+
J U S T I C I A
Emilio Martínez Navarro
1. Un término polémico y polisémico
Hablar del concepto de justicia en frío, desde la apacible
tranquilidad de las bibliotecas, pudiera tal vez hacernos olvidar hasta
qué punto una inmensa cantidad de seres humanos de todas las
épocas y lugares se han jugado la vida gritando «¡justicia!» como
expresión básica de protesta ante una experiencia de maltrato por
parte de otros seres humanos. En ocasiones, también hay quien lanza
este grito a sus divinidades, a raíz de experiencias en las que se siente
víctima y juzga que no merecía en modo alguno el daño que los otros,
o la mala suerte, le están infligiendo. Así, pues, es notorio que hay en
todos nosotros una experiencia básicamente semejante del
padecimiento de la injusticia, que probablemente funciona como
sustrato necesario para la comprensión y el uso continuado que
posteriormente hacemos de este vocablo. Ahora bien, esto no
significa, en modo alguno, que todos los humanos de todas las épocas
y lugares estemos coincidiendo en entender esa experiencia básica de
la misma manera, dado que la experiencia es siempre interpretada,
reflexionada y expresada con ayuda de las palabras, las creencias y
las estructuras mentales que posee cada grupo cultural, y dentro de
cada grupo, a su vez, cada persona dispone de mayores o menores
recursos culturales para interpretar su situación (y la ajena) según sea
su edad, su grado de inteligencia, su nivel de conocimientos, su
posición social, y su mayor o menor afición a reflexionar.
Una misma situación, como por ejemplo la muerte de un niño por
inanición en un país pobre, no es vivida, ni pensada, ni expresada del
mismo modo, pongamos por caso, por su madre indígena (de
creencias reencarnacionistas), por una monja católica europea (que
asiste a esa muerte con impotencia y horror), por una periodista
nórdica agnóstica (que toma la foto del acontecimiento para una
cadena de periódicos sensacionalistas), por una representante de la
ONU de origen japonés (que tiene encomendada una misión de ayuda
humanitaria en la zona), por una guerrillero indígena (analfabeta pero
que ha recibido una rudimentaria formación marxista-leninista), por una
soldado de una potencia occidental (que cumple órdenes formando
parte de una misión anti-guerrilla en esa misma zona), etc.
La pluralidad de experiencias, de lenguajes, de interpretaciones y
de intereses es tal, que apenas queda margen para creer que hay
«una descripción imparcial y correcta» de la situación mencionada,
aunque esto no significa que todas las interpretaciones posibles sean
correctas, ni que todos los intereses sean igualmente legítimos. Hay
más bien una pluralidad de interpretaciones tentativas, en gran parte
excluyentes entre sí, que coexisten casi siempre en pugna por el
predominio sobre las demás, y al mismo tiempo transformándose
mutuamente. Pero hay también -y esto se olvida hoy demasiado a
menudo- un patrimonio acumulado de conceptos, de principios morales
y de argumentaciones serias, que permiten analizar y comprender los
sucesos humanos -como el del ejemplo anterior- desde una
perspectiva más crítica, global y completa que la que podría adoptarse
desde otros puntos de vista ajenos a la filosofía moral. Ahora bien,
nuestra disciplina tampoco ha sido siempre un modelo de coherencia
ni de autocrítica. Hablando de justicia, no estará de más recordar que
la esclavitud, o la discriminación por razón de sexo, o de raza, o de
condición social, etc., han sido instituciones toleradas y justificadas -si
bien con argumentos que hoy sabemos que no resisten un mínimo
análisis serio- por la mayor parte de los filósofos hasta muy entrada la
modernidad, y que ello no era oLstáculo para construir bellas
reflexiones sobre la justicia, en las que un lenguaje impersonal y
universalista expresaba en realidad contenidos que sólo pretendían
ser aplicados a un pequeño colectivo de varones - blancos - adultos -
acomodados - no extranjeros -, etc.
Así, pues, cualquier término, y especialmente los que tienen
contenido ético, aparece desde esta perspectiva con una enorme
carga de connotaciones adheridas a lo largo de la historia y a lo largo
y ancho del planeta, de tal manera que un mismo vocablo no significa
lo mismo para dos personas distintas, ni tampoco para una misma en
distintas etapas de la vida. Pero, además, los términos éticos no
pretenden sólo interpretar o señalar los fenómenos morales, sino que
también -como ocurre con el de «justicia»- pretenden expresar un tipo
de realización práctica, pretenden encarnarse en la realidad,
pretenden... ¡cambiar el mundo! Por todo ello, en el caso de este
término -heredero directo del término griego dikaiosyne y del término
latino iustitia-, estamos ante uno de los vocablos más vivos y complejos
que pueda encontrarse; su utilización, como hemos visto, va ligada a
experiencias humanas un tanto extremas, en las que las personas se
ven enfrentadas entre sí por estar en juego sus vidas, sus bienes o
sus proyectos; la utilización del término está casi siempre cargada de
una viva polémica. Podemos apreciar dos niveles distintos de esta
polémica: por un lado, las situaciones que dan lugar a reclamaciones
de justicia pueden darse entre personas que no comparten los mismos
contenidos en su comprensión de esta palabra; en tal caso tenemos lo
que podríamos llamar una «polémica semántica» (puesto que
discrepan respecto al significado mismo del término); por otro lado,
esas situaciones conflictivas pueden darse entre personas que sí
comparten una misma significación del término, pero que no se ponen
de acuerdo en el análisis de la situación concreta que es objeto de
litigio; en tal caso podríamos hablar de una «polémica situacional»
(puesto que discrepan sólo en el dictamen o visión moral de la
situación que les enfrenta).
Así, pues, ante la enorme complejidad que supone un estudio
pormenorizado de los significados de la palabra «justicia» surge la
cuestión siguiente: ¿puede acaso la ética, la filosofía moral, decir
alguna cosa con sentido acerca de las significaciones de este término?
Creemos que la mejor respuesta afirmativa a esta pregunta es la que
arranca de un recorrido por la historia de la reflexión ética, mostrando
cómo desde tiempos lejanos ha habido en todas partes una cierta
sensibilidad moral, generalmente acompañada por la argumentación
racional sobre las cuestiones morales, y cómo dicha argumentación
racional ha ido dando algunos frutos, siempre mejorables, que merece
la pena tener en cuenta. Pero además de la historia de la ética, que
nos muestra básicamente la enorme extensión y profundidad de lo que
hemos llamado la «polémica semántica», hemos de subrayar también
la existencia del enorme interés contemporáneo que despiertan los
enfoques sistemático y aplicado de la cuestión, sobre todo en el ámbito
de la filosofía moral de habla inglesa.
2. Breve historia del concepto ético de justicia
Ante todo hemos de distinguir -sin pretender una clasificación
exhaustiva- entre los usos más habituales del término:
- La justicia en sentido ético, relacionada con las creencias morales,
en donde aparece tanto como: a) una cualidad moral que puede ser
referida a distintos sujetos (exigencias justas, intercambios justos,
comportamientos justos, personas justas, leyes justas, instituciones
justas, guerras justas, etc.), como también b) una capacidad humana
para juzgar en cada momento lo que es justo y lo que no (sentido de
justicia, intelecto práctico-moral, razón práctica, etc.), como también c)
alguna teoría ético-política (justicia liberal, justicia libertaria, justicia
socialista, etc.).
- La justicia en sentido jurídico (concordancia de una ley o de un
acto concretos con el sistema legal al que pertenece).
- La justicia en sentido institucional (el poder judicial. Ia institución o
conjunto de instituciones encargadas expresamente de administrar
justicia conforme al sistema jurídico).
a) Algunos antecedentes prefilosóficos
Una de las primeras cosas que la reflexión ética pone en evidencia
es que las referencias a algo que pudiéramos entender como
semejante a lo que en castellano entendemos por «justicia» son tan
antiguas como la historia misma. Antes, por tanto, de que los filósofos
se aprestasen a la reflexión sistemática sobre este concepto, ya hubo
otras fuentes escritas que lo apuntaron. Tal es el caso, por ejemplo,
del babilonio código de Hammurabi (1.700 a. C., aprox.):
«Hammurabi ha venido para hacer brillar la justicia, para impedir al
poderoso hacer mal a los débiles» 1.
Nótese la significación socio-política que se atribuye aquí a la
justicia: el soberano es presentado como un enviado de los dioses
cuya misión terrenal es compensar la debilidad de una parte de los
súbditos frente a la tentación que tienen los más fuertes de hacer un
uso dañino de su fuerza. Aquí la justicia es concebida como un valor
divino que corrige los desequilibrios provocados por las inclinaciones
perversas de los humanos hacia el abuso respecto a sus semejantes.
De este modo, los redactores del código dotaban a la institución
monárquica de una justificación de tipo religioso, pero afianzada en
consideraciones filosóficas que constituyen los primeros antecedentes
de las teorías de los derechos naturales humanos.
Otro documento histórico temprano, y de enorme influencia en
nuestra cultura occidental, es la Biblia. En ella encontramos una
pluralidad de términos hebreos que los especialistas tienden a traducir
con el vocablo «justicia», si bien advierten que los propios términos
originales no presentan una significación unívoca ni permanente 2. En
efecto, los términos que pudiéramos traducir como «justicia» se
refieren a distintos sujetos y distintos estados de cosas que
someramente podemos resumir de esta manera:
-En ocasiones se apunta a la justicia de casos concretos
individuales (este hombre es justo, puesto que ha sido declarado
inocente de los cargos de los que se le acusaba en el juicio que la
comunidad ha celebrado al efecto) 3.
- Otros textos se refieren a cierto colectivo idealizado de personas
(los «justos», los «piadosos»), a los que se atribuyen toda suerte de
cualidades positivas, para confrontarlo con otro colectivo (los
«malvados», los «impíos»), al que se atribuyen toda suerte de
defectos. Tal esquematismo responde, al parecer de los expertos, a la
crisis interna que la comunidad israelita atravesó en determinados
momentos de su historia, pero no responde en absoluto a una
concepción filosófica de fondo que pudiera rastrearse como
ingrediente del pensamiento hebreo-bíblico 4.
-Abundan los pasajes en los que se atribuye la justicia a Yahvé, el
Dios único y todopoderoso de los israelitas, en relación con el trato
que él otorga a cada individuo humano. Se supone que la legislación
divina, expresada sintéticamente en el decálogo, es una legislación
justa, correcta, ajustada a la naturaleza y circunstancias de todos los
seres humanos -no sólo de los miembros del pueblo hebreo-, y se
supone que el )uicio que espera a cada uno para rendir cuentas ante
Dios será un juicio justo, incluyendo el derecho a la defensa. Sobre la
base de estas crcencias, los israelitas muestran en los textos bíblicos
una constante apelación a la justicia divina cuando fracasan las
instituciones de justicia de la comunidad. La rica tradición de la
denuncia profética tiene su punto de apoyo en la convicción profunda
de que Yahvé corregirá -primordialmente en esta misma vida terrenal-
los desaguisados injustos cometidos por los poderosos 5.
-Por último, hay pasajes bíblicos en los que se presenta la justicia
como atributo de Yahvé, pero en relación con el papel de juez y parte
en la vigilancia del cumplimiento del pacto de alianza sellado con su
pueblo: los israelitas creen que si la comunidad, mayoritariamente,
deja de cumplir la justicia del decálogo y de «la protección al huérfano
y a la viuda», entonces Yahvé le castigará con la derrota y el destierro;
Yahvé sabe imponer el merecido castigo al pueblo cuando no ha
sabido cumplir fielmente los compromisos adquiridos en la alianza
pactada en el Sinaí 6.
Mención especial merece la reflexión vigorosa que nos presenta el
libro de Job acerca de la falta de coincidencia que a menudo
experimentamos entre la justicia personal y la felicidad. El anónimo
autor de este libro nos muestra una nueva concepción de la justicia
divina que se opone a la visión tradicional, según la cual el éxito en los
proyectos vitales es señal de que Yahvé premia el comportamiento
recto, mientras que el fracaso y la desgracia son signos de castigo por
los pecados cometidos; la nueva concepción, por contra, insiste en la
profundidad del misterio que encierra el dolor humano, y en la imagen
de un Yahvé imprevisible y desconcertante, que a la postre es justo
según criterios que no siempre somos capaces de comprender.
En síntesis, podemos decir que en el pensamiento bíblico subyacen
aspectos del concepto de justicia que se han ido asimilando en
occidente como elementos esenciales de un acervo cultural más o
menos común. Me refiero a las nociones de pacto o contrato moral
originario, de legislación moral adecuada, de juez imparcial, de
garantías procesales, de defensa de los débiles frente a posibles
abusos de los poderosos, etc. En última instancia, de los hebreos
hemos heredado una noción de hermandad universal (todo el género
humano comparte los rasgos de un padre común) que probablemente
es el trasunto último de la noción occidental de justicia en tanto que
respeto y promoción de la igualdad de valor básico o dignidad de
todos y cada uno de los seres humanos. Por otra parte, y no menos
importante, también hemos heredado de los hebreos una determinada
visión de que la utopía de una humanidad en paz y justicia es un
proyecto realizable. En efecto, el Dios bíblico no es considerado sólo
como juez sabio y todopoderoso, sino también como el garante último
de un final feliz para la historia:
«Cuando se derrame sobre nosotros un aliento de lo alto, el desierto será
un vergel, el vergel parecerá bosque; en el desierto morará la justicia, y en el
vergel habitará el derecho: la obra de la justicia será la paz, la acción del
derecho serán la calma y la tranquilidad perpetuas» 7.
De todos modos, es sabido que en la Biblia no se hace ningún
tratamiento filosófico sistemático del concepto de justicia ni de ningún
otro concepto ético. Hay que esperar al nacimiento de la filosofía en
Grecia para empezar a rastrear dicho tratamiento en una búsqueda
continuada que dista mucho de estar terminada.
b) Algunas aportaciones a lo largo de la historia de la filosofía
Entre los primeros filósofos conocidos, la más temprana referencia a
la justicia que hoy conservamos es un famoso fragmento de
Anaximandro de Mileto:
«El principio y elemento de las cosas es lo indeterminado (ápeiron). De
donde los seres tienen su origen, allí mismo encuentran su destrucción por
razón de su necesidad. Pues las mismas cosas se hacen mutuamente
justicia y se dan expiación por su culpa según el orden del tiempo» 8.
Los principales comentaristas de este fragmento, entre los que
destaca Werner Jaeger, afirman que la noción de justicia, que aquí
aparece atribuida al funcionamiento del universo entero, en realidad
tiene su origen en la noción común que los griegos tenían acerca de la
justicia como la cualidad positiva más importante de una polis, de una
comunidad políticamente organizada. El mérito de Anaximandro habría
sido entonces, precisamente, la ocurrencia de atribuir una cualidad
propia del ordenamiento social humano a una concepción de la
naturaleza entera, concebida ahora como un orden similar al de la
polis, una consideración del ámbito natural como un cosmos, iniciando
así una visión del mundo que sirve de base a la ciencia y a la cultura
occidentales 9.
Así, pues, la justicia aparece por primera vez en la reflexión
filosófica como sinónimo del ordenamiento socio-político y presentando
conexiones intensas con las nociones de «trato mutuo», de «culpa»,
de «expiación» y de «tiempo». Tal vez en la mentalidad de
Anaximandro y de sus coetáneos, el orden político es justo, al parecer,
cuando se garantiza que todos se darán mutuamente un trato tal que,
en caso de daños arbitrariamente infligidos, los responsables expiarán
sus culpas antes o después, conforme al inexorable designio del
tiempo. Esta noción de justicia conforma hasta cierto punto la
mentalidad occidental en general, sobre todo en la medida en que
sugiere que la justicia consiste en un cierto equilibrio en el intercambio
mutuo de bienes y de daños.
Siglos después de Anaximandro, la crisis de cohesión interna de la
polis griega tuvo probablemente su expresión filosófica en las nociones
de justicia que defendieron algunos de los pensadores apodados
como «sofistas»; en efecto, algunos de ellos, al parecer, mantuvieron
que la justicia es una noción vacía que sólo se llena de contenido con
una convención social pasajera y volátil: «algo es justo cuando se
acuerda que es justo, e injusto cuando se acuerda que es injusto». Es
muy claro que la experiencia de una cierta transformación de las reglas
del juego político y social, y el conocimiento de los contrastes entre los
diversos ordenamientos sociales existentes, fueron las bases en que
se apoyaron los sofistas para sostener la declaración anterior. Ahora
bien, en este punto es preciso distinguir entre lo que podríamos llamar
«relativismo fáctico», que se limita a constatar el hecho de que hay
distintas significaciones de «justicia» en el espacio y en el tiempo, y lo
que podemos llamar «relativismo normativo», que es una determinada
posición filosófica que sostiene que todas las significaciones tienen el
mismo valor, y que por tanto no tiene sentido promover el predominio
de una sobre las otras. Si los sofistas, o algunos de ellos, sostuvieron
realmente esta última opinión, entonces olvidaban que los pueblos
pueden equivocarse: pueden acordar -de facto- el predominio de una
determinada noción de justicia, pero puede resultar que, a la luz de
una reflexión sistemática (que incluye consideraciones sobre los
sujetos, las relaciones mutuas, los tipos de actos, las consecuencias
de los mismos, etc.), esa concepción de justicia resulte arbitraria,
caprichosa, irracional, injusta. Persistan o no, las concepciones de
justicia de todos los pueblos no son equivalentes en cuanto a su valor
racional, no son -de iure- igualmente válidas. La crítica de Platón al
relativismo normativo de los sofistas insiste fuertemente en este punto,
poniendo al descubierto la superficialidad de los argumentos de
aquellos.
Otro rasgo significativo de la visión sofística de la justicia fue la
afirmación de que no hay conexión necesaria alguna entre ser justo y
ser feliz. Esta afirmación fue objeto de una agria polémica entre
algunos sofistas y Platón, dado que éste se mostró radicalmente en
desacuerdo con semejante opinión. Es muy probable que Platón
heredase de su maestro Sócrates la sólida convicción de que es mejor
padecer la injusticia que cometerla, y que sólo el hombre justo puede
ser realmente feliz. Este problema de la relación entre justicia individual
y felicidad -que ya hemos apuntado anteriormente al hablar del libro de
Job- es una de las cuestiones filosóficas más apasionantes y
enigmáticas que existen, y por ello no ha dejado de tener algún tipo de
respuesta en las reflexiones de la mayor parte de los filósofos
posteriores. Es evidente que las respuestas a esa cuestión no pueden
ser fáciles ni simples, pues no sólo se trata de precisar el contenido de
ambos conceptos, sino de construir un marco filosófico completo en el
que ambos conceptos pudieran tener su lugar en coherencia con el
resto de los datos, concepciones y creencias que se posean en todos
los demás asuntos. Así debió entenderlo el propio Platón, y en
consecuencia se aprestó a edificar su propio y bien conocido sistema
filosófico, en el que la justicia individual (armonía de las tres virtudes
básicas de prudencia, fortaleza y templanza) encaja perfectamente con
la justicia de la polis ideal (armonía de las relaciones entre los sabios
gobernantes, los valerosos guardianes y los laboriosos y austeros
productores). La posesión de semejante armonía justa o justicia
armónica era considerada por Platón el mayor bien posible al alcance
de los humanos y, en consecuencia, la mayor felicidad posible,
parcialmente disfrutable ya en esta vida y en este mundo, pero
prorrogable eternamente en otra vida y en otro mundo, una vez
liberado el individuo-alma de las servidumbres a las que está sometido
por el cuerpo-prisión. De esta forma, a través del postulado de la
existencia de una realidad ultramundana y de una justicia ultrahumana,
Platón dejó sentadas las bases filosóficas de una concepción
metafísica de la justicia que atraviesa los siglos posteriores de la mano
de cierto modelo de cristianismo, y marca también su impronta en la
noción de justicia que aún permanece vigente en occidente.
La aportación de Aristóteles a la reflexión sobre la noción de justicia
es extremadamente esclarecedora. En el libro V de la Etica a
Nicómaco, Aristóteles distingue, en primer lugar, entre la justicia como
virtud genérica (equivalente a rectitud moral en general), y las
variedades de justicia que corresponde aplicar a unos u otros casos;
así habla de la justicia conmutativa (equilibrio de intercambio de bienes
entre individuos), la justicia correctiva o rectificativa (equilibrio entre
cada delito y su correspondiente castigo), y la justicia distributiva
(equilibrio en el reparto de bienes y de cargas entre los distintos
individuos de igual rango dentro del colectivo). Esos tres tipos de
equilibrio presentan una conexión esencial con la noción de igualdad:
«Del mismo modo que lo injusto implica desigualdad, así también lo justo
implica igualdad» 10.
De manera que, a su parecer, la exigencia central de la justicia
consiste en dar un trato igual a los casos iguales y un trato desigual a
los casos desiguales. Pero distinguir qué casos concretos son iguales
y cuáles no exige la presencia en los seres humanos de cierta
capacidad específica. Por ello, Aristóteles postula la existencia de un
cierto «sentido de lo justo y de lo injusto» ligado al uso del lenguaje
humano, y por tanto exclusivo de los humanos, que a su juicio
constituye la clave misma de la convivencia familiar y de la estabilidad
socialestatal:
«...pero la palabra (logos) es para manifestar lo conveniente y lo dañoso, lo
justo y lo injusto, y es exclusivo del hombre, frente a los demás animales, el
tener, él sólo, el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, etc., y
la comunidad de estas cosas es lo que constituye la casa y la ciudad» 11.
Esta alusión a un sentido moral individual como base de la propia
convivencia comunitaria es particularmente importante para entender
la noción de justicia que posteriormente se desarrolló en occidente
como un concepto-puente entre lo subjetivo y lo objetivo, entre el
individuo y la sociedad, entre la conciencia interna (sentido de lo justo
y de lo injusto) y la ley externa (normas de la institución familiar y de
las instituciones estatales). Esta doble dimensión que muestra el
concepto de justicia es patente en otros pasajes aristotélicos:
«La justicia es una virtud por la cual cada uno recibe lo suyo y según lo
indica la ley (la norma vigente). Injusticia, en cambio, es aquello por lo cual
uno recibe un bien ajeno y no de acuerdo con la ley» 12.
De este doble carácter de la justicia, el primero (lo «suyo», el
merecimiento individual) es más natural, y el segundo («según la ley»,
expresión de las exigencias comunitarias) más convencional; de ahí
que, cuando trata de la virtud de la equidad como propia del hombre
justo, la describa como un correctivo que busca el justo medio o
equilibrio entre esos dos aspectos de la justicia.
Por último, notemos que Aristóteles está conectando el deber de
comportarse con justicia con la afirmación de la naturaleza
necesariamente social del ser humano, y por tanto ya no hace uso de
una argumentación teológica para entender la necesidad ética de la
justicia. Simplemente ocurre que, o bien nos comportamos mutuamente
con justicia, o no es posible la vida familiar ni social. Pero, como no
podemos sobrevivir aisladamente, no nos queda otra alternativa que
procurar comportarnos con justicia.
De esta forma, a través de la recuperación de Aristóteles que
posteriormente llevó a cabo el cristianismo bajomedieval
-singularmente en la obra de Tomás de Aquino-, la noción occidental
de justicia adoptó definitivamente un lugar central y capital entre las
demás virtudes éticas. En efecto, a pesar de la insistencia de muchos
pensadores cristianos en que lo propio del trato interhumano debe ser
la caridad, el amor mutuo, y no la mera justicia, sin embargo era
preciso desarrollar la reflexión sobre la justicia para poder dar
respuesta a una serie de situaciones en las que las gentes en general,
y los privilegiados en particular, no tenían hábitos caritativos, ni mayor
interés en adquirirlos. Si la caridad es una virtud que «sobrepasa la
justicia», pero ni siquiera había condiciones para lograr un mínimo de
justicia, difícilmente se podía esperar un avance en la práctica de una
más exigente caridad. Ahora bien, los pensadores cristianos no
encontraron la manera de elaborar una teoría de la justicia
verdaderamente original, sino que asimilaron de buen grado las
enseñanzas de los clásicos griegos, particularmente de Aristóteles. Por
otra parte, la ruptura del propio cristianismo tras la Reforma
Protestante (con las subsiguientes guerras de religión) llevó a la mayor
parte de los teóricos éticos a la necesidad de centrarse cada vez más
en el estudio de la justicia en dos frentes básicos: uno, el de las
relaclones interhumanas (generalmente expresado en grandes
tratados de ética, de derecho natural y de teología moral), y otro, el de
la justicia de las instituciones (generalmente expresado en forma de
utopías detalladas, esto es, retratos imaginativos de modelos
alternativos de sociedad, a menudo inspirados en el precedente de La
República de Platón).
Como botón de muestra de lo que dio de sí la reflexión ética
después de la Reforma, veamos la clasificación de la justicia de la
mayor parte de los tratadistas morales de inspiración católica.
Distinguían fundamentalmente tres tipos de justicia:
-La justicia-conmutativa, que exige que las relaciones de
intercambio de bienes y servicios esté presidida por la igualdad de
valor, y que nadie interfiera en la esfera de derechos de otra persona
sin el consentimiento de ésta o, al menos, si tal interferencia ocurre de
todas formas, deberá ser compensada a satisfacción de quien la
padece mediante una contraprestación equivalente. Las personas
interesadas en el intercambio han de juzgar por ellas mismas en qué
medida éste será justo, pues el criterio de justicia, en este caso, será
el acuerdo alcanzado sin ningún tipo de coacción.
- La justicia-legal o general, que regula las relaciones entre el
individuo y la comunidad considerada globalmente, exige que cada uno
cumpla con una serie de deberes y obligaciones para el correcto
funcionamiento de la convivencia y para la consecución de los
objetivos comunes. Esto implica por parte del individuo el cumplimiento
de las leyes vigentes y el pago de los impuestos legalmente
establecidos. En este caso no es fácil aplicar el criterio del mutuo
acuerdo para fijar los límites concretos de las prestaciones, y para
lograrlo se suelen utilizar ciertos mecanismos que, en general,
podemos agrupar en dos tipos: por un lado, las instituciones sociales
cuyo objetivo es establecer una fuente de autoridad lo más reconocida
posible (consejo de ancianos, constitución, caudillismo, regla de
mayorías, etc.); por otro lado, las instituciones cuya finalidad primaria
es ejercer dicha autoridad eficazmente (códigos de normas
específicas, cuerpos de policía, control de las informaciones
relevantes, etc.). La vigencia de unas u otras instituciones suele ser
contestada por algún sector de la población (la unanimidad real, no
fingida ni forzada, es prácticamente imposible, dada la enorme
variedad de tipos humanos, de situaciones y de intereses); la adopción
de unas u otras instituciones concretas condiciona fuertemente la vida
social y pone en evidencia cuál es el modelo de justicia legal que rige
en cada sociedad concreta, modelo que suele tener una estrecha
relación con el tipo de justicia del apartado siguiente.
- La justicia-distributiva, de la que hablaremos ampliamente en
las páginas que siguen, se refiere a los bienes y servicios que la
comunidad, globalmente considerada, debe proporcionar a los
individuos que la forman, tanto a los que son ya miembros plenamente
activos dentro de ella, como a los que están en vías de serlo algún día,
como a los que lo fueron en algún momento antes de perder sus
facultades de cooperación. La sociedad tiene que tratar con justicia a
sus propios miembros repartiendo equitativamente los derechos y los
deberes, los poderes y las obligaciones, las prerrogativas y las
garantías, las oportunidades de prosperar y las barreras anti-excesos,
las riquezas y las contribuciones, los ingresos y los impuestos, los
honores y los castigos, etc. Qué deba entenderse por
«equitativamente» es una cuestión que aparece ligada a las
concepciones culturales y sociales de cada época, de tal manera que
hasta hace bien poco se consideraba que la configuración de la
sociedad en estamentos bastante cerrados y los privilegios y
prerrogativas adscritos a cada estamento eran algo dado «por
naturaleza» y querido así por la divina providencia. En consecuencia,
lo equitativo era tratar a cada cual según su rango.
En cualquier caso, vemos que la justicia distributiva es el tipo de
justicia que resulta más determinante y fundamental de los tres que
acabamos de comentar, puesto que abarca en su despliegue a la
propia justicia legal y fija los límites de lo que es lícito intercambiar en
la esfera de la justicia conmutativa. Por eso los tratadistas
contemporáneos de la ética social y política se han centrado
primordialmente en la justicia distributiva como objeto de estudio y de
polémica.
3. La justicia en sentido ético-político:
¿en qué consiste una sociedad-justa?
SOCIEDAD-JUSTA/CUAL JUSTICIA/CONCEPTOS
A lo largo de los siglos XVIII, XIX y XX, el mundo ha cambiado más
profundamente que en cientos de siglos anteriores, y en cuestiones de
reflexión ética este cambio no podía ser menor que en otros ámbitos
científicos y técnicos. Quizá el giro más revolucionario en los estudios
sociales haya sido el abandono de la creencia en que el orden
socio-económico-político es algo dado, «natural» y fijo. La evidencia
de los cambios sociales ha sido tan intensa, la comunicación entre los
pueblos tan facilitada, y algunas aportaciones de filósofos como Marx
han sido tan valiosas, que progresivamente se ha mostrado
insostenible la pretensión de que una forma de vida particular sea la
«humana» por antonomasia.
Por contra, se ha ido extendiendo la convicción de que es posible
cambiar de modo parcial o total un sistema social históricamente
configurado, de manera que ahora la cuestión de la justicia ya no se
plantea sólo en términos de qué es lo justo dentro de tal o cual sistema
sociopolítico, sino también en términos de hasta qué punto el sistema
como tal es justo. La primera cuestión es siempre más fácil de
responder, puesto que lo justo dentro de un sistema dado es aquello
que las propias normas del sistema han previsto como tal, conforme a
criterios que son tomados de la propia estructura interna del sistema,
estructura que incluye no sólo normas concretas, sino también amplios
principios generales, opciones por valores muy concretos, tradiciones
más o menos arraigadas, etc. Lo difícil es responder a la pregunta por
la justicia del sistema mismo, dado que en este caso ya no podemos
recurrir a criterios internos al propio sistema dado, sino que hemos de
buscar un marco de reflexión más amplio, que aquí consideramos que
no es otro que el de la filosofía moral o ética, auxiliada por la
experiencia histórica de los pueblos y la reflexión cuidadosa sobre la
misma; los trabajos más serios en este campo intentan comparar
distintos sistemas éticos y evaluar sus respectivos méritos e
insuficiencias. Así, pues, la reflexión ética sobre la justicia termina
coincidiendo con el problema central de la filosofía política: a partir de
la pregunta: «¿en qué consiste la justicia?», llegamos con toda
forzosidad a la pregunta: «¿en qué consiste una sociedad justa?».
Veremos a continuación algunas de las principales respuestas
modernas y contemporáneas a esta última pregunta.
a) Concepciones liberales de la justicia
- La tradición liberal contractualista: J. Locke, J. J. Rousseau, I.
Kant, J. Rawls
Las teorías contractuales modernas son construcciones
ético-políticas que nacen en el ambiente general de ruptura del orden
social del medievo, como un intento de sustitución del fundamento
religioso por la razón natural. En este contexto, los filósofos más
secularizados tratan de dar explicaciones sobre la moralidad en
general y sobre la justificación del Estado en particular, a través del
recurso a un hipotético estado de naturaleza, en el que los individuos
aislados, dotados de las características psicológicas propias de Ios
europeos de la época (que los teóricos de los inicios del liberalismo
confunden con características propias de la naturaleza humana), y
pertrechados con los derechos naturales (que los tratadistas
consideran derivables de tal naturaleza humana), se enfrentarían unos
a otros de tal manera que, antes o después, acordarían libremente la
conveniencia de instituir una autoridad superior con amplios poderes
para distribuir los beneficios y las cargas de la vida en comunidad,
recortando de esta manera los derechos iniciales en beneficio de
todos y cada uno. En el caso del primero de estos contractualistas
modernos, Thomas Hobbes, lo peculiar es el hecho de que el pacto
originario da lugar, en su opinión, al otorgamiento irrevocable de un
poder absoluto a un monarca o a una asamblea, de tal manera que
todos los demás ciudadanos contraen una firme obligación de
obediencia que sólo cesaría en el caso de que ese poder absoluto
fuese incapaz de garantizar el contenido del pacto, a saber, el
mantenimiento de la paz y la seguridad.
Ahora bien, como la teoría hobbesiana legitimaba un modelo de
sociedad fuertemente autoritario, alejado de los intereses de la clase
burguesa naciente, fue preciso elaborar nuevas teorías que aportasen
una visión más propicia de las libertades individuales. En el caso de
John Locke, la teoría contractualista retoma elementos teológicos,
dotando a los derechos naturales de un fundamento divino. En efecto,
según Locke, los derechos naturales son aquellas normas asentadas
por Dios en nuestra naturaleza racional de las que podemos deducir
conclusiones verdaderas sobre nosotros mismos y la realidad que nos
circunda, y que deben cumplir la función de regular nuestra conducta
individual y social. Surge así la idea de la existencia de un conjunto de
derechos naturales anteriores al Estado (entre ellos el derecho de
propiedad como correlato del derecho de autoconservación), e
invulnerables por éste, dado que se postula la existencia de un código
moral objetivo, no basado en el interés propio racional de Hobbes. A
diferencia de este último, Locke no concibe a los humanos como
individuos aislados de todo orden social, sino como miembros de una
rudimentaria sociedad en la que ya rige un código moral básico,
aunque no con la fuerza necesaria como para poder prescindir del
Estado; porque, dada la creciente complejidad de la vida
socio-económica tras la aparición del dinero y la consecuente
posibilidad de apropiación de bienes por adquisición, los individuos
-guiados por su justo interés propio- buscarán una salida racional a la
inseguridad mediante
«una ley establecida, aceptada, conocida y firme que sirva como común
consenso de norma de lo justo y lo injusto, y de medida común para que
puedan resolverse por ella todas las disputas que surjan entre los hombres;
asimismo, falta un juez reconocido e imparcial, con autoridad para resolver
todas las diferencias de acuerdo con la ley establecida; y un poder suficiente
que respalde y sostenga la sentencia, cuando ésta es justa, y que la ejecute
debidamente» 13.
Así, pues, la justicia en Locke se configura básicamente como la
virtud propia de un ordenamiento socio-político cuya finalidad es el
respeto y protección de unos derechos individuales de supuesto
origen divino.
Sin embargo, en la obra de Jean J. Rousseau se vuelve a prescindir
de las referencias teológicas y se plantea crudamente la tensión que
será objeto de las principales disputas ético-políticas de los siglos
siguientes: el problema de cómo compatibilizar un máximo de libertad
personal auténtica con un máximo de seguridad jurídica para todos y
cada uno. La «solución» de Rousseau es formulada mediante el
concepto de voluntad general, que se forma por el sometimiento total
de cada individuo a la autoridad de la comunidad en su conjunto,
constituida como un cuerpo político soberano en el que el propio
individuo participa con voz y voto. Esta autoridad comunitaria puede
ser ejercida a través de distintos mecanismos concretos (comisión de
gobierno, asamblea ciudadana, etc.), pero siempre bajo la constante
vigilancia y sometimiento último a la comunidad soberana. Esta
doctrina rousseauniana aparece como un ideal moral-político
fuertemente participativo, que únicamente puede ser llevado a la
práctica en pequeñas sociedades en las que se cumplan requisitos
tales como la homogeneidad cultural y étnica, junto con un alto grado
de igualdad en la distribución de la riqueza. El Estado es concebido
aquí como un instrumento imprescindible para la consecución y el
mantenimiento de la libertad, que es, en opinión de Rousseau, el valor
irrenunciable de la vida humana. Pero no una libertad natural, que ya
es irrecuperable para los humanos, sino una libertad civil, que sólo se
conquista por medio de unas leyes justas, esto es, leyes aprobadas
por todos y referidas al bienestar de todos. Estas leyes sólo pueden
surgir de un ordenamiento nuevo, en ocasiones revolucionario, que
fomente los comportamientos solidarios y la búsqueda del interés
común por encima de los intereses particulares. La paradoja está
servida: no puede haber leyes justas hasta que los hombres se
comporten con justicia, y no se puede esperar que los hombres se
comporten con justicia hasta que no haya leyes justas que los
reeduquen. Es probable que la salida a esta paradoja de Rousseau no
pueda ser otra que una construcción de la justicia en los dos frentes a
la vez: la progresiva transformación del Estado y la simultánea
educación solidaria de los individuos; en ese espíritu pueden leerse
algunas de las doctrinas sobre la justicia más directamente herederas
de la aportación rousseauniana, singularmente las de Kant, Marx y
Rawls.
MUJER/KANT: La influencia del pensamiento de I. Kant en el
terreno ético y jurídico-político es tan grande que no parece posible
prescindir de su lúcida herencia, a pesar de que sus escritos
muestren, muy a las claras, la persistencia de arraigados prejuicios
frente a ciertas posiciones sociales (las mujeres y los trabajadores
menos cualificados no reúnen, a juicio de Kant, los requisitos para ser
considerados como ciudadanos de pleno derecho). Kant sienta las
bases más sólidas del liberalismo moderno cuando argumenta que un
Estado será justo en la medida en que satisfaga tres principios
racionales:
«1. La libertad de cada miembro de la sociedad en cuanto hombre.
2. La igualdad de cada uno con todos los demás en cuanto
súbdito.
3. La independencia de cada miembro de una comunidad en cuanto
ciudadano».
La libertad es entendida aquí como el derecho de cada cual a
buscar su propia felicidad de la manera que vea más conveniente,
siempre que no invada la libertad que han de tener los demás para
perseguir un fin similar. La igualdad es explicada por Kant en términos
del igual derecho de toda persona a obligar a los demás a que utilicen
su libertad de tales modos que armonicen con la propia libertad. Y por
último, la independencia funciona aquí como un presupuesto necesario
para que el contrato originario que legitima al Estado pueda ser
considerado como un libre acuerdo. Naturalmente, Kant no piensa que
ese acuerdo originario, que debe ser el fundamento de todo Estado
justo, tenga que haber existido de hecho, sino que basta con que las
leyes de tal Estado sean tales que las personas estuvieran de acuerdo
con ellas en unas condiciones en las cuales se cumplieran los
requisitos de libertad, de igualdad y de independencia. Las leyes que
concuerden con ese contrato originario dan a cada miembro de la
sociedad el derecho a alcanzar cualquier posición social que pueda
ganarse con su trabajo, con su ingenio y con su buena suerte. De este
modo, la igualdad exigida por el contrato originario no excluye, en
opinión de Kant, un margen de libertad económica bastante
considerable.
Entre los seguidores contemporáneos de la teoría de la justicia de
Kant, el norteamericano John Rawls ocupa, por méritos propios, el
lugar más destacado. En su famoso libro A Theory of Justice (1971) y
en numerosos trabajos posteriores expone una densa y a veces
dubitativa reflexión acerca de qué puede entenderse hoy por justicia
social en el contexto pluralista, liberal y económicamente desenvuelto
de los países noroccidentales. Su teoría contiene una serie de
distinciones que conviene apuntar brevemente:
- Rawls distingue entre el concepto de justicia (más concretamente
la justicia distributiva de la tradición occidental, que ya hemos visto que
es algo muy vago y general, puesto que se refiere sólo a la necesidad
moral de repartir correctamente los beneficios y las cargas de la
cooperación social, sin especificar todavía ni cómo ha de entenderse
tal «corrección», ni cuáles han de ser los criterios concretos para llevar
a cabo tal reparto) y las concepciones de justicia (que son cada una
de las propuestas concretas, bien definidas, que se elaboran para dar
respuesta a las exigencias generales contenidas en el concepto de
justicia). Esta distinción permite entender que, en el mundo en general,
y en el seno de cualquier sociedad en particular, exista una pluralidad
de concepciones de justicia (utilitarismo, perfeccionismo aristotélico,
perfeccionismo nietzscheano, intuicionismos, etc.) que pugnan por
encarnarse en la realidad social para dar contenido a aquellas
exigencias genéricas del concepto de justicia. En el caso de Rawls, sus
trabajos recogen tanto una concepción de justicia muy concreta (la
justicia como imparcialidad) como un marco general para comparar
distintas concepciones de justicia (el marco neocontractualista de la
posición originaria, que permite observar con bastante claridad los
supuestos e implicaciones de cada concepción de la justicia).
-Otra importante distinción rawlsiana es la que contrapone las
teorías éticas generales- omnicomprensivas y las teorías éticas
especificamente políticas. Las primeras son todos aquellos grandes
sistemas de ética que pretenden dar una explicación del bien del
homIbre en todas sus dimensiones, tanto de la vida individual como de
la vida social, tanto en sus aspectos más materiales como en sus
aspectos más culturales y espirituales. En cambio, las segundas son
teorías mucho más modestas, que pretenden limitarse a exponer una
determinada visión de las instituciones justas (que en su conjunto
forman lo que Rawls denomina la estructura básica de la sociedad)
que pueden ser instauradas o fomentadas en una sociedad para
promover una convivencia pacífica y una cooperación efectiva entre
los miembros de dicha sociedad, cualesquiera que sean sus
respectivas filosofías en sentido general-comprensivo. La justicia como
imparcialidad se presenta como una teoría de este segundo tipo, de
modo que pretende ser compatible, a modo de consenso mínimo
(consenso por coincidencia parcial, overlapping consensus), con una
gran cantidad de cosmovisiones filosóficas y religiosas muy diferentes,
que a menudo coexisten en nuestras modernas sociedades pluralistas.
Una teoría de la justicia así entendida no pretende, pues, dar
respuesta a todos los problemas de justicia que se puedan plantear en
la vida social, sino únicamente pretende aportar unos pocos criterios
bien definidos para poder juzgar racionalmente las estructuras sociales
más abarcantes (la constitución política y los principales
ordenamientos económicos). Tampoco se trata de una teoría que
responda a un problema de distribución justa de una serie de bienes
ya producidos entre una serie de personas ya conocidas (esto sería
un caso de justicia asignativa), sino de repartir tanto los esfuerzos
productivos como los productos, tanto los derechos y libertades como
los deberes y obligaciones, y todo ello de tal modo que, sea cual sea el
resultado final del reparto, éste pueda ser considerado como
efectivamente justo (justicia procedimental pura); esta última consiste
en un tipo de reparto en el que no disponemos de un criterio
predeterminado sobre cuál será la porción de bienes y de sacrificio.
que corresponderá a cada cual, pero se dispone de un procedimiento
equitativo (especificado por unos principios generales y unas reglas
concretas) que prevé que cada cual obtenga los bienes
correspondientes a sus esfuerzos realmente realizados, y se le exijan
las contribuciones justas al bien común. Conforme a esta noción, la
idea de Rawls es presentar su esquema de organización social como
un esquema distributivo justo en la medida en que tal esquema
produce en cada caso concreto un reparto equitativo de los beneficios
y de las cargas entre las personas que han hecho efectivamente sus
esfuerzos cooperativos dentro de él, y que por ello han llegado a
abrigar expectativas legítimas de compensación por tales esfuerzos. Si
el esquema es justo, y se ha administrado honesta y eficazmente, el
resultado de la distribución, sea cual sea, será justo. Unicamente
teniendo como trasfondo una estructura básica justa, que incluya una
constitución política justa y una justa configuración de las instituciones
económicas y sociales puede decirse que exista el procedimiento justo
requerido.
Concretando un poco más la propuesta rawlsiana, digamos que la
justicia como imparcialidad se expresa a través de dos principios de
justicia que han de regir las instituciones básicas de la sociedad:
«(a) Toda persona tiene igual derecho a un esquema plenamente adecuado
de libertades básicas iguales, que sea compatible con un esquema similar de
libertades para todos; y en este esquema, las libertades políticas iguales, y
sólo ellas, han de tener garantizado su valor equitativo.
(b) Las desigualdades económicas y sociales han de satisfacer dos
condiciones: primera, deben estar asociadas a cargos y posiciones abiertos
a todos en condiciones de una equitativa igualdad de oportunidades; y
segunda, deben procurar el máximo beneficio de los miembros menos
aventajados de la sociedad» 15.
El primer principio (principio de iguales libertades) ha de tener
prioridad sobre el segundo, y la primera parte del segundo (principio
de justa igualdad de oportunidades) ha de tener prioridad sobre la
segunda parte (princiipio de diferencia), en el sentido de que no sería
moralmente correcto suprimir ni recortar las garantías expresadas por
(a) para fomentar (b), ni suprimir ni recortar la primera parte de (b)
para fomentar la segunda parte. Esta norma de prioridad se expresa
diciendo que los principios se hallan colocados en un orden léxico.
Estos principios así ordenados son justificados filosóficamente por
medio del recurso a un nuevo método contractualista que Rawls
elabora con todo detalle, y que consta de distintos elementos: uno de
ellos es el constructo de la posición originaria (que contiene el
importante elemento llamado velo de ignorancia), y otro es la noción
de equilibrio reflexivo. Veamos estos elementos brevemente.
La posición originaria es un constructo teórico que consiste en
suponer que los principios de justicia son el fruto de un acuerdo
unánime entre una pluralidad de personas imaginarias que tendrían
que pactar en nombre nuestro, y de una manera definitiva, la adhesión
a una concepción concreta de justicia a elegir entre varias que se les
proponen (tomadas de la tradición filosófica); esas personas hemos de
imaginarlas como racionales, libres, iguales, no interesadas entre sí
(únicamente interesadas en ser buenas representantes de los
intereses de nosotros), colocadas en una situación de simetría (no les
es posible dominar o coaccionar unas a otras), que conocen
perfectamente las condiciones generales en las que se desenvuelve la
vida humana (moderada escasez de bienes, cooperación y
competición entre las personas, disposición de medios técnicos, etc.) y
disponen también de amplios conocimientos generales sobre
economía, sociología, psicología, etc.; pero al mismo tiempo ignoran
(velo de ignorancia) los detalles que conciernen a sí mismas y a sus
representados (personalidad, sexo, edad, nivel intelectual y cultural,
posición social, concepción del bien humano, creencias religiosas o
falta de ellas, país, generación a la que pertenecemos, etc.), con lo
cual no saben aún qué intereses o motivaciones tenemos; se les pide
a estas personas que deliberen libremente, sin cortapisas ni
coacciones de ningún tipo, hasta ponerse de acuerdo respecto a qué
tipo de principios deben regir la vida en la sociedad, una vez que sea
levantado el velo de ignorancia.
Rawls considera que, dadas las características de la posición
originaria, tal como él las describe, las partes contratantes acordarán
adoptar los dos principios de justicia formulados anteriormente, porque
al tratarse de una situación de elección en condiciones de
incertidumbre, las partes preferirán asegurarse de antemano de que
podrán disponer de una serie de bienes sociales primarios (derechos y
libertades básicos, ingresos suficientes, igualdad real de
oportunidades, y los bienes culturales y afectivos necesarios para
mantener la autoestima), porque saben que ésos son medios
polivalentes para alcanzar cualquiera de los posibles fines últimos o
intereses personales que se puedan tener en la vida (tanto si se
adopta un solo fin dominante como si se cambia de fines a lo largo de
la vida). El velo de ignorancia impide que las partes contratantes
adopten principios que pudieran excluir de antemano a determinados
colectivos (a diferencia de la mayoría de las teorías tradicionales, que
posibilitaban que se excluyera de la condición de personas morales a
quienes la naturaleza, en su arbitrariedad, les hubiese colocado en el
grupo de los socialmente marginados: mujeres, niños, enfermos,
extranjeros, miembros de otras religiones, etc.).
La posición originaria es -en palabras de Rawls- sólo un recurso
expositivo para mostrar de modo sintético lo que damos por supuesto
todos nosotros (los occidentales actuales en general) cuando
hablamos en serio de la justicia. En efecto, la noción de un acuerdo
unántme representa nuestra convicción común (sentido común)
respecto al origen social de las normas; la noción de personas iguales
y autointeresadas expresa la idea corriente de la autonomía igual que
se le reconoce a un ciudadano particular en una sociedad moderna,
autonomía por la cual consideramos innegociable la posibilidad de
realizar un determinado plan de vida personal (no necesariamente
egoísta); la noción del velo de ignorancia representa la exigencia de
imparcialidad y no discriminación que normalmente adoptamos en las
relaciones mutuas, y así sucesivamente. Las convicciones morales
habituales de la moderna mentalidad occidental (nuestros juicios
ponderados, en términos de Rawls) constituyen las premisas de la
argumentación de este filósofo en favor de sus dos principios en orden
léxico. Por tanto, el valor justificatorio de la posición originaria depende
estrictamente del valor que concedamos a tales juicios ponderados.
Unos juicios ponderados diferentes conformarían una diferente
posición originaria, que justificaría una elección de principios distintos,
pero entonces ya no serían nuestros juicios ponderados. Por otra
parte, la aplicación de los principios a las situaciones de la vida social
puede dar lugar, en algunos casos, a juicios no congruentes con los
juicios ponderados, obligándonos a tener que elegir entre la fidelidad a
los principios y la fidelidad a los juicios ponderados. ¿Con qué nos
quedamos entonces? Rawls argumenta que lo más sensato es un
equilibrio reflexivo que se consigue a través de sucesivas reflexiones
de ida y vuelta entre los juicios ponderados y los principios a los que
ellos dan lugar, pasando por el diseño correspondiente de una
posición originaria. De este modo, el método filosófico rawlsiano
permanece abierto a una posible evolución de los contenidos morales,
pero bajo el control de una exigencia de racionalidad que obliga a
mantener la coherencia entre los juicios ponderados, los principios
éticos generales que se fundan en ellos, y las argumentaciones
rigurosas que conectan a los unos con los otros.
Por último, es de destacar que Rawls dedica una especial atención
al difícil problema de la justicia entre generaciones, pronunciándose a
favor de la necesidad de un principio de ahorros justos para garantizar
la calidad de vida de nuestros descendientes. Es obvio que esta
reflexión puede aportar mucho a una discusión en torno a los
problemas de la ecología planetaria como problemas que también son
de justicia.
- La tradición liberal utilitarista: J. S. Mill, R. M. Hare
Muchos teóricos liberales han sugerido que la concepción de
justicia que corresponde a una sociedad moderna no precisa ser
construida a través del artificio de una hipotética situación contractual,
sino que es suficiente con adoptar un punto de vista moral centrado en
el imperativo de fomentar la mayor felicidad o satisfacción para el
mayor número de personas. A partir de este único principio supremo,
que puede ser aplicado tanto para conducirse cada individuo en
particular, como para inspirar las reformas sociales que se estimen
oportunas, los utilitaristas han derivado su propia versión de la justicia
liberal.
En la obra de John Stuart Mill (especialmente en el capítulo 5 de
Utilitarianism) encontramos un interesante análisis de una serie de
acciones y de situaciones que generalmente consideramos como
justas o como injustas, e inductivamente llega a la conclusión de que la
noción habitual de justicia (liberal) remite a una serie de reglas morales
básicas cuyo cumplimiento es necesario como un medio para elevar al
máximo la utilidad social. De este modo, en opinión de Mill no hay una
distinción neta entre el ideal de justicia liberal y el ideal de máxima
utilidad social, sino que más bien el primero es una clara derivación del
segundo.
Ahora bien, los críticos del utilitarismo han puesto en duda la
capacidad de esta teoría para dar cuenta de algunas de nuestras
convicciones de justicia de sentido común. Por ejemplo, supongamos
que hubiera dos modos (A y B) de configurar la sociedad entre los
cuales tuviéramos que elegir: A es un modelo social en el que la suma
total de beneficios sociales equivale, digamos, a 105 puntos, pero en
él hay un reparto entre dos clases sociales que concede 100 puntos
de satisfacción a los más ricos, mientras que deja sólo 5 puntos a los
más pobres. Por otra parte, B es otro modelo social que produce sólo
75 puntos, pero los reparte a razón de 60 para unos y 15 para otros.
¿Qué modelo debería ser preferido aplicando la filosofía utilitarista? En
principio, si se trata del máximo beneficio social neto, es claro que A,
pero si atendemos a consideraciones de sentido común respecto a la
necesidad de que el mínimo de beneficio individual sea alto -incluso
porque así se mejora a la sociedad en su conjunto-, entonces sería
preferible B.
Para salir al paso de objeciones como ésta, el filósofo utilitarista R.
M. Hare ha explicado que en esta teoría ética no sólo es necesario
tener en cuenta los requisitos formales del concepto de justicia -los
cuales nos llevarían a tratar de repartir los beneficios sociales con
imparcialidad y universalizabilidad-, sino que también hay una serie de
consideraciones empíricas relevantes con las que hay que contar. Una
de ellas es el hecho comprobado de que las personas experimentan
un interés marginal decreciente por el dinero y otros bienes sociales.
Esto significa que, a partir del acopio de cierta cantidad de bienes, el
interés por acumularlos ya no crece, mientras que por debajo de esa
cantidad sí era creciente. Si esto es así, el utilitarismo toma nota de
que las personas necesitan alcanzar cierto mínimo de bienestar
(equivalente al del punto de inflexión del interés individual), y estas
consideraciones permitirían elegir el modelo B frente al modelo A del
ejemplo anterior, reconciliando así a una concepción corriente de la
justicia -moderadamente igualitaria- con la visión utilitarista.
b) Concepciones libertarias: F. A. Hayek, M. Friedman, R. Nozick
Desde una valoración a ultranza de la libertad individual frente a las
exigencias de la sociedad en su conjunto, los teóricos del libertarismo
contemporáneo proponen entender la justicia como el fruto que se
deriva del ejercicio de una serie de libertades individuales
irrenunciables en el marco de un Estado no intervencionista, esto es,
limitado a las funciones policiales y judiciales necesarias para evitar los
crímenes, los fraudes y abusos similares de unos particulares sobre
otros.
Así, en opinión de F. A. Hayek (en su libro The Constitution of
Liberty, de 1960), el ideal de justicia requiere únicamente igualdad
ante la ley y una adecuada recompensa conforme al valor realizado
-esto es, remuneración por las cosas valiosas que uno haga o
intercambie con otros-, pero nada de «igualdad sustancial», ni de
«recompensa según el mérito moral», puesto que la igualdad es
considerada aquí como un ideal basado en la envidia, y el mérito moral
es considerado como algo tan difícil de medir como poco relevante a
efectos prácticos. Hayek se esfuerza en mostrar que las desigualdades
debidas al nacimiento, la herencia y la educación que sean
compatibles con el ideal de libertad, en realidad promueven un mayor
beneficio para la sociedad en su conjunto.
Por su parte, Milton Friedman (en su libro Capitalism and Freedom,
de 1962) argumenta que el principio ético que preside la distribución
de riqueza en una sociedad libre es el de a cada quien según lo que
produzca por si mismo o por medio de los instrumentos que posea. En
su opinión, si la justicia no se basa en que cada individuo cobre todo lo
que produce, se producirá el efecto de que hará intercambios sobre la
base de lo que puede cobrar, y no sobre la base de lo que puede
producir, y ello redundará en perjuicio de todos. Además -añade-, las
desigualdades que se permiten en las sociedades libres no son tan
grandes si se comparan con las que se observan en las sociedades no
capitalistas.
Por último, entre las teorías éticas que se suelen clasificar como
libertarias, es de destacar la que se contiene en la obra de Robert
Nozick, Anarchy, State and Utopia. Este autor establece una
clasificación de las teorías de la justicia a través de una serie de
distinciones:
- Frente a las teorías de justicia distributiva, que consagran algún
tipo de separación entre el proceso de producción y el de distribución,
opone Nozick la justicia de las pertenencias, que pretende subrayar el
hecho de que «las cosas entran en el mundo ya vinculadas con las
personas que tienen derechos sobre ellas». Así, a partir de una
concepción lockeana de los derechos naturales, que Nozick no se
detiene a justificar, su teoría de la justicia aparece como la teoría de la
intitulación (entitlement theory) o del justo título para poseer algo (o
para hacer o prohibir algo). Dicha teoría se compone de tres partes: 1)
La adquisición original de pertenencias o apropiación de cosas sin
dueño, que se ha de regir por un adecuado principio de justicia en la
adquisición (dicho principio, en síntesis, dice que una adquisición
original es justa si no empeora la situación de otros). 2) La
transferencia de pertenencias de una persona a otra, o apropiación
por intercambios libres y donaciones, se rige por el principio de justicia
en la transferencia (que no formula claramente). 3) Si el mundo fuera
completamente justo, dice Nozick, bastaría con los dos principios
anteriores, pues una distribución determinada sería justa siempre que
proceda de otra distribución justa a través de medios legítimos
(especificados por el segundo principio), pero como historicamente
ocurren injusticias, se precisa plantear la rectificación de la injusticia en
las pertenencias, conforme al principio de rectificación justa. Tampoco
en este caso nos ofrece una formulación concreta de este principio,
pero nos dice que en cualquier caso hemos de valernos de
información histórica sobre la injusticia cometida y averiguar qué
hubiera ocurrido con más probabilidad de no haberse cometido
(estimación subjuntiva), comparar luego con la situación real presente
y, si no coincide la estimación subjuntiva con la situación real,
entonces deberá realizarse la situación descrita por el principio de
rectificación. En opinión de algunos comentaristas 16, llevar este
principio de rectificación de las injusticias hasta sus últimas
consecuencias implicaría una fuerte redistribución que el propio Nozick
parece haber descartado de antemano, exponiéndose de este modo a
fuertes críticas.
-Nozick distingue también entre principios de justicia de proceso
histórico y aquellos otros que él llama de resultado final. Sus propios
principios de intitulación son del primer tipo, dado que se limitan a
especificar la justicia en términos de cómo se obtienen las
pertenencias, en lugar de hacerlo en términos de cómo se reparten.
En cambio, las demás teorías, como el utilitarismo o los principios de
Rawls, serían -según Nozick- del segundo tipo, porque pretenden
establecer unas porciones de reparto último con arreglo a algún(os)
principio(s) estructural(es) de distribución justa. En cambio, los
principios históricos de justicia, al decir de Nozick, sostienen que las
circunstancias o acciones pasadas de las personas pueden producir
derechos diferentes o merecimientos diferentes sobre las cosas.
-Por otra parte, entre los principios de justicia que él llama
históricos, distingue a su vez entre los principios que denomina
pautados y los no pautados. Una pauta de distribución podría ser el
mérito moral, o la utilidad social, o una ponderación de esas o de otras
pautas a la vez. Un ejemplo de principio pautado pero no histórico
podría ser: «distribúyase de acuerdo con el cociente de inteligencia»,
ya que no considera ninguna acción pasada que produzca derechos
diferentes para evaluar la distribución. En cambio, su propio principio
de justicia es -dice Nozick- no pautado, puesto que no atiende a
ninguna dimensión natural ni a ninguna suma de pesos de las
dimensiones naturales, sino únicamente al proceso de adquisición y
transferencia (y en su caso rectificación) que generan libremente los
individuos. Casi todas las demás teorías de justicia se formulan en
términos que ordenan la distribución de los bienes según un
determinado patrón o pauta (pattern) que puede ser el trabajo, el
mérito, las necesidades, etc. («a cada quien según su... »), y esa
misma formulación distributiva ya revela, a su juicio, los prejuicios
igualitarios y estatalistas que laten en ellas. Esto se ve más claro
-sigue Nozick- con el ejemplo del jugador de baloncesto. Supongamos
que la sociedad ya es justa conforme a una cualquiera de las pautas
distributivas, y que por ello todo el mundo dispone de los recursos que
le han correspondido; supongamos también que el famoso jugador de
baloncesto Wilt Chamberlain firma un contrato por el que se
compromete a jugar una serie de partidos en los que la gente deberá
pagarle un cuarto de dólar si quiere verle jugar; supongamos, por
último, que la gente decide libremente acudir en masa a los partidos, y
que Wilt Chamberlain se hace inmensamente rico, rompiendo de este
modo la distribución inicial; la conclusión de Nozick es que
«ningun principio de estado final o principio de distribución pautada de
justicia puede ser realizado continuamente sin intervención continua en la
vida de las personas. Cualquier pauta favorecida sería transformada en otra
desfavorecida por el principio, al decidir las personas actuar de diversas
maneras» 17.
Los críticos de las posiciones libertarias se han apresurado a
atacarlas en varios frentes: en primer lugar, hay quienes han intentado
mostrar que el ideal de libertad no se puede reducir a la mera
posesión del propio cuerpo y de los objetos externos; si fuera así, los
que más poseyeran podrían llegar a restringir fuertemente las
libertades de los demás, y de este modo se pondría en serios apuros
la posición libertaria; si sólo disponemos de los tres principios
nozickianos, no se pueden garantizar plenamente las libertades
básicas de las sociedades democráticas. En segundo lugar, las
libertades de los libertarios se quedarían en papel mojado si las
personas no disponen de un mínimo de medios de subsistencia y de
cultura, con lo cual la defensa de las mismas no puede estar reñida
con una cierta planificación del bienestar social. En este punto existe
cierta coincidencia con la posición de Nozick, dado que éste reconoce
que el principio de rectificación de las injusticias y las condiciones que
él mismo establece para la licitud moral de la apropiación originaria de
los recursos naturales, tomados conjuntamente, conducen a la
conclusión de que todos aquellos cuya suerte se haya visto
deteriorada por la apropiación privada de los bienes comunales (y por
su transmisión posterior por donación e intercambio) tienen derecho
por lo menos a una compensación que les permita acceder a los
niveles de bienestar en que se hubieran encontrado en ausencia de
esta apropiación. La cuestión que Nozick no resuelve es cómo se
puede poner en práctica este tipo de redistribucion compensatoria si
no acepta otro modelo de Estado que el llamado «Estado mínimo».
c) Concepciones socialistas: K Marx, M. Walzer, J. Habermas, K 0.
Apel
En la tradición del pensamiento socialista, la reflexión sobre la
justicia ha ido generalmente ligada a la búsqueda de la igualdad
entendida como abolición de los privilegios injustificados que los
poderosos han sabido acumular a lo largo de los siglos en detrimento
de amplias masas de población a las que se les ha despojado
arbitrariamente de los rasgos más elementales de lo que sería una
vida humana plena. Aunque la obra de Karl Marx no prestó especial
atención al término «justicia», porque pensaba que su significación
estaba ligada a esquemas ideológicos engañosos, sin embargo dedicó
toda su energía a la lucha intelectual y política por la construcción de
un nuevo orden social que fuese más acorde con su propio ideal de
los seres humanos como productores libremente asociados, capaces
de disfrutar finalmente de sus capacidades de autorrealización. Ahora
bien, en su visión de la historia, Marx crce descubrir una serie de
mecanismos evolutivos que funcionarían con relativa independencia de
la conciencia psicológica y ética de los individuos, de tal modo que
sería ociosa y contraproducente cualquier pretensión de introducir
reformas sociales en una fase como la capitalista para instaurar una
mayor justicia social; en su lugar habría que procurar una
transformación revolucionaria del sistema completo para dar paso a
una nueva fase evolutiva. En la Critica del programa de Gotha (1875),
Marx expone que, tras la revolución socialista, la distribución de los
bienes sociales debe hacerse inicialmente bajo el principio: «exigir de
cada uno según su capacidad, dar a cada uno según su contribución»;
pero más adelante, cuando se alcanzase el más alto estadio de la
sociedad comunista, la distribución adoptaría el principio: «de cada
uno según su capacidad, a cada uno según su necesidad».
Aunque los acontecimientos históricos parecen haber puesto en
cuestión muchas de las tesis de Marx, no sería justo descalificar
globalmente su aportación teórica. En ese sentido, merece destacarse
la idea marxista de que las estructuras económicas y sociales no son
algo natural ni inmutable, sino que pueden ser corregidas mediante la
acción política, de modo que se podría llegar a configurar un modelo
de sociedad que garantizase al máximo la igualdad de oportunidades
(no sólo la igualdad formal ante la ley) eliminando las estructuras que
condenan de antemano a millones de seres humanos a una
marginación de partida que carece de cualquier tipo de justificación
racional.
El pensador norteamericano Michael Walzer comparte con Marx la
visión de la lucha por la justicia como una lucha por cierto tipo de
igualdad entre las personas; ahora bien, la igualdad que se persigue
tiene su raíz -dice Walzer en su libro Spheres of Justice, de 1983 en
las experiencias de dominación de unos por otros. No es la envidia ni
el resentimiento lo que anida primordialmente en las motivaciones de
los partidarios de la igualdad, sino una actitud de justa rebeldía ante la
experiencia de la subordinación que los poderosos imponen a los que
carecen de un poder similar. Lo que persigue el igualitarismo político
cuando trata de hacerse compatible con la libertad no es la eliminación
de las diferencias entre las personas, porque no todos hemos de ser lo
mismo ni tener la misma cantidad de las mismas cosas, puesto que
«los hombres y las mujeres son iguales entre sí (a todos los efectos
morales y políticos de importancia) cuando ninguno de ellos posee o controla
los medios de dominación. Pero los medios de dominación están dispuestos
de manera distinta en sociedades distintas. El nacimiento y la sangre, la
tenencia de tierras, el capital, la educación, la gracia divina, el poder del
Estado, todo esto ha servido en una u otra época como medio de dominación
de unas personas sobre otras» 18.
Por tanto, cualquier pretensión de lograr una sociedad de iguales
ha de «entender y controlar los bienes sociales» 19. Walzer trata de
construir una concepción de la justicia y la igualdad que sea
compatible con la libertad, porque así es como nuestro entendimiento
compartido de los bienes sociales exige que sea. A su juicio, nuestro
mundo social contemporáneo contiene elementos morales
igualitaristas, que no proceden tanto de una concepción universalista
de la persona (con sus derechos y deberes naturales supuestamente
innatos) cuanto de una concepción pluralista de los bienes; nuestras
tradiciones culturales han establecido a lo largo de nuestra historia
común una serie de criterios imparciales distintos para la distribución
de bienes distintos. Por tanto, los principios de justicia no pueden
concebirse bajo una sola formulación que pretenda -vanamente-
abarcar todos los elementos relevantes, sino que han de ser ellos
mismos una pluralidad de criterios.
Walzer insiste en que las distribuciones son justas o injustas en
relación con los significados sociales de los bienes que estén en juego.
Este es un principio que legitima ciertas distribuciones por la mera
tradición, pero también es un principio crítico en la medida en que
permite denunciar cualquier abuso que los poderosos puedan intentar
a partir de una posible distorsión de los significados socialmente
establecidos. En este punto, Walzer discrepa de Marx, puesto que no
crce que los significados sociales sean sólo las ideas de la clase
dominante, sino que son productos sociales muy complejos, cuyo
proceso de producción conlleva la aparición de principios «internos» a
cada ámbito concreto de bienes, de tal modo que los poderosos
encuentran a menudo resistencia a sus caprichos en la propia
estructura de significaciones compartidas. Por ejemplo, si en una
sociedad ha arraigado la noción de que los cargos han de ser
adjudicados a las personas más cualificadas, y la gente en general
tiene aversión a la práctica del nepotismo, es muy probable que los
poderosos encuentren resistencias «internas» a sus intentos de
adjudicar los cargos a sus familiares y amigos.
Cuando los significados sean distintos -continúa Walzer-, las
distribuciones deben ser autónomas: cada bien social (o conjunto de
bienes sociales) configura algo así como una esfera distributiva en
cuyo seno únicamente son adecuados ciertos criterios y ciertas
configuraciones. Por ejemplo, el dinero es inadecuado como un bien
de intercambio en la esfera de los cargos eclesiásticos; es una
intrusión desde una esfera hacia otra; y viceversa, la religiosidad no
servirá de mucho en el mercado, tal como se entiende el mercado
habitualmente. Esa autonomía de las esferas es sólo relativa, porque,
en la mayoría de las sociedades, lo que ocurre en una esfera afecta a
lo que ocurre en las demás. Pero la relativa autonomía, siendo un
significado social, es otro principio crítico, y además radical, porque,
aunque no se pueda mostrar un único patrón con el que medir todas
las distribuciones, sí que hay normas aproximadamente conocidas
para cada bien social y para cada esfera distributiva en cada sociedad
particular.
Las pugnas de los diferentes grupos sociales tienen una forma
paradigmática: un determinado grupo consigue el monopolio de un
bien dominante, y así consigue incautarse de la mayoría de los demás
bienes sociales. La difusión de la correspondiente ideología permite
que esa incautación sea aceptada por la mayoría de la población; pero
el resentimiento y la resistencia persisten: al principio en poca gente,
pero con el tiempo cala en mucha más, de modo que llega un momento
en que la mayoría opina que no hubo justicia, sino usurpación. El
conflicto social es un fenómeno intermitente y endémico. Hay muchos
tipos de contra-exigencias que expresan la resistencia a la dominación,
pero las más importantes son las siguientes:
«1. La pretensión de que el bien predominante, cualquiera que sea, debe
ser redistribuido para que pueda ser compartido en igualdad o, al menos, más
ampliamente compartido esto equivale a decir que el monopolio es injusto.
2. La pretensión de que el camino debe estar abierto a la distribución
autónoma de todos los bienes sociales esto equivale a decir que la
dominación es injusta.
3. La pretensión de que algún nuevo bien, monopolizado por algún nuevo
grupo, debería reemplazar al bien habitualmente predominante esto equivale a
decir que el patrón existente de dominación y monopolio es injusto» 20
Walzer analiza los dos primeros tipos, y especialmente el segundo,
porque considera que es el que mejor capta la pluralidad de los
significados sociales y la complejidad real de los sistemas distributivos.
El primero, reputar como injusto el monopolio de uno de los bienes, es
históricamente un tipo de reivindicación al que se podría oponer lo que
Walzer llama un régimen de igualdad simple, es decir, un acto
(supongamos) de reparto de ese bien en partes iguales entre todos los
ciudadanos; pero entonces se llegaría rápidamente (y forzosamente) a
una situación en la que sería precisa una constante intervención del
Estado en la vida social, con el consiguiente peligro de que el poder
político se convierta en el nuevo bien dominante y sea monopolizado
por una serie de funcionarios. Para evitar esos inconvenientes, Walzer
propone un modelo de justicia al que llama igualdad compleja, que
pone el acento en intentar reducir la dominación, y no tanto en romper
el monopolio o limitarlo. La idea es estrechar el margen dentro del cual
son convertibles unos tipos de bienes en otros distintos y reivindicar la
autonomía de las esferas. Una sociedad igualitaria compleja permite
que distintos bienes sociales estén en posesión monopolística de
distintos grupos sociales -como lo están y siempre lo estarán, salvo
continua intervención del Estado-, pero en ella ningún bien particular
es generalizadamente convertible. Para evitar el predominio y la
dominación, Walzer propone que cada esfera de bienes esté regido
por principios que pudieran encajar en el siguiente principio distributivo
abierto (open-ended distributive principle):
«Ningún bien social x debe ser distribuido a los hombres y mujeres que
posean otro bien y, por la mera razón de que posean y, sin más relación con
el significado x» 21.
Los criterios de justicia que en ocasiones se han ofrecido como
únicos y excluyentes, tales como el libre intercambio, el merecimiento,
y la necesidad, pueden ser tenidas en cuenta en algunas esferas de
bienes, puesto que satisfacen el principio abierto, pero ninguno de
ellos tiene -en opinión de Walzer- la fuerza suficiente como para ser
aplicable a cualquier tipo de distribuciones.
Finalizaremos este apretado recorrido por las concepciones de
justicia distributiva con unas breves alusiones a la ética discursiva,
elaborada principalmente por los alemanes Jürgen Habermas y
Karl-Otto Apel, a menudo considerados como herederos de la tradición
crítica de la Escuela de Frankfurt. La ética discursiva expone una
nueva versión del imperativo categórico kantiano, al pretender que
cualquier intento de validez de una norma moral -tanto las que se
apliquen a cuestiones de carácter más individual, como las referidas a
cuestiones sociales- ha de ser producto de un consenso alcanzado por
todos los afectados por esa norma tras un diálogo celebrado en
condiciones de simetría. De este modo, la racionalidad monológica de
Kant («yo uso mi razón para comprobar si tal o cual norma podría
servir como ley universal») es sustituida por la racionalidad dialógica
de la ética discursiva («nosotros razonamos juntos sobre la posibilidad
de poner en vigor tal o cual norma garantizando que sean tenidas
realmente en cuenta los intereses de todas las personas afectadas por
dicha norma»). Ahora bien, el consenso que legitima realmente las
normas no puede ser un consenso meramente fáctico, en el que el
diálogo no suele reunir las condiciones de simetría adecuadas, ni se
garantiza suficientemente la atención a los verdaderos intereses de
todos los afectados -presentes y ausentes-, sino que tiene que ser un
consenso ideal, es decir, construido de tal modo que se respeten las
condiciones ideales de habla, como si ya estuvieran presentes. Este
supuesto contrafáctico es lo que permite eliminar, en la medida de lo
posible, la presencia de intereses espurios en el proceso de
legitimación de las normas que han de valer como justas. Tales
condiciones ideales de habla incluyen: 1) Cualquier sujeto capaz de
hablar y actuar puede participar en el proceso de discusión racional. 2)
Cualquiera puede: a) problematizar cualquier afirmación; b) introducir
cualquier afirmación en ese proceso discursivo, y c) expresar sus
posiciones, deseos y necesidades. 3) A ningún hablante puede
impedírsele, mediante coacción interna o externa al discurso, ejercer
sus derechos, expresados en las anteriores reglas. Apel ha expresado
la norma fundamental de esta ética de la argumentación en una
fórmula:
«Todos los seres capaces de comunicación lingüística deben ser
reconocidos como personas, puesto que en todas sus acciones y
expresiones son interlocutores virtuales, y la justificación ilimitada del
pensamiento no puede renunciar a ningún interlocutor y a ninguna de sus
aportaciones virtuales a la discusión» 22.
Así, pues, el reconocimiento recíproco de todos los humanos como
personas, y el procedimiento para establecer normas válidas son los
dos pilares sobre los que se levanta la teoría de la justicia de la ética
discursiva, haciendo posible tanto una fundamentación de los
derechos humanos, como una posible aplicacion a las distintas esferas
de la vida social.
4. Observaciones sobre justicia y ética aplicada
Los principios de lo justo que defienden las distintas éticas (algunos
de los más relevantes han sido expuestos a lo largo de este trabajo)
encuentran su verdadera piedra de toque en cuanto comparamos sus
respectivas aplicaciones a campos tan problemáticos como el de las
relaciones políticas y económicas entre los pueblos, el de las
relaciones laborales, las relaciones entre las empresas, entre médico y
enfermo, entre los políticos y el electorado, entre varones y mujeres,
entre la producción y el respeto al medio ambiente, educadores y
educandos, padres e hijos, el campo de la investigación genética, etc.
Todos esos ámbitos exigen criterios de justicia claros y precisos, cada
vez más urgentes en la medida en que el desarrollo tecnológico
plantea cada día nuevos retos e interrogantes de carácter ético. Por
tanto, la reflexión sobre la justicia debería aterrizar en la prueba de
fuego de la ética aplicada, de modo que el criterio último para la
elección de una teoría frente a otra fuese el de la mayor capacidad
para afrontar la cruda realidad de los problemas humanos de un modo
crítico y creativo. Una muestra de este tipo de «aterrizaje» puede
verse, por ejemplo, en los trabajos de Diego Gracia 23, Ignacio
Ellacuría 24 y Adela Cortina 25.
E. MARTINEZ-NAVARRO
10-ÉTICA Págs. 155-201
....................
1 J. Hersch, El derecho de ser hombre. Unesco-Taurus, Madrid 1973, 101.
2 C, Westermann, La justicia en el Antiguo Testamento, en VV. AA., Fe cristiana
y sociedad moderna. SM, Madrid 1986, 19-23.
3 Ibíd., 19-20.
4 Ibid., 20.
5 Ibid., 21.
6 Ibíd., 21-22.
7 Is 32, 15-17.
8 F. Cubells, Los filósofos presocráticos. Anales del Seminario de Valencia,
Valencia 1979, 24-25.
9 Ibid., 41.
10 Etica a Nicómaco. V. 6. 1131a, 13.
11 Política, I, 1, 1253a.
12 Retórica, I, 9, 1366b, 9s.
13 Segundo Tratado, par. 124-126.
14 Gemeinspruch, VIII, 290.
15 J. Rawls, Political Liberalism. Columbia University Press, Nueva York 1993,
5-6.
16 Ph. van Parijs, ¿Qué es una sociedad justa? Ariel, Barcelona 1993, c. 5.
17 R. Nozick, Anarquía, Estado y utopía. FCE, México 1974, 159.
18 M. Walzer, Spheres of Justice. Basil Blackwell, Oxford 1983, XIII.
19 Ibid.
20 Ibíd. 13
21 Ibíd. 20
22 K. O. Apel, La transformación de la filosofía. Taurus. Madrid 1985, Il,
380-381.
23 D. Gracia, Fundamentos de bioética. Eudema, Madrid 1989.
24 I. Ellacuría, Historización de los Derechos Humanos desde los pueBlos
oprimidos y las mayorías populares, en Pensamiento critico, ética y aBsoluto.
Eset, Vitoria 1990.
25 A. Cortina, Etica aplicada y democracia radical. Tecnos, Madrid 1993.