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LIBERTAD 

Domingo Blanco


1. Un concepto abierto
El propósito que guía al autor de esta entrada es el de aclararse a 
sí mismo el significado de la palabra «libertad». No el de ofrecer una 
historia del concepto que difícilmente mejoraría la de algunos 
espléndidos diccionarios de filosofía disponibles. Ciertamente, serán 
continuas las referencias a obras clásicas y actuales, también con la 
esperanza de que el lector acuda por su cuenta a los textos en 
discusión para recrearse en los desarrollos que aquí era inevitable 
sacrificar, pero la selección de los autores se hace en función del 
concepto, de los aspectos que permiten incorporar, ante todo por sus 
aciertos, pero también por las consecuencias inaceptables de su 
insuficiencia, para hacer justicia a la complejidad de lo que designamos 
con ese nombre. A esta exigencia de evitar los enfoques parciales e 
incompletos hay que unir otra que en apariencia es contradictoria. A 
los filósofos que alardeaban de penetrar el concepto de libertad les 
advertía Kant que, si lo hubieran examinado con rigor, habrían tenido 
que reconocer su completa incomprensibilidad. No conocemos la 
libertad, decía, sólo podemos pensarla, y en la culminación de ese 
trabajo lo que llegamos a concebir es que es inconcebible 1. La 
concepción misma es un efecto de libertad. Heidegger decía que es 
como explicar la fuente por unas gotas que han salido de ella. 
No olvidaremos en lo que sigue que algo en la libertad resiste por 
principio a la comprensión. Y sin embargo hay que recorrer un largo 
camino de comprensión para desactivar las definiciones parciales que 
la aprisionan, antes o después también en la práctica. La tarea de 
volver manifiestas esas parcialidades una tras otra es filosóficamente 
irrenunciable, y lo que resulte de su acabamiento es consecuente 
considerarlo un concepto lo bastante completo. Pero no lo sería, 
precisamente, si hiciera a la libertad rehén de una definición 
especulativa 2. Sólo es suficiente aquella comprensión de la libertad 
que la deja ser e incluso ayuda a ejercerla. 

2. La servidumbre natural
Hay un germen de libertad de elección desde que un viviente deja 
de estar unívocamente destinado por un deseo actual, y esto ocurre 
en todas aquellas conductas que autorizan a los psicólogos a hablar 
de «inteligencia animal». 
La cierva que huye de los cazadores se detiene un instante, 
contrariando su instinto de supervivencia, como para elegir un 
itinerario entre varios posibles; si en la huida le acompañan sus crías, 
puede pararse y tomar ella la ruta que atraerá a sus perseguidores, 
para que los cervatillos escapen en otra dirección. Lo que importa aquí 
de este conocido ejemplo no es que el instinto de la especie se 
imponga al individual, sino que entre uno y otro se abre el hiato del 
parón previo a la preferencia. 
¿Media en ésta alguna imagen o esquema que sea como un esbozo 
de proyecto? Otros ejemplos favorecen la conjetura. A un perro dogo 
metido en una jaula, cuya puerta trasera está abierta, se le enseña a 
cierta distancia un trozo de carne; de entrada, se lanza sobre las rejas, 
advierte que no es solución, da vuelta inmediatamente y, por la puerta 
de atrás, sale y alcanza la carne. No sólo consigue suspender por un 
momento su apetencia, sino que accede a marchar en la dirección 
opuesta a su estímulo, para llegar a él dando un rodeo. Sin embargo, 
si le ponemos la carne junto a la reja, pero aún fuera de su alcance, el 
tirón del estímulo le impide dar la vuelta, permanece como hipnotizado 
por el olor y la vista de la carne. Aún más clara se ve la mediación del 
esquema en el siguiente hecho de observación personal: desciendo 
despacio con el coche la cuesta de un monte y por la cuneta de ese 
lado veo subir un perro pastor alemán que lleva a su derecha un 
cachorrillo de lanas; al ver bajar mi coche, el perro grande se cambia al 
lado interior de la carretera cediendo el exterior al cachorro, y le desvía 
aúo más caminando en oblicuo hacia el borde de la cuneta. Negar que 
en la conducta del pastor alemán estuviera mediando alguna 
representación por la que anticipara el posible contacto 
cachorro-coche es casi tan difícil como negar su intención de 
protegerle, que era evidente. Pues bien, en esa mediación, como en la 
que propicia la construcción de instrumentos por el chimpancé, y en su 
manejo de símbolos-palabra para comunicar con sus cuidadores, 
asoman unos rudimentos de inteligencia y, por eso, de libertad. 
«Donde hay inteligencia hay libre albedrío», decía ya Tomás de Aquino 
3. 
En el ser humano, lo que media para decidir la conducta no es una 
imagen o símbolo referente a impulsos actuales, sino un sistema 
lingüístico que «suple» o se pone en lugar de cualquier cosa, del 
mundo, y está vigente durante la entera vida de vigilia para cualquier 
intención y situación posibles. Puede el hombre postergar los intereses 
o inclinaciones presentes en nombre de un interés lejano y aun 
improbable. Las pulsiones propias dejan de ser simplemente 
inmediatas, pues desde que repara en ellas ya están, además de en 
su orden biológico, en el orden en que habla consigo mismo. Desde 
esa reflexión, si se lo propone, puede vencer un día tras otro la 
inclinación a la pereza, por ejemplo dedicando al esfuerzo de estudiar 
idiomas y aprenderlos el tiempo que dedicaba a ver la televisión, o en 
lugar de lamentarse por los kilos sobrantes puede rebajarlos comiendo 
menos, igual que puede dejar el tabaco, el alcohol o el café, cualquier 
hábito y relación que sea un lastre para estar en forma. Que el impulso 
se imponga o no, depende sólo de uno mismo. Aristóteles decía, por 
eso, que los animales no son ni continentes ni incontinentes porque no 
tienen ideas universales 4. En los ejemplos anteriores, el instinto de 
conservación de la cierva cedía ante otro más fuerte, y el perro dogo 
contrariaba su apetito por un momento. Pero continente, o 
incontinente, puede serlo nada más el que tiene la capacidad de 
controlar sus deseos y necesidades vitales por la condición de racional 
o de hablante que ha adquirido como miembro de una sociedad 
humana.
La prosa incendiaria de Rousseau alcanzaba el absurdo extremo en 
el aserto que abre el capítulo primero de El contrato social: «El hombre 
ha nacido libre». Es por el proceso de socialización, en el que se 
incorpora el lenguaje de la comunidad y sus reglas, por el que el 
individuo se eleva a la libertad. Esta ha empezado siendo el producto 
de la reglamentación social. La ley del más fuerte, que es la propia del 
orden natural, queda subordinada a la legalidad que rige la vida 
colectiva. Como decía Durkheim en sus Lecciones de sociología, está 
tan lejos la libertad de ser una propiedad inherente al estado de 
naturaleza que, muy al contrario, es una conquista de la sociedad 
sobre la naturaleza. 

3. La servidumbre social
Es el respeto a la autoridad moral de las normas sociales, por su 
origen sacro, el que provoca en el individuo la primera relación de 
tensión hacia sus intereses particulares. Ha de sobreponerse a éstos 
por una coerción moral desde los valores y normas que se ha 
interiorizado en su identificación con el grupo. Lo que abre esa 
distancia interior entre el que desea y el que rehúsa la satisfacción o la 
consiente, la distancia del «dos en uno» por la que un individuo se 
hace persona, es lo mismo que hace posible entenderse con los 
demás miembros de su sociedad. Ser libre empieza siendo una 
participación en la libertad colectiva. 
En este punto centraba Benjamín Constant su célebre conferencia 
de 1819 sobre «La libertad de los antiguos comparada con la de los 
modernos». En las repúblicas antiguas, la libertad consistía en el 
ejercicio compartido y directo de la soberanía. Los ciudadanos 
deliberaban en la plaza pública sobre las leyes, sobre la guerra y la 
paz, sobre las alianzas con los extranjeros, sobre las cuentas y la 
gestión de los magistrados, pero esa libertad colectiva era compatible 
con la sumisión del individuo al conjunto. Nada se dejaba a la 
independencia individual, ni en relación con las opiniones, ni con la 
industria, ni desde luego con la religión. La libertad de culto les habría 
parecido pura y simple impiedad. En Esparta, los éforos se dieron por 
ofendidos porque Terpandro quiso añadir una cuerda a su lira, y la 
autoridad intervenía incluso en las relaciones domésticas, por ejemplo 
autorizando las visitas del recién casado a su esposa. También en 
Roma las leyes reglamentaban las costumbres, y los censores 
escrutaban el interior de las familias. Incluso en Atenas, una institución 
como la del ostracismo no podía apoyarse más que en el supuesto de 
que a la sociedad le corresponde todo el poder sobre sus miembros. 
Soberano en los asuntos públicos, el individuo era un siervo en las 
cuestiones privadas, podía verse despojado de su posición, proscrito, 
o muerto, por la voluntad discrecional del cuerpo colectivo del que 
formaba parte. En los griegos y romanos, como ya hizo notar 
Condorcet, no había noción alguna de los derechos individuales, y otro 
tanto hay que decir de las civilizaciones del antiguo oriente. Aun Fustel 
de Coulanges había de estudiar por extenso en La ciudad antigua 
(1864) ese desconocimiento por los antiguos de la libertad de la vida 
privada, en la educación o en la religión: «El ciudadano estaba 
sometido en todas las cosas, sin ninguna reserva, a la ciudad; 
pertenecía a ella por entero». 
LBT/QUE-ES: Lo que, por el contrario, entiende el hombre moderno 
por libertad es justamente que los individuos tienen derechos que la 
sociedad debe respetar: el derecho a expresar su opinión, a escoger 
su trabajo, a disponer de su propiedad, a ir y venir sin dar cuenta de 
sus pasos, a no sufrir violencia y a no ser detenido por la voluntad 
arbitraria de otros o de la sociedad, a la igualdad ante la ley, a reunirse 
con otros, a profesar el culto que prefiera o a elegir la educación de 
sus hijos, a influir en la administración política por la elección de sus 
representantes. El hombre antiguo se consideraba tanto más libre 
cuanto más tiempo y energía consagraba a ejercer sus derechos 
políticos, mientras que nosotros, dice Constant, apreciamos sobre todo 
el tiempo libre para los asuntos privados que nos deja el ejercicio de 
nuestros derechos políticos, y de aquí viene la necesidad moderna del 
sistema representativo. El ciudadano antiguo podía dedicar gran parte 
de su tiempo a los asuntos públicos porque los esclavos realizaban por 
él los trabajos de la subsistencia. Los Estados modernos han de 
organizar la vida de millones de hombres, todos los cuales son libres 
con la ley en la mano, y han de ejercer por sí mismos las profesiones, 
razón suficiente por sí sola para que no puedan defender directamente 
los intereses públicos y tengan que otorgar un poder a un determinado 
número de representantes para encomendarles esa gestión. 
VOTAR/DEBER-CIVICO: La libertad individual es la más necesaria 
para los modernos, por eso no cabe exigir nunca su sacrificio para 
establecer la libertad política. Lo que ocurre, sin embargo, es que la 
libertad individual tiene su garantía en la libertad política, y el peligro 
para la libertad moderna viene de que los ciudadanos se dejen 
absorber por el disfrute de su independencia privada y renuncien a 
ejercer su derecho de participación en el poder político. Ahora bien, 
advertía Constant, sería una locura que quisiéramos ahorrarnos la 
molestia de controlar si los depositarios de la autoridad se atienen a 
sus límites. Así como los ricos que tienen administradores vigilan con 
severidad si no son negligentes, incompetentes, o corruptos, de igual 
modo los pueblos que, para disfrutar de la libertad, recurren al sistema 
representativo, deben ejercer una vigilancia activa y constante sobre 
sus representantes, y apartarlos del gobierno si se han equivocado en 
su gestión o han abusado de su poder. El ciudadano de los Estados 
modernos no puede renunciar, pues, ni a la libertad individual ni a la 
libertad política, sino que ha de aprender por necesidad combinar la 
una con la otra 5. 

4. No es liberación si no es doble
LBC/DOBLE: En la conquista de libertad individual acecha otro 
peligro que no señalaba Constant. Independizarse individualmente de 
las normas comunes, por las que el ser humano se había alzado sobre 
su naturaleza, puede llevar aparejada una pérdida de esa tensión. Más 
libre que el gregario será siempre el que no opina tal o cual cosa 
porque sea lo que el grupo ve bien, ni por llevar la contraria, sino 
porque así lo entiende y puede dar cuenta de ello; el que no pliega su 
gusto y la conducción de su vida a las pautas convencionales. Pero 
eso no justifica que se llame emancipada a la persona que ha roto las 
trabas sociomorales para hacer con su vida lo que se le antoje, como 
si soltarse de ligaduras colectivas no pudiera ser también atarse a la 
inestabilidad de los deseos o sentimientos y de las primeras 
intenciones. En la relación reflexiva que, como cualquier adulto normal, 
entablo verbalmente conmigo mismo, es donde centro mi identidad, y 
por eso me sé débil cuando compruebo, pasada la acción, que mi 
pulsión era muy fuerte y se impuso. Estaba en mí esa fuerza pulsional, 
pero revela mi debilidad. Por eso han enseñado filósofos muy 
distantes, como Tomás de Aquino y Kant, que soy menos libre cuando 
hago el mal que cuando hago el bien, pese a que en ambos casos soy 
libre y me es imputable la acción. Si estoy cansado y un compromiso 
inaplazable me exige un esfuerzo pesado, puedo sobreponerme a la 
pereza o ceder a ella. En el primer caso habrá vencido mi voluntad y 
seré yo el fuerte, en el segundo caso lo que habrá hecho mi voluntad 
es ceder a la fuerza de la inclinación, que es consentir la debilidad 
propia. Es desolador que tras dos milenios y medio de filosofía pueda 
estar generalizada la idea de que ser libre es hacer lo que a uno le 
apetece sin más límite que el respeto a la libertad de los demás. 
LBT/ARBITRARIEDAD: Hay casos en que es casi imposible no ver la 
sociodependencia que estuvo en el origen de determinados hábitos de 
servidumbre a sustancias como las drogas o el alcohol. Para prevenir 
esos males se recuerda al sujeto, mediante campañas publicitarias, 
que tiene la última palabra. Pero hay una socioadicción que se disimula 
a sí misma por lo que tiene en cierto sentido de racional, y somete 
tanto al más convencional cuanto al que se pone por montera los 
criterios del grupo, desvirtuando la evidencia misma de esas 
campañas. La ciencia es racional por la objetividad que funda la 
validez intersubjetiva de sus conocimientos. ¿Por qué, entonces, esta 
asociación de objetividad y racionalidad no contribuiría a disociar 
racionalidad y subjetividad? Lo libre de una conducta tenderá a 
confundirse con lo arbitrario, lo que desea cada uno, y las conductas 
desviadas que, por el daño que causan, demanden comprensión, 
tenderán a ser explicadas con rigor, o sea, científicamente. El que 
pierda el apetito será un anoréxico, el que no para de comer tiene que 
tener bulimia, el alcohólico y el drogadicto son enfermos, al mujeriego 
se le trata clínicamente como sexópata, mientras el o la inapetente 
sexual le pide al doctor que le recete algunas inyecciones, y el 
apasionado por el juego ¿qué puede ser más que un ludópata? Lo que 
en común necesitan todos ellos es tratamiento médico. ¿O es que hay 
algo que pudiera explicar esas u otras conductas dañinas si no fueran 
las causas orgánicas? En una película reciente, un adolescente que 
escapa con la «pasta» de un atraco ajeno pregunta a su compañera y 
cómplice: «¡Qué raro! He matado a mi tía y no siento nada. ¿Soy 
normal?». Parece suponer que el remordimiento debería venirle como 
el efecto de alguna secreción glandular, y puesto que no le viene, una 
de dos: o la moralidad era otra pamema de los mayores, o le 
diagnostican alguna patología. Como escribe Charles Taylor, el triunfo 
de la terapéutica significa la abdicación de la autonomía 6. Pues bien, 
pasamos de largo ante la hondura del problema si no reparamos en 
que la heteronomía triunfante es, al mismo tiempo que la sensible, la 
de la ciencia. 
Para nada se excluye, al decir esto, que determinados fármacos 
favorezcan la disciplina y la vivacidad mental, de modo que devuelvan 
la plena disposición de sus medios al sujeto, y que éste lo aprecie 
como una potenciación de su autonomía y su libertad. No hay ninguna 
dificultad en pensar que ese remedio pueda ser vivido como una 
bendición sin necesidad de saber si los trastornos respondían a una 
clara etiología orgánica o si su origen era más bien biográfico y 
hubiera admitido igualmente un remedio por las decisiones de la 
persona o la reorientación de sus proyectos. Señalamos únicamente el 
peligro de una mal entendida objetividad que podría inducir cada vez 
más a la exculpación y a que decaiga la responsabil:dad personal. 
Pues lo que parece muy claro es que, para actuar libre y 
responsablemente, hace falta creer que se es libre: 

«Es muy probable que el hecho de creer que se tiene libre albedrío sea una 
de las condiciones necesarias para tener libre albedrío: un agente que gozara 
de las otras condiciones necesarias -racionalidad y capacidad de autocontrol 
y de introspección de orden superior-, pero que fuera inducido 
engañosamente a creer que carece de libre albedrío, estaría tan inhabilitado 
por dicha creencia para elegir libre y responsablemente como por la falta de 
cualquiera de las otras condiciones» 7


Más preciso es decir que la creencia en la libertad hace falta para 
no perturbar o inhibir su ejercicio, pues no se dejaría de tenerla por 
eso. Y lo mismo, influencia en la acción hay que reconocérsela también 
al contenido del concepto, que estorbará o favorecerá los buenos usos 
de la libertad según incurra en algún reduccionismo o haga justicia a 
su complejidad. 
En suma, de liberación o emancipación sólo cabe hablar 
propiamente cuando la dirección sobre su vida la asienta cada uno en 
la autolegislación racional y en su propio pensamiento crítico, que lo 
será también de las extralimitaciones científicas que inducen a la 
exculpación y contribuyen a que se pierda responsabilidad. Pero si 
cualquiera de las dos servidumbres, la natural o la social, basta para 
reducir libertad, negar ambas negaciones no basta para adquirir un 
concepto positivo de la libertad, y tampoco para ser propiamente libre. 
Esta ha sido la principal limitación de que han adolecido las reflexiones 
filosóficas sobre el «libre albedrío», que han comenzado por destacar 
la superioridad de la razón sobre la naturaleza, desde la antigüedad 
griega, y la autonomía de la persona frente a la autoridad exterior, 
desde Kant sobre todo, y han tendido a quedarse en esta mitad 
negativa del concepto, seguramente la más apremiante, la que más 
urge aclarar. Puede ocurrir, sin embargo, que la definición positiva 
modifique los términos de la negativa, y que sólo así pongamos en su 
lugar y entendamos debidamente la doble emancipación. 

5. Vencerse
La ilustración más sencilla y gráfica que anticipa las concepciones 
del libre albeUrío la propuso Platón con la metáfora que representa la 
parte racional del alma como un auriga que guía un tronco de dos 
briosos corceles, uno blanco más noble, y otro negro y rebelde, que 
representarían el apetito irascible y el concupiscible, respectivamente 
8. Pero el primer precedente conceptualmente desarrollado lo ofrece 
Aristóteles, no tanto por su concepto de libertad (eleuthería) como por 
el de elección (proairesis). La parte del alma que es razón, dice en el 
Protréptico, es el juez y legislador natural de las cosas que nos 
conciernen, y en la naturaleza de la otra parte (irracional) está seguirla 
y someterse a su ley 9. El caso opuesto, dirá en la Etica a Nicómaco, 
es el de los hombres sin carácter, como el intemperante, que no elige 
lo que considera bueno, sino lo agradable, aun siendo nocivo, o los 
que por cobardía o indolencia se abstienen de hacer lo que creen 
mejor para ellos; pasado un poco de tiempo, les duele haber sentido 
placer, y algunos que por él llegan a cometer acciones horribles 
incluso rehuyen la vida y se destruyen a sí mismos (1166b). El 
arrepentimiento le viene al agente de que sabe que el acto malo le es 
imputable, puesto que lo ha realizado por elección y estaba en su 
mano igualmente abstenerse de hacerlo. Por eso también los 
legisladores imponen castigos a los que han cometido malas acciones 
sin haber sido forzados a ello, o si no los llevó a hacerlas una 
ignorancia de que no fuesen responsables ellos mismos, y honran en 
cambio a los que hacen el bien (1113b). De ahí también que en la 
censura y en la alabanza consideremos la intención aún más que los 
actos, porque acciones malas se pueden hacer por la fuerza, pero la 
elección o intención (proairesis) es lo contrario de ser forzado (Etica a 
Eudemo, 1228a). Aristóteles cree que la elección del hombre no puede 
recaer más que sobre los medios, no sobre los fines que, como la 
salud o la felicidad, no dependen de nosotros, sino que nos vienen 
dados por la naturaleza. En que la elección recae sobre lo que está en 
nuestra mano se distingue también del deseo, pues no hay elección de 
lo imposible, mientras que sí cabe desear lo imposible, por ejemplo la 
inmortalidad 10. 
Sólo el que desde su conocimiento racional es capaz de decidir sus 
actos puede ser incontinente, no los animales. Pero ¿significa esto que 
el intemperante ha de caer en la cuenta de que renuncia a ejercer su 
poder racional, su voluntad, para complacerse en el apetito sensible? 
No del todo. Puede ocurrir que, sin dejar de estar dominado por la 
pasión, se exprese en términos de conocimiento y sostenga 
argumentos incluso filosóficos, si bien hemos de suponer que los dice 
como los actores en el teatro 11. No es que simule a sabiendas, no es 
lo que da a entender Aristóteles, sino que las razones que esgrime no 
son propias, aunque así quiera creerlo, sino más bien comparables a 
las frases de una ciencia que puede ensartar el que empieza a 
estudiarla sin haberla asimilado todavía (Ibid.). Los que se dejan llevar 
por un acceso de ira o por una pasión amorosa creen actuar motu 
proprio, como lo cree el borracho, o el drogodependiente, o el 
alienado. Hablan, discurren, argumentan, ejercen con cierto rigor 
lógico su capacidad de raciocinio, no se cansan de dialogar, y creen 
disponer de su libertad por más evidente que a los demás les resulte 
que están siendo llevados por algún factor extraño a su voluntad. Por 
eso no aclara lo que significa ser libre la mera referencia al 
conocimiento intelectual o a la capacidad de razonar. Aristóteles 
precisa que no es «lo que consideramos conocimiento en sentido 
estricto» lo que es arrastrado de acá para allá por la pasión (EN 
1147b, 15-18). 
La cuestión es, entonces, ¿cómo distingo, entre el conjunto de 
razones en que apoyo mi conducta a lo largo del tiempo, aquellas que 
no lo son en sentido propio o estricto? Pues puede haber procesos de 
pensamiento que se desencadenan con un cierto automatismo, como 
ocurre normalmente, y no sólo en las obsesiones y manías, de tal 
forma que, en lugar de que mediante ellos actúe el sujeto por razones, 
esté siendo «actuado» por los impulsos. ¿Dispongo en mi racionalidad 
del criterio para saber si estoy siendo libre cuando creo serlo, o si es la 
derrota de mi libertad la que, muy al contrario, me estoy disimulando a 
mí mismo por racionalización? A estas preguntas actuales, la respuesta 
que nos viene del estagirita es bien conocida: la recta razón, porque 
reconoce las distintas excelencias o virtudes (aretai) de la acción 
humana y por ellas orienta a la vida mejor, proporciona a cada hombre 
el criterio por el que rectificar las razones falsas o impropias, tanto en 
sí mismo como en los demás, aunque será la elección en cada caso la 
que consienta a éstas o las acalle. En esta concepción, los 
pensamientos que suscito y conduzco intencionadamente son los más 
libres y los que me hacen más libre. 
De este rasgo, que se transmitirá históricamente junto con el legado 
aristotélico, ofrece san Agustín una ilustración extremosa en su 
concepción del libre albedrío, al que, por cierto, distingue 
expresamente de la libertad. Libertad (libertas) corresponde sólo a los 
bienaventurados en el reino de los cielos, que no pueden pecar, pero 
en esta vida lo que tiene el hombre es libre albedrío (liberum arbitrium), 
que es la posibilidad de elegir entre el bien y el mal; libre lo es el 
hombre únicamente cuando hace buen uso del libre albedrío. Hemos 
visto que otros filósofos, como Tomás de Aquino y Kant, precisarán 
que el hombre es libre también cuando hace mal uso del albedrío, 
aunque menos en este caso porque la voluntad se deja derrotar. Pero 
el interés del pasaje agustiniano está en que exagera un defecto del 
concepto de libre albedrío que desde la proairesis aristotélica se 
propaga al menos hasta la idea trascendental de Kant y de Fichte, y 
ayuda involuntariamente a reconocerlo. En La ciudad de Dios explica la 
libido como la consecuencia del pecado del primer hombre. Es un 
hecho, observa Agustín, que ni aun a los accesos de ira los cubre el 
manto del rubor como hace con los impulsos de la libido. Quien injuria 
o golpea a otro, llevado por la ira, no podría hacerlo si su lengua y sus 
manos no fueran movidos por su voluntad. Es la voluntad la que lleva 
el control, o de ella depende retomarlo si la intensidad de la pasión nos 
ciega un instante. En cambio, el afecto de la libido sustrae a la 
voluntad el señorío absoluto sobre los órganos de la generación. Por 
eso de estos movimientos nos avergonzamos, porque es sin contar con 
la voluntad y aun contra ella como la libido activa esos miembros, que 
nunca están del todo sujetos a nuestro albedrío ni para moverse ni 
para no moverse, pues no ocurre sólo que la libido rehúse obedecer a 
la voluntad, sino que «a veces se revuelve contra sí misma y, excitado 
el ánimo, se niega a excitar el cuerpo». En el estado de gracia, antes 
de la caída, el varón movía a voluntad su miembro con la misma 
facilidad que las manos y los pies, y podía, con sólo quererlo, penetrar 
a su mujer y fecundarla sin el morbo de la libido (sine libidinis morbo). 
¿Quién, si es amigo de la sabiduría -se preguntaba el santo-, no 
preferiría en su vida conyugal, si le fuera posible, engendrar a sus 
hijos sin la libido? 12. 
Tomás de Aquino sigue en este punto la enseñanza de Agustín en 
los propios términos, que cita, de La ciudad de Dios: en el Edén «no 
impulsaría a la concepción el apetito libidinoso, sino el uso voluntario 
de la naturaleza», para lo cual «los miembros correspondientes se 
movían sometidos en todo a la voluntad, como los demás, y sin ardor ni 
estimulante atractivo, sino con calma de alma y cuerpo» 13. No 
podemos seguir aquí los ecos históricos de esta doctrina, pero 
recogemos dos breves muestras. El alma, en el paraíso, escribe 
Malebranche, «no era nunca interrumpida a pesar de ella en sus 
meditaciones y en sus éxtasis» 14. Kant se refiere a todas las 
inclinaciones sensibles cuando sostiene que debe ser el deseo general 
de todo ser racional (y no sólo del amicus sapientiae) el librarse 
enteramente de ellas 15. Pese a lo revolucionario de su idea de 
libertad, el kantismo prolonga la exteriorización mutua de la actividad 
volitiva y de la pasividad sensorial, tal como pasó de Platón y 
Aristóteles a la concepción tradicional del libre albedrío. La realización 
y el éxito del ser libre la han hecho depender sus principales 
representantes, sobre todo, del control y dirección racional del agente 
sobre sí mismo. Podrían haber aceptado todos ellos como resumen de 
esa concepción el adagio latino: «Vence el que se vence». Esta 
dimensión del vencerse será siempre tan inseparable de la idea de 
libertad como la distinción entre inteligencia y sentidos. En ella 
permanecerá siempre una verdad que nada de cuanto añadamos de 
ahora en adelante podrá desmentir. Pero la obra de Kant, en primer 
lugar, obliga a entenderla a partir de otra nota del ser libre, radical 
ésta, que es la capacidad de iniciar. 

6. Iniciar
Kant hace suya la distinción clásica: «La libertad en el sentido 
práctico es la independencia del albedrío (Willkur) respecto de la 
imposición de los impulsos de la sensibilidad». En los términos más 
tradicionales declara que el albedrío del hombre es sensible (arbitrium 
sensitivum), pero no animal (brutum), sino libre (liberum), «ya que la 
sensibilidad no vuelve necesaria su acción, sino que hay en el hombre 
un poder de determinarse por sí mismo independientemente de la 
imposición de los impulsos sensibles». No pierde, pues, nada de su 
validez el viejo concepto práctico, pero ahora aparece fundado, y esto 
es lo que importa, sobre la idea trascendental de la libertad, como la 
de una causalidad que puede empezar por sí misma a actuar sin ser 
precedida de otra causa que la determine. En esta idea es donde, para 
Kant, se concentra, y donde se resuelve, el conjunto de dificultades 
que en todas las épocas planearon sobre la posibilidad del libre 
albedrío. Pues si no hubiera en el mundo sensible más causalidad que 
la natural es decir, la de la ciencia, cada evento estaría determinado 
por otro en el tiempo, y los fenómenos harían necesarios los actos del 
albedrío. Las causas concretas las conoceríamos mejor o peor, pero 
en todos los casos creeríamos que cada acto es el resultado necesario 
de la confluencia de todas ellas, de modo que al negar la libertad 
trascendental borramos sin más toda libertad práctica 16. 
Pero el hecho es que no la negamos. Al contrario, imputamos al 
agente los daños que causa, por ejemplo, con una mentira o con una 
calumnia, por más que busquemos las fuentes del carácter empírico de 
ese hombre en causas como la educación escasa o las malas 
compañías (A 554s). Podemos dar por ciertas esas causas y otras 
muchas sin dejar por eso de reprobar al agente, porque sabemos que 
su acto es por entero incondicionado, no se deriva de ninguna serie de 
causas y de condiciones, sino que, al cometerlo, su autor ha empezado 
por sí mismo, absolutamente, una serie de consecuencias. Se 
disponga o no del término «idea trascendental de libertad», lo 
designado por él se está presuponiendo cuando emitimos nuestra 
condena, pues consideramos la racionalidad del agente como una 
causa de distinto género, que habría podido decidir una conducta 
contraria, a pesar de las citadas condiciones empíricas. Y lo que es 
más importante, esa causalidad de la razón no la tomamos como un 
factor concurrente más, sino como completa en sí misma. Aunque los 
móviles y circunstancias sensibles le fuesen completamente adversos 
en el momento en que miente o calumnia, la razón era perfectamente 
libre, y el hombre ha de responder de su acto. 
Kant, desde luego, no ha sido el primero en negarse a admitir que la 
causalidad natural sea la única. El mismo hace notar que casi todos los 
filósofos de la antigüedad vieron la imposibilidad de explicar por ella 
sola los movimientos del mundo. Eso les llevó a postular un primer 
motor, es decir, una causa que libremente habría operado e iniciado 
por sí misma la serie de causas y efectos de la naturaleza (A 450). Es 
que la causalidad de la naturaleza enlaza, en el mundo de los sentidos, 
un estado de hechos con otro previo, al que sigue en el tiempo; si el 
estado anterior hubiera existido siempre, no habría producido un 
efecto que surge en el tiempo, luego también el estado anterior ha 
nacido en algún momento y ha necesitado una causa, de modo que la 
serie de causas naturales es por sí sola incomprensible por carente de 
fundamento. La necesidad de entender motivó el salto a la solución 
trascendente. 
Tomás de Aquino no tenía otra salida cuando intentaba explicar la 
elección precisamente en su temporalidad. Pues mientras era cuestión 
de entender la presuposición mutua del consejo del entendimiento y el 
movimiento de la voluntad, cada una de cuyas potencias requiere 
previamente la actuación de la otra, se podía decir que las distinciones 
tenían sólo un valor explicativo y que entre ambas potencias se da una 
síntesis operativa, pero en el orden temporal la precedencia recíproca, 
o es auto-contradictoria, o lleva a un regreso infinito, a no ser que se 
acuda a Dios como causa primera de nuestra actividad libre, tanto 
como de la causalidad natural, y ésta era la solución del aquinate: 
«Aquello que primeramente mueve a la voluntad y al entendimiento es 
algo superior a ambos, es decir, Dios, el cual, moviendo todas las 
cosas según la naturaleza de éstas (...), actúa también sobre la 
voluntad según su propia condición libre» (De malo, q. 6). Sin el 
recurso a Dios como causa primera, incausada, la objeción temporal 
era suficiente para anular la posibilidad del libre albedrío 17. 
En realidad, habría bastado con modificar la doctrina, distinguiendo 
la causalidad libre y la temporal. Así es como Kant resuelve el 
problema sin salir del hombre. Por contraste con la causalidad natural, 
que descansa en condiciones de tiempo, la libertad que un hombre 
tiene es «el poder de comenzar por si mismo un estado cuya 
causalidad no está, a su vez, sometida a otra causa que la determine 
en la sucesión temporal. En este sentido, es la libertad una idea 
trascendental pura, es decir, en la que nada hay que se haya tomado 
de la sensibilidad, sino que se refiere exclusivamente a la absoluta 
espontaneidad de la acción que es fundamento de la imputabilidad de 
esa acción» (A 448). No dice Kant, obviamente, que sea causa 
primera, ni causa sui, ni causa absolutamente incausada, sino que es 
«causa incondicionada» por cuanto es capaz de dar un comienzo 
absoluto a una serie de fenómenos; absoluto, no según el tiempo, sino 
según la causalidad. Con sólo levantarme libremente de la silla, una 
nueva serie se inicia en este acto y en sus consecuencias naturales. 
Desde el punto de vista temporal, mi acto no sería más que la 
continuación de una serie anterior, pero mi decisión como tal no forma 
parte de ninguna secuencia de causas naturales ni se sigue de ellas (A 
450). «La razón en su causalidad no está sometida a ninguna de las 
condiciones del fenómeno y del curso del tiempo»: es lo que estamos 
implicando cada vez que decimos o pensamos que el autor de un acto 
indebido habría podido no cometerlo (A 556). Los efectos del acto 
voluntario, sin dejar de ser libres, se encuentran además en la serie de 
las condiciones empíricas, pero la causa inteligible o racional está 
fuera de la serie (A 537). 
¿Cómo lo sabemos? ¿Podemos justificar esa distinción entre lo 
natural y lo inteligible sin la cual, según Kant, no habría medio de 
salvar la libertad? Que aunque algo no haya ocurrido habría debido 
ocurrir, lo postula la libertad práctica misma, es decir, el libre albedrío. 
Quiere decir esto que las causas empíricamente determinables no eran 
determinantes hasta el punto de que nuestro albedrío no fuera capaz 
de haber causado los efectos contrarios, aun contra aquellas causas 
naturales. Ahora bien, no es de la observación de donde el ser 
racional aprende que debería haber sucedido lo que no pasó, ni es de 
algún deseo contrariado que puede imaginar haber satisfecho; lo sabe 
por los imperativos que a sí mismo se da conforme a las ideas de la 
razón, la idea de verdad, por ejemplo, que no la adquiere el hombre de 
la experiencia, ni más ni menos que las leyes lógicas, y que no puede 
no estar supuesta en toda reprobación de una mentira. La razón no se 
conforma con seguir el orden de las cosas, sino que se marca 
espontáneamente un orden propio según las ideas a las que adaptar 
las condiciones empíricas, lo que puede llegar hasta el extremo de que 
lo racional sea proclamar necesarias acciones que no han sucedido y 
que quizá no sucedan nunca (A 548). Por eso es absolutamente 
incondicionada la iniciativa de la causalidad por libertad. 

7. ¿Iniciarse el carácter propio? 
Por más que en el fenómeno creamos que todas las acciones del 
hombre están determinadas por las causas que movilizan su carácter 
empírico (que es cuanto encontramos en el hombre si nos limitamos a 
observar, es decir, nada de libertad) (A 549-550), se mantiene 
inconmovible nuestra seguridad práctica de que el mentiroso tiene en 
su razón el poder de no mentir. Es que no atribuimos la acción a su 
carácter empírico, sino que concedemos además al sujeto un carácter 
inteligible, de cuya regularidad, sin antes ni después, no es el carácter 
empírico nada más que el «esquema sensible» (A 553). Este último es 
el carácter del sujeto en el fenómeno, en el orden de lo observable, y 
el «inteligible» es «el carácter de la cosa en sí» (A 539). No hace falta 
aclarar que no conocemos el carácter inteligible, sólo encontramos la 
ocasión de pensarlo por su analogía con el carácter empírico (A 540 y 
551). El carácter inteligible designa, por una parte, la regularidad legal 
que toda causa debe tener para serlo, pero también lo que constituye 
o define la individualidad de un hombre como diferente de cualquier 
otro, puesto que el carácter empírico está determinado en el carácter 
inteligible o, con otras palabras, es el carácter inteligible el que da 
precisamente tal carácter empírico en las circunstancias presentes, 
aunque no sepamos cómo ni por qué (A 551 y 557) 
No es el lugar para detenerse en la dificultad, pero conviene indicar 
al menos que en la formación del concepto «carácter inteligible» ha 
mediado la definición de lo inteligible como «lo que no es fenómeno en 
un objeto de los sentidos» (A 538). ¿Por qué «inteligible» designa a la 
vez lo ideal y la «cosa en sí»? Porque se ha deslizado 
subrepticiamente la suposición de que la verdad absolutamente 
determinada de la omnitudo realitatis es la idea propia del intellectus 
archetypus, que penetra y traspasa todo, sondea los corazones y los 
riñones, porque lo ha constituido o creado todo de parte a parte, 
mientras que el finito entendimiento humano, el intellectus ectypus, 
sólo puede dar forma a una materia que él no ha puesto, que se le 
opondrá siempre como algo ajeno, dado. 
La noción de «carácter inteligible» suscitó no poca perplejidad y 
oposición entre los intérpretes autorizados. Léon Brunschvicg decía 
que «el carácter inteligible es la muerte de la buena voluntad», ya que, 
al hacer intemporal su elección, relega la libertad dentro de una esfera 
sustraída a la eficacia del esfuerza 18. Ese temor ayuda a disiparlo 
Victor Delbos cuando responde a su propia inquietud de que pueda 
haber un sustancialismo más o menos explícito en la teoría del carácter 
inteligible. En realidad, será Schopenhauer el que lleve la noción a la 
hipóstasis de un destino. Cree este autor ser fiel a Kant cuando afirma 
que el carácter empírico del hombre «no es más que la manifestación 
de su carácter inteligible, el desarrollo de disposiciones invariables que 
se manifiestan ya en la niñez, por lo que desde el nacimiento está 
trazada su conducta y sigue siendo fiel a ella en lo sustancial hasta el 
fin de su vida». Para Schopenhauer, el carácter del hombre, lo que él 
quiere de verdad, la tendencia de su ser más íntimo no puede variar 
nunca por ninguna influencia ni enseñanza, precisamente por el motivo 
que alegará Brunschvicg, porque está fuera del tiempo, como la cosa 
en sí que es. Llega a escribir que «toda mala acción es garantía 
segura de otras muchas que el individuo deberá cometer y de que no 
puede abstenerse». De ahí que asimile Schopenhauer la noción de 
«carácter inteligible» a la creencia cristiana en la predestinación 19. 
Esta última comparación la hacía también Kant al decir que el hombre 
no está determinado sólo en su carácter empírico, sino que «se halla 
igualmente determinado en su carácter inteligible», si bien este último 
aspecto -añade- nos es desconocido (A 551). Otro pasaje posterior de 
la primera Critica se pregunta «si aquello que se llama libertad 
respecto de los estímulos sensibles no puede ser, a la vez, naturaleza 
en relación con causas eficientes superiores y más remotas» (A 803). 
Ese determinismo compatible con mi libertad no podía ser más que el 
trascendente, por la subrepción teológica que apuntábamos en el 
punto y aparte anterior, pero es para nosotros como si no existiera, 
puesto que nada sabemos de él. Pues bien, el doble peligro de 
sustancialismo y de fatalismo lo ataja Kant, como observa Delbos, en la 
Critica de la razón práctica, donde tiende a identificar la idea de la 
causalidad libre con la ley moral, porque ésta proporciona a aquella 
idea el contenido que justifica su realidad. Por lo que el carácter se 
determina directamente es por la relación a la ley moral. La posición 
kantiana llega a un extremo que es el simétricamente opuesto al de 
Schopenhauer, al escribir que de toda acción ilegítima, sea cual sea, 
puede decir con acierto el ser racional que, por determinada que esté 
en el pasado en tanto que fenómeno, «pertenece, con todo el pasado 
que la determina, a un solo y único fenómeno de su carácter, que él se 
da a sí mismo» 20. Este último carácter, que no puede ser más que el 
inteligible, y del que a su vez deriva la unidad de la vida empírica como 
su fenómeno, se lo da a sí mismo el ser razonable. 
Cierto es que mi vida ha precedido a mi uso de razón, y también la 
primera infancia ha contribuido a hacerme como soy; para cuando 
quiero asumirme, ya me encuentro dado a mí mismo con mis aptitudes, 
preferencias, orientaciones interiores y sociales. Desde este punto de 
vista aducía Merleau-Ponty, en su principal obra juvenil, que hay que 
excluir «la elección del carácter inteligible», porque la elección supone 
algún compromiso previo y la idea de una elección primera encierra 
contradicción 21. La objeción iba dirigida contra Sartre, pero a Kant no 
le alcanza, porque no dice éste que la idea de libertad remita a un 
comienzo primero desde un punto de vista temporal, sino desde un 
punto de vista causal. Los compromisos previos no lo son en cuanto a 
la disposición ante la ley moral, que es por lo que dice la segunda 
Critica que el ser racional se da el carácter según el cual se atribuye la 
causalidad de la acción. Al temor de L. Brunschvicg hay que 
responder, pues, que es desde el centro del esfuerzo volitivo desde 
donde convoco todas las energías del ánimo en favor de la resolución 
que afirma la ley. El «carácter inteligible» se salva así del 
sustancialismo, pero a costa de no añadir nada a «uniformidad» en la 
relación a la guía legal-moral, con lo que habría perdido la connotación 
de los rasgos de «esta persona irrepetible» que sí tiene su análogo y 
derivado, el «carácter empírico». No sería leve esta insuficiencia si 
acarrease el peligro de proponer un modelo desindividualizado de 
libertad. Se verá más adelante que el problema es central. Baste 
observar ahora que darme el carácter por mi disposición a la ley deja 
intactos siempre el riesgo y la incertidumbre de mi poder de iniciar. La 
validez de este planteamiento no se altera por la carga de pasado que 
pueda gravitar sobre la voluntad del agente. 
Pero ¿qué puede ser ese centro volitivo si no es el carácter 
inteligible mismo? ¿Estamos entonces en un círculo? No exactamente. 
En cada acto, la razón es determinante, libre por completo. No hay 
antes ni después con respecto al carácter inteligible, consiste en ese 
poder de nacer a sí mismo a cada instante, de darse la identidad 
propia por cada golpe de voluntad. Lo que hay de incuestionable en 
este punto (1º) coexiste en Kant con (2º) su explicación del carácter 
empírico por el carácter inteligible y (3º) con la atribución al carácter 
empírico de una función unificante de los impulsos sensibles. De un 
lado, en efecto, el carácter empírico es manifestación del inteligible. Tal 
es éste, tal será aquél. Y de otro lado, es el carácter empírico el que 
da una cohesión a lo que de otro modo sería una rapsodia de 
impulsos. Es más, en el carácter empírico es donde el pasado está 
grávido de porvenir. Observa a este respecto Alexandre Delamarre 
que «es gracias al carácter empírico a lo que yo no soy otro a cada 
instante del tiempo» 22. Es ineludible que nos detengamos en este 
punto para examinar si encajan entre sí las tres piezas enumeradas. 
Hay una expresión en castellano y en francés que, sin contradicción, 
hace remontar hasta la cuna algo como un origen pre-moral del 
carácter sin dejar de inscribir por entero el carácter moral en la cuenta 
de la causalidad por libertad: cuando decimos de alguien que es «bien 
nacido», aludimos a un natural noble y a una entereza en la rectitud 
que no por dar continuidad a un estadio pre-consciente deja de tener 
su fuente en la voluntad; lo mismo que no hay la menor intención 
exculpatoria en el duro término «mal nacido»: no designamos por él 
ningún destino heterónomo, la voluntad no se tuerce por influencias 
externas si no consiente ella misma, y es a ese foco de la decisión, 
porque también lo es de la inhibición o de la omisión, al que con esa 
expresión imputamos plenamente la maldad. Parece, pues, que en el 
habla corriente no encontramos contradictoria la persistencia de un 
carácter con la imputabilidad completa de cada acto. 
No le faltaba razón a Merleau-Ponty, en el contexto de la frase antes 
citada, para decir que la elección de nuestro carácter entero, o bien no 
se pronuncia nunca, sino que es «el surgimiento silencioso de nuestro 
estar en el mundo», o es efectiva elección, en cuyo caso consiste en 
una conversión que se aplica a modificar alguna adquisición previa, la 
de las decisiones tácitas por las que nos encontramos articulado en 
derredor nuestro el campo de los posibles. Mientras guardemos esas 
fijaciones, nada habremos elegido, pero, para levantarlas, hemos de 
comprometernos por otro lado y fundar una nueva tradición. El 
problema es, entonces, si al definir la libertad como «un poder de 
iniciativa» no señalamos unilateralmente el aspecto negativo (nuestro 
poder de retirarnos de algunas cosas determinadas) de un positivo 
encontrarnos en medio de las cosas y poder optar ante todas ellas. El 
poder de iniciar no se dejaría transformar en hacer más que en los 
términos del mundo, y sólo en ese intercambio está la libertad concreta 
y efectiva (PhP 501). No es realista pretender que me elijo 
continuamente porque sea verdad que continuamente podría rechazar 
lo que soy: «No rechazar no es elegir» (516). 
La observación es penetrante, pero antes de adoptar y desarrollar 
ese intento de concretar el concepto de libertad, se impone la precisión 
de que también en el poder de iniciativa hay una positividad, que no 
viene de mi encontrarme en medio de las cosas. Un teorema de la 
segunda Critica resume: en el sentido negativo soy libre por mi 
independencia respecto de todo objeto de deseo, pero soy libre en el 
sentido positivo por la causalidad de la razón legisladora 23. Lo que 
importa entender ante todo es que no se da un sentido sin el otro y, 
por eso, ya desde la razón, somos libres para el bien y para el mal. Sin 
duda puedo retirarme de unos objetos por mi apego a otros, como 
para olvidar a una mujer aconsejaba Lope tomar la posta en otra, pero 
el místico podía desinteresarse de todas las cosas desde su fe en otro 
mundo. En el sentido negativo sí cabe «exilio cósmico», el suficiente 
para ejercer la desconexión y contemplar el mundo como extraño. El no 
ser, por la menor o mayor conciencia de la muerte y de nuestra 
contingencia, está siempre integrado a la experiencia del mundo, y es 
demasiado real la posibilidad de la negación absoluta. Ser hablante 
incluye entre sus poderes el de decirse: «soy el espíritu que todo lo 
niega y no sin motivo». Lo que ocurre es que está cualificado este 
poder como el de producir el mal, puesto que lo tenemos por la misma 
racionalidad que no puede no asentir a la validez universal de la ley 
moral desde que apercibe que siempre la implica. De ese punto de 
estación en las ideas, desde el que tomo la distancia racional absoluta 
con respecto al mundo, es imposible que se me desaloje con razones, 
porque hay que presuponerlas para disponerse a argumentar, aun en 
contra de ellas. También desde las ideas estamos en la realidad, y 
comprender crítica y no metafísicamente esta dualidad es decisivo 
para no buscar la emancipación por falsos caminos. Pero en el plano 
de los hechos, el poder de retiro y el de negación se tienen con 
independencia de que el discurso auto-referente tabule o se atenga a 
estricta razón. En este último supuesto, no es sólo que pueda ser lo 
racional proclamar necesarias acciones que quizá no sucedan nunca; 
es que, al apoyar la razón su ley práctica en el punto fijo que es su 
idea anterior de la libertad, ya está por sus principios movilizando a la 
voluntad humana «en su antagonismo con la naturaleza entera» 24. 
El querer la ley, sin embargo, no es un resorte que salte 
automáticamente, como en otros mamíferos un instinto somete a otro, 
sino que desde el plano de las representaciones y del discurso puede 
el agente inhibir no importa qué freno natural, por ejemplo la 
compasion, para llevar su deseo a consecuencias dc crueldad extrema 
que serían imposibles a un animal, porque el deseo de éste no puede 
recibir el refuerzo de la voluntad. Ya Aristóteles dejó escrito que «un 
hombre malo puede hacer mil veces más mal que un animal» 25. La 
voluntad puede acallar interiormente la sentencia del juez racional, 
aunque sea en parte y sólo para aplazarla, igual que influye para que 
uno se engañe a sí mismo (hasta cierto punto y no sin malicia) acerca 
de la bondad o maldad de sus intenciones. El poder de hecho de la 
racionalidad es el de la buena voluntad, desde luego, pero es además 
un potencial de indiferencia y de maldad. De indiferencia, no en el 
banal sentido de la libertad de indiferencia que ilustraban los 
escolásticos con el ejemplo del asno de Buridán, en el contexto del 
falso dilema: si dos bienes son iguales, la elección es irracional por 
arbitraria; y si uno de los dos es más valioso o mayor, la elección es 
necesaria luego no cabe el libre albedrío racional. No en este sentido 
de indiferencia ante dos bienes equivalentes, sino en el de retirarse o 
desvincularse de cualquier criterio de valoración. Y de mal, en 
consecuencia, en cuanto poder omnímodo de transgresión y de 
traición. A que valiera un bien concreto más que otro, o los dos lo 
mismo, ya había contribuido precisamente la libertad, el dilema 
escolástico la presuponía para negarla, pero que las valoraciones 
sean obra de libertad no las expone menos al potencial racional de 
rebelión. 
Para prevenir en este punto cualquier querella de palabras en 
cuanto a lo que de «razón» en un sentido parezca irracional en otro, 
repárese en que el sentido negativo de la libertad se refiere a todo 
objeto, mientras que el sentido positivo no se puede referir a ninguno, 
sino a la pura razón; luego uno y otro sentido están en Kant muy lejos 
de recubrirse lógicamente. No es por la ley moral por lo que desde mi 
racionalidad tengo a raya mis inclinaciones: una huelga de hambre se 
puede llevar hasta el fin lo mismo por una causa justa que por otra 
injusta, y atentar contra el instinto de supervivencia sólo es posible 
precisamente contra la ley. Lo que se corresponde con mi 
independencia respecto de los deseos no es el mandato moral, sino el 
poder causal fáctico de la racionalidad que puede revolverse también 
contra esa ley. Y a esta precisión hay que añadir otra que aún hemos 
de justificar por extenso: arruinamos la libertad si la reducimos a la 
causalidad de la razón, incluso en este sentido lato, porque 
contribuimos precisamente a la indiferencia ante las valoraciones del 
mundo y a que esa indiferencia se tome por racional. 

8. El sujeto que inicia ¿es el mismo que descubre e inventa? 
Puesto que la causalidad por libertad era definida por su 
contraposición con la natural, ¿se puede reprochar a la ciencia que la 
haya ignorado, contribuyendo así a disociar subjetividad y 
racionalidad? Se puede, a pesar de todo, porque al buscar la 
objetividad obedece el científico un mandato que no forma parte de los 
objetos naturales ni se encuentra a partir de la observación. No puede 
no presuponerlo para hacer ciencia, aunque sí puede no reparar en él 
de puro obvio y reducir lo real todo a lo natural. La meta del desarrollo 
científico la ponían los positivistas lógicos (Carnap, Schlick y 
Reichenbach) en una futura física teórica, de cuyo conjunto monístico 
de premisas serían derivables todos los fenómenos observables del 
universo, incluidas la vida orgánica y la mente. 
De quienes sostienen que todas las cosas ocurren según leyes 
necesarias decía Duns Scoto que deben recibir tormento hasta que 
concedan que cabe la contingencia de que no sean atormentados. 
Pero tampoco de grado es difícil reconocer la compatibilidad de 
libertad y causalidad científico-natural. Para desechar que haya 
antinomia entre ellas basta admitir la interferencia accidental de series 
causales independientes entre sí, lo que recibe el nombre de azar. Las 
causas o motivos por los que una familia ha decidido ir al cine, y 
espera ante la taquilla en un momento dado, nada tienen que ver con 
la serie de causas por las que el cartel anunciador de la película se 
desprende de la pared justo entonces y cae sobre sus cabezas. El 
encuentro de ambos procesos no es a su vez efecto de una tercera 
serie causal, no se podría encontrar apoyo empírico para sostener que 
el drama humano estaba determinado. Ni la causalidad científica 
excluye la casualidad y la libertad, ni éstas a aquélla. Cuando muchas 
tendencias determinantes confluyen en una misma experiencia, es esa 
persona más libre que lo es otra de menos recursos, enseñaba 
Gordon Allport. Si dispone de una sola vía de acción para afrontar el 
problema presente, se verá obligado a obrar de una única forma, pero 
si posee una educación amplia y una extensa experiencia, puede 
seleccionar entre varias soluciones posibles la más conveniente al 
caso 26, como un guardagujas de sí mismo que decide por cuál de 
entre muchas vías va a dirigir su acción. Y aun esta imagen es 
restrictiva, pues la amplitud de recursos puede propiciar el hallazgo de 
alguna solución nueva. 
El azar lo conoce la ciencia (A) en su objeto natural, pero también 
(B) en la extensión de su propio conocimiento. A) Del depósito de 
variabilidad fortuita contenido en el genoma de una especie da idea el 
dato estimado de que en la población humana actual se producen por 
cada generación no menos de cien mil millones de mutaciones. Que 
esa inmensa lotería haya permitido a las especies una estabilidad 
hasta de cientos de millones de años lo explicaba J. Monod por la gran 
cohesión de la red de interacciones reguladoras de los sistemas vivos, 
que no retiene mas que una infima fracción de las probabilidades que, 
en número astronómico, le ofrecía la naturaleza 27. Pues bien, 
salvadas las distancias de números, este lugar abierto al azar y a la 
novedad en la naturaleza objetivada por las ciencias de la vida no 
carece enteramente de afinidad con el que se abre en la propia 
naturaleza del conocer científico. B) Hoy no hace falta decir que la 
pretensión de explicar por la vía trascendental la existencia de una 
teoría científica que estableciera la unidad cierta a priori del 
encadenamiento de los fenómenos quedó arruinada porque la historia 
post-kantiana de la física enseñó al epistemólogo que son posibles 
distintas estructuraciones de la realidad, correspondientes a 
alternativas teóricas distintas, con un soporte empírico equiparable, y 
sobre la estabilidad siempre del lenguaje natural. De este espacio 
abierto ha escrito Quine: 

«
En medio de toda esta libertad para estructurarse de una u otra forma, 
nuestra ciencia se ha desarrollado de tal manera que siempre ha mantenido 
un manejablemente reducido espectro de alternativas visibles entre las cuales 
escoger cuando hubiera necesidad de revisar la teoría. Es este 
estrechamiento de perspectivas, o visión de túnel, lo que ha trabajado para la 
continuidad de la ciencia a través de refutaciones y correcciones. Y también 
es esto lo que ha alimentado la ilusión de que sólo hay una solución al 
enigma del universo» 28. 


De la nuda materia no cabe suponer ni que por sí misma esté 
estructurada ni que sea de suyo amorfa, pues la disyunción misma 
presupone el designio estructurador del sujeto. Desde luego no será 
viable cualquier construcción, puesto que, además de procurar la 
consistencia interna, han de suponer todas el anclaje en el cuerpo 
sensible, que se afana en sobrevivir y percibe a su escala los objetos 
físicos, que tiene sus límites de valoración alguedónica, sus 
preferencias afectivas y estéticas, y demás. También este armazón 
sentiente y estimativo impone topes a la relatividad de las 
estructuraciones conceptuales. En el pluralismo de éstas, pues, no 
cabe la arbitrariedad, pero un momento de contingencia y de gratuidad 
es inherente al concepto mismo por lo que en él hay de heterogéneo 
respecto del percepto y, por lo mismo, de inventivo. La vinculación de 
toda objetividad científica a este imponderable gratuito es última, 
irrebasable, y deja en evidencia la desmesura que había en suponer 
una «interdependencia de los fenómenos que se determinan 
necesariamente unos a otros según leyes universales», o una 
causalidad científica que «permite una experiencia perfectamente 
coherente», que eran las expresiones de la tercera antinomia kantiana. 
La antítesis, en ésta, se revela ilusoria desde que se renuncia al fijismo 
ahistórico de la Critica, que tomaba el factum de la mecánica 
newtoniana como la solución al problema de la naturaleza física. 
A Kant, sin embargo, la exterioridad de la materia le preservaba del 
sacrificio de la libertad a que se expondrá Hegel por creer que la razón 
no ha menester de un material externo. Si la razón es el material que 
ella misma elabora, sólo cabe un proceso de automoción del 
pensamiento que desenvuelve lo que siempre hubo en él hasta la 
recuperación reflexiva, en una circularidad de la razón que excluye la 
irrupción de una radical novedad. Kant decía, en cambio, refiriéndose 
a la metafísica, que no hay extensión del conocimiento allí donde la 
razón se hace discípula de si misma (KrV, B XIV). Cierto es que, en la 
ciencia, es la razón la que se adelanta a la experiencia al producir por 
sí misma una hipótesis, junto con el dispositivo operatorio por el que 
obliga a la naturaleza a confirmarla o desmentirla, pero esa suposición 
la establece la razón del científico en base a determinados indicios, y lo 
que importa es el olfato para esos indicios, escribe en la Antropología, 
un don para el descubrimiento que describe en términos parecidos a 
como en la Critica del juicio había descrito el don de la invención o 
creación artística: 

«Hay gente que está provista del talento de rastrear, como por medio de 
una varita mágica entre las manos, los tesoros del conocimiento, sin haberlo 
aprendido; son, por otra parte, incapaces de enseñárselo a los demás y no 
tienen otra posibilidad que la de ofrecerles la demostración concreta, porque 
se trata de un don de la naturaleza» (Ak., VII, 223-224). 


Es la razón la que, por exigirnos lo incondicionado, lo que nunca 
hallaremos en las cosas de experiencia, nos impulsa ineludiblemente a 
traspasar los límites de todo fenómeno (KrV, B XX), pero eso no 
significa que conduzca a ser para sí lo que era en sí, o a la idea de la 
idea, sino que no sabe hasta dónde podrá llegar, y en cambio sí sabe, 
con seguridad, que un abismo separará siempre su idea y la 
realizacion: 

«Cuál sea el grado máximo en que tenga que detenerse la humanidad y 
cuán grande, pues, el abismo (Kluft) que quede necesariamente entre la idea 
y su realización, son cosas que nadie puede ni debe determinar, 
precisamente porque se trata de la libertad, que es capaz de rebasar todo 
límite asignado» (KrV, A 317). 


Completa esta idea Kant cuando advierte en un escrito posterior que 

«la suposición de que, cuanto hasta ahora aún no se ha logrado, sólo por 
eso no se va a lograr nunca, no autoriza siquiera a desistir de propósitos 
pragmáticos o tecnicos (como, por ejemplo, el de viajar por el aire con globos 
aerostáticos), y menos todavía de un propósito moral, pues respecto de este 
último basta con que no se haya demostrado la imposibilidad de su 
realización para que constituya un deber» 29.


En todos los órdenes, pues, técnico, pragmático, teórico y moral 
viene la libertad llamada a rebasar fronteras. Sin embargo, de la idea 
trascendental de libertad habíamos leído, en la observación sobre la 
tesis de la 3ª. antinomia, que es únicamente un concepto de la 
espontaneidad absoluta del acto en la que se funda la imputabilidad de 
ese acto (A 448). Ferrater ha podido afirmar que, puesto que la 
libertad, para Kant, «no es, ni puede ser una «cuestión física«, es sólo, 
y únicamente, una cuestión moral» (Diccionario de filosofía, entrada 
«Libertad»). A renglón seguido del párrafo sobre el abismo de la 
libertad, confirma Kant que es en el dominio moral «donde la razón 
humana muestra una verdadera causalidad y donde las ideas son 
verdaderas causas eficientes (de las acciones y de sus objetos)» (A 
317). En efecto, es la incondicionalidad ideal de la razón la que nos 
impulsa a traspasar límites, pero no es la fuerza causal de las ideas la 
que tiene capacidad de hacerlo. 
El sujeto que inicia una acción buena es el sujeto que se vence a sí 
mismo, el que tiene en su razón la causa del acto. Pero ¿es 
coextensivo ese sujeto al que hace avanzar los órdenes técnico, 
artístico y científico? 
No está en el poder del artista encontrar sus ideas cuando quiere, ni 
sabe cómo se le han ocurrido, lo que no impide que la fruición del 
público que recibe la obra la atribuya Kant al sentimiento de la libertad 
en el juego de animación recíproca entre entendimiento e imaginación 
30; ni impide que atribuyamos la obra al artista, y que la viva éste como 
una culminación de su libertad. Sus motivos no los siente ajenos o 
desligados del centro en que es sí mismo, que es lo que ocurre en 
cambio con los sueños. Por más verdad con que éstos nos expresen, 
nos extrañan, al despertar, como efectos de procesos causales en 
tercera persona. De ellos cabe decir con propiedad que la naturaleza 
los hace en nosotros, pero decirlo del genio, como hacía Kant, induce 
al malentendido de cosificar el momento creador, que es lo que hay de 
más libre. Pero miremos más de cerca la diferencia, porque no todo en 
ella es tan claro como parece a primera vista. 
La historia de la ciencia está trufada de descubrimientos casuales 
en los que el investigador encontró algo sin relación con lo que 
buscaba, o halló esto por vías distintas de las previstas. La descripción 
de unos sesenta descubrimientos de este tipo en la ciencia moderna 
ocupa un extenso libro de Royston M. Roberts 31. El término inglés 
serendipity fue acuñado por Horace Walpole en 1754 para designar los 
descubrimientos que se hacen «por accidente y sagacidad». El 
diccionario de Oxford define hoy la serendipity como «(talent for) 
making fortunate and unexpected discoveries by chance». La paradoja 
salta a la vista: ¿no es incongruente hablar de un talento para la 
suerte? Kant menciona al menos un ejemplo de serendipity, aun sin 
emplear este nombre: del casual descubrimiento del fósforo por Hennig 
Brand en 1669 dice en la Antropología que no hubo mérito en ello 
porque no era lo que el alquimista buscaba (Ak., VII, 224). Los 
investigadores convienen, sin embargo, en dos cosas, en que los 
descubrimientos serendípicos dependen de la mente preparada, y en 
que el descubrimiento, sea por serendipia, o sea por concepción, 
suele venir a la misma gente una y otra vez 32. Hay casos en que el 
accidente prima claramente sobre la sagacidad o la suerte sobre el 
talento, y esa fortuna puede ser ciega, pero es probablemente la 
excepción. Popper dice en su autobiografía que el pensamiento 
creativo o inventivo se caracteriza por dos rasgos principales: 1) el 
intenso interés por la resolución del problema, que lleva al investigador 
a continuar sus intentos tras reiterados fracasos, con una insistencia 
que a los demás les habría parecido testarudez, y 2) lo que llama 
«imaginación crítica» para designar la disposición de abrirse paso aun 
a costa de transgredir las presuposiciones que para un investigador 
menos creativo delimitan el campo en que selecciona las conjeturas 
33. Al interés por el problema, en su alianza con la flexibilidad 
imaginativa, habría que añadir otros talentos como la sagacidad, la 
penetración y claridad de visión, resistentes al análisis y a la 
explicación, sin duda, pero no por eso menos reales. 
De los talentos en general dice Kant que son la perfección 
cualitativa por la que se basta un hombre respecto de toda clase de 
fines; ahora bien, puesto que el fin, en cuanto objeto, nos ha de venir 
dado, y por tanto la materia de la voluntad, el fin es siempre empírico y 
puede servir de principio epicúreo en la doctrina de la felicidad, nunca 
de principio de la razón pura para la doctrina moral, y lo mismo los 
talentos y su cultivo no pueden ser causas motoras de la voluntad más 
que por su contribución a las ventajas de la vida 34. Los talentos, 
pues, movilizan a la voluntad por su contribución a la felicidad, que 
pertenece al orden de la heteronomía. Los actos por los que procuro 
mi felicidad carecen de valor moral. Aunque la busque en hacer el bien 
a los demás sin motivo alguno de provecho o de vanidad, no habrá ahí 
más que una inclinación comparable a otras, por ejemplo a la ambición 
de honores. Pero el caso es que también el investigador suele serlo 
por inclinación, como Kant decía que lo era él mismo (Ak., XX, 44). 
Queda completo el cuadro si añadimos que Kant no reconoce, ni aun 
como concesión al uso lingüístico, más que una inclinación no sensible 
(propensio intellectualis): aquella que deriva (como efecto) de la 
voluntad por cuanto el fundamento de su determinación está en los 
principios puros de la razón, y no en el objeto 35, cuyo mejor ejemplo 
es el amor al prójimo, incluso al enemigo, que mandan los evangelios, 
porque ese amor se funda en el deber y no en un pathos común, no en 
lo que es propiamente inclinación, pues ésta no puede ser mandada 
36. 
La atribución tan rígida de la heteronomía a toda determinación que 
no venga de la pura razón aboca esta posición a dos defectos de 
inconsistencia que siguen oscureciendo los debates actuales: 1) los 
talentos se adscriben al principio epicúreo o al orden sensible, pero se 
sostiene por otra parte que sin talentos desarrollados no hay valor 
racional del hombre ni, por tanto, del mundo; y 2) la libertad se define 
como causalidad de la razón, pero la razón no causa propiamente la 
actividad libre que hace retroceder los límites, al menos, claramente, 
no en los órdenes artístico y científico-tecnológico. 
- De los talentos naturales dice la Fundamentación que nos son 
útiles para toda clase de fines posibles, pero añade que la máxima de 
quien prefiere dejarse ir al placer en lugar de esforzarse por mejorar 
sus disposiciones naturales no se compadece con el deber, porque 
sería contraria a la promoción de la humanidad como fin en sí 37. No 
es menos sorprendente la asociación del orden sensible («patológico») 
y el moral en el 4º. principio de la Idea. Aquí no se habla de utilidad ni 
se aconseja solamente el cultivo de los talentos por su contribución a 
las ventajas de la vida, como correspondería a los imperativos 
hipotéticos de la felicidad, sino que se le declara un deber de 
contribución positiva a los fines de la razón. Sin el desarrollo de las 
disposiciones excelentes que promueven el fin de la naturaleza 
racional -escribe Kant-, el entero mundo creado estaría vacío de valor 
38. Ahora bien, el deber de esforzarse en desarrollar un talento tiene 
que presuponer ese talento «patológico» y su correspondiente 
inclinación (Neigung); no podrían la inclinación y el talento derivar del 
deber como la propensio intellectualis; la afición por el trabajo en tal 
arte o en tal vía de investigación no se siente por encargo, igual que 
no sintonizamos con otra persona porque nos hayan recomendado su 
amistad, sentimiento éste que es tan ajeno al orden de la obligacion 
como al de la conveniencia; y tampoco la perspicacia o la inventiva se 
adquieren porque una voluntad fuerte se lo proponga. La voluntad que 
se autodetermina racionalmente no moviliza ni orienta por sí misma 
hacia esta o aquella excelencia racional, pero arriesga ahogar la guia 
pasiva que enlaza la intensidad de la atracción personal y el valor real 
de los contenidos cuando rebaja talentos e inclinaciones al plano de 
las satisfacciones sensibles. 
- El sujeto que descubre o que inventa no es exactamente el sujeto 
que inicia. El acto moral lo es por mi sola volición, la causalidad de la 
razón es aquí completa en sí misma, las ideas son ya causas, 
decíamos. Es también la razón la que produjo los principios por los que 
Galileo, Torricelli y Stahl se anticiparon a la experiencia (B XII-XIII), pero 
en esa razón que acierta con la conjetura, la voluntad no dispone de 
los resortes para encontrarla. Galileo había estado intrigado, antes 
que Torricelli, por el problema de la bomba aspirante y sabía que el 
aire es pesado, pero eso no bastaba para razonar que la causa del 
horror al vacío era el océano de aire. Hay una latencia en el razonar 
característico del que descubre, procesos tácitos, no la absoluta 
espontaneidad que funda la imputabilidad de la acción moral. La 
asociación resolutiva se presenta en los momentos más inesperados, 
como en los famosos ejemplos de Kekulé y de Poincaré, en estrecha 
afinidad con los momentos de la invención artística. Beethoven 
contaba en carta a Tobías von Haslinger que «le había venido a la 
cabeza» un canon mientras dormitaba viajando en un carruaje. Son 
frecuentes los testimonios semejantes de artistas y científicos, y hay 
excelentes libros que los recogen. D. W. MacKinnon acuñó para 
designar esas experiencias la expresión «bath-bed-bus syndrome», 
pues es típico que ocurran cuando el descubridor o el creador está en 
el cuarto de baño, en la cama (a punto de conciliar el sueño, o al 
despertar), o de viaje en algún vehículo 39. Aplicando al caso 
sugerencias de J. A. Easterbrook, de A. R. Luria y C. Martindale 
argumenta Ochse que el enfoque de la atencion estrecha su campo al 
comprometerse el sujeto activamente en la resolución de un problema, 
y en la misma proporción reduce el surtido de datos que observa y 
usa. También en la atención se produce, pues, un «efecto túnel». En 
cambio, cuando uno está en un bajo nivel de excitación cortical, la 
atención se vuelve más laxa y difusa, y accede a la conciencia una 
amplia variedad de signos «irrelevantes», tanto de procesos 
asociativos internos cuanto del ambiente. Al activarse múltiples 
corrientes, puede ocurrir la coordinación de pensamientos procedentes 
de dos de esas corrientes. El hecho, en todo caso, es que los 
testimonios personales de muchos creadores indican que no estaban 
en absoluto ocupándose del problema en el momento del Insight. 
Ahora bien, lo que más importa a nuestro propósito (y también para 
prevenir las prédicas de pedagogos y políticos huecos sobre la 
necesidad de enseñar a los niños a «pensar creativamente») es que 
las luces sobre los problemas no vendrían en esos estados de 
inatención sin la energía que ha desencadenado en el sujeto la 
persistencia en el esfuerzo y la intensidad de su atracción por la 
importancia intrinseca de la tarea, a la que pueden venir mezcladas 
motivaciones extrínsecas, como la aspiración al reconocimiento 
profesional de sus pares, o a la fama, o a los más altos premios y 
distinciones 40. La invención, por eso, no es menos personalmente 
imputable que la acción que decidimos en función de la ley, pero lo es 
de otro modo. 
Ha sido muy citada una famosa carta atribuida a Mozart, en la que el 
compositor contaría que sus ideas llegan en ocasiones a fluir tan 
copiosamente, durante los viajes o en noches de insomnio, que oye la 
obra en todas sus partes y no sucesivamente, sino de una vez casi 
completa y acabada en su mente; si la carta es apócrifa, como se 
tiende a creer hoy 41, el falsario bien podría haber sido un aventajado 
lector de la Critica del juicio; pero en cualquier caso, lo que nos importa 
es que, aunque el salzburgués hubiera dicho efectivamente de sus 
ideas musicales: «¿De dónde vienen y cómo vienen? No lo sé y no 
tengo nada que ver con eso» 42, esa extrañeza vendría provocada por 
la pasividad de un proceso que a la par habría tenido que vivirse como 
central a su identidad personal, y con un pleno sentimiento de 
libertad.
De la complejidad que puede alcanzar el Insight no faltan 
testimonios fiables. La idea que asaltó a Poincaré al subir al autocar, 
durante una excursión geológica, de que las transformaciones que él 
había utilizado para definir las funciones fuchsianas eran idénticas a 
las de la geometría no euclidiana, era una idea compleja y profunda, 
que requería una larga comprobación, pero que captó en un instante, 
sin interrumpir la conversación con un colega, y con la absoluta certeza 
de que era correcta. La sensación de júbilo que acompaña a estas 
intuiciones la atribuyen los científicos en gran parte a la belleza de la 
idea, quizá no menos que los artistas 43. Goethe escribió que mientras 
estaba entre el sueño y el despertar, tambien en un carruaje, tuvo «la 
gran suerte de inventar» un plan límpido para su Iphigenie auf 
Delphos, y comenta: «Yo estaba feliz como un niño» 44. Reconocer la 
suerte no le impide atribuirse la invención. 
Mi voluntad es la causa de que yo me levante de la silla, pero la 
felicidad del instante creador se debe, a la vez que a la belleza de la 
idea, a que no pudo tener inicio volitivo. La asociación que convierte 
en momentos de un orden una multitud de elementos dispares, o que 
suprime los diques y muestra en su majestuosa unidad dos campos 
temáticos separados, precisamente irrumpe como desenlace gratuito 
del esfuerzo, al haber burlado por un momento el señorío de la 
voluntad, lo que está en el polo opuesto del planteamiento tradicional. 
Pero no es propiamente a la gratuidad a lo que se debe la exaltación 
jubilosa, sino a que la voluntad ha alcanzado su fin de tal modo que la 
victoria viene de la alianza con la «otra parte», que aquí es menos «la 
parte contraria» que la complementaria, y no se sabría decidir quién ha 
servido a quién, si la inclinación y el talento a la voluntad, o ésta a 
aquellos; es un triunfo sin vencido, porque el vencedor es el hombre 
entero. Esto incluye lo que en él se sustrae al control de la voluntad, 
luego sería perfectamente inútil extraer de ahí la propuesta de un 
modelo del hombre completo o integrado, pero sería, además, 
equivocado, porque si hay potencial innovador es por la tensión de lo 
no integrable, porque no hay auto-identidad. Incluso a sí misma ha de 
moderarse la voluntad, y no sólo a las inclinaciones disgregadoras, 
para aceptarse expuesta a lo que la rebasa y querer la inseguridad de 
una apuesta que se puede perder siempre, lo que vale seguramente 
para todo compromiso y actividad valiosos. Se da en todos ellos la 
pasiva espontaneidad que es propia de cualquier inventiva y que no 
funciona por aplicación de reglas o de teorías. El caso particular de la 
creación y el descubrimiento lo deja ver con especial acuidad. Algún 
problema objetivo ha de trabajarle a uno interiormente y sentirse como 
propio, pero la penetración en la médula del problema que duele no la 
da el dolor, aunque sí puede impulsar la visión penetrante y la 
capacidad de idear en el que las tenga. En este orden, que es el de lo 
que hay de más contingente en la racionalidad: el juicio, la conexión 
pregnante, la atribución a este sujeto del predicado que le convenía 
exactamente y de ningún otro, es donde tienen lugar las innovaciones 
del escritor y del científico; no pueden ser un efecto de la «causalidad 
por libertad», pero cuentan más decisivamente que ésta para que la 
libertad sea capaz de franquear todo límite asignado. 

9. Ser libre en el ámbito no reducido de la moralidad 
KANT/LIBERTAD: La rigidez cuasi maniquea de las disyuntivas 
kantianas, que excluían el tercero entre la determinación por ideas o la 
determinación por impulsos sensibles, la han señalado con frecuencia 
los críticos, desde Schiller. Son conscientes de ello los filósofos 
morales que hoy reasumen un kantismo transformado por el giro 
lingüístico. J. Habermas, por ejemplo, manifiesta su desacuerdo con 
que la voluntad autónoma sea eo ipso una voluntad represiva y 
sofoque las tendencias en provecho de los deberes: 

«Autónoma es la voluntad que se deja vincular por intelecciones morales, 
aunque ella pueda decidir de otro modo. Kant ha asimilado este momento, 
erróneamente, al acto de deshacerse de todos los motivos empíricos. Este 
resto de platonismo desaparece desde que abandonamos la representación 
idealista de la catharsis de una voluntad que se purifica de sus intrincaciones 
terrestres» 45. 


Esta toma de conciencia no evita, sin embargo, que la 
exteriorización del a priori universal y los contenidos particulares siga 
estando en el centro de las dificultades de este kantismo actualizado 
que es el de la ética discursiva. Es K. O. Apel, su otro máximo 
representante, quien reprocha a Habermas que establezca entre las 
dos perspectivas de la ética, la deontológico y la evaluativa, una 
distinción tan radical que se convierte en una disyunción completa 46. 

La ética discursiva se quiere procedimental, y distingue por eso la 
estructura y los contenidos del juicio moral. Con su abstracción 
deontológica, escribe Habermas, esta ética «extrae de la masa de las 
cuestiones prácticas precisamente las que son accesibles a una 
discusión racional, y son éstas las que somete a una prueba de 
fundamentación. Así, los enunciados normativos a propósito de 
acciones o de normas presuntamente «justas» son distinguidas de 
enunciados evaluativos sobre los aspectos de lo que preferimos 
simplemente como vida «buena» en el marco de nuestras tradiciones 
respectivas» 47. La abstracción y la generalidad de las normas se 
vuelve tanto más necesaria cuanto más se diferencian en las 
sociedades modernas los intereses particulares y las orientaciones 
axiológicas, precisamente como regulación y garantía del pluralismo, y 
de ahí la primacía de la perspectiva deontológica, o de la justicia sobre 
el bien. Sucede, ante todo, que las cuestiones de la justicia se dejan, 
en general, aislar de los contextos particulares de la vida buena, 
mientras que las éticas que parten de la vida concreta, la del Estado o 
de la nación, por la particularidad de sus formas de vida, encuentran 
dificultades insalvables para elevarse a un principio universal de 
justicia 48. Apel discrepa de que esta disyunción sea completa, no sólo 
porque la elección de la vida buena, para el individuo o para una 
comunidad particular, está subordinada a la voluntad autónoma de 
justicia, sino además porque la responsabilidad para con la comunidad 
concreta obliga a desbordar la abstracción de la ética discursiva y 
vincula su deber al telos de establecer a largo plazo las condiciones 
que la hagan aplicable y exigible a todos. 
Lo incompleto de la disyunción resulta así ser la rendición de la vida 
buena, por particular, al ideal a la luz de cuya construcción añade Apel 
que será posible, y necesario, valorar en cada momento la situación 
49. Quizá hemos olvidado que hace medio siglo el existencialismo 
marxista proponía evaluar las situaciones concretas por su 
contribución a otro largo plazo, en cuyo nombre a las normas morales 
por sí mismas se las declaraba sin efecto. Tras la propuesta de Apel 
acierta a ver Habermas que se esconde el filósofo rey, que quiere 
reordenar el mundo 50. Y en efecto, valdría más el dualismo de 
Habermas, si hubiera que elegir. Pero no es el caso. 
Cuando los éticos discursivos contraponen su planteamiento 
deontológico a los teleológicos, axiológicos, y eudemonistas; o su ética 
de mínimos a la ética de máximos; o la autonomía a la auto-realización, 
y la justicia al bien, atribuyen nada más a los primeros términos de 
estas disyunciones (los que definen su propia posición) la 
universalidad normativa, y asignan los otros a meras éticas 
«consiliatorias», porque han rebajado aproximadamente como Kant la 
noción de felicidad a bienestar utilitarista o, con otras palabras, porque 
parten de suponer que «vida buena», sin hacerla depender del ideal, 
significa lo que de hecho parezca a cada individuo dentro de una 
tradición cultural. Mientras la parte racional sea para los discursivos y 
para los demás la facticidad, llevan aquellos todas las de ganar. De 
poco le sirve, en efecto, a Charles Taylor su universaIismo 
comunitarlsta, pese a que no se encierra, como los pragmatistas 
norteamericanistas, en el modelo cultural de su comunidad, sino que 
atiende a la historia del progreso de occidente en su totalidad para 
buscar a partir de ella algo así como lo que Hegel llamaba el «universal 
concreto». Pues concreto significa todo lo más la atalaya fáctica del 
presente. El punto de vista absoluto, que abarque también al futuro, no 
puede ocuparlo más que el universal abstracto, que funda la dignidad 
del hombre en su autonomía. Ahora bien, está claro que a esta 
necesidad del mandato de tratar a toda persona como un fin no se 
accede a partir de la historia. La posición del kantiano es aquí 
inexpugnable. Al universal de Taylor opone Apel con razón, en el 
trabajo citado, el punto de vista del «otro», el de las culturas del 
subdesarrollo no integrables hoy con la síntesis cumplida por 
occidente. Aunque nunca llegase a concreción, el universalismo 
discursivo sería moralmente necesario. A este respecto, Kant habría 
saludado como un gran paso adelante la Declaración Universal de los 
Derechos Humanos, por más que suene a sarcasmo cuando las 
Naciones Unidas informan de que más de tres mil grupos étnicos toman 
parte hoy en conflictos, casi siempre nacionalistas o religiosos, o de 
que el número de refugiados ha pasado de dos millones y medio a 
veinte millones desde 1970 a 1993, o de que mil millones de personas 
viven en la miseria, el analfabetismo y la carencia de atención médica. 
El comunitarista no sabe si ese estado de cosas es inevitable, pero sí 
tiene que saber que no debería, que no debe ser. En esto, hay que 
reiterar, la ética discursiva no tiene réplica racional. 
De ahí no se infiere, sin embargo, que haya un telos moral de 
acercar asintóticamente las comunidades empíricas a la comunidad 
ideal o al reino de los fines. Ante todo porque, dondequiera que la 
libertad nos lleve, la separará de la exigencia racional el abismo que 
separa la existencia de la idea, que es absoluto y no cuestión de más o 
menos. El planteamiento teleológico de Habermas es más cauto, pero 
ante el de Apel conviene reactivar la advertencia que Kant dirigía a los 
leibnizianos de que, por contraste con la realidad existente, en una 
realidad representada sólo por el entendimiento puro no puede 
concebirse oposición alguna. Es significativo que a los antagonismos 
entre los hombres los llame Apel, como Hegel, «contradicciones», 
como si las colisiones reales fuesen reducibles a oposiciones en el 
discurso. No se puede creer que todas las realidades sean 
armonizables porque no haya contradicción entre sus conceptos, 
advertía Kant (KrV, A 282-283). Si esta distinción falta, se sigue para la 
moral la consecuencia de que todos los males se dejan reducir a 
consecuencias de las limitaciones de las criaturas, es decir, a negación 
o carencia de ser, pues la negación es lo unico que en las 
representaciones se opone a la realidad (A 273). Debería reconocerse 
entonces que, aunque no fuese más que por el idealismo de la 
expresión, presentar el acercamiento a la comunidad ideal como el 
telos histórico que nos obliga es una invitación al extravío. 
Claro está que es sólo un ideal, se cuidaba Kant de decir del reino 
de los fines, pero no por eso extrajo todas las consecuencias de 
reconocer que en el orden ideal eo ipso no hay colisiones. Hoy es en el 
atolladero de los dilemas morales donde la reflexión ética tiene que 
tomar tierra y donde es más necesitada, sea en la práctica médica, en 
la investigación biológica, en la ecoética, en la ética de la economía, o 
en los tests por los que Kohlberg y sus colaboradores intentan medir la 
maduración del juicio moral. Pues bien, ésa es seguramente la mayor 
laguna del sistema de Kant. Es que si hubiera un conflicto de deberes, 
se volvería obligado infringir uno u otro, con lo que el deber admitiría 
excepciones y no podría ser incondicional. Así lo veía Kant: 

«Un conflicto de deberes (...) consistiría en una relación entre ellos en 
virtud de la cual cada uno anularía al otro (total o parcialmente). Pero dado 
que deber y obligación en general son conceptos que expresan la necesidad 
objetiva práctica de determinadas acciones, y puesto que dos reglas 
opuestas entre sí no pueden ser a la vez necesarias, sino que cuando sea 
deber obrar atendiendo a una, obrar siguiendo a la otra no sólo no es deber 
alguno, sino incluso contrario al deber, es totalmente impensable una colisión 
de deberes y obligaciones» 51. 


Todo lo que concede es que en la regla que un sujeto se prescribe 
pueden encontrarse dos razones de la obligación tales que una de 
ellas sea insuficiente para obligar, en cuyo caso no es un deber; de 
modo que, al oponerse dos razones semejantes, no hay que decir que 
la obligación más fuerte se impone, sino que vence la razón más fuerte 
para obligar (Ibíd.). Esta explicación recuerda el subterfugio por el que 
Kant respondía en otro escrito del mismo 1797 al dilema de B. 
Constant, que era, por cierto, una colisión de deberes en la que el 
supuestamente imperfecto (ayudar al perseguido) era 
incomparablemente más fuerte que el «perfecto» (no engañar al 
criminal): esta sentencia (la opuesta a la solución de Kant) la emite el 
Juicio, sin reglas, con validez universal para ese supuesto concreto. 
Tampoco habría dado Kant la respuesta que Kohlberg considera 
propia del estadio 6 para el dilema de Heinz, sino que habría negado 
que le estuviera permitido robar la medicina para salvar la vida de su 
esposa. Y hay, desgraciadamente, dilemas reales de mucha más difícil 
resolución. Negarlos es negar una evidencia desgarradora. Una cosa 
es que la razón pura sea realmente ya práctica, y otra cosa es que a 
los mandatos de razón pura no haya que aplicar exactamente lo que 
dice Kant de las representaciones del entendimiento puro (que también 
son realitas noumenon), a saber, que no permiten concebir una 
relación entre realidades tal que, unidas en un suJeto, «se anulen 
recíprocamente sus consecuencias, y sea 3-3=0» (KrV, A 264-265). 
Nunca se insistirá bastante en que, en términos de pura razón, que son 
los del imperativo categórico, es irremediable la reducción del mal a 
negación como no-ser o cero de ser, que es lo único que puede 
oponerse a la afirmación en el plano ideal. Pero la ley moral no manda 
desear el bien en la idea, manda hacerlo en la realidad, en la que 
alguno de sus elementos puede eliminar las consecuencias del otro, e 
incluso al otro, razón por la cual hay que admitir, para el cumplimiento 
que la ley manda, lo que en el orden ideal de la ley es por principio 
impensable: que el mal es una magnitud real, mayor o menor, y no una 
ausencia o carencia de ser. Desde que se trata de acciones, hay 
objetos, y la colisión es posible. 
¿Hay que optar entonces, o bien por rebajar a lo hipotético el 
mandato moral, o bien por ignorar los dilemas? Sorprende que, desde 
una posición de clara raíz kantiana, salude A. Cortina como de gran 
utilidad «la distinción de D. Ross entre los deberes prima facie y los 
deberes actuales, es decir, entre deberes que no entran en conflicto y, 
por tanto, han de respetarse, y aquellos que entran en conflicto en 
situaciones concretas» 52. Pues esto es confirmar los temores de Kant 
y acabar con la incondicionalidad del deber. Ross no lo ocultaba: «I 
suggest «prima facie duty« or «conditional duty«...» 53. Y al menos él 
no invocaba una fundamentación última. Que hay necesidad racional 
práctica significa que hay deberes incondicionados, y tienen que serlo 
prima facie y secunda facie. Ninguno de ellos queda derogado o 
suspendido cuando se hace incompatible con otro. Se responderá que 
de hecho deja de ser un deber, pues infringirlo puede hacerse incluso 
oBligado. Eso es cierto, pero no lo es menos que en esa transgresión 
sigue habiendo un mal por el que la acción nos duele moralmente, 
aunque no sintamos culpabilidad si la situación admitía sólo 
alternativas peores. Tener que vulnerar un deber no es la magia de 
convertir lo malo en bueno. La confusión se produce porque no se está 
en la distinción real entre idea y existencia. A la necesidad de razón 
pura práctica no le alcanza el dilema y, de hecho, la transgresión 
inevitable no tendría por qué pesarnos si el deber no siguiera vigente. 
En este sentido, pues, el supuesto de cumplimiento imposible no es 
una excepción al deber, y es lo que la expresión prima facie oscurece. 

Rectificada la imprecisión, donde sí hay una pequeña aportación de 
Ross es en su propuesta de criterios de segundo orden para los 
dilemas de obligaciones: 1) que el deber es realizar la acción que 
arroje el mayor saldo de corrección en el caso singular, o que respete 
la obligación más imperiosa; y 2) que la obligación de no hacer daño a 
otro es normalmente más imperiosa que la obligación de hacer el bien. 
Ya la restricción del adverLio que subrayamos indica que ningun 
metaprincipio suple el recurso al juicio personal, que tiene en estos 
casos la última palabra. De hecho, tanto en el dilema de Constant 
como en el aludido de Kohlberg, la obligación que prevalece es la de 
ayudar o la de hacer el bien. Esta ultimidad del agente y de su 
capacidad de juicio, y no es éste un asunto menor, se echa a faltar en 
Kant y en sus continuadores. 
En efecto, de la voluntad que no se aplica a nada más que a la ley 
podía decir Kant que no es ni libre ni no libre 54. El hombre autónomo, 
el que se da a sí mismo la ley, lo hace sin coacción alguna, pero de un 
modo absolutamente necesario, por la misma vinculación a la 
objetividad por la que no puede no asentir voluntariamente a 7+5 = 12. 
La parte del sujeto está en la racionalidad que le sujeta a esa validez, 
es decir, en que no se le impone desde una autoridad externa, sino 
que la entiende por sí mismo. Ve que vale para él porque vale en sí. 
No la hace con su voluntad, no la crea él, sino que la encuentra en sí 
mismo y tiene que decir amén: sólo en este sentido decimos que «se 
da la ley a sí mismo». 

«El reconocimiento de la validez de la ley moral sólo se puede hacer en 
primera persona, pero el hacerlo consiste en tomar conciencia de que esa 
primera persona del singular es por completo insignificante» 55 

Para nada afecta a la validez de la ley moral, efectivamente, la 
visión del agente, de la cual se puede y se debe prescindir en la 
consideración de la validez de la ley, puesto que ésta se impone por su 
necesidad objetiva. Aplicar la ley es subsumir bajo su generalidad el 
caso singular como su inferior lógico: a esto viene a reducirse lo 
personal del acto. Cuanto no sea la objetividad racional por la que 
decidir y juzgar la bondad de las acciones, en consecuencia, habrá de 
anotarse en la cuenta de las motivaciones irracionales. Kant supone 
que la acción realizada por deber conduce al bien por modo necesario, 
e indirectamente llega a decirlo, puesto que a los teóricos morales que 
mezclan los conceptos racionales con las inclinaciones les imputa que 
dejan el ánimo oscilante entre motivos irreductibles a un principio, y 
que no pueden de ese modo conducir al bien más que por modo 
contingente, y a menudo también pueden conducir al mal 56. 
Ahora bien, no solo las motivaciones irracionales, también la acción 
realizada por deber puede conducir al mal si me es objetivamente 
imposible atenerme a una obligación sin atentar contra otra, en cuya 
elección es el sujeto el que sabe sin normas cuál prevalece en la 
situación. No siempre este saber es posible, puesto que hay dilemas 
sin salida, trágicos, y hay casos donde la conducta menos mala lo es 
aún tanto que hace razonable la duda de si no sería más correcta la 
acción opuesta. Pues bien, lo que importa aquí es que no hay instancia 
superior a la de este sujeto. Le falta el asidero de una ley objetiva, 
pero eso no le aboca al subjetivismo arbitrario. Cuando duda, advierte 
la insuficiencia real objetiva de la justificación; y cuando sabe, 
reconoce la validez universal y aun la necesidad que subyace a su 
decisión. Los pesos y medidas que uno tiene que consultar o como 
auscultar en sí mismo, y extraer de su orden tácito, no son del todo 
objetivables nunca (pese a que su validez no es menos objetiva que la 
del imperativo categórico), porque no consisten en representaciones, 
su orden de operatividad o ejecutividad es el de una razón tentativa, 
porque viviente. Esta autonomia concreta, que es la de la persona 
libre, arriesga ser objetivizada y momificada cuando no se la refiere 
nada más que a la ley y sólo de la conformidad con ésta se hace 
depender la bondad de las acciones. Desde que la virtud es definida 
como poder y resolución de oponer resistencia al adversario de la 
moralidad en nosotros 57, y así se vuelve indiferente a los contenidos 
intrínsecamente buenos que la virtud efectiva está llamada a servir, 
deja traslucir lo que en su propia idea hay de complacencia del 
albedrío con su propia superioridad 58. 
Los contenidos de la vida buena, decíamos, Apel aspira a dirigirlos, 
indirectamente al menos, desde su kantismo transformado, por la 
absoluta prioridad teórica que atribuye a éste sobre los planteamientos 
teleológicos y eudemonistas: 

«Según las normas del procedimiento de la fundamentación última 
pragmático-trascendental, la ética deontológica del discurso cede al discurso 
práctico de los interesados la fundamentación de las normas materiales y 
circunstanciales. Este método fluidificado, por así decirlo, de fundamentación 
de las normas puede solucionar la tensión ulterior entre deontología y 
teleología de la vida buena» 59. 


¿Qué habría de malo en que la fundamentación de las normas 
concretas en el diálogo se extendiera hasta la conformación de la vida 
buena por el deber de establecer las condiciones de aplicación del 
principio discursivo? Que prolonga la hybris intelectualista de las 
doctrinas del libre albedrío. Dado que el blanco principal de sus críticas 
en este lugar es el citado libro de Taylor, podemos tomar de éste la 
mejor réplica: «High standards need strong sources» 60.
«Está condenada a la impotencia toda ética que, a las condiciones 
por las que ella se define, no haga corresponder poderes reales del 
alma humana», enseña la obra entera de Jean Nabert 61. De una 
conciencia que se vuelve fundamentalmente atenta a un cierto ideal 
decía este autor que descuida el remontar hasta la espontaneidad de 
la que proceden sus actos, para no considerar más que la significación 
de éstos por relación al ideal 62. Ahora bien, la libertad dejaría de 
animar la acción si el papel del sujeto no consistiera más que en 
alzarse hasta un ideal previamente definido (Ibid.). No se respeta mejor 
la incondicionalidad del deber cuando se la preserva de contagios 
materiales en su abstracción. El cumplimiento ético no se conoce ni se 
alcanza por el deber, aunque sí, necesariamente, a través del deber 
63. En una lógica de la moralidad que no contemple más que la 
subsunción de la decisión singular bajo una ley universal, el yo no 
juzga sus acciones más que desde el punto de vista de su acuerdo o 
de su desacuerdo con la ley, y cualquier otra aspiración diferente se 
hace sospechosa de particularidad e irracionalidad 64. Sin embargo, la 
ley que impone el deber expresa y ayuda a revelar al yo un deseo de 
ser cuya profundización se confunde con la ética misma: 

«Para cada individuo, su historia es la historia de ese deseo, de la 
ignorancia radical de sí mismo en la que está inicialmente, de los errores a 
los que se deja arrastrar, de las seducciones en las que se deja caer y, a 
través de los fracasos que sufre, de la luz que se hace al fin sobre su 
orientación verdadera» (137). 

No sería el deber lo bastante fuerte para tener en jaque las 
inclinaciones naturales del individuo si esas inclinaciones no fueran 
asimismo el vehículo de otra aspiración que al mismo tiempo es 
promesa de un orden en el que la existencia estaría reconciliada 
consigo misma (154). Nada lo ilustra mejor, añade Nabert, que los 
conflictos de deberes. El yo, encerrado en la armonía aparente con su 
deber, consentía en ignorar el enlace de ese deber con un mundo 
condenado a la división, a la lucha, y rehusaba escuchar la llamada de 
una aspiración que habría perturbado su quietud. Pero en la rivalidad 
de los deberes, ya se trate de una oposición intrínseca entre ellos o de 
una incomposibilidad contingente en una situación dada, el sujeto ya 
no va del deber al acto, el esfuerzo de restaurar su unidad personal le 
obliga a mirar directamente a los contenidos de acción para 
determinar, desde su ambivalencia y por su mediación, lo que debe 
hacer. Los planteamientos deontológicos son con frecuencia la cara 
visible de un culto a reglas, a una disciplina que, a la vez que a las 
tendencias, hacen violencia a la aspiración de las que esas tendencias 
podrían ser el instrumento. Porque la obediencia y la fidelidad a la ley 
son a veces complacencia en sí mismo y fariseísmo, podemos juzgar 
que la apercepción de un conflicto de deberes, y la dura prueba a la 
que somete a una conciencia, son una crisis capaz de promover la 
moralidad por lo que hay de único e irreductible en su acción, por una 
originalidad que no contradice la ley, sino que, al contrario, le rinde 
homenaje (155s y 159). En este planteamiento, la oposición de un yo 
empírico y de una razón pura que le constriñe cede su lugar a «una 
relación entre el yo concreto y la razón, en la que ésta, trabajada por 
una aspiración que la rebasa, sirve por su lucidez y su desinterés los 
verdaderos intereses de la libertad» (159). 
Una ética deontológica que corta las raíces de la inclinación se 
ciega además para reconocer el valor de las finalidades por las que 
hay en el yo entrega y renuncia, e incita a creer que lo relevante en la 
acción es su conformidad con el principio moral, y que lo que no deriva 
de él en la estimación de las tareas y de las cosas no puede ser más 
que arbitrario (111 y 192). Para que la virtud esté plenamente de 
acuerdo con la promoción total de la existencia tiene que hacerse 
solidaria de la bondad real de las acciones o de las obras, y 
constituirse en esa relación y por esa relación (193). Se establece así 
una nueva referencia de la moralidad a la naturaleza, que no comporta 
ni hostilidad ni indiferencia respecto a las inclinaciones, y menos aún 
sumisión a su poder, sino reconocimiento de su fuerza y de su 
concurso para la aspiración originaria (217). En ésta, ni siquiera 
procede separar autonomía y auto-realización como si perteneciesen 
al orden de lo necesario y al de lo contingente, respectivamente, 
porque una y otra constituyen la aspiración moral, a través del deber, 
sin duda, pero en su enlace con la existencia. Y como el orden de ésta 
es constitutivamente el orden de los antagonismos, de las valoraciones 
enfrentadas, de los deberes incompatibles, «no hay progreso en el 
sentido de una adecuación' creciente, como si pudiera ser disminuida 
la distancia entre la realidad que construimos por nuestras acciones, o 
entre nuestras acciones mismas y el principio del que ellas se inspiran» 
(205). Lo decisivo es comprender que, aunque los dos órdenes 
persistirán siempre en su distinción, y es un contrasentido pretender 
acortar o reducir el abismo que los separa, esta imposibilidad 
ontológica deja intacta la validez necesaria del principio en su 
idealidad. Que esta verdad está lejos de suscitar el asentimiento 
espontáneo no podía ignorarlo Nabert: 

«Lo más difícil es mantener en el centro de la conciencia esta idea de que 
el peligro, el riesgo, las dificultades, no disminuyen de magnitud, que todo lo 
más cambian de cara, y, al mismo tiempo, la certidumbre de que su aumento 
no prohibe la reconciliación del querer consigo mismo» 65. 

Tan difícil, sin embargo, como esa confrontación doblemente 
irreductible de la idealidad y del mundo, es entender por qué la 
declaran incomprensible los mismos que asienten conmovidos al leer 
que no por ser mortales hemos de pensar sólo en las cosas mortales, 
sino en lo posible inmortalizarnos; o que, incluso el que, por la 
debilidad de las pruebas o por el mal del mundo, está convencido de 
que no hay Dios, «sería a sus propios ojos un ser indigno (ein 
Nichtswürdiger) si por eso viniera a tener las leyes del deber por 
ilusiones sin valor que no le obligan» 66. 
De la tierra prometida que avizora Taylor en las páginas finales de 
su magnum opus ofrecen una cartografía detallada los tres libros 
publicados por Jean Nabert, desde el rigor crítico de una filosofía 
reflexiva. Taylor escribe, ante todo, para despertar la conciencia de 
que a lo que tendemos en nuestra actual cultura de occidentales es a 
sofocar el espíritu. Con su reconstrucción histórica, lo que busca es 
una terapia, y por eso entiende que su estudio puede ser «un trabajo 
de liberación» 67. Cierto es que sus oponentes discursivos no están 
menos convencidos de cumplir por su empresa teórica una tarea de 
emancipación, pero en la perspectiva de Taylor parece más bien un 
peligro para la libertad. También en la propuesta de éste ven aquellos, 
en reciprocidad, una amenaza para la libertad. Y están justificados los 
temores de las dos partes, pues a cada una falta en su concepto de 
libertad algo esencial que destaca la otra unilateralmente. Hay acuerdo 
en que la identidad del individuo se ha formado por medio de 
intercambios lingüísticos, pero Taylor advierte que no hay en ello 
ninguna garantía contra la pérdida de significado y de sustancia en el 
entorno humano (509-510). Aún más, es que las éticas 
procedimentales, por su formalismo, que presenta nuestros empeños 
morales bajo el prisma de la obligación o el deber, hacen abstracción 
de la pluralidad de los bienes y de los frecuentes conflictos entre ellos, 
desvalorizan los impulsos de auto-realización por no asociarlos con la 
realidad de esos bienes, y cocluyen precisamente las fuentes morales, 
incluso las de nuestros compromisos con la benevolencia y con la 
justicia (516 y 518). Contra las filosofías del «disengaged subject», 
Taylor defiende el concepto de una «libertad situada», que Merleau 
Ponty había desarrollado en el capítulo fina de la Fenomenología de la 
percepción. 
Concede Habermas a Taylor que los argumentos no bastan para 
devolver la eficacia de los bienes superiores a los hijos e hijas 
«axiológicamente ciegos» de la modernidad, y admite que plantea un 
problema a las éticas de la justicia, como la discursiva, el hecho de que 
deban quedar mudas con respecto a las cuestiones de motivación, 
pero responde que la renuncia a persuadir por argumentos conduce a 
Taylor a poner su esperanza en la lengua valorativa de los pactos y de 
los novelistas, lo que no es más que la pura y simple dimisión del 
filósofo 68. Con buen criterio objeta Habermas que el arte dejó hace ya 
mucho tiempo de ser recuperable como fuente de la moral. También 
Nabert había lamentado en una extensa nota de L'expérience la 
oposición poco menos que universal que sobre la libertad humana se 
manifiesta entre la literatura y la filosofía. Las grandes novelas del s. 
XIX son invariablemente -dice- el relato de una vida en que la voluntad 
obedece a una secreta lógica de lasitud y destino hasta encontrarse 
vencida finalmente por las fuerzas contrarias. Para encontrar una clara 
excepción al determinismo de los novelistas se remontaba Nabert nada 
menos que al admirable retrato femenino de La princesse de Cleves (p. 
233-235 n.). El peligro literario no lo neutraliza Taylor por apoyarse en 
la Fenomenologia de la percepción. Al autor de este libro le 
reprochaba Emile Bréhier, en una célebre discusión, que sus ideas se 
expresaban mejor por la novela o por la pintura que por la filosofía, 
porque conducen «a esa sugestión inmediata de las realidades tal 
como la vemos en las obras de los novelistas». No es en la percepción 
donde ponemos al otro hombre como autónomo, venía a decir Bréhier, 
ni una filosofía de la percepción puede encontrar nunca una norma 
moral universal 69. Daba pie a la crítica, en efecto, una ambigüedad 
del primer Merleau-Ponty, que se resumía en su tesis del primado de la 
percepción, pese a que en 1947 podía presentar Jean Nabert a la luz 
más favorable lo que Merleau-Ponty enseñaba ya antes de la guerra, y 
antes de publicar su primer libro, en sus clases de la Ecole Normale: 
«que hacía falta agregar al sujeto de Kant o de Brunschvicg el sujeto 
concreto comprometido en el mundo, accesible a formas de análisis 
que renuncian a las categorías del conocimiento objetivo» 70. No era 
cuestión, en efecto, de sustituir aquel sujeto por éste, aunque podían 
darlo a entender las formulaciones imprecisas que examinábamos 
sobre la elección de nuestro carácter, o la que reducía su propia tarea 
filosófica a la descripción y explicitación del «saber» perceptivo como 
«lo que funda para siempre nuestra idea de la verdad» (PhP XI). 
Habría podido decir en lugar de esto, y es lo que está en el contexto, 
que hemos aprendido palabras como «realidad» o «verdad» por una 
referencia a las cosas percibidas que permanecerá siempre como 
fondo o como base para las extensiones ulteriores de esos conceptos 
a otros objetos. Lo que no podía el filósofo era fundar en lo sensible el 
ideal de verdad al que ya se atenía para exigirse la fiel descripción de 
lo percibido. Por eso en lo visible y lo invisible propondrá una expresa 
rectificación de sus primeros libros, en la que atribuye el primado a la 
bipolaridad, a «la implicación intencional en círculo» 71. Para que la 
reflexión recupere del mundo percibido significaciones que no eran 
lingüísticas ha de presuponer el lenguaje, cuyo uso implica ya la idea 
de verdad y el universalismo, pero éste a su vez no es incompatible 
con que la percepción se preste nada más a una explicitación que es al 
mismo tiempo encubrimiento, es decir, no es incompatible con una 
articulación irrebasable de visibilidad y de latencia (225 y 136). Pues 
bien, Taylor no menciona este libro, desde el cual pueden asumirse 
todos los laboriosos análisis de la Fenomenología de la percepción, 
pero a cuya filosofía reflexiva no tendría que recordarle Habermas que 
las exigencias afirmadas de una identidad cultural, como dice a 
propósito del caso Rushdie, no pueden aspirar al mismo peso 
argumentativo que las exigencias normativas reflexivamente fundadas; 
o que la autenticidad de una forma de vida no tiene prioridad sobre el 
punto de vista deontológico de la autonomía personal y del respeto por 
todos y cada uno 72. La posición de Lo visible y lo invisible, en cambio, 
no queda moda ante las cuestiones de motivación. 
En la confrontación con el pluralismo de los bienes y de las formas 
de vida, sostiene Habermas, los filósofos no pueden dar instrucciones 
universalmente obligatorias sobre el sentido de la vida buena 73. Está 
fuera de duda. Pero el que recusa la ética discursiva porque sea tan 
hética que se adelgaza hasta el análisis del procedimiento, lo hace 
para reivindicar un ámbito de lo moral que no se reduce al de la 
obligación, y no para que se intente aún extender más éste. Que tal 
restitutio in integrum de la moral es posible en el estricto respeto de la 
ley ya hemos intentado acreditarlo. Visto desde otro ángulo, sin 
embargo, el temor de Habermas no queda disipado del todo, porque es 
también el de que esta crítica socave el orden de la argumentacion 
practica y aun la interaccion racional misma, puesto que pondría en 
tela de juicio «la autonomía de la moral guiada por la razón» (177; fr., 
159). Esto último, que va dirigido contra Taylor, ¿sería aplicable a las 
posiciones de Nabert o de Merleau-Ponty? No. Ambos asumirían la 
expresión entrecomillada, pero de un modo que se vuelve 
precisamente contra los discursivos. En el sentido que ya Schelling 
consideraba inauténtico el concepto de libertad que sitúa el ser libre en 
la dominación de la razón sobre los deseos y las inclinaciones. 
Tampoco Nabert acepta que la causalidad de la razón sea la más alta 
perfección de la libertad 74. Ahora bien, si Kant usaba indistintamente 
las expresiones «causalidad de la razón» o «causalidad por libertad» 
es porque atribuía la liberación a la autonomía como sujeción 
consciente y voluntaria a la necesidad de la ley. Impugnábamos la 
validez de esta creencia al diferenciar el alcance de los aspectos 
negativo y positivo de la libertad, y después hemos corregido «la 
causalidad cuasi impersonal implicada en la idea de autonomía 
racional» 75, porque la colisión de normas tenía que zanjarla el agente 
sin normas, pero en la aspiración a la misma validez universal que 
éstas. La racionalidad de la autonomía abierta a los contenidos no se 
deja objetivar, decíamos, porque es la del existente libre singular y no 
consiste en representaciones. Ahora bien, si la autonomía no es una 
entelequia, está guiada por esta razón in fieri, la que no dispone 
previamente de las razones, sino que las acuña, la que nunca se 
dejará reabsorber por las reconstrucciones de la filosofía reflexiva. 
Para la mayor parte de los males pasa, según Nabert, que los 
reconocemos y los reprobamos con plena certeza sin necesidad de 
saber qué norma habrían transgredido, o aunque no hubiera norma a 
la que referirse 76. Porque Nabert hable a este propósito del 
«sentimiento de lo injustificable», no está atribuyendo el conocimiento 
del bien y del mal a un orden afectivo pre-racional, pero tampoco 
reduce la racionalidad a lo razonado. Por el sentimiento de lo 
injustificable se nos descubre en ciertos casos, independiente de las 
oposiciones trazadas por las normas, un contraste más radical, entre 
los datos de la experiencia y nuestra demanda de justificación, que la 
transgresión de esas normas no llegaría por sí sola a frustrar, y que la 
fidelidad a esas normas no llegaría por sí sola a satisfacer (22); nos 
descubre que la justificación de las acciones desde el punto de vista 
de su adecuación a la ley está muy lejos de agotar el deseo de 
justificación del yo (66) La razón práctica no es una fórmula, no cabe 
en una fórmula ni en un sistema de ellas, fluye, y nunca está 
completamente determinada o constituida, porque es la de una 
persona única que ha de habérselas con situaciones irrepetibles, 
dilemáticas y cambiantes. No sólo el respeto y el amor por deber 
merecen ser llamados sentimientos racionales, los hay de 
innumerables tipos que ya son portadores de un dictamen 
práctico-racional antes de que los interroguemos para averiguar las 
razones. Por esa racionalidad no menoscabada puede el sentimiento 
de lo injustificable no venir referido a ninguna transgresión de deberes 
o de normas, y atestiguar, en cambio, «un irremediable divorcio entre 
el espíritu en su incondicionalidad y la estructura del mundo en el que 
él está comprometido y en el que nosotros estamos comprometidos» 
(24). En este planteamiento, por tanto, se puede seguir hablando de 
«la autonomía de la moral guiada por la razón», pero con un cambio de 
significado que arroja otra luz sobre las argumentaciones prácticas, y 
en todo caso plantea la cuestión de qué se pueda sustanciar por el 
procedimiento discursivo si al hacer depender el valor moral de las 
decisiones de la correspondencia con la ley objetiva y del asentimiento 
de la voluntad (y aún más cuando de esta generalidad abstracta de un 
principio se espera derivar los contenidos mismos del ethos) se 
contribuye a ignorar y a sofocar la fuente de los contenidos en el 
sujeto libre. ¿De qué sirve advertir el peligro de objetivismo científico 
que inhibe la libertad si el remedio que se ofrece es un objetivismo de 
la razón práctica? 
Cierto es que el flujo de nuestra vida sensible se gana a pulso la 
desconfianza de la razón. Los sentimientos son disolventes por 
tornadizos, intermitentes y hasta mutantes, y ellos, con la base no 
menos cambiante de los apetitos, contribuyen tanto a que la libertad 
sea «productiva» como a que sea «la loca de la casa». Confiarse a 
esta alianza de lo sensible es apostar por una segmentación de la 
personalidad, por la dispersión de una vida que no confronta entre sí 
las razones a que recurre en los distintos contextos. Dejadas a ellas 
mismas, dice Nabert, las inclinaciones directas generan una 
insatisfacción que no puede dejar de hacer presentir al individuo que 
no está en el camino por el que avance hacia sí mismo 77. Es una 
verdad elemental. 
Pero quien ejercitase su causalidad por libertad en el sentido de la 
Critica kantiana se disgregaría en una polvareda de acciones. Es 
rigurosamente cierto que tengo en mi razón el poder de iniciarme, y no 
sólo por mi relación a la ley moral, pero normalmente este poder es el 
de arruinar mis poderes y no el de dármelos. El inicio puede ser 
abandono de lo que estaba en trance de construir, pero no es 
construcción, no llegará a serlo más que por la capacidad de persistir 
en un nuevo compromiso, y esta capacidad no será menos libre, pero 
requiere además alguna tendencia a perseverar en el ser que no hacía 
falta para destruir y que la voluntad no podría causar: 

«Si la libertad es de acción, es preciso que lo que hace no sea deshecho 
al instante por una libertad nueva. Es preciso, pues, que cada instante no sea 
un mundo cerrado, que un instante pueda comprometer a los siguientes, que, 
una vez tomada la decisión y empezada la acción, disponga yo de un 
adquirido, me aproveche de mi impulso, esté inclinado a continuar; es preciso 
que haya una pendiente del espíritu» 78. 

La seguridad con la que puede llegarse a saber que es para 
siempre en la elección de profesión o de estado viene de instancias 
otras que la razón, pero en las que ésta confía más que en sus propios 
análisis y deliberaciones. Nada garantiza absolutamente el acierto, y 
aunque no hubiera error, las personas cambian, o son más o menos 
lábiles, un amor verdadero puede agotarse como puede agotarse un 
talento verdadero, y la libertad es siempre aceptación de la 
inseguridad. Pero la cohesión de una vida no se asienta menos que en 
la razón y en la voluntad en la constancia de los más fuertes afectos, 
aspiraciones y aptitudes, y no por motivos psicológicos o del carácter 
empírico, del talante alegre o del mal genio personal, sino por el enlace 
de esos rasgos con el valor de las realidades. 
Del principio de renovación contenido en la libertad decía Nabert 
que si no es una amenaza constante para el devenir moral de la 
persona es porque la libertad misma «entra como elemento en los 
valores en que se crea y se conserva el patrimonio espiritual de la 
humanidad». Quiere decir que la libertad puede subordinarse a esos 
valores y ponerse a su servicio porque, además de haber contribuido a 
hacerlos nacer, en y por ellos mismos continúa la creación. Nos ata a 
esos valores un contrato que moralmente no podemos romper, aunque 
sí tácticamente; puedo reírme de todo, y este potencial de rebelión 
atestigua una cierta superioridad de la libertad sobre los valores y 
sobre las normas, siempre en el bien entendido de que no se rebelaría 
contra ellas más que decidiendo su propia ruina 79. 

10. La desigualdad de libertad
Habrá pocos ejemplos literarios que ofrezcan tan bella confirmación 
de la causalidad racional como el de la princesa de Cleves, y quizá 
ninguno que a la vez arroje una luz tan cruda sobre el reduccionismo 
de esa concepción de la libertad. De los fuertes argumentos en que 
apoya este personaje la resolución de reprimir su pasión amorosa, 
comenta la autora (y subrayo) que «cette persuasión, qui était un effet 
de la raison et de la vertu, n'entraînait pas son coeur». También en 
esa lucha, sin salida, entre los dos polos o dimensiones de la libertad, 
necesita la razón aliarse con la inclinación contraria a la pasión, y es 
digno de destacar que esto se viera y escribiera tan claro hace más de 
tres siglos: lo que yo creo deber, dice Mme. de Cleves a M. de 
Nemours, «sería débil si no estuviera sostenido por el interés de mi 
sosiego; y las razones de mi sosiego han menester de ser sostenidas 
por la de mi deber». No hay dilema moral en este supuesto, sino el 
triunfo de la causalidad por libertad contra cuyas razones no puede 
sentir la protagonista más que el dolor de encontrarlas tan fuertes, y 
sin embargo, y esto es lo decisivo, sí puede hablarse de un dilema de 
la libertad, puesto que sólo haciendo su indiferencia tan general como 
invulnerable, sólo por la renuncia a cualquier campo de libertad y a sus 
resistencias le era accesible el acuerdo consigo misma. Pues bien, el 
kantiano dejaría a un lado por irrelevante esa indiferencia final, y 
proclamaría la victoria de la libertad como si fuera la misma cosa que la 
imposición de la razón práctica. Esa es la cuestión. 
Se ha reprochado justamente a las éticas deontológicas que no se 
interrogan por la diferencia de las aptitudes, y que contribuyen por eso 
a que «la condición del agente moral empiece a adquirir una cualidad 
(...) fantasmal» 80. Lo que ahí se dice de las aptitudes también es 
aplicable a las pasiones y a las inclinaciones. Parece a primera vista 
que sólo negativamente conciernen a la libertad todas esas 
disposiciones psíquicas en cuanto mera resistencia a la causa racional. 
Y es verdad que mientras que está en mi mano dejar de practicar un 
arte para el que estaba dotado hasta ir perdiendo con los años la 
pregnancia de las imágenes correspondientes, no lo está adquirir esa 
pregnancia, igual que no puedo darme un buen oído musical si no lo 
tengo, o la visión del rojo si soy daltónico; puedo también abandonar 
una profesión y no, en cambio, provocarme voluntariamente una 
devoción ni una afición por otra, análogamente a como puedo 
sobreponerme a la atracción que siento hacia una mu)er, pero no 
provocármela si no la siento. ¿Significa esto que no hay libre elección 
en la amistad o en el amor, o en una profesión vocacional? ¿Hay que 
decir, como de la adhesión volitiva a la ley, que no es ni libre ni no 
libre? En lo que tengan de auténtico hay que decir que son una 
cumbre de libertad, pero están tan lejos de ser efecto de la razón como 
de la hipnosis del dogo ante el trozo de carne; la espontaneidad y la 
pasión que hay en los tres casos no es ni la autonomía de la voluntad 
ante la ley ni la heteronomía del apetito físico. Esta base nunca se 
integra del todo en el amor humano, pero tanto el amor como el deseo 
se elevan en el hombre a la complejidad y riqueza de una dimensión 
cultural; son lo que en la terminología tradicional se llaman 
propiedades de la racionalidad, lo mismo que la capacidad de reír. 
Pero entonces, si presupone la racionalidad sin venir de una volición, 
la de estos sentimientos tendrá que ser libertad en sentido extra-moral, 
y habrá que trazar una neta divisoria que la distinga de la libertad 
moral. ¿Es esto posible? Sí, en el caso extremo en que es irremediable 
optar o bien por la dignidad o bien por el mundo porque se excluyan 
mutuamente, como en la novela citada. No, en el resto de los casos, en 
los que la aspiración moral se cumple en el hacer. 
¿Cómo se explica que, a los dirigentes totalitarios, la amistad hacia 
el régimen, desde el momento en que era ofrecida espontáneamente, 
les resultara tan peligrosa como la hostilidad declarada? Responde H. 
Arendt: porque la espontaneidad en cuanto tal, por su imprevisibilidad, 
es el mayor de los obstáculos a cualquier sistema de pensamiento 81. 
Lo que no quiere decir obstáculo a la razón, sino al cerramiento de la 
razón en su autosuficiencia. Por eso, en la negutopía de Orwell, los 
sentimientos de admiración, amor y odio, tenían que fluir como la 
conclusión inevitable de las premisas explícitas comunes, reforzadas 
por el monopolio estatal de la violencia. El sistema racional hacía 
posible y obligado no sólo pensar rectamente, sino sentir y hasta soñar 
con rectitud. Para defender el sistema había que extirpar de la 
sociedad los brotes irracionales; ahora bien, cualquier sentimiento que 
pretendiera surgir de otro origen, valer y mantenerse por cauces 
ajenos a los del sistema racional, había de ser irracional. La corrección 
de las conductas y actitudes tenía que poder establecerse por un 
acuerdo racionalmente motivado. ¿O no se ha de considerar irracional 
una conducta que no obedece a ninguna razón? ¿Por qué 
permanecerían unidos, por ejemplo, los miembros de una familia si no 
tuvieran razones expresas? Lo más razonable no sería, en la vida de la 
pareja, que uno se preocupara de si el otro le sigue queriendo, sino de 
si le sigue conviniendo vivir con él. La madre que abraza a su niña 
medio muerta de hambre, que llora porque el hermanito mayor le ha 
comido su ración de chocolate, no cumplía más que un rito absurdo 
incapaz de consolar, porque no servía para producir más chocolate. Y 
puesto que el vínculo del amor sexual es, no ya de más difícil, sino de 
imposible activación racional, lo más razonable para el Estado a corto 
plazo era negar el permiso de unión a la pareja que pareciese 
físicamente enamorada, y a medio plazo desarrollar procedimientos 
científicos para quitarle todo placer al acto sexual 82. En cuanto a las 
acciones sin objeto, y las preferencias, con sus diferencias de gusto y 
su variedad, que no obedecieran a alguna razón, tendrían que dar lo 
mismo unas que otras y decaerían por sí solas. Que un hombre 
canturree al afeitarse, por ejemplo, sería una extravagancia como 
hablar solo en voz alta. Los acuerdos interpersonales serían tanto más 
asequibles cuanto el léxico pudiera hacerse más claro y simplificado; si 
queremos dar más fuerza a la palabra «bueno», ¿para qué introducir 
motivos de discrepancia con «excelente», «espléndido», «magnífico», 
y demás? Superbueno o, abreviado, súper ya dice unívocamente lo 
mejor que bueno, y resúper, el no va mas. 
Nunca silba ni canta por sí mismo, nunca sale para pasear a no ser 
para resolver algún asunto, y no por falta de tiempo, sino porque no ve 
razón alguna para pasear, y todo lo que hace tiene que obedecer a 
alguna razón. La explosión de un obús había herido en la zona 
occipital del cerebro a Schneider, un caso clásico de la psicopatología 
alemana, y le había provocado una ceguera psíquica que perturbaba 
gravemente su visión de las formas, preservando intacta su inteligencia 
general. Si se le cuenta una historia, la retiene, y cuando se le pide 
que la vuelva a contar, lo hace sin guiarse por la tensión o el ritmo del 
relato; ni nudo ni desenlace, él no acentúa nada, enuncia la historia 
como una sucesión de hechos objetivos, uno por uno. Las imágenes y 
narraciones eróticas no le provocan ningún deseo; no es impotente, 
pero tampoco toma nunca iniciativas sexuales; sus reacciones son 
locales y no empiezan nunca sin el contacto físico. Las mujeres son 
atractivas por el carácter, dice, de cuerpo son todas parecidas. 
Schneider es un interlocutor juicioso y argumenta con toda corrección, 
sus respuestas son lentas, pero nunca insignificantes, son las de un 
hombre maduro, reflexivo, y muy dispuesto a colaborar con las 
experiencias del médico. Si no se le pregunta, sin embargo, apenas 
habla, y la experiencia no le suscita cuestiones: alguien deja un plato 
delante de él, y no pregunta por qué, o a qué viene; vive como en una 
suficiencia de lo presente que excluye la extrañeza o el asombro. No 
puede jugar, porque es incapaz de ponerse ni por un momento en una 
situación ficticia; si entra en ella es para hacerla real; por ejemplo, no 
distingue una adivinanza de un problema. Tampoco capta los juegos 
de palabras, porque las palabras no tienen para él más de un sentido 
a la vez, y lo actual es sin horizonte de posibles. Le gustaría tener 
opiniones políticas o religiosas, pero sabe que es inútil intentarlo 83. 
El ciudadano orwelliano, con la ayuda del Estado, había hecho 
entrar en razón a sus inclinaciones, y a Schneider ya no le turbaban, 
más bien se había librado de ellas, con la ayuda de un trozo de 
metralla, tanto como es posible para seguir viviendo y conservar la 
competencia de hablante, cumpliendo así el que según Kant, como se 
recordará, debe constituir el deseo general de todo ser racional. 
Ninguno de aquellos dos es un modelo de hombre libre, pero el 
pensamiento de Schneider no ha sido condicionado; hombre estricto y 
meticuloso, era muy capaz de obrar por deber a machamartillo (en 
ausencia de dilemas), es decir, de ser autónomo en sentido objetivo, 
pese a serle imposibles las opiniones políticas y religiosas. 
Era un solo y mismo peligro el que denunciaba Habermas en el 
platonismo discursivo del filósofo rey, y en el platonismo kantiano que 
asimila la volición moral a la remoción de móviles empíricos. Tiene mil 
veces razón en que hay que abandonar el idealismo de la voluntad 
pura de intrincaciones terrestres. La cuestión es si queda solucionado 
el problema con la propuesta de fijar, ante todo, en base al principio de 
universalidad, un marco público de justicia, de leyes e instituciones, 
desde el que las condiciones de la autonomía para cada uno queden 
aseguradas, y desde el que cada uno, en lo sucesivo, decida su 
felicidad como quiera entenderla. A primera vista no se puede pedir 
más. El problema persiste, sin embargo, puesto que la ética 
deontológica segrega expresamente los enunciados normativos, 
accesibles a la discusión racional, y los enunciados evaluativos, y se 
desentiende de éstos porque recaen sobre preferencias particulares y 
contingentes de formas de vida en el marco de una cultura histórica. 
Mantiene así la exterioridad mutua entre la universalidad formal del 
principio y los contenidos en los que tiene que realizarse. Ahora bien, 
los contenidos no pueden derivar de la conformidad con el principio 
racionalmente justificable, y han de pasar por arbitrarios, como había 
dicho Nabert. Tanto más necesaria se declara la abstracción del 
principio cuanto mayor viene a ser el pluralismo y la dispersión. El 
planteamiento de Habermas actualiza, y suaviza, las dicotomías 
kantianas de la forma pura y la materia empírica, de la rapsodia de 
inclinaciones frente al a priori unificador, pero la conserva. Entre 
ambos extremos no se acierta a ver nada, pero algo tiene que haber, 
puesto que están unidos en el hombre. 
No puede la ética justificar ningún mandato de esta o aquella 
concepción de la felicidad, pero debe hacer patente lo que hay de 
gratuito y de peligroso en algunas definiciones, como la kantiana, que 
reduce la felicidad a la «satisfacción total de las necesidades y de las 
inclinaciones» 84. Se pregunta uno por qué será tan insoportable a la 
razón como para que necesite postular a Dios el que esa felicidad, que 
es la del gato mimado por su dueña, no pueda en el mundo adecuarse 
exactamente al mérito moral. «Es una felicidad tener por oficio la propia 
pasión», decía en cambio Stendhal, y Kant lo enseñó mejor que nadie 
con su vida, pero es esa referencia de la pasión al valor real de una 
obra en la que el escritor alcanza la satisfacción, es esa referencia la 
que se corta arbitrariamente en la definición hedonista del deontólogo, 
como si toda inclinación o pasión humana, por no tener su causa en la 
razón, fuese tan huera de valor como la inclinación animal. Aclaremos 
que recusar el intelectualismo-empirismo del XVIII no es declarar 
agotado el proyecto de la modernidad. No estamos hoy menos 
alejados de generalizar el lema «piensa por ti mismo», pero 
moralmente es tan irrenunciable como en el siglo de las luces. La 
Ilustración no fracasó, sino triunfó, al traer los nuevos mecanismos 
institucionales y marcos legales de la sociedad que aún actualmente 
consideramos sin alternativa, y tampoco las deficiencias de su 
funcionamiento, la falta de participación, la apatía o la desmoralización 
de la sociedad indican simpliciter el fracaso de la Ilustración, puesto 
que apenas si ha comenzado el proceso de formación de la voluntad 
popular y de la opinión. Hay verdad en todo esto. La duda, sin 
embargo, recae en si el racionalismo ilustrado no propone empezar por 
el punto de llegada, que es el de la razón consciente, en perjuicio de 
las inclinaciones y de los actos que la generan. De Kant aprendíamos 
también que la razón se condena al estancamiento cuando pretende 
convertirse en su propia discípula. La razón no se hace avanzar a sí 
misma. Por eso no conviene que enmudezcan las éticas sobre las 
cuestiones de motivación. Está fuera de discusión el derecho de cada 
uno a entender y buscar la felicidad a su modo. Imponerle a alguien la 
vida buena es igual de contradictorio que forzarle a ser libre. Pero 
esto, en primer lugar, no nos deja sin argumentos frente a un 
benthamista que equipare la bondad de contemplar los programas 
populares de televisión a la de leer a los grandes escritores, y aún 
menos a la del oficio de éstos. En segundo lugar, aunque de algunas 
formas de vida no fuese demostrable que sean mejores que otras, eso 
no quita generalidad al problema de que en todas, también en las más 
activas y fecundas para la sociedad, por ejemplo en las que describía 
Eduard Spranger en el libro que acuñó la expresión, hay lagunas o 
zonas ciegas que forman sistema con las capacidades, por lo que lo 
mas gratificante no será el combate por eliminarlas, sino asumirlas y 
utilizarlas (son los dialécticos, paradójicamente, los que menosprecian 
el trabajo de este negativo). La ética no debe desentenderse ante las 
doctrinas que alientan falsos ideales como el del hombre 
omnilateralmente desarrollado o el del que ha superado sus conflictos, 
que suelen ser las mismas doctrinas que consideran al hombre 
productor o causante de sí mismo. El equilibrio de la madurez no es 
algo que se debe perseguir expresamente, y su valor no depende de 
que haya superado los antagonismos internos, sino de la conformidad 
interior con el valor de lo realizado y vivido, y es de este cumplimiento 
de las aspiraciones más profundas del que se obtiene aquel equilibrio, 
como un efecto colateral. Y en tercer lugar, que la felicidad sea 
refractaria a mandatos generales no justifica la desatención hacia el 
problema de cómo las inclinaciones, junto a las aptitudes, conciernen 
positivamente a la libertad que aporta valor o hace ganar razón. Era 
ostensible en el caso especial de los creadores y los descubridores, 
pero no se aplica únicamente a la libertad de los privilegiados que 
tienen por oficio su pasión, sino a la de todo aquel que encuentra en sí 
mismo la sustancia por la que, en la acción, y en las relaciones 
interpersonales y con la naturaleza, se suscita lo valioso o se sale a su 
encuentro, y se sabe apreciarlo. Para que el racionalismo no sea una 
entropía de la razón objetivada, inactiva, hay que ocuparse de la 
tensión entre impulsos y racionalidad, aun cuando sea cierto que las 
preferencias y valoraciones no se presten finalmente ni a 
argumentación ni a discusión racional, y aun cuando no tuviera que 
haber valoración al reconocer la fuerza del mejor argumento en la 
situación ideal en que no habría más coacción que ésa. Pues una 
discusión puede ser racional sin despegar ni por un instante de los 
estereotipos, sin atisbar solución alguna de los problemas, examinando 
con el mismo comedimiento las propuestas desatinadas que las 
plausibles, o concediendo idéntico peso a la opinión resolutiva que a 
las vacias. Una cosa es que sea incongruente la pretensión de 
argumentar para que a alguien le atraiga un bien en lugar de otro, y 
otra que pudiera irrumpir sin el concurso de este orden de resortes 
anímicos el hallazgo racional y el reconocimiento de su grado de 
importancia o de relevancia, la medida del valor. No se rechaza por eso 
la primacía de unos puntos fijos o mínimos morales que ordenan 
incondicionalmente el respeto a las personas, se rechaza que en 
nombre de los mínimos se metan en el mismo saco los impulsos 
primarios y las pasiones más nobles y se arrojen a las tinieblas 
exteriores, fuera de la razón, porque equivale a promocionar bajo la 
etiqueta de racional un principio genérico de indiferencia. 
Autores muy distintos a lo largo de la historia moderna se han dolido 
y escandalizado de que la mayoría de los seres humanos necesiten 
mucho más la seguridad que la libertad. Desde Etienne de La Boëtie, 
que se preguntaba si no hay que suponer una servidumbre voluntaria, 
un gusto por la dependencia, en los millones de hombres y mujeres de 
un Estado para que se dejen oprimir por un solo tirano, hasta El miedo 
a la libertad, de Erich Fromm, y la Psicología de las masas en el 
fascismo, de Wilhelm Reich, pasando por el relato del «Gran 
Inquisidor» en Los hermanos Karamazov, de Dostoievski, no han sido 
espíritus vulgares los que han compartido la creencia de que son los 
menos los que no desean descargar el fardo de su libertad en el grupo 
del que son parte y en la autoridad exterior. El último párrafo escrito 
por H. Arendt en el libro interrumpido por la muerte expresaba el mismo 
temor: 

«Es totalmente correcto decir que estamos condenados a la libertad por el 
hecho de nuestro nacimiento, tanto si amamos la libertad como si nos 
horroriza su arbitrariedad, tanto si nos «satisface« como si preferimos 
escapar a la responsabilidad aterradora que implica, adoptando alguna suerte 
de fatalismo» 85.


El miedo a la libertad es tan real, seguramente, como la 
complacencia, más que en depender, en el sentimiento de pertenecer 
al grupo y habitar en el calor de su aprobación. Pero quizá esos 
diagnósticos describen sólo síntomas. No es el miedo, ni es tanto el 
conformarse al otro cuanto la falta de resorte afectivo lo que impedía a 
los sujetos de Milgram tomar la iniciativa de cortar el experimento y 
mantenía sumisos al 65% de ellos, incluso cuando el «científico» en su 
bata blanca les indicaba que castigasen los errores del aprendiz con la 
descarga de 450 voltios en la que se leía: «¡peligro!» Que el afecto 
motiva las operaciones de conocimiento, por lo demás, lo acreditan 
suficientemente los trabajos de Piaget y sus continuadores, por los que 
sabemos que es aproximadamente la mitad de la población, en los 
países más avanzados, la que rebasa el nivel de las operaciones 
concretas para alcanzar el de las operaciones formales, que es como 
decir que sólo la mitad podría elevarse al conocimiento de las ciencias 
naturales y sociales, de las ciencias exactas o de las humanidades. En 
cuanto al desarrollo del juicio moral, los estudios de Kohlberg 
establecen que sólo una reducida minoría accede a la «asunción ideal 
de roles», es decir, a la capacidad de ponerse en el lugar de cualquier 
otro, mientras que el estadio 4 es el más alto al que llega la mayoría de 
los adultos, también en las sociedades más evolucionadas. Ahora bien, 
si en el mejor de los casos la mayoría social detiene su maduración en 
el nivel de las convenciones sociales, si la mayoría es 
sociodependiente, ¿cómo no tendrían miedo de la libertad? 
La influencia globalmente beneficiosa de la educación es innegable, 
puesto que en sociedades menos cultas los resultados son mucho 
peores, pero no parece que sea el factor decisivo. La experiencia de 
cada uno puede confirmar los tests y encontrar tanta desigualdad, 
aproximadamente, en la sensibilidad y el juicio de las «élites» 
intelectuales y dirigentes de la sociedad como en las personas de la 
más elemental formación, y nadie se extraña si entre estos últimos 
conoce casos de mejor y más claro criterio que en la mayoría de 
aquellos. J. S. Mill apuntaba seguramente en la dirección correcta 
cuando prevenía contra el prejuicio de que haya correlación entre 
impulsos enérgicos y conciencia débil. Ocurre lo contrario, decía, lo 
que nos amenaza no es el exceso, sino la falta de impulsos y de 
preferencias personales. De los hombres en general pensaba que no 
tienen tan sólo una inteligencia moderada, sino también inclinaciones 
tibias. Carecen de gustos y deseos bastante vivos para arrastrarles al 
gran esfuerzo sostenido que requiere hacer algo extraordinario. Una 
persona de sensibilidad ardiente es capaz de mayor mal que las demás 
cuando la hipertrofia de unos impulsos aislados sofoca el 
desenvolvimiento de los demás, pero mientras mantienen un mínimo 
equilibrio con las otras miras e inclinaciones, esa persona es 
ciertamente capaz de mayor bien y de alcanzar el más estricto imperio 
de sí misma. El temor a la amenaza efectiva que hay en los 
sentimientos intensos ayuda a entender que la gente se atenga a las 
reglas comunes de conducta e influya o presione sobre todos y cada 
uno para que se adapte al tipo aceptado, y ese tipo, aunque no se 
diga -concluye Mill- «es el de no desear nada vivamente» 86. Lo que 
no precisa este autor es que esa escasa vivacidad de los deseos no 
tiene que ver con la constitución orgánica débil o falta de vitalidad, 
puede darse en las más robustas y rebosantes de energía, así como, a 
la inversa, en un natural enfermizo pueden incubarse intensas 
pasiones, nobles o vulgares, con la decisiva colaboración de la 
fantasía. La diferencia no hay que buscarla en los procesos causales 
de la fisiología, sino en los grados del tender hacia y el sentirse 
afectado por las cosas, que es la base común del pensamiento y de la 
voluntad. Los psicólogos de la inteligencia han enseñado desde 
comienzos de siglo lo que resumía Piaget haciendo suya la paradoja 
de su maestro: «No se es consciente más que de los resultados del 
propio pensamiento y no de sus mecanismos (de aquí la broma de 
Binet: «El pensamiento es una actividad inconsciente del espíritu«)» 
87. Es que donde está el pensamiento, aunque no sea creativo, y si lo 
es, mucho más, es precisamente en los mecanismos, que no son tales, 
en lo que no es pensado. No es siguiendo el hilo del razonamiento 
como se propondría no omitir nada esencial el que trata cualquier gran 
cuestión, por ejemplo, de filosofía práctica; nunca estará seguro de 
conseguirlo, pero como lo intenta es fiándolo sobre todo a la paciente 
recolección de intuiciones discontinuas, traídas por otras tantas 
intensidades del ánimo, que ha venido cada una por su camino, sea 
para hacer valer una verdad desatendida, sea para dejar al 
descubierto un engaño teórico o tópico que nos subleva. 
Otro tanto corresponde decir de la voluntad. Son las personas 
«apáticas», que no desean nada profundamente, las que suelen tener 
poco carácter y voluntad débil. Lo que se llama «fuerza de voluntad» 
es algo muy real y no menos importante en la vida de una persona, 
pero no es una energía que el apetito racional tuviera en propiedad. 
La fuerza a que alude esa expresión no es otra que la de las 
inclinaciones, aunque la voluntad es capaz de apoyarse en unas a 
expensas de otras, sobre todo en función de su ley práctica, y también 
de convocar a todas las afines y polarizarlas en la dirección principal 
que de ellas recoge y hace prevalecer. Por eso la falta de voluntad, 
igual que la falta de activación del pensamiento, no depende tanto del 
grado de erudición o ignorancia, de inteligencia o de estupidez, cuanto 
de la epidérmica vivencia de los valores, de la que deriva a su vez una 
carencia de imaginacion para proponerse fines o para ver metas 
posibles. La ausencia de opiniones vigorosas y de pulsiones 
estimativas no impide por entero que esas personas lleguen a cumplir 
actos que requieren una voluntad sostenida, pero suelen necesitar que 
los demás les propongan las metas, y cuando tropiezan con opiniones 
y valoraciones contrarias, al no poder oponer el peso de la necesidad 
propia, cambian fácilmente de opinión o abandonan un valor viejo por 
otro nuevo 88. Es comprensible que este carácter sea frecuente entre 
actores, como sostienen algunos psicólogos, pero no escasea 
seguramente en ningún sector social, ni en los de más altas 
responsabilidades, y en ellos no es la tipología psicológica lo que nos 
preocupa. El ex-ministro no ágrafo que asistía alucinado a un lance de 
su primer Consejo encontró confirmación en el colega de gabinete que 
le decía con la mirada: «Sí, sí, créetelo, que es así», mientras la sesión 
seguía su curso como si fuera perfectamente normal. La diferencia 
entre el que lo encuentra inverosímil y el que vive en la suficiencia de 
lo presente no es ni ideológica ni de cociente intelectual, tiene que ver 
con que pudieran pasar años enteros sin que a algunos se les oyera 
en los Consejos tomar posición sobre cuestiones políticas de fondo ni 
exponer o proponer algo importante relativo a sus departamentos. 
Cuando un organizador sale en defensa del espíritu de partido, se les 
ve asentir suavemente con la cabeza, las miradas cautivadas, y al 
preguntar el jefe reposadamente si había algún otro comentario, 
recuperaban su inexpresividad, y se aprobaba lo contrario. Se habían 
sentido agradecidos por el regalo de una opinión política, y un criterio 
más alto se lo retiraba. -Un científico señalado se rebela contra la 
sumisión política de la ciencia nacional y denuncia que sólo los que 
tienen un carnet partidista dirigen la ciencia. Se puede pensar que 
canta las verdades del barquero o que se equivoca, aunque no es 
hombre que hable a la ligera, y los otros no puedan dudar de su 
categoría, pero, al ser la acusación cualquier cosa menos baladí, 
cuesta entender que la respuesta genérica de los interpelados, 
íncubos y súcubos, sea el silencio sepulcral. El hecho estaría 
explicado, que no comprendido, si en ese alto estamento se 
reprodujera el 65% de Milgram. Los casos no terminarían nunca, pues 
su amplitud sí es la misma que la del problema de La Boëtie, pero no le 
hacen falta al que lo dice más que los de experiencia directa para 
saberse con los pies en tierra, por ejemplo la imperturbable pasividad 
de departamentos universitarios enteros ante procedimientos de 
acceso al profesorado cuya incorrección es palmaria y reconocida. Lo 
real no basta reconocerlo, pues si no fuese más que el objeto de la 
mente no se distinguiría de las representaciones, por ejemplo no 
tendría mayor peso que la propia imagen. Lo que falta en estos casos 
es la respuesta del diafragma interior, la dilatación y contracción de 
una suerte de pupila afectiva que gradúa en proporción a la 
importancia y cualidad de las cosas los sentimientos de sorpresa, 
extrañeza, perplejidad, estupor, desolación, horror, indignación, furia, 
regocijo, asombro, deslumbramiento, deleite, admiración, o 
entusiasmo. En esas respuestas de estimación caben figuras y gamas 
variadísimas, así como toda la escala descendente en intensidad, 
hasta la pupila inmóvil, y en esa diferencia es en lo que radica el 
lacerante problema de la desigualdad de libertad. 

* * * * *

De las inclinaciones hacia estos o aquellos valores estéticos, de los 
sentimientos morales, de la tendencia de saber que presiente y marca 
la dirección de búsqueda de una verdad, vale seguramente lo que 
decía Kant de la capacidad de juzgar o de la sagacidad: que su falta 
no se remedia por la enseñanza. Algún apoyo prestan a ese orden 
pasional-espontáneo los sentimientos de emulación que suscita la obra 
o conducta públicamente admirada que hace resonar en el individuo 
las aptitudes en que él centra su autoestima, para lo cual se requiere 
que en alguna medida se note en la comunidad esa admiración y 
concuerde con el valor de su referente. Pero siempre es posible 
además, y es necesario, «corregir las malas teorías, las que nos cortan 
de nuestras mejores intuiciones morales» 89. 
El control racional de los apetitos es una condición sin la que no hay 
libertad, pero ésta se mantiene en perfiles mínimos mientras el juicio 
del agente permanece sometido a las convenciones sociales. Ahora 
bien, puede quedar aún muy lejos de los óptimos de libertad el que se 
sujeta al principio universal de su propia razon. Si no encuentra en síi 
mismo criterios de estimación de lo real que tienen otro origen que el 
de la razón legisladora, y que ésta no puede hacer surgir por mandato. 
Al contrario, si interpretamos que controlar los móviles sensibles y 
afectivos significa inhibirlos, arriesgamos esquilmar la tierra nutricia no 
sólo de las distintas excelencias o virtudes, sino de la autonomía moral 
concreta, que no se deja recoger en ninguna fórmula legal, pero por la 
que la comprensión misma de esas fórmulas no es la de 7+5 = 12, sino 
que es personal. ¿Qué hace falta para que la reflexión no inhiba la 
espontaneidad? Que la reflexión se controle a sí misma y se retenga. 
Desde la razón disponemos en gran medida de algo como botones de 
mando por los que regular pulsiones y sentimientos, pero forma parte 
decisiva del poder causal de la voluntad el de volverlo sobre sí misma y 
recogerse, o retirarse, para no sofocar los saberes de la sensibilidad y 
de la afectividad, e incluso potenciarlos. Juan Ramón Jiménez 
comprimía todo un programa de libertad en 12 palabras: «Raíces/y 
alas./ Pero que las alas arraiguen/ y las raíces vuelen». Lo que 
buscamos demasiado deliberadamente no lo obtenemos, pero en 
cambio, enseñaba Merleau-Ponty con igual concisión, las ideas y los 
valores no faltan a quien ha sabido en su vida meditante dejar fluir la 
fuente espontánea 90. 
En la riqueza y proporción de esa dinámica, con su tiempo de amor, 
amistad y diversión, y su tiempo de trabajo encarnizado, y por la 
implicación mutua de los principios deontológico y eudemonista, de la 
fruición y del esfuerzo, sin la que no hay acción que realce el valor de 
lo real y promueva los fines racionales, se decide el arte de una vida 
libre.

BLANCO DOMINGO
10-ÉTICA págs. 203-287

.................... 

Bibliografía 
Aristóteles, Etica a Nicómaco, libro III, caps. 1-5 (1110a-1115a); libro VI, 
caps. 1 y 2 (1138 b-1139b); y libro VII, caps. 1-14 (1145a-1154b). En la ed. 
bilingüe de María Araujo y Julián Marías. Instituto de Estudios Políticos, 
Madrid 1970, 32-41, 89-91 y 102-121. En la ed. Gredos, Etica Nicomáquea. 
Etica Endemia (trad. de Julio Pallí). Madrid, 1985, 178-193, 267-270 y 
288-321. 
Constant, B., De la libertad de los antiguos comparada con la de los 
modernos, en Escritos políticos. Centro de Estudios Constitucionales, Madrid 
1989, 257-285. 
Dennett, D. C., La libertad de acción. Un análisis de la exigencia del libre 
albedrío. Gedisa, Barcelona 1992. 
Kant, I., Tercer conflicto de las ideas trascendentales y Solución de la idea 
cosmológica de la totalidad de la derivación de los acontecimientos cósmicos 
a partir de sus causas, en Critica de la razón pura, ed. Losada, Buenos Aires 
1960 (trad. de J. Rovira Armengol), II, 157-162 y 213-229; en ed. Alfaguara, 
Madrid 1978 (trad. de P. Ribas), 407-413 y 463-479. 
Merleau-Ponty, M., La liberté, último capítulo de la Phénoménologie de la 
perception. Gallimard, París 1945, 498-520. Hay dos traducciones al 
castellano: la primera de E. Uranga, Fenomenologia de la percepción. Fondo 
de Cultura Económica, México 1957 (p. 475-499); y la segunda de J. 
Cabanes, en Península, Barcelona 1975. 
Mill, J. S., De la individualidad como uno de los elementos del bienestar, 
cap. III de Sobre la libertad. Alianza, Madrid 1990, 125-149. 
Nabert, J., Éléments pour une éthique. Aubier, París, reed. 1992, 
especialmente 76-102 (cap. V: «La promotion des valeurs»), 105-119 (cap. VI: 
«Théorie du penchant»), y 135-160 (cap. VIII: «Le devoir et l'existence»). 
....................
1 Cf. L Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres (Austral 
138). Espasa Calpe, Madrid 1946, y Crítica de la razón práctica (Austral 17). 
Espasa Calpe, Madrid 1975. Ed. de la Academia de Berlín (Ak.), IV, 413 y V, 7. 
2 J. Nabert, L'expérience intérieure de la liberté. PUF, París 1924, 183. 
3 Suma teológica, 1, q. 63, a. 1, ad 3. 
4 Ética a Nicómaco (EN). 1147b. 
5 B. Constant, De la libertad de los antiguos comparada con la de los 
modernos, en Escritos politicos. Centro de Estudios Constitucionales, Madrid 
1989, 257-285. 
6 Sources of the Self: Cambridge University Press, 989. 508. 
7 D. C. Dennett, La libertad de acción. Gedisa, Barcelona 1992, 191.
8 Fedro, 253d-254e.
9 Cit. por W. Jaeger, Aristotle. Londres 1962, 249.
10 Etica a Nicómaco, 1111b, 20-30 y Etica a Eudemo 1226a, 8-14; cf. P. 
Aubenque, La prudence chez Aristote. PUF, París, reed. 1993, 119-126, y H. Arendt, 
La vida del espíritu. CEC, Madrid 1984, 311-320. 
11 Etica a Nicómaco, 1147a, 15-25. 
12 La ciudad de Dios (BAC 171-172). Madrid 2, 1965, libro XIV, caps. 11-28, 
83-116. 
13 Suma teológica, 1, q. 98, a 2. (BAC 177), t. III (2), 677-679. 
14 Entretiens métaphysiques, IV, XVIII, ed. Cuvillier, t. I, 144. 
15 Fundamentación, 83 (Ak., IV, 428). 
16 Critica de la razón pura. Alfaguara, Madrid 1978, 464-465. 
17 M. Ubeda Purkis, Introducción al tratado del hombre, en Tomás de Aquino, 
Suma teológica, 3 (2º), 141. 
18 Cit. por A. Philonenko, L'oeuvre de Kant. Vrin, París 1972, t. 2, 146. 
19 El mundo como voluntad y representación. Porrúa, México 1983, 226-240.
20 Crítica de la razón práctica, 140-141 (Ak, V, 98) cit. por V. Delhos, La 
philosophie pratique de Kant. PUF, París, 3, 1969, 365. 
21 Phénoménologie de la perception (PhP). Gallimard, París 1945, 500. 
22 En I. Kant Oeuvres philosophiques. Ed. F. Alquié, Bibl. de la Pléiade NRF, 
París 1980, I, 1703, nota critica. 
23 Crítica de la razón práctica, 54 (Ak., V, 33); cf. Fundamentución, 129 (Ak., IV, 
458). 
24 I. Kant, Sobre un tono gran señor adoptado recientemente en filosofía (Ak., 
VIII, 403).
25 Etica a Nicómaco, 1150a.
26 G. W. Allport, La personalidad. Herder, Barcelona 1.980, 651 ss. 
27 El azar y la necesidad. Barral, Barcelona 1971, 134-137.
28 W, O. Quine, Mind and language. Clarendon Press, Oxford 1975, 81, cit. por 
A. Pérez Fustegueras, La epistenmología de Quine. Fundación Juan March, Madrid 
1988, 46.
29 Teoría y práctica. Tecnos, Madrid 1986, 55 (Ak., VIII, 309-310).
30 Critica del juicio (Austral 1620). Madrid 1977, 35. 
31 Serendipity. Accidental Discoveries in Science. Hay traducción española: 
Serenditia. Alianza, Madrid 1992. 
32 D Barton, prólogo a R. M. Roberts, Alianza, Madrid, 12.
33 Búsqueda sin término. Tecnos, Madrid 1977, 63-64. 
34 Critica de la razón práctica, 65 (Ak., V, 41). 
35 La metafísica de las costumbres. Tecnos, Madrid 1989, 15-16 (Ak., VI, 213). 
36 Fundamentación, 37 (Ak., IV, 399); cf. Crítica de la razón práctica, 122 (Ak., V, 
83).
37 Fundamentación, 75 y 86 (Ak., IV, 423 y 430). 
38 Idea para una historia universal en clave cosmopolita. Tecnos, Madrid 1987, 
9 y 10 (Ak., VIII, 21).
39 In search of human effectiveness. Creative Education Foundation, Nueva 
York 1978; cit. por R. Ochse Before the gates of excellence. Cambridge University 
Press, 1990, 196; cf 253. 
40 R. W. Weisberg, Creativity. Beyond the Myth of Genius. Freeman and 
Company, Nueva York 1993, 259-260.
41 R. W. Weisberg, o. c, 43 y 46. 
42 Según la cita de D. C. Dennett, quien en The Elbow Room (1984) da por 
auténtica la carta; véase la traducción española: La libertad de acción, 26. 
43 V. Roger Penrose, La nueva mente del emperador. Mondadori, Madrid 1991, 
519-522. 
44 Cit. por R. Ochse, o. c, 194-195. 
45 J. Habermas, Erläuterungen zur Diskursethik. Suhrkamp, Francfort 1991, 
136, trad. francesa: De l'éthique de la discussion. Cerf, París 1992, 125. 
46 K K. O. Apel, Las aspiraciones del comunitarismo anglo-americano desde el 
punto de vista de la ética discursiva, en D. Blanco, J. A. P. Tapias y L. Sáez (eds.), 
Discurso y realidad. Trotta, Madrid, en prensa. 
47 J. Habermas, o. c., 22; tr. francesa, 25.
48 J. Habermas, o. c., 23 y 28-29; trad. fr., 26 y 30. 
49 Las aspiraciones del comunitarismo anglo-americano..., en o. c 
50 J Habermas, o. c., 197; tr. fr., 175. 
51 La metafísica de las costumbres, 30 y 31 (Ak., VI, 224). 
52 A. Cortina, Etica aplicada y democracia radical. Tecnos, Madrid 1993, 192. 
Habermas adoptaba la disinción de Ross en Erläuterungen zur Diskursethik, 140; 
tr. fr., 129. 
53 W. D. Ross, The Right and the Good. Hackett, Indianápolis-Cambridge 1988, 
19. 
54 La metafísica de las costumbres, 33 (Ak., VI, 226). 
55 J. Mardomingo Sierra, La autonomía moral en Kant. Universidad 
Complutense, Madrid 1993, tesis doctoral, 371 
56 Eundamentación, 57 (Ak., IV, 411). 
57 La metafísica de las costumbres, 229-230 (Ak., VI,
58 J. Nabert, Eléments pour une éthique. Aubier, París reed. 1992, 192-193. 
59 Las aspiraciones del comunitarismo..., en o. c. 
60 Sources of the Self, 516. 
61 Eléments pour une éthique, 71. 
62 L'expérience intérieure de la liberté, 315. 
63 Eléments pour une éthique, 137. 
64 O, c., 1 59. 
65 O. c., 81, cf. Essai sur le mal. Aubier Montaigne París, reed. 1970, 51 y 17-18. 

66 Aristóteles, Etica a Nicómaco 1177b, I. Kant, Crítica del juicio. (Austral 1620). 
Madrid 1977, 369 (Ak., V, 451).
67 Sources of the Self, 520.
68 J. Habermas, o. c., 183-184; tr. fr., 163-164. 
69 En M. Merleau-Ponty, Le primat de la Perception et ses conséquences 
philosophiques: Bulletin de la Société Française de Philosophie (1947); discusión 
en 135-153.
70 J. Nabert, Avertissement en I. Kant, La philosophie de l'histoire. Aubier, París 
1947, 10. 
71 Le visible et l'invisible. Gallimard. París 1964. 231. 
72 J. Habermas, o. c., 179 n.; tr. fr., 161 n.
73 O. c., 177 y 184; tr. fr., 159 y 164-165.
74 Essai sur le mal, 66. 
75 J. Nabert, Essai sur le mal. 73. 
76 Essai sur le mal. 21-23. 
77 Eléments pour une éthique, 139. 
78 M. Merleau-Ponty, Phénoménologie de la perception. 500. 
79 L'expérience intérieure de la liberté, 321.
80 A. MacIntyre, How moral agents became ghost or why the history of ethics 
diverged from that of the philosophy of mind: Synthese (1982) 295-312; cf. G. 
Gutiérrez, El agente fantasma: Agora (1986) 227-234, y E. López Castellón, 
Fragilidades de las éticas de la virtud: Revista de filosofía, Universidad 
Complutense, Madrid (1993) 153. 
81 Le systeme totalitaire. Seuil, París 1972, 196-197. 
82 Se habría hecho así realidad el sueño de libertad de los santos Agustín y 
Tomás, y el de algún que otro filósofo práctico actual. P. T. Geach, por ejemplo, 
sostiene que el sexo es un veneno y que la virginidad representa «la más gloriosa 
victoria sobre nuestra corrupción» (The Virtues. Cambridge University Press, 1977, 
147 y 149, cit. por E. L. Castellón, l. c, 156). La filosofía cristiana no ha sido nunca 
en esto aristotélica. Aristóteles no creía que lo racional fuese matar la afición, 
puesto oue estimaba que «hay también quien es de tal índole que disfruta menos 
de lo debido con los placeres corporales y no se atiene, así, a la razón» (Etica a 
Nicómaco, 1151b). Si fuera un veneno podríamos pensar que la desgana sería el 
mejor antídoto pero los hombres la viven como un drama, y también las mujeres 
la sienten como una derrota, aunque hiera más levemente la autoestima de ellas 
por lo que hay de no asumible en un sexo al que el valor potencia le es ajeno. 
83 Se encontrará una muy sugerente síntesis de los numerosos trabajos 
dedicados a este paciente por Goldstein, Gelb, Benary, Hochheimer y Steinfeld en 
la Phénoménologie de la perception, de 54. Merleau-Ponty, 119-160, 181-183 y 
228. 
84 Fundamentación, 45 (Ak., IV, 405). 
85 La vida del espiritu, 496. 
86 Sobre la libertad, cap. III. 
87 J Piaget, Sabiduría e ilusiones de la filosofía. Península, Barcelona 1970, 
153. 
88 Son éstos algunos rasgos de la extensa descripción apoyada sobre todo en 
Karl Jaspers, que de estos caracteres lábiles hizo Philipp Lersch en La estructura 
de la personalidad. Scientia, Barcelona 1962, 469-470 y 517-539. 
89 J. Habermas, o. c, 185; tr. fr., 165. 
90 Signes. Gallimard, París 1960, 104.