaginará que sean inútiles las orientaciones de la ley general.

El amor enseña también a temer, y por eso al cristiano no lo deja nunca sin cuidado la cuestión de acertar en la elección del bien, aunque sea siempre verdadera la palabra de san Agustín: "Ama et fac quod vis": el amor acierta siempre; pero precisamente el amor es el que hace ver en la ley de Dios y sobre todo en los ejemplos de Cristo el camino recto y luminoso; por eso no se para a examinar qué cosa puede hacer u omitir sin pecado, sino qué es lo que ha de realizar para subir a más encumbradas cimas.

El espíritu de simple y frío legalismo da una observancia sin vida, petrificada, sin calor personal.

El amor, por el contrario, mirando siempre al beneplácito de Dios y proponiéndose el mejor cumplimiento de su santísima voluntad, afina el oído interior para percibir a cada momento el encargo particular y personal de Dios y mueve a realizarlo como un encargo de amor.

VI. LA CARIDAD, VEHÍCULO Y FORMA DE TODAS LAS 'VIRTUDES

San PABLO compara las virtudes cristianas con las vestiduras del hombre : la caridad es el cinturón, "el vínculo de la perfección" (Col 3, 12 ss).

Así como una túnica adquiere forma y firmeza mediante el cinturón, así también la vestimenta espiritual de las virtudes las adquiere mediante la caridad. Está, pues, de acuerdo con la Escritura santo TOMÁS al llamar, con PEDRO LOMBARDO, forma virtutum a la caridad sobrenatural. Esto no quiere decir que todas las virtudes, tomadas según su esencia y su especie individual, deriven de la caridad, o formen con ella una misma especie. Pero es la caridad la que les imprime la orientación hacia el fin sobrenatural, hacia la eterna comunión con Dios. Es la caridad la secreta energía que comunica a toda la vida virtuosa la firmeza, el calor interior y el valor eterno a los ojos de Dios. Es ella el principio y, en cierto modo, la raíz que da valor sobrenatural a todo bien, esto es, hace que toda virtud sea moneda para adquirir la eterna bienaventuranza y medio para hacerse grato a los ojos de Dios.

La caridad no es una virtud más, sino la forma que abraza todas las virtudes, las eleva y dirige. "Por la caridad se convierte cada virtud en un principio vital que endereza toda la vida humana hacia Dios; por ella cada virtud se adueña de Dios" (SOIRON). Lo mismo pasa con el amor al prójimo: es, en verdad, virtud sobrenatural y amor verdaderamente divino, cuando lo anima e informa la caridad divina.

La vida espiritual y virtuosa del cristiano queda orientada hacia Dios simultáneamente por las tres virtudes teologales : "La fe muestra el fin, la esperanza va a su consecución, la caridad une con él" (SANTO TOMÁS, Com. a 1 Tim 1, 2). Mas como sólo la caridad es la forma perfecta de la fe y de la esperanza, puesto que sin aquélla éstas son virtudes imperfectas, "informes", puédese decir sencillamente que la caridad es la forma de todas las virtudes.

Es cierto que antes de que en el alma entre la caridad sobrenatural pueden existir en ella algunas virtudes; pero serán virtudes imperfectas, por cuanto no están adornadas con el carácter sobrenatural. Por el contrario, hay otras virtudes, como la abnegación, la verdadera humildad, el amor al sufrimiento, que no pueden brotar ni manifestarse sino gracias a la virtud teologal de caridad.

En resumen, hay que decir, pues, que la caridad es el primero y principal mandamiento, el lazo de unión, la forma y la madre de todas las virtudes sobrenaturales. Para que la caridad desempeñe todas estas funciones basta que de algún modo influya real y vitalmente sobre los actos de las demás virtudes como motivo y forma suya, sin que sea necesario que en cada uno de aquellos actos se renueve expresamente el acto de amor o la recta intención.

La caridad, siendo forma de todas las virtudes, confiere a la religión y a la moral una unidad tan perfecta, que no se puede desear mayor, pues gracias a ella toda acción moral del cristiano, hijo de Dios, reviste un carácter religioso. Amando a Dios y amando en Dios nos hacemos correalizadores del acto mismo con que Dios se ama a sí mismo y ama cuanto hizo. A Dios lo amamos por sí mismo, porque es absolutamente merecedor de nuestro amor: a las criaturas las amamos por ser centellas del amor de Dios. Si tenemos la caridad en el corazón, a través del amor con que amamos a las criaturas por el valor que en sí encierran, amaremos el valor eterno que irradia de la divina gloria; sí: amaremos a las criaturas por Dios y en fuerza del amor que con Dios nos une. Por la divina caridad se reduce a uno solo el objeto formal y el hábito virtuoso con que amamos a Dios, al prójimo y a nosotros mismos; y como consecuencia será esa misma virtud la que inspirará esencialmente nuestra conducta religiosomoral con los demás y con nosotros mismos, por diferente que sea el objeto material, tan diferente como lo son Dios y las criaturas.

VII. LA CARIDAD COMO PRECEPTO

KANT y SCHELER, partiendo de principios completamente diferentes, llegan a la misma conclusión, a saber, que el amor no puede imponerse por precepto. Para KANT es el amor un estado "patológico", algo que pertenece al campo de la sensibilidad y, por lo mismo, no cae en el campo moral, sino en el submoral. SCHELER, por su parte, dice que o se tiene o no se tiene amor, pero que en todo caso ni puede, ni necesita preceptuarse. Siendo el amor lo más espiritual que puede darse, nace tan pronto como se llega a conocer el objeto digno de amor.

Es exacto afirmar que la complacencia del bien en el valor (complacentia boni) no puede imponerse de un modo general, pues tal es la condición esencial de nuestra potencia espiritual de amar, que es el bien el que lo despierta y atrae. El hombre que no es capaz de captar el amoroso llamamiento del bien, tampoco es capaz de moralidad.

Y, sin embargo, hablando en general, y sobre todo tratándose de la caridad divina, puede ser objeto de un precepto. En efecto, Dios nos dio todo lo necesario para poder amarlo y nos hizo capaces de oír el llamamiento de su amor, de experimentar la magnificencia de su dilección y de corresponderle eficazmente con el auxilio de su gracia. No tendría objeto el precepto de la divina caridad si careciésemos de la aptitud sobrenatural para reconocer en Dios el objeto más digno del amor, o para amarlo realmente. Dios es caridad : tal se nos ha manifestado en Cristo. El Verbo encarnado, por su persona y por sus obras, nos puso de manifiesto el amor del Padre y el amor al Padre, y por el Espíritu Santo depositó en nuestros corazones la virtud y fuerza divina del amor. Así se justifica el precepto del amor impuesto a sus seguidores.

El precepto del amor a Dios significa: 1.° para el pecador, el deber de quitar los obstáculos al amor divino, deshaciéndose del amor torcido a los bienes creados. Así el precepto de la divina caridad impone a quien está en pecado mortal la grave obligación de hacerlo todo para recobrar el amor de Dios. Tiene que destrozar los ídolos y procurar un conocimiento más profundo del amor de Dios, y, cuanto antes, esforzarse a una contrición nacida del amor, o bien disponerse a recibir el sacramento de la justificación, que lo renovará en el amor, de manera que la divina caridad no encuentre ya ningún obstáculo a su paso.

Lo primero que se nos pide en el primer mandamiento no es que practiquemos el amor, sino que estemos y permanezcamos en el amor. "Permaneced en mi amor" (Ioh 15; 9). Verdad es que para estar en el amor hay que cumplir sus obras (Ioh 15, 10).

2.° Y puesto que sólo puede ser amado el amor que es conocido, el precepto del amor impone también, en general, la obligación de meditar en el amor. Tenemos que considerar la magnificencia del amor divino y cuánto merece Dios que lo amemos por el amor que nos ha mostrado en Cristo, y nuestra consideración debe ser también amorosa. El bien digno de amor no se muestra sino a la mirada amorosa, a la mirada que inquiere con amor real.

Todo amor puede morir si se pierde la contemplación del objeto amado. Por eso es imposible cumplir con el precepto del amor a Dios sin renovarse siempre en la contemplación de los motivos que nos asisten para amarlo, o sea sin la meditación del amor de Dios y de la dicha de vivir en su amor.

En la meditación entra también el cultivo de los sentimientos, de los afectos propios del amor: por eso son indispensables los frecuentes actos de amor. Claro está que lo que más aviva el fuego del amor no es eI número de actos, sino la viveza e intimidad de lz unión con la persona de Jesucristo y el empeño por seguir sus ejemplos.

3.° El precepto del amor impone la donación de la voluntad. Queda entendido que no puede uno rechazar el amor, o sea la complacencia en el bien, desde el momento en que uno cae bajo su esfera de atracción y llega a "conocerlo". Pero Dios, siendo el sumo bien, no se contenta con que nos prendemos de Él de cualquier manera; quiere que nuestro amor para con ÉI esté sobre todo otro amor. Ahora bien, por la fe no se nos da Dios a conocer directamente como en la visión beatífica, y por eso no queda el hombre necesariamente cautivado por Él, de suerte que ese amor sobre todo amor sólo se consigue rechazando en una forma activa, positiva y libre todos los demás amores desordenados a los bienes creados. En suma — y esto es importante —, la simple complacencia no es de ningún modo el acto perfecto del amor, mucho menos del amor a una persona. Éste requiere el acto de la libre donación del afecto, o sea la "dilección", la donación de la voluntad.

El campo religiosomoral, el de lo santo y de lo bueno, se diferencia del de lo hermoso y estético, precisamente porque provoca no sólo la complacencia, sino también la entrega. Y ésta es mucho más que la simple complacencia, es una decisión de la libre voluntad, un acto que exige frecuentemente una lucha interior.

4.° El precepto de la caridad impone las obras de la caridad. Estando siempre el hombre sometido a la acción moral, es imposible que sin las obras de la caridad pueda ésta existir largo tiempo, ni mucho menos crecer, si ha de ser verdadera complacencia en el bien y entrega de la voluntad. Mientras peregrinamos en este mundo, nuestra condición no nos permite un descanso definitivo, sino que tenemos que estar siempre en un continuo vaivén de la acción al reposo y del reposo a la acción. El sentimiento del amor tiene que encender el entusiasmo para la acción; a su turno, la acción provocada por el amor debe hacer más profundo y operante el sentimiento del amor.

Aquí aparece de nuevo la unión que reina entre el amor y la obediencia, y entre la religión y la moralidad.

Este precepto de la caridad, tan enfáticamente expresado en la sagrada Escritura, tiene un carácter de absoluta universalidad : se dirige a todas las energías del alma, a las puramente espirituales, a las sensitivas, y alcanza hasta la misma acción exterior.

Dios quiere de nosotros el espíritu, el corazón y la mano : o sea, el esfuerzo por llegar a un conocimiento suyo más profundo, sentimientos tiernos con voluntad decidida y las obras exteriores.

5.° El precepto de la caridad nos obliga a evitar siempre y en toda circunstancia cuanto pudiera destruirla o acabar por extinguirla. Dicho precepto nos obliga, asimismo, a aspirar aún a los más elevados grados de amor a Dios y al prójimo; pero tal obligación sólo urge conforme al grado de caridad que ya atesora el alma. Esto quiere decir sencillamente que todos estamos obligados a aspirar a la perfección cristiana, que consiste precisamente en realizar el precepto de la caridad, pero que no estamos obligados a ser perfectos desde un principio, ni a realizar siempre lo que en sí es más perfecto.

VIII. OBSTÁCULOS A LA CARIDAD

El pecado mortal es incompatible con la caridad, de tal suerte que no pueden coexistir ambos en una misma alma. El pecado venial, por el contrario, sólo constituye un obstáculo pasajero al fervor de la caridad. La tibieza es la falta de fervor que se ha convertido en hábito.

Lo que más vivamente se opone a la caridad es el odio a Dios. Si el hombre pudiera tener de Dios un conocimiento comprehensivo, le sería imposible odiarlo, pues estando inclinado al bien, semejante conocimiento le haría ver clara e inmediatamente que sólo Dios es la suma (le todos los bienes y el único que puede colmar todas las aspiraciones. Pero aun en la fe sobrenatural conocemos a Dios sólo como "por un espejo" (1 Cor 13, 12). Con todo, es siempre un enigma indescifrable el que el hombre, creado a imagen de Dios y que no existe sino para Dios, pueda odiarlo; aquí es donde más impenetrable se hace el tnysterium iniquitatis.

En el odio a Dios estalla en forma clara y pavorosa lo que encierra más o menos disimuladamente todo pecado mortal, a saber, la enemistad con Dios.

Quien comete pecado mortal juzga que los mandamientos de Dios, e implícitamente su justicia y santidad, son un obstáculo a su propia voluntad, a cuyo bando se coloca, al decidirse en contra de los derechos de Dios. Sin duda que psicológica y moralmente hay gran distancia entre un pecado de debilidad y el "odium inimicitiae". Aquél se comete creyendo descubrir en los mandamientos un obstáculo detestable al amor desordenado de los bienes fementidos, mientras que éste es un rechazamiento de Dios sin ambages, una enemistad declarada hacia el mismo Dios.

Los pecados graves ordinarios constituyen solamente una oposición contra un precepto o un atributo de Dios — odium abominationis —, mientras que el pecado de odio propiamente tal es la oposición a su misma persona: odium personae.

Nuestro Señor habla (Ioh 15) de este odio tremendo que el mundo le profesa al Padre, a Él mismo, legado del Padre, y a sus discípulos. Es imposible entender la declaración de Jesús como si ese odio a Dios procediese simplemente de un falso concepto de Dios, o de una lamentable equivocación. Indudablemente hay un "odio a Dios" que, en realidad, no va dirigido a Dios mismo, sino a alguna falsa imagen de Dios, o que no es más que el airado repudio de una religión mal comprendida, o de un indigno ministro de la religión (odio que quizá no sería entonces más que un amor oculto al verdadero Dios). Pero hay también, como declara el Salvador y demuestra la historia de la Iglesia, el verdadero odio a Dios, que en vez de proceder de una falsa noción de éste, llega a falsear la verdadera idea que de Él se tiene; porque el odio ciega.

Cristo nos enseña también de dónde procede el odio a Dios: del espíritu de "este mundo" que siente que Dios es su enemigo (Ioh 15, 19), de las tinieblas que odian la luz. Y el odio a Dios que recae sobre los discípulos de Cristo procede no tanto del escándalo por la debilidad de aquéllos, cuanto de una actitud precedente hostil a Dios, aunque haremos bien en indagar si nuestros pecados no han sido causa de que se desprecie la religión. "Si el mundo os aborrece, sabed que me aborreció a mí primero que a vosotros. Si fueseis del mundo, el mundo amaría lo que es suyo" (Ioh 15, 18 s).

Cuanto más clara y tajante la revelación de "lo Santo" se ofrece a los enemigos de Dios, más se enciende el odio de éstos, pues sienten instintivamente que aquella revelación condena sus sentimientos. En la vida de los Santos, que comparten siempre la suerte del Maestro, vemos cómo muchos de ellos son, no sólo causa de resurrección para muchos, sino también ocasión de más profunda caída para otros.

No es exacto afirmar que toda oposición a la religión, a Cristo y a la Iglesia se debe atribuir a las faltas de la Iglesia, o sea, de los sacerdotes. Indudablemente que a veces ello será cierto; pero es inaceptable la manía de algunos de hacer a la Iglesia responsable de toda hostilidad contra Dios. Cristo se mostró como el ser más santo, más sabio y más perfecto, en Él se hizo visible y tangible la santidad de Dios y su amor a los hombres, y. sin embargo, contra Él encendieron su odio los enemigos ele Dios, precisamente porque eran enemigos y contrarios de su Padre celestial (Ioh 15, 24).

La venida de Cristo puso en ebullición la inmensa malicia del pecado (cf. Ioh 15, 22) ; de igual manera la venida del Espíritu Santo, del Espíritu de amor, debía poner en evidencia el pecado en su forma más horrenda : la incredulidad y el odio a Dios (cf. Ioh 16, 8 s : "convencerá al mundo de pecado").

El odio a Dios es el más horrible de los pecados, es el pecado propio del demonio, el que más directamente ofende al Espíritu Santo.

 

IX. EL PERFECCIONAMIENTO DEL AMOR

La perfecta realización del amor es el cielo. Por su esencia más profunda es el amor unión perfecta, indefectible e irrevocable con Dios. A la consumación temporal del amor se llega con la adquisición de la perfección, que no se ha de confundir con el "estado de perfección", que sólo lleva tal nombre por ser particularmente apto para conducir al amor perfecto. Lo que más nos ayuda a perfeccionar el amor en nuestra vida de peregrinos es el don de sabiduría, que nos despierta el gusto y nos proporciona la más íntima percepción del amor de Dios. El don de sabiduría descubre a nuestros ojos las intimidades amorosas del corazón paternal de Dios, y nos hace experimentar y "gustar" tan profundamente su amor, que éste se apodera de todo nuestro ser.

El don de sabiduría coincide casi perfectamente con el don de oración mental, especialmente con el de contemplación. El don de sabiduría es el más precioso de los dones del Espíritu Santo; perfecciona no sólo el amor, sino también las demás virtudes sobrenaturales. Acrecienta, sobre todo, la fe y la virtud intelectual de sabiduría. Pero este don no es tan importante por el papel intelectual que desempeña, cuanto por su aspecto "práctico". El Espíritu Santo no concede el don de sabiduría y ele contemplación principalmente para comunicar nuevos conocimientos, sino, sobre todo, para inflamar en el amor. En la contemplación se realiza eminentemente la noción joánica de "conocimiento", el cual procede del amor y conduce al amor.

La mística no consiste en gozar de revelaciones particulares, cuya realidad, por otra parte, no negamos, sino en el acrecentamiento y en el perfeccionamiento del amor. Tanto los diversos grados de la oración mental — en la que no se adelanta sin el don de sabiduría — como los de la mística no son otra cosa que grados del amor.

El don de sabiduría muestra más palpablemente que ningún otro la interdependencia entre el conocimiento y el amor de los valores morales, entre la fe viva y el amor, entre la "visión" y el amor y la bienaventuranza. Al don de sabiduría ha de atribuirse también el celo ardoroso de las almas, prendido en el corazón por el amor divino, celo que se inflama al contemplar las necesidades de las almas, y que quisiera llevarlas a todas a un amor a Dios cada vez más perfecto.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO I
Herder - Barcelona 1961
Págs. 656-676