La salvación y el Salvador

Capítulo II de El mesianismo en el Mito, la Revelación y la Política (Der Heilbringer in Mythos, Offenbarung und Politik) *

Romano Guardini

Aquellos seres [los dioses] y poderes religiosos son experimentados en vivencias de dos clases diversas: como algo que se vuelve amistosamente al hombre y le dispensa bienes—o, por el contrario, como algo que se enfrenta hostilmente con él y le causa daños—. Aquello constituye la experiencia de la salvación; esto, la de la perdición.

Y por cierto, en sentido religioso. En primer lugar, dicha experiencia tiene por objeto el bien y el dolor naturales. La tempestad con su huracán y sus rayos es un poder capaz de destruir la cosecha, incendiar la casa, matar al hombre. Pero en esta destrucción terrena se deja sentir otra. Y éste es ya un lenguaje propio del hombre moderno; para el hombre de sentimientos primitivos, la destrucción de la cosecha tiene de antemano más dimensiones que la de aquellos daños contra los cuales se protege el hombre posterior por medio de un seguro contra el granizo. Afecta a sus sembrados y a su subsistencia física—pero, al mismo tiempo, le afecta a él como individuo religioso—. En ella se revela un poder irritado, la cólera divina, el castigo de culpas cometidas... Lo mismo sucede con la salvación. Para el hombre moderno la naturaleza no es ya un poder avasallador. No sólo se ha protegido contra sus peligros o asegurado contra su inestabilidad, sino que ha llegado a independizarse internamente de ella. El alma del hombre moderno ya no está bajo su jurisdicción. Se ha emancipado de ella y se ha hecho libre—sí bien con ello ha caído en lo artificial o inconsistente—. El hombre primitivo, por el contrario, vive todavía en íntima dependencia de la naturaleza: externamente, porque no es capaz de resistir sus fuerzas; espiritualmente, porque aún no ha penetrado en ella con la razón; religiosamente, porque se encuentra sometido a su poder numinoso. La naturaleza presenta como la gran realidad en torno a él y dentro de él, en su conciencia, en su sentimiento, en su ánimo y en sus nervios.

Cuando este hombre ve por la mañana que sale el sol, esto significa para él más que el mero hecho de comenzar un nuevo día. La noche es tinieblas, frío, estar a merced de los poderes malos; cuando sale el sol, éstos son ahuyentados —y para la conciencia del hombre primitivo no es totalmente seguro que esta vez, hoy, el sol haya de triunfar nuevamente—. También puede suceder que sucumba frente a las tinieblas, o que renuncie a la lucha. La luz y el calor reaniman al organismo. El ánimo se afianza. Los caminos se iluminan y las cosas se tornan familiares. Esto significa «salvación» para todo el hombre, y en ello se experimenta el favor de un poder numinoso... Esta vivencia se hace todavía más viva tan pronto como el sol se siente amenazado no sólo por la noche ordinaria, sino por una potencia de la oscuridad más fuerte, en el invierno, cuando su fuerza decrece, su órbita desciende a su punto más bajo y parece inminente el peligro de que sea devorado. Pero tan pronto Como llega el solsticio, el sol se robustece de nuevo y otra vez se acrecienta la posibilidad de vida; en esto consiste el gran acontecimiento salvador del solsticio de invierno.

Otra experiencia de salvación es la de la primavera. En el otoño se duermen los árboles. El espacio va quedando vacío. Las corrientes de agua se paralizan. El invierno es tiempo de muerte para el reino de la naturaleza y época de miseria para los hombres. Luego llega la primavera. El espacio se abre. Todo se pone en movimiento y muda su condición. Una vitalidad torrencial llena la naturaleza. La proximidad de la propagación se percibe de manera estimulante, y el hombre siente en su propio ser la ola de vitalidad que lo inunda. Esto es también «salvación» de la vida que torna, de la primavera. Y tampoco esto significa sólo presencia del calor, posibilidad del movimiento y abundancia de alimentos, sino más cosas y de naturaleza diversa: plenitud de dicha, promesa misteriosamente impresionante, proximidad y revelación de lo inefable.

O bien el hombre ha llegado a su edad madura y ha ganado su puesto en la existencia. Sabe cuál es su situación en su tribu y en su país, en sus posesiones y en su poder; sabe lo que puede y es, tiene conciencia y dominio de si mismo. Esto lleva consigo seguridad y prestigio, pero también limitación; al afirmarse su personalidad se anuncia simultáneamente su fin. Entonces le nace el hijo, en el cual se perpetúa la estirpe; el hijo varón, que para la conciencia primitiva es el hijo propiamente tal y un día llevará el nombre del padre, seguirá sus luchas, defenderá sus posesiones y ejercerá el poder. Esta vida joven, nacida de la de padre; esta vida que con su posibilidad ilimitada va creciendo junto a la del padre, circunscrita y ya encaminada al fin, es «salvación». Y lo es, no sólo como orgullo del poder de la estirpe, como seguridad de futura subsistencia junto a otras estirpes y frente al enemigo, como perspectiva de ayuda en el trabajo y de apoyo en la vejez, sino como esperanza sencillamente, como divina promesa de vida.

Cuando el hombre primitivo enciende fuego no ejecuta sólo un proceso técnico, sino algo que engendra en él conciencia de lo maravilloso: ese algo es el hecho de que pueda ser evocado este poder, la llama, tan impresionante en su movilidad y forma, llama que devora y al mismo tiempo reparte bienes, es peligrosa y a la vez benéfica, ilumina la oscuridad y aleja las fieras, calienta el cuerpo y prepara las comidas, etc. Todo esto es más que meramente útil o hermoso; es un misterio. Uno de los dioses bajó una vez y trajo consigo el fuego, o bien un hombre de asombrosa osadía lo robó del cielo: este hecho constituyó salvación. Los ritos que en templos y casas mantienen vivo el fuego expresan no sólo la preocupación por el imprescindible elemento, sino también el miedo de que pueda volver a ser arrebatado, de que una desgracia pueda sofocarlo, de que un día pueda extinguirse definitivamente... Así, para los albores de la época histórica, toda técnica importante implica «salvación». El que los hombres hallaran la técnica de la construcción de barcos; que aprendieran a cultivar el campo y obtuvieran el grano y la vid; que descubrieran remedios contra heridas, epidemias y peligros del parto, ello está saturado de significación sotérica. Lo mismo puede decirse de la escritura, cuyos signos representan el sentido y confieren poder sobre los hombres; del adorno, cuyas formas tienen en su origen carácter mágico; de la organización de la vida comunal, de las leyes, normas educativas y tradiciones de las relaciones sociales. La cultura entera, en cuanto que es saber y capacidad, representa salvación, afianzamiento y elevación de la existencia, y únicamente es posible porque hay poderes superiores que la protegen y fomentan — si bien hay otros que la amenazan — . Porque a la conciencia de la salvación va unida la del peligro. La salvación no es cosa espontánea; por el contrario, se ve amenazada por poderes malos, e incluso envidiada por los buenos. Por eso en los mitos de todas las culturas aparece siempre, bajo la figura de la salvación, el peligro de la perdición.

Esta salvación se encarna en la figura del salvador: Osiris, Apolo, Dionisos, Baldur. [1] Frente a ellos se alzan las figuras de la perdición: la serpiente, el dragón, el lobo de Fenris, los dioses de la muerte, de la maldición, etcétera.

La imagen del salvador tiene sus rasgos fundamentales bien determinados. Su aparición es conmovedora. Tan pronto como se manifiesta, se siente y se sabe que es el Poderoso, el que conmueve al ser, el Dispensador de dicha, el que inunda de salvación. Lo maravilloso de su ser se revela ya en el maravilloso carácter de su nacimiento. Con frecuencia es hijo de una madre mortal y de un padre divino. A veces nace directamente de un elemento, por ejemplo, del mar o de la roca. Viene de lo desconocido e inaccesible. Aunque establece contacto con lo más íntimo del hombre, le es «ajeno». Siempre sale del misterio a lo presente. Su vida culmina en la acción salvadora. Con frecuencia es un luchador; su adversario es el Pernicioso, el Malo, intuido preferentemente en la figura de la serpiente o del dragón. Entonces la acción salvadora consiste en una victoria. Pero esta victoria se paga frecuentemente con la muerte; entonces la acción salvadora es al mismo tiempo destrucción.

Aquí se revela la conciencia de que la culminación de la vida está próxima a la muerte, más aún, de que la vida y la muerte proceden la una de la otra y tornan la una a la otra. Así, la vida más alta brota de un acto que remueve lo más profundo; la salvación nace de la muerte del salvador. Pero éste volverá «algún día», en el futuro «escatológico». Este día final indeterminado está dentro del conjunto del mundo y, por consiguiente, equivale a una «repetición perpetua» en el ritmo de la vida: en la primavera próxima, en el próximo solsticio, en el hijo próximo, en la próxima conjuración de un peligro, extinción de una peste, consecución de una victoria, etc.

Tal es el mito del salvador, cuya figura y destino constituyen la encarnación de la vivencia sotérica, de su carácter y de su desarrollo dichoso y, al mismo tiempo, trágico. Quien entiende el mito, entiende la salvación. Quien en él vive, penetra en el conjunto de la empresa salvadora.
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* Traducción de Valentín García Yebra.

 

 

Nota

[1] Para lo siguiente cf. G. v. D. LEEUW : Phaenomenologie der Religion, 1933, p. 87 ss.