DOMINGO III DE CUARESMA


EVANGELIO

Ciclo A: Jn 4, 5-42

HOMILÍA

San Agustín de Hipona, Tratado 15 sobre el evangelio de san Juan (10-12.16-17: CCL 36, 154-156)

Llega una mujer de Samaria a sacar agua

Llega una mujer. Se trata aquí de una figura de la Iglesia, no santa aún, pero sí a punto de serlo; de esto, en efecto, habla nuestra lectura. La mujer llegó sin saber nada, encontró a Jesús, y él se puso a hablar con ella. Veamos cómo y por qué. Llega una mujer de Samaria a sacar agua.

Los samaritanos no tenían nada que ver con los judíos; no eran del pueblo elegido. Y esto ya significa algo: aquella mujer, que representaba a la Iglesia, era una extranjera, porque la Iglesia iba a ser constituida por gente extraña al pueblo de Israel.

Pensemos, pues, que aquí se está hablando ya de nosotros: reconozcámonos en la mujer, y, como incluidos en ella, demos gracias a Dios. La mujer no era más que una figura, no era la realidad; sin embargo, ella sirvió de figura, y luego vino la realidad. Creyó, efectivamente, en aquel que quiso darnos en ella una figura. Llega, pues, a sacar agua.

Jesús le dice: «Dame de beber». Sus discípulos se habían ido al pueblo a comprar comida. La samaritana le dice: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?». Porque los judíos no se tratan con los samaritanos.

Ved cómo se trata aquí de extranjeros: los judíos no querían ni siquiera usar sus vasijas. Y como aquella mujer llevaba una vasija para sacar el agua, se asombró de que un judío le pidiera de beber, pues no acostumbraban a hacer esto los judíos. Pero aquel que le pedía de beber tenía sed, en realidad, de la fe de aquella mujer.

Fíjate en quién era aquel que le pedía de beber: Jesús le contestó: «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te pide de beber, le pedirias tú, y él te daría agua viva».

Le pedía de beber, y fue él mismo quien prometió darle el agua. Se presenta como quien tiene indigencia, como quien espera algo, y le promete abundancia, como quien está dispuesto a dar hasta la saciedad. Si conocieras –dice–el don de Dios. El don de Dios es el Espíritu Santo. A pesar de que no habla aún claramente a la mujer, ya va penetrando, poco a poco, en su corazón y ya la está adoctrinando. ¿Podría encontrarse algo más suave y más bondadoso que esta exhortación? Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te pide de beber, le pedirias tú, y él te daría agua viva. ¿De qué agua iba a darle, sino de aquella de la que está escrito: En ti está la fuente viva? Y ¿cómo podrán tener sed los que se nutren de lo sabroso de tu casa?

De manera que le estaba ofreciendo un manjar apetitoso y la saciedad del Espíritu Santo, pero ella no lo acababa de entender; y como no lo entendía, ¿qué respondió? La mujer le dice: «Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla». Por una parte, su indigencia la forzaba al trabajo, pero, por otra, su debilidad rehuía el trabajo. Ojalá hubiera podido escuchar: Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Esto era precisamente lo que Jesús quería darle a entender, para que no se sintiera ya agobiada; pero la mujer aún no lo entendía.

 

RESPONSORIO                    Jn 7, 37-39; 4, 13
 
R./ Jesús clamaba en alta voz: «El que tenga sed que venga a mí, y que beba el que cree en mí; brotarán de su seno torrentes de agua viva». * Esto lo dijo del Espíritu, que habían de recibir los que a él se unieran por la fe.
V./ El que beba del agua que yo le dé no tendrá ya sed jamás.
R./ Esto lo dijo del Espíritu, que habían de recibir los que a él se unieran por la fe.
 


Ciclo B: Jn 2, 13-25

HOMILÍA

San Agustín de Hipona, Comentario sobre el salmo 130 (1-3: CCL 40, 1198-1200)

Somos las piedras vivas con las que se edifica
el templo de Dios

Con frecuencia hemos advertido a vuestra Caridad que no hay que considerar los salmos como la voz aislada de un hombre que canta, sino como la voz de todos aquellos que están en el Cuerpo de Cristo. Y como en el Cuerpo de Cristo están todos, habla como un solo hombre, pues él es a la vez uno y muchos. Son muchos considerados aisladamente; son uno en aquel que es uno. El es también el templo de Dios, del que dice el Apóstol: El templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros: todos los que creen en Cristo y creyendo, aman. Pues en esto consiste creer en Cristo: en amar a Cristo; no a la manera de los demonios, que creían, pero no amaban. Por eso, a pesar de creer, decían: ¿Qué tenemos nosotros contigo, Hijo de Dios? Nosotros, en cambio, de tal manera creamos que, creyendo en él, le amemos y no digamos: ¿Qué tenemos nosotros contigo?, sino digamos más bien: «Te pertenecemos, tú nos has redimido».

Efectivamente, todos cuantos creen así, son como las piedras vivas con las que se edifica el templo de Dios, y como la madera incorruptible con que se construyó aquella arca que el diluvio no consiguió sumergir. Este es el templo –esto es, los mismos hombres– en que se ruega a Dios y Dios escucha. Sólo al que ora en el templo de Dios se le concede ser escuchado para la vida eterna. Y ora en el templo de Dios el que ora en la paz de la Iglesia, en la unidad del cuerpo de Cristo. Este Cuerpo de Cristo consta de una multitud de creyentes esparcidos por todo el mundo; y por eso es escuchado el que ora en el templo. Ora, pues, en espíritu y en verdad el que ora en la paz de la Iglesia, no en aquel templo que era sólo una figura.

A nivel de figura, el Señor arrojó del templo a los que en el templo buscaban su propio interés, es decir, los que iban al templo a comprar y vender. Ahora bien, si aquel templo era una figura, es evidente que también en el Cuerpo de Cristo –que es el verdadero templo del que el otro era una imagen– existe una mezcolanza de compradores y vendedores, esto es, gente que busca su interés, no el de Jesucristo.

Y puesto que los hombres son vapuleados por sus propios pecados, el Señor hizo un azote de cordeles y arrojó del templo a todos los que buscaban sus intereses, no los de Jesucristo.

Pues bien, la voz de este templo es la que resuena en el salmo. En este templo —y no en el templo material— se ruega a Dios, como os he dicho, y Dios escucha en espíritu y en verdad. Aquel templo era una sombra, figura de lo que había de venir. Por eso aquel templo se derrumbó ya. ¿Quiere decir esto que se derrumbó nuestra casa de oración? De ningún modo. Pues aquel templo que se derrumbó no pudo ser llamado casa de oración, de la que se dijo: Mi casa es casa de oración, y así la llamarán todos los pueblos. Y ya habéis oído lo que dice nuestro Señor Jesucristo: Escrito está: «Mi casa es casa de oración para todos los pueblos»; pero vosotros la habéis convertido en una «cueva de bandidos».

¿Acaso los que pretendieron convertir la casa de Dios en una cueva de bandidos, consiguieron destruir el templo? Del mismo modo, los que viven mal en la Iglesia católica, en cuanto de ellos depende, quieren convertir la casa de Dios en una cueva de bandidos; pero no por eso destruyen el templo. Pero llegará el día en que, con el azote trenzado con sus pecados, serán arrojados fuera. Por el contrario, este templo de Dios, este Cuerpo de Cristo, esta asamblea de fieles tiene una sola voz y como un solo hombre canta en el salmo. Esta voz la hemos oído en muchos salmos; oigámosla también en éste. Si queremos, es nuestra voz; si queremos, con el oído oímos al cantor, y con el corazón cantamos también nosotros. Pero si no queremos, seremos en aquel templo como los compradores y vendedores, es decir, como los que buscan sus propios intereses: entramos, sí, en la Iglesia, pero no para hacer lo que agrada a los ojos de Dios.

 

RESPONSORIO                    Ap 21, 3; 1Co 3, 16.17
 
R./ Ésta es la morada de Dios con los hombres: el Espíritu de Dios habita en vosotros. * Santo es el templo de Dios que sois vosotros.
V./ Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él.
R./ Santo es el templo de Dios que sois vosotros.
 


Ciclo C: Lc 13, 1-9

HOMILÍA

Pablo VI, Constitución apostólica «Paenitemini» (AAS t. 58, 1966, pp. 179-180)

Convertíos y creed en la Buena Noticia

Cristo, que en su vida siempre hizo lo que enseñó, antes de iniciar su ministerio, pasó cuarenta días y cuarenta noches en la oración y el ayuno, e inauguró su misión pública con este mensaje gozoso: Convertíos y creed en la Buena Noticia. Estas palabras constituyen, en cierto modo, el compendio de toda vida cristiana.

Al reino anunciado por Cristo se puede llegar solamente por la «metánoia», es decir, por esa íntima y total transformación y renovación de todo el hombre —de todo su sentir, juzgar y disponer— que se lleva a cabo en él a la luz de la santidad y caridad de Dios, santidad y caridad que, en el Hijo, se nos ha manifestado y comunicado con plenitud.

La invitación del Hijo de Dios a la «metánoia» resulta mucho más indeclinable en cuanto que él no sólo la predica, sino que él mismo se ofrece como ejemplo. Pues Cristo es el modelo supremo de penitentes; quiso padecer la pena por los pecados que no eran suyos, sino de los demás.

Con Cristo, el hombre queda iluminado con una luz nueva, y consiguientemente reconoce la santidad de Dios y la gravedad del pecado; por medio de la palabra de Cristo se le transmite el mensaje que invita a la conversión y concede el perdón de los pecados, dones que consigue plenamente en el bautismo. Pues este sacramento lo configura de acuerdo con la pasión, muerte y resurrección del Señor, y bajo el sello de este misterio plantea toda la vida futura del bautizado.

Por ello, siguiendo al Maestro, cada cristiano tiene que renunciar a sí mismo, tomar su cruz, participar en los sufrimientos de Cristo; transformado de esta forma en una imagen de su muerte, se hace capaz de meditar la gloria de la resurrección. También siguiendo al Maestro, ya no podrá vivir para sí mismo, sino para aquel que lo amó y se entregó por él y tendrá también que vivir para los hermanos, completando en su carne los dolores de Cristo, sufriendo por su cuerpo que es la Iglesia.

Además, estando la Iglesia íntimamente unida a Cristo, la penitencia de cada cristiano tiene también una propia e íntima relación con toda la comunidad eclesial, pues no sólo en el seno de la Iglesia, en el bautismo, recibe el don de la «metánoia», sino que este don se restaura y adquiere nuevo vigor por medio del sacramento de la penitencia, en aquellos miembros del Cuerpo místico que han caído en el pecado. «Porque quienes se acercan al sacramento de la penitencia reciben por misericordia de Dios el perdón de las ofensas que a él se le han infligido, y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que han producido una herida con el pecado y la cual coopera a su conversión con la caridad, con el ejemplo y con la oración» (LG 11). Finalmente, también en la Iglesia el pequeño acto penitencial impuesto a cada uno en el sacramento, se hace partícipe de forma especial de la infinita expiación de Cristo, al paso que, por una disposición general de la Iglesia, el penitente puede íntimamente unir a la satisfacción sacramental todas sus demás acciones, padecimientos y sufrimientos.

De esta forma la misión de llevar en el cuerpo y en el alma la muerte del Señor, afecta a toda la vida del bautizado, en todos sus momentos y expresiones.

 

RESPONSORIO                    Lv 23, 28.29; Hch 3, 19
R./ Es el día de la expiación, para expiar por vosotros delante del Señor, vuestro Dios. * Arrepentíos, pues, y convertíos, para que vuestros pecados sean borrados.
V./ El que no se mortifique ese día será exterminado de entre su pueblo
R./ Arrepentíos, pues, y convertíos, para que vuestros pecados sean borrados.