11. La Eucaristía

El concilio Vaticano II, en su Constitución dogmática sobre la Iglesia, define la eucaristía como «fuente y culmen de toda la vida cristiana», o sea, como el sacramento que «expresa y realiza maravillosamente» la unidad del Pueblo de Dios» 16. La eucaristía constituye, por consiguiente, el cen-

  1. Cfr. c. 1331 § 1 n. 2 y c. 1332.

  2. En relación a la eucaristía (cfr. c. 912) y al matrimonio (cfr. c. 1058) la norma general aparece, primero, en los cánones introductorios y se especifica después ulteriormente; a este respecto, cfr. H. Reinhardt, Recht auf Wortverkündigung und Sakramentenempfang, en: MK, can. 213/2 y 4; P. Krämer, Kirchenrecht 1. Wort-Sakrament-Charisma, Stuttgart-Berlin-Köln 1992, 65-66.

  3. Cfr. LG 11, 1ySCI0,1.

tro de toda la eclesiología conciliar y, en cuanto tal, informa también globalmente la estructura jurídica de la Iglesia 17. De ahí que valga la pena considerar más de cerca las directivas fundamentales de esta enseñanza conciliar, y su importancia para el Derecho canónico antes de analizar las normas del Código sobre la eucaristía.

11.1 La eucaristía en el concilio Vaticano II

a) «Communio eucharistica» y «communio Ecclesiae»

Muchos y diferentes son los contextos en que los Padres conciliares hablan de la eucaristía con la doble intención de recoger de manera unitaria los elementos de la teología eucarística católica y ofrecer principios para nuevos y más profundos desarrollos de la misma. El aspecto sacrificial (SC 7) y el memorial (SC 47), en particular, han sido propuestos de nuevo más veces en fórmulas sintéticas y unitarias precisamente en la Constitución dogmática sobre la Iglesia. En LG 28, por ejemplo, se afirma que los presbíteros «ejercen su oficio sagrado, sobre todo, en el culto o asamblea eucarística, donde, actuando en la persona de Cristo y proclamando su misterio, unen las oraciones de los fieles al sacrificio de su Cabeza» (LG 28, 1); por otro lado, la participación en el sacrificio eucarístico de estos últimos no es pasiva, sino una participatio actuosa, «en virtud de su sacerdocio regio» (LG 10, 2). La eucaristía «expresa y realiza maravillosamente» (LG 11, 1) la unidad del Pueblo de Dios. La celebración eucarística ya no es, pues, presentada como una acción litúrgica de los presbíteros, sino como la acción litúrgica principal de toda la Iglesia, en la que cada fiel laico está invitado a tomar parte activamente «non promiscue sed alii aliter, omnes in liturgica actione partem propriam agunt» 18.

Así pues, en la eclesiología y teología de los sacramentos desarrollada por el concilio Vaticano II, la eucaristía constituye «el centro de la comu-

  1. A este respecto, cfr. K. Mörsdorf, Kirchenverfassung, 1, Katholische Kirche, en: LThK, Bd. VI (Freiburg i. Br. 1961), 274-277 y en particular la p. 275; H. Müller, Zugehörigkeit zur Kirche als Problem der Neukodifikation des kanonischen Rechts, en: ÖAKR 28, 1977, 81-98; P. Krämer, Theo-logische Grundlengung des rirchlichen Rechts. Die rechtstheologische Auseinandersetzung zwischen H. Barion und J. Klein im Licht des 11. Vatikanischen Konzils, Trier 1977, 141; R. Ahlers, Eucharistie, en: Ecclesia a sacramentis. Theologische Erwägungen zum Sakramentenrecht, editado por R. Ahlers-L. Gerosa-L. Müller, Paderborn 1992, 13-25, sobre todo p. 15.

  2. LG 11, 1. Sobre el nexo entre la dimensión eclesial de la acción del sacerdote y la estructura comunitaria de la celebración eucarística, cfr. W. Haunerland, Die Messe aller Zeiten. Liturgiewissenschaftliche Anmerkungen zum Fall Lefébvre, en: Das Bleibende im Wandel. Theologische Beiträge zum Schisma von Marcel Lefebvre, ed. por R. Ahlers-P. Krämer, Paderborn 1990, 51-85, aquí 71.

nidad de los fieles presidida por el presbítero» (PO 5, 3). Como tal, informa toda la estructura sacramental de la Iglesia y, en consecuencia, «los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la sagrada Eucaristía y a ella se ordenan» (PO 5, 2).

No es, por tanto, arbitrario otorgar una prioridad sistemática –tanto a nivel dogmático como jurídico– a este sacramento 19. Más aún, está plena-mente justificado por el hecho de que los dos aspecto constitutivos y, en parte, recíprocamente inmanentes (communio cum Deo y communio fidelium) de la communio Ecclesiae, como idea central de toda la eclesiología conciliar, encuentran su síntesis más plena en la communio eucharistica. En efecto, como enseñan aún los Padres del Concilio, «en la fracción del pan eucarístico, somos elevados hasta la comunión con El y entre nosotros» (LG 7, 2). Dicho de otro modo: «Existe un vínculo indisoluble entre el misterio de la Iglesia y el misterio de la eucaristía, o entre la comunión eclesial y la comunión eucarística; la celebración de la eucaristía significa por sí misma la plenitud de la profesión de fe y de la comunión eclesial» 20.

Eso no significa que todo lo que el término communio expresa deba ser necesariamente formalizable también a nivel jurídico, sino simplemente que en la «comunidad del altar» (LG 26, 1) o communio eucharistica se manifiesta de manera eminente la fuerza constitutiva y jurídicamente vinculante del sacramento de la eucaristía. Es más, no resulta exagerado, ni errado, afirmar que, según la enseñanza conciliar, allí donde la eucaristía deja de celebrarse, de algún modo cesa de existir la misma Iglesia en cuan-to comunión 21.

b) Sacerdocio cristiano y comunidades eucarísticas

El nuevo Pueblo de Dios, que es la Iglesia, es por su propia naturaleza un «pueblo sacerdotal» (LG 10, 2), por lo cual, este pueblo «sin dejar de ser uno y único, debe extenderse a todo el mundo y en todos los tiempos, para así cumplir el designio de la voluntad de Dios, quien en un principio creó

  1. Este orden sistemático ha sido propuesto, por ejemplo, por: K. Rahner, La Iglesia y los sacramentos, Herder, Barcelona, 1964, 88-93; también ha sido retomado en documentos de la Santa Sede, cfr., por ejemplo, los nn. 5-15 de la Instrucción Eucharisticum sacramentum (AAS 59, 1967, 539-573) y el n. 58 del Directorium catechisticum generale (AAS 64, 1972, 97-176).

  2. Secretariado para la unión de los cristianos, Nota su alcune interpretazioni della «Istruzione sui casi particolari di ammissioni di altri cristiani alla comunione eucaristica nella Chiesa cattolica», en: AAS 65 (1973), 616-619, aquí 616 (n. 3a).

  3. A este respecto, cfr. R. Ahlers, Communio Eucharistica. Eine kirchenrechtliche Untersuchung zur Eucharistielehre im Codex luris Canonici, Regensburg 1990, sobre todo 81 y 185.

una sola naturaleza humana, y a sus hijos, que estaban dispersos, determinó luego congregarlos» (LG 13, 1). En el interior de este uno y único pueblo sacerdotal las diferencias son siempre secundarias, ordenadas estructuralmente una a otra, funcionales y relativas a la misión sacerdotal y universal de todo el nuevo Pueblo de Dios 22. Así se explica también la diferencia «de esencia y no sólo de grado» (LG 10, 2) entre el sacerdocio común de todos los fieles y el sacerdocio ministerial de los fieles investidos con el orden sagrado. En el sacerdocio común de todos los bautizados se realiza la participación «suo modo e pro sua parte» (LG 31, 1) de todo fiel en la dimensión subjetiva del sacerdocio de Cristo; en el sacerdocio ministerial, en cambio, se realiza la participación de los clérigos en el sacerdocio de Cristo en su dimensión objetiva. Estos dos tipos de sacerdocio consisten en una diferente participación en el único sacerdocio de Cristo y, en cuan-to tales, no pueden ser ni separados, ni contrapuestos. La correcta interpretación de los textos del concilio Vaticano II impone considerar su distinción «como fruto de una particular riqueza del mismo sacerdocio de Cristo» 23. Eso no significa, sin embargo, fundamentar teológicamente esta distinctio en la afirmación, un tanto pragmática, «según la cual el sacerdocio ministerial tiene como función específica representar a Cristo como cabeza del Cuerpo místico, que es la Iglesia, mientras que el sacerdocio común tiene como tarea representar a Cristo según una razón más genérica» 24. En la Iglesia no existe principio de representación eclesiológica que no sea al mismo tiempo también cristológica, porque el principio in persona Ecclesiae no es posible como tal en la realidad sacramental prescindiendo del principio in persona Christi y viceversa. Así también, la simple constatación de que el sacerdocio ministerial se confiere con el sacramento del orden, mientras que el sacerdocio común se confiere por el sacramento del bautismo, aun siendo exacta, no explica de manera exhaustiva desde la perspectiva teológica la diferencia de los efectos sacramentales del orden y

  1. Para un profundo comentario de todo el segundo capítulo de la Constitución dogmática Lumen gentium, cfr. G. Philips, La Iglesia y su misterio, I, Herder, Barcelona 1968, 161-275.

  2. Juan Pablo II, Novo incipiente. Ad universos Ecclesiae sacerdotes adveniente feria V in coena Domini (8 abril 1979), en: AAS 71 (1979), 392-417, citado aquí por EV, vol. VI, n. 1296. Con anterioridad también la Commissio Theologien Internationalis en su documento Themata selecta de ecclesiologia, publicado el 7 de octubre de 1985 con ocasión del XX aniversario de la Conclusión del concilio Vaticano 11, había afirmado explícitamente: «Evidens est utrumque habere suum fundamentum et fontem in unico sacerdotio Christi» (EV, vol. IX, n. 1731).

  3. E. Corecco, Riflessione giuridico-istituzionale su sacerdozio comune e sacerdozio ministeriale, en: Popolo di Dio e sacercozio, ed. a cargo de ATI, Padova 1983, 80-129, aquí 80.

del bautismo. La razón teológica discriminante de la diferencia de esencia entre los dos tipos concretos de sacerdocio cristiano ha de ser buscada, por tanto, en la naturaleza misma del único sacerdocio de Cristo, de la que participan de modo directo, en su respectiva especificidad, tanto el sacerdocio fundado en el bautismo, como el fundado en el orden sagrado: «se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo» (LG 10, 2).

El modo en que es posible que el único sacerdocio de Cristo se comunique directamente en dos modos diferentes, recíprocos y complementarios, puede deducirse de los textos de los capítulos tercero y cuarto de la Lumen gentium, donde hablan los Padres conciliares de la diferente modalidad de participación de los laicos y de los ministros ordenados en los tria munera Christi, siguiendo una perspectiva terminológicamente caracterizable como subjetiva y objetiva 25 Resumiendo: Jesucristo es sacerdote porque en la esencia de su estructura personal es El quien se entrega totalmente al Padre. En este amor de Cristo al Padre, plenamente realizado en la obediencia total de la Cruz, es donde se expresan ambos aspectos fundamentales de su sacerdocio: el subjetivo de aquel que se ofrece, y el objetivo de quien se deja sacrificar; el subjetivo de la entrega y del amor al Padre, propio del que realiza el sacrificio, y el objetivo de la obediencia u oblación al Padre, propio del sacrificado o de la víctima en la cruz para expiación de los pecados de todos los hombres. En el sacerdocio de Cristo, este segundo aspecto objetivo de la obediencia expiatoria no es añadido de una manera extrínseca y accidental como en el Antiguo Testamento, sino que constituye junto con el primer aspecto, el subjetivo del amor, la esencia misma de la unidad de la persona de Cristo, el cual es una sola substancia con el Padre.

En Cristo, y sólo en Cristo, se lleva a cabo la unidad perfecta entre sacerdote y víctima. En el paso del sacerdocio de Cristo al de la Iglesia los dos elementos se distinguen todavía una vez más, pero a diferencia de cuanto ocurre en el Antiguo Testamento, ambos siguen siendo estricta-mente complementarios y no extrínsecos entre sí. En virtud del principio de la inmanencia recíproca, implicada por la estructura de communio que caracteriza la realidad eclesial a todos los niveles, la Iglesia como Pueblo de sacerdotes no puede renunciar a uno de los dos tipos concretos del sacerdocio cristiano sin eliminar, al mismo tiempo, también el otro.

25. El intento de explicación más convincente, a nivel dogmático, de este aspecto fundamental de la enseñanza conciliar sobre el sacerdocio de Jesucristo es ciertamente el elaborado por H.U. von Balthasar, Estados de vida del cristiano, Encuentro, 1994, 133-185.

En efecto, como el fiel bautizado, para realizar su propio sacerdocio común siguiendo toda la radicalidad subjetiva postulada por el amor, necesita una autoridad objetiva que esté legitimada para suscitarlo concretamente como el Padre suscitó al Hijo hasta la muerte en la cruz, así también el ministro ordenado necesita a los bautizados, o al menos a los catecúmenos, para desarrollar de manera concreta la función de servicio propia del sacerdocio ministerial en el interior de la communio eclesial.

En este sentido, la perfecta unidad en Cristo del elemento subjetivo con el objetivo del sacerdocio de la Nueva Alianza, encuentra a nivel eclesial su comparación analógica en el doble hecho siguiente. Por una parte, el sacerdocio común de los fieles, en cuanto participación en el aspecto formal subjetivo del sacerdocio de Cristo, continúa subsistiendo en quien recibe también el sacerdocio ministerial, que es, a su vez, la participación en el aspecto formal objetivo del sacerdocio de Cristo. Por otra, el sacerdocio ministerial, aun no subsistiendo en el sacerdocio común de todos los fieles, no puede, a su vez, prescindir de este, porque en la Iglesia el sacerdocio ministerial «non existit nisi in ordine ad exercitium sacerdotii communis» 26. Efectivamente, en la economía de la Nueva Alianza, ya no es necesario el sacerdocio ministerial para ofrecer el sacrificio por otra persona, como en las religiones precristianas, o en nombre del Pueblo, como en el Antiguo Testamento, sino sólo para que todos los fieles, junto con Cristo, puedan ofrecerse a sí mismos en la plena objetividad de la obediencia al Padre.

El subrayado de esta complementariedad substancial y de esta recíproca correlación explica cómo la diferencia de essentia et non gradu tantum entre los dos tipos concretos de sacerdocio cristiano no implica ni una separación neta, ni mucho menos una oposición entre ellos.

La disyunción entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial es sólo parcial. Captar en el elemento subjetivo y objetivo del sacerdocio de Cris-to la razón teológica última de esta disyunción no significa en modo alguno, como hemos ilustrado brevemente, afirmar que el sacerdocio cristiano «... tendría en el ministerio la finalidad de mandar, mientras que en el sacerdocio de Ios fieles tendría la finalidad de obedecer» 27. Semejante juicio, más que crítico, se presenta como una reducción grosera de la tesis que acabamos de exponer, en la cual los contenidos de la missio no son en absoluto descuidados, sino simplemente considerados como componentes

  1. Commissio Theologica Intemationalis, Themata selecta de ecclesiologia, en: EV, vol. IX, n. 1734.

  2. S. Dianich, Teología del ministerio ordenado, Madrid 1988, 99.

fundamentales de la communio. En la Iglesia no hay misión o plantatio Ecclesiae que no sea realización de la comunión eclesial universal, en un lugar concreto y particular, del mismo modo que no hay experiencia auténtica de comunión en lo particular sin la apertura a la misión universal. Esta realización de la comunión eclesial encuentra, como hemos visto en el párrafo precedente, su máxima expresión en la communio eucharistica. Esta verdad hubieran salido más a la luz si los Padres del Concilio hubiera profundizado también en el estudio de la dimensión pneumatológica del sacerdocio cristiano, puesto que al ser la communio el así llamado opus proprium del Espíritu Santo 28, tal dimensión no puede dejar de remitir constantemente a la funcionalidad estructural de ambos tipos de sacerdocio cristiano respecto a la edificación de la comunidad cristiana, que encuentra en la eucaristía su fuente y su culmen.

Esta dimensión pneumatológica ha sido subrayada también por los Padres conciliares en los textos en que hablan de la eucaristía como factor congregante primordial e imprescindible29. Entre estos el más significativo es el del Decreto sobre el ministerio y la vida de los presbíteros: «ninguna comunidad cristiana se edifica si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la santísima Eucaristía, por la que debe, consiguientemente, comenzar-se toda educación en el espíritu de comunidad» (PO 6, 5). Efectivamente, en la eucaristía se manifiesta la «genuinam verae Ecclesiae naturam» (SC 2) en sus elementos divinos y humanos. Por consiguiente, el canonista debe tomar sobre todo de ella los criterios para distinguir los elementos propiamente constitucionales de los meramente asociativos en los diferentes tipos de comunidades de fieles.

La importancia de la eucaristía a nivel de la estructura constitucional de la Iglesia ha sido sacada a la luz con una extrema claridad también en CD 11, 1, donde la diócesis, como forma jurídica principal de una Iglesia particular, encuentra en el evangelio y la eucaristía sus principales factores de reunión 30. Por esta misma razón, la parroquia ocupa un lugar preeminente en las diferentes comunidades eucarísticas en que se divide una portio Po-

  1. Cfr. J. Ratzinger, El Espíritu Santo como «communio». Para una relación entre pneumatología y espiritualidad en Agustín, en: C. Heitmann-H. Mühlen (eds.), Experiencia y teología del Espíritu Santo, Salamanca 1978, 301-319, aquí 305.

  2. Cfr., sobre todo, LG 11, 1, pero también CD 30, 6 y SC 10, 1. Para un análisis de estos textos y un estudio en profundidad de la dimensión pneumatológica del sacerdocio cristiano, cfr. L. Gerosa, Carisma e diritto pella Chiesa. Riflessioni canonistiche sul «carisma originario» dei nuovi movimenti ecclesiali, Milano 1989, 135-156.

  3. Cfr., infra, § 21.2.

pulí Dei 31. El sentido de la comunidad parroquial, como afirman explícitamente los Padres conciliares, florece sobre todo «in communi celebratione missae dominicalis» (SC 42, 2).

En conclusión: la correcta interpretación de los textos conciliares sobre los vínculos entre los dos tipos de sacerdocio cristiano y la edificación de la comunidad eclesial confirma la enseñanza del concilio Vaticano II sobre el carácter central de la eucaristía en orden a la communio Ecclesiae. Los principios que rigen la communio eucharistica deberían informar, por tanto, toda la estructura jurídica de la Iglesia y no sólo las normas del Código sobre el sacramento de la eucaristía. La verificación de esto implica en cualquier caso un análisis del modo en que el legislador eclesiástico ha recibido en estas normas la enseñanza conciliar sobre el augustissimum sacramentum (LG 11, 1).

11.2 Las normas del Código sobre la eucaristía

Una rápida mirada al orden sistemático de la normativa del Código sobre la eucaristía (cc. 897-958) es más que suficiente para captar el carácter unitario con que el legislador eclesiástico de 1983 trata la materia. En particular, el dualismo entre el sacrificio de la Misa y el sacramento de la eucaristía, presente en el antiguo Código 32, aparece como algo ya definitivamente superado. La consideración unitaria de este sacramento –al mismo tiempo sacrificio, memorial, culmen y fuente de la comunión eclesial– elaborada y propuesta por el concilio Vaticano II parece, pues, haber sido recogida. Lo confirma el canon introductorio, que presenta una síntesis clara y completa de la doctrina conciliar: «El sacramento más augusto, en el que se contiene, se ofrece y se recibe al mismo Cristo, Nuestro Señor, es la santísima Eucaristía, por la que la Iglesia vive y crece continuamente. El Sacrificio eucarístico, memorial de la muerte y resurrección del Señor, en el cual se perpetúa a lo largo de los siglos el Sacrificio de la cruz, es el culmen y la fuente de todo el culto y de toda la vida cristiana, por el que se significa y realiza la unidad del pueblo de Dios y se lleva a término la edificación del cuerpo de Cristo. Así pues, los demás sacramentos y todas las obras eclesiásticas de

  1. Cfr. SC 42.

  2. En el CIC/1917 las normas sobre la Eucaristía estaban recogidas en dos capítulos: el primero, titulado De sacrosancto Missae sacrificio (cc. 802-844), y el segundo De sanctissimo Eucharistiae sacramento (cc. 845-869). Separadas por completo de ellos, se trataban después las cuestiones relativas a la reserva y veneración del sanctissimum Sacramentum (cc. 1265-1275).

apostolado se unen estrechamente a la santísima Eucaristía y a ella se ordenan» (c. 897). Como se ve, el carácter central de la eucaristía (fundamentado en su ser a un mismo tiempo sacrificium, memoriale, culmen et fons del culto y de la vida cristiana) está subrayado por una repetición casi al pie de la letra de la enseñanza conciliar sobre el hecho de que a ella están ordenados todos los otros sacramentos; de este modo, también la tríada tridentina continere, offere, sumere ha perdido sus acentos individualistas y clericales para ser desarrollada e integrada en la dimensión eclesial y constitutiva de la eucaristía, a través de la cual continuo vivit et crescit Ecclesia.

En consecuencia, también ha sido superado el dualismo entre la celebratio de la Misa, de exclusiva competencia de los sacerdotes 33, y la auditio de la misma, a que están obligados individualmente los fieles 34. En efecto, en el mismo inicio de la nueva normativa del Código sobre la eucaristía afirma el legislador con toda claridad que esta «es una acción del mismo Cristo y de la Iglesia» (c. 899 § 1) y en su celebración «todos los fieles que asisten, tanto clérigos como laicos concurren tomando parte activa, cada uno según su modo propio, de acuerdo con la diversidad de órdenes y de funciones litúrgicas» (c. 899 § 2).

El Pueblo de Dios, reunido en unidad bajo la presidencia del obispo o del presbítero, es el sujeto unitario de la eucaristía y, por consiguiente, es desde esta perspectiva, de tipo constitucional, desde donde es preciso partir para captar todo el significado jurídico y pastoral de las normas canónicas sobre el «sacramento más augusto» (c. 897), recogidas en el nuevo Código de Derecho Canónico, siguiendo el siguiente orden sistemático: tras dos cánones introductorios –el primero (c. 897) sobre la íntima conexión que existe entre eucaristía y misterio eclesial, el segundo (c. 898) sobre la importancia fundamental de este sacramento para la vida de todos los fieles, llamados a participar activamente en su celebración–, el capítulo primero (cc. 899-933) está dedicado a la celebración de la eucaristía (con normas sobre el ministro de la eucaristía; sobre la participación activa de todos los fieles; sobre ritos, tiempo y lugar de la celebración), el capítulo segun-do (cc. 934-944) trata de la reserva y veneración de la eucaristía y, por último, el capítulo tercero recoge la reglas jurídicas sobre el estipendio ofrecido para la celebración de la santa Misa (cc. 945-958).

  1. Los cánones introductorios a los dos capítulos del CIC/1917 no dejan duda a este respecto, cfr. cc. 802 y 845.

  2. Cfr. c. 1248 CIC/1917.

a) El papel jurídico-constitucional de la eucaristía

Aunque en los cánones introductorios sobre la eucaristía, plenos de relevancia eclesiológica por otra parte, no recoja de manera explícita el legislador eclesiástico la afirmación conciliar donde se dice que en toda «comunidad de altar [...], aunque sean frecuentemente pequeñas y pobres o vivan en la dispersión, está presente Cristo, por cuya virtud se congrega la Iglesia una, santa, católica y apostólica» (LG 26, 1), con todo, el papel constitucional de este sacramento en el interior de la communio Ecclesiae et Ecclesiarum es, ciertamente, sacado a la luz por otras normas del Código, aun cuando –como se verá mejor en lo que sigue– el equilibrio entre Iglesia universal e Iglesia particular no siempre está garantizado. Por ejemplo, la definición legal de diócesis, que es la forma institucional más im-portante de una Iglesia particular, indica en el binomio Evangelium et Eucharistiam (c. 369) el polo magnético en torno al cual se reúne la portio Populi Dei en cuestión. Análogamente, el c. 528 § 2 afirma, aunque sea de modo indirecto, que la eucaristía es «el centro de la comunidad parroquial de los fieles» y los cc. 327 y 298 § 1 invitan a los fieles a tener en gran consideración sobre todo las asociaciones con fines espirituales o tendentes a la promoción del culto público y, por tanto, vinculadas de algún modo a la experiencia de una comunidad de altar.

El papel jurídico-constitucional de la eucaristía está subrayado por el CIC también a nivel subjetivo, o sea, el de la vida eclesial del fiel que, con arreglo al c. 209 § 1, está obligado siempre a conservar en su modo de obrar la comunión con la Iglesia. En efecto, la eucaristía es, al mismo tiempo, el sacramento en el que desemboca la iniciación cristiana, el alimento que sostiene al fiel durante toda su vida y el viático que le conforta en el momento de su muerte 35. Mientras que el bautismo y la confirmación constituyen el elemento sacramental irrepetible del proceso de iniciación cristiana, la eucaristía representa su elemento dinámico: «Los sacramentos del bautismo, de la confirmación y de la santísima Eucaristía están tan íntimamente unidos entre sí, que todos son necesarios para la plena iniciación cristiana» (c. 842 § 2) y, en consecuencia, el c. 866 prescribe que el adulto bautizado y confirmado, inmediatamente después debe «participar en la celebración eucarística, recibiendo también la comunión». Esta participación, si es activa durante toda la vida, conduce a los fieles a recibir «este

35. A este respecto, cfr. R. Ahlers, Communio eucharistica, o.c., 111-125; P. Krämer, Kirchen-recht 1, u.c., 71-72.

sacramento frecuentemente» (c. 898) y a los sacerdotes, si es posible, a celebrar todos los días la eucaristía 36. Por último, la importancia de la eucaristía en la vida del fiel cristiano está subrayada por el derecho de los fieles enfermos y moribundos a recibir el viático 37 y del respectivo deber de llevárselo impuesto por el legislador a los párrocos, a los vicarios, a los capellanes y –en caso de necesidad–, a «cualquier sacerdote u otro ministro de la sagrada comunión» (c. 911).

Con esta breve alusión a la eucaristía como viaticum, hemos tocado otra problemática de relevancia constitucional, la relacionada con el derecho a recibir la santa comunión y con el deber de participar en la eucaristía dominical.

El derecho de todo bautizado a recibir los sacramentos de sus propios pastores, establecido por el c. 213, ha sido precisado en relación con la eucaristía por el c. 912, que dice: «Todo bautizado a quien el derecho no se lo prohiba, puede y debe ser admitido a la sagrada comunión». El hecho de que en él no mencione el legislador la debida disposición, como sí hace en cambio el c. 843 § 1, refuerza tal derecho, sustrayendo la decisión sobre la disposición subjetiva del fiel al ministro de la sagrada comunión. Esta decisión, con arreglo al c. 916, compete al fiel mismo que desea comulgar, y la eventual limitación de este derecho del fiel por parte del ministro está sujeta a criterios objetivos, fijados por el c. 915, que dice: «No deben ser admitidos a la sagrada comunión los excomulgados y los que están en entredicho después de la irrogación o declaración de la pena, y los que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave». La precisión del legislador sobre la necesidad de que la sanción canónica esté irrogada y declarada, así como la insistencia en el hecho de que el pecado grave sea objetivamente tal y conocido por toda la comunidad, pone claramente de manifiesto que la posibilidad de negar la comunión a los fieles por parte del ministro ha sido sometida a criterios jurídicos formalmente más rigurosos que los que aparecían en la antigua normativa del Código 38.

  1. Cfr. cc. 904 y 276 § 2 n. 2. Por desgracia, esta orientación del legislador eclesiástico del Código de 1983, confirmada tanto por el c. 917 (sobre la posibilidad de recibir la Eucaristía dos veces en el mismo día) como por el c. 905 (sobre la posibilidad de celebrar dos veces al día), ha sido interrumpida por la norma un tanto obsoleta del c. 920 sobre la obligación que tiene cada fiel de recibir la comunión al. menos una vez al año durante el tiempo pascual.

  2. Cfr. cc. 213 y 912.

  3. Cfr. c. 855 CIC/1917.

Los cc. 1246-1248, en conformidad con la tradición apostólica representada por el concilio Vaticano II39, reafirman la obligación que tienen todos los fieles cristianos de observar el domingo como día de «fiesta primordial», en el que se celebra «el misterio pascual» en la santa eucaristía, en la que deben «participar» todos los fieles. Con respecto al Código de 1917, la nueva normativa sobre la obligación del precepto festivo –desgraciadamente no recordada en el c. 920– ha sido muy simplificada; en primer lugar, el legislador eclesiástico no habla ya de «omnes et singuli dies dominici» 40, sino simplemente del día del domingo; en segundo lugar, esta obligación no se refiere a la mera auditio de la santa Misa, sino a la participatio (c. 1248) en la misma, en el sentido conciliar (y, por tanto, activo) del término41. Se trata, pues, de una obligación que tiene bien poco que ver con la casuística moral de otros tiempos y que manifiesta, en cambio, un significado de tipo jurídico-constitucional claro, porque recuerda a cada fiel la propia responsabilidad que tiene en orden a la construcción de la comunión eclesial como lugar de su propia santificación, responsabilidad que encuentra precisamente en la celebración eucarística su momento particularmente importante y eficaz.

b) La celebración eucarística

Tras haber puesto de relieve en los dos primeros párrafos del c. 899 el carácter jurídico-constitucional y la índole pública de la eucaristía, sacramento de la unidad del Pueblo de Dios, el legislador eclesiástico afirma en el parágrafo tercero del mismo canon: «Ha de disponerse la celebración eucarística de manera que todos los que participen en ella perciban frutos abundantes, para cuya obtención Cristo Nuestro Señor instituyó el Sacrificio eucarístico». Así pues, la asamblea eucarística, para expresar y efectuar la unidad de la Iglesia, con todas las gracias a ella unidas, debe ser dis-puesta adecuadamente. En su estructura de comunión se refleja la estructura de la Iglesia, al mismo tiempo universal y particular, y viceversa, en conformidad con el principio constitucional de la inmanencia recíproca, que puede ser traducido de manera sugestiva en la fórmula eucarística: «El todo

  1. Cfr. SC 106. Además de los días festivos señalados en el parágrafo primero del c. 1246, el obispo diocesano puede publicar para su diócesis días festivos particulares (cfr. c. 1244 § 2) y las conferencias episcopales tienen la facultad de suprimir o trasladar al domingo siguiente algunos días de precepto (cfr. c. 1246 § 2); sobre todo este tema, cfr. P. Krämer, Kirchenrecht I, o.c., 75-79.

  2. C. 1247 CIC/1917.

  3. La participado es considerada luego como plena si se recibe la sagrada comunión, cfr. Communicationes 15 (1983), 195.

en el fragmento» 42. De los elementos de esta estructura, la normativa del Código sobre la celebración eucarística sólo menciona y regula los principales, remitiendo para la regulación jurídica de todos los otros elementos a las leyes litúrgicas en vigor43.

El primer elemento mencionado por el legislador eclesiástico es el papel de los fieles que han recibido el orden sagrado. En virtud de este sacra-mento están llamados a presidir la asamblea eucarística y, como tales, a ser los primeros servidores de la unidad de la Iglesia, porque ejercen esta función «in persona Christi» y, por consiguiente, «no mirando sus propios intereses, sino los de Jesucristo» (PO 9, 2). La facultad de presidir y confeccionar la eucaristía está, pues, «necesariamente unida a la ordenación sacerdotal» 44 y, en consecuencia, el primer párrafo del c. 900 establece: «Sólo el sacerdote válidamente ordenado es ministro capaz de confeccionar el sacramento de la Eucaristía actuando en la persona de Cristo». Si ésta es la condición indispensable para la validez de la celebración eucarística, el segundo párrafo del mismo canon precisa las dos condiciones para la licitud: la ausencia de cualquier impedimento en lo que se refiere al presbítero y la observancia de las prescripciones del Código. La primera condición se cumple cuando el presbítero no está impedido en el ejercicio de sus funciones por alguna irregularidad (c. 1044 § 1) o por alguna sanción canónica (c. 1333 § 1). La segunda condición, en cambio, afecta a múltiples prescripciones diferentes entre sí; las principales han sido establecidas por el c. 903 (que prescribe al rector de una iglesia admitir a la celebración eucarística sólo a presbíteros conocidos o que estén en condiciones de exhibir la carta comendaticia) y por el c. 906 (que recomienda a los presbíteros celebrar únicamente con la participación de algunos fieles al menos). Ambas prescripciones subrayan el carácter público de la eucaristía y, por consiguiente, que es una acción litúrgica de todo el Pueblo de Dios. Esto está reforzado por el hecho de que el grado de obligatoriedad de la recomendación, contenida en el c. 904, sobre la celebración diaria de

  1. Es también el título de un libro: H.U. von Balthasar, Das Ganze im Fragment. Aspekte der Geschichtstheologie, Einsiedeln 1963.

  2. Cfr. c. 2. Estas leyes litúrgicas están recogidas en: R. Kaczynski, Enchiridion documentorum instaurationis liturgicae, 1 (1963-1973), Torino 1975,1 praenotanda del nuovi testi liturgici, editado por A. Donghi, Milano 1989. De particular importancia, y con carácter jurídicamente vinculante (cfr. Notitiae 5 (1969), 417) es la introducción general al Missale Romanum ex decreto Sacrosancti Oecumenici Concilii Vaticani // instauratum auctoritate Pauli PP. V/ promulgatum, Ordo Missae, Cittá del Vaticano 1969 (editio iuxta typicam alteram 1977).

  3. Cfr. la carta Sace dotium ministeriale, publicada por la Congregación para la Doctrina de la Fe el 6 de agosto de 1983, en: AAS 75 (1983), 1001.

los presbíteros, aumenta si estos últimos han asumido un oficio eclesiástico como, por ejemplo, el de párroco 45.

Un segundo elemento importante de la estructura de comunión de la celebración eucarística es el relacionado con la distribución de la sagrada comunión. A este respecto el c. 910 distingue entre ministros ordinarios (obispo, presbítero y diácono) y ministros extraordinarios (acólitos u otros fieles, a quienes ha sido conferido el ministerio con arreglo al c. 230 § 3). La referencia a este último canon es importante porque, a pesar de que el legislador eclesiástico habla en el c. 899 § 2 de «diversidad de órdenes y de funciones litúrgicas», estas diversas funciones no son después ni mencionadas ni catalogadas en la normativa del Código sobre la celebración eucarística. En cambio, en el c. 230, en sintonía con el MP Ministeria quaedam publicado el 15 de agosto de 1972 por el papa Pablo VI46, se distinguen tres tipos de ministerios conferidos a los laicos: los ministerios estables de acólito y lector, conferibles únicamente a fieles laicos de sexo masculino; los ministerios temporales, conferibles también a mujeres; los ministerios extraordinarios o de suplencia, conferibles a todos los fieles laicos, aun no siendo lectores o acólitos. A estos ministeria hemos de añadir los munera o funciones (c. 230 § 2), como, por ejemplo, los de comentador y cantor. Entre estos últimos, de menor importancia y conferibles a omnes laici (por consiguiente, tanto a hombres como a mujeres), pueden ser enumerados asimismo los monaguillos y las monaguillos 47. La importancia de los primeros, y en particular del ministerio estable del acolitado, ha sido puesta de manifiesto, en cambio, por las normas que regulan la admisión a la sagrada comunión, que serán estudiadas en el próximo párrafo y están ligadas también, en cierto modo, a las modalidades de distribución de la misma.

El tercer y último elemento importante del orden de las asambleas eucarísticas está constituido por los ritos y las ceremonias con que han de ser celebradas estas. Una vez establecida la obligación de atenerse a los libros litúrgicos «legítimamente aprobados» (c. 928), el legislador eclesiástico se limita a recordar algunas de las normas litúrgicas principales, como, por ejemplo, que el «sacrosanto Sacrificio eucarístico se debe celebrar con pan y vino» (c. 924 § 1), como hizo el mismo Jesucristo 48. Estas normas han

  1. Cfr. cc. 528, 530 n. 7, 534 § 1.

  2. Cfr. AAS 64 (1972), 529-534.

  3. Es la justa observación con la que H. Reinhardt (cfr. MK, c. 230/7) intenta poner fin a una triste y bien poco comprensible diatriba.

  4. Cfr. Mt 26, 26-29; Mc 14, 22-25; Lc 22, 18-20; 1 Co 11, 23-24. A este respecto, cfr. A. Mayer, Die Eucharistie, en: HdbKathKR, 676-691, sobre todo 683-687.

sido completadas después por una serie de prescripciones referentes al tiempo y lugar de la celebración eucarística (cc. 931-933), así como a la reserva y veneración de la santísima Eucaristía (cc. 934-944). Tras estas últimas, el c. 935, al decir que a «nadie está permitido conservar en su casa la santísima Eucaristía», subraya claramente que también el culto eucarístico extra Missam, es decir, fuera del sacrificio de la Santa Misa, está estricta-mente ligado a la celebración o asamblea eucarística misma.

11.3 Cuestiones particulares

La celebración de un sacramento es siempre, en toda Iglesia o comunidad eclesial, signo de la unidad en la fe, en el culto y en la vida comunitaria: «En cuanto signos, los sacramentos, y de modo particularísimo la Eucaristía, son fuentes de unidad de la comunidad cristiana y de vida espiritual y medios para incrementarlas. En consecuencia, la comunión eucarística está ligada inseparablemente a la plena comunión eclesial y a su expresión visible» 49. ¿Significa esto que todo lo que se oponga a la plenitudo de la communio limita el ejercicio del derecho de todo bautizado a recibir de sus propios pastores ese alimento espiritual? A este respecto, como ya hemos visto, el c. 912 afirma que sólo los impedimentos fijados por el derecho prohíben al bautizado ser admitido a la sagrada comunión; el c. 18 precisa además que todas las normas que limiten el ejercicio de un derecho han de ser interpretadas en sentido estricto. Aplicando simultánea-mente estos dos criterios resulta que están impedidos de participar en la mesa eucarística estos tres tipos de bautizados: en primer lugar, los cristianos no católicos (c. 844 § 1); en segundo lugar, los cristianos católicos que no han adquirido aún «el conocimientos suficiente ni tienen la preparación adecuada» (c. 913 § 1); así como los que han incurrido en excomunión o entredicho y los que persisten en un manifiesto pecado grave (c. 915).

Estar impedidos en el ejercicio de este derecho no significa necesariamente, sin embargo, no ser admitidos a la sagrada comunión. En efecto, como fácilmente puede deducirse del c. 916, el círculo de los fieles no autorizados es siempre mayor que el de los fieles que no pueden ser admitidos a la comunión eucarística 50, porque el ministro de la sagrada comunión, al

  1. Consejo Pontificio para la unidad de los Cristianos, Directorio para la aplicación de los principios y normas sobre el ecumenismo, Ciudad del Vaticano 1993, n. 129.

  2. Concuerdan en este juicio: H. Schmitz, Taufe, Firmung, Eucharistie. Die Sakramente derinitiation und ihre Rechtsfolgen in der Sicht des CIC von 1983, en AfkKR 152 (1983), 369-408, aquí 398-404; P. Krämer, Kirchenrecht, I, o.c., 73-74.

distribuirla, debe atenerse rigurosamente a los criterios objetivos del c. 915. Ahora bien, a nivel de la interpretación de los criterios objetivos, en base a los cuales es posible limitar el ejercicio del derecho a ser admitidos a la comunión eucarística, se plantean dos cuestiones particulares, especialmente delicadas desde la perspectiva pastoral: la participación en la eucaristía de cristianos no católicos y la de los divorciados que se han vuelto a casar.

a) La participación de los cristianos no católicos en la eucaristía

En principio, la Iglesia católica admite a la comunión eucarística y a los sacramentos de la penitencia y de la unción de los enfermos exclusivamente a los fieles católicos, o sea, aquellos que forman parte de su unidad de fe, de culto y de vida eclesia151. De modo excepcional, yen determinadas condiciones, autoriza e incluso recomienda52 la admisión a estos sacramentos también de cristianos no católicos. Evidentemente, tanto la autorización como la recomendación únicamente son aplicables en caso de que se salvaguarde al mismo tiempo una doble exigencia: la integridad de la comunión eclesial y el bien de las almas 53.

En sintonía con la especial consideración manifestada por el concilio Vaticano II hacia las Iglesias orientales no católicas, las cuales «aunque separadas, tienen verdaderos sacramentos» (UR 15, 3), en el c. 844 distingue el legislador eclesiástico, a este respecto, dos tipos de normas jurídicas: las que regulan la admisión extraordinaria a la comunión eucarística de los fieles miembros de las Iglesias orientales (c. 844 § 3) y las que regulan la admisión extraordinaria de los otros cristianos (c. 844 § 4).

En el primer caso, las condiciones fijadas por el legislador eclesiástico para la lícita admisión son dos: primera, los fieles miembros de las Iglesias orientales no católicas deben solicitar espontáneamente ser admitidos a la eucaristía y, segunda, estar dispuestos debidamente. En el segundo caso, en cambio, las condiciones para una admisión lícita son cuatro y sólo valen en determinadas circunstancias. En efecto, sólo en peligro de muerte, o en caso de que urja otra grave necesidad, pueden ser admitidos los cristianos no pertenecientes a las Iglesias orientales, que no tengan la plena comunión

  1. Cfr. UR 8; c. 844 § 1/CIC y c. 671 § 1/CCEO.

  2. Directorio para la aplicación de los principios y normas sobre el ecumenismo, o.c., n 129. La celebración de la eucaristía con ministros de las Iglesias o comunidades que no tengan la plena comunión con la Iglesia católica sigue estando de todos modos prohibida a Ios presbíteros católicos (cfr. c. 908).

  3. Cfr. Instructio «De peculiaribus casibus admittendi alios christianos ad communionem eucharisticam», en: AAS 64 (1972), 518-525, aquí n. 4.

con la Iglesia católica, a la sagrada comunión, si son observadas en su totalidad y simultáneamente las siguientes condiciones: 1) la imposibilidad de acceder a un ministro de su propia Iglesia o comunidad eclesial; 2) la petición espontánea de admisión; 3) la manifestación de una fe personal en conformidad con la de la Iglesia católica sobre el sacramento de la eucaristía; 4) las debidas disposiciones. La promulgación de normas generales que permitan el discernimiento, en situaciones de grave necesidad, y la verificación de las condiciones enumeradas, asumidas tal cual en el n. 131 del nuevo Directorio sobre el ecumenismo, es competencia del Obispo diocesano, teniendo en cuenta las normas que puedan haber sido establecidas en esta materia por la Conferencia episcopal. Esta precisión sobre la competencia del Obispo diocesano es muy importante sobre todo para aquellas iglesias particulares que se encuentran en países donde los contactos entre cristianos de diferentes confesiones son tan frecuentes que hacen menos fácilmente comprensible qué se entiende por grave necesidad, así como por imposibilidad de acceder a un ministro de la propia Iglesia.

b) Divorciados nuevamente casados y eucaristía

En la EA Familiaris consortio del 22 de noviembre de 1981 el papa Juan Pablo II afirma explícitamente que toda la comunidad de los fieles debe ayudar a los divorciados, y en particular a los divorciados que se han vuelto a casar, a no considerarse «separados de la Iglesia, pudiendo, más aún, debiendo, en cuanto bautizados, participar en su vida» 54. Por eso, tanto fieles como pastores deben esforzarse, sin cansarse, por acogerlos y poner a su disposición los medios de salvación de la Iglesia, teniendo presente que los motivos que han llevado a la ruina del primer matrimonio y a contraer una segunda unión pueden ser muy diferentes entre ellos. Es más, algunos de estos fieles «a veces están subjetivamente seguros en conciencia de que el matrimonio precedente, irreparablemente destruido, nunca había sido válido» 55. Sin embargo, el Papa confirma la praxis de la Iglesia, «basada en la Escritura, de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados nuevamente casados. No pueden ser admitidos, dado que su estado y condición de vida contradicen objetivamente aquella unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada por la Eucaristía. Existe, además, otro peculiar motivo pastoral: si se admitiera a estas personas a la eucaristía, los

  1. Juan Pablo II, Familiaris consortio, en: AAS 74 (1982), 81-191, aquí n. 84, 3.

  2. Ibid., n. 84, 3.

fieles serían inducidos a error y confusión sobre la doctrina de la Iglesia acerca de la indisolubilidad del matrimonio» 56.

A pesar de la claridad de este documento, cuyos principales contenidos han sido confirmados por el Papa asimismo en otras ocasiones 57, ni a nivel científico-teológico ni a nivel de la aplicación concreta de las normas canónicas vigentes, ha disminuido el debate. Dentro del mismo podemos distinguir, por lo menos, tres grandes orientaciones 58; antes de resumirlas brevemente será oportuno, no obstante, recordar los contenidos principales de las normas del Código en vigor sobre esta materia.

De entrada, es preciso subrayar que, a diferencia del Código pío-benedictino, el CIC de 1983 y el CCEO de 1990 no prevén sanción canónica alguna para los divorciados que vuelven a casarse59. Otra diferencia importante con respecto a la antigua normativa del Código consiste en el hecho de que, como ya hemos tenido ocasión de ver, las condiciones para la no admisión a la sagrada comunión se han vuelto formalmente más rigurosas, a fin de evitar cualquier abuso por parte del ministro de la comunión y garantizar una justa tutela del derecho de los bautizados a recibir los sacramentos. Más aún, a pesar de que la comisión de reforma haya afirmado de manera explícita que, entre los fieles que persisten «con obstinación en el pecado grave manifiesto», hay que enumerar ciertamente también a los divorciados casados de nuevo 60, no falta quien afirma que los elementos subjetivos contenidos en el c. 915 están en condiciones de legitimar una valoración distinta en cada caso 61. Según estos últimos, por una parte, la sagrada comunión puede ser denegada exclusivamente a los fieles que son responsables –de modo manifiesto– de una culpa grave, en la que persisten, sin signo alguno de arrepentimiento; y, por otra parte, eso precisamente no se puede afirmar con seguridad desde el punto de vista subjetivo de todos los divorciados que vuelven a casarse. En consecuencia, la última disposición del c. 915 ha de interpretarse más como una apelación al mi-

  1. Ibid., n. 84, 3.

  2. Cfr., por ejemplo, Juan Pablo II, Ansprache von 19.06.1987 an die österreichischen Bischöfe anlässlich ihres ad lind na Besuches, en: AAS 80 (1988), 17-25, n. 36.

  3. Aunque con acentos diferentes, el esquema resumen de estas orientaciones se encuentra en: R. Ahlers, Connnunio eucharistica, o.c., 168-189; P. Krämer, Kirchenrecht I, o.c., 135-139; R. Puza, Katholisches Kirchenrecht, Heidelberg 1986, 356-364.

  4. Lo que sí estaba previsto por el c. 2356 del CIC/1917.

  5. Cfr. Communicationes 15 (1983), 194: Esta interpretación de la Comisión no sólo está en sintonía con el n. 84 de la Familiaris consortio, sino que está confirmada también en el n. 17 de la exhortación apostólica Reconciliado et paenitentia, cfr. AAS 77 (1985), 223.

  6. Cfr. P. Krämer, Kirchenrecht, 1, o.c., 137.

nistro de la comunión, para que muestre la voluntad de aclarar en un diálogo pastoral las condiciones para la admisión, teniendo también presente el c. 916, que como una norma jurídica inmediatamente aplicable. Ahora bien, es precisamente al nivel de la aplicabilidad de esta norma del Código donde reemergen constantemente las tres orientaciones arriba señaladas y que de inmediato vamos a resumir brevemente.

La primera de ellas, en sintonía con la doctrina tradicional católica 62, considera en todos los casos el segundo matrimonio después de un divorcio civil como un adulterio, que no deja de ser tal –y, por consiguiente, está en contradicción con el orden moral objetivo establecido por Dios– aunque permanezca en el tiempo y sea vivido con responsabilidad, asumiendo todas las obligaciones derivadas de la propia y compleja situación. El adulterio y el matrimonio inválido no prescriben nunca. Por tanto, mientras persista ese estado de vida faltan las premisas para la admisión a los sacramentos y en particular a la eucaristía. La única solución posible tiene que ser buscada en el fuero interno a partir de la así llamada probata Ecclesiae praxis, según la cual, una vez constatada la existencia de determinadas condiciones, y en particular la seria disponibilidad a la cohabitatio fraterna, en el sacramento de la confesión, junto con la absolución sacramental, se da también el permiso para acceder a la sagrada comunión. Según el representante más conocido de esta orientación 63, las condiciones para la admisión a la eucaristía de los divorciados que vuelven a casarse han de ser cumplidas simultáneamente y son las tres siguientes: 1) que su separación total esté impedida por motivos graves, como, por ejemplo, la educación de los hijos y la ayuda recíproca; 2) que la renuncia a las relaciones conyugales sea recíproca y seriamente manifestada; 3) que la posibilidad de suscitar escándalo en la comunidad sea oportunamente evitada.

Decididamente distinta es la orientación de aquellos canonistas que, a partir de la constatación de que el segundo matrimonio de quien está ligado por un vínculo matrimonial anterior, aun siendo jurídicamente ilegítimo e inválido no está ya sujeto a sanciones canónicas, creen poder dejar exclusivamente a la teología moral el juicio sobre su carácter legítimo o ilegítimo 64. Aun cuando en el fuero externo el haber contraído este segundo

  1. Cfr., por ejemplo, Pablo VI, Litterae circulares, en: AfkKR 142 (1973), 84 ss.

  2. Cfr. H. Flatten, Nichtigerklärung, Auflösung und Trennung der Ehe, en: HdbKathKR, 815-826, aquí 818.

  3. Entre éstos hay que señalar a A. Zirkel, Schliesst das Kirchenrecht alle wiederverheirateten Geschiedenen von den Sakramenten aus?, Mainz 1977.

matrimonio haga presumir una culpa, en la perduración y consolidación de ese estado de vida pueden surgir nuevos elementos que permiten juzgarlo de modo diferente. En particular, si la ruina del primer matrimonio es absolutamente insanable y el segundo matrimonio es vivido en la fe como realidad que engendra responsabilidad, este último debería ser legitimado por la Iglesia como nueva realidad sacramental de la que emanan nuevas obligaciones morales. Esta legitimación, fundamentada en la misericordia infinita de Dios, impone de todos modos el compromiso tanto de subsanar las consecuencias de la culpa ligada a la ruina del primer matrimonio, como de ejercer el perdón y la reconciliación.

Entre estas dos posiciones extremas se sitúa un numeroso grupo de teólogos y obispos que, sin poner directamente en discusión la enseñanza oficial de la Iglesia sobre la sacramentalidad e indisolubilidad del matrimonio, consideran que la plena aplicabilidad a cada caso concreto de las normas canónicas actualmente en vigor en esta materia es un problema estrictamente pastoral65. Las soluciones pastorales por ellos elaboradas arrancan de la convicción de que de la enseñanza de la Exhortación apostólica Familiaris consortio (sobre todo considerando el hecho de que los divorciados casados nuevamente no son excomulgados y, por consiguiente, excluidos por principio de todos los sacramentos) se puede extraer la siguiente conclusión: el respeto de las condiciones puestas por la probata praxis Ecclesiae no puede ser requerido indistintamente a todos los divorciados que vuelven a casarse, sino que es preciso proceder a distinciones. Es el mismo Papa, Juan Pablo II, quien recuerda explícitamente a los pastores que, por amor a la verdad, están obligados a discernir adecuadamente las situaciones. Existe, efectivamente, diferencia entre quienes se han esforzado sinceramente por salvar el primer matrimonio y han sido abandonados de manera totalmente injusta, y quienes por grave culpa suya han destruido un matrimonio canónicamente válido 66. Consecuentemente, fijar unos criterios a fin de que sea posible una atenta valoración de cada caso no significa introducir la arbitrariedad en una materia tan delicada e importante, sino afirmar indirectamente que no es posible ni una autorización formal general, ni una autorización for-

  1. Para una lista de los principales teólogos que sostienen esta orientación pastoral, cfr. R. Puzza, Katholisches Kirchenrecht, o.c., 401-403; entre los documentos pastorales de obispos hemos de señalar: H. Krätz, Seelsorge an wiederverheirateten Geschiedenen, Wien 1979 y W. Kasper-K. Lehmann-O. Saier, Grundsätze, für eine seelsorgliche Begleitung von Menschen aus zerbrochenen Ehen und wiederverheirateten Geschiedenen in der Oberrheinischen Kirchenprovinz, en: Herder Korrespondez 9 (1993), 460-467.

  2. Juan Pablo II, Familiaris consortio, o.c., n. 84, 2.

mal y unilateral por parte de la autoridad eclesiástica en cada caso concreto. En efecto, incluso en el caso de que exista la profunda convicción subjetiva sobre la nulidad del primer matrimonio, así como la demostración concreta de que la segunda unión es vivida en la fe como una realidad moral, la decisión última sobre la posibilidad de participar en la mesa eucarística, aunque no se cumplan todas las condiciones de la probata praxis Ecclesiae, debe ser dejada a la «conciencia personal de cada fiel», que, sin embargo, sólo puede tomar esa decisión después de mantener un profundo «diálogo pastoral» con un sacerdote 67. Este último, tras el diálogo pastoral, no sólo no puede expedir un permiso formal, sino que, además, en los casos más complejos está llamado a respetar la decisión del fiel.

A pesar del laudable esfuerzo destinado a hacer lo más operativo posible el acompañamiento y la solicitud de la Iglesia para con estos fieles en situaciones matrimoniales irregulares, las soluciones pastorales elaboradas por el tercer grupo de teólogos no resultan del todo convincentes ni en el plano moral, ni en el jurídico, ni finalmente en el sacramental.

A nivel moral, remitir a la «conciencia personal de cada fiel» una decisión semejante, no sólo podría conducir a este último a realizar, prácticamente con buena conciencia, algo que es contrario a la enseñanza de la Iglesia, sino que podría desembocar incluso en otras «soluciones pastorales» contrarias a las enseñanzas del magisterio y justificar así «una hermenéutica creadora, según la cual la conciencia moral no estaría obligada en absoluto, en todos los casos, por un precepto negativo particular» 68. A nivel jurídico, aunque no se puede negar que la ampliación de las reglas para anulación de un vínculo matrimonial válido, en los casos en que es aplicable el privilegium petrinum, debería hacer reconsiderar toda la cuestión relativa a los divorciados que se casan de nuevo 69, la tradición canónica siempre ha considerado, sin embargo, válido tanto el principio de que el matrimonio goza del favor iuris (c. 1060), por el que, en caso de duda y hasta que no se pruebe lo contrario, es preciso reconocer la validez del vínculo contraído, como el principio según el cual la convicción subjetiva sobre la nulidad del matrimonio no excluye necesariamente el consentimiento matrimonial 70. En consecuencia, más que insistir en esta premisa,

  1. Cfr. W. Kasper-K. Lehman-O. Saier, Grundsätze für eine seelsorgliche Begleitung, a.c., 465 (n. IV, 4).

  2. Juan Pablo II, Veritatis splendor, Valencia 1993, n. 56.

  3. Ésa es la opinión de K. Walf, Kirchenrecht, Düsseldorf 1984, 142.

  4. Cfr. c. 1100.

la caridad pastoral, precisamente en virtud de los alarmantes datos estadísticos, debería sugerir aconsejar a estos fieles con mayor frecuencia e insistencia la introducción de las causas de nulidad matrimonial, puesto que, en sintonía con la enseñanza conciliar, el nuevo derecho matrimonial canónico prevé un mayor número de causas de nulidad con respecto a la antigua normativa del Código. Por último, a nivel sacramental, las soluciones pastorales propuestas presentan no pocos fallos.

En primer lugar, estas soluciones pastorales están demasiado unilateralmente concentradas en la admisión a la comunión eucarística, olvidando que la vía ordinaria de la reconciliación está representada por el sacra-mento de la penitencia, que desemboca en la absolución sacramental, que «puede ser otorgada sólo a aquellos que, arrepentidos de haber violado el signo de la alianza y de la fidelidad a Cristo, están sinceramente dispuestos a un tipo de vida que no esté ya en contradicción con la indisolubilidad del matrimonio» 7l. En segundo lugar, al estar ordenados todos los sacramentos a la eucaristía, no se puede hablar de la admisión a la comunión eucarística evitando afrontar el problema de la sacramentalidad de la segunda unión de los fieles divorciados que se vuelven a casar, sacramentalidad que encuentra ciertamente en el ser una sola carne su expresión concreta fundamental y constitutiva. Por último, la comunión eucarística es el centro y no la totalidad de la vida cristiana, por lo que el subrayado de que los divorciados que se casan de nuevo no están separados de la Iglesia y, por consiguiente, pueden y deber participar en su vida, significa, por ejemplo, que son «exhortados a escuchar la palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la mesa, a perseverar en la oración, a hacer incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la comunidad en favor de la justicia, a educar a los hijos en la fe cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar así, de día en día, la gloria de Dios»72. Los fieles divorciados casados de nuevo ni siquiera están excluidos explícitamente de la posibilidad de ejercer funciones eclesiales o de participar en consejos parroquiales o diocesanos. Aun cuando el legislador eclesiástico requiere para el desempeño de tales funciones «una vida coherente con la fe» 73, es la autoridad eclesiástica competente la que debe decidir si un fiel divorciado y vuelto a casar ha de ser excluido o no.

  1. Juan Pablo II, Familiaris consortio, o.c., n. 84, 5.

  2. Ibid., n. 84, 3.

  3. Cfr., por ejemplo, los cc. 874 § 1 y 893 § 1.

En conclusión, las soluciones pastorales al doloroso y complejo problema de los divorciados que se vuelven a casar, precisamente por estar dictadas por la caridad pastoral, deben tomar en consideración todos los aspectos morales, jurídicos y sacramentales de la situación de estos fieles, a fin de evitar al mismo tiempo tanto cualquier violación de sus derechos, como cualquier confusión en la comunidad eclesial. En su formulación no sirven de ayuda ni la acentuación unilateral de un aspecto del problema, ni ceder a las tentaciones análogas y opuestas del laxismo y el rigorismo. Sigue siendo fundamental la preocupación por evitar que cualquier solución de este problema pueda falsificar en el plano objetivo y, en la medida de lo posible también en el plano subjetivo, el significado de la estructura sacra-mental de la Iglesia y en particular de la eucaristía, su fuente y culmen por ser el signo por excelencia de la communio Ecclesiae, es decir, de la unidad de todo el Pueblo de Dios.

11.4 Eucaristía, comunión de bienes y derecho patrimonial canónico

El sacramento de la eucaristía, como «fuente y culmen de toda la vida cristiana» (LG 11, 1), tiene que ver con todos los aspectos de la vida de los hombres y de las mujeres, a los que Dios, a través del bautismo, llama a formar «una unidad no según la carne, sino en el Espíritu, es decir, el nuevo Pueblo de Dios» (LG 9, 1). La experiencia de la comunión eclesial y, sobre todo, de la comunión eucarística, informa de un modo nuevo –gratia perfecit, non destruir naturam– todas las relaciones del christifidelis, incluso con sus bienes materiales. No por casualidad, y precisamente en conexión con la celebración de la eucaristía, nació una tradición de estipendios y colectas; de esta tradición, y en el curso de los siglos, ha ido poco a poco extrayendo la Iglesia los criterios y los principios que todavía hoy forman la base de su derecho patrimonial.

Ciertamente, al estar el uso de los bienes, y en particular el uso del dinero, fácilmente sujeto a las tentaciones de la avidez y de la codicia, no resulta difícil encontrar en los Evangelios una actitud de escepticismo por parte de Jesucristo frente al dinero y la riqueza74. Con todo, no excluye a los ricos de la comunidad de sus discípulos 75, e introduce en ella la práctica de una caja común 76. Por otra parte, mientras, por un lado, dirige a los

  1. Cfr., por ejemplo, Mt 6, 24; Mc 8, 36; Lc 6, 20 y 12, 13-21.

  2. Cfr., por ejemplo, Lc 8, 3; 19, 1-9; Mt 27, 57 y Jn 19, 38-42.

  3. Cfr. Jn 12, 6 y 13, 29.

apóstoles la advertencia: «Gratis lo recibisteis; dadlo gratis» (Mt 10, 8), por otra, reconoce su derecho a recibir de los otros discípulos el propio sustento, «porque el obrero merece su sustento» (Mt 10, 10; Lc 10, 7).

Estos principios no son normas jurídicas, pero fueron recibidos por la primera comunidad cristiana como una invitación a expresar, también con gestos concretos, el significado de la escucha común de la Palabra de Dios y de la común celebración eucarística o «fracción del pan» (Hch 2, 42). En la eucaristía se fundamenta el principio de la comunión de bienes, del tenerlo «todo en común» (Hch 2, 44); en la experiencia de la unión fraterna por ella engendrada es donde tiene su punto de arranque las colectas y los estipendios como expresión de koinonia (Rm 15, 26) y de diakonia (Rm 15, 31 y 1 Co 8, 4). Vale, pues, la pena reflexionar brevemente sobre los aspectos jurídicos más importantes de esta dilatada tradición, para tomar de ella los principios que han inspirado toda la normativa canónica relativa a los bienes patrimoniales.

a) Los estipendios por la santa misa

Santo Tomás de Aquino, con su acostumbrada genialidad, resume en una frase el significado de la costumbre de los fieles de dar un estipendio por la celebración de la santa misa: «Sacerdos non accipit pecuniam quasi pretium Eucharistiae..., sed quasi stipendium suae sustentationis» 77. Si luego tal estipendio no es necesario para el sustento del presbítero, este último está obligado a devolverlo todo, o parte del mismo, en favor de los pobres 78. Estos principios, ratificados y releídos por Pablo VI a la luz de la teología eucarística conciliar79, constituyen la base de la nueva normativa del Código sobre los estipendios por la celebración de la Misa (cc. 945-958), como recuerda explícitamente el c. 946, que dice: «Los fieles que ofrecen un estipendio para que se aplique la Misa por su intención, contribuyen al bien de la Iglesia, y con esa ofrenda participan de su solicitud por sustentar a sus ministros y su actividades». Esta norma tiene un doble fundamento de tipo constitucional: por una parte, la obligación que tiene cada fiel «de ayudar a la Iglesia en sus necesidades, de modo que disponga de lo necesario para el

  1. S. Th. II-II, q. 100, art. 2 ad 2.

  2. Cfr. Tomás de Aquino, S. Th. II-1I, q. 86, a. 2 y el comentario de K. Mörsdorf, Erwägungen zum Begriff und zur Rechtfertigung des Messtipendiums, en: K. Mörsdorf, Schriften zum kanonischen Recht, ed. por W. Aymans-K. Th. Geringer-H. Schmitz, Paderborn-München-Wien-Zürich 1989, 499-518.

  3. Cfr. Pablo VI, MP Firma in traditione, en: AAS 66 (1974), 308-311.

culto divino, las obras de apostolado y de caridad y el conveniente sustento de los ministros» (c. 222 § 1); y, por otra, el derecho de los clérigos que ejercen un servicio ministerial, a «una retribución conveniente a su condición, teniendo en cuenta tanto la naturaleza del oficio que desempeñan como las circunstancias del lugar y tiempo, de manera que puedan proveer a sus propias necesidades y a la justa remuneración de aquellas personas cuyo servicio necesitan» (c. 281 § 1). La sobriedad con que describe el legislador este derecho de los clérigos que desempeñan un oficio eclesiástico –subrayada por la correspondiente obligación de comprometerse a devolver eventuales excedentes para destinarlos «al bien de la Iglesia y a las obras de caridad» (c. 282 § 2)– está inspirada ciertamente en la enseñanza conciliar sobre el «tenor de vida» de los presbíteros, caracterizado por la «pobreza voluntaria» y por «un cierto uso común de las cosas» (PO 17, 4), así como en el principio de la comunión de bienes, como puede deducirse fácilmente de la recomendación, formulada en el mismo contexto, de practicar «una cierta vida en común» (c. 280).

Todas las otras normas del Código relativas a los estipendios por la san-ta Misa están destinadas a garantizar la correcta consecución de los objetivos fijados por el citado c. 946. Eso no se da sin el simultáneo respeto del principio evangélico gratis accepistis, gratis date (Mt 10, 8) y de la tradición canónica que considera los bienes de la Iglesia como un patrimonium pauperum 80. Por estas razones, el legislador eclesiástico exige con toda claridad que se evite con todo cuidado «hasta la más pequeña apariencia de negociación o comercio» (c. 947).

b) Principios generales del derecho patrimonial canónico

Todo lo dicho sobre el significado de los estipendios por la celebración de la S. Misa encuentra una confirmación substancial en los principios inspiradores sugeridos por el concilio Vaticano II para la reforma del derecho patrimonial canónico. Conscientes de que «la propiedad privada, o un cierto dominio sobre los bienes externos, aseguran a cada cual una zona absolutamente necesaria para la autonomía personal y familiar» (GS 71, 2),,los Padres conciliares afirman con claridad que también la Iglesia «se sirve de los medios temporales en la medida en que lo exige su propia misión» y que debe hacerlo «utilizando todos y sólo aquellos medios que sean con-

80. Cfr. GS 88. Estos principios han sido ratificados por el legislador eclesiástico tanto en el c. 945 § 2 corno en el c. 282 § 2.

formes al Evangelio y al bien de todos, según la diversidad de tiempos y de situaciones» (GS 76, 5). De estas afirmaciones podemos deducir, por lo menos, tres principios fundamentales o inspiradores del derecho patrimonial canónico: 1) todos los bienes eclesiásticos tienen siempre un destino instrumental, y por eso han de ser usados siempre teniendo presente la misión de la Iglesia81; 2) su asignación y uso están destinados al testimonio y a la realización de la comunión eclesial 82; 3) su administración debe tener presente las costumbres del lugar y el Derecho canónico particular 83, aun-que debe superarse progresivamente el sistema beneficial84.

Estos principios han sido recibidos, en su substancia, por el legislador eclesiástico en el libro quinto De bonis Ecclesiae temporalibus (cc. 1254-1310), que debe ser considerado, por tanto, como una ley marco de la normativa particulare de cada diócesis o Iglesias particulares 85. La importancia del primer principio está acentuada desde los cánones introductorios y, sobre todo, en los lugares donde define el legislador eclesiástico los fines propios de los bienes patrimoniales de la Iglesia (c. 1254 § 2). El nexo entre el uso de los bienes patrimoniales y la realización de la communio Ecclesiae ha sido puesto de relieve, sobre todo, por la constitución, en cada diócesis, de un instituto para la sustentación de los clérigos (c. 1274) y por la más general correlación entre la administración de los bienes de la Iglesia y la vigilancia de la «suprema autoridad del Romano Pontífice» (c. 1256). El papel del derecho particular en materia patrimonial ha sido puesto de manifiesto después mediante continuas remisiones a las normas emanadas de las conferencias episcopales o obispos diocesanos particulares 86. Por último, la indicación conciliar de abandonar progresivamente el sistema beneficial está confiada en el c. 1272 a las conferencias episcopales. Aunque en este último canon no se habla explícitamente de suppressionem,

  1. Cfr. PO 17, 3-4 y 20, 1; CD 6, 3.

  2. Cfr., sobre todo, PO 8, 3; aunque también PO 21 y LG 13, 2.

  3. Cfr., por ejemplo, PO 21, 2; CD 12, 2. A este respecto el Sínodo de los obispos de 1967 afirma: «cum regimen bonorum temporalium iuxta leges propriae nationis magna ex parte ordinari debeat» (= n. 5, de los Principia quae Codicis luris Canonici recognitionem dirigant, en: Communicationes 1, 1969, 81).

  4. Cfr. PO 20, 2.

  5. Éste es el juicio de W. Schutz, Grundfragen kirchlichen Vermögensrechts, en: HdbKathKR, 859-880, aquí 864. Para un examen rápido de las novedades introducidas por el CIC en esta materia, cfr. V. De Paolis, De bonis Ecclesiae temporalibus in nova Codice luris Canonici, en: Periodica 73 (1984), 113-151; para un estudio en profundidad, cfr. Handbuch des Vermögensrechts der katholischen Kirche, ed. por H. Herimer-H. Pree, Regensburg 1993.

  6. Cfr., por ejemplo, cc. 1262 y 1263.

puesto que entraría en colisión con normas concordatarias y con derechos adquiridos en muchos casos 87, con todo, manifiesta de modo claro la intención del legislador de superar con las nuevas normas todos los límites vinculados al sistema beneficial, en ocasiones todavía predominante, a saber: su ser causa de desigualdad entre el clero y, por ello, obstáculo para la vida común; su incapacidad para garantizar una sustentación suficiente a todos los presbíteros; implicar no pocas dificultades a nivel de administración y, por ello, más posibilidades de litigios entre presbíteros y parroquianos; su insuficiente transparencia, a menudo causa de sospechas sobre la pobreza real de la Iglesia 88.

La intención de superar este sistema obsoleto está confirmada por el cuidado con que el legislador eclesiástico diversifica y define los múltiples «modos justos, de derecho natural o positivo» (c. 1259) a disposición de la Iglesia para adquirir bienes temporales. Estos modos legítimos pueden ser reagrupados en dos grandes categorías. Pertenecen a la primera categoría, que tiene precedencia por ser más conforme al principio de la preponderancia del principio oblativo sobre el contributivo en la Iglesia, tanto «las oblaciones hechas por los fieles para un fin determinado» (c. 1267 § 3) como las oblaciones hechas en favor de «una colecta especial» (c. 1266). Estos dos tipos de oblaciones se fundan ambos en la obligación que tiene cada fiel «de ayudar a la Iglesia en sus necesidades» (c. 222 § 1). Pertenecen a la segunda categoría los siguientes cuatro tipos de oblaciones: las así llamadas subvenciones que se les pidan o subventiones rogatae (c. 1262); las aportaciones con ocasión de la administración de los sacramentos u oblationes (c. 1264, 2°); las tasas por actos de potestad ejecutiva o por la ejecución de rescriptos o taxae (c. 1264, 1°); los tributos ordinarios a cargo de las personas físicas, llamados simplemente tributum (c. 1263). Estos cuatro tipos de oblaciones se fundamentan no tanto en el principio de que cada fiel debe contribuir a la realización de la comunión eclesial, como más bien en el derecho originario de la Iglesia «de exigir de los fieles los bienes que necesita para sus propios fines» (c. 1260).

Los impuestos eclesiásticos, muy difundidos en el derecho eclesiástico estatal europeo, ¿deben ser considerados, pues, simplemente como un modo extraordinario para adquirir bienes temporales por parte de la Iglesia? La cláusula «salvis legibus et consuetudinibus particularibus quae ei-

  1. A este respecto, cfr. V. de Paolis, Beneficio, en: NDDC, 91-95.

  2. Cfr. V. De Paolis, Sostentamento del clero, en: NDDC, 1014-1017, aquí 1015.

dem potiora iura tribuant» 89, introducida a sugerencia de los obispos ale-manes en el c. 1263, permite considerarlos, al menos a nivel del Derecho canónico particular, como un modo ordinario de proveer a las necesidades de la Iglesia en determinados contextos culturales 90.

Por último, hemos de poner de manifiesto que el CIC de 1983 no sólo ha hecho suyos los principios inspiradores fijados por el concilio Vaticano II para la reforma del derecho patrimonial canónico, sino que también ha recibido los principios más generales de la sinodalidad y corresponsabilidad, especialmente a nivel de la administración de los bienes temporales de la Iglesia. Efectivamente, el c. 1280 prescribe que toda «persona jurídica ha de tener su consejo de asuntos económicos, o al menos dos consejeros», y nada impide que estos últimos sean fieles laicos, expertos en asuntos económicos. Por otra parte, a esta norma general corresponden las disposiciones del Código sobre la constitución y composición del consejo diocesano para los asuntos económicos (c. 492) y del consejo parroquial para los asuntos económicos (c. 537), en los que los mencionados principios encuentran una aplicación clara y eficaz, documentando una vez más la importancia de la communio como principio formal de todo el Derecho canónico.

  1. Para la historia de la redacción de esta cláusula, que brinda un fundamento en el Código a la costumbre particular de los impuestos de culto, cfr. Communicationes 12 (1980), 401-403.

  2. Éste es el juicio de W. Aymans retomado por A. Hollerbach, Kirchensteuer und Kirchenbeitrag, en: HdbKathKR, 889-900, aquí 891.