Parte primera
LAS TRES VIRTUDES TEOLOGALES


Sección primera
LAS VIRTUDES TEOLOGALES EN GENERAL

 

1. LAS TRES VIRTUDES TEOLOGALES, FUNDAMENTO
DE LA VIDA MORAL SOBRENATURAL

Para que la acción moral del hombre reciba un contenido y un valor sobrenaturales, no basta que la gracia eleve la substancia del alma; preciso es que también sus potencias se encuentren elevadas y equipadas sobrenaturalmente.

La moralidad cristiana no es otra cosa que la vida animada por la gracia santificante, la vida llevada conforme a la dignidad y energía que confiere la condición de hijos de Dios.

La gracia santificante no es un capital muerto, sino una fuerza vital para llevar una vida deiforme. De ahí que en su séquito figuren necesariamente las tres virtudes teologales, por las que la gracia santificante se difunde, en cierto modo, desde la esencia del alma sobre sus potencias, para fundamentar la actividad vital.

Por la fe, la inteligencia queda habilitada para ser órgano receptor de las riquezas de la verdad divina; por la esperanza, la voluntad, que ansía la felicidad, queda ordenada a la divina bienaventuranza, herencia propia de los hijos de Dios; por la caridad, la facultad de amar, que es también la facultad de apreciar y aceptar los valores, se hace apta para descansar en la unión amorosa con Dios, bien supremo; digno del amor absoluto, pero con un reposo y descanso que es principio de libre actividad.

No ha de creerse que la gracia santificante y las virtudes teologales estén simplemente yuxtapuestas ; están, al contrario, fundidas en una íntima unión vital. Sin las tres virtudes teologales, la gracia santificante, con todo y ser vida, sería incapaz de producir sus propios actos vitales; a su turno, las tres virtudes teologales sin la gracia santificante no significarían más que aptitudes para los actos de la vida sobrenatural, pero sin su misterioso principio productor. No es siquiera imaginable que pueda producirse el acto específicamente propio de los hijos de Dios, el de caridad, sin la gracia habitual. Es cierto que la fe y la esperanza pueden existir en el alma y traducirse en actos, aún estando ausente la gracia santificante y la caridad; pero en tal caso esas virtudes no son más que simples aptitudes para actos que suspiran por aquella vida sobrenatural de que están privados, actos que claman para que el alma obtenga la vida sobrenatural.

Son virtudes que claman por recibir la forma de que carecen (virtutes informes). Cuando la fe no se desborda en su ansia por su auténtico principio vital, entonces es, en estricto sentido, fides mortua, una fe muerta.

Lo mismo vale decir de la esperanza sobrenatural, cuando no siente la inquietud por la adquisición de la bienaventuranza, es decir, de la caridad.

Las tres virtudes teologales son virtudes en el sentido más alto, puesto que pertrechan y capacitan para actos que sin ellas fueran del todo imposibles.

Sin embargo, la gracia actual puede también habilitar para los actos singulares y pasajeros sobrenaturales que llevan a la justificación.

Son, en efecto, virtudes teologales, pues

1) Sólo Dios puede darlas; la única contribución positiva de que el hombre es capaz. consiste en preparar su alma para recibirlas.

2) Proporcionan la participación en los bienes propios y exclusivos de Dios; por ellas participa el hombre del tesoro de las verdades divinas naturalmente inasequibles, como también de la divina bienaventuranza y de la comunión con la divina caridad.

3) Dios mismo es el motivo y el fin (objeto material y formal) de las virtudes teologales. Dios es su fin u objeto material: la fe tiende a Dios, en cuanto Dios se conoce a sí mismo y en cuanto es veraz al comunicarle al hombre el tesoro de los misterios de su corazón; la esperanza tiende a Dios, en cuanto infinitamente dichoso y beatificante; la caridad descansa en Dios, en cuanto digno de un amor absoluto. Dios mismo es también el motivo (objeto formal) de las virtudes teologales: el motivo y fundamento de la fe es la veracidad de Dios; el de la esperanza, la bondad, omnipotencia y fidelidad de Dios, o con otras palabras, las prometidas riquezas de la divina caridad; el de la caridad, la suma bondad de Dios, digno de un amor absoluto.

La tríada de las virtudes teologales en la unidad de la gracia santificante es una imagen de la santísima Trinidad, de la única esencia en las tres personas. Las tres virtudes teologales corresponden también a tres facultades espirituales del hombre, a las de conocer, desear y amar. San Pablo señaló expresamente estas tres virtudes: "Ahora permanecen estas tres cosas: la fe, la esperanza y la caridad" (1 Cor 13, 13). Con ello quiso decir: estas tres virtudes son "las condiciones esenciales v permanentes de nuestra vida cristiana". Las manifestaciones todas de la vida cristiana tienen que basarse en estas tres virtudes y amoldarse a ellas. (Otros pasajes en que también se habla de las tres virtudes teologales : Hebr 10, 22-24; Rom 5, 1-5; Gal 5, 5 ; Col 1 , 4 ; 1 Thes 1, 3 ; 5, 8, en este último se presentan como la armadura completa del soldado de Cristo.)

SAN AGUSTÍN considera las tres virtudes teologales como la suma de la moral cristiana (Enchiridion sive de fide, spe et caritate) .

Hablamos siempre de tres y sólo tres virtudes teologales ; y así dejamos intacto el problema de si la virtud de religión debe contarse entre las teologales, o más bien entre las morales. Los salmanticenses con muchos otros teólogos rehusan decididamente subordinarla a la virtud moral de justicia. Nosotros procuraremos mostrar que es una virtud que corresponde a lo que la sagrada Escritura nos enseña acerca de la "gloria Dei".

 

II. LAS VIRTUDES TEOLOGALES, FUNDAMENTO Y ESENCIA
DEL MISTERIOSO DIÁLOGO ENTRE DIOS Y EL HOMBRE

El fin principal de las virtudes teologales no es pertrechar al hombre para su cometido en este mundo — aunque le comuniquen brios poderosos para llevarlo a una altura insospechada —, sino para entablar el diálogo con Dios, diálogo que alcanzará su perfección en la eterna bienaventuranza.

Las virtudes teologales no han de mirarse como resultado del esfuerzo humano, sino como habilitación concedida gratuitamente al hombre por Dios para realizar los actos esenciales de su ser y condición de cristiano. Dichos actos no son los que van encaminados a mejorar el mundo o a perfeccionarse personalmente, sino los que se enderezan a unirse con Dios y a participar de su divina actividad.

Antes de que el hombre pronuncie ante Dios el sí de la fe, ya ha pronunciado Dios su sí a la participación del hombre (de este hombre concreto) en la divina verdad, que nuestra la riqueza de su amor y su bienaventuranza (a través de la revelación y la infusión gratuita de la virtud de la fe). Antes de que el hombre aspire a la beatitud sobrenatural por medio del acto de esperanza, ya Dios le ha tendido su mano paternal (por sus promesas y por la comunicación de la divina esperanza). Antes de que el hombre encuentre su descanso en el amor a Dios, ya Dios ha abrazado al hombre como a su hijo y lo ha unido consigo, comunicándole su divina caridad y su vida divina. El diálogo principia, pues, siempre en Dios, quien, por su gracia creadora, trabaja en el hombre para hacerlo capaz de una respuesta adecuada.

En la conversión del adulto se realiza esto primero por medio de las gracias actuales y transitorias que lo mueven a creer y esperar. En el bautismo de los niños, por el contrario, se infunden ya desde el principio las tres virtudes teologales, cuyos actos—que dan al hombre la capacidad de responder y amar a Dios — sólo más tarde vendrán a producirse.

Maravillosa sobre toda ponderación es esta reciprocidad del diálogo que principia en Dios y sigue por el hombre, en lo que respecta a la virtud y primer acto de caridad del convertido. El acto de divina caridad no se realiza antes de que el hombre haya respondido, por la fe y la esperanza, al amoroso llamamiento de Dios a través de la revelación y las divinas promesas. Dios mismo, impulsado por su amor, se llega hasta el hombre, haciéndolo apto para el acto de amor filial, porque este don no va jamás sin el dador mismo. Tan luego como formula el hombre el acto de caridad, se encuentra correspondido por Dios, el cual se une a él, en su divina intención, comunicándole al mismo tiempo con el primer acto de divina caridad, y en cierto modo como divina respuesta, la virtud de la caridad. Y entonces todo cuanto de bueno quiere y obra el hombre agraciado de este modo, lo obra y quiere en virtud de esa misma divina cualidad, y como respuesta directa a la amorosa solicitación de Dios. que todo lo ha renovado y recreado.

Lo primero que las virtudes teologales están destinadas a elevar y ennoblecer, no son las obras exteriores, sino los sentimientos y las palabras, puesto que es hacia Dios a lo que directamente se ordenan; en otros términos, el amor que Dios tiene al hombre y la respuesta que éste le da, tienden directamente a establecer entre Dios y el hombre un activo comercio de amor.

Pero como las virtudes teologales sorprenden al cristiano en su peregrinación por el mundo, impregnan también todas sus obras exteriores y toda su actuación en el mundo (o sea, su moralidad entera), dándoles el sentido dé una respuesta a Dios y de responsabilidad ante Él. Que es como decir que las obras exteriores pedidas por las virtudes morales, si se realizan estando en gracia de Dios, quedarán informadas y animadas por las virtudes teologales y entrarán en el diálogo religioso del hombre con Dios. Entendemos que hay deberes y virtudes morales siempre que el hombre tiene que volver su rostro y sus manos — su alma y su actividad — al mundo, a lo temporal, aun cuando se trate de un empeño religioso, cual el de imprimir el sello del culto al ambiente y a la sociedad humana : todo ello es actuación moral. Pues bien, por el dinamismo propio de las tres virtudes teologales, la zona de la actuación terrenal se transparenta de tal manera, que el hombre, aunque vuelto hacia el mundo, sigue siempre, en realidad, vuelto hacia Dios.

Basta que el hombre se resuelva de una vez a vivir bajo el impulso de las virtudes teologales, para que se eclipse la vida simplemente moral y se establezca la vida religiosovnoral, caracterizada por el "sí" de aceptación ante Dios de las responsabilidades morales, abrazadas entonces a impulsos de la divina caridad.

III. LAS VIRTUDES TEOLOGALES, FUENTE DE SECRETA
ENERGÍA PARA SEGUIR A CRISTO

Las virtudes teologales nos introducen en el diálogo con Dios, pero sólo gracias a Cristo y mediante Él. Cristo, eterna palabra del Padre, palabra de Dios dirigida a la humanidad, se convierte, de hecho, en nuestra verdad, en nuestro maestro, sólo mediante la fe. La fe dirige nuestro oído interior hacia Cristo y nos lo hace recibir como a maestro, teniendo entendido que es Cristo quien nos comunica los tesoros de la verdad, encerrados en Dios.

Mediante la esperanza, Cristo es el camino que nos lleva a la bienaventuranza. Por su obra redentora, Cristo se nos ha revelado y ofrecido como camino a la bienaventuranza, por su gloriosa resurrección nos ha puesto ante los ojos el poder infinito de que dispone su amor redentor : he ahí las razones que fundamentan nuestra esperanza. Sí : nuestra esperanza 'y la íntima seguridad que nos comunica, estriba absolutamente en Cristo; Él es nuestro camino, Él es nuestra esperanza.

Cristo es también nuestra vida, por la divina caridad que ha sido infundida en nuestros corazones (cf. Ioh 14, 6). Cristo Jesús nos patentiza la divina caridad con que nos anea el Padre ; Cristo Jesús nos envía el Espíritu Santo, que derrama en nuestras almas la divina caridad (Rom 5, 5) ; en fin, Cristo Jesús nos hace particioneros de su amor al Padre y del amor que el Padre le profesa a Él, y esto mediante el amoroso misterio de nuestra incorporación en Él.

Las virtudes teologales nos ponen en íntima relación con Cristo, nuestro maestro, redentor y amigo. Ellas nos habilitan internamente para seguirlo. Al concedérnoslas, Dios nos invita y obliga a seguir a Cristo, ya que éste es para nosotros la única fuente de esta vida divina. Vivir según las virtudes teologales no es otra cosa que seguir realmente a Cristo, escucharlo, esperar en Él, tributarle un amor obediente.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO I
Herder - Barcelona 1961
Págs. 601-607