DOMINGO XXIII DEL TIEMPO ORDINARIO

EVANGELIO


Ciclo A:
Mt 18,15-20

HOMILÍA

San Pedro Crisólogo, Sermón 139 (PL 52, 573-575)

El número prescrito no limita, sino que dilata el perdón

Lo mismo que el oro se esconde en la tierra, así el sentido divino se oculta en las palabras humanas. Por eso, siempre que se nos proclama la palabra evangélica, debe la mente ponerse alerta y el ánimo prestar atención, para que el entendimiento pueda penetrar el secreto de la ciencia celeste. Digamos por qué el Señor comienza hoy con estas palabras: Tened cuidado. Si tu hermano te ofende, repréndelo; si se arrepiente, perdónalo. ¡Animo, hermano! Te lo manda Dios: perdona, perdona los pecados; sé misericordioso ante el delito, perdona los agravios de que has sido objeto, no pierdas ahora los poderes divinos que tienes; todo lo que tú no perdonares en otro, te lo niegas a ti mismo en otro.

Repréndelo como juez, perdónalo como hermano, pues unida la caridad a la libertad y la libertad fusionada con la caridad expele el terror y anima al hermano: cuando el hermano te hiere está febricitante, cuando delinque está enfurecido, está fuera de sí, ha perdido todo sentimiento de humanidad: quien no acude en su ayuda por la compasión, quien no le cura mediante la paciencia, quien no le sana perdonándolo, no está sano, está malo, enfermo, no tiene entrañas, demuestra haber perdido los sentimientos humanitarios. El hermano está furioso, achácalo a enfermedad: tú ayúdalo como a hermano; todo lo que haga en semejante situación ponlo en el haber de la fiebre, y lo ocurrido no podrás imputarlo al hermano; y tú prudentemente echarás a la enfermedad la culpa y al hermano, el perdón; de esta suerte, su salud redundará en honor tuyo y el perdón te acarreará el premio.

Si tu hermano te ofende, repréndelo; si se arrepiente, perdónalo. Perdona al que peca, perdona al que se arrepiente, para que cuando a tu vez pecares, el perdón se te conceda como compensación, no como donación. Siempre es bueno el perdón, pero cuando es debido, resulta doblemente dulce. Aquel que, perdonando, se ha asegura-do ya el perdón antes de pecar, ha evitado el castigo, ha prevenido al juez en su favor, ha eludido el juicio.

Si te ofende siete veces en un día, y siete veces vuelve a decirte: ¡lo siento , lo perdonarás. ¿Por qué constriñe con la ley, reduce en el número y pone un límite a un perdón al que tanto nos apremia por la misericordia y que tan fácilmente concede por la gracia? ¿Y si en lugar de siete te ofende ocho veces? ¿Va a prevalecer el número sobre la gracia?, ¿puede contraponerse el cálculo a la bondad?, ¿puede una sola culpa condenar al castigo a quien siete veces consecutivas ha obtenido ya el perdón? De ninguna manera. Si se proclama dichoso al que perdonó siete veces, mucho más dichoso será el que perdona setenta veces siete.

Olvidado de este mandato, Pedro interroga al Señor diciendo: Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces? Jesús le contesta: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Por tanto, el número prescrito no limita, sino que dilata el perdón, y a lo que el precepto pone un límite, lo asume ilimitadamente la libre voluntad; de suerte que si perdona-res hasta el límite de lo que manda el precepto, otro tanto se te computará a obediencia, se te computará a premio. Y si el número siete septuplicado por días, meses y años implica la concesión de la totalidad del perdón, calcule el cristiano y juzgue el oyente qué cotas no alcanzará el número siete septuplicado setenta veces siete. Entonces cesará realmente toda forma contractual de débitos y créditos, entonces se abolirá de verdad cualquier condición servil, entonces llegará aquella libertad sin fin, entonces será recuperado el campo eterno e inmortal, entonces llegará el verdadero perdón, cuando será incluso abolida la misma necesidad de pecar, cuando, cancelada toda inmundicia, el mundo dejará de ser inmundo, cuando con el retorno de la vida dejará de existir la muerte, cuando, establecido el reinado de Cristo, el diablo perecerá definitivamente.

Orad, hermanos, para que el Señor aumente en nosotros la fe y podamos finalmente creer, ver y poseer todos estos bienes.


Ciclo B: Mc 7, 31-37

HOMILÍA

San Lorenzo de Brindisi, Homilía 1 en el domingo XI de Pentecostés (1.9.11.12: Opera omnia, t. 8, 124.134.136-138)

Todo lo ha hecho bien

Lo mismo que la ley divina dice, narrando la obra de la creación del mundo: Y vio Dios todo lo que había hecho: y era muy bueno, así el evangelio, al narrar la obra de la redención y de la re-creación, dice: Todo lo ha hecho bien, ya que los árboles sanos dan frutos buenos y un árbol sano no puede dar frutos malos. Así como el fuego de suyo no puede dar más que calor y es absolutamente imposible que dé frío; y lo mismo que el sol no puede por menos de producir luz y es impensable que produzca tinieblas, así también Dios no puede sino hacer el bien, puesto que es la misma e infinita bondad, la luz sustancial, sol de luz infinita, fuego de infinito calor: Todo lo ha hecho bien.

Unamos hoy con sencillez nuestras voces a las de la santa multitud y digamos: Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos. En realidad, la muchedumbre dijo esto por inspiración del Espíritu Santo, como la burra de Balaán; es el Espíritu Santo el que habla por boca de la turba: Todo lo ha hecho bien, es decir: éste es el verdadero Dios, que todo lo hace bien, pues hace oír a los sordos y hablar a los mudos, cosa que sólo el poder divino es capaz de realizar. De un caso particular se pasa a la totalidad: éste ha obrado un milagro que sólo Dios puede realizar, luego éste es Dios, que todo lo hizo bien: Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a losmudos, esto es, está investido de una fuerza y un poder divinos.

Todo lo ha hecho bien. La ley dice que Dios todo lo hizo bueno; el evangelio, en cambio, dice que todo lo ha hecho bien: hacer las cosas buenas y hacer las cosas bien no son conceptos inmediatamente convertibles. Muchos hacen cosas buenas, pero no las hacen bien: tales las obras de los hipócritas, ciertamente buenas, pero realizadas con mal ánimo y con perversa y torcida intención; Dios, al contrario, todas sus obras las ha hecho buenas y bien: El Señor es justo en todos sus caminos, es bondadoso en todas sus acciones. Todo lo hiciste con sabiduría, esto es, sapientísima y óptimamente; por eso dicen: Todo lo ha hecho bien.

Y si Dios hizo todas sus obras buenas y bien por nosotros, sabiendo que nuestra alma se deleita en las cosas buenas, ¿por qué —pregunto— no nos afanamos por hacer todas nuestras obras buenas y bien, sabiendo que Dios se deleita en tales obras?

Y si me decís: ¿Qué es lo que debemos hacer para merecer gozar eternamente de los beneficios divinos?, os lo resumiré en una sola frase: lo que hace la esposa y una buena mujer para con su marido —pues no en vano la Iglesia es llamada esposa de Cristo y de Dios—, y entonces Dios se conducirá con nosotros como un buen esposo con la esposa a la que tiernamente ama. Es lo que dice el Señor por boca de Oseas: Me casaré contigo en derecho y justicia, en misericordia y compasión, me casaré contigo en fidelidad, y te penetrarás del Señor. De esta forma, hermanos, seremos felices ya en esta vida, este mundo se nos convertirá en un paraíso, seremos alimentados, como los hebreos, con el maná celeste en el desierto de esta vida, si a ejemplo de Cristo y según nuestras fuerzas, todas nuestras obras las hiciéremos bien, de suerte que de cada uno de nosotros pueda decirse: Todo lo ha hecho bien. Nos llena de confusión, hermanos, la comprobación de que siendo nosotros buenos por naturaleza, como creados a imagen de Dios, seamos, sin embargo, malos por nuestras acciones; por naturaleza, semejantes a Dios; por nuestras malas obras, semejantes al diablo.


Ciclo C: Lc 14, 25-33

HOMILÍA

Juan Casiano, Conferencias (Conf 3, cap 6-7: PL 564-567

Sobre las tres renuncias

Nos toca ahora hablar de las renuncias. Tanto la tradición de los padres como la autoridad de las sagradas Escrituras demuestran que son tres, renuncias que cada uno de nos-otros ha de trabajar con ahínco en ponerlas por obra.

Mediante la primera despreciamos todas las riquezas y bienes materiales del mundo; mediante la segunda rechazamos las costumbres, vicios y pasiones de la vida pasada, tanto del alma como de la carne; mediante la tercera apartamos nuestra mente de todos los bienes presentes y visibles, para centrarnos exclusivamente en la contemplación de las realidades futuras y en el anhelo de lo invisible. Que estas tres renuncias deban ser actuadas paralela-mente, leemos habérselo ordenado el Señor ya a Abrahán, cuando le dijo: Sal de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre.

Primero dijo: sal de tu tierra, esto es, de los bienes de este mundo y de las riquezas terrenas; en segundo lugar: sal de tu patria, esto es, del modo de vivir, de las costumbres y vicios del pasado, cosas todas tan estrechamente vinculadas a nosotros desde nuestro nacimiento, que se han convertido en parientes nuestros en base a una especie de afinidad y consanguinidad; en tercer lugar: sal de la casa de tu padre, esto es, de todo recuerdo de este mundo, que cae bajo el campo de observación de nuestros ojos. Y saliendo con el corazón de esta casa temporal y visible, dirigimos nuestros ojos y nuestra mente a aquella casa en la que habitaremos para siempre. Lo cual cumpliremos cuando, siendo hombres y procediendo como tales, comenzaremos a militar en las filas del Señor guiados no por miras humanas, confirmando con las obras y la virtud aquella sentencia del bienaventurado Apóstol: Nosotros, por el contrario, somos ciudadanos del cielo.

Por este motivo, de nada nos serviría haber emprendido con toda la devoción de nuestra fe la 'primera renuncia, si no pusiéremos por obra la segunda con el mismo empeño e idéntico ardor. Y así, una vez conseguida ésta, podremos llegar asimismo a aquella tercera renuncia, mediante la cual, saliendo de la casa de nuestro primer padre, centramos toda la atención de nuestra alma en los bienes celestiales.

Así pues, mereceremos obtener la verdadera perfección de la tercera renuncia cuando nuestra mente, no debilitada por contagio alguno de crasitud carnal, sino purificada de todo afecto y apego terreno mediante un habilisimo trabajo de lima, a través de la incesante meditación de las divinas Escrituras y el ejercicio de la contemplación, se hubiere trasladado de tal modo al mundo de lo invisible que, atenta sólo a las realidades soberanas e incorpóreas, no advierta que está todavía envuelta en la fragilidad de la carne y circunscrita a un determinado lugar.