San Agustín. Lc 10,21-24: La reprensión tuya es alabanza de Dios. Sermón 67

Al leer el santo evangelio hemos oído que el Señor Jesús exultó en el espíritu y dijo: Te confieso, Padre, Señor de cielo y tierra, porque escondiste esto a los sabios y prudentes y lo revelaste a los pequeñuelos (Mt 11,25). Consideremos piadosamente y con esmero, como se merece, las primeras palabras. Vemos, ante todo, que cuando la Escritura emplea el término «confesión» no siempre debemos suponer la voz de un pecador. Era de la mayor importancia decir esto y avisar a vuestra caridad. Porque en cuanto la palabra sonó en la boca del lector, se siguió el rumor de los golpes de vuestro pecho; es decir, nada más oír lo que dijo el Señor: Te confieso, Padre. En cuanto oísteis la palabra «confieso» os golpeasteis el pecho. ¿Y qué es golpear el pecho, sino indicar que el pecado late en él y que hay que castigar al oculto con un golpe visible? ¿Por qué hicisteis eso, sino porque oísteis Te confieso, Padre? Habéis oído Confieso pero no habéis reparado en quién confiesa. Reparad, pues, ahora. Si Cristo dijo Confieso y está lejos de él todo pecado, tal palabra no es exclusiva del pecador, sino que pertenece también al que alaba. Confesamos, pues, ya cuando alabamos a Dios, ya cuando nos acusamos a nosotros mismos. Piadosas son ambas confesiones, ya cuando te reprendes tú que no estás sin pecado, ya cuando alabas a aquel que no puede tener pecado.

Si pensamos bien, la reprensión tuya es alabanza suya. Pues, ¿por qué confiesas ya en la acusación de tu pecado? ¿Por qué confiesas al acusarte a ti mismo, sino porque estabas muerto y estás vivo? Así dice la Escritura: Perece la confesión en el muerto, como si no existiera (Eclo 17,26). Si la confesión perece en el muerto, quien confiesa vive y, si confiesa el pecado, sin duda revivió de la muerte. Y si el confesor del pecado revivió de la muerte, .quién le resucitó? Ningún muerto se resucita a sí mismo. Sólo pudo resucitarse quien no murió al morir su carne. Así resucitó lo que había muerto. Se resucitó, pues, aquel que vivía en sí mismo y había muerto en su carne para resucitarla...

Ya nos acusemos, ya alabemos a Dios, doblemente le alabamos. Sin duda alabamos a Dios cuando nos acusamos piadosamente. Cuando alabamos a Dios le proclamamos carente de pecado y cuando nos acusamos a nosotros mismos, damos gloria a aquel que nos ha resucitado. Si esto hicieres, el enemigo no hallará ocasión alguna para arrastrarte ante el juez, pues si tú eres tu propio acusador y Dios tu libertador, ¿qué será aquél sino calumniador? Por eso, con razón Pablo se procuró tutela contra los enemigos, no los manifiestos, la carne y la sangre, dignas más bien de compasión que de defensa, sino contra aquellos otros frente a los cuales nos manda armarnos: Nuestra pelea no es contra la carne y la sangre, esto es, contra los hom bres que abiertamente se ensañan contra nosotros. Son vasos utilizados por otro; son instrumentos manejados por otro. Así dice: Se introdujo el diablo en el corazón de Judas para que entregara al Señor (Jn 13,2). Y dirá alguno: «¿Qué hice yo entonces?» Escucha al Apóstol: No deis lugar al diablo (Ef 4,27). Con tu mala voluntad le diste cabida; entró, te poseyó, te manipula. Si no le dieras cabida, no te poseería. Por eso nos amonesta diciendo: Nuestra pelea no es contra la carne y la sangre, sino contra los príncipes y potestades...

Escucha, pues al Señor que hace su confesión: Te confieso, Padre, Señor de cielo y tierra. Te confieso, te alabo. Te alabo a ti, no me acuso a mí. En lo que toca a la asunción del hombre por el Verbo, hay gracia total, gracia singular, gracia perfecta. ¿Qué mereció aquel hombre que es Cristo, si quitas la gracia, y una gracia tal como corresponde a ese único Cristo, para que sea ese hombre que conocemos? Quita esa gracia y ¿qué es Cristo, sino un hombre? ¿Qué es sino lo mismo que tú? Tomó el alma, tomó el cuerpo, tomó el hombre entero, lo asume y el Señor constituye con el siervo una sola persona. ¡Cuán grande es esa gracia! Cristo en el cielo, Cristo en la tierra, Cristo a la vez en el cielo y en la tierra. Cristo con el Padre, Cristo en el seno de la Virgen, Cristo en la cruz, Cristo en los infiernos para socorrer a algunos, y en el mismo día, Cristo en el paraíso con el ladrón confesor. ¿Y cómo lo mereció el ladrón, sino porque retuvo aquel camino en que se manifestó su salvación? No apartes tú los pies de ese camino, pues el ladrón, al acusarse, alabó a Dios e hizo feliz su vida...

Escucha, pues, al Señor, que confiesa: Te confieso, Padre, Señor de cielo y tierra. Y ¿que confieso? ¿En qué te alabo? Como he dicho, esta confesión implica alabanza. Porque escondiste esto a los sabios y prudentes y lo revelaste a los pequeños (Mt 11,25). ¿Qué significa esto, hermanos? Entended el sentido de esta oposición. Lo escondiste, dice, a los sabios y prudentes; pero no dice: y lo revelaste a los necios e imprudentes. Lo que dijo fue esto: Lo escondiste a los sabios y prudentes y lo revelaste a los pequeños. A los ridículos sabios y prudentes, a los arrogantes, en apariencia grandes y en realidad hinchados, opuso no los incipientes, no los imprudentes, sino los pequeños. ¿Quiénes son estos pequeños? Los humildes. Por tanto, lo escondiste a los sabios y prudentes. Él mismo explicó que bajo el nombre de sabios y prudentes había que entender a los soberbios al decir: Lo revelaste a los pequeños. Luego lo escondiste a los no pequeños.

¿Qué significa no pequeños? No humildes ¿Y qué significa no humildes, sino soberbios? ;Oh camino del Señor! O no existía o estaba oculto para revelársenos a nosotros. ¿Y por qué exultaba el Señor? Porque el camino fue revelado a los pequeños.

Debemos ser pequeños; pues si pretendemos ser grandes, como sabios y prudentes, no se nos revelará ese camino. ¿Quiénes son grandes? los sabios y prudentes. Diciendo que eran sabios se hicieron necios (Rom 1,22. Pero tienes el remedio por contraste. Si diciendo que eres sabio, te haces necio, di que eres necio y te harás sabio. Pero dilo, y dilo interiormente. Porque es así como lo dices. Si lo dices, no lo proclames ante los hombres y lo calles ante Dios. En cuanto se trata de ti y de tus cosas, eres tenebroso. ¿Qué significa ser necio, sino tenebroso en el corazón? Y de éstos dijo: Se entenebreció su insipiente corazón (Rom 22,21). Di que no eres luz para ti mismo. Como mucho, eres ojo, no luz. ¿Qué aprovecha un ojo abierto y sano si no hay luz? Di, pues, que no eres luz para ti mismo y proclama lo que está escrito: Tú darás luz a mi lámpara, Señor. Con tu luz, Señor, iluminarás mis tinieblas (Sal 17,29). Nada tengo, sino tinieblas; pero tú eres la luz que disipa las tinieblas al iluminarme. La luz que tengo no viene de mí, sino que es luz participada de ti... Juan Bautista era una lámpara, esto es, una realidad iluminada, encendida para dar luz. Y lo que puede encenderse, puede asimismo apagarse. Para que no se extinga, que no le dé el viento de la soberbia.

Por eso, Te confieso, Padre, Señor de cielo y tierra, porque escondiste esto a los sabios y prudentes (Mt 11,25), a los que se creían luz v eran tinieblas. Como eran tinieblas v se creían luz no podían ser iluminados. En cambio, los que eran tinieblas, pero confesaban serlo, eran pequeños, no grandes; humildes, no soberbios. Decían con motivo: Tú iluminarás mi lámpara, Señor (Sal 17,29). Se conocían a sí mismos, no se apartaban del camino salvador.