DOMINGO XV DEL TIEMPO ORDINARIO


 

PRIMERA LECTURA

De los libros de Samuel 1S 31, 1-4; 2S 1, 1-16

Muerte de Saúl

En aquellos días, los filisteos entraron en combate con Israel. Los israelitas huyeron ante ellos, y muchos cayeron muertos en el monte Gelboé. Los filisteos persiguieron de cerca a Saúl y sus hijos, e hirieron a Jonatán, Abinadab y Malquisuá, hijos de Saúl. Entonces cayó sobre Saúl el peso del combate; los arqueros le dieron alcance y lo hirieron gravemente. Saúl dijo a su escudero:

«Saca la espada y atraviésame, no vayan a llegar esos incircuncisos y abusen de mí».

Pero el escudero no quiso, porque le entró pánico. Entonces Saúl tomó la espada y se dejó caer sobre ella.

Al volver de su victoria sobre los amalecitas, David se detuvo dos días en Sicelag. Al tercer día de la muerte de Saúl, llegó uno del ejército con la ropa hecha jirones y polvo en la cabeza; cuando llegó, cayó en tierra, postrándose ante David. David le preguntó:

«¿De dónde vienes?»

Respondió:

«Me he escapado del campamento israelita».

David dijo:

«¿Qué ha ocurrido? Cuéntame».

El respondió:

«Pues que la tropa ha huido de la batalla, y ha habido muchas bajas entre la tropa y muchos muertos, y hasta han muerto Saúl y su hijo Jonatán».

David preguntó entonces al muchacho que le informaba:

«¿Cómo sabes que han muerto Saúl y su hijo Jonatán?»Respondió:

«Yo estaba casualmente en el monte Gelboé, cuando encontré a Saúl apoyado en su lanza, con los carros y los jinetes persiguiéndolo de cerca; se volvió, y al verme me llamó, y yo dije:

"¡A la orden!"

Me preguntó:

"¿Quién eres?"

Respondí:

"Soy un amalecita".

Entonces me dice:

"Échate encima y remátame, que estoy en los estertores y no acabo de morir".

Me acerqué a él y lo rematé, porque vi que, una vez caído, no viviría. Luego le quité la diadema de la cabeza y el brazalete del brazo y se los traigo aquí a mi señor».

Entonces David agarró sus vestiduras y las rasgó, y sus acompañantes hicieron lo mismo. Hicieron duelo, lloraron y ayunaron hasta el atardecer por Saúl y por su hijo Jonatán, por el pueblo del Señor, por la casa de Israel, porque habían muerto a espada. David preguntó al que le había dado la noticia:

«¿De dónde eres?»

Respondió:

«Soy hijo de un emigrante amalecita».

Entonces David le dijo:

«¿Y cómo te atreviste a alzar la mano para matar al ungido del Señor?»

Llamó a uno de los oficiales y le ordenó:

«¡Acércate y mátalo!»

El oficial lo hirió y lo mató. Y David sentenció:

«¡Eres responsable de tu muerte! Pues tu propia boca te acusó cuando dijiste: "Yo he matado al ungido del Señor"».


SEGUNDA LECTURA

San Agustín de Hipona, Sermón 47, sobre las ovejas (1.2.3.6: CCL 41, 572-573.575-576)

El Señor es nuestro Dios, y nosotros su pueblo,
el rebaño que él guía

Las palabras que hemos cantado expresan nuestra convicción de que somos rebaño de Dios: El es nuestro Dios, creador nuestro. El es nuestro Dios, y, nosotros su pueblo, el rebaño que él guía. Los pastores humanos tienen unas ovejas que no han hecho ellos, apacientan un rebaño que no han creado ellos. En cambio, nuestro Dios y Señor, porque es Dios y creador, se hizo él mismo las ovejas que tiene y apacienta. No fue otro quien las creó y él las apacienta, ni es otro quien apacienta las que él creó.

Por tanto, ya que hemos reconocido en este cántico que somos sus ovejas, su pueblo y el rebaño que él guía, oigamos qué es lo que nos dice a nosotros, sus ovejas. Antes hablaba a los pastores, ahora a las ovejas. Por eso, nosotros lo escuchábamos, antes, con temor, vosotros, en cambio, seguros.

¿Cómo lo escucharemos en estas palabras de hoy? ¿Quizá al revés, nosotros seguros y vosotros con temor? No, ciertamente. En primer lugar porque, aunque somos pastores, el pastor no sólo escucha con temor lo que se dice a los pastores, sino también lo que se dice a las ovejas. Si escucha seguro lo que se dice a las ovejas, es porque no se preocupa por las ovejas. Además, ya os dijimos entonces que en nosotros hay que considerar dos cosas: una, que somos cristianos; otra, que somos guardianes. Nuestra condición de guardianes nos coloca entre los pastores, con tal de que seamos buenos. Por nuestra condición de cristianos, somos ovejas igual que vosotros. Por lo cual, tanto si el Señor habla a los pastores como si habla a las ovejas, tenemos que escuchar siempre con temor y con ánimo atento.

Oigamos, pues, hermanos, en qué reprende el Señor a las ovejas descarriadas y qué es lo que promete a sus ovejas. Y vosotros —dice— sois mis ovejas. En primer lugar, si consideramos, hermanos, qué gran felicidad es ser rebaño de Dios, experimentaremos una gran alegría, aun en medio de estas lágrimas y tribulaciones. Del mismo de quien se dice: Pastor de Israel, se dice también: No duerme ni reposa el guardián de Israel. El vela, pues, sobre nosotros, tanto si estamos despiertos como dormidos. Por esto, si un rebaño humano está seguro bajo la vigilancia de un pastor humano, cuán grande no ha de ser nuestra seguridad, teniendo a Dios por pastor, no sólo porque nos apacienta, sino también porque es nuestro creador.

Y a vosotras —dice—, mis ovejas, así dice el Señor Dios: «Voy a juzgar entre oveja y oveja, entre carnero y macho cabrío». ¿A qué vienen aquí los machos cabríos en el rebaño de Dios? En los mismos pastos, en las mismas fuentes, andan mezclados los machos cabríos, destinados a la izquierda, con las ovejas, destinadas a la derecha, y son tolerados los que luego serán separados. Con ello se ejercita la paciencia de las ovejas, a imitación de la paciencia de Dios. El es quien separará después, unos a la izquierda, otros a la derecha.

EVANGELIOS PARA LOS TRES CICLOS



LUNES


PRIMERA LECTURA

Del libro segundo de Samuel 2, 1-11; 3, 1-5

David es ungido en Hebrón como rey de Judá

En aquellos días consultó David al Señor:

«¿Puedo ir a alguna ciudad de Judá?»

El Señor le respondió:

«Sí».

David preguntó:

«¿A cuál debo ir?»

Respondió:

«A Hebrón».

Entonces subieron allá David y sus dos mujeres. Ajinoán, la yezraelita, y Abigail, la mujer de Nabal, el de La Vega. Llevó también a todos sus hombres con sus familias y se establecieron en los alrededores de Hebrón. Los de Judá vinieron a ungir allí a David rey de Judá; y le informaron:

«Los de Yabés de Galaad han dado sepultura a Saúl». David mandó unos emisarios a los de Yabés de Galaad a decirles:

«El Señor os bendiga por esa obra de misericordia, por haber dado sepultura a Saúl, vuestro señor. El Señor os trate con misericordia y lealtad, que yo también os recompensaré esa acción. Ahora tened ánimo, sed valientes; Saúl, vuestro señor, ha muerto, pero Judá me ha ungído a mí rey suyo».

Abner, hijo de Ner, general del ejército de Saúl, había recogido a Isbaal, hijo de Saúl, lo había trasladado a Los Castros y lo había nombrado rey de Galaad, de los de Aser, de Yezrael, Efraín, Benjamín y todo Israel; sólo Judá siguió a David. Isbaal, hijo de Saúl, tenía cuarenta años cuando empezó a reinar en Israel, y reinó dos años. David fue rey de Judá, en Hebrón, siete años y medio.

La guerra entre las familias de Saúl y David se prolongó. David iba afianzándose, mientras la familia de Saúl iba debilitándose.

David tuvo varios hijos en Hebrón: el primero fue Amnón, de Ajinoán, la yezraelita; el segundo fue Quilab, de Abigail, la mujer de Nabal, el de La Vega; el tercero, Absalón, de Maacá, hija de Talmay, rey de Guesur; el cuarto, Adonías, de Jaguit; el quinto, Safatías, de Abital; el sexto, Yitreán, de su esposa Eglá. Esos fueron los hijos que tuvo David en Hebrón.


SEGUNDA LECTURA

San Agustín de Hipona, Sermón 47, sobre las ovejas (12-14: CCL 41, 582-584)

Si buscare agradar a los hombres no sería siervo
de Cristo

Si de algo podemos preciarnos es del testimonio de nuestra conciencia. Hay hombres' que juzgan temerariamente, que son detractores, chismosos, murmuradores, que se empeñan en sospechar lo que no ven, que se empeñan incluso en pregonar lo que ni sospechan; contra esos tales, ¿qué recurso queda sino el testimonio de nuestra conciencia? Y ni aun en aquellos a los que buscamos agradar, hermanos, buscamos nuestra propia gloria, o al menos no debemos buscarla, sino más bien su salvación, de modo que, siguiendo nuestro ejemplo, si es que nos comportamos rectamente, no se desvíen. Que sean imitadores nuestros, si nosotros lo somos de Cristo; y, si nosotros no somos imitadores de Cristo, que tomen al mismo Cristo por modelo. El es, en efecto, quien apacienta su rebaño, él es el único pastor que lo apacienta por medio de los demás buenos pastores, que lo hacen por delegación suya.

Por tanto, cuando buscamos agradar a los hombres, no buscamos nuestro propio provecho, sino el gozo de los demás, y nosotros nos gozamos de que les agrade lo que es bueno, por el provecho que a ellos les reporta, no por el honor que ello nos reporta a nosotros. Está bien claro contra quiénes dijo el Apóstol: Si siguiera todavía agradando a los hombres, no sería siervo de Cristo. Como también está claro a quiénes se refería al decir: Procurad contentar en todo a todos como yo por mi parte procuro contentar en todo a todos. Ambas afirmaciones son límpidas, claras y transparentes. Tú limítate a pacer y beber, sin pisotear ni enturbiar.

Conocemos también aquellas palabras del Señor Jesucristo, maestro de los apóstoles: Alumbre vuestra luz a los hombres para que vean vuestras buenas obras y den gloria a nuestro Padre que está en el cielo, esto es, al que os ha hecho tales. Nosotros somos su pueblo, el rebaño que el guía. Por lo tanto, él ha de ser alabado, ya que él es de quien procede la bondad que pueda haber en ti, y no tú, ya que de ti mismo no puede proceder más que maldad. Sería contradecir a la verdad si quisieras ser tú alabado cuando haces algo bueno, y que el Señor fuera vituperado cuando haces algo malo.

El mismo que dijo: Alumbre vuestra luz a los hombres dijo también en la misma ocasión: Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres.Y del mismo modo que estas palabras te parecían contradictorias en boca del Apóstol, así también en el Evangelio. Pero si no enturbias el agua de tu corazón, también en ellas reconocerás la paz de las Escrituras, y participarás tú también de su misma paz.

Procuremos, pues, hermanos, no sólo vivir rectamente, sino también obrar con rectitud delante de los hombres, y no sólo preocuparnos de tener la conciencia tranquila, sino también, en cuanto lo permita nuestra debilidad y la vigilancia de nuestra fragilidad humana, procuremos no hacer nada que pueda hacer sospechar mal a nuestro hermano más débil, no sea que, comiendo hierba limpia y bebiendo un agua pura, pisoteemos los pastos de Dios, y las ovejas más débiles tengan que comer una hierba pisoteada y beber un agua enturbiada.



MARTES


PRIMERA LECTURA

Del libro segundo de Samuel 4, 2-5, 7

David, rey de Israel. Conquista de Jerusalén

En aquellos días, Isbaal, hijo de Saúl, tenía dos jefes de guerrillas: uno se llamaba Baaná y el otro Recab, hijos de Rimón, el de Pozos, benjaminitas. Porque también Pozos se consideraba perteneciente a Benjamín; los de Pozos huyeron a Dos Lagares y allí siguen todavía residiendo como forasteros.

Por otra parte, Jonatán, hijo de Saúl, tenía un hijo tullido de ambos pies: tenía cinco años cuando llegó de Yezrael la noticia de la muerte de Saúl y Jonatán; la niñera se lo llevó en la huida, pero, con las prisas de escapar, el niño cayó y quedó cojo; se llamaba Meribaal.

Los hijos de Rimón, el de Pozos, Baaná y Recab, iban de camino y, cuando calentaba el sol, llegaron a casa de Isbaal, que estaba echando la siesta. La portera se había quedado dormida mientras limpiaba el trigo. Recab y su hermano Baaná entraron libremente en la casa, llegaron a la alcoba donde estaba echado Isbaal, y lo hirieron de muerte; luego le cortaron la cabeza, la recogieron y caminaron toda la noche a través de la estepa. Llevaron la cabeza de Isbaal a David, a Hebrón, y dijeron al rey:

«Aquí está la cabeza de Isbaal, hijo de Saúl, tu enemigo, que intentó matarte. El Señor ha vengado hoy al rey mi señor de Saúl y su estirpe».

Pero David dijo a Recab y Baaná, hijos de Rimón, el de Pozos:

«¡Vive Dios que me ha salvado la vida de todo peligro! Si al que me anunció: "Ha muerto Saúl", creyendo dar una buena noticia, lo agarré y lo ajusticié en Sicelag, pagándole así la buena noticia, con cuánta más razón, cuando unos malvados han asesinado a un inocente, en casa, en su cama, vengaré la sangre que habéis derramado, extirpándoos de la tierra».

David dio una orden a sus oficiales, y los mataron. Luego les cortaron manos y pies y los colgaron junto a la Alberca de Hebrón; en cambio, la cabeza de Isbaal la enterraron en la sepultura de Abner, en Hebrón.

Todas las tribus de Israel fueron a Hebrón a ver a David y le dijeron:

«Hueso y carne somos: ya hace tiempo, cuando todavía Saúl era nuestro rey, eras tú quien dirigías las entradas y salidas de Israel. Además el Señor te ha prometido: "Tú serás el pastor de mi pueblo Israel, tú serás el jefe de Israel"».

Todos los ancianos de Israel fueron a Hebrón a ver al rey, y el rey David hizo con ellos un pacto en Hebrón, en presencia del Señor, y ellos ungieron a David como rey de Israel. Tenía treinta años cuando empezó a reinar, y reinó cuarenta años; en Hebrón reinó sobre Judá siete años y medio, y en Jerusalén reinó treinta y tres años sobre Israel y Judá.

El rey y sus hombres marcharon sobre Jerusalén, contra los jebuseos que habitaban el país. Los jebuseos dijeron a David:

«No entrarás aquí. Te rechazarán los ciegos y los cojos».

Era una manera de decir que David no entraría. Pero David conquistó el alcázar de Sión, o sea, la llamada Ciudad de David.


SEGUNDA LECTURA

Santa Teresa de Jesús, Camino de perfección (Cap 51: BAC 120, 221-224)

Venga a nosotros tu reino

¿Quién hay —por desastrado que sea— que cuando pide a una persona de prestigio no lleva pensado cómo lo ha de pedir para contentarle y no serle desabrido, y qué le ha de pedir, y para qué ha menester lo que le ha de dar, en especial si pide cosa señalada, como nos enseña que pidamos nuestro buen Jesús? Cosa me parece para notar mucho. ¿No hubierais podido, Señor mío, concluir con una palabra y decir: «Dadnos, Padre, lo que nos conviene»? Pues a quien tan bien entiende todo, no parece era menester más.

¡Oh sabiduría de los ángeles! Para vos y vuestro Padre esto bastaba (que así le pedisteis en el huerto: mostrasteis vuestra voluntad y temor, mas dejástelo en la suya): mas nos conocéis a nosotros, Señor mío, que no estamos tan rendidos como lo estabais vos a la voluntad de vuestro Padre, y que era menester pedir cosas señaladas para que nos detuviésemos un poco en mirar siquiera si nos está bien lo que pedimos, y si no, que no lo pidamos. Porque, según somos, si no nos dan lo que queremos —con este libre albedrío que tenemos—, no admitiremos lo que el Señor nos diere, porque, aunque sea lo mejor, como no veamos luego el dinero en la mano, nunca nos pensamos ver ricos.

Pues dice el buen Jesús: Santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino. Ahora mirad qué sabiduría tan grande de nuestro Maestro. Considero yo aquí, y es bien que entendamos, qué pedimos en este reino. Mas como vio su majestad que no podíamos santificar, ni alabar, ni engrandecer, ni glorificar, ni ensalzar este nombre santo del Padre eterno —conforme a lo poquito que podemos nosotros—, de manera que se hiciese como es razón, si no nos proveía su majestad con darnos acá su reino, y así lo puso el buen Jesús lo uno junto a lo otro. Porque entendáis esto que pedimos, y lo que nos importa pedirlo y hacer cuanto pudiéramos para contentar a quien nos lo ha de dar, quiero decir aquí lo que yo entiendo.

El gran bien que hay en el reino del cielo —con otros muchos— es ya no tener cuenta con cosas de la tierra: un sosiego y gloria en sí mismos, un alegrarse todos, una paz perpetua, una satisfacción grande en sí mismos que les viene de ver que todos santifican y alaban al Señor y bendicen su nombre, y no le ofende nadie, todos le aman, y la misma alma no entiende en otra cosa sino en amarle, ni puede dejarle de amar, porque le conoce. Y así le amaríamos acá: aunque no en esta perfección y en un ser, mas muy de otra manera le amaríamos si le conociésemos.



MIÉRCOLES


PRIMERA LECTURA

Del libro segundo de Samuel 6, 1-23

Traslado del arca a Jerusalén

En aquellos días, David reunió nuevamente a los mozos israelitas: treinta mil hombres. Con todo su ejército emprendió la marcha a Baalá de Judá, para trasladar de allí el arca de Dios, que lleva la inscripción: «Señor de los ejércitos entronizado sobre querubines». Pusieron el arca de Dios en un carro nuevo y la sacaron de casa de Abinabad, en El Cerro. Uzá y Ajió, hijos de Abinabad, guiaban el carro con el arca de Dios; Ajió marchaba delante del arca. David y los israelitas iban danzando ante el Señor con todo entusiasmo, cantando al son de cítaras y arpas, panderos, sonajas y platillos.

Cuando llegaron a la era de Nacón, los bueyes tropezaron, y Uzá alargó la mano al arca de Dios para sujetarla. El Señor se encolerizó contra Uzá por su atrevimiento, lo hirió y murió allí mismo, junto al arca de Dios. David se entristeció porque el Señor había arremetido contra Uzá, y puso a aquel sitio el nombre de Arremetida de Uzá, y así se llama ahora. Aquel día David temió al Señor, y dijo:

«¿Cómo va a venir a mi casa el arca del Señor?»

Y no quiso llevar a su casa, a la Ciudad de David, el arca del Señor, sino que la trasladó a casa de Obededom, el de Gat. El arca del Señor estuvo tres meses en casa de Obededom, el de Gat, y el Señor bendijo a Obededom y su familia. Informaron a David:

«El Señor ha bendecido a la familia de Obededom y toda su hacienda, en atención al arca de Dios».

Entonces fue David y llevó el arca de Dios desde la casa de Obededom a la Ciudad de David, haciendo fiesta. Cuando los portadores del arca del Señor avanzaron seis pasos, sacrificó un toro y un ternero cebado. E iba danzando ante el Señor con todo entusiasmo, vestido sólo con un roquete de lino. Así iban llevando David y los israelitas el arca del Señor entre vítores y al sonido de las trompetas. Cuando el arca del Señor entraba en la Ciudad de David, Mical, hija de Saúl, estaba mirando por la ventana, y, al ver al rey David haciendo piruetas y cabriolas delante del Señor, lo despreció en su interior.

Metieron el arca del Señor y la instalaron en su sitio; en el centro de la tienda que David le había preparado. David ofreció holocaustos y sacrificios de comunión al Señor y, cuando terminó de ofrecerlos, bendijo al pueblo en el nombre del Señor de los ejércitos; luego repartió a todos, hombres y mujeres de la multitud israelita, un bollo de pan, una tajada de carne y un pastel de uvas pasas a cada uno. Después se marcharon todos, cada cual a su casa.

David se volvió para bendecir a su casa, y Mical, hija de Saúl, salió a su encuentro y dijo:

«¡Cómo se ha lucido el rey de Israel, desnudándose a la vista de las criadas de sus ministros, como lo haría un bufón cualquiera!»

David le respondió:

«Ante el Señor, que me prefirió a tu padre y a toda tu familia y me eligió como jefe de su pueblo, yo bailaré y todavía me rebajaré más; si a ti te parece despreciable, ante las criadas que dices, ante ésas, ganaré prestigio».

Mical, hija de Saúl, no tuvo hijos en toda su vida.


SEGUNDA LECTURA

San Jerónimo, Homilía a los recién bautizados, sobre el salmo 41 (CCL 78, 542-544)

Pasaré al lugar del tabernáculo admirable

Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío. Como la cierva del salmo busca las corrientes de agua, así también nuestros ciervos, que han salido de Egipto y del mundo, y han aniquilado en las aguas del bautismo al faraón con todo su ejército, después de haber destruido el poder del diablo, buscan las fuentes de la Iglesia, que son el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

Que el Padre sea fuente lo hallamos escrito en el libro de Jeremías: Me abandonaron a mí, fuente de agua viva, y cavaron aljibes, aljibes agrietados, que no retienen el agua. Acerca del Hijo, leemos en otro lugar: Abandonaron la fuente de la sabiduría. Y del Espíritu Santo: El que bebe del agua que yo le daré, nacerá dentro de él un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna, palabras cuyo significado nos explica luego el evangelista, cuando nos dice que el Salvador se refería al Espíritu Santo. De todo lo cual se deduce con toda claridad que la triple fuente de la Iglesia es el misterio de la Trinidad.

Esta triple fuente es la que busca el alma del creyente, el alma del bautizado, y por eso dice: Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo. No es un tenue deseo el que tiene de ver a Dios, sino que lo desea con un ardor parecido al de la sed. Antes de recibir el bautismo, se decían entre sí:

¿Cuándo entraré a ver el rostro de Dios? Ahora ya han conseguido lo que deseaban: han llegado a la presencia de Dios y se han acercado al altar y tienen acceso al misterio de salvación.

Admitidos en el cuerpo de Cristo y renacidos en la fuente de vida, dicen confiadamente: Pasaré al lugar del tabernáculo admirable, hacia la casa de Dios. La casa de Dios es la Iglesia, ella es el tabernáculo admirable porque en él resuenan los cantos de júbilo y alabanza en el bullicio de la fiesta.

Decid, pues, los que acabáis de revestiros de Cristo y, siguiendo nuestras enseñanzas, habéis sido extraídos del mar de este mundo, como pececillos con el anzuelo. «En nosotros ha sido cambiado el orden natural de las cosas. En efecto, los peces, al ser extraídos del mar, mueren; a nosotros, en cambio, los apóstoles nos sacaron del mar de este mundo para que pasáramos de muerte a vida. Mientras vivíamos sumergidos en el mundo, nuestros ojos estaban en el abismo y nuestra vida se arrastraba por el cieno, mas, desde el momento en que fuimos arrancados de las olas, hemos comenzado a ver el sol, hemos comenzado a contemplar la luz verdadera, y, por esto, llenos de alegría desbordante, le decimos a nuestra alma: Espera en Dios, que volverás a alabarlo: "Salud de mi rostro, Dios mío"».



JUEVES


PRIMERA LECTURA

Del libro segundo de Samuel 7, 1-25

La profecía mesiánica de Natán

En aquellos días, cuando el rey David se estableció en su palacio, y el Señor le dio la paz con todos los enemigos que le rodeaban, el rey dijo al profeta Natán:

«Mira, yo estoy viviendo en casa de cedro, mientras el Arca del Señor vive en una tienda».

Natán respondió al rey:

«Ve y haz cuanto piensas, pues el Señor está contigo». Pero aquella noche recibió Natán la siguiente palabra del Señor:

«Ve y dile a mi siervo David: "Así dice el Señor: ¿Eres tú quien me va a construir una casa para que habite en ella? Desde el día en que saqué a los israelitas de Egipto hasta hoy no he habitado en una casa, sino que he viajado de acá para allá en una tienda que me servía de santuario. Y en todo el tiempo que viajé de acá para allá con los israelitas, ¿encargué acaso a algún juez de Israel, a los que mandé pastorear a mi pueblo Israel, que me construyese una casa de cedro?"

Pues bien, di esto a mi siervo David: "Así dice el Señor de los ejércitos: Yo te saqué de los apriscos, de andar tras las ovejas, para que fueras jefe de mi pueblo Israel. Yo estaré contigo en todas tus empresas, acabaré con tus enemigos, te haré famoso como a los más famosos de la tierra. Daré un puesto a Israel, mi pueblo: lo plantaré para que viva en él sin sobresaltos, y en adelante no permitiré que los malvados lo aflijan como antes, cuando nombré jueces para gobernar a mi pueblo Israel. Te pondré en paz con todos tus enemigos, te haré grande y te daré una dinastía.

Y cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré el trono de su realeza. El construirá una casa para mi nombre, y yo consolidaré el trono de su realeza para siempre. Yo seré para él padre, y él será para mí hijo; si se tuerce, lo corregiré con varas y golpes como suelen los hombres, pero no le retiraré mi lealtad como se la retiré a Saúl, al que aparté de mi presencia. Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia; tu trono permanecerá por siempre"».

Natán comunicó a David toda la visión y todas estas palabras. Entonces el rey David fue a presentarse ante el Señor y dijo:

«¿Quién soy yo, mi Señor, y qué es mi familia, para que me hayas hecho llegar hasta aquí? ¡Y, por si fuera poco para ti, mi Señor, has hecho a la casa de tu siervo una promesa para el futuro, mientras existan hombres, mi Señor! ¿Qué más puede añadirte David, si tú, mi Señor, conoces a tu siervo? Por tu palabra, y según tus designios, has sido magnánimo con tu siervo, revelándole estas cosas. Por eso eres grande, mi Señor, como hemos oído; no hay nadie como tú, no hay dios fuera de ti.

¿Y qué nación hay en el mundo como tu pueblo Israel, a quien Dios ha venido a librar para hacerlo suyo, y a darle renombre, y a hacer prodigios terribles en su favor expulsando a las naciones y a sus dioses ante el pueblo que libraste de Egipto? Has establecido a tu pueblo Israel como pueblo tuyo para siempre, y tú, Señor, mantén siempre la promesa que has hecho a tu siervo y a su familia, cumple tu palabra».


SEGUNDA LECTURA

San Agustín de Hipona, Libro sobre la predestinación de los elegidos (Cap 15, 30-31: PL 44, 981-983)

Jesucristo es del linaje de David según la carne

El más esclarecido ejemplar de la predestinación y de la gracia es el mismo Salvador del mundo, el mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús; porque para llegar a serlo, ¿con qué méritos anteriores, ya de obras, ya de fe, pudo contar la naturaleza humana que en él reside. Yo ruego que se me responda a lo siguiente: aquella naturaleza humana que en unidad de persona fue asumida por el Verbo, coeterno del Padre, ¿cómo mereció llegar a ser Hijo unigénito de Dios? ¿Precedió algún mérito a esta unión? ¿Qué obró, qué creyó o qué exigió previamente para llegar a tan inefable y soberana dignidad? ¿No fue acaso por la virtud y asunción del mismo Verbo por lo que aquella humanidad, en cuanto empezó a existir, empezó a ser Hijo único de Dios?

Manifiéstese, pues, ya a nosotros en el que es nuestra Cabeza la fuente misma de la gracia, la cual se derrama por todos sus miembros según la medida de cada uno. Tal es la gracia por la cual se hace cristiano el hombre desde el momento en que comienza a creer; la misma por la cual aquel Hombre, unido al Verbo desde el primer momento de su existencia, fue hecho Jesucristo; del mismo Espíritu Santo, de quien Cristo fue nacido, es ahora el hombre renacido; por el mismo Espíritu Santo, por quien se verificó que la naturaleza humana de Cristo estuviera exenta de todo pecado, se nos concede a nosotros ahora la remisión de los pecados. Sin duda, Dios tuvo presciencia de que realizaría todas estas cosas. Porque en esto consiste la predestinación de los santos, que tan soberanamente resplandece en el Santo de los santos. ¿Quién podría negarla de cuantos entienden rectamente las palabras de la verdad? Pues el mismo Señor de la gloria, en cuanto que el Hijo de Dios se hizo hombre, sabemos que fue también predestinado.

Fue, por tanto, predestinado Jesús, para que, al llegar a ser hijo de David según la carne, fuese también, al mismo tiempo, Hijo de Dios según el Espíritu de santidad; pues nació del Espíritu Santo y de María Virgen. Tal fue aquella singular elevación del hombre, realizada de manera inefable por el Verbo divino, para que Jesucristo fuese llamado a la vez, verdadera y propiamente, Hijo de Dios e hijo del hombre; hijo del hombre, por la naturaleza humana asumida, e Hijo de Dios, porque el Verbo unigénito la asumió en sí; de otro modo no se creería en la trinidad, sino en una cuaternidad de personas.

Así fue predestinada aquella humana naturaleza a tan grandiosa, excelsa y sublime dignidad, más arriba de la cual no podría ya darse otra elevación mayor; de la misma manera que la divinidad no pudo descender ni humillarse más por nosotros, que tomando nuestra naturaleza con todas sus debilidades hasta la muerte de cruz. Por tanto, así como ha sido predestinado ese hombre singular para ser nuestra Cabeza, así también una gran muchedumbre hemos sido predestinados para ser sus miembros. Enmudezcan, pues, aquí las deudas contraídas por la humana naturaleza, pues ya perecieron en Adán, y reine por siempre esta gracia de Dios, que ya reina por medio de Jesucristo, Señor nuestro, único Hijo de Dios y único Señor. Y así, si no es posible encontrar en nuestra Cabeza mérito alguno que preceda a su singular generación, tampoco en nosotros, sus miembros, podrá encontrarse merecimiento alguno que preceda a tan multiplicada regeneración.



VIERNES


PRIMERA LECTURA

Del libro segundo de Samuel 11, 1-17.26-27

El pecado de David

Al año siguiente, en la época en que los reyes van a la guerra, David envió a Joab con sus oficiales y todo Israel a devastar la región de los amonitas y sitiar a Rabá.

David, mientras tanto, se quedó en Jerusalén; y un día, a eso del atardecer, se levantó de la cama y se puso a pasear por la azotea del palacio, y desde la azotea vio a una mujer bañándose, una mujer muy bella. David mandó preguntar por la mujer, y le dijeron:

«Es Betsabé, hija de Alián, esposa de Urías, el hitita».

David mandó a unos para que se la trajesen; llegó la mujer, y David se acostó con ella, que estaba purificándose de sus reglas. Después Betsabé volvió a su casa, quedó encinta y mandó éste aviso a David:

«Estoy encinta».

Entonces David mandó esta orden a Joab:

«Mándame a Urías, el hitita».

Joab se lo mandó. Cuando llegó Urías, David le preguntó por Joab, el ejército y la guerra. Luego le dijo: «Anda a casa a lavarte los pies».

Urías salió del palacio, y detrás de él le llevaron un regalo del rey. Pero Urías durmió a la puerta del palacio, con los guardias de su señor; no fue a su casa. Avisaron a David que Urías no había ido a su casa, y David le dijo:

«Has llegado de viaje, ¿por qué no vas a casa?»

Urías le respondió:

«El arca, Israel y Judá viven en tiendas; Joab, mi jefe, y sus oficiales acampan al raso; ¿y voy yo a ir a mi casa a banquetear y a acostarme con mi mujer? ¡Vive Dios!, por tu vida, no haré tal».

David le dijo:

«Quédate aquí hoy, mañana te dejaré ir».

Urías se quedó en Jerusalén aquel día. Al día siguiente, David lo convidó a un banquete y lo emborrachó. Al atardecer, Urías salió para acostarse con los guardias de su señor, y no fue a su casa. A la mañana siguiente, David escribió una carta a Joab y se la mandó por medio de Urías. El texto de la carta era:

«Pon a Urías en primera línea, donde sea más recia la lucha, y retiraos dejándolo solo, para que lo hieran y muera».

Joab, que tenía cercada la ciudad, puso a Urías donde sabía que estaban los defensores más aguerridos. Los de la ciudad hicieron una salida, trabaron combate con Joab, y hubo algunas bajas en el ejército entre los oficiales de David; murió también Urías, el hitita.

La mujer de Urías oyó que su marido había muerto e hizo duelo por él. Cuando pasó el luto, David mandó a por ella y la recogió en su casa; la tomó como esposa, y le dio a luz un hijo. Pero el Señor reprobó lo que había hecho David.


SEGUNDA LECTURA

San Cirilo de Jerusalén, Catequesis 1 (2-3.5-6: PG 33, 371. 375-378)

Reconoce el mal que has hecho, ahora que es el tiempo propicio

Si hay aquí alguno que esté esclavizado por el pecado, que se disponga por la fe a la regeneración que nos hace hijos adoptivos y libres; y así, libertado de la pésima esclavitud del pecado y sometido a la dichosa esclavitud del Señor, será digno de poseer la herencia celestial. Despojaos, por la confesión de vuestros pecados, del hombre viejo, viciado por las concupiscencias engañosas, y vestíos del hombre nuevo que se va renovando según el conocimiento de su creador. Adquirid, mediante vuestra fe, las arras del Espíritu Santo, para que podáis ser recibidos en la mansión eterna. Acercaos a recibir el sello sacramental, para que podáis ser reconocidos favorablemente por aquel que es vuestro dueño. Agregaos al santo y racional rebaño de Cristo, para que un día, separados a su derecha, poseáis en herencia la vida que os está preparada.

Porque los que conserven adherida la aspereza del pecado, a manera de una piel velluda, serán colocados a la izquierda, por no haberse querido beneficiar de la gracia de Dios, que se obtiene por Cristo a través del baño de regeneración. Me refiero no a una regeneración corporal, sino al nuevo nacimiento del alma. Los cuerpos, en efecto, son engendrados por nuestros padres terrenos, pero las almas son regeneradas por la fe, porque el Espíritu sopla donde quiere. Y así entonces, si te has hecho digno de ello, podrás escuchar aquella voz: Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor, a saber, si tu conciencia es hallada limpia y sin falsedad.

Pues si alguno de los aquí presentes tiene la pretensión de poner a prueba la gracia de Dios, se engaña a sí mismo e ignora la realidad de las cosas. Procura, oh hombre, tener un alma sincera y sin engaño, porque Dios penetra en el interior del hombre.

El tiempo presente es tiempo de reconocer nuestros pecados. Reconoce el mal que has hecho, de palabra o de obra, de día o de noche. Reconócelo ahora que es el tiempo propicio, y en el día de la salvación recibirás el tesoro celeste.

Limpia tu recipiente, para que sea capaz de una gracia más abundante, porque el perdón de los pecados se da a todos por igual, pero el don del Espíritu Santo se concede a proporción de la fe de cada uno. Si te esfuerzas poco, recibirás poco, si trabajas mucho, mucha será tu recompensa. Corres en provecho propio, mira, pues, tu conveniencia.

Si tienes algo contra alguien, perdónalo. Vienes para alcanzar el perdón de los pecados: es necesario que tú también perdones al que te ha ofendido.



SÁBADO


PRIMERA LECTURA

Del libro segundo de Samuel 12, 1-25

Arrepentimiento de David

El Señor envió a Natán a David. Entró Natán ante el rey y le dijo:

«Había dos hombres en un pueblo, uno rico y otro pobre. El rico tenía muchos rebaños de ovejas y bueyes; el pobre sólo tenía una corderilla que había comprado; la iba criando, y ella crecía con él y con sus hijos, comiendo de su pan, bebiendo de su vaso, durmiendo en su regazo: era como una hija. Llegó una visita a casa del rico, y no queriendo perder una oveja o un buey, para invitar a su huésped, cogió la cordera del pobre y convidó a su huésped».

David se puso furioso contra aquel hombre y dijo a Natán:

«Vive Dios, que el que ha hecho eso es reo de muerte. No quiso respetar lo del otro; pues pagará cuatro veces el valor de la cordera».

Natán dijo a David:

«¡Eres tú! Así dice el Señor, Dios de Israel: "Yo te ungí rey de Israel, te libré de las manos de Saúl, te entregué la casa de tu señor, puse sus mujeres en tus brazos, te entregué la casa de Israel y la de Judá, y, por si fuera poco, pienso darte otro tanto. ¿Por qué has despreciado tú la palabra del Señor, haciendo lo que a él le parece mal? Mataste a espada a Urías, el hitita, y te quedaste con su mujer. Pues bien, la espada no se apartará nunca de tu casa, por haberme despreciado, quedándote con la mujer de Urías".

Así dice el Señor: "Yo haré que de tu propia casa nazca tu desgracia; te arrebataré tus mujeres y ante tus ojos se las daré a otro, que se acostará con ellas a la luz del sol que nos alumbra. Tú lo hiciste a escondidas, yo lo haré ante todo Israel, en pleno día"».

David respondió a Natán:

«¡He pecado contra el Señor!»

Natán le dijo:

«El Señor ha perdonado ya tu pecado, no morirás. Pero, por haber despreciado al Señor con lo que has hecho, el hijo que te ha nacido morirá».

Natán marchó a su casa.

El Señor hirió al niño que la mujer de Urías había dado a David, y cayó gravemente enfermo. David pidió a Dios por el niño, prolongó su ayuno y de noche se acostaba en el suelo. Los ancianos de su casa intentaron levantarlo, pero él se negó, ni quiso comer nada con ellos. El séptimo día murió el niño. Los cortesanos de David temieron darle la noticia de que había muerto el niño, pues se decían:

«Si cuando el niño estaba vivo le hablábamos al rey y no atendía a lo que decíamos, ¿cómo le decimos ahora que ha muerto el niño? ¡Hará un disparate!»

David notó que sus cortesanos andaban cuchicheando y adivinó que había muerto el niño; les preguntó: «¿Ha muerto el niño?»

Ellos dijeron:

«Sí».

Entonces David se levantó del suelo, se perfumó y se mudó; fue al templo a adorar al Señor; luego fue al palacio, pidió la comida, se la sirvieron, y comió. Sus cortesanos le dijeron:

«¿Qué manera es ésta de proceder? ¡Ayunabas y llorabas por el niño cuando estaba vivo, y en cuanto ha muerto te levantas y te pones a comer!»

David respondió:

«Mientras el niño estaba vivo, ayuné y lloré, pensando que quizá el Señor se apiadaría de mí, y el niño se curaría. Pero ahora ha muerto; ¿qué saco con ayunar? ¿Podré hacerlo volver? Soy yo quien irá donde él, él no volverá a mí».

Luego consoló a su mujer Betsabé, fue y se acostó con ella. Betsabé dio a luz un hijo, y David le puso el nombre de Salomón; el Señor lo amó, y envió al profeta Natán, que le puso el nombre de Yedidías por orden del Señor.


SEGUNDA LECTURA

San Agustín de Hipona, Sermón 19 (2-3: CCL 41, 252-254)

Mi sacrificio es un espíritu quebrantado

Yo reconozco mi culpa, dice el salmista. Si yo la reconozco, dígnate tú perdonarla. No tengamos en modo alguno la presunción de que vivimos rectamente y sin pecado. Lo que atestigua a favor de nuestra vida es el reconocimiento de nuestras culpas. Los hombres sin remedio son aquellos que dejan de atender a sus propios pecados para fijarse en los de los demás. No buscan lo que hay que corregir, sino en qué pueden morder. Y, al no poderse excusar a sí mismos, están siempre dispuestos a acusar a los demás. No es así como nos enseña el salmo a orar y dar a Dios satisfacción, ya que dice: Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. El que así ora no atiende a los pecados ajenos, sino que se examina a sí mismo, y no de manera superficial, como quien palpa, sino profundizando en su interior. No se perdona a sí mismo, y por esto precisamente puede atreverse a pedir perdón.

¿Quieres aplacar a Dios? Conoce lo que has de hacer contigo mismo para que Dios te sea propicio. Atiende a lo que dice el mismo salmo: Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Por tanto, ¿es que has de prescindir del sacrificio? ¿Significa esto que podrás aplacar a Dios sin ninguna oblación? ¿Qué dice el salmo? Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Pero continúa y verás que dice: Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias. Dios rechaza los antiguos sacrificios, pero te enseña qué es lo que has de ofrecer. Nuestros padres ofrecían víctimas de sus rebaños, y éste era su sacrificio. Los sacrificios no te satisfacen, pero quieres otra clase de sacrificios.

Si te ofreciera un holocausto —dice—, no lo querrías. Si no quieres, pues, holocaustos, ¿vas a quedar sin sacrificios? De ningún modo. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias. Este es el sacrificio que has de ofrecer. No busques en el rebaño, no prepares navíos para navegar hasta las más lejanas tierras a buscar perfumes. Busca en tu corazón la ofrenda grata a Dios. El corazón es lo que hay que quebrantar. Y no temas perder el corazón al quebrantarlo, pues dice también el salmo: Oh Dios, crea en mí un corazón puro. Para que sea creado este corazón puro, hay que quebrantar antes el impuro.

Sintamos disgusto de nosotros mismos cuando pecamos, ya que el pecado disgusta a Dios. Y ya que no estamos libres de pecado, por lo menos asemejémonos a Dios en nuestro disgusto por lo que a él le disgusta. Así tu voluntad coincide en algo con la de Dios, en cuanto que te disgusta lo mismo que odia tu Hacedor.