COMÚN DE LA DEDICACIÓN DE UNA IGLESIA
 


PRIMERA LECTURA

De la primera carta del apóstol san Pedro 2, 1-17

Como piedras vivas entráis en la construcción

Queridos hermanos: Despojaos de toda maldad, de toda doblez, fingimiento, envidia y de toda maledicencia. Como el niño recién nacido ansía la leche, ansiad vosotros la auténtica, no adulterada, para crecer con ella sanos; ya que habéis saboreado lo bueno que es el Señor.

Acercándoos al Señor, la piedra viva desechada por los hombres, pero escogida y preciosa ante Dios, también vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado, para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo.

Dice la Escritura: «Yo coloco en Sión una piedra angular, escogida y preciosa; el que crea en ella no quedará defraudado».

Para vosotros, los creyentes, es de gran precio, pero para los incrédulos es la «piedra que desecharon los constructores: ésta se ha convertido en piedra angular», en piedra de tropezar y en roca de estrellarse. Y ellos tropiezan al no creer en la palabra: ése es su destino.

Vosotros sois una raza elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada, un pueblo adquirido por Dios para proclamar las hazañas del que os llamó a salir de la tiniebla y a entrar en su luz maravillosa. Antes erais «no pueblo», ahora sois «pueblo de Dios"; antes erais «no com-padecidos», ahora sois «compadecidos».

Queridos hermanos, como forasteros en país extraño, os recomiendo que os apartéis de los deseos carnales que os hacen la guerra. Vuestra conducta entre los gentiles sea buena; así, mientras os calumnian como si fuerais criminales, verán con sus propios ojos que os portáis honradamente y darán gloria a Dios el día que él los visite.

Acatad toda institución humana por amor del Señor; lo mismo al emperador, como a soberano, que a los gobernadores, como delegados suyos para castigar a los malhechores y premiar a los que hacen el bien. Porque así lo quiere Dios: que, haciendo el bien, le tapéis la boca a la estupidez de los ignorantes; y esto como hombres libres; es decir, no usando la libertad como tapadera de la villanía, sino como siervos de Dios. Mostrad consideración a todo el mundo, amad a vuestros hermanos, temed a Dios, honrad al emperador.


Otra lectura:

Del libro del Apocalipsis 21, 9-27

Visión de la Jerusalén celestial

Se acercó uno de los siete ángeles que tenían las siete copas llenas de las siete plagas últimas y me habló así:

«Ven acá, voy a mostrarte a la novia, a la esposa del Cordero».

Me transportó en éxtasis a un monte altísimo, y me enseñó la ciudad santa, Jerusalén, que bajaba del cielo, enviada por Dios, trayendo la gloria de Dios. Brillaba como una piedra preciosa, como jaspe traslúcido. Tenía una muralla grande y alta y doce puertas custodiadas por doce ángeles, con doce nombres grabados: los nombres de las tribus de Israel. A oriente tres puertas, al norte tres puertas, al sur tres puertas y a occidente tres puertas. La muralla tenía doce basamentos que llevaban doce nombres: los nombres de los apóstoles del Cordero.

El que me hablaba tenía una vara de medir de oro, para medir la ciudad, las puertas y la muralla. La planta de la ciudad es cuadrada, igual de ancha que de larga. Midió la ciudad con la vara, y resultaron cuatrocientas cincuenta y seis leguas; la longitud, la anchura y la altura son iguales. Midió la muralla: ciento cuarenta y cuatro codos, medida humana que usan los ángeles. La mampostería del muro era de jaspe, y la ciudad, de oro puro, parecido a vidrio claro.

Los basamentos de la muralla de la ciudad estaban incrustados de toda clase de piedras preciosas: el primero, de jaspe; el segundo, de zafiro; el tercero, de calcedonia; el cuarto, de esmeralda; el quinto, de ónix; el sexto, de granate; el séptimo, de crisólito; el octavo, de aguamarina; el noveno, de topacio; el décimo, de ágata; el undécimo, de jacinto; el duodécimo, de amatista.

Las doce puertas eran doce perlas, cada puerta hecha de una sola perla. Las calles de la ciudad eran de oro puro, como vidrio transparente.

Santuario no vi ninguno, porque es su santuario el Señor Dios todopoderoso y el Cordero. La ciudad no necesita sol ni luna que la alumbre, porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero.

A su luz caminarán las naciones, y los reyes de la tierra llevarán a ella su esplendor, y sus puertas no se cerrarán de día, pues allí no habrá noche. Llevarán a ella el esplendor y la riqueza de las naciones, pero nunca entrará en ella nada impuro, ni idólatras ni impostores; sólo entrarán los inscritos en el libro de la vida que tiene el Cordero.


Tiempo de Cuaresma:

Del primer libro de los Reyes 8, 1-4.10-13.22-30

La dedicación del templo

En aquellos días, Salomón convocó a palacio, en Jerusalén, a los ancianos de Israel, a los jefes de tribu y a los cabezas de familia de los israelitas, para trasladar el arca de la alianza del Señor desde la ciudad de David, o sea Sión. Todos los israelitas se congregaron en torno al rey Salomón, en el mes de Etanín (el mes séptimo), en la fiesta de las Tiendas. Cuando llegaron todos los ancianos de Israel, los sacerdotes cargaron con el arca del Señor, y los sacerdotes levitas llevaron la tienda del encuentro, más los utensilios del culto que había en la tienda.

Cuando los sacerdotes salieron del Santo, la nube llenó el templo, de forma que los sacerdotes no podían seguir oficiando, a causa de la nube, porque la gloria del Señor llenaba el templo. Entonces, Salomón dijo:

«El Señor puso el sol en el cielo, el Señor quiere habitar en la tiniebla; y yo te he construido un palacio, un sitio donde vivas siempre».

Salomón, en pie ante el altar del Señor, en presencia de toda la asamblea de Israel, extendió las manos al cielo y dijo:

«¡Señor, Dios de Israel! Ni arriba en el cielo ni abajo en la tierra hay un Dios como tú, fiel a la alianza con tus vasallos, si caminan de todo corazón en tu presencia; que a mi padre David, tu siervo, le has mantenido la palabra: con tu boca se lo prometiste, con la mano se lo cumples hoy.

Ahora, pues, Señor, Dios de Israel, mantén en favor de tu siervo, mi padre David, la promesa que le hiciste: "No te faltará en mi presencia un descendiente en el trono de Israel, a condición de que tus hijos sepan comportarse caminando en mi presencia como has caminado tú". Ahora, pues, Dios de Israel, confirma la promesa que hiciste a mi padre David, siervo tuyo.

Aunque, ¿es posible que Dios habite en la tierra? Si no cabes en el cielo y lo más alto del cielo, ¡cuánto menos en este templo que he construido!

Vuelve tu rostro a la oración y súplica de tu siervo. Señor, Dios mío, escucha el clamor y la oración que te di-rige hoy tu siervo. Día y noche estén tus ojos abiertos sobre este templo, sobre el sitio donde quisiste que residiera tu nombre. ¡Escucha la oración que tu siervo te dirige en este sitio! Escucha la súplica de tu siervo y de tu pueblo, Israel, cuando recen en este sitio; escucha tú, des-de tu morada del cielo, escucha y perdona».


SEGUNDA LECTURA

San Agustín de Hipona, Sermón 336 (1.6: PL 38 [ed 1861], 1471-1472.1475)

Edificación y consagración de la casa de Dios en
nosotros

El motivo que hoy nos congrega es la consagración de una casa de oración. Esta es la casa de nuestras oraciones, pero la casa de Dios somos nosotros mismos. Por eso nos-otros, que somos la casa de Dios, nos vamos edificando durante esta vida, para ser consagrados al final de los tiempos. El edificio o, mejor dicho, la construcción del edificio exige ciertamente trabajo; la consagración, en cambio, trae consigo el gozo.

Lo que aquí se hacía, cuando se iba construyendo esta casa, sucede también cuando los creyentes se congregan en Cristo. Pues, al acceder a la fe, es como si se extrajeran de los montes y de las selvas las piedras y los troncos; y, cuando reciben la catequesis y el bautismo es como si fueran tallándose, alineándose y nivelándose por las manos de los artífices y carpinteros.

Pero no llegan a ser casa de Dios sino cuando se aglutinan en la caridad. Nadie entraría en esta casa si las piedras y los maderos no estuviesen unidos y compactos conun determinado orden, si no estuviesen bien trabados, y si la unión entre ellos no fuera tan íntima que en cierto modo puede decirse que se aman. Pues cuando ves en un edificio que las piedras y que los maderos están perfecta-mente unidos, entras sin miedo y no temes que se hunda.

Así, pues, porque nuestro Señor Jesucristo quería entrar en nosotros y habitar en nosotros, afirmaba, como si nos estuviera edificando: Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros. «Os doy —dice--- un mandamiento. Antes erais hombres viejos, todavía no erais para mí una casa, yacíais en vuestra propia ruina. Para salir, pues, de la caducidad de vuestra propia ruina, amaos unos a otros».

Considerad, pues, que esta casa, como fue profetizado y prometido, debe ser edificada por todo el mundo. Cuando se construía el templo después del exilio, como se afirma en un salmo, decían: Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor toda la tierra. Lo que allí decía: Un cántico nuevo, el Señor lo llama: Un mandamiento nuevo. Pues ¿qué novedad posee un cántico, si no es el amor nuevo? Cantar es propio de quien ama, y la voz del cantor amante es el fervor de un amor santo.

Así, pues, lo que vemos que se realiza aquí material-mente en las paredes, hagámoslo espiritualmente en nuestras almas. Lo que consideramos como una obra perfecta en las piedras y en los maderos, ayudados por la gracia de Dios, hagamos que sea perfecto también en nuestros cuerpos.

En primer lugar, demos gracias a Dios, nuestro Señor, de quien proviene todo buen don y toda dádiva perfecta. Llenos de gozo, alabemos su bondad, pues para construir esta casa de oración ha visitado las almas de sus fieles, ha despertado su afecto, les ha concedido su ayuda, ha inspirado a los reticentes para que quieran, ha ayudado sus buenos intentos para que obren, y de esta forma Dios, que activa en los suyos el querer y la actividad según su beneplácito, él mismo ha comenzado y ha llevado a perfección todas estas cosas.


Otra lectura:

Orígenes, Homilía 9 sobre el libro de Josué (1-2: SC 71, 244-246)

Somos edificados a manera de piedras vivas
como casa y altar de Dios

Todos los que creemos en Cristo Jesús somos llamados piedras vivas, de acuerdo con lo que afirma la Escritura: Vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado, para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo.

Cuando se trata de piedras materiales, sabemos que se tiene cuidado de colocar en los cimientos las piedras más sólidas y resistentes con el fin de que todo el peso del edificio pueda descansar con seguridad sobre ellas. Hay que entender que esto se aplica también a las piedras vivas, de las cuales algunas son como cimiento del edificio espiritual. ¿Cuáles son estas piedras que se colocan como cimiento? Los apóstoles y profetas. Así lo afirma Pablo cuando nos dice: Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular.

Para que te prepares con mayor interés, tú que me escuchas, a la construcción de este edificio, para que seas una de las piedras próximas a los cimientos, debes saber que es Cristo mismo el cimiento de este edificio que estamos describiendo. Así lo afirma el apóstol Pablo: Nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Jesucristo. ¡Bienaventurados, pues, aquellos que construyen edificios espirituales sobre cimiento tan noble!

Pero en este edificio de la Iglesia conviene también que haya un altar. Ahora bien, yo creo que son capaces de llegar a serlo todos aquellos que, entre vosotros, piedras vivas, están dispuestos a dedicarse a la oración, para ofrecer a Dios día y noche sus intercesiones, y a inmolarle las víctimas de sus súplicas; ésos son, en efecto, aquellos con los que Jesús edifica su altar.

Considera, pues, qué alabanza se tributa a las piedras del altar. La Escritura afirma que se construyó, según está escrito en el libro de la ley de Moisés, un altar de piedras sin labrar, a las que no había tocado el hierro. ¿Cuáles, piensas tú, que son estas piedras sin labrar? Quizá estas piedras sin labrar y sin mancha sean los santos apóstoles, quienes, por su unanimidad y su concordia, formaron como un único altar. Pues se nos dice, en efecto, que todos ellos perseveraban unánimes en la oración, y que abriendo sus labios decían: Señor, tú penetras el corazón de todos. Ellos, por tanto, que oraban concordes con una misma voz y un mismo espíritu, son dignos de formar un único altar sobre el que Jesús ofrezca su sacrificio al Padre.

Pero nosotros también, por nuestra parte, debemos esforzarnos por tener todos un mismo pensar y un mismo sentir, no obrando por envidia ni por ostentación, sino permaneciendo en el mismo espíritu y en los mismos sentimientos, con el fin de que también nosotros podamos llegar a ser piedras aptas para la construcción del altar.


EVANGELIO: Lc 19, 1-10

HOMILÍA

De una homilía atribuida a san Juan Crisóstomo (PG 61, 767-768

¡Oh confesión sincera que brota de un corazón recto!

Entró Jesús en Jericó y atravesaba la ciudad. Un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de distinguir quién era Jesús.

Míralo correr, ardiendo en deseos de Dios, y subir a un árbol y mirar en torno suyo para distinguir a Jesús, para conocer el hontanar de vida. Al ver a Jesús, Zaqueo sació la curiosidad de sus ojos, pero sintió inflamarse su corazón de un deseo mucho más vehemente.

Fíjate en el deseo de este hombre. Trata de distinguir quién era Jesús, pero la gente se lo impedía; porque era bajo de estatura. Corrió más adelante y se subió a una higuera para verlo, porque tenía que pasar por allí. Zaqueo, pequeño de estatura pero grande en la prudencia del espíritu, buscaba ver a Jesús: buscaba ver al Dios que distribuye entre los hombres los dones celestiales. No tenía el dulcísimo gozo de conocer a Dios, pero deseaba ver al Profeta del amor. Enfermo, deseaba ver la salud; hambriento, buscaba el pan del cielo; sediento, anhelaba el venero de la vida. Deseaba ver al que da a los sacerdotes una vida nueva y había despertado a Lázaro del sueño de la muerte.

Zaqueo vio al Señor, y la llama de su amor se incrementaba continuamente; Cristo le tocó el corazón y él se convirtió en otro hombre: de publicano, en hombre lleno de celo; de infiel, en fiel. ¿Quién ama tanto al padre y a la madre, quién jamás amó a la mujer y a los hijos como Zaqueo amó al Señor, según lo atestiguan los hechos?

Por amor de Cristo, repartió sus bienes a los pobres y devolvió cuatro veces más a aquellos de quienes se había aprovechado. ¡Qué buena disposición en el discípulo, qué discreción y poder el de Dios, que indujo a la acción con sólo haber visto a Jesús! Todavía no había hablado Zaqueo —sólo había sido visto por quien tanto lo deseaba—, y ya la potencia de la fe levantaba en alto aquel corazón lleno de deseo.

Zaqueo, baja en seguida, apresúrate a entrar en tu casa, porque allí tengo que alojarme, pues yo me alojo donde hay fe; voy donde hay amor. Ya sé lo que vas a hacer; sé que vas a dar tus bienes a los pobres y, sobre todo, vas a restituir cuatro veces más a aquellos de quienes te aprovechaste. Yo entro de buen grado en casa de esta clase de hombres.

Zaqueo bajó en seguida, se fue a su casa y hospedó a Jesús. Lleno de alegría y puesto en pie, dijo: Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más.

¡Oh confesión sincera que brota de un corazón recto llena de fe, resplandeciente de justicia! Tal justicia se digne concedernos a nosotros el Dios del universo, por la gracia y la bondad de nuestro Señor Jesucristo. Amén.