La cátedra de Berlín.
Las clases y su repercusión

Extraído de "Apuntes para una autobiografía"*

Romano Guardini

En estos apuntes que Guardini redactó para una posible autobiografía, presentamos la manera en cómo el autor vivió su cátedra en Berlín sobre "Filosofía de la religión y visión católica del mundo". Dicha cátedra no era fácil y el trabajo que tuvo que hacer Guardini para que adquiriera prestigio nos puede ayudar a dibujar con mejores trazos la personalidad de este "pedagogo de alto estilo" según las palabras de Alfonso López Quintás.

Tras la guerra, y por primera vez después de mucho tiempo, los católicos habían conseguido mayor libertad. Se habían liberado también fuertes impulsos religiosos tras la catástrofe y como todo era tan incierto surgió una estima, entonces inusitada, de la solidez del punto vista católico. Alemania era una república y el partido del Centro era una fuerza espiritual además de política. Por ello surgió en la universidad de Berlín, que —en la medida en que cultivaba la incredulidad— siempre había sido claramente protestante, la idea de crear una cátedra que permitiera a los estudiantes católicos acceder a una exposición de la verdad católica que respondiera a las exigencias académicas. La idea fue apoyada y la cátedra se creó.

La facultad de teología de Berlín era protestante, por lo que la cátedra no podía depender de ella. En la facultad de filosofía se dijo que la filosofía nada tiene que ver con la teología, por lo que tampoco podía depender de esta facultad. El ministerio de Cultos se vio por ello en la necesidad de agregar la cátedra de «Filosofía católica de la religión y visión católica del mundo» a la facultad de teología católica de Breslau, concediendo a su titular un permiso especial para residir habitualmente en Berlín y para dar sus clases como invitado permanente de dicha universidad. Esto superó las primeras dificultades, pero provocó otras que se manifestaron después en toda su crudeza.

El titular de la cátedra todavía no había sido nombrado. La decisión no dependía, como ocurre normalmente, de la facultad correspondiente, en este caso la de Breslau, porque la pertenencia a ella debía ser sólo formal, sino del ministerio prusiano de Cultos. El responsable de los asuntos católicos era el director general del ministerio, Johannes Schlüter, cuya mujer, la doctora Maria Schlüter-Hermkes, participaba muy asiduamente en la vida de las organizaciones católicas. Se fijaron en mí a raíz de mis ponencias del congreso de Bonn y fueron ellos los que me propusieron como candidato. Un día apareció en Bonn el director general del ministerio, el Dr. Wende, preguntándome si estaba dispuesto a aceptar la cátedra. Me explicó a grandes rasgos de qué se trataba. Al mismo tiempo me advirtió que la universidad de Berlín era más bien hostil al asunto. Todavía recuerdo sus palabras: «Usted se dirige a un terreno resbaladizo. Estamos convencidos de que no durará mucho». Únicamente Harnack [1] había opinado en el Senado que se debía dar al designado cierta chance, y que después se vería de lo que era capaz.

El panorama no era muy alentador. El principal problema era si yo era capaz de responder a lo que se esperaba de mí. Por otro lado tenía la sensación de que por fin podría hacer lo que me gustaba y a lo que me sentía llamado, por lo que pedí me dieran algún tiempo para reflexionar sobre el asunto. Rademacher, que siempre estuvo algo más cerca de mí, me aconsejó aceptar; lo mismo hizo Tillmann, para quien esta idea suponía, seguramente, la ocasión para librarse de mí. Me aconsejó aceptar sobre todo Max Scheler, [2] que entonces daba clase en Colonia y con el que había iniciado una relación que interiormente nunca se rompió. Pero mis cavilaciones no cesaban. Retrospectivamente reconozco que entonces no era consciente de lo escasamente preparado que estaba para esta tarea, de lo contrario no me habría lanzado, pero la sensación de pertenecer a esta línea fue tan fuerte que prevaleció sobre todo lo demás y acepté.

Llegué a Berlín en la primavera de 1923. El traslado fue extraordinariamente complicado. Por aquel entonces Renania estaba ocupada y mis escasos muebles sólo pudieron llegar al territorio libre de contrabando. Todavía recuerdo el coche cargado de muebles delante de mí; durante la odisea, se le había desprendido la parte de atrás, y tuve que sujetarla con cuerdas. En Berlín entonces escaseaban las viviendas. Por medio de la Dr. Schlüter pude arreglarme provisionalmente en el convento de las Borromeas de Potsdam. Allí conseguí una habitación y media que luego se parecería más a un almacén de muebles que a una vivienda. El vecino Sanssouci fue un consuelo. El convento estaba en la Zimmerstrasse, a pocos minutos de la entrada principal. Los bellos árboles del parque fueron muchas veces testigos mudos de mis desasosiegos.

En la universidad la situación era todavía más desalentadora. Mi primera visita fue al entonces ministro de Cultos Dr. Becker, que me acogió muy amistosamente y en el que encontré siempre desde entonces simpatía y disponibilidad para ayudarme. Era discípulo de Ernst Troeltsch, [3] y un hombre culto y liberal de principios de siglo. Más que hombre culto era un político de la cultura con gran sensibilidad hacía los hombres y corrientes espirituales. Era muy comprensivo con respecto a las investigaciones pedagógicas de la época y con el movimiento juvenil. El catolicismo también le interesaba, y no sólo como factor político-cultural sino también como fuerza viva y creativa... Una de las primeras preguntas que le hice fue a quién debía ir a visitar. Me di cuenta de que él todavía no era plenamente consciente de las dificultades que se planteaban al titular de una cátedra tan atípica. Su respuesta fue que sólo debía visitar a aquel con el que tuviera relación oficial, es decir, al rector y al «jurista» de la universidad. Esto significaba que en una universidad que, si mal no recuerdo, contaba entonces con cerca de ochocientos profesores y quince mil estudiantes, yo estaba completamente solo.

De los profesores sólo me había formado una opinión clara de Eduard Spranger. [4] Conocía algunos de sus escritos y además él tenía relación con el movimiento juvenil, y más concretamente con los nuevos «jóvenes exploradores» de Potsdam. Le visité, por así decirlo, extraoficialmente; estuvo muy simpático conmigo e incluso vino pronto a verme. Más tarde conocí también a Werner Sombart, [5] creo que fue a través de un grupo que solía reunirse en la Fasanenstrasse y al que también pertenecía Max Scheler. Si no recuerdo mal Sombart fue el único que intervino para que se hiciese la prueba con la cátedra católica con el fin de ver su utilidad. Me trató muy cordialmente y, hasta que dejé Berlín, su casa siempre estuvo abierta para mí. Conocí a Werner Jäger, [6] profesor de filosofía griega, a través de la Casa Kempner y mi relación con él duró hasta que se marchó a la universidad de Chicago.

Como no dependía de ninguna facultad, estaba fuera de la estructura de la universidad. Tenía un aula en su edificio y eso era todo. Esta situación se reflejaba en todo, incluso en los órganos inferiores. Los bedeles nunca me saludaron y podía ocurrir que el portero, a la pregunta de dónde daba clase el Profesor Guardini, respondiese: «Aquí no hay ningún Profesor Guardini». El horario de mis clases estaba puesto en las listas detrás del de gimnasia y fue preciso recurrir al ministerio de Cultos para conseguir que, por lo menos, se colocase detrás de los de las facultades, y así todo lo demás. Para la universidad yo era el «propagandista» de la Iglesia Católica, impuesto a la fuerza por el Centro, [7] y no tenía nada que hacer en la «fortaleza del protestantismo alemán», cosa que se me demostraba de todos los modos posibles. Incluso cuando con el paso de los años todos pudieron ver con claridad que mis clases no tenían nada que ver con la propaganda y que mantenían el nivel académico, nunca recibí el más modesto signo de generosidad, que seguramente habría sido además conveniente por su absoluta preponderancia. Esta situación quizá podría haber cambiado si yo hubiese sido más hábil y hubiese buscado relaciones con las personas influyentes. El propio Becker me lo recomendó y me ofreció su ayuda. Pero yo me decía que si no me querían, no tenía por qué ser oportuno. Naturalmente detrás de todo eso escondía también la timidez que durante toda mi vida me ocasionó graves dificultades a la hora de realizar cosas que otros resolvían con facilidad y que yo procuraba evitar.

Ciertamente esta situación tenía también sus ventajas. Como no tenía nada que ver con los asuntos de la facultad y la universidad no me imponía ninguna obligación de tipo social, tenía tiempo libre para lo que era más importante. El aislamiento personal no me trajo sólo desventajas. El hecho de que yo no existiese para la universidad fuera de mis clases fue, seguramente, lo que hizo que no tuviera la más mínima dificultad desde la primavera de 1933 [8] hasta 1939... Sin embargo todo resultaba realmente difícil. Nunca había tenido mucho sentido del orgullo, y ahora me encontraba ante un mundo cerrado por el que sentía profunda estima pero que me rechazaba. De modo que no me quedaba más remedio que apartarme de él. Posteriormente se me dijo que yo daba la impresión de ser presuntuoso y poco afable, impresión falsa que a menudo se planteó a causa de mi timidez. Cada vez que entraba en el edificio de la universidad tenía que hacer de tripas corazón. Pero una vez en la cátedra, todo quedaba olvidado y ya no existía más que el problema a tratar y la alegría de poderlo desarrollar. Aunque tampoco esto es totalmente exacto. En realidad siempre tuve, incluso en la clase, la sensación de la insuficiencia, y percibía como hostilidad todo tipo de falta de comportamiento en los oyentes, reprendiéndolo a menudo muy duramente. De este modo conseguí que en mi aula reinase una conducta ejemplar, aunque seguramente cometí alguna injusticia con alguno.

La verdadera dificultad era, sin embargo, la interior, la espiritual. ¿Qué era lo que realmente yo debía enseñar en la cátedra de Berlín? Se le había dado la denominación de «Filosofía católica de la religión y visión (Weltanschauung) católica del mundo». La cosa hubiese estado clara si se hubiese tratado de «Filosofía de la religión» a secas, pero ¿qué significaba el adjetivo católica? No hay una filosofía de la religión católica, protestante y budista, sino sólo una verdadera filosofía de la religión. Y, ¿qué era la «visión católica del mundo»? Existe una teología católica, es decir la penetración teorética de la revelación, tal y como la expone su portadora, la Iglesia, pero ¿existe también una Weltanschauung católica? Poco a poco me fui dando cuenta de que no podía esperar de quien había impuesto la cátedra, quienquiera que fuese, ninguna indicación genuinamente científica. El titular de esta cátedra tenía más bien que completar el trabajo del sacerdote encargado de la pastoral universitaria desde el punto de vista de la reflexión intelectual, haciendo una exposición de tipo apologético y comprensible para todos de las verdades de fe. Además tenía que frecuentar —como se me sugirió en algunas ocasiones— las asociaciones católicas, pues éstas eran el principal sostén del mundo universitario católico. En resumen: debía contribuir a que los estudiantes no perdieran la fe.

Nunca hubiera podido aceptar una tarea semejante, y no por presunción, sino más bien porque estaba firmemente convencido de que una actividad de docencia académica sólo podía partir de una búsqueda de la verdad metódicamente clara. Ciertamente debía servir de ayuda a los oyentes, pero sólo en virtud de la fuerza de la verdad buscada por sí misma. Y esto suponía un esfuerzo tanto para el profesor como para el alumno... En cuanto a las asociaciones, pasé una o dos tardes en ellas para no volver más. El vacío de sus actividades me resultaba insoportable. Además desde que se supo que pertenecía al movimiento juvenil se me empezó a mirar con desconfianza, tanto más cuanto que era abstemio desde la época del Quickborn y parecía realmente el aguafiestas en las juergas estudiantiles y en otros acontecimientos semejantes.

De este modo me vi obligado a plantearme por mi cuenta lo que debía hacer. Lo malo del caso es que esto tuviera que suceder precisamente al principio, cuando en realidad la clarificación de los objetivos de mi cátedra tendría que haber sido el resultado de un largo trabajo.

Por ello en mi primera clase o «prolusión», como se suele decir, hablé de lo que es la Weltanschauung y la doctrina de la Weltanschauung. La lección fue publicada en 1935 en el Volumen Unterscheidung des Christlichen. [9] Definí la Weltanschauung cristiana como la mirada sobre la realidad del mundo que se hace posible a partir de la fe, y la doctrina de la Weltanschauung como la búsqueda teorética de sus presupuestos y de su contenido. Con ello pude sacar las consecuencias de lo que ya en Tubinga había reconocido como el sentido de la fe. Esto significaba instalarse dentro de la revelación y la posibilidad de ver desde ella el mundo, que ya en sí mismo es obra del Dios que se revela, en su verdad propia. Pero el dogma no era un instrumento de la autoridad eclesiástica para oprimir el espíritu, [10] sino la garantía de la misma libertad espiritual, el sistema de coordenadas de la conciencia creyente que se abre a la realidad en su totalidad a partir de la revelación. Con respecto a mis posibilidades personales nunca me hice demasiadas ilusiones; sin embargo, tenía claro que mi conciencia cristianamente católica era superior, en amplitud y claridad, a la de los demás, incluso a la del no creyente más genial. Esta convicción me dio valor para ocupar una aislada cátedra en la totalmente extraña universidad de Berlín y constituyó la fuerza y la regla de mi enseñanza.

Mis oyentes tenían muy diversa procedencia. Eran estudiantes de todas las facultades que, a excepción de algunos curiosos que aparecían de, vez en cuando, tenían verdadero interés por la materia. Venían además profesionales de distinto tipo. De vez en cuando aparecía un colega que quería escuchar al «insólito» profesor. Los que pertenecían al movimiento juvenil aportaban una nota característica; ya entonces se les reconocía perfectamente por su modo de actuar. Las corporaciones católicas brillaban por su ausencia; esto se debía quizá a la «nota» antes mencionada; por lo demás su ausencia era sencillamente un síntoma de lo pequeño que era en realidad su interés religioso-espiritual. Su ideal secreto, por el contrario, consistía en relaciones o vínculos eficaces que les aseguraran la carrera. Que estas corporaciones oficiales del mundo universitario católico ignorasen mis clases, formaba parte de mi situación. Desde el principio me faltó todo apoyo oficial, pero por ello también era más libre y no tenía necesidad de perderme en consideraciones inútiles o ajenas a mi obra.

En lo que respecta a las clases, había una gran dificultad por el hecho de que no abordaban ninguna disciplina específica. Por eso yo no podía prepararlas como cualquier profesor, impartirlas como normalmente se hace ni repetirlas cada cierto tiempo. Sólo tenía un punto de partida, un punto final y una norma para la «intuición»; siempre suponía un nuevo esfuerzo buscar lo que a partir de aquello debía intuirse, delimitarlo y traducirlo en términos teoréticos. Yo era el único que tenía este tipo de tarea, y resultaba más difícil por el hecho de que mi experiencia en la enseñanza sólo contaba con dos semestres y mis conocimientos, que deberían haber sido ricos y amplios, eran en realidad bastante limitados.

Max Scheler fue el único que me dio un consejo útil. En el primer semestre expliqué las principales formas de la doctrina de la redención. Naturalmente esto era un pretexto, pero había que comenzar con algo y debía partir de lo que tenía. Scheler dijo que la cosa así no funcionaba, que tenía que desarrollar los principales puntos de vista aplicándolos a objetos concretos, como por ejemplo a un análisis de las figuras de Dostoievski, que entonces estaba de moda. De este modo poco a poco fui probando y experimentando. Desgraciadamente ya no tengo la lista de las lecciones que di a lo largo de los años. Se perdió con otras muchas cosas. Con el tiempo preparé algunos tipos de lecciones que han conservado. Se trataba sobre todo de lecciones de carácter sistemático que abordaban problemas de la interpretación de la existencia en su conjunto; por ejemplo, las principales cuestiones de la ética o los rasgos fundamentales de la antropología cristiana. Para desarrollarlas no me atenía a los manuales o a las tradicionales vías de pensamiento sino que primero trataba de llegar al problema mismo y después lo resolvía con mis propios medios. Un segundo grupo eran las lecciones sobre el Nuevo Testamento; un intento de exponer el contenido de la revelación partiendo, por así decirlo, de su voz originaria. También en este caso procuraba no utilizar presupuestos ni terminología teológica especializada, partiendo totalmente del fenómeno. Finalmente un tercer grupo consistía en interpretaciones de textos y figuras religiosas, filosóficas o poéticas. Comprendí cada vez mejor lo que significaba, en una época espiritualmente descolorida, una verdadera interpretación, y poco a poco me fui elaborando un método para profundizar en la totalidad del pensamiento y de la personalidad del autor desde una correcta interpretación del texto, procurando enlazar con ello las problemáticas fundamentales. De este modo con el paso del tiempo me aventuré con las Confesiones y la Ciudad de Dios de San Agustín, la Divina Comedia de Dante, Sören Kierkegaard, Pascal, las poesías de Hölderlin y las Elegías del Duino de R. M. Rilke. Tanto en este caso como en los otros grupos de lecciones me esforzaba especialmente por liberar los contenidos cristianos de todas las decoloraciones y mixtificaciones propiciadas por el relativismo moderno.

Este tipo de enseñanza tenía naturalmente el peligro del diletantismo. Era completamente imposible dominar realmente campos tan distintos, conocer el estado en el que se encontraba la investigación y tratar correctamente los distintos tipos de método. Por ello siempre me resultó muy difícil aceptar el hecho de tener que realizar mi trabajo al margen de los métodos reconocidos. En el fondo aceptar la postura de la universidad me resultaba tan difícil porque en mi interior yo estaba convencido de que ella tenía razón. Naturalmente no en lo que se refiere a su rechazo de la fe cristiano-católica, a esa presunta «carencia de presupuestos» de la que después hay que renegar de manera tan grotesca, sino en el sentido de que en la universidad sólo tiene justificación una doctrina científicamente fundamentada. Ciertamente el concepto de universidad como escuela de ciencia debe ampliarse con el de una escuela de formación espiritual, para que de este modo el saber y la investigación se enriquezcan con la comprensión, el juicio y la creatividad. Siempre he tratado de desarrollar mi actividad docente en esta dirección y de ver en ella un anticipo de un tipo de universidad que todavía no existe. Pero para tal objetivo habría sido necesario saber mucho más de lo que yo sabía, y esto ha hecho que siempre me haya sentido inseguro.

Me vi obligado por ello a tomar una decisión: ¿debía aprender y saber lo más posible sometiéndome a un trabajo ímprobo para satisfacer esta exigencia? Habría emprendido, en este caso, algo que era extraño a mi propia naturaleza, habría malgastado mis fuerzas y al final habría fracasado. Tuve que hacer de la necesidad virtud y renuncié conscientemente a los conocimientos disciplinares de entonces. Intenté en la medida de mis posibilidades abordar las cuestiones y madurarlas; entrar en los textos lo más profundamente posible y trabajar desde ellos. Esto naturalmente implicaba un riesgo, incluso una presunción. Se suponía que era capaz de plantear el problema partiendo del objeto mismo y de llegar a los textos y a su contenido en una relación auténtica. No sé hasta qué punto se consiguió, pero ciertamente no tenía otro camino; si no me hubiera decidido por esta vía seguramente habría naufragado.

Seguí mi instinto, planteé los problemas y busqué sus soluciones; leí los textos, aclaré las cuestiones que surgían de ellos y esbocé lo mejor que pude la figura espiritual que contenían. La confianza en mí mismo me llevó incluso más lejos. En el fondo yo no me había planteado qué objetivos se atribuían a mi cátedra o qué era lo que los que me escuchaban deseaban saber, sino que decía lo que decía convencido de que lo que para mí era importante también debía serlo para los demás. Siempre tuve la certeza, quizá presuntuosa, pero en todo caso viva y nunca cuestionada después, de que valía la pena decir las cosas que me interesaban ya que afectaban a todos. Quizá pueda mostrar también en otro contexto que no pocos de mis libros en cierto sentido han abordado sus temas respectivos una hora antes de que los demás fuesen conscientes de querer oír algo sobre ellos. No es que aspirase a ser actual, rotundamente no. Nunca he escrito ningún libro porque haya pensado que el momento lo exigía o para obtener tal o cual objetivo, sino que, por el contrario, siempre me he puesto a escribir sólo porque me veía impulsado desde dentro; y resultaba, la mayoría de las veces, que era lo que se necesitaba. Lo mismo hice con mis clases, dejándome guiar exclusivamente por mi intuición. Abordaba el objeto que en cada momento me interesaba y leía lo estrictamente necesario de literatura crítica para estar informado, y por lo demás decía lo que me parecía importante.

Quizá sea conveniente decir algo más sobre aspecto técnico-didáctico de la enseñanza.

El número de clases podía parecer demasiado lúcido para un tipo de trabajo como el que yo desarrollaba: tenía tres horas de clase a la semana y dos horas de seminario. Aunque quizá pueda objetarse que esto era demasiado poco, verdad es que yo no habría podido dar más de sí. Mi clase se puso primero a las cinco, luego a las seis y finalmente a las siete. Los estudiantes preferían esta hora porque las clases de las asignaturas principales tenían lugar antes también para mí era la mejor y la más adecuada para mi tipo de preparación.

Tras varios intentos decidí escoger tres temas diferentes para cada semestre, que en consecuencia eran tratados en clases de una hora por semana. Esto era cansado; cuando un tema se presta a un desarrollo amplio, una clase de dos horas requiere de hecho una preparación no mucho mayor que una clase de sólo una hora, los estudiantes estaban ya bastante saturados con las diversas asignaturas, por lo que para ellos era más fácil encontrar tiempo para una que para dos o tres horas.

Durante las vacaciones leía lo necesario para orientarme y trabajaba sobre los textos para tener luego el material al alcance de la mano. Además me preparaba un esquema de veinte o treinta páginas por tema en estenografía, con el desarrollo completo de la idea hasta en sus más mínimos detalles. Luego desarrollaba cada día el texto de la lección. Como la clase tenía lugar a las siete, procuraba llegar a la ciudad a las tres, y a las cuatro estaba en mi sala preferida, la gran sala de lectura de la Biblioteca del Estado. En ella no había demasiada tranquilidad, la gente entraba y salía, y se hablaba incluso más de lo necesario, pero uno podía concentrarse y estar solo con los propios pensamientos. De cuatro a siete estenografiaba la clase del día sirviéndome de los esquemas y de los textos que anteriormente había elaborado.

Daba mis clases con las cuartillas en la mano y el dedo siempre sobre la palabra que acababa de leer. Así podía, si llegaba el caso, apartarme del texto y retomarlo después.

La preparación de la clase no tenía un carácter meramente científico. Implicaba no sólo la profundización metódica y la exposición clara de un tema sino que era —al igual que la elaboración del esquema— un proceso artístico. El pensamiento no sólo debía ser comprendido objetivamente sino que tenía que pasar por el centro productivo, emerger de él, atraer hacia sí el material y desarrollar su forma. Cuando la cosa discurría de este modo, la clase era más de una mera exposición científica; en caso contrario, era menos. Así pues, yo siempre tenía que pasar por este proceso; era muy agotador, gratificante cuando se desarrollaba correctamente y desalentador e incluso humillante cuando no era así. Más de una vez tuve que aplazar una clase porque sencillamente no había conseguido preparar nada y era poco hábil o quizá demasiado honesto como para conformarme con dictar cualquier cosa... Por la misma razón también hablar me excitaba mucho, a menudo tanto que permanecía toda la hora de puntillas. Esto me cansaba mucho y no pocas veces volvía a casa agotado físicamente. Pero en cualquier caso la gente se daba cuenta de que tomaba la clase en serio, de modo que siempre tuve un público atento y mis clases fueron con frecuencia una auténtica experiencia espiritual para los que a ellas asistían. Al principio permití que los alumnos que participaban en los seminarios hicieran sus propias exposiciones, pero los resultados eran poco satisfactorios. Los estudiantes tenían demasiadas obligaciones con otras asignaturas y no disponían del tiempo necesario para dedicarse a estos trabajos secundarios. Por eso posteriormente facilité textos a los participantes y los invité a interpretarlos. Con ello quería propiciar un diálogo sobre la interpretación misma y sobre los problemas generales que de ella surgían. Estudiamos así, entre otros textos, las Migajas filosóficas de Kierkegaard, los Pensamientos de Pascal, los Diálogos de Platón, algunos Himnos de Hölderlin y Elegías de Rilke.

Naturalmente los oyentes variaban mucho. La mayor parte de ellos asistía a mis clases sólo durante un semestre; de vez en cuando aparecían algunos curiosos que pronto desaparecían. Sin embargo con el tiempo se formó un grupo de estudiantes que acudía regularmente a mis cursos durante varios semestres seguidos, y con ellos también trabajadores que hacían lo propio. Las clases habían provocado realmente una especie de comunión. Debo decir que eran muy serios y exigentes; de modo que sólo venían aquellos a los que verdaderamente la cosa les interesaba. La actitud de rechazo de la universidad provocó que también ellos se sintieran defensores de la causa.

El número de asistentes variaba mucho según los cursos; el menos frecuentado era el del Nuevo Testamento, pues suponía tener un interés específicamente teológico-religioso; en este eran entre treinta y cincuenta, la mayor parte de ellos estudiantes protestantes de teología con los que, por lo general, tuve una buena relación. El número de oyentes era mayor en las clases sistemáticas, entre sesenta y ochenta. La máxima audiencia la tuvieron las clases en las que se trataban figuras de la filosofía o de la poesía de interés general; en éstas llegué a tener más de trescientos oyentes. A los seminarios acudían regularmente unas veinte personas, un número adecuado para lo que en ellos se pretendía.

De todo lo dicho se puede deducir lo agotadora que era la actividad de catedrático, tanto más cuanto que junto a mi actividad académica desarrollaba también una labor pastoral y educativa de la que todavía tengo que informar de un modo más preciso. Tenía regularmente horas de tutoría o de consultas en relación con las clases; estaban fijadas los miércoles de cuatro a cinco, pero en realidad a menudo se prolongaban hasta la noche y, después de algún tiempo, tuvieron que ampliarse al sábado por la tarde. El domingo tenía la celebración litúrgica para los estudiantes, con homilía incluida; algunos años después también tuve que predicar los miércoles por la mañana temprano en la escuela social femenina. Y además conferencias de diverso tipo en Berlín y fuera de Berlín.

En los dieciséis años de actividad académica casi nunca tuve unas verdaderas vacaciones, ya que el trabajo de Rothenfels me ocupaba gran parte de las mismas. Efectivamente era demasiado, y con el tiempo he pagado las consecuencias de tan excesiva actividad.
_________________
* Traducción de María del Puy Alonso.

Notas

[1] Adolf von Harnack (1851-1930), célebre teólogo luterano, fundador de la escuela de teología liberal y promotor de la interpretación preferentemente moral del Evangelio, profesor en Leipzig (1876), Marburgo (1886) y posteriormente durante muchos años en Berlín (1888-1921).

[2] Max Scheler (1874-1928) fue el filósofo que desarrolló las investigaciones ético-religiosas en la escuela fenomenológica de Husserl, profesor en Colonia (1919) y en Frankfurt (1928).

[3] Célebre historiador, teólogo y filósofo de confesión evangélica (1865-1923), profesor en Bonn, Heidelberg y finalmente en Berlín (1915) como sucesor de Dilthey.

[4] Filósofo de la cultura y pedagogo (1882-1963), profesor en Leipzig (1906) y Berlín (1920), «Gastprofessor» en Japón desde 1936 y llamado nuevamente a Tubinga (1946) tras la caída del nazismo.

[5] Profesor de Economía Política, sociólogo e historiador de la economía (1863-1941), sobre todo de los movimientos socialistas y del capitalismo primero en Breslau (1890) y luego en Berlín (1906).

[6] Filósofo e historiador de la filosofía griega de fama internacional (1888-1961), profesor en Basilea, Kiel y Berlín (1921); emigró después a Chicago (1936) y fue profesor en la Harvard University (1939).

[7] El Zentrum-Partei o partido católico alemán (fundado en 1870) fue denominado así por el lugar que ocupaban sus diputados Reichstag y por su posición política moderada.

[8] Momento en el que el partido nacionalsocialista llegó al poder con Hitler.

[9] Esta colección de ensayos, Grünewald, Maguncia, 1935, publicada por H. Kahlefeld, se inspira unitariamente en la búsqueda de la «diferenciación decisiva» del elemento cristiano.

[10] En el texto original «Geistespolizei» (policía espiritual).