DOMINGO XXI DEL TIEMPO ORDINARIO


PRIMERA LECTURA

De la carta a los Efesios 4, 17-24

Revestíos del hombre nuevo

Hermanos: Esto es lo que digo y aseguro en el Señor: que no andéis ya, como es el caso de los gentiles, que andan en la vaciedad de sus criterios, con el pensamiento a oscuras y ajenos a la vida de Dios; esto se debe a la inconsciencia que domina entre ellos por la obstinación de su corazón: perdida toda sensibilidad, se han entregado al vicio, dándose insaciablemente a toda clase de inmoralidad.

Vosotros, en cambio, no es así como habéis aprendido a Cristo, si es que es él a quien habéis oído y en él fuisteis adoctrinados, tal como es la verdad en Cristo Jesús; es decir, a abandonar el anterior modo de vivir, el hombre viejo corrompido por deseos seductores, a renovaron en la mente y en el espíritu y a vestiros de la nueva condición humana creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdaderas.
 

SEGUNDA LECTURA

San Máximo de Turín, Sermón 59 (2-4: CCL 23, 236-238)

El bautismo del Señor es nuestra sepultura

Leemos en las Escrituras que la salvación de todo el género humano fue conseguida al precio de la sangre del Salvador, como dice el apóstol Pedro: Os rescataron, no con bienes efímeros, con oro o plata, sino al precio de la sangre de Cristo, el cordero sin defecto ni mancha. Por tanto, si el precio de nuestra vida es la sangre del Señor, debes llegar a la conclusión de que lo que ha sido rescatado no estanto aquella terrena fragilidad del campo, como la sempiterna incolumidad del mundo entero. Dice, en efecto, el evangelista: Porque Cristo no vino al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.

Pero quizá me preguntes: si el campo es el mundo, ¿quién es el alfarero capaz de ejercer el dominio sobre el mundo? Si no me equivoco, ese alfarero es el mismo que modeló de la arcilla del suelo los vasos de nuestro cuerpo, y del que dice la Escritura: Dios modeló al hombre de arcilla del suelo. El es el alfarero que, con sus manos, nos creó para la vida y por Cristo nos recreó para la gloria, como dice el Apóstol: Nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente; es decir, nosotros que, por nuestros pecados, caímos de la condición originaria, en el segundo nacimiento somos reparados por la misericordia de este alfarero. O dicho de otra forma: nosotros que por la transgresión de Adán nos precipitamos a la muerte, resucitemos nuevamente a la vida por la gracia del Salvador.

Así pues, con el precio de la sangre de Cristo se compró el Campo del Alfarero, para cementerio de peregrinos; de peregrinos —insisto—, los cuales, sin casa ni patria, de todas partes eran expulsados como desterrados; a éstos se les provee de un lugar de descanso con la sangre de Cristo, para que quienes nada poseen en el mundo, hallen en Cristo su sepultura. Y ¿quiénes son estos peregrinos, sino los cristianos más fervorosos, que, renunciando al siglo y no poseyendo nada en el mundo, descansan en la sangre de Cristo? En efecto, el cristiano que nada posee del mundo, tiene a Cristo como única posesión.

Se promete a los peregrinos la sepultura de Cristo, para que quien haya sabido abstenerse de los vicios de la carne como extranjero y peregrino, reciba como recompensa el descanso de Cristo. ¿Qué otra cosa es si no la sepultura de Cristo que el descanso del cristiano? Porque, en este mundo, nosotros somos peregrinos y vivimos como huéspedes sobre la tierra, según las palabras del Apóstol: Mientras vivimos, estamos desterrados lejos del Señor. Insisto, somos peregrinos y, con el precio de la sangre de Cristo, se nos ha comprado una sepultura. Dice el Apóstol:

Fuimos sepultados con él en la muerte. Así que el bautismo de Cristo es nuestra sepultura: en él morimos al pecado, estamos como sepultados a los delitos, y, al transformarse la naturaleza de nuestro viejo hombre interior en un segundo nacimiento, retornamos como a una nueva infancia.

Lo diré una vez más: el bautismo del Salvador es nuestra sepultura, pues en él nos despojamos de nuestro anterior tenor de vida, y, en él recibimos una nueva vida. Grande es, pues, la gracia de esta sepultura: en ella se nos infiere una muerte útil y se nos hace don de una vida todavía más útil; grande es la gracia de esta sepultura, que a un mismo tiempo purifica al pecador y vivifica al que está a punto de morir.

EVANGELIOS PARA LOS TRES CICLOS



LUNES


PRIMERA LECTURA

De la carta a los Efesios 4, 25—5, 7

Sed imitadores de Dios

Por tanto, hermanos, dejaos de mentiras, hable cada uno con verdad a su prójimo, que somos miembros unos de otros. Si os indignáis, no lleguéis a pecar; que la puesta del sol no os sorprenda en vuestro enojo. No dejéis resquicio al diablo.

El ladrón, que no robe más; mejor será que se fatigue trabajando honradamente con sus propias manos para poder repartir con el que lo necesita. Malas palabras no salgan de vuestra boca; lo que digáis sea bueno, constructivo y oportuno, así hará bien a los que lo oyen.

No pongáis triste al Espíritu Santo de Dios con que él os ha marcado para el día de la liberación final. Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda la maldad. Sed buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo.

En una palabra: Sed imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor, como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave olor.

Por otra parte, de lujuria, inmoralidad de cualquier género o codicia, entre vosotros, ni hablar; es impropio de gente consagrada. Y lo mismo obscenidades, estupideces o chabacanerías, que están fuera de sitio; en lugar de eso, dad gracias a Dios. Porque esto que digo tenedlo por sabido y resabido: nadie que se da a la lujuria, a la inmoralidad o a la codicia, que es una idolatría, tendrá parte en el Reino de Cristo y de Dios. Que nadie os engañe con argumentos especiosos: estas cosas son las que atraen la reprobación de Dios sobre los rebeldes. Por eso no os hagáis cómplices de ellos.
 

SEGUNDA LECTURA

Beato Ogerio de Lucedio, Sermón 5 (5: PL 184, 901-902)

Ésta es la escuela de Cristo: la caridad

Nosotros, hermanos, que por Cristo nos llamamos y somos cristianos, despreciando todos los bienes terrenos, transitorios y caducos junto con sus ciegos adoradores, deseosos de adherirnos a sólo Dios, cimentémonos en la caridad, para que merezcamos llamarnos y ser discípulos de aquel que a sus discípulos —y a nosotros por su medio— les dejó este mandato: La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros.

En esto, pues, se distinguirán los hijos de la luz de los hijos de la tiniebla, los discípulos de Cristo de los discípulos del diablo: si las entrañas de la caridad recíproca se hacen extensivas a todos. La caridad no excluye a ninguno, sino que a todos abarca, entregándose a todos sin distinción.

La caridad es el afecto del alma, que estrecha a Cristo con los brazos del amor. La caridad es el amor que abarca cielo y tierra: la caridad es el amor invencible, que no sabe ceder ni ante los suplicios ni ante las amenazas. La caridad es el vínculo indisoluble del amor y de la paz: la caridad, reina de las virtudes, no teme el encuentro con ningún vicio, sino que habiendo recibido en prenda la sangre de Cristo y llevando sobre la frente el estandarte de la cruz, pone en fuga a todos los adversarios, y no hay quien pueda resistir a su ímpetu.

Esta es la amiga del Rey eterno y no tiene temor alguno de acercarse a él con toda confianza. Si reina entre nosotros, hermanos, esta reina de las virtudes, inmediatamente conocerán todos, pequeños y grandes, que somos realmente discípulos del Señor. Quien no tiene caridad, no pertenece por este mero hecho a quien nos legó el mandamiento del amor. La caridad es el amor a Dios y al prójimo: y quien no ama al prójimo, no puede tampoco amar a Dios; y el que no ama, odia. Por eso, quien odia a su hermano, odia al autor de la caridad.

Por tanto, hermanos, nosotros, a quienes el amor de Cristo ha congregado en la unidad, amemos a Cristo, el Señor, con todo el corazón y con toda el alma, y a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Y por su amor, no amemos únicamente a los amigos, sino también a los enemigos, no sólo no odiándolos, sino amándolos de verdad. Esta es la escuela de Cristo, ésta es la doctrina del Espíritu Santo. Si alguien abandonare esta escuela y no perseverare en esta doctrina, creedme, hermanos, perecerá para siempre. En cambio, los discípulos de Jesucristo, los apasionados de la caridad, disfrutarán de una incomparable dulzura, de las riquezas de la eterna bienaventuranza, de los gozos de la eterna felicidad, gozos que se dignará otorgarnos aquel que, en la Trinidad perfecta, vive y reina, Dios, bendito por los siglos de los siglos. Amén.



MARTES


PRIMERA LECTURA

De la carta a los Efesios 5, 8-21

Caminad como hijos de la luz

Hermanos: En otro tiempo erais tinieblas, ahora sois luz en el Señor. Caminad como hijos de la luz (toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz), buscando lo que agrada al Señor, sin tomar parte en las obras estériles de las tinieblas, sino más bien poniéndolas en evidencia. Pues hasta ahora da vergüenza mencionar las cosas que ellos hacen a escondidas. Pero la luz, denunciándolas, las pone a descubierto, y todo lo descubierto es luz. Por eso dice: «Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz».

Por consiguiente, fijaos bien cómo andáis; no seáis insensatos, sino sensatos. Sabed comprar la ocasión, porque vienen días malos. Por eso, no estéis aturdidos, daos cuenta de lo que el Señor quiere.

No os emborrachéis con vino, que lleva al libertinaje; sino dejaos llenar del Espíritu. Recitad, alternando, salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y tocad con toda el alma para el Señor. Celebrad constantemente la Acción de gracias a Dios Padre, por todos, en nombre de nuestro Señor Jesucristo.

Sed sumisos unos a otros con respeto cristiano.
 

SEGUNDA LECTURA

Nicetas de Remesiana, Tratado sobre el bien de la salmodia (13-14: PLS 3, 196-198)

En la salmodia, todos deben salmodiar

Carísimos: Salmodiemos con los sentidos tan atentos y con la inteligencia tan despierta, como nos exhorta el salmista cuando dice: Porque Dios es el rey del mundo: tocad con maestría. Es decir, que el salmo ha de ser cantado no sólo con el «espíritu», o sea, con el sonido de la voz, sino también con la «mente», meditando interiormente lo que salmodiamos, no ocurra que, dominada la mente por pensamientos extraños, se afane infructuosamente. Todo debe celebrarse como quien se sabe en presencia de Dios y no con el deseo de agradar a los hombres o a sí mismo. Tenemos, en efecto, de esta consonancia de la voz un modelo y un ejemplo en aquellos tres dichosísimos jóvenes de que nos habla el libro de Daniel, diciendo:

Entonces los tres, al unísono, cantaban himnos y glorificaban a Dios en el horno, diciendo: «Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres».

Ya ves cómo, para nuestra enseñanza, se nos dice que los tres, al unísono, alababan juntos al Señor, para que también nosotros todos expresemos igualmente al unísono un mismo sentir, con idéntica modulación de la voz. Así pues, en la salmodia, todos deben salmodiar; cuando se ora, todos deben orar; cuando se hace la lectura, todos deben igualmente escuchar en silencio, no suceda que, mientras el lector proclama la lectura, un hermano dificulte la audición orando en voz alta. Y si en alguna ocasión llegares mientras la celebración de la palabra, una vez adorado el Señor y trazada sobre la frente la señal de la cruz, disponte solícito a la escucha de la palabra.

Te es dado orar cuando todos oramos, y te es dado orar cuando quisieres y cuantas veces quisieres orar privadamente; pero con el pretexto de orar no pierdas la lectura, pues la lectura no siempre puedes hacerla a tu antojo, mientras que la posibilidad de orar siempre está a tu alcance. Ni pienses que de la escucha de la lectura divina se derive escaso provecho: al oyente, la misma oración le resulta más rica, pues la mente, nutrida con la reciente lectura, discurre a través de las imágenes de las cosas divinas que acaba de oír.

De hecho, María, la hermana de Marta, que, sentada a los pies del Señor, abandonando a su hermana, escuchaba con mayor atención su palabra, escogió para la parte mejor, según la aseveración del Señor. Esta es la razón por la que el diácono, con voz bien timbrada y a modo de pregón, amonesta a todos que tanto en la oración como al arrodillarse, en la salmodia como al escuchar las lecturas, observen todos la uniformidad: pues Dios ama a los hombres de unas mismas costumbres y los hace morar en su casa.



MIÉRCOLES


PRIMERA LECTURA

De la carta a los Efesios 5, 22-33

Relaciones domésticas

Las mujeres, que se sometan a sus maridos como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la Iglesia; él, que es el salvador del cuerpo. Pues como la Iglesia se somete a Cristo, así también las mujeres a sus maridos en todo.

Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia. El se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra, y para colocarla ante sí gloriosa, la Iglesia, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada. Así deben también los maridos amar a sus mujeres, como cuerpos suyos que son.

Amar a su mujer es amarse a sí mismo. Pues nadie jamás ha odiado su propia carne, sino que le da alimento y calor, como Cristo hace con la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo.

«Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne». Es éste un gran misterio: yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia. En una palabra, que cada uno de vosotros ame a su mujer como a sí mismo, y que la mujer respete al marido.
 

SEGUNDA LECTURA

San Juan Crisóstomo, Homilía 3 sobre cómo han de ser los desposados (3: PG 51, 229-230)

Es éste un gran misterio

Como Eva salió del costado de Adán, así también nosotros del costado de Cristo. Esto es lo que significa la expresión: Carne de mi carne y hueso de mis huesos.

Ahora bien: que Eva fue formada de una costilla de Adán es algo que todos sabemos y de ello nos informa cumplidamente la Escritura, a saber: que Dios infundió en Adán un letargo, que le sacó una costilla de la que formó a la mujer; en cambio, que la Iglesia naciera del costado de Cristo, ¿dónde podríamos averiguarlo? También esto nos los indica la Escritura.

En efecto, después de que Cristo, izado y clavado en la cruz, hubo expirado, acercándose uno de los soldados, con la lanza le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua. Pues de aquella sangre y agua nació toda la Iglesia. Testigo es aquel que dijo: El que no nazca de agua y de Espíritu, no puede entrar en el reino de los cielos: llama sangre al Espíritu. En realidad, nacemos del agua del bautismo, y nos alimentamos de la sangre. ¿Ves cómo somos carne de su carne y hueso de sus huesos, por nacer y alimentarnos de aquel agua y de aquella sangre?

Y lo mismo que la mujer fue formada mientras Adán dormía, de igual modo, muerto Cristo, la Iglesia nació de su costado. Sin embargo, la mujer ha de ser amada no sólo por el mero hecho de ser miembro de nuestro cuerpo y en nosotros tiene su origen, sino además porque sobre este punto Dios promulgó una ley en estos términos: Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. Y si Pablo nos recuerda esta ley es para inducirnos por todos los medios a este amor. Considera ahora conmigo la sabiduría apostólica: no nos induce a amar a las esposas apelando únicamente a las leyes divinas o a solas leyes humanas, sino a ambas a la vez: de suerte que los espíritus más selectos y cultivados se sensibilicen sobre todo a las leyes divinas, mientras que los más débiles y sencillos se sientan movidos mayormente por las incitaciones del amor natural.

Por eso expone primero esta doctrina comenzando por el ejemplo de Cristo. Dice así: Amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia, para volver luego nuevamente a las motivaciones humanas: Así deben los maridos amar a sus mujeres, como miembros suyos que son. A continuación, vuelve otra vez a Cristo: Porque somos miembros de su cuerpo, carne de su carne y hueso de sus huesos. Y retorna de nuevo a las motivaciones humanas: Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer. Y después de haber leído esto, continúa leyendo: Es éste —dice— un gran misterio.

Dime: ¿por qué es grande? ¿Cómo es que ocurre lo mismo en Cristo y la Iglesia? Como el esposo, abandonando a su padre, se apresura a ir al encuentro de la esposa, así también Cristo, abandonando el solio paterno, vino en busca de la Esposa: no nos convocó a las sublimes alturas del cielo, sino que espontáneamente vino él a nuestro encuentro. Pero al oír «venida», no pienses en una migración, sino en una acomodación: de hecho, cuando vivía entre nosotros, estaba con el Padre. Por esta razón escribe el Apóstol: Es éste un gran misterio. Es realmente grande ya entre los hombres, pero cuando lo considero referido a Cristo y a la Iglesia, entonces la grandeza del misterio me colma realmente de estupor. Por eso, después de haber dicho: Es éste un gran misterio, añadió inmediatamente: Y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia.



JUEVES


PRIMERA LECTURA

De la carta a los Efesios 6, 1-9

Deberes en la vida doméstica

Hijos, obedeced a vuestros padres como el Señor quiere, porque eso es justo. «Honra a tu padre y a tu madre» es el primer mandamiento al que se añade una promesa: «Te irá bien y vivirás largo tiempo en la tierra».

Padres, vosotros no exasperéis a vuestros hijos, criadlos educándolos y corrigiéndolos como haría el Señor.

Esclavos, obedeced a vuestros amos de la tierra con profundo respeto, de todo corazón, como a Cristo. No por las apariencias, para quedar bien, sino como esclavos de Cristo que hacen lo que Dios quiere; con toda el alma, de buena gana, como quien sirve al Señor y no a los hombres. Sabed que lo que uno haga de bueno, sea esclavo o libre, se lo pagará el Señor.

Amos, correspondedles dejándoos de amenazas; sabéis que ellos y vosotros tenéis un amo en el cielo y que ése no es parcial con nadie.


SEGUNDA LECTURA

San Gregorio Magno, Homilía sobre el libro del profeta Ezequiel (Lib 2, Hom 1, 7: CCL 142, 213-214)

La esperanza de los premios celestiales

Entra en el edificio de la ciudad celestial quien, en la santa Iglesia, considera la conducta de los buenos y la imita. Porque entrar es considerar aquel edificio situado en lo alto del monte, es decir, cómo los elegidos de la santa Iglesia, situados en la cima de la virtud, progresan en el amor.

Por ejemplo: éste lleva vida de casado, vive contento con lo suyo, no dilapida los bienes ajenos, da de lo suyo a los pobres en la medida de sus posibilidades, no se olvida de llorar a diario los pecados de que no está exenta la vida conyugal. Pues la misma preocupación de la familia es para él motivo de turbación, y le excita a las lágrimas.

En cambio, aquél ha abandonado ya todo lo del mundo, ni tiene apetencias mundanas, se alimenta exclusivamente de la contemplación, llora de alegría ante la perspectiva de los premios celestiales, se priva incluso de lo que le estaría permitido tener, procura tener cada día un rato de intimidad con Dios, ninguna preocupación de este mundo que pasa logra turbar su ánimo, ensancha constantemente su alma con la expectativa de los goces del cielo.

Aquel otro ha abandonado ya todo lo de este mundo y su alma se eleva en la contemplación de las realidades celestiales y, sin embargo, debiendo ocupar un puesto de gobierno para la edificación de muchos, él, que por gusto no sucumbe a las cosas transitorias, debe en ocasiones ocuparse de ellas por compasión hacia el prójimo, para, de esta forma, subvenir a la necesidad de los indigentes; predica a los oyentes la palabra de vida, suministra lo necesario a las almas y a los cuerpos. Y el que, por vocación, vuela ya, en la contemplación, al deseo de los bienes celestiales, debe afanarse, sin embargo, en las cosas temporales en provecho y utilidad del prójimo.

Por tanto, quienquiera que, en la santa Iglesia, se esfuerza solícitamente por progresar, bien en la vida de los buenos casados, bien en la cumbre de los que viven en continencia o de los que abandonaron todos los bienes de este mundo, o incluso en la cima de los predicadores, ya ha entrado en el edificio de la ciudad situada en lo alto del monte. Porque quien no se preocupa de observar la vida de los mejores para su propio progreso, todavía está fuera del edificio. Y si admira el honor de que la santa Iglesia goza ya en el mundo, es como quien contempla un edificio desde el exterior y queda maravillado. Y como sólo pone su atención en el exterior, no entra en el interior.



VIERNES


PRIMERA LECTURA

De la carta a los Efesios 6, 10-24

Recomendación final y despedida

Para terminar, hermanos, buscad vuestra fuerza en el Señor y en su invencible poder. Poneos las armas que Dios os da, para poder resistir a las estratagemas del diablo, porque nuestra lucha no es contra hombres de carne y hueso, sino contra los soberanos, autoridades y poderes que dominan este mundo de las tinieblas, contra las fuerzas sobrehumanas y supremas del mal.

Por eso, tomad las armas de Dios para poder resistir en el día fatal y, después de actuar a fondo, mantened las posiciones. Estad firmes, repito: abrochaos el cinturón de la verdad, por coraza poneos la justicia, bien calzados para estar dispuestos a anunciar la noticia de la paz. Y, por supuesto, tened embrazado el escudo de la fe, donde se apagarán las flechas incendiarias del malo. Tomad por casco la salvación y por espada la del Espíritu, es decir, la palabra de Dios.

Al mismo tiempo, con la ayuda del Espíritu, no perdáis ocasión de orar, insistiendo y pidiendo en la oración. Tened vigilias en que oréis con constancia por todo el pueblo santo. Y también por mí, para que Dios abra mis labios y me conceda palabras para comunicar sin temor su secreto, la buena noticia de la que soy portavoz... en cadenas. Pedid que tenga valor para hablar de él como debo.

Quiero que también vosotros sepáis qué es de mí y qué tal sigo; de todo os informará Fortunato, nuestro hermano querido y auxiliar fiel en la tarea del Señor. Os lo mando precisamente para que tengáis noticias nuestras y os dé ánimos.

Que Dios Padre y el Señor Jesucristo concedan a los hermanos paz y amor acompañados de fe; su favor acompañe a todos los que aman a nuestro Señor Jesucristo, sin desfallecer.


SEGUNDA LECTURA

San Clemente de Alejandría, Exhortación a los paganos (Cap 11; PG 8, 235-238)

Revistámonos con las armas de la paz

Es la Verdad la que clama: Brille la luz del seno de las tinieblas. Sí, que brille la luz en la zona más oculta del hombre, es decir, en su corazón, e irradien los rayos de la ciencia que, con su esplendor, revelen al hombre interior, al discípulo de la luz, al familiar y coheredero de Cristo; sobre todo cuando el hijo bueno y piadoso haya llegado al conocimiento del augusto y venerable nombre del Padre bueno, que manda cosas fáciles y salutíferas a su hijo.

El que le obedece es superior con mucho a todas las cosas, sigue a Dios, obedece al Padre, llegó a conocerle por el camino del error, amó a Dios, amó al prójimo, cumplió lo mandado, espera el premio, exige lo prometido. El plan de Dios fue siempre el de salvar la grey de los hombres: por eso el Dios bueno envió al buen Pastor. En cuanto al Verbo, después de haber explicado la verdad, mostró a los hombres la grandeza de la salvación, para que, o bien movidos a penitencia consiguieran la salvación, o bien, si se negasen a obedecer, se hicieran reos de condenación. Esta es la predicación de la justicia, que es una buena noticia para quienes obedecen; en cambio, para los demás, para los que no quisieran obedecer, es motivo de condenación.

Ahora bien: una trompeta guerrera puede legítimamente congregar con su toque a los soldados y anunciar el comienzo de la batalla; ¿y no le va a estar permitido a Cristo, que hace oír su dulce himno de paz hasta los confines de la tierra, reunir a sus pacíficos guerreros? Sí, hombre; congregó con su sangre y su palabra un ejército incruento, al que ha hecho entrega del reino de los cielos.

La trompeta de Cristo es su evangelio. El mismo tocó la trompeta, y nosotros la hemos oído. Revistámonos con las armas de la paz: por coraza poneos la justicia, tened embrazado el escudo de la fe y puesto el casco de la salvación, y desenvainemos además la espada del Espíritu, es decir, la palabra de Dios. Con este atuendo de paz nos pertrecha el Apóstol. Estas son nuestras armas, armas que nos hacen invulnerables a todo evento. Pertrechados con estas armas, estemos firmes en el combate contra el adversario, apaguemos las flechas incendiarias del malo, intercambiando los beneficios recibidos con himnos de alabanza y honrando a Dios por medio del Verbo divino. Entonces clamarás al Señor —dice— y te dirá: «Aquí estoy».

¡Oh santo y dichoso poder, por el que Dios mora con los hombres! ¡Bien vale la pena que el hombre se convierta en imitador y adorador de una naturaleza tan sumamente buena y excelente! No es lícito, en efecto, imitar a Dios de otro modo que honrándolo santamente; ni honrarlo y venerarlo sino imitándolo. Porque sólo entonces el celestial y verdaderamente divino amor se granjea la voluntad de los hombres, cuando resplandeciere en la misma alma la verdadera belleza suscitada por el Verbo. Lo cual se realiza en grado superlativo, cuando la salvación corre a la par de una sincera voluntad; y la vida pende, por decirlo así, libremente del mismo yugo.

En conclusión: esta exhortación de la verdad es la única que permanece con nosotros hasta el último aliento, como el más fiel amigo; y si alguien se dirige hacia el cielo, ella es el mejor guía para el espíritu íntegro y perfecto del alma. ¿Que para qué te exhorto? Ni más ni menos que para que te salves. Esto es lo que Cristo quiere: y, para decirlo todo en una sola palabra, él es quien te comunica la vida. Y ¿quién es él? Te lo diré en pocas palabras: la Palabra de verdad, la Palabra que preserva de la muerte, que regenera al hombre reduciéndolo a la verdad; es el estímulo de la salvación, que ahuyenta la ruina, expulsa la muerte, edifica un templo en los hombres para establecer en ellos la morada de Dios. Procura que este templo sea puro, y abandona al viento y al fuego, como flores caducas, los placeres y la molicie. Cultiva, en cambio, con prudencia los frutos de la templanza, y consagra tu ser a Dios como primicia, para que suya sea no sólo la obra, sino también la gracia de la obra. Ambas cosas se requieren del discípulo de Cristo: que se muestre digno del reino y que sea juzgado digno del reino.



SÁBADO


PRIMERA LECTURA

Carta del apóstol san Pablo a Filemón

Intercesión del Apóstol en favor de Onésimo

Pablo, preso por Cristo Jesús, y el hermano Timoteo, a Filemón, nuestro querido amigo y colaborador, con la hermana Apia; a Arquipo, nuestro compañero de armas, y a la comunidad que se reúne en tu casa: os deseamos el favor y la paz de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo.

Doy siempre gracias a Dios cuando te encomiendo en mis oraciones, pues recibo noticias de tu amor y de la fidelidad que tienes al Señor Jesús y a todos los consagrados. Pido a Dios que la solidaridad propia de tu fe se active al comprender que todos los bienes que tenemos son para Cristo.

Me alegró y animó mucho tu caridad, hermano, porque tú has aliviado los sufrimientos del pueblo santo. Por eso, aunque como cristiano tengo plena libertad para indicarte lo que conviene hacer, prefiero rogártelo apelando a tu caridad, yo, Pablo, anciano y prisionero por Cristo Jesús. Te recomiendo a Onésimo, mi hijo, a quien he engendrado en la prisión, que antes era tan inútil para ti, y ahora en cambio es tan útil para ti y para mí; te lo envío como algo de mis entrañas.

Me hubiera gustado retenerlo junto a mí, para que me sirviera en tu lugar en esta prisión que sufro por el evangelio; pero no he querido retenerlo sin contar contigo: así me harás este favor no a la fuerza, sino con toda libertad. Quizá se apartó de ti para que lo recobres ahora para siempre; y no como esclavo, sino mucho mejor: como hermano querido. Si yo lo quiero tanto, cuánto más lo has de querer tú, como hombre y como cristiano.

Si me consideras compañero tuyo, recíbele a él como a mí mismo. Si en algo te ha perjudicado y te debe algo, ponlo en mi cuenta: yo, Pablo, te firmo el pagaré de mi puño y letra, para no hablar de que tú me debes tu propia persona. Por Dios, hermano, a ver si me das esa satisfacción; alivia mi ansiedad, por amor a Cristo.

Te escribo seguro de tu respuesta, sabiendo que harás aún más de lo que te pido. Y a propósito, prepárame alojamiento, pues, gracias a vuestras oraciones, espero que Dios me mandará este regalo.

Recuerdos de Epafras, mi compañero de cárcel por Cristo Jesús, y también de Marcos, Aristarco, Dimas y Lucas, mis colaboradores.

El favor del Señor Jesucristo os acompañe.


SEGUNDA LECTURA

San Paciano de Barcelona, Sermón sobre el bautismo (5-6: PL 13, 1092-1093)

Reformemos nuestras costumbres en Cristo,
por el Espíritu Santo

El pecado de Adán se había transmitido a todo el género humano, como afirma el Apóstol: Por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así pasó a todos los hombres. Por lo tanto, es necesario que la justicia de Cristo sea transmitida a todo el género humano. Y, así como Adán, por su pecado, fue causa de perdición para toda su descendencia, del mismo modo Cristo, por su justicia, vivifica a todo su linaje. Esto es lo que subraya el Apóstol cuando afirma: Si por la desobediencia de uno todos se convirtieron en pecadores, así por la obediencia de uno todos se convertirán en justos. Y así como reinó el pecado, causando la muerte, así también reinará la gracia, causando una justificación que conduce a la vida eterna.

Pero alguno me puede decir: «Con razón el pecado de Adán ha pasado a su posteridad, ya que fueron engendrados por él. ¿Pero acaso nosotros hemos sido engendrados por Cristo para que podamos ser salvados por él?» No penséis carnalmente, y veréis cómo somos engendrados por Cristo. En la plenitud de los tiempos, Cristo se encarnó en el seno de María: vino para salvar a la carne, no la abandonó al poder de la muerte, sino que la unió con su espíritu y la hizo suya. Estas son las bodas del Señor por las que se unió a la naturaleza humana, para que, de acuerdo con aquel gran misterio, se hagan los dos una sola carne, Cristo y la Iglesia.

De estas bodas nace el pueblo cristiano, al descender del cielo el Espíritu Santo. La substancia de nuestras almas es fecundada por la simiente celestial, se desarrolla en el seno de nuestra madre, la Iglesia, y cuando nos da a luz somos vivificados en Cristo. Por lo que dice el Apóstol: El primer hombre, Adán, fue un ser animado; el último Adán, un espíritu que da vida. Así es como engendra Cristo en su Iglesia por medio de sus sacerdotes, como lo afirma el mismo Apóstol: Os he engendrado para Cristo. Así, pues, el germen de Cristo, el Espíritu de Dios, da a luz, por manos de los sacerdotes, al hombre nuevo, concebido en el seno de la Iglesia, recibido en el parto de la fuente bautismal, teniendo como madrina de boda a la fe.

Pero hay que recibir a Cristo para que nos engendre, como lo afirma el apóstol san Juan: Cuantos lo recibieron, les da poder para ser hijos de Dios. Esto no puede ser realizado sino por el sacramento del bautismo, del crisma y del obispo. Por el bautismo se limpian los pecados, por el crisma se infunde el Espíritu Santo, y ambas cosas las conseguimos por medio de las manos y la boca del obispo. De este modo, el hombre entero renace y vive una vida nueva en Cristo: Así como Cristo fue resucitado de entre los muertos, así también nosotros andemos en una vida nueva, es decir, que, depuestos los errores de la vida pasada, reformemos nuestras costumbres en Cristo, por el Espíritu Santo.