V

LA HUMILDAD, VIRTUD CARDINAL DEL CRISTIANO

1. La humildad, virtud cristiana

El griego y el latín clásico no conocen la noción de la humildad : tapeinós y humilis tienen sólo el significado primitivo de pequeño, bajo, servil. El Antiguo Testamento tiene ocasionalmente profundas exhortaciones a la humildad, como, por ejemplo, Eccli 3, 17 ss. No pocas oraciones, sobre todo las de los salmos, manifiestan hermosos y profundos sentimientos de humildad ante Dios. Pero fue sólo con el ejemplo y la enseñanza de Cristo como se mostró el ideal perfecto de la humildad. La virtud de la humildad cristiana lleva doble dirección : una hacia el superior, otra hacia el igual e inferior. La primera es inseparable del verdadero sentimiento religioso. Su verdadero y único requisito es la fe viva y la convicción de que uno trata con un Dios personal. Si el hombre, dejándose llevar de ideas panteístas, se cree y considera en algún modo como parte o manifestación de la divinidad, está falto de lo esencial de la humildad. Pues la humildad es, ante todo, la virtud de saber ocupar el puesto de criatura, es la actitud de la criatura frente al absoluto dominio de Dios. Este aspecto de la humildad no es exclusivo del cristianismo, pues le es común con toda religión teísta. Pero en el cristianismo es en donde encuentra su más profunda y más pura expresión. La humildad cristiana tiene, además, otro aspecto que también es esencial y que es exclusivamente suyo: la humildad del superior frente al inferior, el inclinarse del grande llevado de su propio peso. Esto fue lo que Dios mismo hizo en Cristo. La humildad cristiana es la "imitación interior, espiritual, del gran gesto de Cristo Dios que, renunciando a su grandeza y majestad, viene hacia los hombres para hacerse, libre y alegremente, esclavo de sus criaturas".

Grecia sólo conoció el Eros, el amor que sube hacia la divinidad. La gran revelación de Dios es la Agape, la caridad, que por la riqueza de su abundancia se desborda y se inclina. La humildad del hombre, frente a la revelación y al anonadamiento de la caridad de Dios, es la humilde respuesta con que contesta a la gracia sobrenatural, don inmerecido con que Dios lo galardona, y al mismo tiempo es la correalización con Dios de esa su divina caridad que lo llevó a inclinarse y a desposeerse en servicio de los demás.

La humildad no se enumera generalmente entre las virtudes cardinales. Con todo, ha sido considerada siempre en el cristianismo como virtud fundamental, como la base de todo el edificio espiritual. Su papel no es, como el de las cuatro virtudes cardinales ordinarias, regular una sola actividad del alma ; su papel es más vasto: le toca regular todas las facultades y energías del hombre, o sea someterlas a Dios creador y dispensador de la gracia. La humildad es la respuesta o actitud del hombre ante la inmerecida y divina elección que Dios hizo de él para hacerlo hijo suyo en Cristo.

2. La humildad de Cristo

Dios mismo en persona vino a enseñarnos la humildad. "Existiendo en la forma de Dios no reputó codiciable tesoro mantenerse igual a Dios, antes se anonadó tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres" (Phil 2, 6 s). Lo estupendo de esta divina manifestación puede columbrarse mejor atendiendo al encumbramiento y riqueza de donde desciende nuestro amantísimo Dios, que mirando la bajeza a que se reduce.

El peso del desbordante amor divino lo trajo a la tierra, como dice san AGUSTÍN: "Qui de coelo descendit pondere caritatis". Dios no teme perder nada al inclinarse hacia sus criaturas, llevado del amor. Sólo el orgulloso quiere mantener una grandeza usurpada (rapina, Phil 2, 6), una dignidad que se siente insegura. "Todo orgullo es orgullo de pordiosero". El alma realmente grande se inclina decididamente hacia los pequeños. El amor no podía ciar un salto más atrevido que el dado por Dios en la encarnación y en el llamamiento hecho a los pecadores para trabar amistad con Él. La gloria de Dios es la gloria de su amor. Muestra Dios la gloria, altura, extensión y profundidad de su amor al inclinarse hacia los hombres.

Con su vida humana nos puso Cristo ante los ojos lo que es la humildad: desde su nacimiento fue su vida anonadamiento, destierro, persecución, oscuridad en Nazaret, perfecta obediencia a los hombres, respetuoso y amable trato con pecadores y publicanos, profesión de servidor ante los simples mortales: "Yo estoy en medio de vosotros como un servidor" (Lc 22, 27). Su obra cumbre es obra de obediencia al mismo tiempo que de humildad, pues la humildad y la obediencia corren parejas. Razón tiene san Pablo para ver el punto culminante del anonadamiento y humildad de Cristo en la obediencia para ir a la muerte ignominiosa de la cruz (Phil 2, 8).

El Magníficat de la Madre de Dios palpita con el misterio estremecedor, pero delicioso, de la humildad de Dios en la encarnación: "Ha mirado la humildad de su sierva... Dispersó a los que se engríen con los pensamientos de su corazón... Derribó a los potentados de sus tronos y ensalzó a los humildes" (Lc 1, 48, 51, 52).

3. La humildad del cristiano relacionada con la de Cristo

Cristo unió en su humildad sus dos aspectos en forma inigualable : la humildad que se inclina hacia el inferior y la humildad que reconoce la distancia que lo separa del superior. La encarnación es la humildad de Dios que se abaja; asimismo todos los actos de Cristo son actos de humildad de Dios, pero al mismo tiempo traducen la humilde respuesta de la humanidad de Cristo al Padre celestial, la humildad de la criatura ante su creador, del Hijo ante su Padre: "El Padre es mayor que yo" (loh 14, 28). La obediencia hasta la muerte de cruz es la sumisión de la voluntad humana de Cristo a la excelsa voluntad del Padre celestial. La humildad de Cristo excede infinitamente a la de su discípulo, ya en la altura y profundidad del abatimiento, ya en la humilde sumisión al Padre celestial.

Pero el cristiano puede, a pesar de ello, seguir a Cristo en estas dos actitudes de la humildad, puesto que por la gracia y la filiación adoptiva ha sido elevado hasta la participación de la naturaleza divina, y por la fe y el amor puede apreciar aproximadamente la infinita distancia que lo separa del Creador y del Padre. También puede transitar por el camino de la humildad que Cristo recorrió, sirviendo a los más pequeños y obedeciendo al Padre celestial en las permisiones o en las voluntades que nos comunica mediante sus más insignificantes criaturas.

Una cosa tiene la humildad de Cristo que la hace completamente diferente de la nuestra: su humildad es la mayor que pueda darse, si bien le faltan los dos motivos que fundan nuestra humildad: Cristo no es como nosotros pura criatura, y la humildad es el gesto genuino de la criatura, la virtud que corresponde propiamente a la condición de criatura. Aunque es cierto que la humana naturaleza creada de Cristo, elevada a la unión personal con el Verbo increado, vibra hasta lo sumo con los sentimientos propios de la criatura, con la humildad ante el Padre, que le es superior, considerada su humanidad.

El segundo motivo de humildad que le asiste al cristiano le falta completamente a Cristo: el pecado, que establece entre Dios y el hombre una distancia más grande y profunda que el mundo. Razón precisamente para que nuestro agradecimiento por haber sido levantados de la postración profunda de la culpa hasta la amistad amorosa con el Dios santísimo, suba de lo más hondo de la indignidad en que yacíamos por nuestros pasados pecados, y en la que yacemos a causa de nuestra permanente culpabilidad. Para que nuestra respuesta de amor ante el abajamiento de Dios y ante nuestra elevación, aunque pecadores, sea verdadera y legítima, tiene que ser la respuesta de la humildad temerosa, pero confiada y alegre.

La condición de criaturas y la condición de pecadores son los dos motivos que obligan nuestra humildad; sin embargo, la humildad de Cristo nos muestra que la verdadera fuente, el "peso" (san AGUSTÍN) de la humildad es el amor. Cristo, que era plenamente consciente de su perfecta inocencia, nos mostró cuál ha de ser nuestra humildad al reconocernos pecadores, ya que Él, agobiado por el peso de nuestros pecados, cayó en Getsemaní y en el camino del Calvario, bajo el castigo por nuestros pecados merecido. Esa humildad de Cristo es la que nos levanta de la infamante bajeza del pecado hasta la regia dignidad de ciudadanos del reino de Dios: doble motivo para nuestra humildad. Dice Cristo a sus discípulos: "Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón" (Mt 11, 29). Su humildad es el fundamento de nuestra elevación : la imitación de su humildad es la condición básica y permanente de la dignidad de discípulo suyo. La humildad es la única que nos hace capaces de aprender algo de Cristo y que en cierto modo nos hace dignos de ser sus discípulos. Cuanto más profunda es la humildad, tanto mayor es la docilidad y tanto más amorosa la voz del Espíritu Santo que habla en el interior.

La humildad predispone a recibir la gracia y la verdad de Cristo Jesús. Tanta será la gracia y la verdad que Cristo nos comunique, cuanto sea el sitio que en nuestro corazón ocupe la humildad.

 

4. Esencia y requisitos de la humildad

a) La humildad ha de penetrar tanto el conocimiento como el amor

La humildad de pensamiento para su atención en el verdadero lugar que le corresponde al hombre frente al Dios santísimo, y aun en sus relaciones con sus semejantes procura no salirse de dicho lugar. Así pues, lo que la humildad exige en primer lugar es la seria confrontación con Dios. ¡Yo, criatura, yo, pecador frente al Santo de los santos! Esta consideración no sólo humillaría, sino que aplastaría completamente si no fuera acompañada por esta otra verdad: ¡Yo, hombre pecador, elevado hasta Dios! ¡Dios, con un amor inigualable, se inclina hasta mí! Así pues, el humilde principia por colocar sus miradas en su propia bajeza frente a Dios, mas termina considerando gozoso la grandeza de Dios.

Sólo el ojo de la humildad alcanza a comprender que nuestra propia elevación es como un desbordamiento de la "humildad" de Dios. Es precisamente dicha consideración la que más debe ahondar nuestra humildad. El hombre reconoce por la humildad el lugar que le corresponde, como también la infinita y suprema grandeza de Dios. Dicho reconocimiento es perfecto si va hasta provocar una honda alegría, no sólo por ver cuánta es la grandeza de Dios, sino también por saberse uno bajo la estrecha y total dependencia suya.

Un motivo que nos excita poderosamente a este júbilo embriagador de la divina gloria, "gracias te damos por tu inmensa gloria", es el considerar cómo Dios desinteresadamente nos ha comunicado su gloria a nosotros, sus pobres criaturas.

b) De cómo el humilde conocimiento de sí mismo y el jubiloso y humilde reconocimiento de la grandeza de Dios peligra por una falsa y prácticamente incrédula confrontación con el prójimo

Toda confrontación con el prójimo que no tenga en cuenta la confrontación con Dios conduce a la sobreestima de sí y a la desestima del prójimo. Sólo considerando al prójimo con los dones que lo elevan ante Dios y considerando al mismo tiempo nuestra pequeñez y culpabilidad ante Dios, podemos compararnos legítimamente con nuestros semejantes. Así, nuestra confrontación con el prójimo debe ser en realidad una confrontación con Dios, o mejor dicho una confrontación con el prójimo, pero ante Dios; de otra manera no podrá ser humilde. El humilde supera toda tentación de menosprecio del prójimo sabiendo que el amor de Dios lo busca para ennoblecerlo, aunque sea pecador. Además, el vivo temor que despierta la propia culpabilidad debe desvanecer toda tentación de menosprecio del prójimo.

Sólo el verdaderamente humilde es capaz de apreciar digna y noblemente las cualidades y ventajas del prójimo. El orgulloso considera siempre su propio valor para elevarse, estimando ser propia desventaja el mérito del prójimo. El alma humilde se olvida de sí misma, y en Dios y por Dios se alegra de todo bien. En las ventajas que le lleva el prójimo no ve un perjuicio propio, puesto que todo lo considera como reflejo de la gloria de Dios, que es lo único que busca y le interesa.

c) "La humildad es andar en verdad" (Santa Teresa: Moradas sextas')

La humildad conoce bien la parcialidad del orgullo. Por ende, en la apreciación y estima de las cosas no procede como si el orgullo no pudiera turbar nuestra mirada cuando se trata de nosotros mismos. El humilde, por conocer que el hombre está siempre acechado por el orgullo, se abstiene de reparar innecesariamente en las faltas ajenas. Igualmente se abstiene de fijar sus miradas en. sus propias ventajas. Sin duda procura conocer los dones de Dios recibidos para agradecerlos, mas se guarda bien de "gozarse" en esos dones y ventajas. El humilde sólo se considera a sí mismo como un favorecido por Dios, obligado, por lo mismo, en virtud de las aptitudes recibidas, a mayores servicios. En cuanto al prójimo, lo considera imparcialmente para gozarse de los dones que lo agracian. La consideración de la propia elección por parte de Dios sólo le sirve al humilde para caer en admiración ante la inaudita condescendencia de Dios con un pecador. El agradecido reconocimiento por la dignidad recibida de Dios forma parte esencial de la humildad cristiana.

El cristiano tiene que conocer sus propios talentos; mas dichos talentos aparecen mejor a la luz de los deberes que de los valores que posee ; y así, por la conciencia de la responsabilidad y de que es un "siervo inútil" evitará gozarse y deleitarse en ellos. El humilde sabe que no es posible, sin exponerse al orgullo, detenerse a considerar sus propias ventajas, pues no consideramos con la misma simplicidad e imparcialidad nuestras ventajas y cualidades y las del prójimo. El pensar lo contrario sería ya un efecto del orgullo. Sólo en el cielo, donde nuestra humildad será perfecta, no tendremos necesidad de tantas cautelas, pues todo lo consideraremos y gustaremos en Dios, viendo que todo procede de su munificencia.

El humilde no se detiene a considerar con fruición los progresos alcanzados, si es que los hay. Al comprobarlo advertirá que sólo por la gracia de Dios ha podido realizarlos y que, por tanto, todo bien es atribuible sólo a Dios, y que de sí mismo sólo puede sacar el mal, el pecado, la insuficiencia para aprovechar mejor los dones de Dios. Así, al considerar el bien que tiene, lo agradece a Dios, declarándose cual "siervo inútil". Mas al ver la distancia que aún lo separa de la perfección reconoce paladinamente que esto se debe a su propia incompetencia. Cuanto más crece el hombre en la caridad, tanto más elevado se le presenta el ideal y tanto más profunda la diferencia entre su fidelidad y la fidelidad de Dios en amarlo.

Así aparece sincera y verdadera la humildad de los santos que se consideran ingratos pecadores y aun los mayores pecadores del mundo. Con ello no quieren decir que han cometido mayores crímenes que los demás, sino que, guiados por la humildad, creen verdaderamente que los más famosos pecadores serían acaso mejores que ellos y más agradecidos si hubieran recibido tantas gracias como ellos.

La humildad es la verdad, puesto que el humilde se compara con el modelo, con la santidad, mientras que el orgulloso se compara con los miserables, con la caricatura.

"El orgulloso se eleva, porque al mirar continuamente hacia abajo se persuade de que se encuentra en una elevada torre. A medida que él va bajando realmente, echa sus miradas más abajo todavía, de nodo que siempre hay una compensación a su favor : él se figura que va subiendo. Y mientras tanto no se da cuenta de que esa profundidad que tiene siempre ante los ojos y que le hace creer que él está elevado, lo está atrayendo lentamente. Así, cae el ángel poco a poco atraído por la profundidad que contempla" 88.

El humilde mira siempre hacia arriba, hacia la santidad de Dios, para rebajarse siempre, y así sube proporcionalmente. Es el pensamiento de san AGUSTÍN: "Hay algo en la humildad que por manera maravillosa eleva el corazón, y algo en la altivez que lo abate. Parecerían cosas contrarias el que la altivez abata y la humildad eleve. Mas la pía humildad sujeta al superior a Dios, y por eso la humildad eleva, puesto que somete a Dios"

d) La humildad es la verdad aún en las obras

Fuera insincero el reconocerse pequeño ante Dios e indigno de la gracia, si al mismo tiempo no se tuviera la firme voluntad de sujetarse a Dios en todas las cosas y de recibir rendidamente todas sus órdenes. Sería insincero confesarse ante Dios digno de castigos y humillaciones, y luego sublevarse contra el prójimo por la menor desatención. Y aunque buena parte de las ofensas y desprecios que se reciben no fueran merecidos por tal o cual causa determinada, la humildad y la verdad enseñan que lo son por otras razones mucho más perentorias. El humilde se entristece por la injusticia, mas no tanto porque sea injusticia que lo incomoda a él, sino porque ofende a Dios. A la humildad pertenece ante todo la obediencia a Dios, y también a los hombres en cuanto por ellos nos manifiesta Dios su voluntad. La santa obediencia, la voluntaria y alegre sumisión a la voluntad (le un superior es una de las más palmarias muestras de humildad y un poderoso medio de cultivarla. Humildad es servicialidad. "El mayor entre vosotros sea como el menor, y el que manda como el que sirve" (Lc 22, 26; Mt 20, 25). El humilde rechaza los honores inmerecidos y, yendo en pos del Crucificado, está pronto a soportar el descrédito y la deshonra, mientras éstas no se opongan a la buena fama que necesita generalmente el hombre para trabajar con fruto para el reino de Dios.

e) La humildad, desbordamiento y manifestación de la caridad

"La humildad es uno de los modos del amor, el cual con sus ardientes rayos disuelve el hielo con que el triste orgullo aprisiona al vo siempre más miserable" 30

Sólo el amor ilumina los ojos para ver las ventajas del prójimo. Así, la caridad está al servicio de la humildad y recíprocamente. Sólo el amor de Dios nos permite columbrar la profundidad de su abatimiento y la grandeza de nuestra elevación. Sólo el amor comunica al humilde la disposición y energía para el sacrificio. La humildad sin amor sería, a lo sumo, abatimiento.

Mas con el amor, la humildad se dispone a acometer las mayores empresas a que Dios llame. Sería orgullo disimulado el querer por propia elección limitarse a poquedades. El humilde espera la misión que Dios le envíe, pero cuando Dios llama a realizar grandes obras de amor, cuando invita a elevada santidad, el humilde no retrocede, sino que se entrega gozoso a Dios. "Hizo en mí cosas grandes el Todopoderoso, cuyo nombre es santo" (Lc 1, 49).

Una gran humildad procede de un gran amor. Los grados del amor y los de la humildad se corresponden. Cuanto más rico en amor, más rico en humildad. Cuanto más desinteresado el amor, tanto más digna la actitud del humilde, alejada de toda afectación o tiesura. Pero mientras el amor no consiga derretir perfectamente el orgullo, debe el hombre luchar varonilmente hasta alcanzar la humildad.

f) La humildad, don del cielo y victoria en el combate

La lucha por la humildad es siempre dolorosa para el hombre manchado por el pecado original: el primer pecado fue pecado de orgullo. "La humildad es el gesto de una continua muerte interior para que Cristo viva en nosotros" 91. Esta posibilidad y este mandato de hacer morir al orgulloso hijo de Adán es una de las gracias que nos vienen conferidas en el bautismo. La humildad sigue siendo siempre un don y un mandato. "Preciso es que Él crezca y yo mengüe" (Ioh 3, 30).

5. Frutos de la humildad

"El que se humilla será ensalzado" (Mt 23, 12). "Dios resiste a los soberbios y a los humildes da su gracia" (1 Petr 5, 5). La gracia divina no es propiamente fruto de la humildad, sino de la divina caridad, mas la humildad es condición para recibirla. Ni llega el hombre a la fe sino supuesto cierto grado de humildad.

Sólo la humilde disposición de inclinarse ante la sentencia de condenación que contra el pecador pronuncia la fe, puede abrirle a éste la entrada. Cuanto más profunda es la humildad, tanto más profunda es la penetración que alcanza el hombre en los misterios de la fe, pues el humilde nunca se atreve a medir la ciencia y verdad de Dios con los alcances de su diminuto yo. El humilde está, ante todo, dispuesto a dejarse enseñar por Dios. El humilde consigue contemplar la hermosura y grandeza íntimas de las verdades divinas, al paso que al orgulloso se le oscurece toda verdad que no traiga ventajas para el engrandecimiento de su propio yo. "Te alabo, oh Padre, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los pequeñuelos" (Mt 11, 25).

La humildad es condición indispensable para el verdadero conocimiento propio, para el dolor y la penitencia. Sólo el humilde soporta el verdadero conocimiento ole su propia culpabilidad.

La humildad abre el corazón al amor desinteresado a Dios y al prójimo. "La humildad de corazón consiste en renunciar al amor interesado de sí mismo, para servir a un amor superior"

"No hay camino más excelente que el del amor, pero por él sólo pueden transitar los humildes" (S.Ag.)

La humildad es el colirio que purifica la mirada también al pecador para que pueda reconocer los valores y virtudes que ha lesionado. La humildad es requisito para una conciencia sana, pues cuando la humildad no viene a cubrir la distancia que va de las obras al deber conocido, el orgullo nubla el conocimiento de los valores no realizados y procura reparar el defecto por los caminos torcidos de la mentira. "El orgullo grita en mi memoria : «¡Tú no puedes haberlo hecho!», y la memoria cede: «¡De veras que no lo he hecho» (Nietzsche).

La humildad garantiza el respeto que protege el amor: entre el respeto y la humildad hay mutua dependenciá. El fondo religioso de la humildad se hace mucho más perceptible en el respeto. Así como la última razón de la humildad es una confrontación con Dios, así el respeto nace de la sensación de la gloria de Dios que se trasluce en todos los seres.

6. Grados de humildad. Vicios opuestos

Tiene la humildad diversos grados en densidad y profundidad ; lo mismo el orgullo, su contrario.

Mientras que la vanidad se engríe por pequeñas ventajas y por ellas descuida los valores superiores, la modestia es como un pudor espiritual que aspira a tener ocultas a las miradas ajenas las propias cualidades y ventajas.

La vanidad sólo se extiende a ventajas despreciables, como la belleza corporal, el adorno, la alcurnia, etc., y es por lo mismo una tontería innocua; al paso que la orgullosa complacencia en sí mismo es más odiosa y contraria a Dios cuanto más elevada es la cualidad de que se jacta el orgulloso. Pues cuanto más altas son esas ventajas, tanto más llevan el carácter de dones gratuitos, y por Io mismo la jactancia por tales dones es más contraria al dador de ellos. Sin duda que el jactancioso no niega que tales dones los recibió de Dios, mas se gloría de ellos como si los poseyera por sus propios méritos.Con la jactancia de los propios bienes corre generalmente pareja la vanagloria, que se esfuerza para que otros contemplen extasiados nuestros reales o imaginaríos méritos. La ambición se esfuerza por conquistar preponderancia y ascendiente sobre los demás. La modestia se contenta con ocupar un puesto humilde. Dicha modestia alcanza el grado de humildad cuando sus motivos alcanzan la profunclidad de ésta.

El humilde renuncia gustoso a todo honor humano, pues no sale de su asombro al ver cómo Dios lo ha elevado tanto a él, tan indigno. Al paso que el jactancioso se interesa por los valores en cuantos éstos pueden hermosearlo, el orgulloso propiamente tal no puede considerar la dignidad y hermosura del bien en sí, sino sólo lo que le es ventajoso o perjudicial. El orgulloso ansía ante todo verse libre de la dependencia de otros. Ni siquiera quiere reconocer las deudas de gratitud. Lo opuesto es lo que busca la humildad, que es voluntaria sumisión de la obediencia. El peor enemigo de la humildad es la soberbia, que se caracteriza por el embrutecimiento ante los valores y por un carácter hostil a la virtud. Los valores y virtudes no significan para el soberbio más que un menoscabo de su independencia. Indudablemente percibe la voz del bien y de la virtud que acusa y condena, pero la desoye, persuadido miserablemente como está de su propia excelencia. El bien ya no luce para él, ni es calor que lo encienda. El soberbio consumado no soporta el saber que depende de Dios; de allí que la forma extrema de la soberbia es la negación de Dios y la proclamación de la soberanía y autonomía del hombre. El soberbio desprecia a sus semejantes, no sólo a los pecadores, sino sobre todo a los hombres religiosos que se someten a Dios y que por amor a Dios se someten obedientes a los hombres.

El orgulloso choca sobre todo con Cristo, que es humilde y convida a la humildad por todo lo que es. Estaría, sí, dispuesto a reconocer a un Dios lejano; mas para el Dios-hombre, que se presenta en una forma humilde y, sin embargo, exigente, no tiene sino odio mortal.

Muchos padres de la Iglesia piensan que la soberbia de satanás se encendió ante este misterio.

En la humildad de Cristo tiene la humildad su fuente y su dechado preferido. Por amor de Cristo y siguiendo sus ejemplos, se alegra de las humillaciones y rechaza aún los honores merecidos, cuando por tal medio puede procurar la gloria de Dios. Así como Cristo estaba sujeto a los hombres, el humilde se somete voluntariamente a la autoridad humana del Estado, v sobre todo a la de la Iglesia. La soberbia empujó a los herejes a rechazar la obediencia a la Iglesia, so pretexto de obedecer directamente a Dios o a Cristo.

Los grados de la humildad corresponden exactamente a los del amor, así como los. grados del orgullo y de la soberbia corresponden a los de la glacial estrechez y mezquindad del yo replegado sobre sí mismo.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO I
Herder - Barcelona 1961
Págs. 581-593