5. SANTO TRIDUO PASCUAL

DE LA MUERTE Y RESURRECCIÓN DEL SEÑOR


VIERNES SANTO

Ciclo A:

EVANGELIO Mt 27,1-2.11-56

Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo.

Al hacerse de día, todos los sumos sacerdotes y los senadores del pueblo se reunieron para preparar la condena a muerte de Jesús. Y atándolo lo llevaron y lo entregaron a Pilato, el gobernador.

Jesús fue llevado ante el gobernador, y el gobernador le preguntó:

—¿Eres tú el rey de los judíos?

Jesús respondió:

—Tú lo dices.

Y mientras lo acusaban los sumos sacerdotes y los senadores no contestaba nada. Entonces Pilato le preguntó:

—¿No oyes cuántos cargos presentan contra ti?

Como no contestaba a ninguna pregunta, el gobernador estaba muy extrañado. Por la fiesta, el gobernador solía soltar un preso, el que la gente quisiera. Tenía entonces un preso famoso, llamado Barrabás. Cuando la gente acudió, dijo Pilato:

—¿A quién queréis que os suelte, a Barrabás o a Jesús, a quien llaman el Mesías?

Pues sabía que se lo habían entregado por envidia. Y mientras estaba sentado en el tribunal, su mujer le mandó a decir:

—No te metas con ese justo porque esta noche he sufrido mucho soñando con él.

Pero los sumos sacerdotes y los senadores convencieron a la gente que pidieran el indulto de Barrabás y la muerte de Jesús.

El gobernador preguntó:

—¿A cuál de los dos queréis que os suelte?

Ellos dijeron:

—A Barrabás.

Pilato les preguntó:

—¿Y qué hago con Jesús, llamado el Mesías? Contestaron todos:

—¡Que lo crucifiquen!

Pilato insistió:

—Pues ¿qué mal ha hecho?

Pero ellos gritaban más fuerte:

—¡Que lo crucifiquen!

Al ver Pilato que todo era inútil y que, al contrario, se estaba formando un tumulto, tomó agua y se lavó las manos en presencia del pueblo, diciendo:

—Soy inocente de esta sangre. ¡Allá vosotros!

Y el pueblo entero contestó:

—¡Su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos! Entonces les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran.

Los soldados del gobernador se llevaron a Jesús al pretorio y reunieron alrededor de él a toda la compañía: lo desnudaron y le pusieron un manto de color púrpura y trenzando una corona de espinas se la ciñeron a la cabeza y le pusieron una caña en la mano derecha. Y doblando ante él la rodilla, se burlaban de él diciendo:

—¡Salve, rey de los judíos!

Luego lo escupían, le quitaban la caña y le golpeaban con ella la cabeza. Y terminada la burla, le quitaron el manto, le pusieron su ropa y lo llevaron a crucificar. Al salir, encontraron a un hombre de Cirene, llamado Simón, y lo forzaron a que llevara la cruz.

Cuando llegaron al lugar llamado Gólgota (que quiere decir «La Calavera»), le dieron a beber vino mezclado con hiel; él lo probó, pero no quiso beberlo. Después de crucificarlo, se repartieron su ropa echándola a suertes y luego se sentaron a custodiarlo. Encima de la cabeza colocaron un letrero con la acusación: «ÉSTE ES JESÚS, EL REY DE LOS JUDÍOS». Crucificaron con él a dos bandidos, uno a la derecha y otro a la izquierda. Los que pasaban lo injuriaban y decían meneando la cabeza:

—Tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo; si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz.

Los sumos sacerdotes con los letrados y los senadores se burlaban también diciendo:

A otros ha salvado y él no se puede salvar. ¿No es el Rey de Israel? Que baje ahora de la cruz y le creeremos. ¿No ha confiado en Dios? Si tanto lo quiere Dios, que lo libre ahora. ¿No decía que era Hijo de Dios?

Hasta los bandidos que estaban crucificados con él lo insultaban.

Desde el mediodía hasta la media tarde vinieron tinieblas sobre toda aquella región. A media tarde, Jesús gritó:

—Elí, Elí, lamá sabaktaní.

(Es decir:

—Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?). Al oírlo algunos de los que estaban allí dijeron:

—A Elías llama éste.

Uno de ellos fue corriendo; en seguida cogió una esponja empapada en vinagre y, sujetándola en una caña, le dio a beber. Los demás decían:

—Déjalo, a ver si viene Elias a salvarlo.

Jesús dio otro grito fuerte y exhaló el espíritu.

Entonces el velo del templo se rasgó en dos de arriba abajo; la tierra tembló, las rocas se rajaron, las tumbas se abrieron y muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron. Después que él resucitó salieron de las tumbas, entraron en la Ciudad Santa y se aparecieron a muchos.

El centurión y sus hombres, que custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba dijeron aterrorizados:

—Realmente éste era Hijo de Dios.

Había allí muchas mujeres que miraban desde lejos, aquellas que habían seguido a Jesús desde Galilea para atenderle; entre ellas, María Magdalena y María, la madre de Santiago y José, y la madre de los Zebedeos.


Ciclo B:

EVANGELIO MC 15,1-41

Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos.

Apenas se hizo de día, los sumos sacerdotes con los ancianos, los letrados y el sanedrín en pleno, prepararon la sentencia; y, atando a Jesús, lo llevaron y lo entregaron a Pilato.

Pilato le preguntó:

—¿Eres tú el rey de los judíos?

El respondió:

—Tú lo dices.

Y los sumos sacerdotes lo acusaban de muchas cosas. Pilato le preguntó de nuevo:

—¿No contestas nada? Mira de cuántas cosas te acusan. Jesús no contestó más; de modo que Pilato estaba muy extrañado.

Por la fiesta solía soltarse un preso, el que le pidieran. Estaba en la cárcel un tal Barrabás, con los revoltosos que habían cometido un homicidio en la revuelta. La gente subió y empezó a pedir el indulto de costumbre.

Pilato les contestó:

—¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?

Pues sabía que los sumos sacerdotes se lo habían entregado por envidia.

Pero los sumos sacerdotes soliviantaron a la gente para que pideran la libertad de Barrabás.

Pilato tomó de nuevo la palabra y les preguntó:

—¿Qué hago con el que llamáis rey de los judíos?

Ellos gritaron de nuevo:

—Crucifícalo.

Pilato les dijo:

—Pues ¿qué mal ha hecho?

Ellos gritaron más fuerte:

—Crucifícalo.

Y Pilato, queriendo dar gusto a la gente, les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran.

Los soldados se lo llevaron al interior del palacio –al pretorio— y reunieron a toda la compañía. Lo vistieron de púrpura, le pusieron una corona de espinas que habían trenzado, y comenzaron a hacerle el saludo:

—¡Salve, rey de los judíos!

Le golpearon la cabeza con una caña, le escupieron; y, doblando las rodillas, se postraban ante él.

Terminada la burla, le quitaron la púrpura y le pusieron su ropa. Y lo sacaron para crucificarlo. Y a uno que pasaba, de vuelta del campo, a Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo, lo forzaron a llevar la cruz.

Y llevaron a Jesús al Gólgota (que quiere decir lugar de «La Calavera»), y le ofrecieron vino con mirra; pero él no lo aceptó. Lo crucificaron y se repartieron sus ropas, echándolas a suerte, para ver lo que se llevaba cada uno.

Era media mañana cuando lo crucificaron. En el letrero de la acusación estaba escrito: «EL REY DE LOS JUDÍOS».

Crucificaron con él a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda. Así se cumplió la Escritura que dice: «Lo consideraron como un malhechor».

Los que pasaban lo injuriaban, meneando la cabeza y diciendo:

—¡Anda!, tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo bajando de la cruz.

Los sumos sacerdotes se burlaban también de él diciendo:

—A otros ha salvado y a sí mismo no se puede salvar. Que el Mesías, el rey de Israel, baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos.

También los que estaban crucificados con él lo insultaban. Al llegar el mediodía toda la región quedó en tinieblas hasta la media tarde. Y a la media tarde, Jesús clamó con voz potente:

—Eloí, Eloí, lamá sabactaní. (Que significa: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?).

Algunos de los presentes, al oírlo, decían:

—Mira, está llamando a Elías.

Y uno se echó a correr y, empapando una esponja en vinagre, la sujetó a una caña, y le daba de beber diciendo:

—Dejad, a ver si viene Elías a bajarlo.

Y Jesús, dando un fuerte grito, expiró.

El velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo.

El centurión, que estaba enfrente, al ver cómo había expirado, dijo:

—Realmente este hombre era Hijo de Dios.

Había también unas mujeres que miraban desde lejos; entre ellas María Magdalena, María la madre de Santiago el Menor y de José, y Salomé, que, cuando él estaba en Galilea, lo seguían para atenderlo y otras muchas que habían subido con él a Jerusalén.


Ciclo C:

EVANGELIO LC 23, 1-49

Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas.

El senado del pueblo, o sea sumos sacerdotes y letrados, se levantaron y llevaron a Jesús a presencia de Pilato. Y se pusieron a acusarlo diciendo:

—Hemos comprobado que éste anda amotinando a nuestra nación, y oponiéndose a que se paguen tributos al César, y diciendo que él es el Mesías rey.

Pilato preguntó a Jesús:

—¿Eres tú el rey de los judíos?

El le contestó:

—Tú lo dices.

Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la turba:

—No encuentro ninguna culpa en este hombre. Ellos insistían con más fuerza diciendo:

–Solivianta al pueblo enseñando por toda Judea, desde Galilea hasta aquí.

Pilato, al oírlo, preguntó si era galileo; y al enterarse que era de la jurisdicción de Herodes, se lo remitió. Herodes estaba precisamente en Jerusalén por aquellos días.

Herodes, al ver a Jesús, se puso muy contento; pues hacía bastante tiempo que quería verlo, porque oía hablar de él y esperaba verlo hacer algún milagro.

Le hizo un interrogatorio bastante largo; pero él no le contestó ni palabra.

Estaban allí los sumos sacerdotes y los letrados acusándolo con ahínco.

Herodes, con su escolta, lo trató con desprecio y se burló de él; y, poniéndole una vestidura blanca, se lo remitió a Pilato. Aquel mismo día se hicieron amigos Herodes y Pilato, porque antes se llevaban muy mal.

Pilato, convocando a los sumos sacerdotes, a las autoridades y al pueblo les dijo:

—Me habéis traído a este hombre, alegando que alborota al pueblo; y resulta que yo lo he interrogado delante de vosotros, y no he encontrado en este hombre ninguna de las culpas que le imputáis; ni Herodes tampoco, porque nos lo ha remitido: ya veis que nada digno de muerte se le ha probado. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré.

Por la fiesta tenía que soltarles a uno. Ellos vociferaron en masa diciendo:

—¡Fuera ése! Suéltanos a Barrabás.

(A éste lo habían metido en lam cárcel por una revuelta en la ciudad y un homicidio).

Pilato volvió a dirigirle la palabra con intención de soltar a Jesús. Pero ellos seguían gritando:

–¡Crucifícalo, crucifícalo!

El les dijo por tercera vez:

—Pues, ¿qué mal ha hecho éste? No he encontrado en él ningún delito que merezca la muerte. Así es que le daré un escarmiento y lo soltaré.

Ellos se le echaban encima pidiendo a gritos que lo crucificara; e iba creciendo el griterío.

Pilato decidió que se cumpliera su petición: soltó al que le pedían (al que había metido en la cárcel por revuelta y homicidio), y a Jesús se lo entregó a su arbitrio.

Mientras lo conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo, y le cargaron la cruz para que la llevase detrás de Jesús.

Lo seguía un gran gentío del pueblo, y de mujeres que se daban golpes y lanzaban lamentos por él.

Jesús se volvió hacia ellas y les dijo:

—Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos, porque mirad que llegará el día en que dirán: «Dichosas las estériles y los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado». Entonces empezarán a decirles a los montes: «Desplomaos sobre nosotros»; y a las colinas: «Sepultadnos»; porque si así tratan al leño verde, ¿qué pasará con el seco?

Conducían también a otros dos malhechores para ajusticiarlos con él.

Y cuando llegaron al lugar llamado «La Calavera», lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda.

Jesús decía:

—Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.

Y se repartieron sus ropas echándolas a suerte.

El pueblo estaba mirando.

Las autoridades le hacían muecas diciendo:

—A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido.

Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo:

—Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo. Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: «ÉSTE ES EL REY DE LOS JUDÍOS».

Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo:

—¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros. Pero el otro le increpaba:

—¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en nada.

Y decía:

—Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino. Jesús le respondió:

—Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso.

Era ya eso de mediodía y vinieron las tinieblas sobre toda la región, hasta la media tarde; porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús, clamando con voz potente, dijo:

—Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y dicho esto, expiró.

El centurión, al ver lo que pasaba, daba gloria a Dios diciendo:

—Realmente este hombre era justo.

Toda la muchedumbre que había acudido a este espectáculo, habiendo visto lo que ocurría, se volvían dándose golpes de pecho.

Todos sus conocidos se mantenían a distancia, y lo mismo las mujeres que lo habían seguido desde Galilea y que estaban mirando.

 

Año par:

HOMILÍA

San Cirilo de Alejandría, Comentario sobre el evangelio de san Juan (Lib 12: PG 74, 667-670)

Cristo entregó su alma en manos del Padre,
abriéndonos a nuevas y luminosas esperanzas

Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo: «Está cumplido». E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu.

Con razón dijo: «Está cumplido». Ha sonado ya la hora de llevar el mensaje de salvación a los espíritus que se encuentran en los abismos. El vino efectivamente para establecer su señorío sobre vivos y muertos. Por nosotros soportó la misma muerte en la carne asunta, enteramente igual a la nuestra, él que por naturaleza, Dios como es, es la vida misma. Todo esto, lo ha querido él expresamente para destronar a los poderes abismales y preparar de este modo el retorno de la naturaleza humana a la vida verdadera, él primicia de todos los que han muerto y primogénito de toda criatura.

Inclinando la cabeza: es el gesto característico del que acaba de morir, cuando, al faltar el espíritu que mantiene unido a todo el cuerpo, los músculos y los nervios se relajan. Por eso, la expresión del evangelista no es del todo apropiada, aunque inmediatamente introduzca otra frase comúnmente utilizada, también ella, para indicar que uno ha muerto: entregó el espíritu.

Parece como si impulsado por una particular inspiración, el evangelista no haya dicho simplemente murió, sino entregó el espíritu. Es decir, entregó su espíritu en manos de Dios Padre, de acuerdo con lo que él mismo había dicho, si bien a través de la profética voz del salmista: Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu. Y mientras tanto, la fuerza y el sentido de estas palabras constituían para nosotros el comienzo y el fundamento de una dichosa esperanza.

Debemos efectivamente creer que las almas de los santos, al salir del cuerpo, no sólo se confían a las manos del Padre amadísimo, Dios de bondad y de misericordia, sino que en la mayoría de los casos se apresuran al encuentro del Padre común y de nuestro Salvador Jesucristo, que nos despejó el camino. Ni es correcto pensar —como hacen los paganos—, que estas almas estén revoloteando en torno a sus tumbas, en espera de los sacrificios ofrecidos por los muertos, o bien que sean arrojadas, como las almas de los pecadores, en el lugar del inmenso suplicio, esto es, en el infierno.

Cristo entregó su alma en las manos del Padre, para que en ella y por ella logremos nosotros el comienzo de la luminosa esperanza, sintiendo y creyendo firmemente que, después de haber soportado la muerte de la carne, estaremos en las manos de Dios, en un estado de vida infinitamente mejor que el que teníamos mientras vivíamos en la carne. Por eso el Doctor de los gentiles escribe que es mucho mejor partir de este cuerpo para estar con Cristo.

 

RESPONSORIO Cfr. Is 57, 1-2; 53, 7
 
R./ Perece el inocente sin que nadie haga caso. Desaparecen los hombres fieles y nadie advierte que la maldad acaba con el justo; * pero él alcanzará la paz.
V./ Como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca. Sin defensa, sin justicia, se lo llevaron. Lo arrancaron de la tierra de los vivos, por los pecados de mi pueblo lo hirieron.
R./ Pero él alcanzará la paz.
 


Año impar:

HOMILÍA

San Cirilo de Alejandría, Comentario sobre el evangelio de san Juan (Lib 12: PG 74, 650-654)

Hemos sido sacrificados con Cristo

Tomaron a Jesús, y él, cargando con la cruz, salió al sitio llamado «de la Calavera» (que en hebreo se dice Gólgota), donde lo crucificaron.

¡Conducen a la muerte precisamente al Autor de la vida! Pero su pasión, que tenía por meta nuestra salvación, acabaría por tener —por virtud divina y gracias a un designio providencial que supera con mucho nuestra comprensión— un resultado diametralmente opuesto al que imaginaban los judíos. En realidad, la pasión de Cristo era algo así como un lazo tendido al poder de la muerte, ya que la muerte del Señor era el principio y la fuente de la incorruptibilidad y de la novedad de vida.

Mientras, avanza él llevando sobre sus espaldas aquel madero sobre el cual iba a ser crucificado, condenado ya a la pena capital, aunque siendo completamente inocente. ¡Y eso por nuestra causa! Realmente tomó sobre sí las penas con que la justicia que procede de la ley conmina a los pecadores, haciéndose por nosotros un maldito, porque dice la Escritura: «Maldito todo el que cuelga de un árbol». Y los malditos éramos todos nosotros, nosotros que nos negábamos a obedecer a la ley divina. En realidad, todos habíamos pecado mucho. Y por nuestros pecados fue tenido por maldito quien no conoció el pecado, para liberarnos de la antigua maldición. Bastaba, en efecto, que por todos padeciera uno solo, el cual, siendo Dios, está por encima de todos: con la muerte de su cuerpo, procuró la salvación de todos los hombres.

Cristo, pues, llevó la cruz que ciertamente merecíamos nosotros, no él, si tenemos en cuenta la condena de la ley. De hecho, así como anduvo entre los muertos no por él sino por nosotros, para reconducirnos a la vida eterna, una vez destruido el imperio de la muerte, así también cargó con la cruz que nos correspondía a nosotros, condenando en sí mismo la condena derivada de la ley. Por lo cual, en lo sucesivo todos los inicuos pondrán punto en boca, como cantamos en el salmo 106,42, porque el inocente ha sido muerto por los pecados de todos.

Más aún: de este comportamiento de Cristo podemos sacar motivos bastantes para estimularnos a emprender con mayor decisión la vida de santidad. No llegaremos efectivamente a la perfección y a la total unión con Dios, sino anteponiendo su amor a la vida terrena y proponiéndonos luchar animosamente por la verdad, tal como nos exhortan incluso las circunstancias actuales.

Bellamente lo expresó nuestro Señor Jesucristo: El que no coge su cruz y me sigue, no es digno de mí. En efecto, tomar la cruz significa —según creo— ni más ni menos que renunciar al mundo por él y posponer —llegada la ocasión— la vida corporal a los bienes que esperamos, desde el momento en que nuestro Señor Jesucristo no se avergüenza de llevar la cruz, nuestra cruz, y de sufrir por amor nuestro.

Por consiguiente, los que siguen a Cristo están también con él crucificados: muriendo a su antigua conducta, son introducidos en una vida nueva conforme al evangelio. Por eso decía Pablo: Los que son de Cristo Jesús han crucificado su carne con sus pasiones y sus deseos. Y nuevamente, como hablando de sí, dice de todos: Para la ley yo estoy muerto, porque la ley me ha dado muerte; pero así vivo para Dios. Estoy crucificado con Cristo: vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí. Y a los Colosenses les dice: Si moristeis con Cristo a lo elemental del mundo, ¿por qué os sometéis a reglas como si aún vivierais sujetos al mundo?

De hecho la muerte del elemento mundano que hay en nosotros nos introduce en la conversión y en la vida de Cristo.

 

RESPONSORIO                    Cf. Mt 27, 45.46; Jn 19, 30.34
 
R./ Desde la hora sexta hasta la hora nona vinieron tinieblas sobre toda la tierra. A la hora nona, Jesús gritó con voz potente: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». * E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu. Uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua.
V./ Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo: «Está cumplido».
R./ E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu. Uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua.