DOMINGO XX DEL TIEMPO ORDINARIO


PRIMERA LECTURA

Comienza el libro del Qohelet 1, 1-18

Vanidad de todas las cosas

Discurso de Qohelet, hijo de David, rey de Jerusalén:

¡Vanidad de vanidades, dice Qohelet; vanidad de vanidades, todo es vanidad! ¿Qué saca el hombre de todas las fatigas que lo fatigan bajo el sol?

Una generación se va, otra generación viene, mientras la tierra siempre está quieta. Sale el sol, se pone el sol, jadea por llegar a su puesto y de allí vuelve a salir. Camina al sur, gira al norte, gira y gira y camina el viento. Todos los ríos caminan al mar, y el mar no se llena; llegados al sitio adonde caminan, desde allí vuelven a caminar.

Todas las cosas cansan y nadie es capaz de explicarlas. No se sacian los ojos de ver ni se hartan los oídos de oír. Lo que pasó, eso pasará; lo que sucedió, eso sucederá: nada hay nuevo bajo el sol. Si de algo se dice: «Mira, esto es nuevo», ya sucedió en otros tiempos mucho antes de nosotros. Nadie se acuerda de los antiguos, y lo mismo pasará con los que vengan: no se acordarán de ellos sus sucesores.

Yo, Qohelet, fui rey de Israel en Jerusalén. Me dediqué a investigar y a explorar con método todo lo que se hace bajo el cielo. Una triste tarea ha dado Dios a los hombres para que se atareen con ella. Examiné todas las acciones que se hacen bajo el sol: todo es vanidad y caza de viento, torcedura imposible de enderezar, pérdida imposible de calcular.

Y pensé para mí: «Aquí estoy yo, que he acumulado tanta sabiduría, más que mis predecesores en Jerusalén; mi mente alcanzó sabiduría y mucho saber. Y a fuerza de trabajo comprendí que la sabiduría y el saber son locura y necedad». Y comprendí que también eso es caza de viento, pues a más sabiduría, más pesadumbre, y aumentando el saber se aumenta el sufrir.


SEGUNDA LECTURA

San Máximo Confesor, Capítulos sobre la caridad (Centuria 1, cap 1, 4-5.16-17.23-24.26-28.30-40: PG 90, 962-967)

Sin la caridad, todo es vanidad de vanidades

La caridad es aquella buena disposición del ánimo que nada antepone al conocimiento de Dios. Nadie que esté subyugado por las cosas terrenas podrá nunca alcanzar esta virtud del amor a Dios.

El que ama a Dios antepone su conocimiento a todas las cosas por él creadas, y todo su deseo y amor tienden continuamente hacia él.

Como sea que todo lo que existe ha sido creado por Dios y para Dios, y Dios es inmensamente superior a sus criaturas, el que dejando de lado a Dios, incomparablemente mejor, se adhiere a las cosas inferiores demuestra con ello que tiene en menos a Dios que a las cosas por él creadas.

El que me ama dice el Señor— guardará mis mandamientos. Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros. Por tanto, el que no ama al prójimo no guarda su mandamiento. Y el que no guarda su mandamiento no puede amar a Dios.

Dichoso el hombre que es capaz de amar a todos los hombres por igual.

El que ama a Dios ama también inevitablemente al prójimo, y el que tiene este amor verdadero no puede guardar para sí su dinero, sino que lo reparte según Dios a todos los necesitados.

El que da limosna no hace, a imitación de Dios, discriminación alguna, en lo que atañe a las necesidades corporales, entre buenos y malos, justos e injustos, sino que reparte a todos por igual, a proporción de las necesidades de cada uno, aunque su buena voluntad le inclina a preferir a los que se esfuerzan en practicar la virtud más bien que a los malos.

La caridad no se demuestra solamente con la limosna, sino, sobre todo, con el hecho de comunicar a los demás las enseñanzas divinas y prodigarles cuidados corporales.

El que, renunciando sinceramente y de corazón a las cosas de este mundo, se entrega sin fingimiento a la práctica de la caridad con el prójimo pronto se ve liberado de toda pasión y vicio, y se hace partícipe del amor y del conocimiento divinos.

El que ha llegado a alcanzar en sí la caridad divina no se cansa ni decae en el seguimiento del Señor, su Dios, según dice el profeta Jeremías, sino que soporta con fortaleza de ánimo todas las fatigas, oprobios e injusticias, sin desear mal a nadie.

No digáis —advierte el profeta Jeremías—: «Somos templo del Señor». Tú no digas tampoco: «La sola y escueta fe en nuestro Señor Jesucristo puede darme la salvación». Ello no es posible si no te esfuerzas en adquirir también la caridad para con Cristo, por medio de tus obras. Por lo que respecta a la fe sola, dice la Escritura: También los demonios creen y tiemblan.

El fruto de la caridad consiste en la beneficencia sincera y de corazón para con el prójimo, en la liberalidad y la paciencia; y también en el recto uso de las cosas.

EVANGELIOS PARA LOS TRES CICLOS



LUNES


PRIMERA LECTURA

Del libro del Qohelet 2, 1-3.12-26

Vanidad de los placeres y sabiduría humana

Me dije: «Vamos a ensayar con la alegría y a gozar de placeres»; y también resultó vanidad. A la risa dije «locura», y a la alegría, «¿qué consigues?» Exploré atentamente, guiado por mi mente con destreza: traté mi cuerpo con vino, me di a la frivolidad, para averiguar cómo el hombre bajo el cielo podrá disfrutar los días contados de su vida.

¿Qué hará el hombre que sucederá al rey? Lo que ya habían hecho.

Me puse a examinar la sabiduría, la locura y necedad, y observé que la sabiduría es más provechosa que la necedad, como la luz aprovecha más que las tinieblas. El sabio lleva los ojos en la cara, el necio camina en tinieblas. Pero comprendí que una suerte común les toca a todos, y me dije: «La suerte del necio será mi suerte, ¿para qué fui sabio?, ¿qué saqué en limpio?»; y pensé para mí: «También esto es vanidad». Pues nadie se acordará jamás del necio ni tampoco del sabio, ya que en los años venideros todo se olvidará. ¡Ay, que ha de morir el sabio como el necio!

Y así, aborrecí la vida, pues encontré malo todo lo que se hace bajo el sol; que todo es vanidad y caza de viento. Y aborrecí lo que hice con tanta fatiga bajo el sol, pues se lo tengo que dejar a un sucesor, ¿y quién sabe si será sabio o necio? El heredará lo que me costó tanto esfuerzo y habilidad bajo el sol. También esto es vanidad.

Y concluí por desengañarme de todo el trabajo que me fatigó bajo el sol. Hay quien trabaja con sabiduría, ciencia y acierto, y tiene que dejarle su porción a uno que no ha trabajado. También esto es vanidad y grave desgracia. Entonces, ¿qué saca el hombre de todos los trabajos y preocupaciones que lo fatigan bajo el sol? De día su tarea es sufrir y penar, de noche no descansa su mente. También esto es vanidad.

El único bien del hombre es comer y beber y disfrutar del producto de su trabajo; y aun esto he visto que es don de Dios. Pues ¿quién come y goza sin su permiso? Al hombre que le agrada le da sabiduría y ciencia y alegría; al pecador le da como tarea juntar y acumular, para dárselo a quien agrada a Dios. También esto es vanidad y caza de viento.


SEGUNDA LECTURA

San Gregorio de Nisa, Homilía 5 sobre el libro del Qohelet (PG 44, 683-686)

El sabio tiene sus ojos puestos en la cabeza

Si el alma eleva sus ojos a su cabeza, que es Cristo, según la interpretación de Pablo, habrá que considerarla dichosa por la penetrante mirada de sus ojos, ya que los tiene puestos allí donde no existen las tinieblas del mal. El gran Pablo y todos los que tuvieron una grandeza semejante a la suya tenían los ojos fijos en su cabeza, así como todos los que viven, se mueven y existen en Cristo.

Pues, así como es imposible que el que está en la luz vea tinieblas, así también lo es que el que tiene los ojos puestos en Cristo los fije en cualquier cosa vana. Por tanto, el que tiene los ojos puestos en la cabeza, y por cabeza entendemos aquí al que es principio de todo, los tiene puestos en toda virtud (ya que Cristo es la virtud perfecta y totalmente absoluta), en la verdad, en la justicia, en la incorruptibilidad, en todo bien. Porque el sabio tiene sus ojos puestos en la cabeza, mas el necio camina en tinieblas. El que no pone su lámpara sobre el candelero, sino que la pone bajo el lecho, hace que la luz sea para él tinieblas.

Por el contrario, cuántos hay que viven entregados a la lucha por las cosas de arriba y a la contemplación de las cosas verdaderas, y son tenidos por ciegos e inútiles como es el caso de Pablo, que se gloriaba de ser necio por Cristo. Porque su prudencia y sabiduría no consistía en las cosas que retienen nuestra atención aquí abajo. Por esto dice: Nosotros, unos necios por Cristo, que es lo mismo que decir: «Nosotros somos ciegos con relación a la vida de este mundo, porque miramos hacia arriba y tenemos los ojos puestos en la cabeza». Por esto vivía privado de hogar y de mesa, pobre, errante, desnudo, padeciendo hambre y sed.

¿Quién no lo hubiera juzgado digno de lástima, viéndolo encarcelado, sufriendo la ignominia de los azotes, viéndolo entre las olas del mar al ser la nave desmantelada, viendo cómo era llevado de aquí para allá entre cadenas? Pero, aunque tal fue su vida entre los hombres, él nunca dejó de tener los ojos puestos en la cabeza, según aquellas palabras suyas: ¿ Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?: ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada? Que es como si dijese: «¿Quién apartará mis ojos de la cabeza y hará que los ponga en las cosas que son despreciables?»

A nosotros nos manda hacer lo mismo, cuando nos exhorta a aspirar a los bienes de arriba, lo que equivale a decir «tener los ojos puestos en la cabeza».



MARTES


PRIMERA LECTURA

Del libro del Qohelet 3, 1-22

Diversidad de los tiempos

Todo tiene su tiempo y sazón, todas las tareas bajo el sol: tiempo de nacer, tiempo de morir; tiempo de plantar, tiempo de arrancar; tiempo de matar, tiempo de sanar; tiempo de derruir, tiempo de construir; tiempo de llorar, tiempo de reír; tiempo de hacer duelo, tiempo de bailar; tiempo de arrojar piedras, tiempo de recoger piedras; tiempo de abrazar, tiempo de desprenderse; tiempo de buscar, tiempo de perder; tiempo de guardar, tiempo de desechar; tiempo de rasgar, tiempo de coser; tiempo de callar, tiempo de hablar; tiempo de amar, tiempo de odiar; tiempo de guerra, tiempo de paz.

¿Qué saca el obrero de sus fatigas? Observé todas las tareas que Dios encomendó a los hombres para afligirlos: todo lo hizo hermoso en su sazón y dio al hombre el mundo para que pensara; pero el hombre no abarca las obras que hizo Dios desde el principio hasta el fin.

Y comprendí que el único bien del hombre es alegrarse y pasarlo bien en la vida. Pero que el hombre coma y beba y disfrute del producto de su trabajo es don de Dios.

Comprendí que todo lo que hizo Dios durará siempre: no se puede añadir ni restar. Porque Dios exige que lo respeten. Lo que fue ya había sido, lo que será ya fue, pues Dios da alcance a lo que huye.

Otra cosa observé bajo el sol: en la sede del derecho, el delito; en el tribunal de la justicia, la iniquidad; y pensé: «Al justo y al malvado los juzgará Dios. Hay una hora para cada asunto y un lugar para cada acción». Acerca de los hombres, pensé así: «Dios los prueba para que vean que por sí mismos son animales». Pues es una la suerte de hombres y animales: muere uno y muere el otro, todos tienen el mismo aliento, y el hombre no supera a los animales. Todos son vanidad. Todos caminan al mismo lugar, todos vienen del polvo, y todos vuelven al polvo. ¿Quién sabe si el aliento del hombre sube arriba y el aliento del animal baja a la tierra?

Y así observé que el único bien del hombre es disfrutar de lo que hace: ésa es su paga; pues nadie lo ha de traer a disfrutar de lo que vendrá después de él.


SEGUNDA LECTURA

San Gregorio de Nisa, Homilía 6 sobre el libro del Qohelet (PG 44, 702-703)

Tiene su tiempo el nacer y su tiempo el morir

Tiene su tiempo —leemos— el nacer y su tiempo el morir. Bellamente comienza yuxtaponiendo estos dos hechos inseparables, el nacimiento y la muerte. Después del nacimiento, en efecto, viene inevitablemente la muerte, ya que toda nueva vida tiene por fin necesario la disolución de la muerte.

Tiene su tiempo —dice— el nacer y su tiempo el morir. ¡Ojalá se me conceda también a mí el nacer a su tiempo y el morir oportunamente! Pues nadie debe pensar que el Eclesiastés habla aquí del nacimiento involuntario y de la muerte natural, como si en ello pudiera haber algún mérito. Porque el nacimiento no depende de la voluntad de la mujer, ni la muerte del libre albedrío del que muere. Y lo que no depende de nuestra voluntad no puede ser llamado virtud ni vicio. Hay que entender esta afirmación, pues, del nacimiento y muerte oportunos.

Según mi entender, el nacimiento es a tiempo y no abortivo cuando, como dice Isaías, aquel que ha concebido del temor de Dios engendra su propia salvación con los dolores de parto del alma. Somos, en cierto modo, padres de nosotros mismos cuando, por la buena disposición de nuestro espíritu y por nuestro libre albedrío, nos formamos a nosotros mismos, nos engendramos, nos damos a luz.

Esto hacemos cuando aceptamos a Dios en nosotros, hechos hijos de Dios, hijos de la virtud, hijos del Altísimo. Por el contrario, nos damos a luz abortivamente y nos hacemos imperfectos y nacidos fuera de tiempo cuando no está formada en nosotros lo que el Apóstol llama la forma de Cristo. Conviene, por tanto, que el hombre de Dios sea íntegro y perfecto.

Así, pues, queda claro de qué manera nacemos a su tiempo; y, en el mismo sentido, queda claro también de qué manera morimos a su tiempo y de qué manera, para san Pablo, cualquier tiempo era oportuno para una buena muerte. El, en efecto, en sus escritos, exclama a modo de conjuro: Por el orgullo que siento por vosotros, cada día estoy al borde de la muerte, y también: Por tu causa nos degüellan cada día. Y también nosotros nos hemos enfrentado con la muerte.

No se nos oculta, pues, en qué sentido Pablo estaba cada día al borde de la muerte: él nunca vivió para el pecado, mortificó siempre sus miembros carnales, llevó siempre en sí mismo la mortificación del cuerpo de Cristo, estuvo siempre crucificado con Cristo, no vivió nunca para sí mismo, sino que Cristo vivía en él. Esta, a mi juicio, es la muerte oportuna, la que alcanza la vida verdadera.

Yo —dice el Señor— doy la muerte y la vida, para que estemos convencidos de que estar muertos al pecado y vivos en el espíritu es un verdadero don de Dios. Porque el oráculo divino nos asegura que es él quien, a través de la muerte, nos da la vida.



MIÉRCOLES


PRIMERA LECTURA

Del libro del Qohelet 5, 9—6, 8

Vanidad de las riquezas

El codicioso no se harta de dinero, y el avaro no lo aprovecha; también esto es vanidad. Aumentan los bienes y aumentan los que se los comen, y lo único que saca el dueño es verlo con sus ojos. Dulce es el sueño del obrero, coma mucho o coma poco; el que se harta de riquezas no logra conciliar el sueño.

Hay un mal morboso que he observado bajo el sol: riquezas guardadas que perjudican al dueño. En un mal negocio pierde sus riquezas, y el hijo que le nació se queda con las manos vacías. Como salió del vientre de su madre así volverá: desnudo; y nada se llevará del trabajo de sus manos. También esto es un mal morboso: tiene que irse igual que vino, y ¿qué sacó de tanto trabajo? Viento. Toda su vida come en tinieblas, entre muchos disgustos, enfermedades y rencores.

Esta es mi conclusión: lo bueno y lo que vale es comer y disfrutar, a cambio de lo que se fatiga el hombre bajo el sol los pocos años que Dios le concede. Tal es su paga. Si a un hombre le concede Dios bienes y riquezas y la capacidad de comer de ellas, de llevarse su porción y disfrutar de sus trabajos, eso sí que es don de Dios. No pensará mucho en los años de su vida si Dios le concede alegría interior.

Yo he visto bajo el sol una desgracia que pesa sobre los hombres: Dios concedió a un hombre riquezas y bienes de fortuna, sin que le falte nada de cuanto puede desear; pero Dios no le concede disfrutarlas, porque un extraño las disfruta. Esto es vanidad y dolencia grave.

Supongamos que un hombre tiene cien hijos y vive muchos años: si no puede saciarse de sus bienes, por muchos que sean sus días, yo afirmo: «Mejor es un aborto, que llega en un soplo y se marcha a oscuras, y la oscuridad encubre su nombre; no vio el sol ni se enteró de nada ni recibe sepultura, pero descansa mejor que el otro. Y si no disfruta de la vida, aunque viva dos veces mil años, ¿no van todos al mismo lugar?»

Toda la fatiga del hombre es para la boca, y el estómago no se llena. ¿Qué ventaja le saca el sabio al necio, o al pobre el que sabe manejarse en la vida?


SEGUNDA LECTURA

San Jerónimo, Comentario sobre el libro del Qohelet (PL 23, 1057-1059)

Buscad los bienes de arriba

Si a un hombre le concede Dios bienes y riqueza y capacidad de comer de ellas, de llevarse su porción y disfrutar de sus trabajos, eso sí que es don de Dios. No pensará mucho en los años de su vida si Dios le concede vida interior. Lo que se afirma aquí es que, en comparación de aquel que come de sus riquezas en la oscuridad de sus muchos cuidados y reúne con enorme cansancio bienes perecederos, es mejor la condición del que disfruta de lo presente. Este, en efecto, disfruta de un placer, aunque pequeño; aquél, en cambio, sólo experimenta preocupaciones. Y explica el motivo por qué es un don de Dios el poder disfrutar de las riquezas: No pensará mucho en los años de su vida.

Dios, en efecto, hace que se distraiga con alegría de corazón: no estará triste, sus pensamientos no lo molestarán, absorto como está por la alegría y el goce presente. Pero es mejor entender esto, según el Apóstol, de la comida y bebida espirituales que nos da Dios, y reconocer la bondad de todo aquel esfuerzo, porque se necesita gran trabajo y esfuerzo para llegar a la contemplación de los bienes verdaderos. Y ésta es la suerte que nos pertenece: alegrarnos de nuestros esfuerzos y fatigas. Lo cual, aunque es bueno, sin embargo no es aún la bondad total, hasta que aparezca Cristo, vida nuestra.

Toda la fatiga del hombre es para la boca, y el estómago no se llena. ¿Qué ventaja le saca el sabio al necio, o al pobre el que sabe manejarse en la vida? Todo aquello por lo cual se fatigan los hombres en este mundo se consume con la boca y, una vez triturado por los dientes, pasa al vientre para ser digerido. Y el pequeño placer que causa a nuestro paladar dura tan sólo el momento en que pasa por nuestra garganta.

Y, después de todo esto, nunca se sacia el alma del que come: ya porque vuelve a desear lo que ha comido (y tanto el sabio como el necio no pueden vivir sin comer, y el pobre sólo se preocupa de cómo podrá sustentar su débil organismo para no morir de inanición), ya porque el alma ningún provecho saca de este alimento corporal, y la comida es igualmente necesaria para el sabio que para el necio, y allí se encamina el pobre donde adivina que hallará recursos.

Es preferible entender estas afirmaciones como referidas al hombre eclesiástico, el cual, instruido en las Escrituras santas, se fatiga para la boca, y el estómago no se llena, porque siempre desea aprender más. Y en esto sí que el sabio aventaja al necio; porque, sintiéndose pobre (aquel pobre que es proclamado dichoso en el Evangelio), trata de comprender aquello que pertenece a la vida, anda por el camino angosto y estrecho que lleva a la vida, es pobre en obras malas y sabe dónde habita Cristo, que es la vida.



JUEVES

PRIMERA LECTURA

Del libro del Qohelet 6,12—7, 29

No apures tu sabiduría

¿Quien sabe lo que valen en la vida del hombre esos días contados de su tenue vida, que transcurren como sombra? ¿Y quién le dice al hombre lo que va a pasar después bajo el sol?

Más vale buena fama que buen perfume, y el día de la muerte que el del nacimiento. Más vale visitar la casa en duelo que la casa en fiestas, porque en eso acaba todo hombre; y el vivo, que se lo aplique. Más vale sufrir que reír, pues dolor por fuera cura por dentro. El sabio piensa en la casa en duelo, el necio piensa en la casa en fiesta.

Más vale escuchar la reprensión de un sabio que escuchar la copla de un necio, porque el jolgorio de los necios es como crepitar de zarzas bajo la olla. Eso es otra vanidad. Las presiones perturban al sabio, y el soborno le quita el juicio. Más vale el fin de un asunto que el principio, y más vale paciencia que arrogancia.

No te dejes arrebatar por la cólera, porque la cólera se aloja en el pecho del necio. No preguntes: «¿Por qué los tiempos pasados eran mejores que los de ahora?» Eso no lo pregunta un sabio. Buena es la sabiduría acompañada de patrimonio, y mejor es ver la luz del sol. A la sombra de la sabiduría, como a la sombra del dinero; pero aventaja la sabiduría, porque da vida a su dueño.

Observa la obra de Dios: ¿quién podrá enderezar lo que él ha torcido? En tiempo de prosperidad disfruta, en tiempo de adversidad reflexiona: Dios ha creado los dos contrarios para que el hombre no pueda averiguar su fortuna. Lo bueno es agarrar lo uno y no soltar lo otro, porque el que teme a Dios de todo sale bien parado. De todo he visto en mi vida, sin sentido: gente honrada que fracasa por su honradez, gente malvada que prospera por su maldad. No exageres tu honradez ni apures tu sabiduría ¿para qué matarse? No exageres tu maldad, no seas necio: ¿para qué morir malogrado?

La sabiduría hace al sabio más fuerte que diez jefes en una ciudad. No hay en el mundo nadie tan honrado que haga el bien sin pecar nunca. No hagas caso de todo lo que se habla ni escuches a tu siervo cuando te maldice, pues sabes muy bien que tú mismo has maldecido a otros muchas veces.

Todo esto lo he examinado con método, pensando llegar a sabio, pero me quedé muy lejos. Lo que existe es remoto y muy oscuro, ¿quién lo averiguará?

Me puse a indagar a fondo, buscando sabiduría y recta valoración, procurando conocer cuál es la peor necedad, la necedad más absurda, y descubrí que es más trágica que la muerte la mujer cuyos pensamientos son redes y lazos y sus brazos cadenas. El que agrada a Dios se librará de ella, el pecador quedará cogido en ella.

Mira lo que he averiguado, dice Qohelet, cuando me puse a averiguar paso a paso: estuve buscando sin encontrar. Si entre mil encontré sólo un hombre, entre todas ésas no encontré una mujer. Mira lo único que averigüé: Dios hizo al hombre equilibrado, y él se buscó preocupaciones sin cuento.


SEGUNDA LECTURA

San Columbano, Instrucción 1, sobre la fe (3-5: Opera omnia, Dublín 1957, pp. 62-66)

La insondable profundidad de Dios

Dios está en todas partes, es inmenso y está cerca de todos, según atestigua de sí mismo: Yo soy —dice— un Dios de cerca, no de lejos. El Dios que buscamos no está lejos de nosotros, ya que está dentro de nosotros, si somos dignos de esta presencia. Habita en nosotros como el alma en el cuerpo, a condición de que seamos miembros sanos de él, de que estemos muertos al pecado. Entonces habita verdaderamente en nosotros aquel que ha dicho: Habitaré y caminaré con ellos. Si somos dignos de que él esté en nosotros, entonces somos realmente vivificados por él, como miembros vivos suyos: Pues en él —como dice el Apóstol— vivimos, nos movemos y existimos.

¿Quién, me pregunto, será capaz de penetrar en el conocimiento del Altísimo, si tenemos en cuenta lo inefable e incomprensible de su ser? ¿Quién podrá investigar las profundidades de Dios? ¿Quién podrá gloriarse de conocer al Dios infinito que todo lo llena y todo lo rodea, que todo lo penetra y todo lo supera, que todo lo abarca y todo lo trasciende? A Dios nadie lo ha visto jamás tal cual es. Nadie, pues, tenga la presunción de preguntarse sobre lo indescifrable de Dios, qué fue, cómo fue, quién fue. Estas son cosas inefables, inescrutables, impenetrables; limítate a creer con sencillez, pero con firmeza, que Dios es y será tal cual fue, porque es inmutable.

¿Quién es, por tanto, Dios? El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son un solo Dios. No indagues más acerca de Dios; porque los que quieren saber las profundidades insondables deben antes considerar las cosas de la naturaleza. En efecto, el conocimiento de la Trinidad divina se compara, con razón, a la profundidad del mar, según aquella expresión del Eclesiastés: Lo que existe es remoto y muy oscuro, ¿quién lo averiguará? Porque, del mismo modo que la profundidad del mar es impenetrable a nuestros ojos, así también la divinidad de la Trinidad escapa a nuestra comprensión. Y, por esto, insisto, si alguno se empeña en saber lo que debe creer, no piense que lo entenderá mejor disertando que creyendo; al contrario, al ser buscado, el conocimiento de la divinidad se alejará más aún que antes de aquel que pretenda conseguirlo.

Busca, pues, el conocimiento supremo, no con disquisiciones verbales, sino con la perfección de una buena conducta; no con palabras, sino con la fe que procede de un corazón sencillo y que no es fruto de una argumentación basada en una sabiduría irreverente. Por tanto, si buscas mediante el discurso racional al que es inefable, te quedarás muy lejos, más de lo que estabas; pero si lo buscas mediante la fe, la sabiduría estará a la puerta, que es donde tiene su morada, y allí será contemplada, en parte por lo menos. Y también podemos realmente alcanzarla un poco cuando creemos en aquel que es invisible, sin comprenderlo; porque Dios ha de ser creído tal cual es, invisible, aunque el corazón puro pueda, en parte, contemplarlo.



VIERNES


PRIMERA LECTURA

Del libro del Qohelet 8, 5-9, 10

El consuelo del sabio

El que cumple los mandatos no sufrirá nada malo. El sabio atina con el momento y el método, pues cada asunto tiene su momento y su método. El hombre está expuesto a muchos males, porque no sabe lo que va a suceder y nadie le informa de lo que va a pasar. El hombre no es dueño de su vida ni puede encarcelar su aliento; no es dueño del día de la muerte ni puede librarse de la guerra. Ni la maldad librará a su dueño. Todo esto lo he observado fijándome en todo lo que sucede bajo el sol, mientras un hombre domina a otro para su mal.

También he observado esto: sepultan a los malvados, los llevan a lugar sagrado, y la gente marcha alabándolos por lo que hicieron en la ciudad. Y ésta es otra vanidad: que la sentencia dictada contra un crimen no se ejecuta en seguida; por eso, los hombres se dedican a obrar mal, porque el pecador obra cien veces mal y tienen paciencia con él. Ya sé yo eso: «Le irá bien al que teme a Dios, porque lo teme», y aquello: «No le irá bien al malvado, el que no teme a Dios será como sombra, no prosperará».

Pero en la tierra sucede otra vanidad: hay honrados a quienes toca la suerte de los malvados, mientras que a los malvados les toca la suerte de los honrados. Y esto lo considero vanidad.

Yo alabo la alegría, porque el único bien del hombre es comer y beber y alegrarse; eso le quedará de sus trabajos durante los días de su vida que Dios le conceda vivir bajo el sol.

Me dediqué a obtener sabiduría observando todas las tareas que se realizan en la tierra: los ojos del hombre no conocen el sueño ni de día ni de noche. Después observé todas las obras de Dios: el hombre no puede averiguar lo que se hace bajo el sol. Por más que el hombre se fatigue buscando, no lo averiguará; y aunque el sabio pretenda saberlo, no lo averiguará.

He reflexionado sobre todo esto y he llegado a esta conclusión: aunque los justos y los sabios con sus obras están en manos de Dios, el hombre no sabe si Dios lo ama o lo odia. Todo lo que tiene el hombre delante es vanidad, porque una misma suerte toca a todos: al inocente y al culpable, al puro y al impuro, al que ofrece sacrificios y al que no los ofrece, al justo y al pecador, al que jura y al que tiene reparo en jurar. Esto es lo malo de todo lo que sucede bajo el sol: que una misma suerte toca a todos. El corazón de los hombres está lleno de maldad; mientras viven, piensan locuras, y después, ¡a morir!

¿Quién es preferible? Para los vivos aún hay esperanza, pues vale más perro vivo que león muerto. Los vivos saben que han de morir; los muertos no saben nada, no reciben un salario cuando se olvida su nombre. Se acabaron sus amores, odios y pasiones, y jamás tomarán parte en lo que se hace bajo el sol.

Anda, come tu pan con alegría y bebe contento tu vino, porque Dios ya ha aceptado tus obras; lleva siempre vestidos blancos, y no falte el perfume en tu cabeza, disfruta la vida con la mujer que amas, todo lo que te dure esa vida fugaz, todos esos años fugaces que te han concedido bajo el sol; que ésa es tu suerte mientras vives y te fatigas bajo el sol. Todo lo que esté a tu alcance hazlo con empeño, pues no se trabaja ni se planea, no hay conocer ni saber en el abismo adonde te encaminas.


SEGUNDA LECTURA

San Gregorio de Agrigento, Comentario sobre el libro del Qohelet (Lib 8, 6: PG 98, 1071-1074)

Mi corazón se alegra en el Señor

Anda, come tu pan con alegría y bebe contento tu vino, porque Dios ya ha aceptado tus obras.

Si queremos explicar estas palabras en su sentido obvio e inmediato, diremos, con razón, que nos parece justa la exhortación del Eclesiastés, de que, llevando un género de vida sencillo y adhiriéndonos a las enseñanzas de una fe recta para con Dios, comamos nuestro pan con alegría y bebamos contentos nuestro vino, evitanto toda maldad en nuestras palabras y toda sinuosidad en nuestra conducta, procurando, por el contrario, hacer objeto de nuestros pensamientos todo aquello que es recto, y procurando, en cuanto nos sea posible, socorrer a los necesitados con misericordia y liberalidad; es decir, entregándonos a aquellos afanes y obras en que Dios se complace.

Pero la interpretación mística nos eleva a consideraciones más altas y nos hace pensar en aquel pan celestial y místico, que baja del cielo y da la vida al mundo; y nos enseña asimismo a beber contentos el vino espiritual, aquel que manó del costado del que es la vid verdadera, en el tiempo de su pasión salvadora. Acerca de los cuales dice el Evangelio de nuestra salvación: Jesús tomó pan, dio gracias, y dijo a sus santos discípulos y apóstoles: «Tomad y comed, esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros para el perdón de los pecados». Del mismo modo, tomó el cáliz, y dijo: «Bebed todos de él, éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados». En efecto, los que comen de este pan y beben de este vino se llenan verdaderamente de alegría y de gozo y pueden exclamar: Has puesto alegría en nuestro corazón.

Además, la Sabiduría divina en persona, Cristo, nuestro salvador, se refiere también, creo yo, a este pan y este vino, cuando dice en el libro de los Proverbios: Venid a comer de mi pan y a beber el vino que he mezclado, indicando la participación sacramental del que es la Palabra. Los que son dignos de esta participación tienen en toda sazón sus ropas, es decir, las obras de la luz, blancas como la luz, tal como dice el Señor en el Evangelio: Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo. Y tampoco faltará nunca sobre su cabeza el ungüento rebosante, es decir, el Espíritu de la verdad, que los protegerá y los preservará de todo pecado.



SÁBADO


PRIMERA LECTURA

Del libro del Qohelet 11, 7-12, 13

Sentencias sobre la vejez

Dulce es la luz, y los ojos disfrutan viendo el sol. Por muchos años que viva el hombre, que los disfrute todos, recordando que los años oscuros serán muchos y que todo lo que viene es vanidad.

Disfruta mientras eres muchacho y pásalo bien en la juventud; déjate llevar del corazón y de lo que atrae a los ojos; y sabe que Dios te llevará a juicio para dar cuenta de todo. Rechaza las penas del corazón y rehuye los dolores del cuerpo: niñez y juventud son efímeras.

Acuérdate de tu Hacedor durante tu juventud, antes de que lleguen los días aciagos y alcances los años en que dirás: «No les saco gusto». Antes de que se oscurezca la luz del sol, la luna y las estrellas, y a la lluvia siga el nublado. Ese día temblarán los guardianes de casa y los robustos se encorvarán, las que muelen serán pocas y se pararán, las que miran por las ventanas se ofuscarán, las puertas de la calle se cerrarán y el ruido del molino se apagará, se debilitará el canto de los pájaros, las canciones se irán callando, darán miedo las alturas y rondarán los terrores.

Cuando florezca el almendro, y se arrastre la langosta, y no dé gusto la alcaparra, porque el hombre marcha a la morada eterna, y el cortejo fúnebre recorre las calles. Antes de que se rompa el hilo de plata, y se destroce la copa de oro, y se quiebre el cántaro en la fuente, y se raje la polea del pozo, y el polvo vuelva a la tierra que fue, y el espíritu vuelva a Dios, que lo dio.

Vanidad de vanidades, dice Qohelet, todo es vanidad. Qohelet, además de ser un sabio, enseñó al pueblo lo que él sabía. Estudió, inventó y formuló muchos proverbios. Qohelet procuró un estilo atractivo y escribió la verdad con acierto.

Las sentencias de los sabios son como aguijadas o como clavos bien clavados de los que cuelgan muchos objetos: las pronuncia un solo pastor.

Un último aviso, hijo mío: nunca se acaba de escribir más y más libros, y el mucho estudiar desgasta el cuerpo.

En conclusión, y después de oírlo todo, teme a Dios y guarda sus mandamientos, porque eso es ser hombre; que Dios juzgará todas las acciones, aun las ocultas, buenas y malas.
 

SEGUNDA LECTURA

San Gregorio de Agrigento, Comentario sobre el libro del Qohelet (Lib 10, 2: PG 98, 1138-1139)

Contemplad al Señor, y quedaréis radiantes

Dulce es la luz, como dice el Eclesiastés, y es cosa muy buena contemplar con nuestros ojos este sol visible. Sin la luz, en efecto, el mundo se vería privado de su belleza, la vida dejaría de ser tal. Por esto, Moisés, el vidente de Dios, había dicho ya antes: Y vio Dios que la luz era buena. Pero nosotros debemos pensar en aquella magna, verdadera y eterna luz que viniendo a este mundo alumbra a todo hombre, esto es, Cristo, salvador y redentor del mundo, el cual, hecho hombre, compartió hasta lo último la condición humana; acerca del cual dice el salmista: Cantad a Dios, tocad en su honor, alfombrad el camino del que avanza por el desierto; su nombre es el Señor: alegraos en su presencia.

Aplica a la luz el apelativo de dulce, y afirma ser cosa buena el contemplar con los propios ojos el sol de la gloria, es decir, a aquel que en el tiempo dé su vida mortal dijo: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida. Y también: El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo. Así, pues, al hablar de esta luz solar que vemos con nuestros ojos corporales, anunciaba de antemano al Sol de justicia, el cual fue, en verdad, sobremanera dulce para aquellos que tuvieron la dicha de ser instruidos por él y de contemplarlo con sus propios ojos mientras convivía con los hombres, como otro hombre cualquiera, aunque, en realidad, no era un hombre como los demás. En efecto, era también Dios verdadero, y, por esto, hizo que los ciegos vieran, que los cojos caminaran, que los sordos oyeran, limpió a los leprosos, resucitó a los muertos con el solo imperio de su voz.

Pero, también ahora, es cosa dulcísima fijar en él los ojos del espíritu, y contemplar y meditar interiormente su pura y divina hermosura, y así, mediante esta comunión y este consorcio, ser iluminados y embellecidos, ser colmados de dulzura espiritual, ser revestidos de santidad, adquirir la sabiduría y rebosar, finalmente, de una alegría divina que se extiende a todos los días de nuestra vida presente. Esto es lo que insinuaba el sabio Eclesiastés, cuando decía: Si uno vive muchos años, que goce de todos ellos. Porque realmente aquel Sol de justicia es fuente de toda alegría para los que lo miran; refiriéndose a él, dice el salmista: Gozan en la presencia de Dios, rebosando de alegría; y también: Alegraos, justos, en el Señor, que merece la alabanza de los buenos.