V I R T U D
Carlos Thiebaut
1. Introducción
El tratamiento de las virtudes en la historia de la ética es un ejemplo,
a la vez, de continuidad y de ruptura. Cuando diferentes teorías éticas
o diversas reflexiones moralizantes se han centrado sobre qué
disposiciones y comportamientos son moralmente loables en los
hombres y, por tanto, cuáles de entre ellos son como tales moralmente
deseables, han tendido a acordar determinado catálogo básico de
actitudes y comportamientos que, en grandes líneas, coincide, al
menos aparentemente, con las primeras reflexiones aristotélicas sobre
las virtudes tal como aparecen tratadas en las Eticas o en la Retórica.
Prudencia, magnanimidad, justicia, coraje, equilibrio, etc., han sido, con
acentos diversos, los elementos de ese catálogo que aseguran la
continuidad mencionada. Pero, al mismo tiempo, probablemente ningún
momento de las reflexiones éticas sobre el tipo de vida moralmente
deseable muestra tan a las claras que es lugar de rupturas teóricas y
de cambios de actitud filosófica. Y ello, en primer lugar, porque los
contenidos que se le adscriben a cada uno de los elementos de ese
catálogo han variado de manera significativa en la historia, y la
continuidad de sus denominaciones -prudencia, coraje moral, justicia,
equilibrio- parece encubrir una polisemia que no puede pasarse por
alto. Esos contenidos morales que anidan en las palabras-lema de las
virtudes, lemas mantenidos con asombrosa continuidad en la tradición
occidental, parecen tan fuertemente ligados a los contextos normativos
sociales e institucionales de las diversas culturas morales históricas
que lo que parece menester explicar no es tanto su variabilidad cuanto
su sorprendente mantenimiento histórico. Si tal ocurre en el nivel de la
moral concreta en la que se define qué es ese catálogo de virtudes,
diferencias de más fuste aparecen a la hora de comprender la reflexión
filosófica, la reconstrucción teórica, de tales disposiciones morales de
los sujetos. La filosofía moral ha tematizado con mayor claridad una
actitud de ruptura explícita en la propia tradición. Eso es claramente así
en la modernidad filosófica que, al bascular desde la idea de virtud y
felicidad a la de deber y punto de vista moral, ha permitido hablar de
un cambio de paradigma desde una «ética de bienes» (como sería la
ética clásica) a una «ética de deberes» (como lo sería la moderna) 1.
Con cambio tan crucial -por el que Aristóteles y Kant se convertirían,
respectivamente, en emblemas de esos dos continentes de la filosofía
práctica- parece, pues, como si cada época filosófica reflejara las
mutaciones históricas en las que se define qué comportamientos son
especialmente significativos para definirse moralmente a sí misma y, al
hacerlo, redefiniera filosóficamente el mundo conceptual en el que
esos comportamientos se comprenden, se explican o se justifican y se
proponen como guía de reflexión.
Los dos continentes de la filosofía práctica mencionados -el
aristotélico y el kantiano, por así decirlo- parecen, por tanto, definir los
grandes territorios de la ética, y el debate entre ambas concepciones
morales ha sido central en el proyecto de la modernidad por definirse a
sí misma en términos éticos. El presente trabajo quiere tomar impulso
de esos dos momentos para intentar una reconstrucción desde la
filosofía contemporánea de la noción de virtud. Comenzará con las
discusiones de los neoaristotelismos contemporáneos a las más
recientes formulaciones del proyecto deontológico de raíces kantianas,
propondrá una reconstrucción de la analítica de la virtud aristotélica y
concluirá con una propuesta de comprensión de la idea de virtud en el
marco de una ética de carácter discursivo como es la de Jürgen
Habermas. Las virtudes, que se comprendieron en el pensamiento
clásico como las disposiciones subjetivas requeridas por
comportamientos que operaban como imágenes sociales de lo
moralmente relevante y loable, podrán comprenderse, desde esta
perspectiva contemporánea, como aquellas disposiciones básicas que
se les suponen, por una parte, y se les requieren, por otra, a los
sujetos morales -cuyo punto de vista ético es, en actitudes de primera
persona, autónomo y reflexivo- en el discurso práctico 2. Estos
discursos prácticos tienen, en el sentido en que aquí nos referimos a
ellos, el sentido de ser aquellos contextos de interacción particulares
en los que los individuos participan y en los que se definen
intersubjetivamente sus valores, sus normas, y en los que esos valores
y normas pueden ser justificados, criticados y modificados.
2. ¿Virtud frente a deber?
La revisión neoaristotélica
Ya en la crítica romántica y hegeliana a la ilustración puede hallarse
un primer conglomerado filosófico de críticas a la propuesta ilustrada
kantiana que quiso hallar la clave de qué sea lo moral en la motivación
racional del cumplimiento por deber de determinados principios de
comportamiento. Según esas críticas, tal definición racionalista y
subjetiva de la perspectiva ética incurre en un formalismo vacío e
impotente para comprender los problemas morales de las sociedades
históricamente dadas: los sujetos -se argumenta- no pueden
coherentemente definir desde sí mismos y en el fuero interno de su
mera conciencia y de su pura intención esa perspectiva ética, pues
ésta debe siempre hallarse imbuida en los contextos materiales de las
morales y las instituciones sociales concretas en las que los hombres
se constituyen, precisamente, como sujetos.
Esa crítica es, precisamente, la que se ha reiterado en la filosofía
contemporánea de la mano de las revisiones neoaristotélicas al
programa ético de la modernidad. Alasdair MacIntyre 3 y Bernard
Williams 4, entre otros, se han enfrentado a las renovaciones de las
tradiciones kantianas modernas (vía el neocontractualismo -como el de
John Rawls- o vía las éticas dialógicas -como las de J. Habermas y K.
O. Apel-) argumentando, en suma, que la sola consideración del punto
de vista ético como un procedimiento, contractualista o discursivo, para
la justificación de normas o de principios es insuticiente para
comprender la dimensión moral misma. Así, si los procedimentalismos
mencionados pueden dar cuenta adecuada de la impronta racional del
deber moral, pues todos aquellos que racionalmente acordaran la
justeza de una norma o de un principio no pueden no dar su sanción
racional a la obligatoriedad de la misma en términos éticos, según los
críticos neoaristotélicos esos procedimentalismos habrían estilizado y
desvirtuado hasta tal punto el punto de vista moral que éste se habría
tornado vacío e inconsistente. Pero esa crítica de formalismo y
vaciedad a las éticas dialógicas y procedimentales opera también
sobre un núcleo filosófico más fuerte: las posiciones neoaristotélicas
señalan que las éticas del deber desconocen la relación entre la acción
moral y sus fines. Las éticas del deber han acentuado las dimensiones
deontológicas de la motivación práctica -que han configurado en la
noción de autonomía ética- y se ven forzadas a relegar a un plano
secundario todos los elementos teleológicos que constituyen la acción
moral, elementos que critican y rechazan como heterónomos. La crítica
kantiana a la heteronomía de las éticas eudaimónicas, o de la felicidad,
segrega del campo estrictamente ético toda consideración de los fines
que persiguen o deberían aspirar a perseguir los hombres. Y es,
precisamente, en el ámbito de los fines donde habría que situar, según
los críticos neoaristotélicos, no sólo la discusión de la filosofía moral,
sino también la vida moral de los hombres.
Así, pues, si las éticas ilustradas y kantianas acentuarían los
elementos de autonomía, de reflexividad del sujeto con respecto a sus
fines, y de motivación racional, pues los fines dados deben ser
sometidos al tribunal de la razón práctica para ser evaluados y
aceptados o criticados, las éticas neoaristotélicas contraargumentarían
que sólo la consideración de esos mismos fines puede dar sentido
ético a la accion de los hombres. Pero, ¿cómo y en base a qué criterios
podemos acudir a esa discusión sobre los fines? Los fines
mencionados se entienden, siguiendo una estricta definición
aristotélica, como bienes y, en concreto, como aquellos bienes que
serían deseables por parte de los sujetos. Los criterios que definen tal
deseabilidad pueden proceder de fuentes diversas.
En la discusión contemporánea se pueden perfilar dos diferentes
fuentes de tales fines en los planteamientos neoaristotélicos. En primer
lugar, podemos acudir al análisis de las capacidades básicas que
parecen requerirse para una vida humana deseable, como hace
Martha Nussbaum, y establecer una suerte de antropología moral de
criterios mínimos indispensables que definen, incluso en términos
transculturales, qué puede ser una vida deseable para los hombres.
Cuando hablamos de capacidades básicas, nos referimos a las
condiciones mínimas atribuibles a los hombres como sujetos que
realizan acciones, no al contenido o a las finalidades concretas de tales
acciones. No se trataría, por tanto, de definir directamente qué bienes
primarios pueden ser deseables, sino de acordar una lista de las
capacidades que, como preferencias de segundo orden, hacen
deseables tales o cuales bienes, cuya diferente evaluación y
determinación estará sometida a variaciones culturales o a otras
contingencias. Esas capacidades básicas, cuya variabilidad cultural
-argumenta Nussbaum- es menor de lo que podríamos pensar,
concuerdan en un retrato de los mínimos humanos: refieren no sólo a
la capacidad de poder disfrutar y poseer bienes básicos (vivienda,
etc.), sino también a la capacidad de disponer de determinadas
capacidades de autorrealización personal (como la capacidad de poder
elegir y proseguir un modelo de vida) que apuntan a disposiciones
morales en sentido estricto. Según Nussbaum, cabe hacer un retrato
de perfiles aristotélicos de esas capacidades que se les han de
suponer a los individuos, acercándose con ello en parte a la idea de
derechos humanos, derechos que encontrarían en esta teorización una
base, al menos, aristotelizante.
Una segunda estrategia teórica para definir los criterios que
definirían la deseabilidad de los fines prácticos es la de acudir, en un
grado menor de abstracción -abstracción que esta segunda estrategia
siempre consideraría peligrosa por el grado de adelgazamiento al que
podría verse sometida nuestra estofa moral-, a los contextos prácticos
de definición moral, a las tradiciones que definen, en las diversas
culturas, qué comportamientos son aceptables y cuáles no lo son y, en
términos filosóficos, podríamos acudir a aquellas tradiciones teóricas
que han puesto de relieve la conexión entre la acción moral, los fines
de esa acción y el conjunto de prácticas sociales que, configuradas en
tradiciones, insertan esos fines como productos de esas prácticas. Esta
segunda posición, que es la mantenida por MacIntyre al proponernos la
mayor potencia de la tradición aristotélico-tomista, desconfiaría del
elemento transcultural que la anterior posibilidad ofrecía, así como de
su grado de abstracción, por una parte, y reclamaría, por otra, la
recuperación de los elementos normativos y sustantivos que
determinan cuáles son los bienes deseables, elementos que han sido
decantados en el conjunto de prácticas y de discusiones en las que las
sociedades han ido definiendo qué es deseable para ellas. La cercanía
de MacIntyre a los planteamientos comunitaristas actuales -cercanía
que no se daría en las propuestas anteriormente señaladas de
Nussbaum- se expresa, pues, en la prioridad de la comunidad moral
sobre los sujetos morales y en el rechazo consiguiente de la idea de
que los sujetos morales son anteriores a sus fines y de que poseen la
capacidad de elegir entre fines diversos y de evaluarlos con distancia
crítica. Esa concepción del sujeto moral, una concepción que va de
suyo desde la perspectiva autonomista de las éticas kantianas, sería
para MacIntyre una dañina concepción asociada a los elementos
individualistas más disolventes de la comunidad y de la tradición
morales, y una razón crucial de los callejones sin salida de las
sociedades contemporáneas que han heredado institucionalmente el
rechazo ilustrado a la prioridad moral de esas prácticas
institucionalizadas del bien que son las virtudes.
La oposición entre las éticas ilustradas y las éticas neoaristotélicas
puede resumirse, pues, en dos rasgos:
-respecto a la definición de los sujetos morales: mientras las éticas
ilustradas ubican la definición del punto de vista ético en la autonomía
de los sujetos en tanto que éstos poseen una prioridad con respecto a
sus fines, fines ante los cuales los sujetos morales poseen una actitud
reflexiva, las éticas neoaristotélicas entenderían esos fines como
determinantes del punto de vista moral;
- respecto a los contenidos de las acciones morales: mientras las
éticas ilustradas segregarían el punto de vista ético de las posibles y
plurales concepciones del bien que operan en sociedades complejas y
diversas como las modernas, las éticas neoaristotélicas darían
prioridad a los contextos comunales de definición del bien por medio de
sus diversas concepciones de qué comportamientos son deseables
como virtudes.
Se trata, pues, de la prioridad del sujeto autónomo -en el caso de
las éticas ilustradas-, por el contrario, de la prioridad de la comunidad
moral -en el caso de las éticas neoaristotélicas-. Pero esa oposición
entre sujeto moral y comunidad como clave de las diferencias que
existen entre las éticas del deber y las de la virtud puede no ser tan
clara como los críticos actuales al programa ilustrado se esfuerzan por
mostrar, y ello por las siguientes dos razones. En primer lugar, la
prioridad ética del sujeto ético con respecto a sus fines, tal como viene
definida por las éticas ilustradas, no tiene por qué desconocer la
importancia de esos fines, sino sólo señala que, a diferencia de las
éticas clásicas, las éticas modernas acentúan la reflexividad del sujeto
con respecto a ellos, es decir, hacen al individuo capaz de elegir entre
sistemas de fines diversos, le reconocen capaz de definir su propia
vida, y de ahí nace el acento de las éticas modernas en los derechos
del individuo como elemento básico del orden social. Pero, ni tal
reflexividad de los sujetos ni tales derechos del individuo operan en el
aire: su sustento en las ideas de libertad, solidaridad, igualdad y
dignidad de los individuos no hacen al sujeto proclive o susceptible a
cualquier fin, aunque le reconozcan la capacidad de errar al evaluarlos
o elegirlos. Consiguientemente, la formalidad que se le critica al punto
de vista ético de las éticas ilustradas es, más bien, el reverso de la
propuesta positiva de esas éticas, y que se centra en la autonomía y la
reflexividad de los sujetos, características ambas que, como intentaré
señalar, estaban ya presentes de alguna manera en el análisis
aristotélico de la idea de virtud o, en cualquier caso, que pueden ser
proyectadas sin demasiada violencia teórica y con buenos resultados
sobre el análisis clásico. En segundo lugar, cabe pensar que la
oposición entre las éticas del deber y las de la virtud no es tan clara
como aparenta porque, como las diferencias entre el análisis de Martha
Nussbaum y el del mismo MacIntyre dejan ver, no es ineludible vincular
el reconocimiento de determinadas capacidades básicas como
deseables para los sujetos con los contextos tradicionales de definición
del bien en aquellas nociones concretas de las virtudes que
sociedades diferentes pudieran tener. Es decir, no todo reconocimiento
de la importancia de la dimensión moral de las capacidades -y, cabría
añadir, de las disposiciones prácticas de los sujetos- debe vincularse a
la noción de tradición, y esta noción misma no tendría por qué
entenderse, tampoco, como un factum inanalizabale o bruto, no
susceptible de una asunción reflexiva. La sugerencia que cabe
plantear es, pues, que ni la noción de virtud ni la de tradición que
operan en MacIntyre han de ser tomadas con el grado de irreflexividad
que él mismo parece suponerle al enfrentarlas con las nociones
centrales de las éticas ilustradas, irreflexividad que algunos de sus
análisis incluso niegan a la hora de presentar la idea de tradición como
centro de un programa filosófico y moral. De hecho, la perspectiva de
un cosmopolitismo ético, que ubica en términos de la totalidad de la
especie que comparte la vida en la tierra aquella reflexividad,
autonomía y dignidad de los individuos, es la respuesta ilustrada a la
definición contextual-particularista de la moral.
Si estas razones pueden mantenerse, habría que concluir que no
son concluyentes los argumentos que se esgrimen contra el programa
moderno y, más bien, son los críticos neoaristotélicos que proponen las
nociones de tradición o de comunidad los que habrían de justificar de
qué manera puede elevarse un puente por encima de las razones que
hicieron nacer ese programa moderno. Esas razones, que cabría
resumir en la necesidad de afrontar normativamente los procesos de
complejificación social y de pluralización valorativa de las sociedades
contemporáneas, han de ser cortocircuitadas o simplemente ignoradas
-mostrando, por ejemplo, que la modernidad no expresa pluralidad,
sino homogeneidad- si quiere suponerse que han de tomarse como
punto de partida contextos homogéneos morales y sociales para
recuperar una comprensión más cabal de nuestra estofa moral.
Pero aunque la oposición entre autonomía de los sujetos y prioridad
de las tradiciones de una comunidad moral no deba presentarse con el
carácter de revisión radical que algunos proponentes de los programas
neoaristotélicos y comunitaristas quisieran, no puede negarse que las
éticas ilustradas -y en base a las razones kantianas antes
mencionadas- han sustituido la centralidad de las virtudes por la de la
subjetividad autónoma de los individuos y, al hacerlo, han basculado el
acento que las éticas clásicas ponían en las prácticas del bien
socialmente reconocidas hacia los motivos y las razones que los
sujetos autónomos pueden dar de sus comportamientos. Ese cambio
de acentos de la comunidad a la subjetividad es, tal vez, el rasgo
central del proyecto moderno; pero, ese proyecto deberá, a renglón
seguido, contestar a todas aquellas críticas que, desde los tiempos del
romanticismo, ponen en cuestión su autocomprensión como un mero
programa formal o procedimental. Deberá explicar, por tanto, de qué
manera esa subjetividad moral autónoma puede tenérselas con los
contenidos morales concretos, con las prácticas morales específicas,
en las que y con las que los individuos se definen éticamente. La
mediación entre la subjetividad reflexiva moderna y su punto de vista
ético, por una parte, y los contenidos y contextos particulares de la
acción, por otra, tiene diversos componentes -así, los procesos de
socialización, los sistemas de institucionalización, las formas de
argumentación, etc.-, entre los cuales puede ubicarse, en concreto, el
conjunto de disposiciones aprendidas por los individuos para
constituirse reflexivamente como sujetos morales. Se quiere sugerir
aquí que tales disposiciones cubren el espacio teórico que ocupaba la
reflexión clásica sobre la virtud.
Para analizar esa cuestión procederemos en dos pasos. En primer
lugar, y en el siguiente epígrafe, señalaremos de que manera pudiera
recuperarse la potencia teórica de la noción aristotélica de virtud
entendiéndola como una analítica de la acción moral determinada por
las ideas de sensibilidad y racionalidad morales, de reflexividad y de
proceso de aprendizaje. En segundo lugar, en el último epígrafe,
intentaremos una reconstrucción de esos rasgos desde el programa
moderno.
3. Sensibilidad, reflexividad y aprendizaje de las virtudes en la
ética clásica
La investigación que Aristóteles realiza en la Etica acerca de la
noción de virtud tiene un carácter analítico que nos puede ayudar en
nuestra investigación. No obstante, y frente a esa afirmación, se ha
dicho con frecuencia que la filosofía moral aristotélica, tal como
aparece en las Eticas o en ese pequeño tratado de las virtudes que
aparece en el libro I de la Retórica (1366a - 1366b), tiene un cierto
carácter descriptivo. En ese sentido, Aristóteles daría cuenta de las
nociones que analiza acudiendo a su uso en las expresiones y
prácticas acuñadas en su cultura. Al igual que Wittgenstein, el valor de
los conceptos se satisface -práctica, materialmente- en su significado, y
éste en su uso, en la manera en que los hombres los emplean para la
vida que viven. Pero, ese carácter descriptivo del talante moral
aristotélico debe ser complementado con dos notas ulteriores: su
carácter normativo y su carácter analitico. Por una parte, y en términos
normativos, no realizamos esta investigación -nos dice- para saber qué
es el bien, sino para ser buenos; es decir, la tarea de la ética no es la
de describir lo que se considera bueno, sino comprender por qué lo es
y favorecer el que seamos buenos. Por otra parte -y eso es lo que
ahora nos interesa-, esa comprensión se realizará con una analítica de
los factores que intervienen en la definición de algo como bueno y
virtuoso. No es siempre fácil deslindar esos tres aspectos -descriptivos,
normativos y de análisis de lo moral- que se conjugan en el tratamiento
aristotélico: como veremos, incluso, es una norma en cierto sentido
descriptiva -el hombre prudente tal como se percibía en la polis- la que
acabará siendo regla ejemplar que define analíticamente lo virtuoso.
Pero, cabe -al menos- el intento de partir de los últimos para conseguir
así, con un cierto rodeo, encontrar en la Etica alguna clave para la
discusión contemporánea. En efecto, sugeriré que determinada
comprensión de la tarea analítica de Aristóteles nos deja las manos
libres para no tener que coincidir con sus descripciones.
La definición aristotélica estándar de virtud aparece en el libro II de
la Etica a Nicómaco (1106a), donde se señala que ya que las virtudes
no son pasiones ni facultades, es decir, no son aquello que nos sucede
y nos acontece en términos de nuestras sensaciones o sentimientos, ni
tampoco por lo que podemos o no podemos hacer, por nuestras
capacidades, habrán de ser «modos de ser» 7 libremente adquiridos
por los sujetos. Posteriormente (1106 b y 1107 a) se dirá que tales
«modos de ser» refieren, en primer lugar, a las acciones y a los
sentimientos de los hombres, a su sensibilidad, y vendrían definidos,
en segundo lugar, por un término medio, el cual, en tercer lugar, se
ejemplificaría según un principio racional tal como lo emplearía el
hombre prudente 8. En esas definiciones pueden subrayarse los tres
elementos de sensibilidad, reflexividad y aprendizaje que pueden ser
relevantes para el análisis de las disposiciones de los individuos en su
comportamiento moral.
Pero, señalemos antes que el análisis dc la virtud parte de
comprenderla como héxis proairetiké, como modo de ser selectivo,
como hábito elegido de una manera de preferir, por así decirlo.
Cuando Aristóteles señala que las virtudes no son capacidades ni
pasiones, está apuntando a la actitud activa del sujeto moral: no es
aquello de nuestro comportamiento que nos viene dado por las
circunstancias materiales, históricas o psicológicas de nuestra herencia
o de nuestro entorno. No es, pues, la fortuna o la desventura de
nuestras existencias, sino la manera como podemos asumir y superar
esa fortuna o esa desventura (la fortuna será, precisamente, aquello
con lo que tenemos que habérnoslas, pues ingenuo sería pensar que
no interviene materialmente en nuestra vida y en nuestra moralidad).
La virtud no es, entonces, aquello que nos viene dado en nuestros
puntos de partida, sino aquello que se decanta en nuestros puntos de
llegada (por eso dirá que la felicidad, como finalidad del hombre, habrá
de juzgarse tomando en conjunto la totalidad de la vida vivida). Las
virtudes son, pues, disposiciones del sujeto que se adquieren
activamente por parte de éste y muestran un cierto carácter adverbial:
prestan el tono a lo que se hace centrándose en la manera en que se
hace. Ciertamente, qué se haga será determinante para definir
moralmente algo, pero cuando hemos de dar un retrato moral de
alguien, de un sujeto, acudiremos a sus virtudes, y sus virtudes son
modos y maneras de hacer (bien) aquello que es bueno. Si la
adverbialidad mencionada no es suficiente para definir lo moral, es, no
obstante, criterio necesario para lo mismo. Mas esa adverbialidad de
los comportamientos morales, como veremos, se acabará concretando
en actitudes y en juicios particularizados de carácter moral: implicará
rechazo de determinados comportamientos y aceptación de otros y, por
tanto, parecerá reclamar, al final, determinados «contenidos» morales
o determinadas «prácticas». Pero, como decimos, y si partimos de su
analítica, esos comportamientos poseen un rasgo adverbial: es la
manera moral de ser y de hacer la que, ante todo, muestra la
moralidad. Y esa manera moral es, precisamente, la disposición activa
del sujeto que no supone dada la dimensión moral, sino que la propone
(o la encuentra como propuesta) en forma de virtud. La pregunta es,
pues, cuál es esa perspectiva adverbial que define lo moral. Las tres
notas que hemos mencionado apuntan a esa explicación.
Las virtudes son disposiciones activas del sujeto referidas, en primer
lugar, al campo de la sensibilidad y de las acciones. La sensibilidad
mencionada no es sólo la sensibilidad pasiva de nuestras capacidades
y de nuestras pasiones, sino también la sensibilidad ligada a la
actividad de nuestro conocimiento práctico. Es, por tanto, una
sensibilidad que puede ser conformada de determinada manera por
determinadas prácticas de habituación, en primer lugar, y que es capaz
de percibir, en segundo lugar, la relevancia de determinados factores
en una situación moral haciendo de esa capacidad activa un rasgo
determinante de nuestra racionalidad práctica. El primer rasgo de la
sensibilidad moral -una sensibilidad pasiva que puede ser educada- se
complementa con el segundo -una sensibilidad activa que percibe la
complejidad y relevancia de determinados rasgos en una circunstancia-
a la hora de determinar el carácter de qué es esa manera elegida y
electiva de ser y de hacer que constituye la virtud.
El acento aristotélico en la conformación de esa sensibilidad moral
ha sido tradicionalmente comprendido como un acento sobre la
constitución de la personalidad moral en tanto carácter o, por decirlo
arangurenianamente, en tanto talante. En la medida en que ese acento
se entienda, como sugeriremos en la tercera de las notas que este
epígrafe quiere descubrir en los planteamientos aristotélicos, como
producto de un proceso de aprendizaje, es decir, como conformación
de una disposición básica que determina la proclividad a determinados
tipos de acciones y de interacciones, y en la medida en que la
conformación de ese carácter ponga también de relieve el carácter
activo del sujeto al automodelarse en esas acciones e interacciones y
al comportarse como sujeto moral, la constitución de la sensibilidad
moral no puede separarse de un cierto tipo de conocimiento moral: una
sensibilidad enriquecida y compleja percibirá mejor los rasgos de una
circunstancia; un sujeto poseedor de esa sensibilidad sabrá mejor la
relevancia moral de una cuestión. Como McDowell y Nussbaum han
argumentado, el razonamiento práctico no podría segregarse de
aquella sensibilidad, sino que habría de entenderse como uno de sus
momentos, aunque sea un momento central.
La virtud, pues, refiere a un modo de ser practicado y elegido que
comporta una sensibilidad moral ante determinado reino de acciones.
Pero, una vez definido en tales términos activos y automodeladores el
territorio conceptual en el que opera esta primera caracterización de la
analítica de la virtud, la pregunta por la estructura formal de los
comportamientos virtuosos se hace imperativa: ¿qué forma de
configuración de esa sensibilidad y del actuar moral es la que es dicha
virtuosa?
El segundo rasgo de la analítica de la virtud que exponemos
siguiendo a Aristóteles es el de la reflexividad. Quizá resulte
escandaloso el comprender la doctrina aristotélica del «término medio»
desde la idea de reflexividad, pero tal vez sea esa idea la que, de
forma más clara, aunque polémica, puede caracterizar la idea
aristotélica de virtud. El tratamiento aristotélico del término medio (EN
1106a-b) sugiere una cierta idea de relatividad según los sujetos
(nunca los objetos) a los que se refiere, con un argumento sobre
nuestras diferencias: «Llamo término medio [...], en relación con
nosotros, al que ni excede ni se queda corto, y éste no es ni uno ni el
mismo para todos» (EN 1106a). El ejemplo de Milón, que necesitaba
sustanciosas cantidades de alimento, es conocido. Igualmente, lo que
pudiera ser exceso para unos, es medio para otros; lo que fuera
defecto en aquellos, pudiera ser exceso en éstos. El medio, pues, no lo
es según una regla externa, sino atendiendo a la medida interna de
cada uno.
Pero, el argumento no es sólo un argumento relativizador. El término
medio es, internamente, una «justa medida» en el hombre mismo.
Aranguren resaltó un doble sentido de la idea de mesotés 11, con el
que queda aclarada esa «justa medida» ante nosotros mismos: por
una parte, refiere a la distancia del hombre ante lo inmediato de sus
pasiones o, por decirlo en otro lenguaje, de las formas dadas, no
reflexivas, de su ser; en este sentido, la razón práctica es incitación al
dis-curso y al no ceder «a las solicitaciones in-mediatas». Por otra, el
término medio refiere a la idea de metrón, medida, al equilibrio justo
entre la razón (nous) y las tendencias (orexis), «equilibrio entre ambos
de tal modo que ni se sofoque el primero ni se apague la segunda».
Esos sentidos de la idea de mesotés hablan pues de «justa distancia»
ante nosotros y del «equilibrio» dentro de nosotros, y apuntan, pues,
no sólo a una cierta norma interna que no puede ser dada desde fuera
de nosotros mismos (pues somos diversos en nuestras necesidades,
argumenta Aristóteles, y aspiramos a bienes no necesariamente
conmensurables en todo momento), sino también a una cierta norma
que nosotros hemos de darnos dentro de nosotros mismos y para
nosotros mismos. Es, quizá, sorprendente que no se haya resaltado en
la historia de la filosofía moral la congruencia entre esta idea
aristotélica de un sujeto moral en tanto sujeto reflexivo y los
planteamientos de la idea de autonomía en base a la cual la
modernidad planteó su argumento ético. Tal vez ese paralelismo de
planteamientos haya pasado a segundo plano -mientras ocupaba el
centro de la visión el contraste ya mencionado entre virtud y deber-,
porque esa idea aristotélica del «medio para nosotros» parecía
depender de otra cuestión de la que puede ser cuidadosamente
diferenciada. Me refiero a la idea del «fin del hombre», a la aclaración
de cuyo cumplimiento cabal se encaminaría la analítica de la virtud. Si
cabe hablar de tal «fin» (y articular en base a él una teleología,
partiendo para ello de una ontología de lo humano o de una
psicología), el medio sólo se definirá por él, huyendo de los extremos
que de él se alejan. Pero, es posible argumentar que la reflexividad
que hemos subrayado en la idea del medio aristotélico no tiene que
conducir a hablar del «fin del hombre», ni siquiera implicar su misma
noción, como requisito de la acción moral. La finalidad, la teleología de
la acción, se establece desde la acción y el sujeto mismo, desde su
peculiar reflexividad, y es interna a esa acción y a ese sujeto: es
finalidad en primera persona, no dicha en actitud de tercera persona
sobre el sujeto de la acción. No requerimos la abstracción «fin del
hombre» para entender la finalidad o las finalidades en las acciones
humanas y, por consiguiente, no necesitamos proyectar sobre éstas la
carga psicológica, ontológica o histórica de una determinada
concepción teleológica de la naturaleza humana. El que la acción
tenga, en efecto, fines, no significa que éstos deban comprenderse
como «fines del hombre», sino sólo como «fines de la acción». La
analítica de la virtud no nos requiere más que esa comprensión y nos
permite soslayar aquellas psicologías u ontologías (también,
ciertamente, de raíz aristotélica) que presuponen a qué se encamina la
finalidad de las acciones.
Prosigamos nuestra argumentación. La conformación activa de una
cierta manera de ser y de hacer morales implica, por tanto, una cierta
sensibilidad y requiere de la reflexividad del sujeto, reflexividad que se
ejerce en las formas de la deliberación de ese sujeto (boúlesis). Esa
deliberación apunta, por consiguiente, al corazón de la analítica de la
virtud aristotélica, a la phrónesis, a la capacidad reflexiva del juicio
práctico referido a sus contextos del actuar y del sentir morales, a la
virtud que ha pasado a ser el centro del territorio moral clásico. Sobre
esa virtud regresaremos más adelante, pero quede señalado que
pivote sobre la disposición reflexiva del sujeto y que se aleja de
cualquier norma dada de antemano para la acción moral: es, ante todo,
una visión internalista a esa acción, en actitud de primera persona.
Si al hablar de este segundo rasgo de la analítica de la virtud, la
reflexividad, hemos tenido que acentuar la actitud de primera persona
para evitar los riesgos de una imposición de un sistema de finalidades
dado, hemos de realizar una maniobra similar al hablar del tercer rasgo
de la misma, la idea de proceso de aprendizaje. Cuando Aristóteles se
interroga cuál es el criterio de ese término medio, señala que se elige
«según el criterio correcto» (kata tan órthon lógon) (EN 1144b), y éste,
a su vez, se explica acudiendo, sorprendentemente, a un criterio de
ejemplaridad «según la prudencia, según el hombre prudente
(phronimós)». El prudente -y el ejemplo de Pericles acentúa este
rasgo- es alguien, la descripción de cuyo carácter parece no agotar
ese término con el que lo indigitamos. Es, al cabo, la imagen social
ejemplar que muestra aquel equilibrio, aquella reflexividad y aquel
atender a los rasgos relevantes de la situación que ya hemos visto ir
apareciendo en los pasos anteriores. Pero, con esa ejemplificación
parece, a la vez, acentuarse la pertinencia de esos rasgos y mostrar
que pueden ser vistos en otro. Es decir, Aristóteles parece, a la vez,
señalar que la virtud es comprendida en actitud de primera persona y
que puede ser vista en otros en actitud de tercera persona: si no
podemos describirla cabalmente, sí podemos, al menos, reconocerla y
proponerla como criterio de acción. Tal vez sea éste el rasgo más
paradójico de la ética aristotélica, al ser comprendida desde un intento
de recuperación desde la filosofía contemporánea: nos reclama una
actitud internalista de la acción moral para comprenderla como tal
acción, pero nos muestra también su fuerte carácter socializado y
socializador. Ciertamente, eso nos conduciría de manera directa a
aquella otra temática, la política, que Aristóteles considera indisociable
-es más, es su matriz- de la ética. Pero, nosotros no seguiremos ese
camino, sino que, forzando aún más la lectura, podemos reinterpretar
ese rasgo apoyándonos en un rasgo antes mencionado al hablar del
primer rasgo de la analítica de la virtud: el carácter modificable de
nuestra sensibilidad moral, el proceso de aprendizaje del punto de vista
moral mismo.
Este tercer rasgo de la analítica de la virtud ha sido susceptible de
interpretaciones comunitaristas. Según estas interpretaciones, tal como
apuntamos al hablar de MacIntyre, los fines y los bienes sólo son
comprensibles en el marco de tradiciones que configuran acuerdos
establecidos sobre los mismos y que son los nichos de los procesos de
la socialización moral de los sujetos. La imagen del prudente sería, así,
aquello que una tradición ha acordado como tal, y los buenos fines
serían aquellos que esa tradición o esa comunidad han acordado como
tales. No es difícil que el momento descriptivo de la ética aristotélica y
el momento normativo de la misma pasen a primer lugar a la hora de
considerar el proceso de aprendiza]e que constituye este tercer rasgo
que estamos analizando, pero conviene resistirse a ello -para no
concluir que la idea del prudente es la que encarna Pericles, u otro
cualquiera que pudiéramos escoger, o que la idea de lo prudente es lo
que consagra una comunidad o una tradición dadas- y mantenernos
todavía en el plano de la analítica de la acción. Lo que ésta nos
permite ver es que la perspectiva que acaba definiendo el criterio por
el cual podemos conducir y configurar nuestra sensibilidad, nuestra
percepción y nuestro actuar morales es una perspectiva no dada -ni
por naturaleza ni sólo externamente por una tradición-, sino adquirida
por parte de los sujetos morales, y que esa adquisición se realiza en
base a procesos de aprendizaje. Otra cosa distinta, y crucial, es en
base a qué valores se realiza ese aprendizaje; es decir, en base a qué
contenido normativo social podemos pensar que los sujetos son, en
una sociedad y en un momento moral dados, sujetos morales.
SOCIEDAD/INDIVIDUO: No obstante, si la virtud es fruto de un
proceso de aprendizaje, es fruto, también, de un proceso de
socialización moral y depende, para ello, de alguna forma de
comunidad moral. ¿Qué tipo de comunidad moral debiera ser ésta, y
qué tipo de socialización moral debiera ponerse en juego? Aunque la
respuesta a esa pregunta desborda el marco de la analítica de la
acción moral y de la virtud que hemos realizado, esa analítica misma
nos impone ciertos requisitos. Los rasgos de actividad del sujeto y de
reflexividad del mismo parecerían implicar características similares para
el proceso de aprendizaje moral y para la comunidad que lo induce. No
parece, pues, Aristóteles modificar aquí la propuesta de que sólo una
comunidad justa puede educar a hombres justos, sólo una comunidad
de virtuosos a hombres virtuosos. O, en nuestro lenguaje, sólo una
comunidad reflexiva -como aquella que el pragmatismo de John Dewey
diseñaba al hablar de una «comunidad de hábitos reflexivos»- puede
acabar por educar estructuras reflexivas en los sujetos y, por tanto,
sólo actitudes reflexivas de los sujetos con respecto al conjunto de
normas dado pueden constituir formas de entendimiento que pueden
configurarse -o no, dependiendo de los mismos sujetos- en estructuras
de interacción estable y en tradiciones. Si ello es así, la analítica de la
virtud nos permitiría el paso a otra analítica de las estructuras de
interacción por el camino de los procesos de socialización 13.
En el último momento de nuestra discusión sobre la idea de virtud
no procederemos directamente a esa analítica de las interacciones
reflexivas, sino que, más bien, consideraremos la forma en que la
noción de virtud, tal como ha sido aquí reconstruida desde los
planteamientos aristotélicos, puede ser recomprendida desde la ética
discursiva.
4. La virtud y las actitudes morales en primera persona
Los planteamientos contemporáneos de las éticas discursivas, y por
elegir la formulación de Jürgen Habermas, señalarían que la validez de
las normas y de los principios morales sólo puede comprenderse desde
discursos prácticos en los que los participantes pueden adaptar una
actitud hipotetica ante esas normas y principios para valorar sus
posibles razones y efectos. Ello quiere decir que todos los afectados
por esa norma o principio podrían intervenir en la discusión y, en
segundo lugar, que al hacerlo no discutirían sólo teniendo en
consideración el estado de cosas dado, sino todas las consecuencias
que podrían sucederse de tal norma si ésta se aplicara universalmente.
Este vínculo de simetría, universalidad y actitud hipotética es el
corazón de la propuesta discursiva y, al igual que las propuestas
contractualistas contemporáneas, ha recibido -como vimos- la crítica
que reza que, por el contrario, sólo la discusión particularizada sobre
fines dados, en interacciones concretas, puede ser considerada
relevante desde la moral. Sin intentar responder de nuevo ahora a
esas críticas, y dejando por el momento al margen la perspectiva de la
universalidad -que aparece en la ética discursiva a la vez como una
regla de argumentación y como un horizonte normativo cosmopolita,
una característica dable que se presta a confusiones no pequeñas y
que es origen de otros proLlemas-, sí cabe proponer que las ideas de
simetría y de reflexividad de los sujetos, reflexividad que se mostraría
en la actitud de los individuos ante contextos normativos dados,
recogen las notas centrales del programa discursivo, a la vez que nos
permiten dar un paso hacia la incorporación de los resultados de
nuestra discusión anterior sobre la idea de virtud. Al hacerlo, queremos
sugerir que el procedimentalismo que los neoaristotelicos han criticado
en el programa discursivo es susceptible de ser comprendido desde la
analítica de la acción moral, una analítica que si bien no entra a
considerar bienes y fines concretos -fines y bienes que para ser
adecuadamente ponderados exigen un cambio desde el análisis más
abstracto de la filosofía a los diversos discursos prácticos, reales,
históricos y contextuales-, sí apunta, al menos, a rasgos formales de
los sujetos que ejercen esos fines en su acción y que producen o
prefieren esos bienes. Partiré, pues, de la definición básica de la
interacción discursiva como locus del discurso práctico y de sus rasgos
de simetría y de reflexividad.
Pero, conviene antes una precisión ulterior. Si Habermas restringía
hace unos años el mecanismo de la situación discursiva a aquellas
cuestiones éticas (moralisch) que se referían a los criterios y
problemas de lo justo, y segregaba de tal consideración los problemas
morales (etisch) de lo que cada cual pudiera considerar la vida buena,
las últimas formulaciones que ha sugerido hablan, más bien, de una
pluralidad de discursos: también sobre lo bueno podríamos establecer
discursos críticos como lo hacemos sobre las ideas y criterios de
justicia. Una posible manera de abordar la inclusión de la idea de virtud
en los planteamientos discursivos sería concebirlas como definiciones
de modos de vida de deseables (como fines, como bienes) y reconocer
que han adquirido un cierto carácter reflexivo al ser susceptibles de ser
contrastadas discursivamente. Esa solución aporta la ventaja de
reconocer que, en efecto, determinadas cualidades morales pueden
ser contrastadas discursivamente -en discursos no sobre la justicia,
sino sobre la vida buena- y, con ello, pueden entrar reflexivamente en
procesos de aprendizaje. Pero tal posible comprensión de la idea de
virtud tiene también el inconveniente de reducir las virtudes -que son
disposiciones del discurso práctico y de la acción moral- a bienes,
cuando son más bien -reiteremos- condiciones activas del buen elegir
bienes. Si, siguiendo lo que hemos señalado, las entendemos así,
podemos entenderlas como disposiciones básicas en todo discurso
práctico (y, consiguientemente, en toda acción moral en tanto reflexiva)
y no sólo como imágenes de un modo de vida deseable (aunque
también puedan ser concebidas así en aquellos discursos morales que,
por ejemplo, alaban y sugieren determinados tipos de
comportamiento).
Las tres notas de la analítica de la virtud que hemos analizado en el
apartado anterior -sensibilidad y racionalidad, reflexividad y
aprendizaje- pueden ser comprendidas, por tanto, como disposiciones
básicas que se les suponen y requieren a los individuos en tanto
sujetos morales, es decir, en su reflexión y en su actuar morales. En
primer lugar, son disposiciones requeridas, es decir, condiciones que
se les suponen a los sujetos en contextos de interacción discursiva
práctica. Por ello quiere decirse que toda interacción de ese tipo, y en
virtud precisamente de su simetría, requiere de los participantes
determinadas disposiciones, tales como las que se expresan en su
disponibilidad para entrar en la situación del discurso, para criticar y
ser criticados en las razones que aportan y para ser requeridos y
requerir tales razones. Sin tal tipo de disposiciones activas de los
sujetos, la situación discursiva sería imposible o inconsistente,
fracasaría. En segundo lugar, señalamos que esas disposiciones se les
requieren o solicitan a los sujetos en la situación de discurso. Requerir,
en ese contexto, supone la generación activa de esas disposiciones
cuando las mismas no se cumplen o cuando el suponerlas no queda
satisfecho; es decir, supone la cualidad que tienen estas disposiciones
de ser aprendidas, como ya señalamos anteriormente.
Esas disposiciones pueden ser definidas en las líneas de la analítica
de la virtud aristotélica desde la perspectiva de una interacción
discursiva: la definición de los problemas moralmente relevantes y la
percepción de los rasgos pertinentes en una situación son
disposiciones centrales en una situación de discurso práctico. Por tales
disposiciones, los sujetos son capaces de reconocer la importancia, la
relevancia y la pertinencia de determinadas reflexiones o de
determinados comportamientos reflexivos. Y lo hacen no sólo porque
se atienen a reglas discursivas determinadas, a reglas de la
argumentación que ordenan la misma 15, sino más bien porque son
capaces también de definir semánticamente qué aspectos tienen
relevancia moral: qué cosas y por qué son susceptibles o requieren de
justificaciones discursivas, qué cosas pueden recibir sanción reflexiva
en tanto acciones morales. Ciertamente, esa definición de contenidos
no se opone a la perspectiva moral de la situación de discurso (que,
como tal, no requiere acuerdos sobre determinado catálogo de
cuestiones para definirse como moral, sino que sólo requiere
imparcialidad, simetría y reflexividad), sino que, más bien la
complementa, y lo hace en la línea de reconocer que un rasgo de los
discursos prácticos es, precisamente, el que versan sobre aquellas
cuestiones que diversos individuos o colectivos consideran moralmente
relevantes en circunstancias dadas, o el que son ejemplos de tales
cuestiones en el caso de las acciones moralmente reflexivas. El posible
catálogo de cuestiones que pudieran incluirse entre aquellas que se
descubren como de relevancia moral o que se definen en un momento
histórico como poseedor de tal relevancia (con las características
añadidas de variabilidad en el tiempo, de innovación, de revisión, etc.)
determina el campo de la semántica moral de ese momento histórico, y
es un campo siempre sometido a revisión y a inclusión de nuevas
cuestiones o a la eliminación de otras. Como veremos en un momento,
ese catálogo gira en torno a determinados ejes -en concreto, por
ejemplo, una idea moral de lo humano mismo-, en torno a los cuales no
es imposible hablar de un frágil aprendizaje moral.
El discurso práctico ejerce y requiere la reflexividad de los sujetos,
como ya hemos señalado, y este es el rasgo distintivo sobre el que la
modernidad elevó su programa ético. En términos de los requisitos que
tal reflexividad impone sobre los sujetos que participan en el discurso
(y en toda acción moral en tanto reflexiva), éstos se ven solicitados de
suministrar razones de su comportamiento o de su juicio cuya validez
conciben de manera no inmediata con respecto a su contexto. En otras
palabras, no todo valor que se propone como válido ha de
considerarse tal, sino sólo aquellos que discursivamente pueden
aceptarse como tales y sólo aquellos que puedan ser aceptados y
justificados reflexivamente por los sujetos. La reflexividad que separa la
existencia fáctica de normas, imágenes de lo deseable, etc., de su
validez (siempre hipotética hasta que sea justificada) es, precisamente,
aquella que aparecía en la noción del mesotés aristotélico, quien no
validaba los fines o los comportamientos por su mera inmediatez. Pero
no sólo eso, pues la peculiar percepción de los rasgos contextualmente
relevantes -y que es crucial en el programa de la phrónesis aristotélica
como reconocimiento de la particularidad de contextos en los que hay
que aplicar principios y criterios, o en los que hay que innovarlos-,
percepción que hemos analizado en párrafo anterior, nos lleva a
pensar que la reflexividad de los sujetos se refiere, también, a su
capacidad de referirse reflexivamente a contextos normativos
concretos. Es decir, los sujetos son capaces de mediar su actitud
discursiva (su actitud hipotética ante normas y principios) con contextos
particulares: pueden determinar, y precisamente porque son sujetos
reflexivos, los casos en los que son relevantes determinados principios
u otras consideraciones.
Por último, esas disposiciones son susceptibles de aprendizaje. La
práctica discursiva y la justificación reflexiva de criterios y normas está
ya siendo ejercida cuando accedemos a ella. Nos subimos, por así
decirlo, a un tren en marcha, tren en el que esas disposiciones son
requisito de entrada. Los procesos de socialización (y de individuación
reflexiva por medio de ella) nos introducen in media res y nos
confrontan con modelos de ese ejercicio en marcha: la imitación, el
fracaso y el éxito ajenos y propios, etc., configuran los jalones de ese
aprendizaje. Pero, sobre todo, ese proceso se aprende en la
percepción de su estructura reflexiva misma: aprendemos maneras de
ser sabiendo de qué maneras pueden ser aprendidas, imaginando y
seleccionando determinadas disposiciones entre muchas posibles y
practicándolas reiteradamente en diversidad de contextos y de
situaciones. Y sólo siendo tratados simétricamente en contextos como
los que mencionamos alcanzaremos a comportarnos simétricamente,
sólo siendo tratados como seres reflexivos aprenderemos, al cabo, a
serlo.
Nótese que incluso en este último caso no hemos tenido que
abandonar la perspectiva de primera persona que se nos presentaba
en la analítica de la virtud aristotélica. Esa actitud es, también, la que
se les requiere a los participantes en el discurso práctico de la ética y
moral discursivas: no participan como no implicados, sino como sujetos
mismos de aquello que se debate o como sujetos mismos de la accion.
Las disposiciones que se les requieren a los sujetos son las
disposiciones que éstos han de aprender a ejercer en contextos
discursivos, aunque sean, también, disposiciones que pueden ser
ejemplificadas y mostradas como loables en otros de cara a su
aprendizaje.
El catálogo de las virtudes ha variado, como señalamos al comienzo,
a lo largo de la historia. Esa variabilidad viene determinada, tanto por
las apreciaciones diversas que sociedades distintas han realizado de lo
que consideran bueno o deseable, como por las teorizaciones distintas
que han realizado las filosofías cambiantes. Si las reflexiones de los
párrafos anteriores no son erradas en exceso, podríamos proceder a
presentar algún catálogo de disposiciones morales básicas tal como se
ejercitan, o se deberían ejercitar, en los contextos discursivos prácticos
de las sociedades contemporáneas. No sería imposible conectar
determinadas pretensiones de validez discursivas -tal como las analiza
Habermas- con esas disposiciones: la veracidad de los enunciados, la
corrección de las normas o la autenticidad de las dimensiones
expresivas pueden hacerse corresponder con disposiciones de los
sujetos, tales como la búsqueda y el ejercicio de la verdad en contextos
teóricos y prácticos («ser una persona veraz»), la rectitud en el
cumplimiento de normas y en la evaluación de comportamientos
reglados («ser una persona recta»), o la autenticidad en la expresión
del propio yo o de determinados valores estéticos («ser una persona
auténtica»). Los requisitos de simetría, de igualdad y de apertura del
discurso práctico pueden, también, encontrar paralelos disposicionales
en las ideas de justicia, ecuanimidad y amplitud de miras que
aparecían en los catálogos clásicos, aunque a veces bajo otros
nombres y con otras connotaciones. Estos ejercicios de
ejemplificacióon no son imposibles y pudieran ser iluminadores para el
tratamiento de determinados aspectos de la socialización moral y en la
crítica de prácticas, valores e instituciones de la sociedad
contemporánea.
Pero, aunque esos ejercicios sean posibles y a veces necesarios,
concluiremos con dos reflexiones de orden distinto que complementan
en parte lo anteriormente señalado. Las diversas ideas o imágenes de
lo virtuoso configuran en un momento histórico dado -como ciudadano
de la polis en el período clásico, o como ciudadano del mundo en otros
momentos históricos- una determinada idea moral de humanidad, como
apuntábamos antes a la hora de hablar de un cierto campo semántico
moral. La concreción valorativa de esa idea moral de humanidad ha
tenido rostros diversos y se ha ido modulando y ampliando, la mayor
parte de las veces, en un proceso de aprendizaje por negativo: es la
experiencia de la barbarie ajena y, sobre todo, de la propia la que ha
ido ampliando y ahondando aquellos rasgos que se consideran
relevantes para definir qué es deseable o qué se requiere moralmente
para comprendernos como humanos. En la modernidad cumplida, esa
negatividad se ha incrementado, y la experiencia de la propia barbarie,
que puede ser ejemplificada de tantas maneras y con tanta frecuencia,
presta a ese ideal moral de humanidad un rostro peculiarmente
negativo y resistente. Los derechos humanos han podido ser
considerados, así, como el rasero práctico con el cual la humanidad se
mide moralmente a sí misma en cuanto a sus mínimos, y serían, en
cierto sentido, requisitos que se imponen a la hora de considerar a los
diferentes hombres y sociedades, imágenes si no ya de excelencia, sí,
al menos, de requisitos indispensables en nuestra autocomprensión
moral como especie. La relación que tienen tales imágenes reflexivas
de la humanidad en la modernidad con las virtudes en tanto
disposiciones del discurso práctico adviene en forma de aquel catálogo
semántico, o de contenidos, al que nos referíamos anteriormente. No
sólo se nos requiere simetría y reflexividad en el discurso práctico y en
la acción moral, sino también, y quizá en primer lugar, sensibilidad
moral: y esa sensibilidad moral atañe, sobre todo, y como acabamos de
apuntar, a la manera como nos autocomprendemos moralmente como
especie, a las relaciones morales básicas con respecto a los otros
miembros de la especie.
Una última nota vincula también el tratamiento clásico de las virtudes
-aquí recuperado en forma de una analítica de la virtud- con las
disposiciones que se ejercen en los discursos prácticos: el carácter
narrativo que adquiere la expresión de la perspectiva moral en primera
persona. Alasdair MacIntyre señaló acertadamente en Tras la virtud el
carácter narrativo de nuestras argumentaciones y conformaciones
morales, y lo ligó a prácticas del bien que se desarrollaban a lo largo
del tiempo y que se autocomprendían en aquellos relatos que
podíamos hacer sobre nuestro proceso de desarrollo moral y sobre
nuestra vida. La temporalidad moral habla, pues, de enseñanzas,
cambios, olvidos y crisis; habla de un proceso de aprendizaje y de
múltiples procesos de reinterpretación o de otras alteraciones del tejido
de nuestra identidad moral. La noción misma de carácter -y aun de
talante- no puede entenderse sin una clara conexión con esa narrativa
interna del propio yo, como bien vio Aranguren. Pues bien, si
comprendemos las virtudes en tanto disposiciones requeridas en
aquellas interacciones reflexivas en las que damos cuenta de nuestros
valores, principios, elecciones o preferencias, y en las que las
criticamos y rectificamos, podemos tambien comprender el entramado
narrativo que esas disposiciones adquieren. Los sujetos configuran su
identidad y su carácter en tales disposiciones, y lo hacen en términos
temporales: consiguientemente, pueden también dar cuenta narrativa
de esa temporalidad y de ese proceso. Es más, tendrán que hacerlo si
es que el proceso mismo les ha de ser comprensible y les puede ser
explicado a los demás. La manera en que el discurso y la reflexividad
de la acción moral afecta a nuestra percepción moral del mundo, la
forma en que esa reflexividad del discurso y de la acción configuran el
aprendizaje moral de lo que somos y de lo que ya no somos nos es
inteligible y es justificable en términos narrativos. Esas narraciones
morales del yo pueden convertirse, en otro momento del discurso y de
la acción, en razones válidas que se ejercen para justificar una norma
o un principio morales, fuera incluso del contexto y del momento que
los liga a un actor (una experiencia moral narrada puede configurarse y
generalizarse, así, como buena o mala razon para hacer algo o para
dejar de hacerlo, al margen incluso del momento particular en el que
aconteció), pero ello no niega ni obsta para su estructura narrativa.
Como ya se ha dicho, este tratamiento de la idea de virtud -más
analítico que descriptivo o normativo- no agota todo el ámbito de esa
cuestión, pero, al menos, indica que no es del todo acertado el
apresuramiento de algunos neoaristotélicos que emparejan la crítica al
proyecto normativo de la modernidad -una crítica que es indisociable
de ese mismo proyecto- con una reivindicación de una ética de las
virtudes desde la que aquel proyecto acaba por declararse clausurado.
El aparente tour de force que hemos ejercitado es algo más que un
intento de irenismo intelectual, pues hace posible recuperar de manera
congruente -aunque, en lo dicho, ello sólo haya sido en términos
analíticos- los rasgos básicos de la analítica de la acción moral con los
supuestos básicos del programa moderno. Pero una vez llegados a
este punto, tal vez pueda descubrirse que la crítica neoaristotélica de
la que partía nuestro análisis no opera con la autorrestricción analítica
con la que nosotros nos hemos movido: la reivindicación de una ética
de la virtud frente a una ética de principios, normas y derechos no
encuentra su razón central en la reivindicación filosófica de una forma
de discurso teórico (de aquel discurso que atiende a las disposiciones
y no sólo a los requisitos formales de la interacción), sino quizá ante
todo es la reivindicación de determinados contenidos normativos -los
de la comunidad y la tradición- frente a otros -los de la sociedad
compleja y los del individuo autónomo y reflexivo-. Y, si ello es así, la
polémica requerirá pasar a otro nivel y precisará de diferentes
argumentos en los que no es este el momento de entrar.
THIEBAUT
CARLOS
10-ÉTICA págs. 427-461
....................
1 William Frankena, entre otros, ha propuesto ese contraste de teorías éticas
en diversos articulos, contraste que algunos pensadores neoaristotélicos han
desarrollado. Sobre Frankena véase R. B. Brandt, W. K Franhena and Ethics of
Virtue: The Monist 64, 3 (1981) 271-292. Puede hallarse un panorama de algunas discusiones recientes de la filosofía analítica al respecto en el trabajo de Margarita Mauri, El tema de la virtud: recientes debates: Revista de Filosofía IV, 5 (1991) 219-227.
2 También Adela Cortina, en una línea algo distinta a la que aquí
plantearemos, ha sugerido una reapropiación de algunos elementos teleológicos
del tratamiento clásico en un marco kantiano y dialogico; cf. su Etica sin moraL
Tecnos, Madrid 1990, 219-238.
3 Tras la virtud. Crítica, Barcelona 1988. He analizado con más detenimiento
las posiciones neoaristotélicas contemporáneas en Cabe Aristóteles. Visor,
Madrid 1988 y en Los limites de la comunidad. Centro de Estudios
Constitucionales, Madrid 1992, textos a los que me remito para una exposición
más detallada de las mismas.
4 Ethics and the Limits of PhilosopLy. Harvard University Press, Cambridge,
Mass. 1985.
7 Traduzco, siguiendo a Julio Pallí, héxis por «modo de ser» y no por «hábito»;
cf. Aristóteles Etica nicomáquea. Introd. de E. Lledó y trad. de J. Pallí. Gredos,
Madrid 1985, 166.
8 La discusión detallada de la noción aristotélica de virtud puede encontrarse
entre otros lugares, en J. L. López Aranguren, Etica. Alianza, Madrid 1958, cap. XV, y O. Guariglia, Etica y política según Aristóteles, vol. II. Centro Editor de América Latina, Buenos Aires 1992, 76ss.
11 Etica, 380s.
13 Véase J. Habermas, Individuación por vía de socialización, sobre la teoría de
la subjetividad de G. H. Mead Pensamiento postmetafisico. Taurus, Madrid 1990,
188-239.
15 Sobre las reglas de argumentación práctica en Habermas y R. Alexy puede
verse M. Atienza, Las razones del derecho. Teorías de la argumentación jurídica
(Cuadernos y Debates 31). Centro de Estudios Constitucionales, Madrid 1991,
177-233.
...............................
Bibliografía
Aristóteles, Etica nicomaquea. Gredos, Madrid 1985.
Cortina, A., Etica sin moral. Tecnos, Madrid 1990.
Guariglia, O., Etica y política según Aristóteles. Centro Editor de América
Latina, Buenos Aires 1992.
López Aranguren, J. L., Etica. Alianza, Madrid 1958.
MacIntyre, A., Tras la virtud. Crítica, Barcelona 1987.
- Whose Justice? Which Rationality? University of Notre Dame Press,
Notre Dame 1988.
- Tres versiones rivales de la ética. Rialp, Madrid 1992.
Thiebaut, C., Cabe Aristóteles. Visor, Madrid 1988.
- Los limites de la comunidad. Centro de Estudios Constitucionales,
Madrid 1992.