DOMINGO DE PENTECOSTÉS
Solemnidad

EVANGELIO:
J
n 20, 19-23
(para los tres ciclos)

Ciclo A:

HOMILÍA

San Agustín de Hipona, Sermón 271 (PL 38, 1245-1246)

En vosotros se realiza lo que se preanunciaba
en los días de la venida del Espíritu Santo

Amaneció para nosotros, hermanos, el fausto día, en que la santa Iglesia brilla en los rostros de sus fieles y arde en sus corazones. Porque celebramos aquel día, en que nuestro Señor Jesucristo, glorificado por la ascensión después de su resurreccion, envió el Espíritu Santo. Así está efectivamente escrito en el evangelio: El que tenga sed —dice—, que venga a mí; el que cree en mí, que beba: de sus entrañas manarán torrentes de agua viva. Lo explica seguidamente el evangelista, diciendo: Decía esto refiriéndose al Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en él. Todavía no se había dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado. Restaba, pues, que, una vez glorificado Jesús después de la resurrección de entre los muertos y su ascensión al cielo, siguiera ya la donación del Espíritu Santo enviado por el mismo que lo había prometido. Como efectivamente sucedió.

En realidad, después de haber convivido el Señor con sus discípulos, después de la resurrección, durante cuarenta días, subió al cielo, y, el día quincuagésimo —que hoy celebramos—, envió el Espíritu Santo, según está escrito: De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa; vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería.

Aquel viento limpiaba los corazones de la paja carnal aquel fuego consumía el heno de la antigua concupiscencia; aquellas lenguas en que hablaban los que estaban llenos del Espíritu Santo prefiguraban la futura Iglesia mediante las lenguas de todos los pueblos. Pues así como, después del diluvio, la soberbia impiedad de los hombres edificó una excelsa torre contra el Señor, en ocasión en que el género humano mereció ser dividido por la diversidad de lenguas, de modo que cada nación hablara su propia lengua para no ser entendido por los demás; así la humilde piedad de los fieles redujo esa diversidad de lenguas a la unidad de la Iglesia; de suerte que lo que la discordia había dispersado, lo reuniera la caridad; y así, los miembros dispersos del género humano, cual miembros de un mismo cuerpo, fueran reintegrados a la unidad de una única cabeza, que es Cristo, y fusionados en la unidad del cuerpo santo mediante el fuego del amor.

Ahora bien, de este don del Espíritu Santo están totalmente excluidos los que odian la gracia de la paz y los que no mantienen la armonía de la unidad. Y aunque también ellos se reúnan hoy solemnemente, aunque escuchen estas lecturas en las que el Espíritu Santo es prometido y enviado, las escuchan para su condenación, no para su premio.

En efecto, ¿de qué les aprovecha oír con los oídos lo que rechazan con el corazón? ¿De qué les sirve celebrar la fiesta de aquel, cuya luz odian?

En cambio, vosotros, hermanos míos, miembros del cuerpo de Cristo, gérmenes de unidad, hijos de la paz, festejad este día con gozo, celebradlo confiados. En vosotros se realiza lo que se preanunciaba en los días de la venida del Espíritu Santo. Porque así como entonces los que recibían el Espíritu Santo, aun siendo un solo hombre, hablaba todas las lenguas, así también ahora por todas las naciones y en todas las lenguas habla esa misma unidad, radicados en la cual, poseéis el Espíritu Santo, a condición, sin embargo, de que no estéis separados por cisma alguno de la Iglesia de Cristo, que habla todas las lenguas.


Ciclo B:

HOMILÍA

San León Magno, Tratado 77 (4-6: CCL 138A, 490-493)

Me he hecho Hijo del hombre, para que vosotros podáis
ser hijos de Dios

Cuando aplicamos toda la capacidad de nuestra inteligencia a la confesión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, hemos de alejar de nuestra imaginación las formas de las cosas visibles y las edades de las naturalezas temporales; hemos de excluir de nuestras categorías mentales los cuerpos de los lugares y los lugares de los cuerpos. Apártese del corazón lo que se extiende en el espacio, lo que se encierra dentro de unos límites, y lo que no está siempre en todas partes, ni es la totalidad. Nuestros conceptos relativos a la deidad de la Trinidad han de rehuir las categorías de espacio, no deben intentar establecer gradaciones, y si envuelven algún sentimiento digno de Dios, no abrigue la presunción de negarlo a alguna de las Personas, por ejemplo, adscribiendo como más honorífico al Padre, lo que se niega al Hijo y al Espíritu. No es verdadera piedad preferir al que engendra sobre el Unigénito. Todo deshonor infligido al Hijo es una injuria hecha al Padre, y lo que se resta a uno se sustrae a ambos. Pues siendo común al Padre y al Hijo la sempiternidad y la deidad, no se considerará al Padre ni todopoderoso ni inmutable si se piensa que o bien ha engendrado un ser inferior a él, o bien que se ha enriquecido teniendo al Hijo que antes no tenía.

Dice, en efecto, a sus discípulos el Señor Jesús, como hemos escuchado en la lectura evangélica: Si me amarais os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Pero esta afirmación, quienes oyeron con frecuencia: Yo y el Padre somos uno, y: Quien me ha visto a mí ha visto al Padre, la interpretan no como una diferencia en el plano de la deidad, ni la entienden referida a aquella esencia que saben ser sempiterna con el Padre y de la misma naturaleza.

Así pues, la encarnación del Verbo es señalada a los apóstoles como promoción humana, y los que estaban turbados por el anuncio de la partida del Señor, son incitados a los gozos eternos recordándoles el aumento de su propia gloria: Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, es decir: si tuvierais una idea clara de la gloria que se deriva para vosotros del hecho de que yo, engendrado de Dios Padre, haya nacido también de una madre humana; de que siendo Señor de los seres eternos, quise ser uno de los mortales; de que siendo invisible me hice visible; de que siendo sempiterno en mi calidad de Dios asumí la condición de esclavo, os alegraríais de que vaya al Padre. Esta ascensión os será beneficiosa a vosotros, porque vuestra humildad es elevada en mí sobre todos los cielos para ser colocada a la derecha del Padre. Y yo, que soy con el Padre lo que el Padre es en sí mismo, permanezco inseparablemente unido al que me ha engendrado; por eso no me alejo de él viniendo a vosotros, como tampoco os dejo a vosotros cuando vuelvo a él.

Alegraos, pues, de que me vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os he unido a mí y me he hecho Hijo del hombre, para que vosotros podáis ser hijos de Dios. De donde se sigue que aunque yo continúo siendo uno en ambos, no obstante, en cuanto me configuro con vosotros, soy menor que el Padre; pero en cuanto que no me separo del Padre, soy incluso mayor que yo mismo. Vaya, pues, al Padre la naturaleza que es inferior al Padre, y esté allí la carne donde siempre está el Verbo; y la única fe de la Iglesia católica crea igual en su deidad a quien no tiene inconveniente reconocer inferior en su humanidad.

Tengamos, pues, amadísimos, por digna de desprecio la vana y ciega astucia de la sacrílega herejía, que se lisonjea de la torcida interpretación de esta frase; pues habiendo dicho el Señor: Todo lo que tiene el Padre es mío, no comprende que quita al Padre todo cuanto se atreve a negar al Hijo, y, de tal manera se extravía en lo concerniente a su humanidad, que piensa que al Unigénito le han faltado las cualidades paternas, por el mero hecho de que ha asumido las nuestras. En Dios la misericordia no disminuyó el poder, ni la entrañable reconciliación de la criatura ha eclipsado su sempiterna gloria. Lo que tiene el Padre lo tiene igualmente el Hijo, y lo que tiene el Padre y el Hijo, lo tiene asimismo el Espíritu Santo, porque toda la Trinidad es un solo Dios.

Ahora bien, esta fe no la ha descubierto la terrena sabiduría ni argumentos humanos la han demostrado, sino que la enseñó el mismo Unigénito y la ha instituido el Espíritu Santo, del que no hemos de pensar distintamente que del Padre y del Hijo. Pues aun cuando no es Padre ni es Hijo, no por eso está separado del Padre y del Hijo; y lo mismo que en la Trinidad tiene su propia Persona, así también tiene en la deidad del Padre y del Hijo una única sustancia, sustancia que todo lo llena, todo lo contiene y que, junto con el Padre y el Hijo, gobierna todo el universo. A él la gloria y el honor por los siglos de los siglos. Amén.


Ciclo C:

HOMILÍA

San León Magno, Tratado 75 (1-3: CCL 138A, 465-468)

El Espíritu de la verdad os guiará hasta la verdad plena

Que la presente solemnidad, amadísimos, ha de ser venerada entre las principales fiestas, es algo que intuye cualquier corazón católico: pues no es posible dudar de la gran reverencia que nos merece este día, que fue consagrado por el Espíritu Santo con el estupendo milagro de su don. Este día es, en efecto, el décimo a partir de aquel en que el Señor subió a la cúspide de los cielos para sentarse a la derecha del Padre, y el quincuagésimo a partir del día de su resurrección, día que brilló para nosotros en aquel en quien tuvo su origen y que contiene en sí grandes misterios tanto de la antigua como de la nueva economía. En ellos se pone de manifiesto clarísimamente que la gracia fue preanunciada por la ley y que la ley ha recibido su plenitud por la gracia. En efecto, así como cincuenta días después de la inmolación del cordero le fue entregada en otro tiempo la ley, en el monte Sinaí, al pueblo hebreo, liberado de los egipcios, del mismo modo, después de la pasión de Cristo en la que fue degollado el verdadero Cordero de Dios, cincuenta días después de su resurrección, descendió el Espíritu Santo sobre los apóstoles y sobre el grupo de los creyentes, a fin de que fácilmente conozca el cristiano atento que los comienzos del antiguo Testamento sirvieron de base a la primera andadura del evangelio, y que la segunda Alianza fue pactada por el mismo Espíritu que había instituido la primera.

Pues, como nos asegura la historia apostólica, todos los discípulos estaban juntos el día de Pentecostés. De repente un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería. ¡Oh, qué veloz es la palabra de la sabiduría, y, cuando el maestro es Dios, qué pronto se aprende lo que se enseña! No fue necesario intérprete para entender, ni aprendizaje para poder utilizarlas ni tiempo para estudiarlas, sino que, soplando donde quiere el Espíritu de verdad, los diferentes idiomas de cada nación se convirtieron en lenguas comunes en boca de la Iglesia. Pues a partir de este día resonó la trompeta de la predicación evangélica; a partir de este día la lluvia de carismas y los ríos de bendiciones regaron todo lugar desierto y toda la árida tierra: porque para repoblar la faz de la tierra, el Espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas, y para ahuyentar las antiguas tinieblas, destellaban los fulgores de una nueva luz, cuando al reclamo del esplendor de unas lenguas centelleantes, nació la norma del Señor que ilumina y la palabra inflamada, a las que, para iluminar las inteligencias y aniquilar el pecado, se les confirió la capacidad de iluminar y la fuerza de abrasar.

Ahora bien, aun cuando la forma misma, amadísimos, en que se desarrollaron los acontecimientos fuera realmente admirable, ni quepa la menor duda de que, en aquella exultante armonía de todos los lenguajes humanos, estuvo presente la majestad del Espíritu Santo, sin embargo nadie debe caer en el error de creer que en aquellos fenómenos que los ojos humanos contemplaron se hizo presente su propia sustancia. No, la naturaleza invisible, que posee en común con el Padre y el Hijo, mostró el carácter de su don y de su obra mediante los signos que ella misma se escogió, pero retuvo en la intimidad de su deidad lo que es propio de su esencia: pues lo mismo que el Padre y el Hijo no pueden ser vistos por ojos humanos, lo mismo ocurre con el Espíritu Santo. En efecto, en la Trinidad divina nada hay diferente, nada desigual; y cuantos atributos pueden pensarse de aquella sustancia, no se distinguen ni en el poder, ni en la gloria, ni en la eternidad. Y aun cuando en la propiedad de las personas uno es el Padre, otro el Hijo y otro distinto el Espíritu Santo, no obstante, no es diversa ni la deidad ni la naturaleza. Y si es cierto que el Hijo unigénito nace del Padre y que el Espíritu Santo es espíritu del Padre y del Hijo, sin embargo, no lo es como una criatura cualquiera que fuera propiedad conjunta del Padre y del Hijo, sino como quien comparte la vida y el poder con ambos, y lo comparte desde toda la eternidad puesto que es subsistente lo mismo que el Padre y el Hijo.

Por eso, el Señor, la víspera de su pasión, al prometer a los discípulos la venida del Espíritu Santo, les dijo: Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo: hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo anunciará. De donde se deduce que el Padre, el Hijo y el Espíritu no viven en régimen de separación de bienes, sino que todo lo que tiene el Padre, lo tiene el Hijo y lo tiene el Espíritu Santo; ni hubo momento alguno en que en la Trinidad no se diera esta comunión, pues en la Trinidad poseerlo todo y existir siempre son conceptos sinónimos. Tratándose de la Trinidad debemos excluir las categorías de tiempo, de procedencia o diferenciales; y si nadie puede explicar lo que Dios es, que no se atreva tampoco a afirmar lo que no es. Más excusable es, en efecto, no expresarse dignamente sobre esta inefable naturaleza, que definir lo que le es contrario.

Así pues, todo cuanto un corazón piadoso es capaz de concebir referente a la sempiterna e inconmutable gloria del Padre, debe entenderlo inseparable e indiferentemente a la vez del Hijo y del Espíritu Santo. En consecuencia, confesamos que esta Trinidad es un solo Dios, puesto que en estas tres personas no se da diversidad alguna ni en la sustancia, ni en el poder, ni en la voluntad ni en la operación.