SENTIMIENTO MORAL

Esperanza Guisán


1. Caracterización general
Conviene comenzar señalando la diferencia no irrelevante entre las 
teorías filosóficas que fundamentan la ética en el sentimiento moral y 
las teorías filosóficas que disuelven la ética al reducirla a sentimientos 
individuales no cualificados, dando así, estas últimas, lugar a un 
subjetivismo, y un relativismo metodológico que niega la posibilidad, 
que las primeras propician, de una razón práctica empiricamente 
condicionada. 
La causa de la no distinción entre estos dos tipos radicalmente 
distintos de posicionamiento ha llevado a confundir las éticas de los 
sentimientos morales con corrientes meta-éticas del presente siglo, 
como el imperativismo de Ayer o el emotivismo de Stevenson, 
produciéndose así una indebida descalificación de las teorías 
fundamentadas en sentimientos morales que, en términos generales, 
no han sido suficientemente estudiadas, comprendidas y valoradas. 
A decir verdad, ni siquiera el emotivismo de Stevenson es una teoría 
tan subjetivista y relativista como pudiera parecer en una lectura 
apresurada, como he señalado en otro lugar 1, pero aun así, de lo que 
no cabe duda es de que la diferencia entre los posicionamientos de 
Stevenson y los de los defensores clásicos de las éticas del 
sentimiento moral, especialmente en el caso de Hume, es tal que, a 
pesar de las aparentes superficiales coincidencias, podría decirse sin 
exageración que se trata de dos corrientes de pensamiento 
antagónicas a nivel meta-ético. En el caso que ejemplifica Hume se 
defendería un mínimo natural en ética, y habría de considerársele, al 
tiempo, como un precursor de las denominadas corrientes 
neonaturalistas o descriptivistas, representadas en este siglo por 
Warnock, mientras que Stevenson, pese a sus alegatos en sus escritos 
más tardíos, podría ser considerado, especialmente en sus primeros 
trabajos, como un defensor del subjetivismo y el relativismo 
metodológico, rechazando casi tajantemente cualquier intento de 
justificar racionalmente los enunciados éticos. 
Los defensores de las éticas de los sentimientos morales (Hume y 
Adam Smith, principalmente), por el contrario, no sólo no niegan la 
posibilidad de una razón práctica empiricamente condicionada, sino 
que proceden a su fundamentación partiendo del supuesto, defendido 
en nuestro siglo y nuestros lares por José Ferrater Mora, de que existe 
un continuo de la materia a la razón, de lo sensitivo a lo racional, de lo 
descriptivo a lo prescriptivo, del es al debe. 
Contrariamente a lo que suele indicarse en los manuales al uso, no 
sólo no fue Hume un antecesor o precedente de la denuncia de la 
Falacia Naturalista por parte de G. E. Moore en sus Principia ethica de 
1902, donde se negaba la posibilidad de deducir «bueno» a partir de 
cualquier cualidad natural, sino que, por el contrario, se trata, en el 
caso de Hume, del primer autor que supo demostrar cumplidamente 
que la base de la ética es tan natural como lo pueda ser la naturaleza 
humana. 
Estas reflexiones previas pudieran parecer inoportunas en un breve 
capítulo sobre el sentimiento moral, como es el caso, pero son tantos 
los manuales y tratados divulgativos de la ética donde se tergiversa el 
contenido del celebérrimo pasaje del Tratado de la naturaleza humana 
de Hume conocido como el isought passage, que bien vale la pena 
tratar de esclarecer su sentido a fin de que la reiterada repetición de 
una concepción errónea de la filosofía moral de Hume no acabe 
convirtiéndose en una «verdad» establecida y no cuestionada. 
Al final de la sección I de la I parte del libro III del Tratado de la 
naturaleza humana que lleva por título «Las distinciones morales no se 
derivan de la razón», Hume enuncia su prohibición de derivar 
enunciados relativos a lo que debe ser de premisas meta-empíricas 
relativas a lo que supuestamente es. Es decir, se deslegitima a la 
naturaleza tomada en abstracto, como entidad metafísica, para decidir 
acerca de lo que es bueno y correcto para los seres humanos. 
La ética, desde el punto de vista de Hume, es un constructo 
realizado, no a partir de convenciones, contratos o diálogos más o 
menos ideales, sino desde las propias demandas y necesidades 
humanas, o, lo que es igual, Hume, al tiempo que rechaza la 
fundamentación de la ética en una «naturaleza» deificada, reclama la 
naturaleza humana como fuente, origen y fundamento de nuestras 
obligaciones morales. 
Puesto que, también para Hume, la naturaleza humana sólo puede 
ser conocida desde nuestra propia sensibilidad, y no debe ser 
configurada dictatorialmente desde una «razón» ajena a nuestros 
sentimientos, deseos, necesidades, inclinaciones, etc., Hume, en las 
antípodas del Kant de la Fundamentación metafisica de las 
costumbres, declarará no sólo que la antropología no estorba a la 
fundamentación de nuestros juicios morales, sino que lo que sabemos 
del ser humano a través de nuestra sensibilidad es el único 
fundamento en ética. 
Expresado en otros términos, la razón puede, y debe, ayudarnos, en 
la filosofía humeana, a descubrir los principios morales, mas no a 
construirlos o producirlos. Su origen se encuentra únicamente en 
nuestra sensibilidad: «En el interior del hombre habita la moralidad» 
podría resumir el intento humeano, compartido por los más restantes 
representantes de las éticas de los sentimientos morales. 
Como afirma Hume: 

«Mientras os dediquéis a considerar el objeto, el vicio se os escapará 
completamente. Nunca podréis descubrirlo hasta el momento en que dirijáis 
la reflexión a vuestro propio pecho y encontréis allí un sentimiento de 
desaprobación que en vosotros se levante contra esa acción... De esta forma, 
cuando reputáis una acción o un carácter como viciosos, no queréis decir otra 
cosa sino que, dada la constitución de vuestra naturaleza (cursivas mías), 
experimentáis una sensación o sentimiento de censura al contemplarlos» 2. 


A la vista del texto, conviene reparar en la fundamentación empírica 
e intersubjetiva de la ética humeana 3 y de las restantes formulaciones 
de las éticas del sentimiento moral. Se da así el caso de que para este 
tipo de teorías las acciones son buenas o malas no solamente porque 
las aprobamos o desaprobamos, más o menos arbitrariamente. Por el 
contrario, los sentimientos morales, es decir, los sentimientos que 
juzgan acerca de la moralidad e inmoralidad de acciones y principios, 
han de ajustarse a la constitución de la naturaleza humana, a la que es 
preciso conocer introspectivamente desde parámetros de 
imparcialidad, ya que 

«no todo sentimiento de placer o dolor surgido de un determinado carácter 
o acciones pertenece a esa clase peculiar (cursiva de Hume) que nos impulsa 
a alabar o condenar... Sólo cuando un carácter es considerado en general 
(cursivas mías) y sin referencia a nuestro interés particular causa esa 
sensación o sentimiento en virtud del cual lo denominamos moralmente 
bueno o malo» 4. 


De donde se infiere claramente que Hume no sólo señala la fuente 
de nuestros juicios humanos, el sentimiento moral, sino que define de 
forma explícita y contundente a éste último como un sentimiento 
peculiar, que implica, entre otras cosas, reflexión, disciplina 
investigadora, distanciamiento y capacidad de perspectiva. Se trata, 
podríamos resumir, de un sentimiento único y diferenciado que se 
produce solamente cuando todo el ser humano con sus pasiones y su 
capacidad de reflexión procede a elaborar juicios morales. 
Nos encontramos, en suma, con un sentimiento especial que el 
intelecto (¿la razón?) descubre mediante el distanciamiento y la 
imparcialidad en base al método experimental: el estudio de la 
naturaleza humana y los sentimientos más profundos que se generan 
en nosotros cuando operamos desde la ilustración y la imparcialidad. 
Se podría añadir que, en este caso, como en todo tipo de 
experimentación, los sentimientos morales necesitan ser probados. 
Cuando, distanciados debidamente de los objetos, no nos dejamos 
cegar por los más cercanos, sino que valoramos a todos con el mismo 
metron, con independencia de la distancia en que se encuentren de 
nosotros, podemos comprobar experimentalmente qué objetos o 
acciones producen un placer más duradero y una gratificación más 
profunda, ya que, para Hume, es en función de esta satisfacción 
gratificante, que nos producen desde una posición ilustrada e 
imparcial, como podemos determinar qué objetos, acciones o principios 
son éticamente valiosos. 
Conviene también no pasar por alto que las éticas de los 
sentimientos morales no niegan el papel de la razón en la ética, si bien 
realicen un uso meramente instrumental de la misma, lo cual, pese a la 
aparente modestia de las tareas a la razón confiadas, evita 
acertadamente el irracionalismo, el subjetivismo y la arbitrariedad. Ello 
es así porque si bien la razón es esclava de las pasiones y «a ellas 
solas ha de servir y obedecer» 5, la razón, supuestamente ancilla, 
realiza importantes e imprescindibles tareas (aunque, no siempre, en 
honor a la verdad, explícitamente reconocidas por los defensores de 
las éticas de los sentimientos morales). 
Por ejemplo, la razón, que opera a través del distanciamiento, la 
objetividad y la superación del egocentrismo, exige que examinemos la 
conducta «al modo que lo haría cualquier espectador honrado e 
imparcial. Si, poniéndonos en su lugar, logramos concienzudamente 
penetrar en todas las pasiones y motivos que la determinan, la 
aprobamos por simpatía con el sentimiento aprobatorio de ese 
supuesto tan «equilibrado juez», como afirmara Adam Smith en su 
Teoría de los sentimientos morales 6. 
Sin embargo, también hay que recalcar, con igual énfasis, el mayor 
acierto de las éticas de los sentimientos morales al percatarse de que 
el distanciamiento y la objetividad son sólo medios para lograr fines, 
para conseguir metas que vienen determinadas por la naturaleza y 
condición humanas, como es la limitada capacidad espontánea de 
sympatheia, que es preciso ampliar para lograr no sólo una sociedad 
más justa, sino a la vez más dichosa. 
El espectador imparcial de Adam Smith 7 o el espectador prudente 
de Hume 8 efectúan las correcciones pertinentes a fin de que las 
deformaciones en la captación de la realidad humana provocadas por 
el mencionado sentimiento espontáneamente limitado de sympatheia o 
empatía den lugar a una visión intersubjetivamente correcta de la 
realidad. 
El sentimiento moral, por consiguiente, no es sino aquel, realmente 
peculiar, y distinto de los restantes sentimientos, que, orientado por la 
ilustración, el distanciamiento objetivo en las valoraciones, se produce 
mediante reajustes que expansionen la empatía en principio limitada, 
de modo que todos y cada uno de los individuos particulares puedan 
disfrutar de los gozas de una convivencia armónica. 
El origen del sentimiento moral, sin embargo, es empírico, y natural, 
aunque luego medie el «artificio» para mejorar y fortalecer ese 
sentimiento de empatía que, como afirma Adam Smith, es 
experimentado por todos los humanos: 

«Por más egoísta que quiera suponerse al hombre, evidentemente hay 
algunos elementos en su naturaleza que lo hacen interesarse en la suerte de 
los otros de tal modo que la felicidad de éstos le es necesaria, aunque de ello 
nada obtenga, a no ser el placer de presenciarla» 9. 


Dada, sin embargo, la reiteradamente mencionada capacidad 
espontánea de empatía limitada, este sentimiento original, fuente de 
satisfacción privada, potenciador de la cordialidad en las relaciones 
humanas y la cooperación social, precisa ser robustecido mediante 
algún mecanismo que los propios humanos, movidos por la necesidad 
de una vida feliz en la convivencia, disponen de manera artificial, pero 
no arbitraria: la institución de la justicia, o el sistema educativo o la 
reforma de las estructuras sociales, como propondría Mill, quien, en el 
siglo XIX, insistirá, al igual que los autores del XVIII, en el carácter 
natural, mas no enteramente espontáneo, del sentimiento moral o, en 
terminología de Mill, los sentimientos sociales de la humanidad. 
Como Mill afirma taxativamente: 

«si, como yo creo, los sentimientos morales no son innatos, sino 
adquiridos, no son por ello menos naturales... Al igual que las demás 
capacidades adquiridas..., la facultad moral, si bien no es parte de nuestra 
naturaleza, es un producto natural de ella» 10. 


Ellos sirven de apoyo a las asociaciones morales que son, al decir 
de Mill, «totalmente una creación artificial», y que, sin embargo, al 
armonizarse con una parte de nuestra naturaleza, encuentran un 
poderoso aliado para su crecimiento y expansión. Esta base 
«sentimental natural» de nuestras relaciones éticas es la que explica 
su posibilidad y garantiza la implantacion de las normas de convivencia 
mediante los procesos de socialización 11. 
De no contar con este fundamento natural sentimental de la ética, 
todas las instituciones encaminadas a fortalecer las normas de 
convivencia y moralidad estarían en precario: 

«Sin embargo, esta base de sentimientos naturales potente existe... 
Ia constituyen los sentimientos sociales de la humanidad - el deseo de 
estar unidos con nuestros semejantes, que ya es un poderoso principio 
de la naturaleza humana y, afortunadamente, uno de los que tienden a 
robustecerse, incluso sin que sea expresamente inculcado, dada la 
influencia del progreso de la civilización» 12

2. Universalidad y relevancia de las éticas de los sentimientos 
morales 
Conviene aclarar, al llegar a este punto, que la perspectiva desde la 
que aquí se estudian las éticas de los sentimientos morales es un tanto 
más amplia de lo que es acostumbrado, haciendo especial hincapié en 
todos aquellos sistemas y posicionamientos éticos que intentan buscar 
un tipo de sentimiento peculiar (la empatía generalizada y ampliada, 
casi siempre) como guía de nuestras valoraciones y apreciaciones 
morales. 
Posiblemente habría que estar de acuerdo con Raphael, cuando 
desde un punto de vista más estricto afirma que una teoría explícita de 
los sentimientos morales sólo puede ser atribuida a Hutcheson y a 
Hume, dado que, en sentido riguroso, una teoría del moral sense (o 
moral sentiment) «ha de ser comprendida dentro del contexto de una 
epistemología empirista, en oposición a las teorías racionalistas de la 
ética» 13. 
En efecto, Hutcheson (1694-1746) realiza una muy interesante 
aportación a la fundamentación empírica de la ética, posiblemente sólo 
mejorada por Hume (1711-1776) (aunque autores como Hope 
consideren que Hume «añadió poco o nada a Hutcheson») 14. 
Es destacable en Hutcheson, especialmente, su insistencia en la 
insuficiencia de la sola razón a la hora, tanto de movernos a actuar 
como en el proceso de justificación moral de nuestras acciones. Así, 
las razones motivadoras (exciting reasons) presuponen para este autor 
fines, los cuales, a su vez, implican afecciones y deseos, de tal suerte 
que «ninguna razón motivadora puede ser previa a una afección» 
Por otra parte, también respecto a las razones justificativas 
(justifying reasons), Hutcheson es asimismo contundente al afirmar que 
las normas y conductas que aprobamos no pueden ser explicadas por 
razones. Si pensamos, por ejemplo, en si todos los espectadores 
aprobarían la búsqueda del bien público con preferencia al privado, la 
respuesta, de acuerdo con Hutcheson, es afirmativa, pero no a causa 
de ninguna razón o verdad, sino «a partir de un sentimiento moral 
(moral sense) que procede de la constitución de nuestra alma» 
Con todo, y a pesar de lo antedicho, parece que no sería del todo 
inconveniente, contrariando a Raphael, seguir la sugerencia de Alberto 
Saoner y mantener que «la trayectoria del moral sense conduce de 
Shaftesbury y especialmente Hutcheson hasta Hume (17111776) y 
Adam Smith (1723-1790)» 17. 
Personalmente yo he ido ya anteriormente más lejos al incluir a John 
Stuart Mill como defensor de los sentimientos morales de la 
humanidad, especialmente los de empatía y benevolencia, aunque 
acepto de antemano que esta inclusión pueda resultar controvertida y 
polémica. 
De momento me detendré en considerar la pertinencia de incluir a 
Shaftesbury dentro de las teorías de los sentimientos morales, para 
pasar después a una serie de consideraciones que nos llevarán a 
concluir que, en un sentido más laxo, los sentimientos morales son, en 
alguna medida, elemento imprescindible de toda teoría ética. 
Por lo que a Shaftesbury (1671-1713) se refiere, no sólo fue el 
primero en utilizar la expresión moral sense, que aquí entendemos, 
como Raphael hace, como equivalente a sentimiento moral (más que a 
sentido moral), sino que insistió, asimismo, en algunos de los 
postulados genuinos de las éticas de los sentimientos morales, como 
pudiera ser, entre otras aportaciones, su énfasis en la existencia de 
sentimientos de sympatheia espontáneos compartidos por el común de 
los mortales. 
Así afirmará Shaftesbury, consecuentemente: 

«Es imposible imaginar una sola criatura sensata originalmente tan mal 
constituida y desnaturalizada (unuatural) que, a partir del momento en que 
sea probada por los objetos sensibles, no experimente una buena pasión por 
sus semejantes, o que carezca de fundamentos de piedad, amor, afabilidad o 
afectos sociales» 18.
 

Sentimiento éste de empatía o sympatheia que me llevaba a 
considerar a Hume, Smith y Miíl como pensadores más representativos 
de la corriente que aquí se examina, en la medida en que sus 
contribuciones al análisis de tal sentimiento son de reconocida 
relevancia. 
Por lo demás, y como ya anticipé, lo más importante a tomar en 
consideración no es tanto si Shaftesbury puede o no puede 
considerarse como representante de las teorías del moral sense, sino 
en qué medida su aportación, y la de otros muchos autores, puede 
ayudarnos en la elaboración de una ética de los sentimientos morales 
en un sentido más amplio y abarcador del hasta ahora utilizado. 
Desde mi punto de vista, si ampliamos la perspectiva, tanto de 
Raphael como de Saoner, e intentamos analizar el papel de los 
sentimientos morales como fundamentadores y/o sancionadores de la 
ética, nos encontramos con que su importancia y relevancia puede ser 
considerada en un doble sentido: 
-A nivel meta-ético, en los intentos de justificación de los 
razonamientos y juicios prácticos se hace casi siempre imprescindible 
enraizarlos en el subsuelo de nuestra personalidad, dentro del 
entramado de las emociones, sentimientos y pasiones que orientan y 
dan sentido a nuestra existencia. 
- A nivel de psicología moral, en los intentos de justificación de las 
motivaciones psicológicas que pueden llevarnos a actuar de acuerdo 
con los principios que la razón descubre y que los sentimientos 
morales producen o generan. 
Un caso paradigmático, paradójico y llamativo, en el que valdría la 
pena detenerse brevemente, es el que representa Kant, quien, como 
es sabido, intentó con insistencia ahondar el hiato entre el es y el 
debe, propiciando una fundamentación metafísica de la moral, de tal 
modo que, como afirma textualmente: 

«el fundamento de la obligación (moral) no debe buscarse en la naturaleza 
del hombre ... sino a priori exclusivamente en conceptos de la razón pura» 
19. 


Sin embargo, no obstante su intento de prescindir de toda 
consideración relativa a la humana naturaleza, a los deseos y 
sentimientos humanos, éstos aparecen en la obra de Kant, con fuerza 
inusitada, en los pasajes más insospechados e impensables. 
KANT/RAZÓN-CORAZÓN: De alguna manera, Kant reconoce que es sólo el corazón humano (y no la pura razón) el que decide acerca de las actuaciones y realizaciones morales 20, aunque, por supuesto, para Kant, la noción pura del deber se presenta ante el tribunal de nuestra sensibilidad moral como más atractiva y poderosa, como superior «a todos los demás resortes» 21. Sin embargo, es el sentimiento moral, que Kant caracteriza y define como «un sentimiento de satisfacción consigo mismo» 22, el que posibilita, incluso en Kant, la puesta en práctica de los principios que la pura razón dicta. 
Por supuesto que Kant, en un esfuerzo casi heroico por ser fiel a su 
rechazo pertinaz de la relevancia de los sentimientos humanos en 
ética, va a verse obligado a realizar algunas afirmaciones un tanto 
curiosas que le fuerzan a proclamar, contra toda evidencia, que «este 
sentimiento (bajo el nombre de sentimiento moral) es, pues, producido 
sólo por la razón» 23, por cuanto depende de la «representación de 
una ley meramente en su forma y no por objeto alguno de la misma, y 
por consiguiente no puede ser contado como placer ni como dolor», 
aunque «sin embargo produce un interés (cursiva de Kant) en la 
observación de la ley, interés que nosotros denominamos moral 
(cursiva de Kant, nuevamente)» 24. 
Lo menos malo que puede decirse en relación a tal posicionamiento 
de Kant es que distorsiona la relación o vinculación entre razones y 
sentimiento. Supone, lo cual es cierto, una importante vinculación entre 
los sentimientos morales y el razonamiento humano, pero de ello 
deduce erróneamente la derivación de estos sentimientos de la pura 
razón practica.
Por otra parte, si miramos hacia atrás en el tiempo y bebemos en los 
clásicos de la filosofía moral, nos encontramos que para los griegos, 
como es claro en Platón, la razón se presenta como foco de atracción 
erótica, de modo que el amor nos conduce hacia el bien y la belleza. 
Se da así, en la teoría platónica, una vinculación entre el bien y la 
belleza, dotándose mutuamente de fuerza, arrastrándonos 
amablemente para hacernos degustar una vida virtuosa plácida y 
placentera, que más que exigir sacrificios demanda complacencia en el 
ejercicio de la excelencia o areté. 
Es cierto que la ética-griega, en Platón y Aristóteles 
principalmente, es una ética cargada de razón, pero se trata no de una 
razón pura y gélida, en el sentido pietista kantiano, sino de un ejercicio 
cálido de nuestro inteligir que se engarza y se apega a las pasiones 
humanas profundas y persistentes. La armonía y la belleza de la ética 
griega reside, sin duda, en el maridaje excepcionalmente equilibrado 
entre lo ético y lo estético, lo bueno en sentido moral y lo bueno en 
sentido prudencial, la vida buena y la buena vida. En la Grecia clásica, 
pese al dualismo órfico-pitagórico que aqueja a la obra platónica, 
separando el cuerpo del espíritu, persiste la unidad del ser humano 
como un todo psico-somático, dándose así un naturalismo no falaz, 
tanto en Aristóteles como en Epicuro, que proclaman el valor de 
nuestra condición humana como una unidad indisoluble de materia y 
forma, pasiones y razón, sentimientos y entendimiento. 
Como Irish Murdoch, escritora y filósofa británica contemporánea, 
ha puesto de relieve, la ética desde Platón se presenta vinculada a la 
sensibilidad, la belleza y cierto tipo privilegiado de sentimientos que 
nos elevan sobre el común de los mortales y nos hacen participar de 
un modo de belleza que otorga sentido real a nuestra existencia finita 
25. 
También ha sido Irish Murdoch precisamente quien ha hecho 
énfasis en la distinta relación entre razón-pasión en la ética platónica y 
la kantiana, como se indicaba anteriormente. Para Murdoch: «Una 
diferencia entre Kant y Platón es que Platón insiste en que la 
aproximación de la idea principal (la pura bondad, la forma del bien) se 
verifica a través de una disciplinada purificación del intelecto y las 
pasiones, de modo que la pasión (eros) se convierte en una fuerza 
espiritual. Por el contrario, Kant considera los «sentimientos como 
peligrosos, separa tajantemente la razón (nouménica) de la emoción 
(fenoménica) e insiste en que la acción conforme al deber es algo que 
todo el mundo es inmediatamente capaz de realizar» 26. 
Realizar una historia, por breve que sea, de lo que aconteció desde 
la ética platónica hasta los escritos de Murdoch es algo que excede 
con mucho a los propósitos meramente orientativos de este trabajo. 
Convendría, sin embargo, seleccionar algunos nombres de 
procedencia diversa, en su mayor parte generalmente ligados a 
concepciones empiristas de la ética, aunque no siempre (dado que 
también desde éticas más o menos racionalistas se ha apelado a 
sentimientos naturales debidamente saneados, ilustrados y 
cualificados). 
Espinoza (1663-1677) que, al decir de Enrique Tierno Galván, parte 
constantemente de Hobbes 27, coincide con, o anticipa, aspectos 
importantes de la ética humeana, si bien su método es declaradamente 
«racionalista», al pretender proceder en ética mediante definiciones, 
axiomas y teorías. Sin embargo, desde su declaración en la 
proposición VIII de la parte IV de su Etica, de que «llamamos bueno o 
malo a aquello que es útil o dañoso», se percibe un grado de 
familiaridad apreciable con todas las éticas basadas en sentimientos 
morales. 
Por lo demás, basa toda su teoría moral en el sentimiento 
generalizado de benevolencia y empatia, afirmando que la «verdadera 
felicidad... consiste en el goce del bien y no en la satisfacción de que 
disfruta un hombre porque goza de él con exclusión de todos los 
restantes. Si alguno se juzga más feliz porque tiene privilegios de los 
que están privados sus semejantes y porque se vio más favorecido por 
la fortuna, ignora la verdadera felicidad» 28, añadiendo interesantes 
matizaciones respecto a las relaciones entre nuestra razón y nuestras 
pasiones, como lo es aquella relativa a que 

«el conocimiento verdadero del bien y del mal no puede reprimir ningún 
afecto en la medida en que ese conocimiento es verdadero, sino sólo en la 
medida en que es considerado él mismo como un afecto» 29, 
Helvetius (1715-1771), uno de los precursores ideológicos de la 
Revolución francesa, compartirá, además de ese rasgo con Rousseau 
(1712-1778), el haber encontrado en el mundo de las pasiones 
humanas el subsuelo del que se alimenta la ética. Por supuesto que 
Helvetius es mucho más contundente que Rousseau al respecto, pero 
el autor del Emilio tuvo interés en destacar que «de los primeros 
impulsos del corazón se originan las primeras voces de la conciencia», 
así como «de los sentimientos de amor y odio nacen las primeras 
nociones del bien y del mal» 30.
 

Influido por Helvetius y Rousseau, William Godwin (1756-1836) 
también basa sus principios de justicia política en los sentimientos de 
benevolencia, aspecto en que será secundado por importantes 
anarquistas clásicos, que confían en las posibilidades del apoyo 
mutuo. 
Por lo demás, el influjo de Hume y Mill ha sido una constante, tanto 
en el siglo XIX como en los comienzos del XX. Así, Bertrand Russell 
(1872-1970) continuará apelando a los sentimientos y emociones en 
ética 31, mientras que Dewey, nacido pocos años antes (1859-1952), 
realizará uno de los esfuerzos más interesantes por lograr la síntesis 
adecuada entre razón y pasión, resaltando el papel coordinador de la 
primera, y el papel activador del deseo, la pasión y el impulso, 
insistiendo en que «mas pasiones, no menos, es lo que se necesita», 
de forma que el razonamiento no sea «una fuerza a la que se recurra 
contra el impulso y el hábito, sino el logro de una armonía de 
funcionamiento entre los diversos deseos» 32. 
En realidad, la relevancia de las éticas de los sentimientos morales 
estriba en dos o tres logros importantes, nunca suficientemente 
destacados: el haber rescatado los sentimientos, las pasiones y los 
impulsos humanos de la oscuridad a la que parecían condenados, el 
haber reducido las pretensiones de la razón pura práctica, al tiempo 
que se eludía a la vez el absolutismo y el relativismo en ética. 
Pues nunca se insistirá bastante en que, como se decía justo al 
comienzo de este capítulo, se reconoce más o menos abiertamente, 
con más o menos cautelas, en toda esta serie de éticas, la existencia 
de una naturaleza o condición humana en virtud de la cual 
determinados sentimientos quedan legitimados y/o deslegitimados 
conforme a la medida en que potencien y propicien tanto el desarrollo 
de la excelencia o areté individual, como la cooperación pacífica en la 
vida en sociedad. 
Se podría afirmar así, recordando las preocupaciones iniciales de 
este trabajo por deslindar la ética de los sentimientos morales del 
emotivismo contemporáneo, que: 
- No todos los sentimientos humanos son sentimientos morales, sino 
los que ayudan a la promoción de la excelencia individual y la vida 
cooperativa comunitaria. 
-Los sentimientos morales no son puramente subjetivos, sino 
intersubjetivos, generados en la convivencia, y 
- Dichos sentimientos no son fruto de una sociedad particular, ni se 
deben a las decisiones de individuos aislados y particulares, sino que 
permanecen en el tiempo, son transculturales, y en cierta medida 
inmutables (en tanto en cuanto no se modifique la naturaleza o 
condición humana). 
En este sentido, nunca sería posible, para los éticos de los 
sentimientos morales, traducir «a es bueno», dicho por el hablante A, 
por «A aprueba a», o «b es malo», dicho por el hablante B, por «B 
desaprueba b», como de algunos escritos del emotivista 
contemporáneo Stevenson pareciera desprenderse (aunque el propio 
Stevenson haya revisado y matizado tales afirmaciones). Por el 
contrario, dentro de la corriente que nos ocupa, «a es bueno» dicho 
por el hablante A significaría que A tiene buenas razones para pensar 
que, de acuerdo con los sentimientos morales comunes a la 
humanidad, la acción o conducta en cuestión sería reconocida como 
beneficiosa, justa y aceptable por todos los seres humanos con 
capacidad de sentir y pensar de forma juiciosa, ilustrada y madura. 
A pesar de las apariencias en contra, las éticas basadas en 
sentimientos morales ofrecen: a) a nivel epistemológico, una sólida 
base de fundamentación de la ética, dando cuenta y razón de las 
peculiaridades de la condición humana, mientras que b) a nivel 
axiológico ofrecen las mayores garantías de que van a ser respetadas 
las decisiones libres, informadas e ilustradas de las personas 
humanas. 
Hay que admitir, sin embargo, que realmente sería peligroso, 
indebido e infundado en grado sumo, fundamentar la ética en sólo 
sentimientos morales si, como algunos críticos poco sutiles se 
empecinan en hacernos creer, dichas teorías tomasen como base 
sentimientos cualesquiera, no cualificados. 
Reducir la ética a tal tipo de sentimientos implicaría, sin género de 
dudas, un reduccionismo indefendible que supondría una caída en el 
psicologismo (si el sentimiento en cuestión es individual) o en un 
sociologismo (si dicho sentimiento es compartido por un grupo de 
individuos de una sociedad dada). 
Pero las éticas del sentimiento moral, como ya se ha insistido, no 
son éticas del puro sentimiento, sino del puro sentimiento moral, lo que 
permite a la ética disfrutar de aquel tipo de autonomía justamente 
defendida por Kant en el siglo XVIII o por G. E. Moore a comienzos del 
siglo XX, con la ventaja adicional de no tener que producir dramáticas 
desgarraduras en el interior del ser humano, ni propiciar 
malentendidos y confusionismos epistemológicos y axiológicos. 

3. Actualidad de las éticas de los sentimientos 
Como ya hemos visto de manera somera, en base a unos cuantos 
ejemplos, los sentimientos morales desde Platón hasta Irish Murdoch 
han tenido un protagonismo mucho mayor y una impronta mucho más 
duradera de lo que suele considerarse habitualmente. Etéreos, 
luminosos y translúcidos, por utilizar adjetivos un tanto inusuales en 
filosofía, pero que los definen con mayor fidelidad de lo que la rígida 
prosa filosófica permite, han quedado semi-ocultos tras las columnas 
hercúleas y majestuosas de la formidable arquitectónica de las 
construcciones racionalistas. 
El siglo que ya casi termina fue testigo de un período relativamente 
largo, intenso e importante, a partir de 1903 con los Principia ethica de 
Moore, en que la magnificencia de la racionalidad práctica pura 
experimentó una quiebra, que entonces parecía irreparable, impresión 
que perduró prácticamente hasta, por lo menos, los años sesenta. 
Fue durante estos sesenta años primeros del siglo XX cuando se 
produjeron de modo generoso diversas propuestas meta-éticas 
destinadas a desmontar la puesta en escena clásica de los 
argumentadores a favor de la posibilidad de la racionalidad práctica 
(no sólo en el estado hipotéticamente puro, sino incluso también 
aquellos intentos más modestos, a cargo precisamente de las éticas de 
los sentimientos morales, de fundamentar la moral en una razón 
empíricamente condicionada). 
Paradójicamente sólo cabría exceptuar en los primeros treinta o 
cuarenta años a Moritz Schlick, padre del Círculo de Viena, que habría 
de inspirar una metaética corrosiva y devastadora que nos conduciría 
al silencio wittgensteiniano, o al relativismo metodológico y el 
subjetivismo. 
Curiosamente, sin embargo, el propio Moritz Schlick, que practicó un 
indefendible reduccionismo de la ética a la psicología, parafraseó los 
elogios encendidos de Kant al «deber sublime» que habría de someter, 
según el pensamiento kantiano, a todos nuestros sentimientos e 
inclinaciones, y sustituyó «deber» por afabilidad y benevolencia, como 
sustrato que fundamentaría e impulsaría su ética de la afabilidad (Ethik 
der Güte) 33. 
Los continuadores de Moritz Schlick, por el contrario, más atentos a 
demostrar sus habilidades como destructores de postulados y 
razonamientos éticos, que a construir proyectos de convivencia 
armónica y excelencia individual, se encargaron de poner en 
entredicho el estatuto racional de la filosofía moral, relegándola casi 
exclusivamente al análisis, supuestamente neutral, de los términos 
morales. 
La negación de la posibilidad de una racionalidad práctica por parte 
de Ayer, principalmente, inició la pendiente hacia un subjetivismo, 
nihilismo y relativismo metodológico que cristalizó en las interesantes 
aportaciones de Stevenson, sumamente sugerentes, a la vez que 
extremadamente desorientadoras o confundentes. 
Pues si Stevenson tuvo el acierto de insistir, al igual que los éticos 
de los sentimientos morales, en el carácter fuertemente emotivo de los 
términos éticos, no supo explicar debidamente el porqué de la fuerza 
particularmente emotiva de los enunciados moralmente valorativos 
frente a asertos meramente valorativos, aspecto que ya he examinado 
en otro lugar 34. 
Aunque Stevenson pretendió ir más allá del imperativismo y quiso 
dar de algún modo razón del carácter persuasivo de los enunciados 
éticos, su falta de compromiso con un modelo de naturaleza humana le 
llevará a proclamaciones tan vagas como inútiles, recurriendo a unas 
supuestas «actitudes» presentes en nuestro quehacer cotidiano, cuyo 
origen no explica, y a las que nos recomienda nos dirijamos como 
guías de nuestra acción moral, como afirma en el ensayo IV de Facts 
and Values 35 
También es cierto que, el final del ensayo XI, contenido en el 
volumen acabado de citar, y que se publica en 1963, es mucho más 
sugerente que pudiera serlo lo que se postula en Language and Ethics 
de 1944. En el ensayo mencionado se dice, al efecto, que: 

«nuestros juicios éticos representan nuestra personalidad en toda su 
complejidad. Por mucho que puedan ser guiados por el uso pleno de nuestra 
inteligencia, no se originan a partir del intelecto nunca» 36. 


Esto es tan sensato como inconsistente con el conjunto de la obra 
de Stevenson, en la que se cargan las tintas excesivamente en una 
emotividad nunca explicada, nunca conectada con la naturaleza o 
condición humana, tal vez a causa del miedo que asaltó a la 
generación de Stevenson de incurrir en la denunciada por Moore 
falacia naturalista. 
Es verdad que, como defendió Stevenson, la ética no es, 
ciertamente, una rama de la psicología 37, en contra de lo que Schlick 
en su día señaló, pero sería igualmente erróneo suponer, tal es el 
caso de Stevenson, que no guarda una estrecha relación con ella. 
Curiosamente se da en Stevenson una cuasi vergonzante apelación 
a la naturaleza humana, cuando se sugiere qué se podría hacer en 
base a ella, a fin de resistir a los dictámenes de los dogmáticos. Así 
afirmará Stevenson que los ideales, que indirectamente recomienda, 
de altruismo y cooperación «no son impuestos a la naturaleza humana 
por fuerzas esotéricas, sino que son parte de esa misma naturaleza», 
añadiéndose, sorprendentemente en un filósofo empecinado en 
mantener la asepsia valorativa: «Debe pelearse por ellos». Mas, a 
renglón seguido, como si el propio autor se percátase de que había ido 
demasiado lejos, añadirá que, dada la modestia de su empresa, no 
puede comprometerse con una ética que defienda los ideales que la 
sensibilidad y la inteligencia humana recomiendan. «Esta obra -se 
justificará Stevenson- tiene una humilde tarea analítica y no puede 
participar directamente en la empresa» 38 
Como reacción al emotivismo y relativismo metodológico imperante, 
la ética contemporánea se rearmó convenientemente, llevándose a 
cabo una vuelta a la racionalidad más o menos pura que motivó la 
aparición del prescriptivismo de Hare, la corriente de las buenas 
razones (the good-reasons approach) o una serie de éticas normativas 
que trataron de construir desde distintos enfoques una nueva razón 
práctica capaz de superar las corrientes de asepsia valorativa en vigor. 
Autores tan varios como Hare, Baier, Nagel, Scanlon, Rawls, Apel o 
Habermas, han sido mencionados por Carlos S. Nino como 
susceptibles de ser considerados, en un sentido más o menos laxo. 
«constructivistas» 39. 
Pero el constructivismo rezumaba formalismo y carecía de 
sustancia: de Rawls a Kohlberg y de Kohlberg a Habermas, las 
propuestas que se transmitían insistían en el procedimiento y 
olvidaban los contenidos, de forma que generaron críticas justificadas 
y generalizadas procedentes de los que defendían lo que de un modo 
genérico podíamos denominar éticas de las virtudes. 
Desde perspectivas diversas se operó un nuevo giro copernicano 
en la ética normativa, creándose un frente que está viniendo 
clamando, desde posicionamientos y presupuestos distintos, e incluso 
muchas veces antagónicos, un ir más allá de la justicia, como en el 
expresivo título de una obra reciente de Agnes Heller se indica4°, 
remozando y replanteando presupuestos aristotélicos, hegelianos y 
humeanos (e incluso tomistas). 
En el caso concreto de MacIntyre, la ofensiva se lleva a cabo desde 
una perspectiva aristotélico-tomista, en la que se mezcla el culto a la 
tradición, una malquerencia no disimulada por los movimientos 
ilustrados, que han sido, dicho sea de paso, los impulsores de las 
éticas de los sentimientos humanos, y algunas ráfagas de sensatez 
respecto a las relaciones es-debe, razón-pasión, educación 
moral-educación de los sentimientos. Se afirma así, de forma 
convincente, que las 

«virtudes son disposiciones no sólo para actuar de maneras peculiares, 
sino para sentir (cursivas mías) de maneras peculiares. Actuar virtuosamente 
no es, como Kant pensaría más tarde, actuar contra la inclinación; es actuar 
desde una inclinación formada por el cultivo de las virtudes. La educación 
moral es una «educación sentimental» 41.


Pero la mayor parte de los ataques al formalismo y 
procedimentalismo proceden de autores, y un número destacado de 
autoras, que en ocasiones se distancian tajantemente del 
conservadurismo de MacIntyre. En cualquier caso, difícilmente podría 
hablarse contemporáneamente de una nueva ética de los sentimientos 
morales, sino más bien de una serie de teorías diversas defendidas 
por autoras y autores varios, que tratan no sólo de construir una ética 
de las virtudes, sino de caracterizar la virtud desde una perspectiva 
más «femenina» que «masculina», que se traduce en la postulación de 
lo que viene conociéndose como ética de la solicitud o del cuidado 
(care ethics) 42. 
En líneas generales, las éticas del cuidado contemporáneas 
consisten en una continuación y consolidación de las propuestas más 
interesantes de Dewey, en la primera parte de este siglo. De esta 
manera, se intenta reconciliar los valores «masculinos» de la justicia, la 
imparcialidad y la universalidad, con los valores «femeninos» de la 
benevolencia, la solicitud y el cuidado. 
Peters, por poner un ejemplo, reclamará nuestra atención a las 
descuidadas, denostadas pasiones, llevando a cabo destacadas 
aportaciones en el ámbito de las teorías del desarrollo moral, que 
vienen a compensar algunas destacadas insuficiencias de la 
aportación de Lawrence Kohlberg, más atenta al desarrollo de las 
capacidades cognitivas que de las conativas o afectivas. 
Así, tal como Peters la concibe, la educación moral será: «un 
proceso de difusión del contagio de la simpatía (cursivas mías) y la 
imaginación» 43, en un intento de que, precisamente a través de la 
ampliación de las capacidades de empatía, se alcancen más fácilmente 
los ideales de justicia, ya que 

«resulta mucho más fácil la percepción de las penas de los demás, y la 
preocupación por tales penas se desarrolla en los niños a edad más 
temprana» 44. 

Pero no sólo en los niños más pequeños, sino en los adolescentes y 
en los adultos, se precisa recurrir a algún tipo de sentimiento para 
llevar a cabo razonamientos morales. Ya que, como Peters se 
pregunta: 

«¿De qué serviría razonar acerca del comportamiento si no existiese algún 
interés por el mejoramiento de la condición humana, por consiguiente por los 
intereses de la gente? Es decir (añadirá Peters), estoy adoptando en el 
campo de la moral una posición similar a la de David Hume (cursivas mías), 
quien defendió alguna clase de respuesta común entre los seres humanos, 
conectada con la simpatía» 45. 


Este intento de Peters coincidirá en gran medida con la tarea que 
Carol Gilligan pretende llevar a cabo: reconciliar demandas, eliminando 
tensiones, entre la inteligencia y la emoción, resaltando la relevancia 
de virtudes cálidas, como la benevolencia y la empatía, para llenar de 
contenido principios éticos importantes carentes de sustancia, como 
sería el caso del principio de imparcialidad, que «no puede aplicarse 
sin otro principio que determine los criterios pertinentes»; añadiendo 
Peters que «el principio más evidente para la aportación de tales 
criterios es el de la consideración de los intereses, personalizado en 
virtudes tales como la benevolencia y la amabilidad» 46, a lo que 
habría que añadir, como sugerirá un poco más adelante, lo que Hume 
denomina «el sentimiento de humanidad» 47.
Por su parte, Carol Gilligan se rebelará contra las éticas 
excesivamente formales, proponiendo, frente a la ética de los 
derechos, la ética de la responsabilidad 48, en la que tengan cabida 
juicios en base «a sentimientos de empatía y compasión» 49, de modo 
que, a través de una maduración personal, se resuelvan los conflictos 
entre la compasión y la autonomía 50 (o, lo que es igual, los conflictos 
entre el cuidado ajeno y el cuidado propio). 
Dentro de esta concepción «femenina» del desarrollo moral, el nivel 
post-convencional kohlbergiano cambia de contenido y sentido. Ahora 
ya no existe un orden rígido de prioridades axiológicas, dentro del cual 
el derecho a la vida priva sobre el derecho de propiedad, por poner un 
ejemplo. La ética «femenina» es teleológica y consecuencialista, de tal 
suerte que 

«el derecho a la propiedad y el derecho a la vida son sopesados no en 
abstracto, en función de una prioridad lógica, sino en lo particular, en las 
consecuencias reales que la violación de tales derechos tendrá sobre la vida 
de las personas en cuestión» 51. 

De igual modo, dentro de este reformulado y «feminizado» nivel 
post-convencional, 

«la responsabilidad del cuidado incluye a la vez al yo y a los otros, y el 
mandato de no causar daño, liberado de frenos convencionales, sostiene el 
ideal de cuidados y atención...» 52. 


Además de otras muchas ventajas frente a las omnipresentes éticas 
«masculinas», la ética «femenina» del cuidado y los sentimientos 
morales presenta el valor añadido de su vocación de fuerza 
compensadora y complementaria, rehuyendo un protagonismo 
exclusivista o excluyente que pudiese mutilar al ser humano en su 
integridad, al tiempo que propiciando el diálogo entre la imparcialidad 
(«masculina») y el cuidado («femenino»), para ayudar a una mejor 
relación entre los sexos y una maduración de la sociedad 53. 
Comoquiera que se haría interminable el esbozo de todas las 
nuevas teorías morales que desde diversos presupuestos se acercan 
a postulados propios de las éticas de los sentimientos morales, bastará 
citar, para ir concluyendo, el hecho, prometedor tal como yo lo 
entiendo, de que también desde posicionamientos neoutilitaristas, y 
neoconsecuencialistas en general, se han ido abriendo paso 
propuestas que, superando la excesiva kantianización del utilitarismo 
contemporáneo, a cargo de Hare y otros, están abogando con fuerza 
por la reconciliación entre la ética y el deseo. 
Fue curiosamente Brandt, un neoutilitarista excesivamente 
«racionalista», quien tuvo ya que admitir, en su Ethical Theory de 
1959, las vinculaciones entre lo deseado y lo deseable, tal como 
aparecían en la obra de Mill, y que habían sido duramente criticadas 
por G. E. Moore, desde una muy endeble teoría del conocimiento 
moral.
Alegará, en tal sentido, Brandt, que en ética las consideraciones 
lógicas no son suficientes, sino que 

«lo que precisamos es algo a lo que podamos apelar de forma muy 
parecida al modo en que la ciencia empírica puede apelar a las experiencias 
sensibles para completar principios y decidir entre principios conflictivos. Las 
actitudes o sentimientos (cursiva mía) pueden realizar esta tarea» 54. 


Por poner otro caso más reciente, en 1986 James Griffin intentó 
esbozar una teoría que continuase en una línea de síntesis y equilibrio 
como la iniciada por Dewey, presente, por lo demás, en las alternativas 
propuestas, tanto por Peters como Gilligan, como se ha indicado.
De acuerdo con los postulados de Griffin, existe una suerte de 
complicidad deseable, podríamos decir, entre las funciones y 
cometidos de la razón y el deseo en ética, de tal suerte que los deseos 
son configurados por el entendimiento, y el entendimiento encuentra 
su guía en los deseos 55, intentando así superar, de una vez por 
todas, el dualismo razón-pasión que, de acuerdo con Griffin, ha 
resultado tan destructivo en la teoría de la acción y de la moral, como 
lo ha sido en la epistemología el supuesto dualismo mente-cuerpo 56, 

Si bien han sido los racionalismos quienes han propiciado casi 
universalmente tales malhadados y maléficos dualismos, también es 
cierto que no se puede decir, sin faltar a la verdad, que las teorías de 
los sentimientos morales hayan sido siempre del todo inocentes 
respecto a la escisión exacerbada e indebida entre lo emotivo y lo 
intelectual, a lo largo de la historia de la filosofía. Pero también es de 
justicia, no obstante, decir a su favor que, al poner el énfasis en la 
parte más débil y filosóficamente menos favorecida en los dilemas 
razón-pasión, intelecto-sentimiento, han recuperado para la filosofía la 
dimensión más entrañable, más cálida, y posiblemente más profunda a 
todos los niveles, del ser humano: los afectos, la sensibilidad y las 
pasiones fecundas. 
Aun cuando hayan incurrido en ocasiones en una interpretación 
interesada de una razón excesivamente inerte, han actuado como 
fuerzas compensadoras, y al enfocar la atención en los sentimientos 
morales, han propiciado una concepción más equilibrada del papel de 
la razón y la pasión en la ética, a la vez que han llevado a cabo una 
importante revolución moral al potenciar virtudes tan importantes, como 
denostadas, por presuntamente «femeninas» y «modestas», como la 
afabilidad, la benevolencia, o el mutuo cuidado, que son, sin embargo, 
el sustrato más vivo de nuestras vivencias personales, morales y de 
toda índole. 
Sería deseable que las nuevas concepciones de las teorías de los 
sentimientos morales que empiezan a consolidarse y proyectarse hacia 
el siglo XXI se inclinasen por defender el puesto de los sentimientos, 
las inclinaciones y las pasiones humanas de modo que se lograse ese 
tipo de equilibrio y armonía por la que James Griffin ha apostado: 

«El deseo ya no es ciego. 
El entendimiento no carece de sangre. 
Ninguno es esclavo del otro» 57. 

GUISÁN-ESPERANZA
10-ÉTICA págs. 377-409

...................
1 Razón y pasión en ética. Anthropos, Barcelona 1986. 
2 Treatise of Human Nature, par. 469.
3 Una apreciación semejante puede verse, tanto en la obra de V. M. Hope, 
Virtue by consensus-The Moral Philosophy of Hutcheson, Hume and Adam Smith. 
Clarendon Press, Oxford 1989, 50 y ss, como en la de Eugenio Lecaldano, Hume 
e la nascita dell'etica contemporanea. Laterza, Roma-Bari 1991, especialmente 
257 y s. 
4 O. c., par. 472. 
5 Ibíd, par. 415. 
6 A. Smith, The Theory of Moral Sentiments, parte III, cap. 1. Ed. por D. D. 
Raphael y A. L. Macfie, Clarendon Press, Oxford 1991, 110; versión cast. 
(antológica): Teoría de los sentimientos morales. FCE, México 1978, 100 
7 Ibíd., versión cast., 63. 
8 O. c., par. 581. 
9 Teoría de los sentimieritos morales, 31. 
10 El utilitarismo. Alianza, Madrid 1984. 82.
11 Ibid., 83. 
12 Ibid., 83. 
13 D. D. Raphael, Moral Sense, en Dictionarv of the History of Ideas. Ed. por 
Philip P. Wrener, vol. III. Charles Scribner's Sons, Nueva York 1973. 
14 V. M. Hope, Virtne by consensus. -The Moral Philosophy of Hutcheson, Hume 
and Adam Smith. Clarendon Press, Oxford 1989. 
15 F. Hutcheson, An Inquiry Concerning Moral Good and Evil, en D. D. Raphael, 
British Moralists. Clarendon Press, Oxford 1969, vol. I, par. 362, 308. 
16 Ibid., par. 363.
17 A. Saoner, Hume y la ilustraaón británica, en V. Camps (ed.), Hiistoria de la 
Etica, II. Crítica, Barcelona 1992.
18 Shaftesbury, An Enquiry Concerning Virtue or Merit, en D. D. Raphael, British 
Moralists. Clarendon Press, Oxford 1969, vol. I, par. 203, 174. 
19 Grundlegung, BA VIII. 
20 Ibid., BA 33. 
21 Ibid., BA 33. 
22 Kritik der praktischen Vernunft, A 69. 
23 Ibid., A 135. 
241bid.. A 143. 
25 I. Murdoch, The Sovereignity of Good. Ark Paperbacks. Routledge and Kegan 
Paul, Londres 1985, 99 y ss; véase también La obra de la misma autora, 
Metaphysics as a Guide to Morals. Chatto and Windus, Londres 1992, 
especialmente cap. 17. 
26 Metaphysics as a Guide to Morals, 11. 
27 Tratado teológico-politico. Tratado político. Tecnos, Madrid 1985, XVI. 
28 Ibid, 5.
29 Tratado políico, proposición XIV, IV parte. 
30 Emilio. Fontanella, Barcelona 1973, 203. 
31 Sociedad humana: ética y política. Cátedra, Madrid 1984 121. 
32 Naturaleza humana y conducta. FCE, México 1964, 183-184.
33 Fragen der Ethik. Suhrkamp, Francfort M. 1984, 201.
34 Razón y pasión en ética. Anthropos, Barcelona 1986, 208 y ss. 
35 Relativism and Nonrelativism in the Theory of Value (1962), en Facts and 
Values. Greenwood Press, Westport. Connecticut 1963, 90. 
36 Ibid 232 
37 Ethics and Language (1944), versión cast.: Etica y lenguaje. Paidós, Madrid 
1984, 128. 
38 lbid., 107. 
39 C. S. Nino, El constructivismo ético. Centro de Estudios Constitucionales, 
Madrid 1989, 12.
40 A. Heller, Beyond justice. Blackwell, Oxford 1987 versión cast.: Más allá de la 
justicia. Crítica, Barcelona 1990. 
41 A. Maclntyre, After Virtue, 1984, versión cast. Tras la virtud. Crítica, Barcelona 
1987, 189. 
42 Véase E. López Castellón, Justicia y solicitud: Agora (1992).
43 Moral Development and Moral Education, 1981; versión cast. Desarrollo 
moral y educación moral. FCE, México 1984, 53. 
44 lbid., 136.
45 Ibid., 186. 
46 Ibid., 88. 
47 Ibid., 89 
48 In a Different Voice. Psychological Theory and Women's Development, 1982; 
versión cast.: La moral y la teoría. Psicología del desarrollo femenino. FCE, México 
1985, 53. 
49 Ibid., 120. 
50 Ibid., 122. 
51 Ibid., 159.
52 Ibid., 159. 
53 Ibid., 281.
54 Ethical Theory, 1959; versión cast.: Teoría ética. Alianza. Madrid 1982. 308.
55 Well-being. Clarendon Press, Oxford 1986, 140. 
56 Ibid., 155 
57 Ibid., 30.