El Idealismo

I. FILOSOFIA.
Por P. Peñalver Simó


1. Aspectos y acepciones. 2. Idealistas.

1. ASPECTOS Y ACEPCIONES. La innegable complejidad conceptual e histórica que presenta el problema del idealismo puede inducir a pensar que la forma mejor de exponer esta cuestión se cifre en una especie de clasificación de los «tipos» de i. que se han dado. Evitaremos aquí esa mera clasificación y trataremos de expresar o explicar la «transición» de unos aspectos a otros en el concepto de i.

Génesis de los idealismos. Ante todo resulta esclarecedor de la esencia del i. el examen de sus orígenes. Cabe afirmar, en primer lugar, que el i. es por completo extraño a la actitud natural del entendimiento (v.) y del conocimiento (v.), la cual se caracteriza precisamente por su orientación ineludible a lo real, al mundo exterior (V. REALIDAD). En su «ingenuidad», palabra que no comporta aquí desde luego ningún matiz peyorativo, la actitud natural está animada por lo que llama Hartmann la intentio recta, esto es, por un movimiento justamente «natural» de extroversión, de trascendencia; quizá sea discutible que esta actitud natural pueda llamarse en rigor «realismo» (v.), porque más que una concepción, siquiera sea una concepción prefilosófica, se trata de una efectiva entrega al mundo, de una vivencia más que de un pensamiento. Pero de lo que no cabe duda es de que para que surja un i., de cualquier tipo que sea, la actitud natural del conocimiento, o ingenuidad «realista», ha de ser rota, o mejor suspendida, por un acto de reflexión forzado. En esta vuelta de la subjetividad a sí misma, en esta intentio obliqua, por emplear de nuevo el término de Hartmann, se configura el i., por la forma de atribuir al sujeto una anterioridad metódica, basada en el supuesto de que sólo los hechos de conciencia pueden recabar para sí un criterio de legitimación, una evidencia, totalmente indubitable.

Y por este camino llegó Descartes (v.), considerado usualmente como padre del i. moderno, a la idea de fundar la filosofía como mathesis universalis en el cogito. Lo que hay de i. en el planteamiento cartesiano es el asociar el «método filosófico seguro» con el tomar como punto de partida no mi experiencia de las cosas, sino mi experiencia de mí mismo, considerando que sólo de ésta es imposible una duda, siquiera sea una duda «imaginaria», metódica. En efecto, según Descartes, puedo dudar de que corresponda alguna realidad exterior a mi percepción (v.), pero de esta percepción en cuanto tal no puedo dudar. Pero esto no quiere decir que Descartes atribuya a la res cogitans (sustancia o sujeto pensante) un carácter absoluto; como dice Millán Puelles: «La evidencia de los hechos de conciencia es en efecto absoluta. Quien no es absoluta es la conciencia misma» (o. c. en bibl., 22). De manera que el paso que lleva a Descartes desde el i. «metódico» al realismo ontológico no comporta contradicción alguna. Descartes pretende salir del cogito, llegar a una afirmación del ser transobjetivo, trascendente, no ya al cogito sino a los cogitata, así, pues, a un ser «en sí», que se presenta en el objeto pero que justamente no se agota en ser objeto, es decir, algo «puesto a» un sujeto.

Si se dice que en Descartes esta afirmación de la trascendencia de las cosas está mediada por la forma un tanto artificial de que hay un Dios que «garantiza» el valor objetivo de la experiencia, hay que aclarar que al fin y al cabo el modo como llega a Dios es a través de la finitud que ha aprehendido en el cogito.

Idealismo metafísico y especulativo. Y se muestra esta relación de la finitud y el realismo, indirectamente, y como «en negativo», en la clásica definición hegeliana de i.: Idealismo es pensar lo finito como ideal, esto es, como no-independiente.

Llegamos así al i. metafísico y especulativo, que alcanza su máxima expresión en el i. alemán de Fichte (v.), Schelling (v.) y Hegel (v.). Sobre todo en este último se consumará la tendencia a «disolver» la subjetividad finita en una totalidad en la que no quepa distinguir la razón (v.) de la realidad (v.), el logos del ser, pues, según él, todo lo real es racional y todo lo racional es real. Y no es extraño que Hegel aprecie a Spinoza (v.) –«ser spinozista es el comienzo del filosofar»–, llega a decir, pues ya el pensador holandés se había opuesto a la «diferencia» entre el cogito y las cosas exteriores (la res extensa) establecida por Descartes: «El orden y conexión de las ideas es el orden y conexión de las cosas». en el i. hegeliano lo finito «se niega y se supera» en la dialéctica (v.), y en virtud de su transparencia (la de lo finito), deja ver tras sí lo infinito, la totalidad que le da sentido. La filosofía, según Hegel, debe borrar de la realidad toda sombra de irracionalidad, de contingencia. El principio de la trascendencia (v.) que lleva consigo la idea de una cierta opacidad en las cosas, de algo irreductible al logos en la realidad, debe ser anulado por el principio de la inmanencia (v.). Ya no se plantea la cuestión de cómo es posible que el pensamiento tenga un valor objetivo, puesto que el logos, la razón, es el principio intrínseco de la realidad. Todo ello equivale a una especie de panteísmo (v.).

No es por ello extraño que en el i. se encuentren elementos incompatibles con el cristianismo (aunque para Hegel, Jesucristo era como el «gozne» de la historia universal), y con cualquier válida filosofía. Según Fabro, los principios del i. moderno –se refiere no sólo al i. hegeliano, sino a toda la filosofía que surge desde Descartes–, que son los principios de lo trascendental y de lo inmanente, se oponen a las exigencias del cristianismo, y de una recta filosofía, fundadas en el principio de la trascendencia. Efectivamente, según Hegel, la subjetividad, toda subjetividad, no está «medida» por el ser, sino que es más bien «mensurante», lo que mide las cosas, en virtud de la intrínseca logicidad de las mismas, o, dicho dialécticamente, en virtud de la superación de la oposición entre lo lógico y lo ontológico. Con ello se traspone a toda subjetividad lo que en una válida filosofía realista y en el cristianismo sólo puede atribuirse propiamente a Dios; así, dice, p. ej., Tomás de Aquino, aunque la realidad es medida por el entendimiento divino, ella es a su vez la que mide al entendimiento humano. Puede resultar esclarecedora esta contraposición: en el realismo lo esencial de la subjetividad es su receptividad (derivada de su finitud); en el i. lo esencial de la subjetividad es su creatividad y espontaneidad.

Desde aquí cabría hacer una consideración sobre el i. platónico, pues en efecto constituye un elemento esencial en la filosofía de Platón (v.) la idea de una correspondencia perfecta entre lo más real y lo más cognoscible, o, con otras palabras, la idea de la logicidad interna del ser. Nótese que con ello aludimos menos a la hipóstasis de las ideas, tal como se expresa en los Diálogos llamados de madurez, que a la dialéctica que desarrolla en los últimos Diálogos, especialmente en el Parménides y en El Sofista, en los cuales se intenta, por así decirlo, una «logificación» de la realidad, de forma que no quede en ésta ningún residuo irracional. Desde este punto de vista puede recibir alguna luz el realismo de Aristóteles (v.) mediante la consideración siguiente: lo que para éste es la «primera sustancia», lo más real, es decir, el ser individual, no tiene propiamente definición, es irreductible en cierto modo al logos.

Idealismo empírico y psicológico. Si la equivocada anulación de la oposición o diferencia entre ser y pensar cobra en el i. metafísico hegeliano la forma de una mutua relación entre sujeto y objeto, en el i. empírico, también llamado psicológico, tal anulación se cifra en una simple disolución de la cosa exterior en los datos inmanentes al sujeto. Según Berkeley (v.), que es el representante típico de este i., la idea de algo exterior, de un ser en-sí de las cosas es, no ya dudosa o problemática, sino simplemente absurda; el ser de las cosas no es distinto del ser de las ideas: esse est percipi (ser es ser percibido). El inmanentismo berkeleyano no es la unión de la realidad y el pensamiento, sino la reducción de las cosas a las sensaciones (v.). Es curioso que esta teoría fuera presentada por el filósofo irlandés como la única forma de exterminar el escepticismo (v.); pero en realidad su obra sería un elemento importante en la formación del funesto escepticismo fenomenista de Hume. Según Hume (v.), la afirmación de la realidad exterior sólo podemos basarla en una simple creencia o belief, que concedemos a ciertas sensaciones por su fuerza y vivacidad; error que lleva consigo el de considerar que la diferencia entre la imaginación (v.) y la percepción (v.) sería sólo de grado y no de esencia.

Kant (v.) mantuvo con insistencia la diferencia entre su i. formal y el i. que llama «material» de Berkeley. El autor de la Crítica de la Razón Pura no ponía en duda el sentido trascendente de la experiencia (v.), su referencia a algo extrasubjetivo. Pero para que esta experiencia sea posible es necesario que la subjetividad aporte unas formas a priori; formas a priori que no encuentran, sin embargo, su sentido más que en su aplicación a la experiencia. Se falsearía, por consiguiente, el significado del «giro copernicano» que trae consigo el criticismo kantiano si se dijera que consiste en un «subjetivismo», o en negar la trascendencia del conocimiento. Cuando Kant insiste en que sólo podemos conocer los fenómenos (v.), y no la cosa en-sí, no afirma ni mucho menos que aquellos sean inmanentes a la conciencia, sino tan sólo que la razón, en su uso teórico, si ha de tener un valor objetivo, debe limitarse a la experiencia. El fenómeno no se distingue de la cosa en-sí porque el uno sea intrasubjetivo y la segunda trascendente, sino porque el fenómeno es accesible a la intuición empírica, receptiva, que es la única posible para el hombre, mientras que la cosa en-sí, lo nouménico, sólo se aprehendería en una intuición intelectual (intuitus originarius), que, según Kant, es imposible para el hombre.

Resulta paradójico ver acusado de «subjetivista» y de negador de la trascendencia del conocimiento al autor de una de las más profundas refutaciones del idealismo. Kant se refiere en ella explícitamente al i. que llama «problemático» de Descartes, según el cual sólo es absolutamente indudable la intuición interna, quedando siempre la posibilidad de dudar de la intuición externa, esto es, considerando a ésta problemática (v. INTUICIÓN). La idea esencial de esta «refutación» es que la experiencia interna no es posible más que bajo la suposición de la externa, o, con otras palabras, que la experiencia externa no es «segunda», mediata, sino inmediata. Ello está en conexión esencial con el hecho de que aprehendemos nuestra existencia necesariamente como determinada en el tiempo. Ahora bien, para que pueda percibir mi determinabilidad en el tiempo, la serie de representaciones que constituyen el curso de mi experiencia interna ha de referirse a un sustrato permanente diferente de ella; por consiguiente, la conciencia de mi existencia en el tiempo está unida a la conciencia de una realidad fuera de mí,

Derivaciones y repercusiones. Esta conexión esencial entre la temporalidad y la experiencia recibe una nueva profundización en Husserl (v.): «La conciencia primitiva del tiempo funciona de suyo como una conciencia perceptiva» (Ideas, 266). Es cierto que parece innegable la presencia de tendencias idealistas en la filosofía husserliana: al menos en el sentido de que es una filosofía trascendental y «reflexiva», pues trata de remontarse, a los orígenes, para clarificar así el modo en que la realidad se constituye para la conciencia; la fenomenología (v.) es ante todo una filosofía de la subjetividad. Pero esto no quiere decir que la fenomenología quede encerrada en el cogito, o que reduzca el mundo a una mera apariencia subjetiva. Precisamente un tema capital de la fenomenología es la intencionalidad (v.): ese carácter peculiar de la conciencia que hace que toda conciencia sea conciencia de algo. Y así, justamente mediante la «reducción trascendental», método fenomenológico por el que se pone entre paréntesis toda afirmación de trascendencia se esclarece el sentido de aquella señalada esfera de actos noéticos, a los que «por una necesidad esencial inmanente, es inherente este maravilloso ser conscientes de algo determinado o determinable, y dado de tal o cual manera, que es relativamente a la conciencia misma algo frontero, en principio extraño, no ingrediente, trascendente» (Ideas, 238-239). Lo esencial del i. husserliano reside en su idea de la correlatividad fundamental de la conciencia y el mundo. Para Husserl la idea de un mundo absoluto y en-sí es absurda: «una realidad en sentido estricto y absoluta es exactamente lo mismo que un cuadrado redondo» (Ideas, 130). Puede decirse, por tanto, que el mundo es «relativo», pues presupone la conciencia absoluta; en lugar de que la conciencia encuentre su sentido en su contacto con el mundo, resulta más bien que el mundo recibe su sentido desde la subjetividad.

Y, sin embargo, serán pensadores fenomenólogos, o al menos muy próximos a la escuela fenomenológica, como Heidegger (v.), Merleau-Ponty (v.) o Sartre (v.), quienes verán lo esencial de la subjetividad humana justamente en su ser-en-el-mundo. Y es de nuevo revelador de las consecuencias interpretativas de aquella conexión, mencionada más arriba, entre el i. y la afirmación de lo infinito y necesario en el logos, el hecho de que uno de los temas más característicos de estos pensadores «existencialistas» sea la finitud y contingencia humanas, en general interpretadas en forma materialista, o tendiendo al materialismo.

Aunque se den materialismos de distintos signos, así el de algunos existencialistas y el de Marx, y con pretensiones de un realismo radical, es interesante notar cómo el materialismo (v.) viene a ser con frecuencia en el fondo una forma de panteísmo (v.), es decir viene a caer en una forma de idealismo. Ello se aprecia al considerar el error fundamental del i. típico, que está en su misma base u origen, en su punto de partida gnoseológico, y que es poner en duda, o negar, bien como método, bien como principio, la realidad exterior al pensamiento humano; lo cual viene a ser equivalente a la pretendida superación del i. consistente, según el materialismo, en la afirmación exclusiva de la realidad exterior, negando la subjetividad humana, o reduciendo aquélla a ésta. En realidad les es común algo que caracteriza al i.: la no suficiente distinción entre el yo humano y la realidad material, en definitiva la no distinción entitativa entre Creador, criatura espiritual y criatura material, o, dicho de otro modo, la errónea afirmación de la univocidad del ser frente a la real analogía del ser (v.).

Las consecuencias y derivaciones, y coincidencias, de estos dos tipos de i. en diversos campos pueden ser a veces nefastas. Señalemos únicamente que en el terreno de la filosofía social o sociológica pueden girar alrededor de totalitarismos colectivistas, como el socialismo y el comunismo (disolución o negación del sujeto individual en la «realidad total» o «totalidad social»), o alrededor de la negación de la misma realidad social o sociedad con los individualismos y subjetivismos consiguientes (disolución o limitación de la realidad a cada individualidad subjetiva). Aplicado al campo de la Estética, de la Lingüística y filosofía del lenguaje, el i. dio origen a interesantes estudios, parciales en algunos aspectos, pero que se enfrentaron con las no menos parciales tesis del positivismo (v.) en este campo (v. II).

V.t.: CONOCIMIENTO; IDEA; INMANENCIA; REALISMO; DEÍSMO; TEODICEA.

BIBL.:A. MILLÁN PUELLES, Fundamentos de Filosofía, 7 ed. Madrid 1970, cap. XVII,3-, íd, La estructura de la subjetividad, Madrid 1967; íd, El problema del ente ideal, Madrid 1947; C. FABRO, La dialéctica de Hegel, Buenos Aires 1967; N. HARTMANN, Metafísica del conocimiento, Buenos Aires 1957; íd, La filosofía del idealismo alemán, Buenos Aires 1960; E. HUSSERL, Investigaciones lógicas, 2 ed. Madrid 1967; íd, Ideas para una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica, México 1962; M. MÉNENDEZ PELAYO, La estética del idealismo alemán, selec. y pról. de O. MARKET, Madrid 1954; R. JOLIVET, Las fuentes del idealismo, Buenos Aires 1945; íd, Metafísica, Buenos Aires 1966, P. 49-61 y 126-145, n, 39-54 y 126-144; J. GREDT, Unsere Aussenwelt, Innsbruck 1921; J. DE VRIES, Pensar y ser, 2 ed. Madrid 1952; É. GILSON, El realismo metódico, 3 ed. Madrid 1963; íd, La unidad de la experiencia filosófica, 2 ed. Madrid 1966; C. CARDONA, Metafísica de la opción intelectual, Madrid 1969.

P. PEÑALVER SIMÓ.

2. IDEALISTAS. Expuestas ya las distintas acepciones en que se emplea la palabra «idealismo» (v. I, 1), aquí nos referiremos a los pensadores que a lo largo de la Historia de la Filosofía han sido calificados corno idealistas; encontraremos que el uso de este término muestra una equivocidad aún más amplia que la del término idealismo. Analizaremos sucesivamente diversos empleos de la calificación de idealista.

Idealistas platónicos. Se suelen llamar idealistas a los filósofos que se inspiran en las concepciones de Platón (v.); éste es considerado así como el primer idealista. Lo central de su concepción es considerar que lo más irreductible, lo «realmente real», es la idea (eidos), entendiendo por tal no la entidad psicológica de nuestro esquema mental o concepto subjetivo, ni tampoco la entidad lógica (es decir, no real) de la estructura ideal de los pensamientos (conceptos, juicios y raciocinios, en su aspecto objetivo o lógico) sino la esencia (ousía) o forma (morphé) de cada cosa, es decir, una especie de estructura nuclear de la cosa. Al conjunto de notas comunes a todos los individuos de un tipo se le confiere una unidad estructural que se interpreta no sólo como real sino precisamente como lo más real; esto es lo verdaderamente platónico. La esencia (v.) o idea (v.) es real en un sentido más fuerte y primario que el individuo (v.) mismo.

Hay que observar que si a Platón se le llama idealista en cuanto que lo que toma como máxima realidad son las ideas, también se le llama realista en cuanto que confiere realidad separada a los conceptos universales (v.), cosa que no hacen ni los conceptualistas (los universales serían meros conceptos) ni los nominalistas (los universales serían meros nombres). Esta terminología comenzó a usarse en la Edad Media, a partir de Boecio (v.), quien plantea el problema de la naturaleza del universal, problema que luego se convierte en cuestión tópica en las disputas filosóficas medievales (v. CONCEPTUALISMO; NOMINALISMO).

Suele denominarse idealistas a los filósofos que siguen de algún modo la tradición metafísica platónica. Ello ocurre, en primer lugar, en el propio pensamiento griego, donde algunos autores del s. II (Gayo, Albino, Numenio de Apamea, etc.) representan una postura crítica de las tendencias estoicas consideradas como demasiado naturalistas (V. ECLECTICISMO I, 2).

Posteriormente, desde el s. III ocupa el centro de la filosofía griega, ya en la fase llamada helenística (v.), la corriente de los neoplatónicos (v.) que, entroncando con el renacimiento pitagórico del principio de nuestra Era, y con la especulación del judío Fílón de Alejandría (v.), significa una vuelta al platonismo, aunque con una mentalidad calificada como «mística» (que interpreta como positivas realidades las fuerzas supra-humanas de lo divino) que estaba mucho menos acentuada en Platón. Plotino (v.), Porfirio, Jámblico, Proclo son los neoplatónicos más relevantes. Pero la tendencia se conecta con el pensamiento cristiano a través de varios escritores de los s. IV y V: Mario Victorino, Macrobio, Calcidio y por fin Boecio (m. 525).

La denominación de idealista aplicada a Platón y los platónicos encierra una alusión al carácter excluyente o apriórico que se concede a la realidad inteligible frente a la sensible. En este sentido, el pensamiento filosófico de los primeros cristianos (v. PATRÍSTICA) y de los primeros siglos medievales –impregnados de honda preocupación religiosa– es de algún modo platonizante. Pero el platonismo solía también implicar un monismo (v.) del ser a favor de la realidad inteligible o espíritu, que resulta postulada como única hasta el punto de que las demás realidades no se consideran sino como un desarrollo del espíritu. En este respecto, la filosofía medieval, esencialmente pluralista, partidaria de la ontonomía de los distintos niveles de ser, se va volviendo anti-idealista a partir sobre todo del s. XII. Así, desde Roscelino (v.) empiezan a aumentar los enemigos del realismo platónico de los universales; y con la irrupción del aristotelismo árabe se confirma la voluntad medieval de poner el centro de la realidad en el individuo (y no en el universal).

La filosofía moderna es, en la acepción platónica, fundamentalmente anti-idealista. Desde el s. XVII hay una subjetivización progresiva –a partir de Descartes– que en el momento de Kant llega a sustituir el correlato óntico de lo universal por un apriori trascendental; en definitiva, se trata de una interpretación que deja de atribuir realidad óntica a los universales, es decir, una interpretación antiplatónica.

Finalmente, desde los últimos años del s. XIX, Platón reaparece, con distintos motivos, en la filosofía actual, pero en muchos casos, más que una vuelta a la metafísica platónica, lo que hay es una vuelta al realismo (v.) gnoseológico, superando la actitud idealista del s. XIX que luego examinaremos y que sólo en algunos aspectos se parece a la platónica. Es lo que ocurre con el método de la fenomenología (v.) que quiere alcanzar, poniendo «entre paréntesis» lo fáctico, el nivel de las esencias; y aunque Husserl rechaza como absurda la hipostización platónica de las ideas, al considerar a éstas como dotadas de objetividad, el sistema husserliano es una cierta aproximación a Platón. Lo mismo acontece en la concepción filosófica de Whitehead (v.), en cuya noción de «objeto eterno» hay sin duda una cierta semejanza con la noción platónica de idea. También en Hartmann (v.), a pesar de su radical aristotelismo, podemos encontrar una atención decidida por el platonismo en su interés por el ser ideal, sobre el cual desarrolló una amplia teoría.

Idealistas empíricos. En un sentido antagónico del platónico se llama también idealista (y ello es una excepción al rasgo dominante, que hemos señalado, de la filosofía moderna) a Berkeley (v.). Éste continúa la tesis lockiana que rechaza las ideas innatas y establece que todo viene de la experiencia (v.), pero llega más lejos que Locke (v.) y sobre todo alcanza una conclusión metafísica muy distinta. Para Berkeley no son –como para Locke– las cualidades (v.) secundarias (sonidos, colores, gustos, etc.) las únicas que no tienen realidad, sino que para el pensador irlandés tampoco las cualidades primarias (solidez, extensión, figura, etc.) tienen realidad en el sentido de una exterioridad autónoma; es decir, lo que existe propiamente es el espíritu humano y en último término Dios. Si en Locke el resultado metafísico es un mecanicismo de las ideas que son en el fondo nada más que percepciones (v.), en Berkeley el resultado es un espiritualismo; por ello, a este autor se le califica de idealista sensualista, de acuerdo con su enunciado central: «ser es percibir y ser percibido».

En esta misma línea hay que situar algunas corrientes del s. XIX –como el empiriocriticismo de R. Avenarius, el sensacionismo de E. Mach y las llamadas filosofías de la inmanencia gnoseológica (Schubert-Soldern)– que empiezan por seguir el mismo camino que Berkeley de centrar todo en la percepción y en la propia conciencia, aunque sin llegar a la afirmación ontológica del espíritu.

Idealistas modernos. Descartes y Kant. En un tercer sentido, que sólo coincide parcialmente con el anterior y que es antagónico del sentido platónico, se habla de idealistas modernos. En esta acepción, se consideran idealistas a Descartes (v.) y los filósofos del racionalismo (v.) continental, en cuanto que todos ellos entienden el ser como «dado a partir de la conciencia»; Descartes es, en esta línea de prioridad de lo subjetivo, el primero de los idealistas modernos (recuérdese, en cambio, que, platónicamente, es anti-idealista).

Al final del s. XVIII, Kant da un paso decisivo en esta línea idealista, entendiendo de un modo nuevo la concepción que puede llamarse subjetivista. En Kant (v.) no encontramos ya ni el i. psicológico de Descartes, ni el i. espiritualista de Berkeley, sino un i. trascendental que funda el conocimiento no en lo dado a nosotros sino en lo puesto por nosotros. Eso «puesto por nosotros» es lo apriori, que es el esquema constituido por las condiciones de posibilidad del conocimiento. Dicho esquema apriori es el que configura al objeto al hacerlo objeto de conocimiento, y no ha de entenderse como correspondiente a cada sujeto individual o psicológico sino correlativo al sujeto en general, que es lo que se denomina sujeto trascendental. Sin embargo, el i. kantiano conserva un residuo de realismo metafísico, en cuanto habla, aunque sólo sea en un nivel meramente hipotético, de la «cosa en sí» que no podemos propiamente conocer teóricamente.

Idealistas absolutos alemanes. Precisamente es después de Kant cuando se desencadena la corriente filosófica que con más propiedad se denomina idealista, constituida por los pensadores del llamado i. alemán. Es en primer lugar Fichte (v.) que, no queriendo detenerse en la incognoscibilidad kantiana de la «cosa en sí», cree encontrar el fundamento de toda experiencia en la propia conciencia o Yo (v.), pero entendida como un continuo dinamismo, como el permanente hacerse de un espíritu o voluntad que no se agota. Schelling (v.), cuyo pensamiento pasa por una serie de momentos muy distintos, en último término funda su concepción de la filosofía como visión de un Absoluto indiferente a la Naturaleza y al Espíritu, en una intuición intelectual cuya forma más perfecta resulta ser la creación artística. Pero el más profundo de los idealistas es Hegel (v.), a quien puede denominarse idealista absoluto o idealista metafísico, porque identifica racionalidad y realidad de un modo inédito hasta entonces; para él lo Absoluto no se alcanza ni por la voluntad ni por el sentimiento sino por el «esfuerzo del concepto», en cuya tensión se alcanza la realidad, que no es lo abstracto separado, sino lo concreto que deviene. La prioridad del devenir que abarca los momentos del proceso, constituyendo una totalidad en la que la verdad no está al principio sino al final, como resultado, es lo que se llama dialéctica (v.). Hay que advertir que aunque a los filósofos de esta línea se les llama con absoluta unanimidad idealistas, en verdad son ideal-realistas o real-idealistas, en cuanto que huyen de todo exclusivismo sea del Yo o del No-Yo.

En el pensamiento contemporáneo, y desde el último cuarto del s. XIX, se advierten una serie de tendencias filosóficas distintas, que deben calificarse de idealistas, porque revelan, de modo más o menos próximo, resonancias del i. kantiano y hegeliano. Suele decirse que el tono dominante de la filosofía contemporánea es realista, como si el acento idealista hubiera desaparecido de nuestro horizonte de pensamiento; esto no es, sin embargo, exacto, porque el ideal-realismo hegeliano continúa siendo un importante condicionante de toda la filosofía actual; lo que sí puede advertirse en el panorama de hoy es una bastante generalizada superación de las actitudes subjetivistas, superación que unas veces conduce a afirmaciones ontológicas (tendencias realistas y fenomenológicas) y otras a meras fundamentaciones lógicas del conocimiento y la experiencia (filosofías analíticas y estructuralistas). Queriendo ser a la vez realistas y lógico-científicas, las corrientes dialécticas de tradición marxista explican el hombre desde la ciencia de la sociedad y de la historia.

Además de los propiamente kantianos (v.) y hegelianos (v.), en concreto hay que considerar idealistas en primer lugar a los filósofos que podemos llamar criticistas, denominados por algunos historiadores neocriticistas y que son en el fondo neokantianos (esta denominación suele reservarse para un determinado grupo de criticistas, los de las Escuelas de Baden y Marburgo). También hay que incluir entre los idealistas a una serie de corrientes derivadas de Hegel que se dan en Inglaterra, Italia y otros países.

El criticismo arranca de la publicación en Alemania en 1865 del libro de Otto Liebmann (m. 1912) Kant y sus epígonos, que propugnaba la vuelta a Kant. Se continúa en la Escuela de Marburgo, con Hermann Cohen (m. 1918) y Paul Natorp (v.; m. 1924); estos pensadores extreman la dimensión lógico-objetiva del conocimiento, pero se trata de una objetividad no empírica ni natural, sino eidética, con lo que nos encontramos con un peculiar acercamiento a Platón. Paralelamente, la Escuela de Baden, con Wilhelm Windelband (m. 1915) y Henrich Rickert (m. 1936), desarrolla también la investigación sobre la validez de nuestros conocimientos independientemente de lo empírico y psicológico, pero ahora dirigiéndose no al campo de las ciencias físicas, sino al de la historia y la cultura; la fundamentación de los conocimientos es realizada desde la admisión de una autonomía de los valores (teóricos, éticos y estéticos). A esta filosofía, continuada luego por Bruno Bauch (m. 1942), se le llama generalmente «filosofía de los valores», aunque el valor (v.) y la teorización sobre él, la axiología (v.), interesan a otras muchas tendencias de la filosofía contemporánea y ha interesado especialmente a Scheler (v.), que pertenece más a la línea de la fenomenología. Hay que añadir que los autores de la «filosofía de los valores», dada su atención preferente por el conocimiento histórico y su fundamentación, están en relación con los denominados historicistas como Dilthey y Simmel (V. HISTORICISMO). Prolongando los intereses de las escuelas neokantianas, Ernst Cassirer (m. 1945) considera que en el conocimiento científico se dan conceptos-límite que tienen una función indispensable para configurar la realidad; en el campo de lo cultural, Cassirer estudia la esencia de las formas del arte, el lenguaje, la religión, etc., afirmando que su fundamento está en ser no representación de algo exterior, sino expresión –en el modo del símbolo– de un espíritu que permanentemente se determina a sí mismo.

Paralelamente, se da en Francia un movimiento criticista al que pertenecen Charles Renouvier (m. 1903), que continuando el pensamiento de Kant elimina la cosa en sí, reduce toda realidad a representación y funda todo el mundo objetivo en la categoría de relación, y en parte Léon Brunschvicg (m. 1944), que también puede ser clasíficado como historicista. En Inglaterra pueden mencionarse como criticistas derivados de Kant a Robert Adamson (m. 1902) y a Shadworth H. Hodgson (m. 1912). En España, son kantianos José Mª Rey Heredia (m. 1861), Matías Nieto Serrano (m. 1902) y sobre todo el cubano José del Perojo y Figueras (m. 1908).

Idealistas hegelianos. En estas corrientes filosóficas del s. XIX y XX que acabamos de mencionar, la palabra «idealista» que las califica indica que se trata de teorías gnoseológicas que de uno u otro modo hacen depender el objeto del sujeto. A continuación nos referimos a las concepciones idealistas en sentido hegeliano, es decir, que explican lo finito como un desarrollo de lo infinito, y que se dan en la época contemporánea en Italia, Inglaterra y Norteamérica.

El idealismo anglonorteamericao, que comienza con el bostoniano Ralph Waldo Emerson (v.; m. 1882) y el inglés Thomas Hill Green (m. 1882), tiene su principal representante en Francis Herbert Bradley (m. 1924), para quien el mundo externo es pura apariencia y está cruzado de contradicciones, de tal manera que la intrínseca irracionalidad de lo finito nos exige el salto a lo Infinito; se trata, pues, de una conclusión antagónica de la identidad hegeliana de realidad-racionalidad. Una línea de filósofos ingleses ha continuado la reflexión de Bradley: Alfred E. Taylor (m. 1945), el estudioso de Platón, Bernardo Bosanquet (m. 1923), autor de una conocida Historia de la Estética, y John Mc Taggart (m. 1925), que modifica notablemente las nociones hegelianas de dialéctica y de Absoluto. En América, el idealista más importante es losias Royce (m. 1916), en cuyo libro central, El mundo y el individuo, la totalidad del mundo aparece como un individuo, y coincide con Dios mismo.

El idealismo italiano se inicia con Augusto Vera (m. 1885) y Bertrán Spaventa (m. 1883), que propugna una vuelta al hegelianismo, y alcanza verdadera originalidad en dos autores casi contemporáneos y especulativamente paralelos, a pesar de sus divergentes posturas políticas: Giovanni Gentile (v.; m. 1944), importante colaborador del régimen fascista en materia de educación y cultura, que aplica el método dialéctico no a lo pensado sino al sujeto pensante, siendo el acto del pensamiento lo verdaderamente creador e infinito, del cual todo lo demás es un desarrollo; y Benedetto Croce (v.; m. 1952), decidido enemigo del régimen mussoliniano, y que asume la concepción hegeliana acentuando la prioridad del devenir y de lo histórico hasta el punto de que la única realidad es la historia entendida como actuación libre de la razón; fue él el que aplicó fundamentalmente el i. al campo de la Estética y de la Lingüística (v. II).

En España deben calificarse de idealistas el grupo de los krausistas (V. KRAUSISMO) y también una serie de autores de acusada influencia hegeliana, de los cuales los más destacabas son José Contero Ramírez (m. 1857), Benítez de Lugo y Fabié Escudero; también pueden citarse Emilio Castelar (v.; m. 1899) y Francisco Pi y Margall (m. 1901). En Hispanoamérica, el i. tiene muy escasa difusión, excepto en el caso del krausismo.

La Fenomenología. Antes de terminar las consideraciones sobre esta tercera acepción de la calificación de idealistas, hay que observar que también se habla de «idealismo fenomenológico» para designar el método de la fenomenología (v.); ciertamente ésta continúa la pretensión kantiana de fundar todo el pensar a partir del «yo puro», pero adviértase que aquí no se cae en ningún subjetivismo gnoseológico, y mucho menos psicológico.

Otras acepciones. Una cuarta acepción sería la que usa K. Marx (v.) cuando llama filosofía «idealista» a la que centrándose todavía en la realidad de la conciencia y del espíritu –como hace Hegel– desconoce la, según Marx, verdadera génesis de la realidad, que procedería únicamente de las determinaciones materiales constituyentes del devenir histórico-social. Ya en La ideología alemana, que Marx escribió en colaboración con Engels, hay múltiples ocasiones en que la palabra idealista es utilizada para aludir a una actitud o a un modo de pensar que él considera abstractos y por ello incapaces de operar la menor transformación del mundo. En realidad, toda filosofía, en el sentido clásico de una disciplina científica fundamentalmente teórica, es rechazada por Marx como idealista; es lo que explica con claridad F. Engels (v.) en L. Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana. Los autores de tradición marxista siguen todavía empleando el término «idealista» en el mismo sentido peyorativo.

Finalmente, anotemos una última acepción, popular, de «idealista» en relación con lo que habitualmente se denominan ideales. Así suele llamarse idealista a la postura vertebrada por una fuerte tensión hacia un futuro mejor, hacia el que deben dirigirse todas las acciones del hombre. El i. en este sentido es de carácter ético, y tiene relación con lo que la sociología del conocimiento estudia hoy como «utopía» (v.). Antagónico de idealista es aquí realista, actitud que se centra en la dimensión positiva de «atenerse a los hechos»; pero la expresión «demasiado realista» tiene un matiz peyorativo, porque alude a una cierta falta de ideales.

V.t.: NEOPLATÓNICOS; CARTESIANOS; KANTISMO; HEGELIANOS; ESCEPTICISMO; RACIONALISMO; SUBIETIVISMO; ESPIRITUALISMO; PROTESTANTISMO II, 3-4; DESPERTAR, TEOLOGÍA DEL; GUNTHER; HERMES; SCHELL; etc.

BIBL.:W. DILTHEY, Hegel y el idealismo, México 1944; 0. HAMELIN, Le système de Renouvier, París 1927; A. CASO y G. H. RODRÍGUEZ, Ensayos polémicas sobre la escuela filosófica de Marburgo, México 1945; P. A. SCHILPP, The philosophy of E. Cassirer, Evanston 1949; N. ABBAGNANO, Il nuovo idealismo inglese e americano, Nápoles 1927; G. MARCEL, La métaphysique de Royce, París 1945; R. VERNAUX, Les sources cartésiennes et kantiennes de I"idéalisme français, París 1936; íd, Historia de la filosofía moderna, Barcelona 1969; íd, Historia de la filosofía contemporánea, 2 ed. ib. 1971; A. CARLINI, Idealismo, positivismo y espiritualismo, en C. FABRO (dir.), Historia de la Filosofía, II, Madrid 1965, 121-411; J. HIRSCHBERGER, Historia de la Filosofía, II, 2 reimpr. Barcelona 1962.

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LINGÜÍSTICA Y GRAMÁTICA.

Por L. NIETO JIMÉNEZ

En el terreno de la Literatura, o mejor dicho de la Gramática y Lingüística, el estudio histórico positivista (V. POSITIVISMO) de los neogramáticos había provocado, desde finales del s. XIX, una serie de reacciones que podemos concretar en tres movimientos: 1) desarrollo de la geografía lingüística y revalorización de las hablas locales (V. LINGÜÍSTICA II); 2) movimiento estructuralista, iniciado con Saussure, y que, al margen de la aplicación a los distintos campos del lenguaje y de la variedad de métodos, opone un estudio sincrónico frente al diacrónico (v. ESTRUCTURALISMO IV); y 3) movimiento idealista, con su centro de interés en el momento creador del lenguaje más bien que en la manifestación concreta. A los dos primeros les corresponde el descubrimiento o revalorización de la historia de cada palabra y del concepto de lengua como un sistema de elementos interdependientes. Vamos a referirnos a continuación a la tercera corriente, que tiene su máximo representante en Karl Vossler (v.), después de B. Croce (v.).

Origen del método idealista. Von Humboldt y Croce. El método idealista aplicado a los estudios del lenguaje arranca directamente de la Estética de B. Croce, si bien sus últimas raíces se encuentran en G. B. Vico (v.) y W. von Humboldt (v.). Hay que recordar que Vico en su Scienza nuova (1725) proponía una interpretación cíclica de la historia del género humano, identificando lengua con poesía. Esta tesis sería reelaborada después con fundamentos lingüísticos más sólidos por Humboldt, quien concibe la lengua como una producción del espíritu humano, el cual conoce además otros tipos de manifestación como pueden ser las artes. Ahora bien, si la lengua es manifestación del espíritu, no puede ser como producto (ergon), sino como creación (energeia), puesto que, según él, el espíritu solamente existe como actividad. De aquí que la lengua no sea una reproducción de la realidad, sino la visión que de dicha realidad tiene un hablante (visión típica del idealismo, v. I, 1). A la visión personal la llamó forma interior (innere Sprachform) y a la manifestación de la misma forma exterior (äussere Sprachform). La primera es sintética, la segunda analítica y es, con palabras de Vidós (o. c. en bibl., 87), como «la osamenta de las posibilidades de expresión, en la cual no debe hacerse otra cosa que introducir los semantemas (las palabras) para obtener una manifestación lingüística concreta; ella corresponde más o menos con el campo de la morfología, de la sintaxis y de la formación de palabras».

Para Humboldt, frente a una serie de elementos comunes como podían ser el origen, la cultura, etc., era la lengua lo que verdaderamente constituía la individualidad de un pueblo, su visión propia del mundo. La verdadera esencia de la lengua se basaba, para él, «en el acto mismo de producirla mediante las palabras entrelazadas en el discurso», constituyendo la desmembración en palabras y reglas «una tarea muerta de análisis científico» (Schiaffini, o.c. bibl., 19). La lengua colectiva podía concebirse como la suma de las individuales, pero solamente a éstas convenía el concepto de lengua. Pero las tesis idealistas de Humboldt, quizá porque los intereses de la época iban por otros caminos, tuvieron menos eco que las positivistas de Scheleicher, para quien las lenguas evolucionaban conforme a un conjunto de leyes internas ajenas a nuestra voluntad, idea favorecida por el desarrollo del darwinismo. Después, el sociologismo de Saussure separó la lengua individual de la común y puso el centro de interés del estudio del lenguaje en la norma, al margen de toda creación individual.

Al reaccionar contra las tesis positivistas y naturalistas, B. Croce (1866-1952; v.) afirmaba que «el lenguaje es un acto espiritual y creador». Sus puntos de vista quedan concretados en la Estética, cuya primera edición, bajo el título Tesi fondamentali di un"estetica come scienza dell"espressione e linguistica generale, aparece en 1900; dos años después, notablemente aumentada y añadida una parte histórica, aparece la segunda edición Estetica como scíenza dell"espressione e linguistica generale (se cita aquí por la trad, española, Buenos Aires 1966). Esta obra no es, como por el título pudiera creerse, un libro sobre teoría del lenguaje en el sentido que hoy lo entendemos, sino más bien un tratado filosófico sobre la crítica del arte.

Croce, apoyándose en Bergson (v.), identifica intuición, o impresión, con expresión. La expresión lingüística es una constante creación, una intuición, un fenómeno estético; y el pensamiento no puede existir fuera de la expresión. Croce duda que exista un sistema lingüístico exterior al hombre, y que el lenguaje sea un instrumento creado por el hombre para comunicarse con los demás; siendo el lenguaje pura intuición, nace al mismo tiempo que ésta, es autosuficiente. El acto del lenguaje, afirma, «no es ya la expresión del pensamiento y de la logicidad, sino de la fantasía, esto es, de la pasión elevada y transfigurada en imagen, y, por tanto, idéntico a la actividad de la poesía, sinónimo el uno de la otra». La esencia del lenguaje es una expresión fantástica, poética, musical, la cual, aun en los casos en que el lenguaje se convierte en signo de los pensamientos y conceptos, en expresión práctica, sigue conservando algo de su genuino carácter: « En efecto, escribe Croce (p. 27), en el mismo lenguaje que no se llama poético, sino prosaico, siempre se ha advertido algo que resulta irreductible a la logicidad. Esto sucede con la metáfora, es decir, con la palabra viva, que es siempre metáfora porque siempre es producto de la fantasía; con la armonía de tonos, con la dulzura y virtud, con el encanto de la música, que circulan en la prosa misma y que gobiernan el periodo en todas sus partes, frases, palabras, sílabas ... ».

Si la fantasía, la intuición, es igual que el lenguaje, parece lógico pensar en la identidad del lenguaje poético con el de la música, la pintura, etc.; en definitiva, en la identidad de la Lingüística con la Estética, punto al que quería llegar Croce. Ahora bien, advierte Attisani muy acertadamente en el pról. a la ed. española de la Estética, «la proclamada identidad de intuición y expresión, de intuición y lenguaje, no implica identidad de intuición y comunicación; y tanto es así que esta última puede no tener lugar. La resistencia que todavía hoy encuentra la proclamada identidad de intuición y expresión se debe ciertamente a esa ilegítima identificación, a esa confusión entre expresión o lenguaje y comunicación»; y añade, poco más adelante, «pintura, escultura, literatura, etc., no son per se, en cuanto objetos artísticos, las expresiones que establecen la comunicación, pero sí signos e instrumentos con que las expresiones son o pueden ser reevocadas». Creemos de gran importancia esta distinción entre comunicación y expresión, sobre todo a la hora de tratar de precisar las características del signo lingüístico (v.), punto de arranque de toda teoría sobre el lenguaje.

Croce sitúa el estudio de los hechos lingüísticos en el acto creador, intuitivo, personal, donde se centra y resuelve el problema mismo del origen, al margen de teorías como la de los movimientos anímicos naturales (el «=ay, ay!») o la onomatopeya (el «iguau, guau!»), carentes de valor para él. Sobre el problema concreto de la relación Gramática-Lógica escribe: «En Lingüística se ha presentado el problema de la distinción entre el hecho estético y el intelectual, como el de la relación entre Gramática y Lógica. Tal problema ha tenido dos soluciones parcialmente verdaderas: la de la indisolubilidad de Lógica y Gramática y la de su disolubilidad. La solución completa es que, así como la forma lógica es indisoluble de la gramatical (estética), ésta es disoluble de aquélla». El fenómeno lingüístico es, según él, un hecho global que solamente tiene sentido en sí mismo: «La teoría de las partes del discurso es, en el fondo, la misma de los géneros artísticos y literarios, ya criticados en esta Estética» (p. 231). Y continúa: «Es falso que el nombre o el verbo se expresen con palabras determinadas, distinguibles realmente de otras. La expresión es un todo indivisible; el nombre y el verbo no existen en ella, sino que son abstracciones forjadas por nosotros al destruir la única realidad lingüística, que es la proposición. La cual ha de entenderse no al modo acostumbrado de las gramáticas, sino como organismo expresivo de sentido completo, que comprende a la par una exclamación muy simple y un vasto poema» (p. 232).

De aquí que para él la clasificación de lenguas distintas no tenga objeto: «Las lenguas, dice (p. 232-233), no tienen realidad fuera de las proposiciones y nexos de proposiciones realmente pronunciados; esto es, fuera de las obras de arte (no importa si pequeñas o grandes, orales o escritas, si pronto olvidadas y luego recordadas) en que las lenguas existen concretamente». Igualmente tampoco tiene objeto «el concepto de una Gramática (normativa) que establezca las reglas del bien hablar» y a la cual deba ajustarse el hecho lingüístico que, lejos de eso, tiene razón de ser en sí mismo. Sólo tiene sentido una gramática empírica, «como conjunto de esquemas útiles para el aprendizaje de las lenguas, sin pretensión alguna de verdad filosófica».

La consideración de Croce sobre el lenguaje se sitúa en un punto diametralmente opuesto a Saussure: frente a la lengua (v.) como única realidad, él defiende el habla, el aspecto individual. E. Sapir (1884-1939) valoraba grandemente el pensamiento croceano; en el prefacio de su Lenguaje escribía: «Entre los escritores contemporáneos que han tenido alguna influencia sobre el pensamiento ilustrado, Croce es uno de los poquísimos que han logrado comprender la significación fundamental del lenguaje. Ha hecho notar la estrecha relación que tiene con el problema del arte. Mucho es lo que debo a su agudeza».

Karl Vossler. La concepción idealista del lenguaje de Croce fue tomada y llevada a la práctica por Karl Vossler (1872-1949; v.) a partir de su libro Positivismus und Idealismus in Sprachewissenschaft (Positivismo e idealismo en la Lingüística), publicado en 1904 (trad. al español, junto con El lenguaje como creación y evolución, Buenos Aires 1929). Vossler combatió el método naturalista histórico-analítico, y opuso el intuitivo-sintético, según el cual todo cambio lingüístico venía condicionado por el espíritu. Va a tratar de ordenar el caos que el concepto de lenguaje como creación había originado, porque, como el mismo Vossler dice, para Croce había «millones de creadores del lenguaje, millones de creaciones ligüísticas, desde las más pequeñas frases... hasta la obra de arte más pensada ...; cada una de ellas es libre, cada una autónoma y dueña de sí» (Badía Margarit y Roca Pons en el pról. al Lenguaje de Vendryes, 31); si bien es cierto que esto no se puede entender en sentido muy estricto, puesto que la verdadera intención de Croce era simplemente la revalorización de la estilística.

La solución que decimos, aporta Vossler, es la introducción del concepto evolución. Éste vendría a ser como un elemento puente entre el acto puramente estético, individual, de Croce y el concepto un tanto abstracto lengua de Saussure. La evolución es la consideración del lenguaje como instrumento, que sirve no sólo para la función expresiva sino comunicativo, en la medida en que las creaciones individuales coinciden con las de otros hablantes o se originan de acuerdo al «gusto nacionalmente fijado y tradicionalmente coherente, que orienta, acepta y rechaza las creaciones individuales». Las lenguas, además de expresión individual, son expresión colectiva. Aquí radica precisamente la diferencia de Vossler con Croce. Para este último, como dice A. Alonso en el pról. a la Filosofía del Lenguaje de Vossler (p. 12), «lo estético, no es sólo el más alto en la escala de los valores del lenguaje; es el único»; pero esa consideración estaba condenada a la ineficacia puesto que dejaba fuera las lenguas como entidades funcionales y como sujetos de historia, error que no cometerá Vossler. Él, corno Croce, parte de la consideración del lenguaje como creación del individuo: «Si el lenguaje es acto del espíritu (energeia) y las formas fijadas no son más que el producto (ergon) de esa actividad, y si toda actividad concreta del espíritu lo es sin remedio de un espíritu individual, será necesario por principio goznar la ciencia entera del lenguaje en ese quicio del espíritu individual. Partiendo de ahí, pero sólo partiendo de ahí, podrá luego la lingüística colectar y estudiar cuantos productos o formas comunalmente fijadas quiera» (ib., 11-12). Pero sobre Croce tiene la ventaja de que ve en la lengua el reflejo del espíritu de un pueblo y por eso, para él, la lingüística es simplemente un capítulo de la historia de la civilización.

Frente a los neogramáticos que dejaban fuera del hecho lingüístico el acto espiritual que lo originaba y establecían una fuerza evolutiva necesaria e independiente del individuo, Vossler intenta demostrar que tanto la creación como la evolución del lenguaje, sin distinción de planos, dependen del estado de ánimo del individuo, que se convierte con ello en ley del cambio, si bien su espíritu se encuentra influenciado por una mentalidad social. El cambio lingüístico no es, pues, un proceso natural, sino una manifestación de una nueva mentalidad en la cultura de una comunidad lingüística. Así, p.ej., trata de explicar el desarrollo del artículo partitivo francés como consecuencia de la mentalidad comercial y calculadora que opera en la Baja Edad Media (s. XIV y XV), idea que la crítica no ha admitido. Sus obras más interesantes, La cultura de Francia reflejada en la evolución de su idioma (1913), Espíritu y cultura en el lenguaje (1923), se caracterizan por su orientación en tal sentido.

En este doble polo individuo-sociedad, con frecuencia no excesivamente claro, se mantiene la visión de Vossler sobre el lenguaje. «Por entender a la persona, Vossler ha podido comprender con profunda visión el fenómeno del lenguaje como una estructura polar y móvil, concepción que da íntima coherencia a todos sus ensayos filosóficos, por diverso que sea el tema considerado, y que se expresa profusamente en las parejas de conceptos recíprocos que se llaman espíritu y cultura, individuo y sociedad, creación y evolución, categorías psicológicas y gramaticales, estilo y gramática, originalidad y convención, libertad y determinación, innovar y continuar, mención y forma, poesía y acomodación social» (A. Alonso, o. c. 13). Estas series de dicotomías o aspectos contrapuestos son, en definitiva, el habla-lengua de Saussure, que mientras para éste es una dualidad excluyente, para Vossler lo es incluyente, y esto porque el primero quiere hacer de la lingüística una ciencia de lo cuantitativo, que para ser verificable ha de desechar todo lo individual (variable), mientras que para Vossler la lingüística es una ciencia del espíritu. Saussure en su planteamiento era hijo del positivismo naturalista de los neogramáticos, aunque entre uno y otro medie tan largo camino.

Se le ha criticado a Vossler con frecuencia proponer un nuevo estudio del lenguaje carente de método, y es posible que esto sea cierto. No obstante, hemos de tener en cuenta que el objetivo fundamental del padre del i. en este terreno era llamar la atención sobre lo que el lenguaje tiene de movedizo y de individual, de estético. Por eso, la Lingüística es solamente Estilística en sentido estricto, ya que para él no existe ninguna otra cosa que la lengua y tantas como individuos. Ésta es alógica, puesto que las palabras son puras metáforas, y por eso no se puede hablar de unas categorías gramaticales rígidas. Sin embargo, contenidos de conciencia similares llevan a expresiones similares y en este sentido la Estilística puede enlazar con la Sintaxis. La Lingüística se convierte así en el estudio de la expresión como creación individual y como forma de cultura de un pueblo. Por eso, Vossler reconoce en el cambio lingüístico dos momentos, como hace Gilliéron, un momento creador y un momento evolutivo; el primero es individual y es el que introduce la innovación, Vossler le llama progreso absoluto; el segundo es colectivo y es el que la propaga, se le llama progreso relativo. A estos dos momentos les corresponderían dos gramáticas: al primero descriptiva y versaría sobre la propiedad y técnica del pensamiento idiomático; al segundo histórica y nos hablaría sobre el gusto idiomático, sobre la evolución y el ejemplo de los estilistas. Lo que es creación en la lengua es particular y pertenece al individuo. Lo que es evolución es general y pertenece a la comunidad, que es como un marco que la permite difundirse. Vossler trató de aplicar sus principios al estudio de la lengua francesa, partiendo del principio general de que entre la lengua de los franceses y su vida política y literaria existe una estrecha relación.

Otros idealistas. Aunque no se puede hablar de escuela en sentido estricto, sin embargo, sí que encontramos algunos nombres a quienes se les puede considerar como continuadores del pensamiento de Vossler; entre ellos tenemos a Eugene Lerche, Helmut Hatzfeld (n. 1892), Leo Spitzer (1887-1960), Friedrich Schürr (n. 1888), Étienne Lorck, etc. De todos, el que tiene un mayor interés es, sin duda, L. Spitzer, quien, como dice Iordan (o. c. bibl., 228), «sólo debe ser considerado vossleriano por el objeto final que persigue, ya que sus investigaciones revisten un carácter universal tanto por los materiales utilizados en ellas, como por el método de trabajo».

Spitzer fue discípulo de Meyer-Lübke, razón por la que tuvo una preparación positivista que le ayudará a subsanar algunos de los errores de que adolecía el idealismo. Su vinculación con este movimiento se debió fundamentalmente a una comunidad de intereses afectivos, aunque sus trabajos van a tener un horizonte más amplio. De las dos tesis de Vossler, lengua como producto individual, estético y lengua como producto cultural, social, a Spitzer solamente le interesa la primera. Ahora bien, en lugar de reducirse, como veíamos al hablar de Vossler, a la lengua literaria, se fija también en las manifestaciones más comunes de la lengua vulgar, afirmando que la única diferencia existente entre ambas es la forma, cuidada en la literaria, más natural en la vulgar, pero en las dos manifestación del espíritu. La personalidad de un escritor la deduce primero a través de su forma de expresión y en segundo lugar analizando el contenido. Por otra parte, amplía el estudio de un fenómeno lingüístico del reducido campo de una lengua concreta a su comprobación en otras, y esto no sólo en el dominio, de las lenguas románicas, sino incluso en el de las germánicas y otras. Asimismo, sus investigaciones se refieren a los distintos planos del lenguaje, si bien es cierto que, en todos ellos, trata de explicar las diversas transformaciones desde el punto de vista estilística, es decir, como originadas por un espíritu individual.

De manera muy general puede aplicarse el calificativo de idealista, aunque ello tiene el gran riesgo de producir notables equívocos, a todos aquellos autores que se han preocupado del aspecto estilístico de la lengua. En España, la figura por excelencia sería la de Dámaso Alonso (V.).

Crítica del idealismo. A primera vista parece que el i. lingüístico no presenta graves objeciones. Sin embargo, desde el primer momento fue objeto de duras críticas, en su mayor parte provenientes, como es natural, de autores positivistas. Es evidente que el i. puso de relieve el aspecto creador e individual del lenguaje, junto a la idea de producto estético, reflejo de una determinada cultura, pero, como dice Iordan (o. c. 204-205), «el error fundamental del idealismo lingüístico, del cual se desprenden de modo natural los otros, entre ellos la negación del carácter lógico de la lengua, consiste en el hecho de que se exagera excesivamente la importancia del elemento estético, llegándose hasta la confusión de la lengua con el arte y, consecuencia inevitable, de la Lingüística con la Estética».

Aunque Vossler, como ya dijimos, supone un avance sobre Croce al reconocer la expresión material sobre la que se manifiesta el espíritu individual de la lengua, sin embargo, concede muy poca importancia a dicho elemento; olvida que la lengua es comunicación antes o, al menos, junto a la expresión. En su doctrina no hay distinción lengua-habla, sino que todo se reduce al segundo aspecto, e incluso dentro de éste a lo literario, con descuido de las manifestaciones más vulgares. Por otra parte, al explicar la evolución lingüística directamente relacionada con el espíritu de un pueblo, suele olvidar la relación entre el cambio en cuestión de esa lengua con respecto a las demás. Se le acusa también de fundamentarse en hechos incompletos, utilizando incluso material de segunda mano, no del todo válido, por lo que algunas de sus conclusiones son criticables. Finalmente su afirmación del carácter alógico de la lengua rompe la estrecha vinculación existente entre pensamiento y lenguaje, la cual es tan fuerte que es difícil concebir el uno sin el otro. No se puede olvidar el aspecto de la lengua como vehículo de trasmisión del pensamiento lógico, porque su función primaria es la comunicativa.

Sin embargo, junto a esta serie de aspectos negativos, hay en Vossler otros positivos, a los que ya hemos ido haciendo referencia: la puesta en relieve de cómo el espíritu individual humano se manifiesta en la lengua; la revalorización de cuanto individual y creativo hay en ella; el desarrollo del elemento artístico, esteticista y espiritual que hay en toda manifestación de lenguaje; revalorización de la estilística y la sintaxis frente al excesivo influjo de la fonética, aunque la importancia concedida al elemento estilística lleva al i. a descuidar el aspecto léxico, que también puede ser reflejo de la cultura de un pueblo; y, por último, colocación de la Historia de la Literatura y de la Lengua en el mismo nivel. De todas formas una valoración de las ideas del i. lingüístico, y en concreto de Vossler, como su máximo representante, se hace algo difícil, porque, como ya dijimos recogiendo una cita de A. Alonso, su pensamiento navega entre constantes cualidades sin ofrecer un sistema muy definido.

V.t.: LINGÜÍSTICA; FILOLOGÍA III.

I. IORDAN, Lingüística Románica, Madrid 1967; A. SCHIAFFINI, El lenguaje en la Estética de Croce, «Nueva Rev. de Filología Hispánica» VII (1957); B. E. VIDÓS, Manual de Lingüística Románica, Madrid 1963; y las obras citadas en el texto del artículo.

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