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LIBERTAD
Domingo Blanco
1. Un concepto abierto
El propósito que guía al autor de esta entrada es el de aclararse a
sí mismo el significado de la palabra «libertad». No el de ofrecer una
historia del concepto que difícilmente mejoraría la de algunos
espléndidos diccionarios de filosofía disponibles. Ciertamente, serán
continuas las referencias a obras clásicas y actuales, también con la
esperanza de que el lector acuda por su cuenta a los textos en
discusión para recrearse en los desarrollos que aquí era inevitable
sacrificar, pero la selección de los autores se hace en función del
concepto, de los aspectos que permiten incorporar, ante todo por sus
aciertos, pero también por las consecuencias inaceptables de su
insuficiencia, para hacer justicia a la complejidad de lo que designamos
con ese nombre. A esta exigencia de evitar los enfoques parciales e
incompletos hay que unir otra que en apariencia es contradictoria. A
los filósofos que alardeaban de penetrar el concepto de libertad les
advertía Kant que, si lo hubieran examinado con rigor, habrían tenido
que reconocer su completa incomprensibilidad. No conocemos la
libertad, decía, sólo podemos pensarla, y en la culminación de ese
trabajo lo que llegamos a concebir es que es inconcebible 1. La
concepción misma es un efecto de libertad. Heidegger decía que es
como explicar la fuente por unas gotas que han salido de ella.
No olvidaremos en lo que sigue que algo en la libertad resiste por
principio a la comprensión. Y sin embargo hay que recorrer un largo
camino de comprensión para desactivar las definiciones parciales que
la aprisionan, antes o después también en la práctica. La tarea de
volver manifiestas esas parcialidades una tras otra es filosóficamente
irrenunciable, y lo que resulte de su acabamiento es consecuente
considerarlo un concepto lo bastante completo. Pero no lo sería,
precisamente, si hiciera a la libertad rehén de una definición
especulativa 2. Sólo es suficiente aquella comprensión de la libertad
que la deja ser e incluso ayuda a ejercerla.
2. La servidumbre natural
Hay un germen de libertad de elección desde que un viviente deja
de estar unívocamente destinado por un deseo actual, y esto ocurre
en todas aquellas conductas que autorizan a los psicólogos a hablar
de «inteligencia animal».
La cierva que huye de los cazadores se detiene un instante,
contrariando su instinto de supervivencia, como para elegir un
itinerario entre varios posibles; si en la huida le acompañan sus crías,
puede pararse y tomar ella la ruta que atraerá a sus perseguidores,
para que los cervatillos escapen en otra dirección. Lo que importa aquí
de este conocido ejemplo no es que el instinto de la especie se
imponga al individual, sino que entre uno y otro se abre el hiato del
parón previo a la preferencia.
¿Media en ésta alguna imagen o esquema que sea como un esbozo
de proyecto? Otros ejemplos favorecen la conjetura. A un perro dogo
metido en una jaula, cuya puerta trasera está abierta, se le enseña a
cierta distancia un trozo de carne; de entrada, se lanza sobre las rejas,
advierte que no es solución, da vuelta inmediatamente y, por la puerta
de atrás, sale y alcanza la carne. No sólo consigue suspender por un
momento su apetencia, sino que accede a marchar en la dirección
opuesta a su estímulo, para llegar a él dando un rodeo. Sin embargo,
si le ponemos la carne junto a la reja, pero aún fuera de su alcance, el
tirón del estímulo le impide dar la vuelta, permanece como hipnotizado
por el olor y la vista de la carne. Aún más clara se ve la mediación del
esquema en el siguiente hecho de observación personal: desciendo
despacio con el coche la cuesta de un monte y por la cuneta de ese
lado veo subir un perro pastor alemán que lleva a su derecha un
cachorrillo de lanas; al ver bajar mi coche, el perro grande se cambia al
lado interior de la carretera cediendo el exterior al cachorro, y le desvía
aúo más caminando en oblicuo hacia el borde de la cuneta. Negar que
en la conducta del pastor alemán estuviera mediando alguna
representación por la que anticipara el posible contacto
cachorro-coche es casi tan difícil como negar su intención de
protegerle, que era evidente. Pues bien, en esa mediación, como en la
que propicia la construcción de instrumentos por el chimpancé, y en su
manejo de símbolos-palabra para comunicar con sus cuidadores,
asoman unos rudimentos de inteligencia y, por eso, de libertad.
«Donde hay inteligencia hay libre albedrío», decía ya Tomás de Aquino
3.
En el ser humano, lo que media para decidir la conducta no es una
imagen o símbolo referente a impulsos actuales, sino un sistema
lingüístico que «suple» o se pone en lugar de cualquier cosa, del
mundo, y está vigente durante la entera vida de vigilia para cualquier
intención y situación posibles. Puede el hombre postergar los intereses
o inclinaciones presentes en nombre de un interés lejano y aun
improbable. Las pulsiones propias dejan de ser simplemente
inmediatas, pues desde que repara en ellas ya están, además de en
su orden biológico, en el orden en que habla consigo mismo. Desde
esa reflexión, si se lo propone, puede vencer un día tras otro la
inclinación a la pereza, por ejemplo dedicando al esfuerzo de estudiar
idiomas y aprenderlos el tiempo que dedicaba a ver la televisión, o en
lugar de lamentarse por los kilos sobrantes puede rebajarlos comiendo
menos, igual que puede dejar el tabaco, el alcohol o el café, cualquier
hábito y relación que sea un lastre para estar en forma. Que el impulso
se imponga o no, depende sólo de uno mismo. Aristóteles decía, por
eso, que los animales no son ni continentes ni incontinentes porque no
tienen ideas universales 4. En los ejemplos anteriores, el instinto de
conservación de la cierva cedía ante otro más fuerte, y el perro dogo
contrariaba su apetito por un momento. Pero continente, o
incontinente, puede serlo nada más el que tiene la capacidad de
controlar sus deseos y necesidades vitales por la condición de racional
o de hablante que ha adquirido como miembro de una sociedad
humana.
La prosa incendiaria de Rousseau alcanzaba el absurdo extremo en
el aserto que abre el capítulo primero de El contrato social: «El hombre
ha nacido libre». Es por el proceso de socialización, en el que se
incorpora el lenguaje de la comunidad y sus reglas, por el que el
individuo se eleva a la libertad. Esta ha empezado siendo el producto
de la reglamentación social. La ley del más fuerte, que es la propia del
orden natural, queda subordinada a la legalidad que rige la vida
colectiva. Como decía Durkheim en sus Lecciones de sociología, está
tan lejos la libertad de ser una propiedad inherente al estado de
naturaleza que, muy al contrario, es una conquista de la sociedad
sobre la naturaleza.
3. La servidumbre social
Es el respeto a la autoridad moral de las normas sociales, por su
origen sacro, el que provoca en el individuo la primera relación de
tensión hacia sus intereses particulares. Ha de sobreponerse a éstos
por una coerción moral desde los valores y normas que se ha
interiorizado en su identificación con el grupo. Lo que abre esa
distancia interior entre el que desea y el que rehúsa la satisfacción o la
consiente, la distancia del «dos en uno» por la que un individuo se
hace persona, es lo mismo que hace posible entenderse con los
demás miembros de su sociedad. Ser libre empieza siendo una
participación en la libertad colectiva.
En este punto centraba Benjamín Constant su célebre conferencia
de 1819 sobre «La libertad de los antiguos comparada con la de los
modernos». En las repúblicas antiguas, la libertad consistía en el
ejercicio compartido y directo de la soberanía. Los ciudadanos
deliberaban en la plaza pública sobre las leyes, sobre la guerra y la
paz, sobre las alianzas con los extranjeros, sobre las cuentas y la
gestión de los magistrados, pero esa libertad colectiva era compatible
con la sumisión del individuo al conjunto. Nada se dejaba a la
independencia individual, ni en relación con las opiniones, ni con la
industria, ni desde luego con la religión. La libertad de culto les habría
parecido pura y simple impiedad. En Esparta, los éforos se dieron por
ofendidos porque Terpandro quiso añadir una cuerda a su lira, y la
autoridad intervenía incluso en las relaciones domésticas, por ejemplo
autorizando las visitas del recién casado a su esposa. También en
Roma las leyes reglamentaban las costumbres, y los censores
escrutaban el interior de las familias. Incluso en Atenas, una institución
como la del ostracismo no podía apoyarse más que en el supuesto de
que a la sociedad le corresponde todo el poder sobre sus miembros.
Soberano en los asuntos públicos, el individuo era un siervo en las
cuestiones privadas, podía verse despojado de su posición, proscrito,
o muerto, por la voluntad discrecional del cuerpo colectivo del que
formaba parte. En los griegos y romanos, como ya hizo notar
Condorcet, no había noción alguna de los derechos individuales, y otro
tanto hay que decir de las civilizaciones del antiguo oriente. Aun Fustel
de Coulanges había de estudiar por extenso en La ciudad antigua
(1864) ese desconocimiento por los antiguos de la libertad de la vida
privada, en la educación o en la religión: «El ciudadano estaba
sometido en todas las cosas, sin ninguna reserva, a la ciudad;
pertenecía a ella por entero».
LBT/QUE-ES: Lo que, por el contrario, entiende el hombre moderno
por libertad es justamente que los individuos tienen derechos que la
sociedad debe respetar: el derecho a expresar su opinión, a escoger
su trabajo, a disponer de su propiedad, a ir y venir sin dar cuenta de
sus pasos, a no sufrir violencia y a no ser detenido por la voluntad
arbitraria de otros o de la sociedad, a la igualdad ante la ley, a reunirse
con otros, a profesar el culto que prefiera o a elegir la educación de
sus hijos, a influir en la administración política por la elección de sus
representantes. El hombre antiguo se consideraba tanto más libre
cuanto más tiempo y energía consagraba a ejercer sus derechos
políticos, mientras que nosotros, dice Constant, apreciamos sobre todo
el tiempo libre para los asuntos privados que nos deja el ejercicio de
nuestros derechos políticos, y de aquí viene la necesidad moderna del
sistema representativo. El ciudadano antiguo podía dedicar gran parte
de su tiempo a los asuntos públicos porque los esclavos realizaban por
él los trabajos de la subsistencia. Los Estados modernos han de
organizar la vida de millones de hombres, todos los cuales son libres
con la ley en la mano, y han de ejercer por sí mismos las profesiones,
razón suficiente por sí sola para que no puedan defender directamente
los intereses públicos y tengan que otorgar un poder a un determinado
número de representantes para encomendarles esa gestión.
VOTAR/DEBER-CIVICO: La libertad individual es la más necesaria
para los modernos, por eso no cabe exigir nunca su sacrificio para
establecer la libertad política. Lo que ocurre, sin embargo, es que la
libertad individual tiene su garantía en la libertad política, y el peligro
para la libertad moderna viene de que los ciudadanos se dejen
absorber por el disfrute de su independencia privada y renuncien a
ejercer su derecho de participación en el poder político. Ahora bien,
advertía Constant, sería una locura que quisiéramos ahorrarnos la
molestia de controlar si los depositarios de la autoridad se atienen a
sus límites. Así como los ricos que tienen administradores vigilan con
severidad si no son negligentes, incompetentes, o corruptos, de igual
modo los pueblos que, para disfrutar de la libertad, recurren al sistema
representativo, deben ejercer una vigilancia activa y constante sobre
sus representantes, y apartarlos del gobierno si se han equivocado en
su gestión o han abusado de su poder. El ciudadano de los Estados
modernos no puede renunciar, pues, ni a la libertad individual ni a la
libertad política, sino que ha de aprender por necesidad combinar la
una con la otra 5.
4. No es liberación si no es doble
LBC/DOBLE: En la conquista de libertad individual acecha otro
peligro que no señalaba Constant. Independizarse individualmente de
las normas comunes, por las que el ser humano se había alzado sobre
su naturaleza, puede llevar aparejada una pérdida de esa tensión. Más
libre que el gregario será siempre el que no opina tal o cual cosa
porque sea lo que el grupo ve bien, ni por llevar la contraria, sino
porque así lo entiende y puede dar cuenta de ello; el que no pliega su
gusto y la conducción de su vida a las pautas convencionales. Pero
eso no justifica que se llame emancipada a la persona que ha roto las
trabas sociomorales para hacer con su vida lo que se le antoje, como
si soltarse de ligaduras colectivas no pudiera ser también atarse a la
inestabilidad de los deseos o sentimientos y de las primeras
intenciones. En la relación reflexiva que, como cualquier adulto normal,
entablo verbalmente conmigo mismo, es donde centro mi identidad, y
por eso me sé débil cuando compruebo, pasada la acción, que mi
pulsión era muy fuerte y se impuso. Estaba en mí esa fuerza pulsional,
pero revela mi debilidad. Por eso han enseñado filósofos muy
distantes, como Tomás de Aquino y Kant, que soy menos libre cuando
hago el mal que cuando hago el bien, pese a que en ambos casos soy
libre y me es imputable la acción. Si estoy cansado y un compromiso
inaplazable me exige un esfuerzo pesado, puedo sobreponerme a la
pereza o ceder a ella. En el primer caso habrá vencido mi voluntad y
seré yo el fuerte, en el segundo caso lo que habrá hecho mi voluntad
es ceder a la fuerza de la inclinación, que es consentir la debilidad
propia. Es desolador que tras dos milenios y medio de filosofía pueda
estar generalizada la idea de que ser libre es hacer lo que a uno le
apetece sin más límite que el respeto a la libertad de los demás.
LBT/ARBITRARIEDAD: Hay casos en que es casi imposible no ver la
sociodependencia que estuvo en el origen de determinados hábitos de
servidumbre a sustancias como las drogas o el alcohol. Para prevenir
esos males se recuerda al sujeto, mediante campañas publicitarias,
que tiene la última palabra. Pero hay una socioadicción que se disimula
a sí misma por lo que tiene en cierto sentido de racional, y somete
tanto al más convencional cuanto al que se pone por montera los
criterios del grupo, desvirtuando la evidencia misma de esas
campañas. La ciencia es racional por la objetividad que funda la
validez intersubjetiva de sus conocimientos. ¿Por qué, entonces, esta
asociación de objetividad y racionalidad no contribuiría a disociar
racionalidad y subjetividad? Lo libre de una conducta tenderá a
confundirse con lo arbitrario, lo que desea cada uno, y las conductas
desviadas que, por el daño que causan, demanden comprensión,
tenderán a ser explicadas con rigor, o sea, científicamente. El que
pierda el apetito será un anoréxico, el que no para de comer tiene que
tener bulimia, el alcohólico y el drogadicto son enfermos, al mujeriego
se le trata clínicamente como sexópata, mientras el o la inapetente
sexual le pide al doctor que le recete algunas inyecciones, y el
apasionado por el juego ¿qué puede ser más que un ludópata? Lo que
en común necesitan todos ellos es tratamiento médico. ¿O es que hay
algo que pudiera explicar esas u otras conductas dañinas si no fueran
las causas orgánicas? En una película reciente, un adolescente que
escapa con la «pasta» de un atraco ajeno pregunta a su compañera y
cómplice: «¡Qué raro! He matado a mi tía y no siento nada. ¿Soy
normal?». Parece suponer que el remordimiento debería venirle como
el efecto de alguna secreción glandular, y puesto que no le viene, una
de dos: o la moralidad era otra pamema de los mayores, o le
diagnostican alguna patología. Como escribe Charles Taylor, el triunfo
de la terapéutica significa la abdicación de la autonomía 6. Pues bien,
pasamos de largo ante la hondura del problema si no reparamos en
que la heteronomía triunfante es, al mismo tiempo que la sensible, la
de la ciencia.
Para nada se excluye, al decir esto, que determinados fármacos
favorezcan la disciplina y la vivacidad mental, de modo que devuelvan
la plena disposición de sus medios al sujeto, y que éste lo aprecie
como una potenciación de su autonomía y su libertad. No hay ninguna
dificultad en pensar que ese remedio pueda ser vivido como una
bendición sin necesidad de saber si los trastornos respondían a una
clara etiología orgánica o si su origen era más bien biográfico y
hubiera admitido igualmente un remedio por las decisiones de la
persona o la reorientación de sus proyectos. Señalamos únicamente el
peligro de una mal entendida objetividad que podría inducir cada vez
más a la exculpación y a que decaiga la responsabil:dad personal.
Pues lo que parece muy claro es que, para actuar libre y
responsablemente, hace falta creer que se es libre:
«Es muy probable que el hecho de creer que se tiene libre albedrío sea una
de las condiciones necesarias para tener libre albedrío: un agente que gozara
de las otras condiciones necesarias -racionalidad y capacidad de autocontrol
y de introspección de orden superior-, pero que fuera inducido
engañosamente a creer que carece de libre albedrío, estaría tan inhabilitado
por dicha creencia para elegir libre y responsablemente como por la falta de
cualquiera de las otras condiciones» 7
Más preciso es decir que la creencia en la libertad hace falta para
no perturbar o inhibir su ejercicio, pues no se dejaría de tenerla por
eso. Y lo mismo, influencia en la acción hay que reconocérsela también
al contenido del concepto, que estorbará o favorecerá los buenos usos
de la libertad según incurra en algún reduccionismo o haga justicia a
su complejidad.
En suma, de liberación o emancipación sólo cabe hablar
propiamente cuando la dirección sobre su vida la asienta cada uno en
la autolegislación racional y en su propio pensamiento crítico, que lo
será también de las extralimitaciones científicas que inducen a la
exculpación y contribuyen a que se pierda responsabilidad. Pero si
cualquiera de las dos servidumbres, la natural o la social, basta para
reducir libertad, negar ambas negaciones no basta para adquirir un
concepto positivo de la libertad, y tampoco para ser propiamente libre.
Esta ha sido la principal limitación de que han adolecido las reflexiones
filosóficas sobre el «libre albedrío», que han comenzado por destacar
la superioridad de la razón sobre la naturaleza, desde la antigüedad
griega, y la autonomía de la persona frente a la autoridad exterior,
desde Kant sobre todo, y han tendido a quedarse en esta mitad
negativa del concepto, seguramente la más apremiante, la que más
urge aclarar. Puede ocurrir, sin embargo, que la definición positiva
modifique los términos de la negativa, y que sólo así pongamos en su
lugar y entendamos debidamente la doble emancipación.
5. Vencerse
La ilustración más sencilla y gráfica que anticipa las concepciones
del libre albeUrío la propuso Platón con la metáfora que representa la
parte racional del alma como un auriga que guía un tronco de dos
briosos corceles, uno blanco más noble, y otro negro y rebelde, que
representarían el apetito irascible y el concupiscible, respectivamente
8. Pero el primer precedente conceptualmente desarrollado lo ofrece
Aristóteles, no tanto por su concepto de libertad (eleuthería) como por
el de elección (proairesis). La parte del alma que es razón, dice en el
Protréptico, es el juez y legislador natural de las cosas que nos
conciernen, y en la naturaleza de la otra parte (irracional) está seguirla
y someterse a su ley 9. El caso opuesto, dirá en la Etica a Nicómaco,
es el de los hombres sin carácter, como el intemperante, que no elige
lo que considera bueno, sino lo agradable, aun siendo nocivo, o los
que por cobardía o indolencia se abstienen de hacer lo que creen
mejor para ellos; pasado un poco de tiempo, les duele haber sentido
placer, y algunos que por él llegan a cometer acciones horribles
incluso rehuyen la vida y se destruyen a sí mismos (1166b). El
arrepentimiento le viene al agente de que sabe que el acto malo le es
imputable, puesto que lo ha realizado por elección y estaba en su
mano igualmente abstenerse de hacerlo. Por eso también los
legisladores imponen castigos a los que han cometido malas acciones
sin haber sido forzados a ello, o si no los llevó a hacerlas una
ignorancia de que no fuesen responsables ellos mismos, y honran en
cambio a los que hacen el bien (1113b). De ahí también que en la
censura y en la alabanza consideremos la intención aún más que los
actos, porque acciones malas se pueden hacer por la fuerza, pero la
elección o intención (proairesis) es lo contrario de ser forzado (Etica a
Eudemo, 1228a). Aristóteles cree que la elección del hombre no puede
recaer más que sobre los medios, no sobre los fines que, como la
salud o la felicidad, no dependen de nosotros, sino que nos vienen
dados por la naturaleza. En que la elección recae sobre lo que está en
nuestra mano se distingue también del deseo, pues no hay elección de
lo imposible, mientras que sí cabe desear lo imposible, por ejemplo la
inmortalidad 10.
Sólo el que desde su conocimiento racional es capaz de decidir sus
actos puede ser incontinente, no los animales. Pero ¿significa esto que
el intemperante ha de caer en la cuenta de que renuncia a ejercer su
poder racional, su voluntad, para complacerse en el apetito sensible?
No del todo. Puede ocurrir que, sin dejar de estar dominado por la
pasión, se exprese en términos de conocimiento y sostenga
argumentos incluso filosóficos, si bien hemos de suponer que los dice
como los actores en el teatro 11. No es que simule a sabiendas, no es
lo que da a entender Aristóteles, sino que las razones que esgrime no
son propias, aunque así quiera creerlo, sino más bien comparables a
las frases de una ciencia que puede ensartar el que empieza a
estudiarla sin haberla asimilado todavía (Ibid.). Los que se dejan llevar
por un acceso de ira o por una pasión amorosa creen actuar motu
proprio, como lo cree el borracho, o el drogodependiente, o el
alienado. Hablan, discurren, argumentan, ejercen con cierto rigor
lógico su capacidad de raciocinio, no se cansan de dialogar, y creen
disponer de su libertad por más evidente que a los demás les resulte
que están siendo llevados por algún factor extraño a su voluntad. Por
eso no aclara lo que significa ser libre la mera referencia al
conocimiento intelectual o a la capacidad de razonar. Aristóteles
precisa que no es «lo que consideramos conocimiento en sentido
estricto» lo que es arrastrado de acá para allá por la pasión (EN
1147b, 15-18).
La cuestión es, entonces, ¿cómo distingo, entre el conjunto de
razones en que apoyo mi conducta a lo largo del tiempo, aquellas que
no lo son en sentido propio o estricto? Pues puede haber procesos de
pensamiento que se desencadenan con un cierto automatismo, como
ocurre normalmente, y no sólo en las obsesiones y manías, de tal
forma que, en lugar de que mediante ellos actúe el sujeto por razones,
esté siendo «actuado» por los impulsos. ¿Dispongo en mi racionalidad
del criterio para saber si estoy siendo libre cuando creo serlo, o si es la
derrota de mi libertad la que, muy al contrario, me estoy disimulando a
mí mismo por racionalización? A estas preguntas actuales, la respuesta
que nos viene del estagirita es bien conocida: la recta razón, porque
reconoce las distintas excelencias o virtudes (aretai) de la acción
humana y por ellas orienta a la vida mejor, proporciona a cada hombre
el criterio por el que rectificar las razones falsas o impropias, tanto en
sí mismo como en los demás, aunque será la elección en cada caso la
que consienta a éstas o las acalle. En esta concepción, los
pensamientos que suscito y conduzco intencionadamente son los más
libres y los que me hacen más libre.
De este rasgo, que se transmitirá históricamente junto con el legado
aristotélico, ofrece san Agustín una ilustración extremosa en su
concepción del libre albedrío, al que, por cierto, distingue
expresamente de la libertad. Libertad (libertas) corresponde sólo a los
bienaventurados en el reino de los cielos, que no pueden pecar, pero
en esta vida lo que tiene el hombre es libre albedrío (liberum arbitrium),
que es la posibilidad de elegir entre el bien y el mal; libre lo es el
hombre únicamente cuando hace buen uso del libre albedrío. Hemos
visto que otros filósofos, como Tomás de Aquino y Kant, precisarán
que el hombre es libre también cuando hace mal uso del albedrío,
aunque menos en este caso porque la voluntad se deja derrotar. Pero
el interés del pasaje agustiniano está en que exagera un defecto del
concepto de libre albedrío que desde la proairesis aristotélica se
propaga al menos hasta la idea trascendental de Kant y de Fichte, y
ayuda involuntariamente a reconocerlo. En La ciudad de Dios explica la
libido como la consecuencia del pecado del primer hombre. Es un
hecho, observa Agustín, que ni aun a los accesos de ira los cubre el
manto del rubor como hace con los impulsos de la libido. Quien injuria
o golpea a otro, llevado por la ira, no podría hacerlo si su lengua y sus
manos no fueran movidos por su voluntad. Es la voluntad la que lleva
el control, o de ella depende retomarlo si la intensidad de la pasión nos
ciega un instante. En cambio, el afecto de la libido sustrae a la
voluntad el señorío absoluto sobre los órganos de la generación. Por
eso de estos movimientos nos avergonzamos, porque es sin contar con
la voluntad y aun contra ella como la libido activa esos miembros, que
nunca están del todo sujetos a nuestro albedrío ni para moverse ni
para no moverse, pues no ocurre sólo que la libido rehúse obedecer a
la voluntad, sino que «a veces se revuelve contra sí misma y, excitado
el ánimo, se niega a excitar el cuerpo». En el estado de gracia, antes
de la caída, el varón movía a voluntad su miembro con la misma
facilidad que las manos y los pies, y podía, con sólo quererlo, penetrar
a su mujer y fecundarla sin el morbo de la libido (sine libidinis morbo).
¿Quién, si es amigo de la sabiduría -se preguntaba el santo-, no
preferiría en su vida conyugal, si le fuera posible, engendrar a sus
hijos sin la libido? 12.
Tomás de Aquino sigue en este punto la enseñanza de Agustín en
los propios términos, que cita, de La ciudad de Dios: en el Edén «no
impulsaría a la concepción el apetito libidinoso, sino el uso voluntario
de la naturaleza», para lo cual «los miembros correspondientes se
movían sometidos en todo a la voluntad, como los demás, y sin ardor ni
estimulante atractivo, sino con calma de alma y cuerpo» 13. No
podemos seguir aquí los ecos históricos de esta doctrina, pero
recogemos dos breves muestras. El alma, en el paraíso, escribe
Malebranche, «no era nunca interrumpida a pesar de ella en sus
meditaciones y en sus éxtasis» 14. Kant se refiere a todas las
inclinaciones sensibles cuando sostiene que debe ser el deseo general
de todo ser racional (y no sólo del amicus sapientiae) el librarse
enteramente de ellas 15. Pese a lo revolucionario de su idea de
libertad, el kantismo prolonga la exteriorización mutua de la actividad
volitiva y de la pasividad sensorial, tal como pasó de Platón y
Aristóteles a la concepción tradicional del libre albedrío. La realización
y el éxito del ser libre la han hecho depender sus principales
representantes, sobre todo, del control y dirección racional del agente
sobre sí mismo. Podrían haber aceptado todos ellos como resumen de
esa concepción el adagio latino: «Vence el que se vence». Esta
dimensión del vencerse será siempre tan inseparable de la idea de
libertad como la distinción entre inteligencia y sentidos. En ella
permanecerá siempre una verdad que nada de cuanto añadamos de
ahora en adelante podrá desmentir. Pero la obra de Kant, en primer
lugar, obliga a entenderla a partir de otra nota del ser libre, radical
ésta, que es la capacidad de iniciar.
6. Iniciar
Kant hace suya la distinción clásica: «La libertad en el sentido
práctico es la independencia del albedrío (Willkur) respecto de la
imposición de los impulsos de la sensibilidad». En los términos más
tradicionales declara que el albedrío del hombre es sensible (arbitrium
sensitivum), pero no animal (brutum), sino libre (liberum), «ya que la
sensibilidad no vuelve necesaria su acción, sino que hay en el hombre
un poder de determinarse por sí mismo independientemente de la
imposición de los impulsos sensibles». No pierde, pues, nada de su
validez el viejo concepto práctico, pero ahora aparece fundado, y esto
es lo que importa, sobre la idea trascendental de la libertad, como la
de una causalidad que puede empezar por sí misma a actuar sin ser
precedida de otra causa que la determine. En esta idea es donde, para
Kant, se concentra, y donde se resuelve, el conjunto de dificultades
que en todas las épocas planearon sobre la posibilidad del libre
albedrío. Pues si no hubiera en el mundo sensible más causalidad que
la natural es decir, la de la ciencia, cada evento estaría determinado
por otro en el tiempo, y los fenómenos harían necesarios los actos del
albedrío. Las causas concretas las conoceríamos mejor o peor, pero
en todos los casos creeríamos que cada acto es el resultado necesario
de la confluencia de todas ellas, de modo que al negar la libertad
trascendental borramos sin más toda libertad práctica 16.
Pero el hecho es que no la negamos. Al contrario, imputamos al
agente los daños que causa, por ejemplo, con una mentira o con una
calumnia, por más que busquemos las fuentes del carácter empírico de
ese hombre en causas como la educación escasa o las malas
compañías (A 554s). Podemos dar por ciertas esas causas y otras
muchas sin dejar por eso de reprobar al agente, porque sabemos que
su acto es por entero incondicionado, no se deriva de ninguna serie de
causas y de condiciones, sino que, al cometerlo, su autor ha empezado
por sí mismo, absolutamente, una serie de consecuencias. Se
disponga o no del término «idea trascendental de libertad», lo
designado por él se está presuponiendo cuando emitimos nuestra
condena, pues consideramos la racionalidad del agente como una
causa de distinto género, que habría podido decidir una conducta
contraria, a pesar de las citadas condiciones empíricas. Y lo que es
más importante, esa causalidad de la razón no la tomamos como un
factor concurrente más, sino como completa en sí misma. Aunque los
móviles y circunstancias sensibles le fuesen completamente adversos
en el momento en que miente o calumnia, la razón era perfectamente
libre, y el hombre ha de responder de su acto.
Kant, desde luego, no ha sido el primero en negarse a admitir que la
causalidad natural sea la única. El mismo hace notar que casi todos los
filósofos de la antigüedad vieron la imposibilidad de explicar por ella
sola los movimientos del mundo. Eso les llevó a postular un primer
motor, es decir, una causa que libremente habría operado e iniciado
por sí misma la serie de causas y efectos de la naturaleza (A 450). Es
que la causalidad de la naturaleza enlaza, en el mundo de los sentidos,
un estado de hechos con otro previo, al que sigue en el tiempo; si el
estado anterior hubiera existido siempre, no habría producido un
efecto que surge en el tiempo, luego también el estado anterior ha
nacido en algún momento y ha necesitado una causa, de modo que la
serie de causas naturales es por sí sola incomprensible por carente de
fundamento. La necesidad de entender motivó el salto a la solución
trascendente.
Tomás de Aquino no tenía otra salida cuando intentaba explicar la
elección precisamente en su temporalidad. Pues mientras era cuestión
de entender la presuposición mutua del consejo del entendimiento y el
movimiento de la voluntad, cada una de cuyas potencias requiere
previamente la actuación de la otra, se podía decir que las distinciones
tenían sólo un valor explicativo y que entre ambas potencias se da una
síntesis operativa, pero en el orden temporal la precedencia recíproca,
o es auto-contradictoria, o lleva a un regreso infinito, a no ser que se
acuda a Dios como causa primera de nuestra actividad libre, tanto
como de la causalidad natural, y ésta era la solución del aquinate:
«Aquello que primeramente mueve a la voluntad y al entendimiento es
algo superior a ambos, es decir, Dios, el cual, moviendo todas las
cosas según la naturaleza de éstas (...), actúa también sobre la
voluntad según su propia condición libre» (De malo, q. 6). Sin el
recurso a Dios como causa primera, incausada, la objeción temporal
era suficiente para anular la posibilidad del libre albedrío 17.
En realidad, habría bastado con modificar la doctrina, distinguiendo
la causalidad libre y la temporal. Así es como Kant resuelve el
problema sin salir del hombre. Por contraste con la causalidad natural,
que descansa en condiciones de tiempo, la libertad que un hombre
tiene es «el poder de comenzar por si mismo un estado cuya
causalidad no está, a su vez, sometida a otra causa que la determine
en la sucesión temporal. En este sentido, es la libertad una idea
trascendental pura, es decir, en la que nada hay que se haya tomado
de la sensibilidad, sino que se refiere exclusivamente a la absoluta
espontaneidad de la acción que es fundamento de la imputabilidad de
esa acción» (A 448). No dice Kant, obviamente, que sea causa
primera, ni causa sui, ni causa absolutamente incausada, sino que es
«causa incondicionada» por cuanto es capaz de dar un comienzo
absoluto a una serie de fenómenos; absoluto, no según el tiempo, sino
según la causalidad. Con sólo levantarme libremente de la silla, una
nueva serie se inicia en este acto y en sus consecuencias naturales.
Desde el punto de vista temporal, mi acto no sería más que la
continuación de una serie anterior, pero mi decisión como tal no forma
parte de ninguna secuencia de causas naturales ni se sigue de ellas (A
450). «La razón en su causalidad no está sometida a ninguna de las
condiciones del fenómeno y del curso del tiempo»: es lo que estamos
implicando cada vez que decimos o pensamos que el autor de un acto
indebido habría podido no cometerlo (A 556). Los efectos del acto
voluntario, sin dejar de ser libres, se encuentran además en la serie de
las condiciones empíricas, pero la causa inteligible o racional está
fuera de la serie (A 537).
¿Cómo lo sabemos? ¿Podemos justificar esa distinción entre lo
natural y lo inteligible sin la cual, según Kant, no habría medio de
salvar la libertad? Que aunque algo no haya ocurrido habría debido
ocurrir, lo postula la libertad práctica misma, es decir, el libre albedrío.
Quiere decir esto que las causas empíricamente determinables no eran
determinantes hasta el punto de que nuestro albedrío no fuera capaz
de haber causado los efectos contrarios, aun contra aquellas causas
naturales. Ahora bien, no es de la observación de donde el ser
racional aprende que debería haber sucedido lo que no pasó, ni es de
algún deseo contrariado que puede imaginar haber satisfecho; lo sabe
por los imperativos que a sí mismo se da conforme a las ideas de la
razón, la idea de verdad, por ejemplo, que no la adquiere el hombre de
la experiencia, ni más ni menos que las leyes lógicas, y que no puede
no estar supuesta en toda reprobación de una mentira. La razón no se
conforma con seguir el orden de las cosas, sino que se marca
espontáneamente un orden propio según las ideas a las que adaptar
las condiciones empíricas, lo que puede llegar hasta el extremo de que
lo racional sea proclamar necesarias acciones que no han sucedido y
que quizá no sucedan nunca (A 548). Por eso es absolutamente
incondicionada la iniciativa de la causalidad por libertad.
7. ¿Iniciarse el carácter propio?
Por más que en el fenómeno creamos que todas las acciones del
hombre están determinadas por las causas que movilizan su carácter
empírico (que es cuanto encontramos en el hombre si nos limitamos a
observar, es decir, nada de libertad) (A 549-550), se mantiene
inconmovible nuestra seguridad práctica de que el mentiroso tiene en
su razón el poder de no mentir. Es que no atribuimos la acción a su
carácter empírico, sino que concedemos además al sujeto un carácter
inteligible, de cuya regularidad, sin antes ni después, no es el carácter
empírico nada más que el «esquema sensible» (A 553). Este último es
el carácter del sujeto en el fenómeno, en el orden de lo observable, y
el «inteligible» es «el carácter de la cosa en sí» (A 539). No hace falta
aclarar que no conocemos el carácter inteligible, sólo encontramos la
ocasión de pensarlo por su analogía con el carácter empírico (A 540 y
551). El carácter inteligible designa, por una parte, la regularidad legal
que toda causa debe tener para serlo, pero también lo que constituye
o define la individualidad de un hombre como diferente de cualquier
otro, puesto que el carácter empírico está determinado en el carácter
inteligible o, con otras palabras, es el carácter inteligible el que da
precisamente tal carácter empírico en las circunstancias presentes,
aunque no sepamos cómo ni por qué (A 551 y 557)
No es el lugar para detenerse en la dificultad, pero conviene indicar
al menos que en la formación del concepto «carácter inteligible» ha
mediado la definición de lo inteligible como «lo que no es fenómeno en
un objeto de los sentidos» (A 538). ¿Por qué «inteligible» designa a la
vez lo ideal y la «cosa en sí»? Porque se ha deslizado
subrepticiamente la suposición de que la verdad absolutamente
determinada de la omnitudo realitatis es la idea propia del intellectus
archetypus, que penetra y traspasa todo, sondea los corazones y los
riñones, porque lo ha constituido o creado todo de parte a parte,
mientras que el finito entendimiento humano, el intellectus ectypus,
sólo puede dar forma a una materia que él no ha puesto, que se le
opondrá siempre como algo ajeno, dado.
La noción de «carácter inteligible» suscitó no poca perplejidad y
oposición entre los intérpretes autorizados. Léon Brunschvicg decía
que «el carácter inteligible es la muerte de la buena voluntad», ya que,
al hacer intemporal su elección, relega la libertad dentro de una esfera
sustraída a la eficacia del esfuerza 18. Ese temor ayuda a disiparlo
Victor Delbos cuando responde a su propia inquietud de que pueda
haber un sustancialismo más o menos explícito en la teoría del carácter
inteligible. En realidad, será Schopenhauer el que lleve la noción a la
hipóstasis de un destino. Cree este autor ser fiel a Kant cuando afirma
que el carácter empírico del hombre «no es más que la manifestación
de su carácter inteligible, el desarrollo de disposiciones invariables que
se manifiestan ya en la niñez, por lo que desde el nacimiento está
trazada su conducta y sigue siendo fiel a ella en lo sustancial hasta el
fin de su vida». Para Schopenhauer, el carácter del hombre, lo que él
quiere de verdad, la tendencia de su ser más íntimo no puede variar
nunca por ninguna influencia ni enseñanza, precisamente por el motivo
que alegará Brunschvicg, porque está fuera del tiempo, como la cosa
en sí que es. Llega a escribir que «toda mala acción es garantía
segura de otras muchas que el individuo deberá cometer y de que no
puede abstenerse». De ahí que asimile Schopenhauer la noción de
«carácter inteligible» a la creencia cristiana en la predestinación 19.
Esta última comparación la hacía también Kant al decir que el hombre
no está determinado sólo en su carácter empírico, sino que «se halla
igualmente determinado en su carácter inteligible», si bien este último
aspecto -añade- nos es desconocido (A 551). Otro pasaje posterior de
la primera Critica se pregunta «si aquello que se llama libertad
respecto de los estímulos sensibles no puede ser, a la vez, naturaleza
en relación con causas eficientes superiores y más remotas» (A 803).
Ese determinismo compatible con mi libertad no podía ser más que el
trascendente, por la subrepción teológica que apuntábamos en el
punto y aparte anterior, pero es para nosotros como si no existiera,
puesto que nada sabemos de él. Pues bien, el doble peligro de
sustancialismo y de fatalismo lo ataja Kant, como observa Delbos, en la
Critica de la razón práctica, donde tiende a identificar la idea de la
causalidad libre con la ley moral, porque ésta proporciona a aquella
idea el contenido que justifica su realidad. Por lo que el carácter se
determina directamente es por la relación a la ley moral. La posición
kantiana llega a un extremo que es el simétricamente opuesto al de
Schopenhauer, al escribir que de toda acción ilegítima, sea cual sea,
puede decir con acierto el ser racional que, por determinada que esté
en el pasado en tanto que fenómeno, «pertenece, con todo el pasado
que la determina, a un solo y único fenómeno de su carácter, que él se
da a sí mismo» 20. Este último carácter, que no puede ser más que el
inteligible, y del que a su vez deriva la unidad de la vida empírica como
su fenómeno, se lo da a sí mismo el ser razonable.
Cierto es que mi vida ha precedido a mi uso de razón, y también la
primera infancia ha contribuido a hacerme como soy; para cuando
quiero asumirme, ya me encuentro dado a mí mismo con mis aptitudes,
preferencias, orientaciones interiores y sociales. Desde este punto de
vista aducía Merleau-Ponty, en su principal obra juvenil, que hay que
excluir «la elección del carácter inteligible», porque la elección supone
algún compromiso previo y la idea de una elección primera encierra
contradicción 21. La objeción iba dirigida contra Sartre, pero a Kant no
le alcanza, porque no dice éste que la idea de libertad remita a un
comienzo primero desde un punto de vista temporal, sino desde un
punto de vista causal. Los compromisos previos no lo son en cuanto a
la disposición ante la ley moral, que es por lo que dice la segunda
Critica que el ser racional se da el carácter según el cual se atribuye la
causalidad de la acción. Al temor de L. Brunschvicg hay que
responder, pues, que es desde el centro del esfuerzo volitivo desde
donde convoco todas las energías del ánimo en favor de la resolución
que afirma la ley. El «carácter inteligible» se salva así del
sustancialismo, pero a costa de no añadir nada a «uniformidad» en la
relación a la guía legal-moral, con lo que habría perdido la connotación
de los rasgos de «esta persona irrepetible» que sí tiene su análogo y
derivado, el «carácter empírico». No sería leve esta insuficiencia si
acarrease el peligro de proponer un modelo desindividualizado de
libertad. Se verá más adelante que el problema es central. Baste
observar ahora que darme el carácter por mi disposición a la ley deja
intactos siempre el riesgo y la incertidumbre de mi poder de iniciar. La
validez de este planteamiento no se altera por la carga de pasado que
pueda gravitar sobre la voluntad del agente.
Pero ¿qué puede ser ese centro volitivo si no es el carácter
inteligible mismo? ¿Estamos entonces en un círculo? No exactamente.
En cada acto, la razón es determinante, libre por completo. No hay
antes ni después con respecto al carácter inteligible, consiste en ese
poder de nacer a sí mismo a cada instante, de darse la identidad
propia por cada golpe de voluntad. Lo que hay de incuestionable en
este punto (1º) coexiste en Kant con (2º) su explicación del carácter
empírico por el carácter inteligible y (3º) con la atribución al carácter
empírico de una función unificante de los impulsos sensibles. De un
lado, en efecto, el carácter empírico es manifestación del inteligible. Tal
es éste, tal será aquél. Y de otro lado, es el carácter empírico el que
da una cohesión a lo que de otro modo sería una rapsodia de
impulsos. Es más, en el carácter empírico es donde el pasado está
grávido de porvenir. Observa a este respecto Alexandre Delamarre
que «es gracias al carácter empírico a lo que yo no soy otro a cada
instante del tiempo» 22. Es ineludible que nos detengamos en este
punto para examinar si encajan entre sí las tres piezas enumeradas.
Hay una expresión en castellano y en francés que, sin contradicción,
hace remontar hasta la cuna algo como un origen pre-moral del
carácter sin dejar de inscribir por entero el carácter moral en la cuenta
de la causalidad por libertad: cuando decimos de alguien que es «bien
nacido», aludimos a un natural noble y a una entereza en la rectitud
que no por dar continuidad a un estadio pre-consciente deja de tener
su fuente en la voluntad; lo mismo que no hay la menor intención
exculpatoria en el duro término «mal nacido»: no designamos por él
ningún destino heterónomo, la voluntad no se tuerce por influencias
externas si no consiente ella misma, y es a ese foco de la decisión,
porque también lo es de la inhibición o de la omisión, al que con esa
expresión imputamos plenamente la maldad. Parece, pues, que en el
habla corriente no encontramos contradictoria la persistencia de un
carácter con la imputabilidad completa de cada acto.
No le faltaba razón a Merleau-Ponty, en el contexto de la frase antes
citada, para decir que la elección de nuestro carácter entero, o bien no
se pronuncia nunca, sino que es «el surgimiento silencioso de nuestro
estar en el mundo», o es efectiva elección, en cuyo caso consiste en
una conversión que se aplica a modificar alguna adquisición previa, la
de las decisiones tácitas por las que nos encontramos articulado en
derredor nuestro el campo de los posibles. Mientras guardemos esas
fijaciones, nada habremos elegido, pero, para levantarlas, hemos de
comprometernos por otro lado y fundar una nueva tradición. El
problema es, entonces, si al definir la libertad como «un poder de
iniciativa» no señalamos unilateralmente el aspecto negativo (nuestro
poder de retirarnos de algunas cosas determinadas) de un positivo
encontrarnos en medio de las cosas y poder optar ante todas ellas. El
poder de iniciar no se dejaría transformar en hacer más que en los
términos del mundo, y sólo en ese intercambio está la libertad concreta
y efectiva (PhP 501). No es realista pretender que me elijo
continuamente porque sea verdad que continuamente podría rechazar
lo que soy: «No rechazar no es elegir» (516).
La observación es penetrante, pero antes de adoptar y desarrollar
ese intento de concretar el concepto de libertad, se impone la precisión
de que también en el poder de iniciativa hay una positividad, que no
viene de mi encontrarme en medio de las cosas. Un teorema de la
segunda Critica resume: en el sentido negativo soy libre por mi
independencia respecto de todo objeto de deseo, pero soy libre en el
sentido positivo por la causalidad de la razón legisladora 23. Lo que
importa entender ante todo es que no se da un sentido sin el otro y,
por eso, ya desde la razón, somos libres para el bien y para el mal. Sin
duda puedo retirarme de unos objetos por mi apego a otros, como
para olvidar a una mujer aconsejaba Lope tomar la posta en otra, pero
el místico podía desinteresarse de todas las cosas desde su fe en otro
mundo. En el sentido negativo sí cabe «exilio cósmico», el suficiente
para ejercer la desconexión y contemplar el mundo como extraño. El no
ser, por la menor o mayor conciencia de la muerte y de nuestra
contingencia, está siempre integrado a la experiencia del mundo, y es
demasiado real la posibilidad de la negación absoluta. Ser hablante
incluye entre sus poderes el de decirse: «soy el espíritu que todo lo
niega y no sin motivo». Lo que ocurre es que está cualificado este
poder como el de producir el mal, puesto que lo tenemos por la misma
racionalidad que no puede no asentir a la validez universal de la ley
moral desde que apercibe que siempre la implica. De ese punto de
estación en las ideas, desde el que tomo la distancia racional absoluta
con respecto al mundo, es imposible que se me desaloje con razones,
porque hay que presuponerlas para disponerse a argumentar, aun en
contra de ellas. También desde las ideas estamos en la realidad, y
comprender crítica y no metafísicamente esta dualidad es decisivo
para no buscar la emancipación por falsos caminos. Pero en el plano
de los hechos, el poder de retiro y el de negación se tienen con
independencia de que el discurso auto-referente tabule o se atenga a
estricta razón. En este último supuesto, no es sólo que pueda ser lo
racional proclamar necesarias acciones que quizá no sucedan nunca;
es que, al apoyar la razón su ley práctica en el punto fijo que es su
idea anterior de la libertad, ya está por sus principios movilizando a la
voluntad humana «en su antagonismo con la naturaleza entera» 24.
El querer la ley, sin embargo, no es un resorte que salte
automáticamente, como en otros mamíferos un instinto somete a otro,
sino que desde el plano de las representaciones y del discurso puede
el agente inhibir no importa qué freno natural, por ejemplo la
compasion, para llevar su deseo a consecuencias dc crueldad extrema
que serían imposibles a un animal, porque el deseo de éste no puede
recibir el refuerzo de la voluntad. Ya Aristóteles dejó escrito que «un
hombre malo puede hacer mil veces más mal que un animal» 25. La
voluntad puede acallar interiormente la sentencia del juez racional,
aunque sea en parte y sólo para aplazarla, igual que influye para que
uno se engañe a sí mismo (hasta cierto punto y no sin malicia) acerca
de la bondad o maldad de sus intenciones. El poder de hecho de la
racionalidad es el de la buena voluntad, desde luego, pero es además
un potencial de indiferencia y de maldad. De indiferencia, no en el
banal sentido de la libertad de indiferencia que ilustraban los
escolásticos con el ejemplo del asno de Buridán, en el contexto del
falso dilema: si dos bienes son iguales, la elección es irracional por
arbitraria; y si uno de los dos es más valioso o mayor, la elección es
necesaria luego no cabe el libre albedrío racional. No en este sentido
de indiferencia ante dos bienes equivalentes, sino en el de retirarse o
desvincularse de cualquier criterio de valoración. Y de mal, en
consecuencia, en cuanto poder omnímodo de transgresión y de
traición. A que valiera un bien concreto más que otro, o los dos lo
mismo, ya había contribuido precisamente la libertad, el dilema
escolástico la presuponía para negarla, pero que las valoraciones
sean obra de libertad no las expone menos al potencial racional de
rebelión.
Para prevenir en este punto cualquier querella de palabras en
cuanto a lo que de «razón» en un sentido parezca irracional en otro,
repárese en que el sentido negativo de la libertad se refiere a todo
objeto, mientras que el sentido positivo no se puede referir a ninguno,
sino a la pura razón; luego uno y otro sentido están en Kant muy lejos
de recubrirse lógicamente. No es por la ley moral por lo que desde mi
racionalidad tengo a raya mis inclinaciones: una huelga de hambre se
puede llevar hasta el fin lo mismo por una causa justa que por otra
injusta, y atentar contra el instinto de supervivencia sólo es posible
precisamente contra la ley. Lo que se corresponde con mi
independencia respecto de los deseos no es el mandato moral, sino el
poder causal fáctico de la racionalidad que puede revolverse también
contra esa ley. Y a esta precisión hay que añadir otra que aún hemos
de justificar por extenso: arruinamos la libertad si la reducimos a la
causalidad de la razón, incluso en este sentido lato, porque
contribuimos precisamente a la indiferencia ante las valoraciones del
mundo y a que esa indiferencia se tome por racional.
8. El sujeto que inicia ¿es el mismo que descubre e inventa?
Puesto que la causalidad por libertad era definida por su
contraposición con la natural, ¿se puede reprochar a la ciencia que la
haya ignorado, contribuyendo así a disociar subjetividad y
racionalidad? Se puede, a pesar de todo, porque al buscar la
objetividad obedece el científico un mandato que no forma parte de los
objetos naturales ni se encuentra a partir de la observación. No puede
no presuponerlo para hacer ciencia, aunque sí puede no reparar en él
de puro obvio y reducir lo real todo a lo natural. La meta del desarrollo
científico la ponían los positivistas lógicos (Carnap, Schlick y
Reichenbach) en una futura física teórica, de cuyo conjunto monístico
de premisas serían derivables todos los fenómenos observables del
universo, incluidas la vida orgánica y la mente.
De quienes sostienen que todas las cosas ocurren según leyes
necesarias decía Duns Scoto que deben recibir tormento hasta que
concedan que cabe la contingencia de que no sean atormentados.
Pero tampoco de grado es difícil reconocer la compatibilidad de
libertad y causalidad científico-natural. Para desechar que haya
antinomia entre ellas basta admitir la interferencia accidental de series
causales independientes entre sí, lo que recibe el nombre de azar. Las
causas o motivos por los que una familia ha decidido ir al cine, y
espera ante la taquilla en un momento dado, nada tienen que ver con
la serie de causas por las que el cartel anunciador de la película se
desprende de la pared justo entonces y cae sobre sus cabezas. El
encuentro de ambos procesos no es a su vez efecto de una tercera
serie causal, no se podría encontrar apoyo empírico para sostener que
el drama humano estaba determinado. Ni la causalidad científica
excluye la casualidad y la libertad, ni éstas a aquélla. Cuando muchas
tendencias determinantes confluyen en una misma experiencia, es esa
persona más libre que lo es otra de menos recursos, enseñaba
Gordon Allport. Si dispone de una sola vía de acción para afrontar el
problema presente, se verá obligado a obrar de una única forma, pero
si posee una educación amplia y una extensa experiencia, puede
seleccionar entre varias soluciones posibles la más conveniente al
caso 26, como un guardagujas de sí mismo que decide por cuál de
entre muchas vías va a dirigir su acción. Y aun esta imagen es
restrictiva, pues la amplitud de recursos puede propiciar el hallazgo de
alguna solución nueva.
El azar lo conoce la ciencia (A) en su objeto natural, pero también
(B) en la extensión de su propio conocimiento. A) Del depósito de
variabilidad fortuita contenido en el genoma de una especie da idea el
dato estimado de que en la población humana actual se producen por
cada generación no menos de cien mil millones de mutaciones. Que
esa inmensa lotería haya permitido a las especies una estabilidad
hasta de cientos de millones de años lo explicaba J. Monod por la gran
cohesión de la red de interacciones reguladoras de los sistemas vivos,
que no retiene mas que una infima fracción de las probabilidades que,
en número astronómico, le ofrecía la naturaleza 27. Pues bien,
salvadas las distancias de números, este lugar abierto al azar y a la
novedad en la naturaleza objetivada por las ciencias de la vida no
carece enteramente de afinidad con el que se abre en la propia
naturaleza del conocer científico. B) Hoy no hace falta decir que la
pretensión de explicar por la vía trascendental la existencia de una
teoría científica que estableciera la unidad cierta a priori del
encadenamiento de los fenómenos quedó arruinada porque la historia
post-kantiana de la física enseñó al epistemólogo que son posibles
distintas estructuraciones de la realidad, correspondientes a
alternativas teóricas distintas, con un soporte empírico equiparable, y
sobre la estabilidad siempre del lenguaje natural. De este espacio
abierto ha escrito Quine:
«En medio de toda esta libertad para estructurarse de una u otra forma,
nuestra ciencia se ha desarrollado de tal manera que siempre ha mantenido
un manejablemente reducido espectro de alternativas visibles entre las cuales
escoger cuando hubiera necesidad de revisar la teoría. Es este
estrechamiento de perspectivas, o visión de túnel, lo que ha trabajado para la
continuidad de la ciencia a través de refutaciones y correcciones. Y también
es esto lo que ha alimentado la ilusión de que sólo hay una solución al
enigma del universo» 28.
De la nuda materia no cabe suponer ni que por sí misma esté
estructurada ni que sea de suyo amorfa, pues la disyunción misma
presupone el designio estructurador del sujeto. Desde luego no será
viable cualquier construcción, puesto que, además de procurar la
consistencia interna, han de suponer todas el anclaje en el cuerpo
sensible, que se afana en sobrevivir y percibe a su escala los objetos
físicos, que tiene sus límites de valoración alguedónica, sus
preferencias afectivas y estéticas, y demás. También este armazón
sentiente y estimativo impone topes a la relatividad de las
estructuraciones conceptuales. En el pluralismo de éstas, pues, no
cabe la arbitrariedad, pero un momento de contingencia y de gratuidad
es inherente al concepto mismo por lo que en él hay de heterogéneo
respecto del percepto y, por lo mismo, de inventivo. La vinculación de
toda objetividad científica a este imponderable gratuito es última,
irrebasable, y deja en evidencia la desmesura que había en suponer
una «interdependencia de los fenómenos que se determinan
necesariamente unos a otros según leyes universales», o una
causalidad científica que «permite una experiencia perfectamente
coherente», que eran las expresiones de la tercera antinomia kantiana.
La antítesis, en ésta, se revela ilusoria desde que se renuncia al fijismo
ahistórico de la Critica, que tomaba el factum de la mecánica
newtoniana como la solución al problema de la naturaleza física.
A Kant, sin embargo, la exterioridad de la materia le preservaba del
sacrificio de la libertad a que se expondrá Hegel por creer que la razón
no ha menester de un material externo. Si la razón es el material que
ella misma elabora, sólo cabe un proceso de automoción del
pensamiento que desenvuelve lo que siempre hubo en él hasta la
recuperación reflexiva, en una circularidad de la razón que excluye la
irrupción de una radical novedad. Kant decía, en cambio, refiriéndose
a la metafísica, que no hay extensión del conocimiento allí donde la
razón se hace discípula de si misma (KrV, B XIV). Cierto es que, en la
ciencia, es la razón la que se adelanta a la experiencia al producir por
sí misma una hipótesis, junto con el dispositivo operatorio por el que
obliga a la naturaleza a confirmarla o desmentirla, pero esa suposición
la establece la razón del científico en base a determinados indicios, y lo
que importa es el olfato para esos indicios, escribe en la Antropología,
un don para el descubrimiento que describe en términos parecidos a
como en la Critica del juicio había descrito el don de la invención o
creación artística:
«Hay gente que está provista del talento de rastrear, como por medio de
una varita mágica entre las manos, los tesoros del conocimiento, sin haberlo
aprendido; son, por otra parte, incapaces de enseñárselo a los demás y no
tienen otra posibilidad que la de ofrecerles la demostración concreta, porque
se trata de un don de la naturaleza» (Ak., VII, 223-224).
Es la razón la que, por exigirnos lo incondicionado, lo que nunca
hallaremos en las cosas de experiencia, nos impulsa ineludiblemente a
traspasar los límites de todo fenómeno (KrV, B XX), pero eso no
significa que conduzca a ser para sí lo que era en sí, o a la idea de la
idea, sino que no sabe hasta dónde podrá llegar, y en cambio sí sabe,
con seguridad, que un abismo separará siempre su idea y la
realizacion:
«Cuál sea el grado máximo en que tenga que detenerse la humanidad y
cuán grande, pues, el abismo (Kluft) que quede necesariamente entre la idea
y su realización, son cosas que nadie puede ni debe determinar,
precisamente porque se trata de la libertad, que es capaz de rebasar todo
límite asignado» (KrV, A 317).
Completa esta idea Kant cuando advierte en un escrito posterior que
«la suposición de que, cuanto hasta ahora aún no se ha logrado, sólo por
eso no se va a lograr nunca, no autoriza siquiera a desistir de propósitos
pragmáticos o tecnicos (como, por ejemplo, el de viajar por el aire con globos
aerostáticos), y menos todavía de un propósito moral, pues respecto de este
último basta con que no se haya demostrado la imposibilidad de su
realización para que constituya un deber» 29.
En todos los órdenes, pues, técnico, pragmático, teórico y moral
viene la libertad llamada a rebasar fronteras. Sin embargo, de la idea
trascendental de libertad habíamos leído, en la observación sobre la
tesis de la 3ª. antinomia, que es únicamente un concepto de la
espontaneidad absoluta del acto en la que se funda la imputabilidad de
ese acto (A 448). Ferrater ha podido afirmar que, puesto que la
libertad, para Kant, «no es, ni puede ser una «cuestión física«, es sólo,
y únicamente, una cuestión moral» (Diccionario de filosofía, entrada
«Libertad»). A renglón seguido del párrafo sobre el abismo de la
libertad, confirma Kant que es en el dominio moral «donde la razón
humana muestra una verdadera causalidad y donde las ideas son
verdaderas causas eficientes (de las acciones y de sus objetos)» (A
317). En efecto, es la incondicionalidad ideal de la razón la que nos
impulsa a traspasar límites, pero no es la fuerza causal de las ideas la
que tiene capacidad de hacerlo.
El sujeto que inicia una acción buena es el sujeto que se vence a sí
mismo, el que tiene en su razón la causa del acto. Pero ¿es
coextensivo ese sujeto al que hace avanzar los órdenes técnico,
artístico y científico?
No está en el poder del artista encontrar sus ideas cuando quiere, ni
sabe cómo se le han ocurrido, lo que no impide que la fruición del
público que recibe la obra la atribuya Kant al sentimiento de la libertad
en el juego de animación recíproca entre entendimiento e imaginación
30; ni impide que atribuyamos la obra al artista, y que la viva éste como
una culminación de su libertad. Sus motivos no los siente ajenos o
desligados del centro en que es sí mismo, que es lo que ocurre en
cambio con los sueños. Por más verdad con que éstos nos expresen,
nos extrañan, al despertar, como efectos de procesos causales en
tercera persona. De ellos cabe decir con propiedad que la naturaleza
los hace en nosotros, pero decirlo del genio, como hacía Kant, induce
al malentendido de cosificar el momento creador, que es lo que hay de
más libre. Pero miremos más de cerca la diferencia, porque no todo en
ella es tan claro como parece a primera vista.
La historia de la ciencia está trufada de descubrimientos casuales
en los que el investigador encontró algo sin relación con lo que
buscaba, o halló esto por vías distintas de las previstas. La descripción
de unos sesenta descubrimientos de este tipo en la ciencia moderna
ocupa un extenso libro de Royston M. Roberts 31. El término inglés
serendipity fue acuñado por Horace Walpole en 1754 para designar los
descubrimientos que se hacen «por accidente y sagacidad». El
diccionario de Oxford define hoy la serendipity como «(talent for)
making fortunate and unexpected discoveries by chance». La paradoja
salta a la vista: ¿no es incongruente hablar de un talento para la
suerte? Kant menciona al menos un ejemplo de serendipity, aun sin
emplear este nombre: del casual descubrimiento del fósforo por Hennig
Brand en 1669 dice en la Antropología que no hubo mérito en ello
porque no era lo que el alquimista buscaba (Ak., VII, 224). Los
investigadores convienen, sin embargo, en dos cosas, en que los
descubrimientos serendípicos dependen de la mente preparada, y en
que el descubrimiento, sea por serendipia, o sea por concepción,
suele venir a la misma gente una y otra vez 32. Hay casos en que el
accidente prima claramente sobre la sagacidad o la suerte sobre el
talento, y esa fortuna puede ser ciega, pero es probablemente la
excepción. Popper dice en su autobiografía que el pensamiento
creativo o inventivo se caracteriza por dos rasgos principales: 1) el
intenso interés por la resolución del problema, que lleva al investigador
a continuar sus intentos tras reiterados fracasos, con una insistencia
que a los demás les habría parecido testarudez, y 2) lo que llama
«imaginación crítica» para designar la disposición de abrirse paso aun
a costa de transgredir las presuposiciones que para un investigador
menos creativo delimitan el campo en que selecciona las conjeturas
33. Al interés por el problema, en su alianza con la flexibilidad
imaginativa, habría que añadir otros talentos como la sagacidad, la
penetración y claridad de visión, resistentes al análisis y a la
explicación, sin duda, pero no por eso menos reales.
De los talentos en general dice Kant que son la perfección
cualitativa por la que se basta un hombre respecto de toda clase de
fines; ahora bien, puesto que el fin, en cuanto objeto, nos ha de venir
dado, y por tanto la materia de la voluntad, el fin es siempre empírico y
puede servir de principio epicúreo en la doctrina de la felicidad, nunca
de principio de la razón pura para la doctrina moral, y lo mismo los
talentos y su cultivo no pueden ser causas motoras de la voluntad más
que por su contribución a las ventajas de la vida 34. Los talentos,
pues, movilizan a la voluntad por su contribución a la felicidad, que
pertenece al orden de la heteronomía. Los actos por los que procuro
mi felicidad carecen de valor moral. Aunque la busque en hacer el bien
a los demás sin motivo alguno de provecho o de vanidad, no habrá ahí
más que una inclinación comparable a otras, por ejemplo a la ambición
de honores. Pero el caso es que también el investigador suele serlo
por inclinación, como Kant decía que lo era él mismo (Ak., XX, 44).
Queda completo el cuadro si añadimos que Kant no reconoce, ni aun
como concesión al uso lingüístico, más que una inclinación no sensible
(propensio intellectualis): aquella que deriva (como efecto) de la
voluntad por cuanto el fundamento de su determinación está en los
principios puros de la razón, y no en el objeto 35, cuyo mejor ejemplo
es el amor al prójimo, incluso al enemigo, que mandan los evangelios,
porque ese amor se funda en el deber y no en un pathos común, no en
lo que es propiamente inclinación, pues ésta no puede ser mandada
36.
La atribución tan rígida de la heteronomía a toda determinación que
no venga de la pura razón aboca esta posición a dos defectos de
inconsistencia que siguen oscureciendo los debates actuales: 1) los
talentos se adscriben al principio epicúreo o al orden sensible, pero se
sostiene por otra parte que sin talentos desarrollados no hay valor
racional del hombre ni, por tanto, del mundo; y 2) la libertad se define
como causalidad de la razón, pero la razón no causa propiamente la
actividad libre que hace retroceder los límites, al menos, claramente,
no en los órdenes artístico y científico-tecnológico.
- De los talentos naturales dice la Fundamentación que nos son
útiles para toda clase de fines posibles, pero añade que la máxima de
quien prefiere dejarse ir al placer en lugar de esforzarse por mejorar
sus disposiciones naturales no se compadece con el deber, porque
sería contraria a la promoción de la humanidad como fin en sí 37. No
es menos sorprendente la asociación del orden sensible («patológico»)
y el moral en el 4º. principio de la Idea. Aquí no se habla de utilidad ni
se aconseja solamente el cultivo de los talentos por su contribución a
las ventajas de la vida, como correspondería a los imperativos
hipotéticos de la felicidad, sino que se le declara un deber de
contribución positiva a los fines de la razón. Sin el desarrollo de las
disposiciones excelentes que promueven el fin de la naturaleza
racional -escribe Kant-, el entero mundo creado estaría vacío de valor
38. Ahora bien, el deber de esforzarse en desarrollar un talento tiene
que presuponer ese talento «patológico» y su correspondiente
inclinación (Neigung); no podrían la inclinación y el talento derivar del
deber como la propensio intellectualis; la afición por el trabajo en tal
arte o en tal vía de investigación no se siente por encargo, igual que
no sintonizamos con otra persona porque nos hayan recomendado su
amistad, sentimiento éste que es tan ajeno al orden de la obligacion
como al de la conveniencia; y tampoco la perspicacia o la inventiva se
adquieren porque una voluntad fuerte se lo proponga. La voluntad que
se autodetermina racionalmente no moviliza ni orienta por sí misma
hacia esta o aquella excelencia racional, pero arriesga ahogar la guia
pasiva que enlaza la intensidad de la atracción personal y el valor real
de los contenidos cuando rebaja talentos e inclinaciones al plano de
las satisfacciones sensibles.
- El sujeto que descubre o que inventa no es exactamente el sujeto
que inicia. El acto moral lo es por mi sola volición, la causalidad de la
razón es aquí completa en sí misma, las ideas son ya causas,
decíamos. Es también la razón la que produjo los principios por los que
Galileo, Torricelli y Stahl se anticiparon a la experiencia (B XII-XIII), pero
en esa razón que acierta con la conjetura, la voluntad no dispone de
los resortes para encontrarla. Galileo había estado intrigado, antes
que Torricelli, por el problema de la bomba aspirante y sabía que el
aire es pesado, pero eso no bastaba para razonar que la causa del
horror al vacío era el océano de aire. Hay una latencia en el razonar
característico del que descubre, procesos tácitos, no la absoluta
espontaneidad que funda la imputabilidad de la acción moral. La
asociación resolutiva se presenta en los momentos más inesperados,
como en los famosos ejemplos de Kekulé y de Poincaré, en estrecha
afinidad con los momentos de la invención artística. Beethoven
contaba en carta a Tobías von Haslinger que «le había venido a la
cabeza» un canon mientras dormitaba viajando en un carruaje. Son
frecuentes los testimonios semejantes de artistas y científicos, y hay
excelentes libros que los recogen. D. W. MacKinnon acuñó para
designar esas experiencias la expresión «bath-bed-bus syndrome»,
pues es típico que ocurran cuando el descubridor o el creador está en
el cuarto de baño, en la cama (a punto de conciliar el sueño, o al
despertar), o de viaje en algún vehículo 39. Aplicando al caso
sugerencias de J. A. Easterbrook, de A. R. Luria y C. Martindale
argumenta Ochse que el enfoque de la atencion estrecha su campo al
comprometerse el sujeto activamente en la resolución de un problema,
y en la misma proporción reduce el surtido de datos que observa y
usa. También en la atención se produce, pues, un «efecto túnel». En
cambio, cuando uno está en un bajo nivel de excitación cortical, la
atención se vuelve más laxa y difusa, y accede a la conciencia una
amplia variedad de signos «irrelevantes», tanto de procesos
asociativos internos cuanto del ambiente. Al activarse múltiples
corrientes, puede ocurrir la coordinación de pensamientos procedentes
de dos de esas corrientes. El hecho, en todo caso, es que los
testimonios personales de muchos creadores indican que no estaban
en absoluto ocupándose del problema en el momento del Insight.
Ahora bien, lo que más importa a nuestro propósito (y también para
prevenir las prédicas de pedagogos y políticos huecos sobre la
necesidad de enseñar a los niños a «pensar creativamente») es que
las luces sobre los problemas no vendrían en esos estados de
inatención sin la energía que ha desencadenado en el sujeto la
persistencia en el esfuerzo y la intensidad de su atracción por la
importancia intrinseca de la tarea, a la que pueden venir mezcladas
motivaciones extrínsecas, como la aspiración al reconocimiento
profesional de sus pares, o a la fama, o a los más altos premios y
distinciones 40. La invención, por eso, no es menos personalmente
imputable que la acción que decidimos en función de la ley, pero lo es
de otro modo.
Ha sido muy citada una famosa carta atribuida a Mozart, en la que el
compositor contaría que sus ideas llegan en ocasiones a fluir tan
copiosamente, durante los viajes o en noches de insomnio, que oye la
obra en todas sus partes y no sucesivamente, sino de una vez casi
completa y acabada en su mente; si la carta es apócrifa, como se
tiende a creer hoy 41, el falsario bien podría haber sido un aventajado
lector de la Critica del juicio; pero en cualquier caso, lo que nos importa
es que, aunque el salzburgués hubiera dicho efectivamente de sus
ideas musicales: «¿De dónde vienen y cómo vienen? No lo sé y no
tengo nada que ver con eso» 42, esa extrañeza vendría provocada por
la pasividad de un proceso que a la par habría tenido que vivirse como
central a su identidad personal, y con un pleno sentimiento de
libertad.
De la complejidad que puede alcanzar el Insight no faltan
testimonios fiables. La idea que asaltó a Poincaré al subir al autocar,
durante una excursión geológica, de que las transformaciones que él
había utilizado para definir las funciones fuchsianas eran idénticas a
las de la geometría no euclidiana, era una idea compleja y profunda,
que requería una larga comprobación, pero que captó en un instante,
sin interrumpir la conversación con un colega, y con la absoluta certeza
de que era correcta. La sensación de júbilo que acompaña a estas
intuiciones la atribuyen los científicos en gran parte a la belleza de la
idea, quizá no menos que los artistas 43. Goethe escribió que mientras
estaba entre el sueño y el despertar, tambien en un carruaje, tuvo «la
gran suerte de inventar» un plan límpido para su Iphigenie auf
Delphos, y comenta: «Yo estaba feliz como un niño» 44. Reconocer la
suerte no le impide atribuirse la invención.
Mi voluntad es la causa de que yo me levante de la silla, pero la
felicidad del instante creador se debe, a la vez que a la belleza de la
idea, a que no pudo tener inicio volitivo. La asociación que convierte
en momentos de un orden una multitud de elementos dispares, o que
suprime los diques y muestra en su majestuosa unidad dos campos
temáticos separados, precisamente irrumpe como desenlace gratuito
del esfuerzo, al haber burlado por un momento el señorío de la
voluntad, lo que está en el polo opuesto del planteamiento tradicional.
Pero no es propiamente a la gratuidad a lo que se debe la exaltación
jubilosa, sino a que la voluntad ha alcanzado su fin de tal modo que la
victoria viene de la alianza con la «otra parte», que aquí es menos «la
parte contraria» que la complementaria, y no se sabría decidir quién ha
servido a quién, si la inclinación y el talento a la voluntad, o ésta a
aquellos; es un triunfo sin vencido, porque el vencedor es el hombre
entero. Esto incluye lo que en él se sustrae al control de la voluntad,
luego sería perfectamente inútil extraer de ahí la propuesta de un
modelo del hombre completo o integrado, pero sería, además,
equivocado, porque si hay potencial innovador es por la tensión de lo
no integrable, porque no hay auto-identidad. Incluso a sí misma ha de
moderarse la voluntad, y no sólo a las inclinaciones disgregadoras,
para aceptarse expuesta a lo que la rebasa y querer la inseguridad de
una apuesta que se puede perder siempre, lo que vale seguramente
para todo compromiso y actividad valiosos. Se da en todos ellos la
pasiva espontaneidad que es propia de cualquier inventiva y que no
funciona por aplicación de reglas o de teorías. El caso particular de la
creación y el descubrimiento lo deja ver con especial acuidad. Algún
problema objetivo ha de trabajarle a uno interiormente y sentirse como
propio, pero la penetración en la médula del problema que duele no la
da el dolor, aunque sí puede impulsar la visión penetrante y la
capacidad de idear en el que las tenga. En este orden, que es el de lo
que hay de más contingente en la racionalidad: el juicio, la conexión
pregnante, la atribución a este sujeto del predicado que le convenía
exactamente y de ningún otro, es donde tienen lugar las innovaciones
del escritor y del científico; no pueden ser un efecto de la «causalidad
por libertad», pero cuentan más decisivamente que ésta para que la
libertad sea capaz de franquear todo límite asignado.
9. Ser libre en el ámbito no reducido de la moralidad
KANT/LIBERTAD: La rigidez cuasi maniquea de las disyuntivas
kantianas, que excluían el tercero entre la determinación por ideas o la
determinación por impulsos sensibles, la han señalado con frecuencia
los críticos, desde Schiller. Son conscientes de ello los filósofos
morales que hoy reasumen un kantismo transformado por el giro
lingüístico. J. Habermas, por ejemplo, manifiesta su desacuerdo con
que la voluntad autónoma sea eo ipso una voluntad represiva y
sofoque las tendencias en provecho de los deberes:
«Autónoma es la voluntad que se deja vincular por intelecciones morales,
aunque ella pueda decidir de otro modo. Kant ha asimilado este momento,
erróneamente, al acto de deshacerse de todos los motivos empíricos. Este
resto de platonismo desaparece desde que abandonamos la representación
idealista de la catharsis de una voluntad que se purifica de sus intrincaciones
terrestres» 45.
Esta toma de conciencia no evita, sin embargo, que la
exteriorización del a priori universal y los contenidos particulares siga
estando en el centro de las dificultades de este kantismo actualizado
que es el de la ética discursiva. Es K. O. Apel, su otro máximo
representante, quien reprocha a Habermas que establezca entre las
dos perspectivas de la ética, la deontológico y la evaluativa, una
distinción tan radical que se convierte en una disyunción completa 46.
La ética discursiva se quiere procedimental, y distingue por eso la
estructura y los contenidos del juicio moral. Con su abstracción
deontológica, escribe Habermas, esta ética «extrae de la masa de las
cuestiones prácticas precisamente las que son accesibles a una
discusión racional, y son éstas las que somete a una prueba de
fundamentación. Así, los enunciados normativos a propósito de
acciones o de normas presuntamente «justas» son distinguidas de
enunciados evaluativos sobre los aspectos de lo que preferimos
simplemente como vida «buena» en el marco de nuestras tradiciones
respectivas» 47. La abstracción y la generalidad de las normas se
vuelve tanto más necesaria cuanto más se diferencian en las
sociedades modernas los intereses particulares y las orientaciones
axiológicas, precisamente como regulación y garantía del pluralismo, y
de ahí la primacía de la perspectiva deontológica, o de la justicia sobre
el bien. Sucede, ante todo, que las cuestiones de la justicia se dejan,
en general, aislar de los contextos particulares de la vida buena,
mientras que las éticas que parten de la vida concreta, la del Estado o
de la nación, por la particularidad de sus formas de vida, encuentran
dificultades insalvables para elevarse a un principio universal de
justicia 48. Apel discrepa de que esta disyunción sea completa, no sólo
porque la elección de la vida buena, para el individuo o para una
comunidad particular, está subordinada a la voluntad autónoma de
justicia, sino además porque la responsabilidad para con la comunidad
concreta obliga a desbordar la abstracción de la ética discursiva y
vincula su deber al telos de establecer a largo plazo las condiciones
que la hagan aplicable y exigible a todos.
Lo incompleto de la disyunción resulta así ser la rendición de la vida
buena, por particular, al ideal a la luz de cuya construcción añade Apel
que será posible, y necesario, valorar en cada momento la situación
49. Quizá hemos olvidado que hace medio siglo el existencialismo
marxista proponía evaluar las situaciones concretas por su
contribución a otro largo plazo, en cuyo nombre a las normas morales
por sí mismas se las declaraba sin efecto. Tras la propuesta de Apel
acierta a ver Habermas que se esconde el filósofo rey, que quiere
reordenar el mundo 50. Y en efecto, valdría más el dualismo de
Habermas, si hubiera que elegir. Pero no es el caso.
Cuando los éticos discursivos contraponen su planteamiento
deontológico a los teleológicos, axiológicos, y eudemonistas; o su ética
de mínimos a la ética de máximos; o la autonomía a la auto-realización,
y la justicia al bien, atribuyen nada más a los primeros términos de
estas disyunciones (los que definen su propia posición) la
universalidad normativa, y asignan los otros a meras éticas
«consiliatorias», porque han rebajado aproximadamente como Kant la
noción de felicidad a bienestar utilitarista o, con otras palabras, porque
parten de suponer que «vida buena», sin hacerla depender del ideal,
significa lo que de hecho parezca a cada individuo dentro de una
tradición cultural. Mientras la parte racional sea para los discursivos y
para los demás la facticidad, llevan aquellos todas las de ganar. De
poco le sirve, en efecto, a Charles Taylor su universaIismo
comunitarlsta, pese a que no se encierra, como los pragmatistas
norteamericanistas, en el modelo cultural de su comunidad, sino que
atiende a la historia del progreso de occidente en su totalidad para
buscar a partir de ella algo así como lo que Hegel llamaba el «universal
concreto». Pues concreto significa todo lo más la atalaya fáctica del
presente. El punto de vista absoluto, que abarque también al futuro, no
puede ocuparlo más que el universal abstracto, que funda la dignidad
del hombre en su autonomía. Ahora bien, está claro que a esta
necesidad del mandato de tratar a toda persona como un fin no se
accede a partir de la historia. La posición del kantiano es aquí
inexpugnable. Al universal de Taylor opone Apel con razón, en el
trabajo citado, el punto de vista del «otro», el de las culturas del
subdesarrollo no integrables hoy con la síntesis cumplida por
occidente. Aunque nunca llegase a concreción, el universalismo
discursivo sería moralmente necesario. A este respecto, Kant habría
saludado como un gran paso adelante la Declaración Universal de los
Derechos Humanos, por más que suene a sarcasmo cuando las
Naciones Unidas informan de que más de tres mil grupos étnicos toman
parte hoy en conflictos, casi siempre nacionalistas o religiosos, o de
que el número de refugiados ha pasado de dos millones y medio a
veinte millones desde 1970 a 1993, o de que mil millones de personas
viven en la miseria, el analfabetismo y la carencia de atención médica.
El comunitarista no sabe si ese estado de cosas es inevitable, pero sí
tiene que saber que no debería, que no debe ser. En esto, hay que
reiterar, la ética discursiva no tiene réplica racional.
De ahí no se infiere, sin embargo, que haya un telos moral de
acercar asintóticamente las comunidades empíricas a la comunidad
ideal o al reino de los fines. Ante todo porque, dondequiera que la
libertad nos lleve, la separará de la exigencia racional el abismo que
separa la existencia de la idea, que es absoluto y no cuestión de más o
menos. El planteamiento teleológico de Habermas es más cauto, pero
ante el de Apel conviene reactivar la advertencia que Kant dirigía a los
leibnizianos de que, por contraste con la realidad existente, en una
realidad representada sólo por el entendimiento puro no puede
concebirse oposición alguna. Es significativo que a los antagonismos
entre los hombres los llame Apel, como Hegel, «contradicciones»,
como si las colisiones reales fuesen reducibles a oposiciones en el
discurso. No se puede creer que todas las realidades sean
armonizables porque no haya contradicción entre sus conceptos,
advertía Kant (KrV, A 282-283). Si esta distinción falta, se sigue para la
moral la consecuencia de que todos los males se dejan reducir a
consecuencias de las limitaciones de las criaturas, es decir, a negación
o carencia de ser, pues la negación es lo unico que en las
representaciones se opone a la realidad (A 273). Debería reconocerse
entonces que, aunque no fuese más que por el idealismo de la
expresión, presentar el acercamiento a la comunidad ideal como el
telos histórico que nos obliga es una invitación al extravío.
Claro está que es sólo un ideal, se cuidaba Kant de decir del reino
de los fines, pero no por eso extrajo todas las consecuencias de
reconocer que en el orden ideal eo ipso no hay colisiones. Hoy es en el
atolladero de los dilemas morales donde la reflexión ética tiene que
tomar tierra y donde es más necesitada, sea en la práctica médica, en
la investigación biológica, en la ecoética, en la ética de la economía, o
en los tests por los que Kohlberg y sus colaboradores intentan medir la
maduración del juicio moral. Pues bien, ésa es seguramente la mayor
laguna del sistema de Kant. Es que si hubiera un conflicto de deberes,
se volvería obligado infringir uno u otro, con lo que el deber admitiría
excepciones y no podría ser incondicional. Así lo veía Kant:
«Un conflicto de deberes (...) consistiría en una relación entre ellos en
virtud de la cual cada uno anularía al otro (total o parcialmente). Pero dado
que deber y obligación en general son conceptos que expresan la necesidad
objetiva práctica de determinadas acciones, y puesto que dos reglas
opuestas entre sí no pueden ser a la vez necesarias, sino que cuando sea
deber obrar atendiendo a una, obrar siguiendo a la otra no sólo no es deber
alguno, sino incluso contrario al deber, es totalmente impensable una colisión
de deberes y obligaciones» 51.
Todo lo que concede es que en la regla que un sujeto se prescribe
pueden encontrarse dos razones de la obligación tales que una de
ellas sea insuficiente para obligar, en cuyo caso no es un deber; de
modo que, al oponerse dos razones semejantes, no hay que decir que
la obligación más fuerte se impone, sino que vence la razón más fuerte
para obligar (Ibíd.). Esta explicación recuerda el subterfugio por el que
Kant respondía en otro escrito del mismo 1797 al dilema de B.
Constant, que era, por cierto, una colisión de deberes en la que el
supuestamente imperfecto (ayudar al perseguido) era
incomparablemente más fuerte que el «perfecto» (no engañar al
criminal): esta sentencia (la opuesta a la solución de Kant) la emite el
Juicio, sin reglas, con validez universal para ese supuesto concreto.
Tampoco habría dado Kant la respuesta que Kohlberg considera
propia del estadio 6 para el dilema de Heinz, sino que habría negado
que le estuviera permitido robar la medicina para salvar la vida de su
esposa. Y hay, desgraciadamente, dilemas reales de mucha más difícil
resolución. Negarlos es negar una evidencia desgarradora. Una cosa
es que la razón pura sea realmente ya práctica, y otra cosa es que a
los mandatos de razón pura no haya que aplicar exactamente lo que
dice Kant de las representaciones del entendimiento puro (que también
son realitas noumenon), a saber, que no permiten concebir una
relación entre realidades tal que, unidas en un suJeto, «se anulen
recíprocamente sus consecuencias, y sea 3-3=0» (KrV, A 264-265).
Nunca se insistirá bastante en que, en términos de pura razón, que son
los del imperativo categórico, es irremediable la reducción del mal a
negación como no-ser o cero de ser, que es lo único que puede
oponerse a la afirmación en el plano ideal. Pero la ley moral no manda
desear el bien en la idea, manda hacerlo en la realidad, en la que
alguno de sus elementos puede eliminar las consecuencias del otro, e
incluso al otro, razón por la cual hay que admitir, para el cumplimiento
que la ley manda, lo que en el orden ideal de la ley es por principio
impensable: que el mal es una magnitud real, mayor o menor, y no una
ausencia o carencia de ser. Desde que se trata de acciones, hay
objetos, y la colisión es posible.
¿Hay que optar entonces, o bien por rebajar a lo hipotético el
mandato moral, o bien por ignorar los dilemas? Sorprende que, desde
una posición de clara raíz kantiana, salude A. Cortina como de gran
utilidad «la distinción de D. Ross entre los deberes prima facie y los
deberes actuales, es decir, entre deberes que no entran en conflicto y,
por tanto, han de respetarse, y aquellos que entran en conflicto en
situaciones concretas» 52. Pues esto es confirmar los temores de Kant
y acabar con la incondicionalidad del deber. Ross no lo ocultaba: «I
suggest «prima facie duty« or «conditional duty«...» 53. Y al menos él
no invocaba una fundamentación última. Que hay necesidad racional
práctica significa que hay deberes incondicionados, y tienen que serlo
prima facie y secunda facie. Ninguno de ellos queda derogado o
suspendido cuando se hace incompatible con otro. Se responderá que
de hecho deja de ser un deber, pues infringirlo puede hacerse incluso
oBligado. Eso es cierto, pero no lo es menos que en esa transgresión
sigue habiendo un mal por el que la acción nos duele moralmente,
aunque no sintamos culpabilidad si la situación admitía sólo
alternativas peores. Tener que vulnerar un deber no es la magia de
convertir lo malo en bueno. La confusión se produce porque no se está
en la distinción real entre idea y existencia. A la necesidad de razón
pura práctica no le alcanza el dilema y, de hecho, la transgresión
inevitable no tendría por qué pesarnos si el deber no siguiera vigente.
En este sentido, pues, el supuesto de cumplimiento imposible no es
una excepción al deber, y es lo que la expresión prima facie oscurece.
Rectificada la imprecisión, donde sí hay una pequeña aportación de
Ross es en su propuesta de criterios de segundo orden para los
dilemas de obligaciones: 1) que el deber es realizar la acción que
arroje el mayor saldo de corrección en el caso singular, o que respete
la obligación más imperiosa; y 2) que la obligación de no hacer daño a
otro es normalmente más imperiosa que la obligación de hacer el bien.
Ya la restricción del adverLio que subrayamos indica que ningun
metaprincipio suple el recurso al juicio personal, que tiene en estos
casos la última palabra. De hecho, tanto en el dilema de Constant
como en el aludido de Kohlberg, la obligación que prevalece es la de
ayudar o la de hacer el bien. Esta ultimidad del agente y de su
capacidad de juicio, y no es éste un asunto menor, se echa a faltar en
Kant y en sus continuadores.
En efecto, de la voluntad que no se aplica a nada más que a la ley
podía decir Kant que no es ni libre ni no libre 54. El hombre autónomo,
el que se da a sí mismo la ley, lo hace sin coacción alguna, pero de un
modo absolutamente necesario, por la misma vinculación a la
objetividad por la que no puede no asentir voluntariamente a 7+5 = 12.
La parte del sujeto está en la racionalidad que le sujeta a esa validez,
es decir, en que no se le impone desde una autoridad externa, sino
que la entiende por sí mismo. Ve que vale para él porque vale en sí.
No la hace con su voluntad, no la crea él, sino que la encuentra en sí
mismo y tiene que decir amén: sólo en este sentido decimos que «se
da la ley a sí mismo».
«El reconocimiento de la validez de la ley moral sólo se puede hacer en
primera persona, pero el hacerlo consiste en tomar conciencia de que esa
primera persona del singular es por completo insignificante» 55
Para nada afecta a la validez de la ley moral, efectivamente, la
visión del agente, de la cual se puede y se debe prescindir en la
consideración de la validez de la ley, puesto que ésta se impone por su
necesidad objetiva. Aplicar la ley es subsumir bajo su generalidad el
caso singular como su inferior lógico: a esto viene a reducirse lo
personal del acto. Cuanto no sea la objetividad racional por la que
decidir y juzgar la bondad de las acciones, en consecuencia, habrá de
anotarse en la cuenta de las motivaciones irracionales. Kant supone
que la acción realizada por deber conduce al bien por modo necesario,
e indirectamente llega a decirlo, puesto que a los teóricos morales que
mezclan los conceptos racionales con las inclinaciones les imputa que
dejan el ánimo oscilante entre motivos irreductibles a un principio, y
que no pueden de ese modo conducir al bien más que por modo
contingente, y a menudo también pueden conducir al mal 56.
Ahora bien, no solo las motivaciones irracionales, también la acción
realizada por deber puede conducir al mal si me es objetivamente
imposible atenerme a una obligación sin atentar contra otra, en cuya
elección es el sujeto el que sabe sin normas cuál prevalece en la
situación. No siempre este saber es posible, puesto que hay dilemas
sin salida, trágicos, y hay casos donde la conducta menos mala lo es
aún tanto que hace razonable la duda de si no sería más correcta la
acción opuesta. Pues bien, lo que importa aquí es que no hay instancia
superior a la de este sujeto. Le falta el asidero de una ley objetiva,
pero eso no le aboca al subjetivismo arbitrario. Cuando duda, advierte
la insuficiencia real objetiva de la justificación; y cuando sabe,
reconoce la validez universal y aun la necesidad que subyace a su
decisión. Los pesos y medidas que uno tiene que consultar o como
auscultar en sí mismo, y extraer de su orden tácito, no son del todo
objetivables nunca (pese a que su validez no es menos objetiva que la
del imperativo categórico), porque no consisten en representaciones,
su orden de operatividad o ejecutividad es el de una razón tentativa,
porque viviente. Esta autonomia concreta, que es la de la persona
libre, arriesga ser objetivizada y momificada cuando no se la refiere
nada más que a la ley y sólo de la conformidad con ésta se hace
depender la bondad de las acciones. Desde que la virtud es definida
como poder y resolución de oponer resistencia al adversario de la
moralidad en nosotros 57, y así se vuelve indiferente a los contenidos
intrínsecamente buenos que la virtud efectiva está llamada a servir,
deja traslucir lo que en su propia idea hay de complacencia del
albedrío con su propia superioridad 58.
Los contenidos de la vida buena, decíamos, Apel aspira a dirigirlos,
indirectamente al menos, desde su kantismo transformado, por la
absoluta prioridad teórica que atribuye a éste sobre los planteamientos
teleológicos y eudemonistas:
«Según las normas del procedimiento de la fundamentación última
pragmático-trascendental, la ética deontológica del discurso cede al discurso
práctico de los interesados la fundamentación de las normas materiales y
circunstanciales. Este método fluidificado, por así decirlo, de fundamentación
de las normas puede solucionar la tensión ulterior entre deontología y
teleología de la vida buena» 59.
¿Qué habría de malo en que la fundamentación de las normas
concretas en el diálogo se extendiera hasta la conformación de la vida
buena por el deber de establecer las condiciones de aplicación del
principio discursivo? Que prolonga la hybris intelectualista de las
doctrinas del libre albedrío. Dado que el blanco principal de sus críticas
en este lugar es el citado libro de Taylor, podemos tomar de éste la
mejor réplica: «High standards need strong sources» 60.
«Está condenada a la impotencia toda ética que, a las condiciones
por las que ella se define, no haga corresponder poderes reales del
alma humana», enseña la obra entera de Jean Nabert 61. De una
conciencia que se vuelve fundamentalmente atenta a un cierto ideal
decía este autor que descuida el remontar hasta la espontaneidad de
la que proceden sus actos, para no considerar más que la significación
de éstos por relación al ideal 62. Ahora bien, la libertad dejaría de
animar la acción si el papel del sujeto no consistiera más que en
alzarse hasta un ideal previamente definido (Ibid.). No se respeta mejor
la incondicionalidad del deber cuando se la preserva de contagios
materiales en su abstracción. El cumplimiento ético no se conoce ni se
alcanza por el deber, aunque sí, necesariamente, a través del deber
63. En una lógica de la moralidad que no contemple más que la
subsunción de la decisión singular bajo una ley universal, el yo no
juzga sus acciones más que desde el punto de vista de su acuerdo o
de su desacuerdo con la ley, y cualquier otra aspiración diferente se
hace sospechosa de particularidad e irracionalidad 64. Sin embargo, la
ley que impone el deber expresa y ayuda a revelar al yo un deseo de
ser cuya profundización se confunde con la ética misma:
«Para cada individuo, su historia es la historia de ese deseo, de la
ignorancia radical de sí mismo en la que está inicialmente, de los errores a
los que se deja arrastrar, de las seducciones en las que se deja caer y, a
través de los fracasos que sufre, de la luz que se hace al fin sobre su
orientación verdadera» (137).
No sería el deber lo bastante fuerte para tener en jaque las
inclinaciones naturales del individuo si esas inclinaciones no fueran
asimismo el vehículo de otra aspiración que al mismo tiempo es
promesa de un orden en el que la existencia estaría reconciliada
consigo misma (154). Nada lo ilustra mejor, añade Nabert, que los
conflictos de deberes. El yo, encerrado en la armonía aparente con su
deber, consentía en ignorar el enlace de ese deber con un mundo
condenado a la división, a la lucha, y rehusaba escuchar la llamada de
una aspiración que habría perturbado su quietud. Pero en la rivalidad
de los deberes, ya se trate de una oposición intrínseca entre ellos o de
una incomposibilidad contingente en una situación dada, el sujeto ya
no va del deber al acto, el esfuerzo de restaurar su unidad personal le
obliga a mirar directamente a los contenidos de acción para
determinar, desde su ambivalencia y por su mediación, lo que debe
hacer. Los planteamientos deontológicos son con frecuencia la cara
visible de un culto a reglas, a una disciplina que, a la vez que a las
tendencias, hacen violencia a la aspiración de las que esas tendencias
podrían ser el instrumento. Porque la obediencia y la fidelidad a la ley
son a veces complacencia en sí mismo y fariseísmo, podemos juzgar
que la apercepción de un conflicto de deberes, y la dura prueba a la
que somete a una conciencia, son una crisis capaz de promover la
moralidad por lo que hay de único e irreductible en su acción, por una
originalidad que no contradice la ley, sino que, al contrario, le rinde
homenaje (155s y 159). En este planteamiento, la oposición de un yo
empírico y de una razón pura que le constriñe cede su lugar a «una
relación entre el yo concreto y la razón, en la que ésta, trabajada por
una aspiración que la rebasa, sirve por su lucidez y su desinterés los
verdaderos intereses de la libertad» (159).
Una ética deontológica que corta las raíces de la inclinación se
ciega además para reconocer el valor de las finalidades por las que
hay en el yo entrega y renuncia, e incita a creer que lo relevante en la
acción es su conformidad con el principio moral, y que lo que no deriva
de él en la estimación de las tareas y de las cosas no puede ser más
que arbitrario (111 y 192). Para que la virtud esté plenamente de
acuerdo con la promoción total de la existencia tiene que hacerse
solidaria de la bondad real de las acciones o de las obras, y
constituirse en esa relación y por esa relación (193). Se establece así
una nueva referencia de la moralidad a la naturaleza, que no comporta
ni hostilidad ni indiferencia respecto a las inclinaciones, y menos aún
sumisión a su poder, sino reconocimiento de su fuerza y de su
concurso para la aspiración originaria (217). En ésta, ni siquiera
procede separar autonomía y auto-realización como si perteneciesen
al orden de lo necesario y al de lo contingente, respectivamente,
porque una y otra constituyen la aspiración moral, a través del deber,
sin duda, pero en su enlace con la existencia. Y como el orden de ésta
es constitutivamente el orden de los antagonismos, de las valoraciones
enfrentadas, de los deberes incompatibles, «no hay progreso en el
sentido de una adecuación' creciente, como si pudiera ser disminuida
la distancia entre la realidad que construimos por nuestras acciones, o
entre nuestras acciones mismas y el principio del que ellas se inspiran»
(205). Lo decisivo es comprender que, aunque los dos órdenes
persistirán siempre en su distinción, y es un contrasentido pretender
acortar o reducir el abismo que los separa, esta imposibilidad
ontológica deja intacta la validez necesaria del principio en su
idealidad. Que esta verdad está lejos de suscitar el asentimiento
espontáneo no podía ignorarlo Nabert:
«Lo más difícil es mantener en el centro de la conciencia esta idea de que
el peligro, el riesgo, las dificultades, no disminuyen de magnitud, que todo lo
más cambian de cara, y, al mismo tiempo, la certidumbre de que su aumento
no prohibe la reconciliación del querer consigo mismo» 65.
Tan difícil, sin embargo, como esa confrontación doblemente
irreductible de la idealidad y del mundo, es entender por qué la
declaran incomprensible los mismos que asienten conmovidos al leer
que no por ser mortales hemos de pensar sólo en las cosas mortales,
sino en lo posible inmortalizarnos; o que, incluso el que, por la
debilidad de las pruebas o por el mal del mundo, está convencido de
que no hay Dios, «sería a sus propios ojos un ser indigno (ein
Nichtswürdiger) si por eso viniera a tener las leyes del deber por
ilusiones sin valor que no le obligan» 66.
De la tierra prometida que avizora Taylor en las páginas finales de
su magnum opus ofrecen una cartografía detallada los tres libros
publicados por Jean Nabert, desde el rigor crítico de una filosofía
reflexiva. Taylor escribe, ante todo, para despertar la conciencia de
que a lo que tendemos en nuestra actual cultura de occidentales es a
sofocar el espíritu. Con su reconstrucción histórica, lo que busca es
una terapia, y por eso entiende que su estudio puede ser «un trabajo
de liberación» 67. Cierto es que sus oponentes discursivos no están
menos convencidos de cumplir por su empresa teórica una tarea de
emancipación, pero en la perspectiva de Taylor parece más bien un
peligro para la libertad. También en la propuesta de éste ven aquellos,
en reciprocidad, una amenaza para la libertad. Y están justificados los
temores de las dos partes, pues a cada una falta en su concepto de
libertad algo esencial que destaca la otra unilateralmente. Hay acuerdo
en que la identidad del individuo se ha formado por medio de
intercambios lingüísticos, pero Taylor advierte que no hay en ello
ninguna garantía contra la pérdida de significado y de sustancia en el
entorno humano (509-510). Aún más, es que las éticas
procedimentales, por su formalismo, que presenta nuestros empeños
morales bajo el prisma de la obligación o el deber, hacen abstracción
de la pluralidad de los bienes y de los frecuentes conflictos entre ellos,
desvalorizan los impulsos de auto-realización por no asociarlos con la
realidad de esos bienes, y cocluyen precisamente las fuentes morales,
incluso las de nuestros compromisos con la benevolencia y con la
justicia (516 y 518). Contra las filosofías del «disengaged subject»,
Taylor defiende el concepto de una «libertad situada», que Merleau
Ponty había desarrollado en el capítulo fina de la Fenomenología de la
percepción.
Concede Habermas a Taylor que los argumentos no bastan para
devolver la eficacia de los bienes superiores a los hijos e hijas
«axiológicamente ciegos» de la modernidad, y admite que plantea un
problema a las éticas de la justicia, como la discursiva, el hecho de que
deban quedar mudas con respecto a las cuestiones de motivación,
pero responde que la renuncia a persuadir por argumentos conduce a
Taylor a poner su esperanza en la lengua valorativa de los pactos y de
los novelistas, lo que no es más que la pura y simple dimisión del
filósofo 68. Con buen criterio objeta Habermas que el arte dejó hace ya
mucho tiempo de ser recuperable como fuente de la moral. También
Nabert había lamentado en una extensa nota de L'expérience la
oposición poco menos que universal que sobre la libertad humana se
manifiesta entre la literatura y la filosofía. Las grandes novelas del s.
XIX son invariablemente -dice- el relato de una vida en que la voluntad
obedece a una secreta lógica de lasitud y destino hasta encontrarse
vencida finalmente por las fuerzas contrarias. Para encontrar una clara
excepción al determinismo de los novelistas se remontaba Nabert nada
menos que al admirable retrato femenino de La princesse de Cleves (p.
233-235 n.). El peligro literario no lo neutraliza Taylor por apoyarse en
la Fenomenologia de la percepción. Al autor de este libro le
reprochaba Emile Bréhier, en una célebre discusión, que sus ideas se
expresaban mejor por la novela o por la pintura que por la filosofía,
porque conducen «a esa sugestión inmediata de las realidades tal
como la vemos en las obras de los novelistas». No es en la percepción
donde ponemos al otro hombre como autónomo, venía a decir Bréhier,
ni una filosofía de la percepción puede encontrar nunca una norma
moral universal 69. Daba pie a la crítica, en efecto, una ambigüedad
del primer Merleau-Ponty, que se resumía en su tesis del primado de la
percepción, pese a que en 1947 podía presentar Jean Nabert a la luz
más favorable lo que Merleau-Ponty enseñaba ya antes de la guerra, y
antes de publicar su primer libro, en sus clases de la Ecole Normale:
«que hacía falta agregar al sujeto de Kant o de Brunschvicg el sujeto
concreto comprometido en el mundo, accesible a formas de análisis
que renuncian a las categorías del conocimiento objetivo» 70. No era
cuestión, en efecto, de sustituir aquel sujeto por éste, aunque podían
darlo a entender las formulaciones imprecisas que examinábamos
sobre la elección de nuestro carácter, o la que reducía su propia tarea
filosófica a la descripción y explicitación del «saber» perceptivo como
«lo que funda para siempre nuestra idea de la verdad» (PhP XI).
Habría podido decir en lugar de esto, y es lo que está en el contexto,
que hemos aprendido palabras como «realidad» o «verdad» por una
referencia a las cosas percibidas que permanecerá siempre como
fondo o como base para las extensiones ulteriores de esos conceptos
a otros objetos. Lo que no podía el filósofo era fundar en lo sensible el
ideal de verdad al que ya se atenía para exigirse la fiel descripción de
lo percibido. Por eso en lo visible y lo invisible propondrá una expresa
rectificación de sus primeros libros, en la que atribuye el primado a la
bipolaridad, a «la implicación intencional en círculo» 71. Para que la
reflexión recupere del mundo percibido significaciones que no eran
lingüísticas ha de presuponer el lenguaje, cuyo uso implica ya la idea
de verdad y el universalismo, pero éste a su vez no es incompatible
con que la percepción se preste nada más a una explicitación que es al
mismo tiempo encubrimiento, es decir, no es incompatible con una
articulación irrebasable de visibilidad y de latencia (225 y 136). Pues
bien, Taylor no menciona este libro, desde el cual pueden asumirse
todos los laboriosos análisis de la Fenomenología de la percepción,
pero a cuya filosofía reflexiva no tendría que recordarle Habermas que
las exigencias afirmadas de una identidad cultural, como dice a
propósito del caso Rushdie, no pueden aspirar al mismo peso
argumentativo que las exigencias normativas reflexivamente fundadas;
o que la autenticidad de una forma de vida no tiene prioridad sobre el
punto de vista deontológico de la autonomía personal y del respeto por
todos y cada uno 72. La posición de Lo visible y lo invisible, en cambio,
no queda moda ante las cuestiones de motivación.
En la confrontación con el pluralismo de los bienes y de las formas
de vida, sostiene Habermas, los filósofos no pueden dar instrucciones
universalmente obligatorias sobre el sentido de la vida buena 73. Está
fuera de duda. Pero el que recusa la ética discursiva porque sea tan
hética que se adelgaza hasta el análisis del procedimiento, lo hace
para reivindicar un ámbito de lo moral que no se reduce al de la
obligación, y no para que se intente aún extender más éste. Que tal
restitutio in integrum de la moral es posible en el estricto respeto de la
ley ya hemos intentado acreditarlo. Visto desde otro ángulo, sin
embargo, el temor de Habermas no queda disipado del todo, porque es
también el de que esta crítica socave el orden de la argumentacion
practica y aun la interaccion racional misma, puesto que pondría en
tela de juicio «la autonomía de la moral guiada por la razón» (177; fr.,
159). Esto último, que va dirigido contra Taylor, ¿sería aplicable a las
posiciones de Nabert o de Merleau-Ponty? No. Ambos asumirían la
expresión entrecomillada, pero de un modo que se vuelve
precisamente contra los discursivos. En el sentido que ya Schelling
consideraba inauténtico el concepto de libertad que sitúa el ser libre en
la dominación de la razón sobre los deseos y las inclinaciones.
Tampoco Nabert acepta que la causalidad de la razón sea la más alta
perfección de la libertad 74. Ahora bien, si Kant usaba indistintamente
las expresiones «causalidad de la razón» o «causalidad por libertad»
es porque atribuía la liberación a la autonomía como sujeción
consciente y voluntaria a la necesidad de la ley. Impugnábamos la
validez de esta creencia al diferenciar el alcance de los aspectos
negativo y positivo de la libertad, y después hemos corregido «la
causalidad cuasi impersonal implicada en la idea de autonomía
racional» 75, porque la colisión de normas tenía que zanjarla el agente
sin normas, pero en la aspiración a la misma validez universal que
éstas. La racionalidad de la autonomía abierta a los contenidos no se
deja objetivar, decíamos, porque es la del existente libre singular y no
consiste en representaciones. Ahora bien, si la autonomía no es una
entelequia, está guiada por esta razón in fieri, la que no dispone
previamente de las razones, sino que las acuña, la que nunca se
dejará reabsorber por las reconstrucciones de la filosofía reflexiva.
Para la mayor parte de los males pasa, según Nabert, que los
reconocemos y los reprobamos con plena certeza sin necesidad de
saber qué norma habrían transgredido, o aunque no hubiera norma a
la que referirse 76. Porque Nabert hable a este propósito del
«sentimiento de lo injustificable», no está atribuyendo el conocimiento
del bien y del mal a un orden afectivo pre-racional, pero tampoco
reduce la racionalidad a lo razonado. Por el sentimiento de lo
injustificable se nos descubre en ciertos casos, independiente de las
oposiciones trazadas por las normas, un contraste más radical, entre
los datos de la experiencia y nuestra demanda de justificación, que la
transgresión de esas normas no llegaría por sí sola a frustrar, y que la
fidelidad a esas normas no llegaría por sí sola a satisfacer (22); nos
descubre que la justificación de las acciones desde el punto de vista
de su adecuación a la ley está muy lejos de agotar el deseo de
justificación del yo (66) La razón práctica no es una fórmula, no cabe
en una fórmula ni en un sistema de ellas, fluye, y nunca está
completamente determinada o constituida, porque es la de una
persona única que ha de habérselas con situaciones irrepetibles,
dilemáticas y cambiantes. No sólo el respeto y el amor por deber
merecen ser llamados sentimientos racionales, los hay de
innumerables tipos que ya son portadores de un dictamen
práctico-racional antes de que los interroguemos para averiguar las
razones. Por esa racionalidad no menoscabada puede el sentimiento
de lo injustificable no venir referido a ninguna transgresión de deberes
o de normas, y atestiguar, en cambio, «un irremediable divorcio entre
el espíritu en su incondicionalidad y la estructura del mundo en el que
él está comprometido y en el que nosotros estamos comprometidos»
(24). En este planteamiento, por tanto, se puede seguir hablando de
«la autonomía de la moral guiada por la razón», pero con un cambio de
significado que arroja otra luz sobre las argumentaciones prácticas, y
en todo caso plantea la cuestión de qué se pueda sustanciar por el
procedimiento discursivo si al hacer depender el valor moral de las
decisiones de la correspondencia con la ley objetiva y del asentimiento
de la voluntad (y aún más cuando de esta generalidad abstracta de un
principio se espera derivar los contenidos mismos del ethos) se
contribuye a ignorar y a sofocar la fuente de los contenidos en el
sujeto libre. ¿De qué sirve advertir el peligro de objetivismo científico
que inhibe la libertad si el remedio que se ofrece es un objetivismo de
la razón práctica?
Cierto es que el flujo de nuestra vida sensible se gana a pulso la
desconfianza de la razón. Los sentimientos son disolventes por
tornadizos, intermitentes y hasta mutantes, y ellos, con la base no
menos cambiante de los apetitos, contribuyen tanto a que la libertad
sea «productiva» como a que sea «la loca de la casa». Confiarse a
esta alianza de lo sensible es apostar por una segmentación de la
personalidad, por la dispersión de una vida que no confronta entre sí
las razones a que recurre en los distintos contextos. Dejadas a ellas
mismas, dice Nabert, las inclinaciones directas generan una
insatisfacción que no puede dejar de hacer presentir al individuo que
no está en el camino por el que avance hacia sí mismo 77. Es una
verdad elemental.
Pero quien ejercitase su causalidad por libertad en el sentido de la
Critica kantiana se disgregaría en una polvareda de acciones. Es
rigurosamente cierto que tengo en mi razón el poder de iniciarme, y no
sólo por mi relación a la ley moral, pero normalmente este poder es el
de arruinar mis poderes y no el de dármelos. El inicio puede ser
abandono de lo que estaba en trance de construir, pero no es
construcción, no llegará a serlo más que por la capacidad de persistir
en un nuevo compromiso, y esta capacidad no será menos libre, pero
requiere además alguna tendencia a perseverar en el ser que no hacía
falta para destruir y que la voluntad no podría causar:
«Si la libertad es de acción, es preciso que lo que hace no sea deshecho
al instante por una libertad nueva. Es preciso, pues, que cada instante no sea
un mundo cerrado, que un instante pueda comprometer a los siguientes, que,
una vez tomada la decisión y empezada la acción, disponga yo de un
adquirido, me aproveche de mi impulso, esté inclinado a continuar; es preciso
que haya una pendiente del espíritu» 78.
La seguridad con la que puede llegarse a saber que es para
siempre en la elección de profesión o de estado viene de instancias
otras que la razón, pero en las que ésta confía más que en sus propios
análisis y deliberaciones. Nada garantiza absolutamente el acierto, y
aunque no hubiera error, las personas cambian, o son más o menos
lábiles, un amor verdadero puede agotarse como puede agotarse un
talento verdadero, y la libertad es siempre aceptación de la
inseguridad. Pero la cohesión de una vida no se asienta menos que en
la razón y en la voluntad en la constancia de los más fuertes afectos,
aspiraciones y aptitudes, y no por motivos psicológicos o del carácter
empírico, del talante alegre o del mal genio personal, sino por el enlace
de esos rasgos con el valor de las realidades.
Del principio de renovación contenido en la libertad decía Nabert
que si no es una amenaza constante para el devenir moral de la
persona es porque la libertad misma «entra como elemento en los
valores en que se crea y se conserva el patrimonio espiritual de la
humanidad». Quiere decir que la libertad puede subordinarse a esos
valores y ponerse a su servicio porque, además de haber contribuido a
hacerlos nacer, en y por ellos mismos continúa la creación. Nos ata a
esos valores un contrato que moralmente no podemos romper, aunque
sí tácticamente; puedo reírme de todo, y este potencial de rebelión
atestigua una cierta superioridad de la libertad sobre los valores y
sobre las normas, siempre en el bien entendido de que no se rebelaría
contra ellas más que decidiendo su propia ruina 79.
10. La desigualdad de libertad
Habrá pocos ejemplos literarios que ofrezcan tan bella confirmación
de la causalidad racional como el de la princesa de Cleves, y quizá
ninguno que a la vez arroje una luz tan cruda sobre el reduccionismo
de esa concepción de la libertad. De los fuertes argumentos en que
apoya este personaje la resolución de reprimir su pasión amorosa,
comenta la autora (y subrayo) que «cette persuasión, qui était un effet
de la raison et de la vertu, n'entraînait pas son coeur». También en
esa lucha, sin salida, entre los dos polos o dimensiones de la libertad,
necesita la razón aliarse con la inclinación contraria a la pasión, y es
digno de destacar que esto se viera y escribiera tan claro hace más de
tres siglos: lo que yo creo deber, dice Mme. de Cleves a M. de
Nemours, «sería débil si no estuviera sostenido por el interés de mi
sosiego; y las razones de mi sosiego han menester de ser sostenidas
por la de mi deber». No hay dilema moral en este supuesto, sino el
triunfo de la causalidad por libertad contra cuyas razones no puede
sentir la protagonista más que el dolor de encontrarlas tan fuertes, y
sin embargo, y esto es lo decisivo, sí puede hablarse de un dilema de
la libertad, puesto que sólo haciendo su indiferencia tan general como
invulnerable, sólo por la renuncia a cualquier campo de libertad y a sus
resistencias le era accesible el acuerdo consigo misma. Pues bien, el
kantiano dejaría a un lado por irrelevante esa indiferencia final, y
proclamaría la victoria de la libertad como si fuera la misma cosa que la
imposición de la razón práctica. Esa es la cuestión.
Se ha reprochado justamente a las éticas deontológicas que no se
interrogan por la diferencia de las aptitudes, y que contribuyen por eso
a que «la condición del agente moral empiece a adquirir una cualidad
(...) fantasmal» 80. Lo que ahí se dice de las aptitudes también es
aplicable a las pasiones y a las inclinaciones. Parece a primera vista
que sólo negativamente conciernen a la libertad todas esas
disposiciones psíquicas en cuanto mera resistencia a la causa racional.
Y es verdad que mientras que está en mi mano dejar de practicar un
arte para el que estaba dotado hasta ir perdiendo con los años la
pregnancia de las imágenes correspondientes, no lo está adquirir esa
pregnancia, igual que no puedo darme un buen oído musical si no lo
tengo, o la visión del rojo si soy daltónico; puedo también abandonar
una profesión y no, en cambio, provocarme voluntariamente una
devoción ni una afición por otra, análogamente a como puedo
sobreponerme a la atracción que siento hacia una mu)er, pero no
provocármela si no la siento. ¿Significa esto que no hay libre elección
en la amistad o en el amor, o en una profesión vocacional? ¿Hay que
decir, como de la adhesión volitiva a la ley, que no es ni libre ni no
libre? En lo que tengan de auténtico hay que decir que son una
cumbre de libertad, pero están tan lejos de ser efecto de la razón como
de la hipnosis del dogo ante el trozo de carne; la espontaneidad y la
pasión que hay en los tres casos no es ni la autonomía de la voluntad
ante la ley ni la heteronomía del apetito físico. Esta base nunca se
integra del todo en el amor humano, pero tanto el amor como el deseo
se elevan en el hombre a la complejidad y riqueza de una dimensión
cultural; son lo que en la terminología tradicional se llaman
propiedades de la racionalidad, lo mismo que la capacidad de reír.
Pero entonces, si presupone la racionalidad sin venir de una volición,
la de estos sentimientos tendrá que ser libertad en sentido extra-moral,
y habrá que trazar una neta divisoria que la distinga de la libertad
moral. ¿Es esto posible? Sí, en el caso extremo en que es irremediable
optar o bien por la dignidad o bien por el mundo porque se excluyan
mutuamente, como en la novela citada. No, en el resto de los casos, en
los que la aspiración moral se cumple en el hacer.
¿Cómo se explica que, a los dirigentes totalitarios, la amistad hacia
el régimen, desde el momento en que era ofrecida espontáneamente,
les resultara tan peligrosa como la hostilidad declarada? Responde H.
Arendt: porque la espontaneidad en cuanto tal, por su imprevisibilidad,
es el mayor de los obstáculos a cualquier sistema de pensamiento 81.
Lo que no quiere decir obstáculo a la razón, sino al cerramiento de la
razón en su autosuficiencia. Por eso, en la negutopía de Orwell, los
sentimientos de admiración, amor y odio, tenían que fluir como la
conclusión inevitable de las premisas explícitas comunes, reforzadas
por el monopolio estatal de la violencia. El sistema racional hacía
posible y obligado no sólo pensar rectamente, sino sentir y hasta soñar
con rectitud. Para defender el sistema había que extirpar de la
sociedad los brotes irracionales; ahora bien, cualquier sentimiento que
pretendiera surgir de otro origen, valer y mantenerse por cauces
ajenos a los del sistema racional, había de ser irracional. La corrección
de las conductas y actitudes tenía que poder establecerse por un
acuerdo racionalmente motivado. ¿O no se ha de considerar irracional
una conducta que no obedece a ninguna razón? ¿Por qué
permanecerían unidos, por ejemplo, los miembros de una familia si no
tuvieran razones expresas? Lo más razonable no sería, en la vida de la
pareja, que uno se preocupara de si el otro le sigue queriendo, sino de
si le sigue conviniendo vivir con él. La madre que abraza a su niña
medio muerta de hambre, que llora porque el hermanito mayor le ha
comido su ración de chocolate, no cumplía más que un rito absurdo
incapaz de consolar, porque no servía para producir más chocolate. Y
puesto que el vínculo del amor sexual es, no ya de más difícil, sino de
imposible activación racional, lo más razonable para el Estado a corto
plazo era negar el permiso de unión a la pareja que pareciese
físicamente enamorada, y a medio plazo desarrollar procedimientos
científicos para quitarle todo placer al acto sexual 82. En cuanto a las
acciones sin objeto, y las preferencias, con sus diferencias de gusto y
su variedad, que no obedecieran a alguna razón, tendrían que dar lo
mismo unas que otras y decaerían por sí solas. Que un hombre
canturree al afeitarse, por ejemplo, sería una extravagancia como
hablar solo en voz alta. Los acuerdos interpersonales serían tanto más
asequibles cuanto el léxico pudiera hacerse más claro y simplificado; si
queremos dar más fuerza a la palabra «bueno», ¿para qué introducir
motivos de discrepancia con «excelente», «espléndido», «magnífico»,
y demás? Superbueno o, abreviado, súper ya dice unívocamente lo
mejor que bueno, y resúper, el no va mas.
Nunca silba ni canta por sí mismo, nunca sale para pasear a no ser
para resolver algún asunto, y no por falta de tiempo, sino porque no ve
razón alguna para pasear, y todo lo que hace tiene que obedecer a
alguna razón. La explosión de un obús había herido en la zona
occipital del cerebro a Schneider, un caso clásico de la psicopatología
alemana, y le había provocado una ceguera psíquica que perturbaba
gravemente su visión de las formas, preservando intacta su inteligencia
general. Si se le cuenta una historia, la retiene, y cuando se le pide
que la vuelva a contar, lo hace sin guiarse por la tensión o el ritmo del
relato; ni nudo ni desenlace, él no acentúa nada, enuncia la historia
como una sucesión de hechos objetivos, uno por uno. Las imágenes y
narraciones eróticas no le provocan ningún deseo; no es impotente,
pero tampoco toma nunca iniciativas sexuales; sus reacciones son
locales y no empiezan nunca sin el contacto físico. Las mujeres son
atractivas por el carácter, dice, de cuerpo son todas parecidas.
Schneider es un interlocutor juicioso y argumenta con toda corrección,
sus respuestas son lentas, pero nunca insignificantes, son las de un
hombre maduro, reflexivo, y muy dispuesto a colaborar con las
experiencias del médico. Si no se le pregunta, sin embargo, apenas
habla, y la experiencia no le suscita cuestiones: alguien deja un plato
delante de él, y no pregunta por qué, o a qué viene; vive como en una
suficiencia de lo presente que excluye la extrañeza o el asombro. No
puede jugar, porque es incapaz de ponerse ni por un momento en una
situación ficticia; si entra en ella es para hacerla real; por ejemplo, no
distingue una adivinanza de un problema. Tampoco capta los juegos
de palabras, porque las palabras no tienen para él más de un sentido
a la vez, y lo actual es sin horizonte de posibles. Le gustaría tener
opiniones políticas o religiosas, pero sabe que es inútil intentarlo 83.
El ciudadano orwelliano, con la ayuda del Estado, había hecho
entrar en razón a sus inclinaciones, y a Schneider ya no le turbaban,
más bien se había librado de ellas, con la ayuda de un trozo de
metralla, tanto como es posible para seguir viviendo y conservar la
competencia de hablante, cumpliendo así el que según Kant, como se
recordará, debe constituir el deseo general de todo ser racional.
Ninguno de aquellos dos es un modelo de hombre libre, pero el
pensamiento de Schneider no ha sido condicionado; hombre estricto y
meticuloso, era muy capaz de obrar por deber a machamartillo (en
ausencia de dilemas), es decir, de ser autónomo en sentido objetivo,
pese a serle imposibles las opiniones políticas y religiosas.
Era un solo y mismo peligro el que denunciaba Habermas en el
platonismo discursivo del filósofo rey, y en el platonismo kantiano que
asimila la volición moral a la remoción de móviles empíricos. Tiene mil
veces razón en que hay que abandonar el idealismo de la voluntad
pura de intrincaciones terrestres. La cuestión es si queda solucionado
el problema con la propuesta de fijar, ante todo, en base al principio de
universalidad, un marco público de justicia, de leyes e instituciones,
desde el que las condiciones de la autonomía para cada uno queden
aseguradas, y desde el que cada uno, en lo sucesivo, decida su
felicidad como quiera entenderla. A primera vista no se puede pedir
más. El problema persiste, sin embargo, puesto que la ética
deontológica segrega expresamente los enunciados normativos,
accesibles a la discusión racional, y los enunciados evaluativos, y se
desentiende de éstos porque recaen sobre preferencias particulares y
contingentes de formas de vida en el marco de una cultura histórica.
Mantiene así la exterioridad mutua entre la universalidad formal del
principio y los contenidos en los que tiene que realizarse. Ahora bien,
los contenidos no pueden derivar de la conformidad con el principio
racionalmente justificable, y han de pasar por arbitrarios, como había
dicho Nabert. Tanto más necesaria se declara la abstracción del
principio cuanto mayor viene a ser el pluralismo y la dispersión. El
planteamiento de Habermas actualiza, y suaviza, las dicotomías
kantianas de la forma pura y la materia empírica, de la rapsodia de
inclinaciones frente al a priori unificador, pero la conserva. Entre
ambos extremos no se acierta a ver nada, pero algo tiene que haber,
puesto que están unidos en el hombre.
No puede la ética justificar ningún mandato de esta o aquella
concepción de la felicidad, pero debe hacer patente lo que hay de
gratuito y de peligroso en algunas definiciones, como la kantiana, que
reduce la felicidad a la «satisfacción total de las necesidades y de las
inclinaciones» 84. Se pregunta uno por qué será tan insoportable a la
razón como para que necesite postular a Dios el que esa felicidad, que
es la del gato mimado por su dueña, no pueda en el mundo adecuarse
exactamente al mérito moral. «Es una felicidad tener por oficio la propia
pasión», decía en cambio Stendhal, y Kant lo enseñó mejor que nadie
con su vida, pero es esa referencia de la pasión al valor real de una
obra en la que el escritor alcanza la satisfacción, es esa referencia la
que se corta arbitrariamente en la definición hedonista del deontólogo,
como si toda inclinación o pasión humana, por no tener su causa en la
razón, fuese tan huera de valor como la inclinación animal. Aclaremos
que recusar el intelectualismo-empirismo del XVIII no es declarar
agotado el proyecto de la modernidad. No estamos hoy menos
alejados de generalizar el lema «piensa por ti mismo», pero
moralmente es tan irrenunciable como en el siglo de las luces. La
Ilustración no fracasó, sino triunfó, al traer los nuevos mecanismos
institucionales y marcos legales de la sociedad que aún actualmente
consideramos sin alternativa, y tampoco las deficiencias de su
funcionamiento, la falta de participación, la apatía o la desmoralización
de la sociedad indican simpliciter el fracaso de la Ilustración, puesto
que apenas si ha comenzado el proceso de formación de la voluntad
popular y de la opinión. Hay verdad en todo esto. La duda, sin
embargo, recae en si el racionalismo ilustrado no propone empezar por
el punto de llegada, que es el de la razón consciente, en perjuicio de
las inclinaciones y de los actos que la generan. De Kant aprendíamos
también que la razón se condena al estancamiento cuando pretende
convertirse en su propia discípula. La razón no se hace avanzar a sí
misma. Por eso no conviene que enmudezcan las éticas sobre las
cuestiones de motivación. Está fuera de discusión el derecho de cada
uno a entender y buscar la felicidad a su modo. Imponerle a alguien la
vida buena es igual de contradictorio que forzarle a ser libre. Pero
esto, en primer lugar, no nos deja sin argumentos frente a un
benthamista que equipare la bondad de contemplar los programas
populares de televisión a la de leer a los grandes escritores, y aún
menos a la del oficio de éstos. En segundo lugar, aunque de algunas
formas de vida no fuese demostrable que sean mejores que otras, eso
no quita generalidad al problema de que en todas, también en las más
activas y fecundas para la sociedad, por ejemplo en las que describía
Eduard Spranger en el libro que acuñó la expresión, hay lagunas o
zonas ciegas que forman sistema con las capacidades, por lo que lo
mas gratificante no será el combate por eliminarlas, sino asumirlas y
utilizarlas (son los dialécticos, paradójicamente, los que menosprecian
el trabajo de este negativo). La ética no debe desentenderse ante las
doctrinas que alientan falsos ideales como el del hombre
omnilateralmente desarrollado o el del que ha superado sus conflictos,
que suelen ser las mismas doctrinas que consideran al hombre
productor o causante de sí mismo. El equilibrio de la madurez no es
algo que se debe perseguir expresamente, y su valor no depende de
que haya superado los antagonismos internos, sino de la conformidad
interior con el valor de lo realizado y vivido, y es de este cumplimiento
de las aspiraciones más profundas del que se obtiene aquel equilibrio,
como un efecto colateral. Y en tercer lugar, que la felicidad sea
refractaria a mandatos generales no justifica la desatención hacia el
problema de cómo las inclinaciones, junto a las aptitudes, conciernen
positivamente a la libertad que aporta valor o hace ganar razón. Era
ostensible en el caso especial de los creadores y los descubridores,
pero no se aplica únicamente a la libertad de los privilegiados que
tienen por oficio su pasión, sino a la de todo aquel que encuentra en sí
mismo la sustancia por la que, en la acción, y en las relaciones
interpersonales y con la naturaleza, se suscita lo valioso o se sale a su
encuentro, y se sabe apreciarlo. Para que el racionalismo no sea una
entropía de la razón objetivada, inactiva, hay que ocuparse de la
tensión entre impulsos y racionalidad, aun cuando sea cierto que las
preferencias y valoraciones no se presten finalmente ni a
argumentación ni a discusión racional, y aun cuando no tuviera que
haber valoración al reconocer la fuerza del mejor argumento en la
situación ideal en que no habría más coacción que ésa. Pues una
discusión puede ser racional sin despegar ni por un instante de los
estereotipos, sin atisbar solución alguna de los problemas, examinando
con el mismo comedimiento las propuestas desatinadas que las
plausibles, o concediendo idéntico peso a la opinión resolutiva que a
las vacias. Una cosa es que sea incongruente la pretensión de
argumentar para que a alguien le atraiga un bien en lugar de otro, y
otra que pudiera irrumpir sin el concurso de este orden de resortes
anímicos el hallazgo racional y el reconocimiento de su grado de
importancia o de relevancia, la medida del valor. No se rechaza por eso
la primacía de unos puntos fijos o mínimos morales que ordenan
incondicionalmente el respeto a las personas, se rechaza que en
nombre de los mínimos se metan en el mismo saco los impulsos
primarios y las pasiones más nobles y se arrojen a las tinieblas
exteriores, fuera de la razón, porque equivale a promocionar bajo la
etiqueta de racional un principio genérico de indiferencia.
Autores muy distintos a lo largo de la historia moderna se han dolido
y escandalizado de que la mayoría de los seres humanos necesiten
mucho más la seguridad que la libertad. Desde Etienne de La Boëtie,
que se preguntaba si no hay que suponer una servidumbre voluntaria,
un gusto por la dependencia, en los millones de hombres y mujeres de
un Estado para que se dejen oprimir por un solo tirano, hasta El miedo
a la libertad, de Erich Fromm, y la Psicología de las masas en el
fascismo, de Wilhelm Reich, pasando por el relato del «Gran
Inquisidor» en Los hermanos Karamazov, de Dostoievski, no han sido
espíritus vulgares los que han compartido la creencia de que son los
menos los que no desean descargar el fardo de su libertad en el grupo
del que son parte y en la autoridad exterior. El último párrafo escrito
por H. Arendt en el libro interrumpido por la muerte expresaba el mismo
temor:
«Es totalmente correcto decir que estamos condenados a la libertad por el
hecho de nuestro nacimiento, tanto si amamos la libertad como si nos
horroriza su arbitrariedad, tanto si nos «satisface« como si preferimos
escapar a la responsabilidad aterradora que implica, adoptando alguna suerte
de fatalismo» 85.
El miedo a la libertad es tan real, seguramente, como la
complacencia, más que en depender, en el sentimiento de pertenecer
al grupo y habitar en el calor de su aprobación. Pero quizá esos
diagnósticos describen sólo síntomas. No es el miedo, ni es tanto el
conformarse al otro cuanto la falta de resorte afectivo lo que impedía a
los sujetos de Milgram tomar la iniciativa de cortar el experimento y
mantenía sumisos al 65% de ellos, incluso cuando el «científico» en su
bata blanca les indicaba que castigasen los errores del aprendiz con la
descarga de 450 voltios en la que se leía: «¡peligro!» Que el afecto
motiva las operaciones de conocimiento, por lo demás, lo acreditan
suficientemente los trabajos de Piaget y sus continuadores, por los que
sabemos que es aproximadamente la mitad de la población, en los
países más avanzados, la que rebasa el nivel de las operaciones
concretas para alcanzar el de las operaciones formales, que es como
decir que sólo la mitad podría elevarse al conocimiento de las ciencias
naturales y sociales, de las ciencias exactas o de las humanidades. En
cuanto al desarrollo del juicio moral, los estudios de Kohlberg
establecen que sólo una reducida minoría accede a la «asunción ideal
de roles», es decir, a la capacidad de ponerse en el lugar de cualquier
otro, mientras que el estadio 4 es el más alto al que llega la mayoría de
los adultos, también en las sociedades más evolucionadas. Ahora bien,
si en el mejor de los casos la mayoría social detiene su maduración en
el nivel de las convenciones sociales, si la mayoría es
sociodependiente, ¿cómo no tendrían miedo de la libertad?
La influencia globalmente beneficiosa de la educación es innegable,
puesto que en sociedades menos cultas los resultados son mucho
peores, pero no parece que sea el factor decisivo. La experiencia de
cada uno puede confirmar los tests y encontrar tanta desigualdad,
aproximadamente, en la sensibilidad y el juicio de las «élites»
intelectuales y dirigentes de la sociedad como en las personas de la
más elemental formación, y nadie se extraña si entre estos últimos
conoce casos de mejor y más claro criterio que en la mayoría de
aquellos. J. S. Mill apuntaba seguramente en la dirección correcta
cuando prevenía contra el prejuicio de que haya correlación entre
impulsos enérgicos y conciencia débil. Ocurre lo contrario, decía, lo
que nos amenaza no es el exceso, sino la falta de impulsos y de
preferencias personales. De los hombres en general pensaba que no
tienen tan sólo una inteligencia moderada, sino también inclinaciones
tibias. Carecen de gustos y deseos bastante vivos para arrastrarles al
gran esfuerzo sostenido que requiere hacer algo extraordinario. Una
persona de sensibilidad ardiente es capaz de mayor mal que las demás
cuando la hipertrofia de unos impulsos aislados sofoca el
desenvolvimiento de los demás, pero mientras mantienen un mínimo
equilibrio con las otras miras e inclinaciones, esa persona es
ciertamente capaz de mayor bien y de alcanzar el más estricto imperio
de sí misma. El temor a la amenaza efectiva que hay en los
sentimientos intensos ayuda a entender que la gente se atenga a las
reglas comunes de conducta e influya o presione sobre todos y cada
uno para que se adapte al tipo aceptado, y ese tipo, aunque no se
diga -concluye Mill- «es el de no desear nada vivamente» 86. Lo que
no precisa este autor es que esa escasa vivacidad de los deseos no
tiene que ver con la constitución orgánica débil o falta de vitalidad,
puede darse en las más robustas y rebosantes de energía, así como, a
la inversa, en un natural enfermizo pueden incubarse intensas
pasiones, nobles o vulgares, con la decisiva colaboración de la
fantasía. La diferencia no hay que buscarla en los procesos causales
de la fisiología, sino en los grados del tender hacia y el sentirse
afectado por las cosas, que es la base común del pensamiento y de la
voluntad. Los psicólogos de la inteligencia han enseñado desde
comienzos de siglo lo que resumía Piaget haciendo suya la paradoja
de su maestro: «No se es consciente más que de los resultados del
propio pensamiento y no de sus mecanismos (de aquí la broma de
Binet: «El pensamiento es una actividad inconsciente del espíritu«)»
87. Es que donde está el pensamiento, aunque no sea creativo, y si lo
es, mucho más, es precisamente en los mecanismos, que no son tales,
en lo que no es pensado. No es siguiendo el hilo del razonamiento
como se propondría no omitir nada esencial el que trata cualquier gran
cuestión, por ejemplo, de filosofía práctica; nunca estará seguro de
conseguirlo, pero como lo intenta es fiándolo sobre todo a la paciente
recolección de intuiciones discontinuas, traídas por otras tantas
intensidades del ánimo, que ha venido cada una por su camino, sea
para hacer valer una verdad desatendida, sea para dejar al
descubierto un engaño teórico o tópico que nos subleva.
Otro tanto corresponde decir de la voluntad. Son las personas
«apáticas», que no desean nada profundamente, las que suelen tener
poco carácter y voluntad débil. Lo que se llama «fuerza de voluntad»
es algo muy real y no menos importante en la vida de una persona,
pero no es una energía que el apetito racional tuviera en propiedad.
La fuerza a que alude esa expresión no es otra que la de las
inclinaciones, aunque la voluntad es capaz de apoyarse en unas a
expensas de otras, sobre todo en función de su ley práctica, y también
de convocar a todas las afines y polarizarlas en la dirección principal
que de ellas recoge y hace prevalecer. Por eso la falta de voluntad,
igual que la falta de activación del pensamiento, no depende tanto del
grado de erudición o ignorancia, de inteligencia o de estupidez, cuanto
de la epidérmica vivencia de los valores, de la que deriva a su vez una
carencia de imaginacion para proponerse fines o para ver metas
posibles. La ausencia de opiniones vigorosas y de pulsiones
estimativas no impide por entero que esas personas lleguen a cumplir
actos que requieren una voluntad sostenida, pero suelen necesitar que
los demás les propongan las metas, y cuando tropiezan con opiniones
y valoraciones contrarias, al no poder oponer el peso de la necesidad
propia, cambian fácilmente de opinión o abandonan un valor viejo por
otro nuevo 88. Es comprensible que este carácter sea frecuente entre
actores, como sostienen algunos psicólogos, pero no escasea
seguramente en ningún sector social, ni en los de más altas
responsabilidades, y en ellos no es la tipología psicológica lo que nos
preocupa. El ex-ministro no ágrafo que asistía alucinado a un lance de
su primer Consejo encontró confirmación en el colega de gabinete que
le decía con la mirada: «Sí, sí, créetelo, que es así», mientras la sesión
seguía su curso como si fuera perfectamente normal. La diferencia
entre el que lo encuentra inverosímil y el que vive en la suficiencia de
lo presente no es ni ideológica ni de cociente intelectual, tiene que ver
con que pudieran pasar años enteros sin que a algunos se les oyera
en los Consejos tomar posición sobre cuestiones políticas de fondo ni
exponer o proponer algo importante relativo a sus departamentos.
Cuando un organizador sale en defensa del espíritu de partido, se les
ve asentir suavemente con la cabeza, las miradas cautivadas, y al
preguntar el jefe reposadamente si había algún otro comentario,
recuperaban su inexpresividad, y se aprobaba lo contrario. Se habían
sentido agradecidos por el regalo de una opinión política, y un criterio
más alto se lo retiraba. -Un científico señalado se rebela contra la
sumisión política de la ciencia nacional y denuncia que sólo los que
tienen un carnet partidista dirigen la ciencia. Se puede pensar que
canta las verdades del barquero o que se equivoca, aunque no es
hombre que hable a la ligera, y los otros no puedan dudar de su
categoría, pero, al ser la acusación cualquier cosa menos baladí,
cuesta entender que la respuesta genérica de los interpelados,
íncubos y súcubos, sea el silencio sepulcral. El hecho estaría
explicado, que no comprendido, si en ese alto estamento se
reprodujera el 65% de Milgram. Los casos no terminarían nunca, pues
su amplitud sí es la misma que la del problema de La Boëtie, pero no le
hacen falta al que lo dice más que los de experiencia directa para
saberse con los pies en tierra, por ejemplo la imperturbable pasividad
de departamentos universitarios enteros ante procedimientos de
acceso al profesorado cuya incorrección es palmaria y reconocida. Lo
real no basta reconocerlo, pues si no fuese más que el objeto de la
mente no se distinguiría de las representaciones, por ejemplo no
tendría mayor peso que la propia imagen. Lo que falta en estos casos
es la respuesta del diafragma interior, la dilatación y contracción de
una suerte de pupila afectiva que gradúa en proporción a la
importancia y cualidad de las cosas los sentimientos de sorpresa,
extrañeza, perplejidad, estupor, desolación, horror, indignación, furia,
regocijo, asombro, deslumbramiento, deleite, admiración, o
entusiasmo. En esas respuestas de estimación caben figuras y gamas
variadísimas, así como toda la escala descendente en intensidad,
hasta la pupila inmóvil, y en esa diferencia es en lo que radica el
lacerante problema de la desigualdad de libertad.
* * * * *
De las inclinaciones hacia estos o aquellos valores estéticos, de los
sentimientos morales, de la tendencia de saber que presiente y marca
la dirección de búsqueda de una verdad, vale seguramente lo que
decía Kant de la capacidad de juzgar o de la sagacidad: que su falta
no se remedia por la enseñanza. Algún apoyo prestan a ese orden
pasional-espontáneo los sentimientos de emulación que suscita la obra
o conducta públicamente admirada que hace resonar en el individuo
las aptitudes en que él centra su autoestima, para lo cual se requiere
que en alguna medida se note en la comunidad esa admiración y
concuerde con el valor de su referente. Pero siempre es posible
además, y es necesario, «corregir las malas teorías, las que nos cortan
de nuestras mejores intuiciones morales» 89.
El control racional de los apetitos es una condición sin la que no hay
libertad, pero ésta se mantiene en perfiles mínimos mientras el juicio
del agente permanece sometido a las convenciones sociales. Ahora
bien, puede quedar aún muy lejos de los óptimos de libertad el que se
sujeta al principio universal de su propia razon. Si no encuentra en síi
mismo criterios de estimación de lo real que tienen otro origen que el
de la razón legisladora, y que ésta no puede hacer surgir por mandato.
Al contrario, si interpretamos que controlar los móviles sensibles y
afectivos significa inhibirlos, arriesgamos esquilmar la tierra nutricia no
sólo de las distintas excelencias o virtudes, sino de la autonomía moral
concreta, que no se deja recoger en ninguna fórmula legal, pero por la
que la comprensión misma de esas fórmulas no es la de 7+5 = 12, sino
que es personal. ¿Qué hace falta para que la reflexión no inhiba la
espontaneidad? Que la reflexión se controle a sí misma y se retenga.
Desde la razón disponemos en gran medida de algo como botones de
mando por los que regular pulsiones y sentimientos, pero forma parte
decisiva del poder causal de la voluntad el de volverlo sobre sí misma y
recogerse, o retirarse, para no sofocar los saberes de la sensibilidad y
de la afectividad, e incluso potenciarlos. Juan Ramón Jiménez
comprimía todo un programa de libertad en 12 palabras: «Raíces/y
alas./ Pero que las alas arraiguen/ y las raíces vuelen». Lo que
buscamos demasiado deliberadamente no lo obtenemos, pero en
cambio, enseñaba Merleau-Ponty con igual concisión, las ideas y los
valores no faltan a quien ha sabido en su vida meditante dejar fluir la
fuente espontánea 90.
En la riqueza y proporción de esa dinámica, con su tiempo de amor,
amistad y diversión, y su tiempo de trabajo encarnizado, y por la
implicación mutua de los principios deontológico y eudemonista, de la
fruición y del esfuerzo, sin la que no hay acción que realce el valor de
lo real y promueva los fines racionales, se decide el arte de una vida
libre.
BLANCO
DOMINGO
10-ÉTICA págs. 203-287
....................
Bibliografía
Aristóteles, Etica a Nicómaco, libro III, caps. 1-5 (1110a-1115a); libro VI,
caps. 1 y 2 (1138 b-1139b); y libro VII, caps. 1-14 (1145a-1154b). En la ed.
bilingüe de María Araujo y Julián Marías. Instituto de Estudios Políticos,
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Nabert, J., Éléments pour une éthique. Aubier, París, reed. 1992,
especialmente 76-102 (cap. V: «La promotion des valeurs»), 105-119 (cap. VI:
«Théorie du penchant»), y 135-160 (cap. VIII: «Le devoir et l'existence»).
....................
1 Cf. L Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres (Austral
138). Espasa Calpe, Madrid 1946, y Crítica de la razón práctica (Austral 17).
Espasa Calpe, Madrid 1975. Ed. de la Academia de Berlín (Ak.), IV, 413 y V, 7.
2 J. Nabert, L'expérience intérieure de la liberté. PUF, París 1924, 183.
3 Suma teológica, 1, q. 63, a. 1, ad 3.
4 Ética a Nicómaco (EN). 1147b.
5 B. Constant, De la libertad de los antiguos comparada con la de los
modernos, en Escritos politicos. Centro de Estudios Constitucionales, Madrid
1989, 257-285.
6 Sources of the Self: Cambridge University Press, 989. 508.
7 D. C. Dennett, La libertad de acción. Gedisa, Barcelona 1992, 191.
8 Fedro, 253d-254e.
9 Cit. por W. Jaeger, Aristotle. Londres 1962, 249.
10 Etica a Nicómaco, 1111b, 20-30 y Etica a Eudemo 1226a, 8-14; cf. P.
Aubenque, La prudence chez Aristote. PUF, París, reed. 1993, 119-126, y H. Arendt,
La vida del espíritu. CEC, Madrid 1984, 311-320.
11 Etica a Nicómaco, 1147a, 15-25.
12 La ciudad de Dios (BAC 171-172). Madrid 2, 1965, libro XIV, caps. 11-28,
83-116.
13 Suma teológica, 1, q. 98, a 2. (BAC 177), t. III (2), 677-679.
14 Entretiens métaphysiques, IV, XVIII, ed. Cuvillier, t. I, 144.
15 Fundamentación, 83 (Ak., IV, 428).
16 Critica de la razón pura. Alfaguara, Madrid 1978, 464-465.
17 M. Ubeda Purkis, Introducción al tratado del hombre, en Tomás de Aquino,
Suma teológica, 3 (2º), 141.
18 Cit. por A. Philonenko, L'oeuvre de Kant. Vrin, París 1972, t. 2, 146.
19 El mundo como voluntad y representación. Porrúa, México 1983, 226-240.
20 Crítica de la razón práctica, 140-141 (Ak, V, 98) cit. por V. Delhos, La
philosophie pratique de Kant. PUF, París, 3, 1969, 365.
21 Phénoménologie de la perception (PhP). Gallimard, París 1945, 500.
22 En I. Kant Oeuvres philosophiques. Ed. F. Alquié, Bibl. de la Pléiade NRF,
París 1980, I, 1703, nota critica.
23 Crítica de la razón práctica, 54 (Ak., V, 33); cf. Fundamentución, 129 (Ak., IV,
458).
24 I. Kant, Sobre un tono gran señor adoptado recientemente en filosofía (Ak.,
VIII, 403).
25 Etica a Nicómaco, 1150a.
26 G. W. Allport, La personalidad. Herder, Barcelona 1.980, 651 ss.
27 El azar y la necesidad. Barral, Barcelona 1971, 134-137.
28 W, O. Quine, Mind and language. Clarendon Press, Oxford 1975, 81, cit. por
A. Pérez Fustegueras, La epistenmología de Quine. Fundación Juan March, Madrid
1988, 46.
29 Teoría y práctica. Tecnos, Madrid 1986, 55 (Ak., VIII, 309-310).
30 Critica del juicio (Austral 1620). Madrid 1977, 35.
31 Serendipity. Accidental Discoveries in Science. Hay traducción española:
Serenditia. Alianza, Madrid 1992.
32 D Barton, prólogo a R. M. Roberts, Alianza, Madrid, 12.
33 Búsqueda sin término. Tecnos, Madrid 1977, 63-64.
34 Critica de la razón práctica, 65 (Ak., V, 41).
35 La metafísica de las costumbres. Tecnos, Madrid 1989, 15-16 (Ak., VI, 213).
36 Fundamentación, 37 (Ak., IV, 399); cf. Crítica de la razón práctica, 122 (Ak., V,
83).
37 Fundamentación, 75 y 86 (Ak., IV, 423 y 430).
38 Idea para una historia universal en clave cosmopolita. Tecnos, Madrid 1987,
9 y 10 (Ak., VIII, 21).
39 In search of human effectiveness. Creative Education Foundation, Nueva
York 1978; cit. por R. Ochse Before the gates of excellence. Cambridge University
Press, 1990, 196; cf 253.
40 R. W. Weisberg, Creativity. Beyond the Myth of Genius. Freeman and
Company, Nueva York 1993, 259-260.
41 R. W. Weisberg, o. c, 43 y 46.
42 Según la cita de D. C. Dennett, quien en The Elbow Room (1984) da por
auténtica la carta; véase la traducción española: La libertad de acción, 26.
43 V. Roger Penrose, La nueva mente del emperador. Mondadori, Madrid 1991,
519-522.
44 Cit. por R. Ochse, o. c, 194-195.
45 J. Habermas, Erläuterungen zur Diskursethik. Suhrkamp, Francfort 1991,
136, trad. francesa: De l'éthique de la discussion. Cerf, París 1992, 125.
46 K K. O. Apel, Las aspiraciones del comunitarismo anglo-americano desde el
punto de vista de la ética discursiva, en D. Blanco, J. A. P. Tapias y L. Sáez (eds.),
Discurso y realidad. Trotta, Madrid, en prensa.
47 J. Habermas, o. c., 22; tr. francesa, 25.
48 J. Habermas, o. c., 23 y 28-29; trad. fr., 26 y 30.
49 Las aspiraciones del comunitarismo anglo-americano..., en o. c
50 J Habermas, o. c., 197; tr. fr., 175.
51 La metafísica de las costumbres, 30 y 31 (Ak., VI, 224).
52 A. Cortina, Etica aplicada y democracia radical. Tecnos, Madrid 1993, 192.
Habermas adoptaba la disinción de Ross en Erläuterungen zur Diskursethik, 140;
tr. fr., 129.
53 W. D. Ross, The Right and the Good. Hackett, Indianápolis-Cambridge 1988,
19.
54 La metafísica de las costumbres, 33 (Ak., VI, 226).
55 J. Mardomingo Sierra, La autonomía moral en Kant. Universidad
Complutense, Madrid 1993, tesis doctoral, 371
56 Eundamentación, 57 (Ak., IV, 411).
57 La metafísica de las costumbres, 229-230 (Ak., VI,
58 J. Nabert, Eléments pour une éthique. Aubier, París reed. 1992, 192-193.
59 Las aspiraciones del comunitarismo..., en o. c.
60 Sources of the Self, 516.
61 Eléments pour une éthique, 71.
62 L'expérience intérieure de la liberté, 315.
63 Eléments pour une éthique, 137.
64 O, c., 1 59.
65 O. c., 81, cf. Essai sur le mal. Aubier Montaigne París, reed. 1970, 51 y 17-18.
66 Aristóteles, Etica a Nicómaco 1177b, I. Kant, Crítica del juicio. (Austral 1620).
Madrid 1977, 369 (Ak., V, 451).
67 Sources of the Self, 520.
68 J. Habermas, o. c., 183-184; tr. fr., 163-164.
69 En M. Merleau-Ponty, Le primat de la Perception et ses conséquences
philosophiques: Bulletin de la Société Française de Philosophie (1947); discusión
en 135-153.
70 J. Nabert, Avertissement en I. Kant, La philosophie de l'histoire. Aubier, París
1947, 10.
71 Le visible et l'invisible. Gallimard. París 1964. 231.
72 J. Habermas, o. c., 179 n.; tr. fr., 161 n.
73 O. c., 177 y 184; tr. fr., 159 y 164-165.
74 Essai sur le mal, 66.
75 J. Nabert, Essai sur le mal. 73.
76 Essai sur le mal. 21-23.
77 Eléments pour une éthique, 139.
78 M. Merleau-Ponty, Phénoménologie de la perception. 500.
79 L'expérience intérieure de la liberté, 321.
80 A. MacIntyre, How moral agents became ghost or why the history of ethics
diverged from that of the philosophy of mind: Synthese (1982) 295-312; cf. G.
Gutiérrez, El agente fantasma: Agora (1986) 227-234, y E. López Castellón,
Fragilidades de las éticas de la virtud: Revista de filosofía, Universidad
Complutense, Madrid (1993) 153.
81 Le systeme totalitaire. Seuil, París 1972, 196-197.
82 Se habría hecho así realidad el sueño de libertad de los santos Agustín y
Tomás, y el de algún que otro filósofo práctico actual. P. T. Geach, por ejemplo,
sostiene que el sexo es un veneno y que la virginidad representa «la más gloriosa
victoria sobre nuestra corrupción» (The Virtues. Cambridge University Press, 1977,
147 y 149, cit. por E. L. Castellón, l. c, 156). La filosofía cristiana no ha sido nunca
en esto aristotélica. Aristóteles no creía que lo racional fuese matar la afición,
puesto oue estimaba que «hay también quien es de tal índole que disfruta menos
de lo debido con los placeres corporales y no se atiene, así, a la razón» (Etica a
Nicómaco, 1151b). Si fuera un veneno podríamos pensar que la desgana sería el
mejor antídoto pero los hombres la viven como un drama, y también las mujeres
la sienten como una derrota, aunque hiera más levemente la autoestima de ellas
por lo que hay de no asumible en un sexo al que el valor potencia le es ajeno.
83 Se encontrará una muy sugerente síntesis de los numerosos trabajos
dedicados a este paciente por Goldstein, Gelb, Benary, Hochheimer y Steinfeld en
la Phénoménologie de la perception, de 54. Merleau-Ponty, 119-160, 181-183 y
228.
84 Fundamentación, 45 (Ak., IV, 405).
85 La vida del espiritu, 496.
86 Sobre la libertad, cap. III.
87 J Piaget, Sabiduría e ilusiones de la filosofía. Península, Barcelona 1970,
153.
88 Son éstos algunos rasgos de la extensa descripción apoyada sobre todo en
Karl Jaspers, que de estos caracteres lábiles hizo Philipp Lersch en La estructura
de la personalidad. Scientia, Barcelona 1962, 469-470 y 517-539.
89 J. Habermas, o. c, 185; tr. fr., 165.
90 Signes. Gallimard, París 1960, 104.