Sección primera
Moral general o Nomología

 

En virtud de lo que dejamos consignado acerca de las íntimas relaciones que existen entre la Moral y el Derecho natural, relaciones que impiden establecer una separación completa entre las dos, adoptamos aquí una división análoga a la de santo Tomás, tratando primero en general, de lo que pertenece a la moralidad del acto humano, y pasando después a tratar de la moralidad aplicada a ciertos y determinados actos humanos, y especialmente a los externos y a los que dicen relación a otros seres, ya sean estos singulares, como Dios y los individuos humanos, ya sean colectivos, como la familia y la sociedad. De aquí la división que hacemos de la Moral, en Nomología o moral general, y Deontología o moral especial. Ésta segunda podría también denominarse Derecho natural, jus naturae, en el sentido que dejamos explicado en el capítulo anterior. [395]

 

Capítulo primero
Origen primitivo de la moralidad en los actos humanos

Artículo I
Los actos humanos con relación a un fin último.

Para comprender la naturaleza de las relaciones posibles, entre las acciones humanas y lo que constituye su fin, es preciso tener en cuenta las siguientes

Observaciones y nociones preliminares:

Fin, en general, es la cosa que el agente intenta conseguir por medio de su acción. Y como quiera que todo ser tiende naturalmente a su perfección, síguese de aquí que todo fin, en cuanto tal, tiene razón de bien y coincide con la perfección del operante. Concretándonos ahora al hombre como agente dotado de inteligencia y libertad, diremos que el fin de sus acciones es el bien que se propone conseguir por medio de sus actos.

2ª De aquí se deduce: 1º que respecto de la voluntad humana el bien y el fin son una misma cosa, en el sentido de que la voluntad nada puede apetecer sino bajo la razón de [396] bien: 2º que una misma cosa se llama bien en cuanto envuelve conveniencia y ecuación con la voluntad, y fin en cuanto dice relación con los medios destinados para su consecución: 3º que la voluntad no se mueve ni obra, si no es atraída e incitada a ello por algún bien verdadero o aparente: 4º que el fin último, sólo puede ser un bien cuya consecución y posesión lleve consigo la perfección adecuada y completa del hombre, y que llene, por consiguiente, todos sus deseos y aspiraciones al bien.

3ª El fin, considerado en el orden objetivo e ideal, es el primer principio de la acción humana, porque es lo que determina al hombre a poner la acción; pero considerado en el orden subjetivo o de ejecución, es el término de la misma. La salud concebida por el enfermo como buena, es lo primero que le determina a tomar la medicina; y la misma salud realizada o conseguida, es el término real de esta acción. Esto es lo que querían significar los Escolásticos cuando decían: finis est primum in intentione, et ultimum in executione.

4ª Las principales divisiones del fin, son:

a) Fin último, y fin intermedio. El primero es el bien que es apetecido o intentado por sí mismo, o sea como última y completa perfección del operante. El segundo se llama intermedio, porque la bondad que encierra, sólo es apetecida y buscada, o como una participación, o como un medio respecto de lo que es último fin.

b) Fin qui, o sea la cosa que se intenta conseguir; fin quo, o sea la posesión del bien intentado; fin cui, o sea la persona a quien se desea el bien. El primero solía denominarse en las Escuelas, fin objetivo, y el segundo, fin formal.

c) Fin de la obra, finis operis, o sea el fin al cual tiende de su naturaleza la obra: fin del operante, finis operantis, o sea el bien que el agente se propone conseguir por medio de su acción. El alivio del pobre es el finis operis de la limosna: la gloria vana puede ser el finis operantis de la misma, por parte del que la hace.

Veamos ahora lo que nos dicen la experiencia y la razón acerca del último fin de las acciones humanas. ¿Qué es lo que [397] se propone el hombre como último fin en todos los actos que realiza como ser inteligente y libre? El bien universal, es decir, la posesión de un bien que llene todos sus deseos y todas sus aspiraciones; la plenitud del bien y de la perfección posible en su naturaleza. Si busca las riquezas, y si desea la salud, y si se entrega a los placeres, y si aspira a la ciencia, y si practica la virtud, es siempre porque concibe y considera estas cosas, o como medios para llegar a la posesión del bien absoluto y completo, o como participaciones de éste, como derivaciones y fases parciales de la perfección absoluta y adecuada, como partes del bien universal, como elementos y manifestaciones incompletas de la felicidad perfecta, de la bienaventuranza completa. Es cierto que no siempre pensamos explícitamente en estas relaciones de los fines particulares con el fin último; pero no es menos cierta que por eso la realidad de estas relaciones, y que basta un ligero análisis y la más ligera reflexión, para reconocer que todos los actos que realizamos con libertad y deliberación para conseguir los innumerables bienes particulares y finitos que encontramos en nuestro camino no son más que manifestaciones diferentes y derivaciones múltiples de la aspiración tan constante como enérgica que existe en el fondo de nuestro corazón al bien universal y a la perfección o felicidad completa, aspiración que constituye la ley de gravitación moral del alma humana hacia Dios.

Porque si la experiencia nos demuestra evidentemente que el bien o la felicidad universal, considerada en abstracto, constituyen el fin último de todas las acciones humanas, la razón a su vez nos demuestra con toda evidencia, que en sólo Dios, bondad suma e infinita, puede realizarse y concretarse este bien universal, centro y término de todas las aspiraciones del hombre. Luego en sólo Dios tiene una existencia real y objetiva del bien, cuya posesión constituir puede la felicidad y perfección absoluta del hombre. Por eso decían con razón los Escolásticos, que sólo Dios constituye la felicidad objetiva del hombre y su último fin material, es decir, concreto y efectivo. [398]

«Sólo Dios, dice santo Tomás, puede llenar la voluntad del hombre:» Solus Deus voluntatem hominis implere potest; y la inducción y la experiencia viene en apoyo de su afirmación. La inducción, que nos enseña a costa de una experiencia de todos los días, y a las veces dolorosa y triste, que ninguno de los bienes que nos rodean y que en la vida presente podemos alcanzar, puede llenar las aspiraciones de nuestro corazón; que muchos de estos bienes pertenecen indiferentemente a buenos y malos; que dependen de mil causas accidentales; que dejan al alma con sentimiento de inquietud y remordimiento, y siempre con el de su insuficiencia, con más el sentimiento de su instabilidad, de su carácter transitorio y de su amisibilidad con la vida.

La inducción y la experiencia, al presentarnos todos los bienes que en la vida presente puede conseguir y disfrutar el hombre, constituyen igualmente una demostración práctica y elocuente de que sólo en Dios, bondad suma, perfección infinita y sempiterna, justicia viviente, verdad absoluta, origen del ser y principio inmutable del orden creado, puede encontrar el corazón del hombre término adecuado de sus aspiraciones al bien y a la perfección, su último fin, en una palabra.

La razón, por su parte, corrobora este resultado de la inducción. Porque la amplitud y capacidad de la voluntad en orden al bien, está necesariamente en relación y armonía con la amplitud y capacidad del entendimiento en orden a la verdad y al ser; puesto que la voluntad no es otra cosa que la inclinación y tendencia al bien en cuanto percibido y conocido por la razón, y es altamente filosófica la denominación de apetito o energía racional, que damos a la voluntad. Es así que la razón humana posee la idea del infinito, y concibe la infinidad del bien, y demuestra que existe un Ser que posee todas las perfecciones en grado infinito, como hemos visto en la Ontología y en la Teodicea: luego el movimiento y aspiración de la voluntad humana al bien, no pueden llenarse ni cesar, sino con la posesión de un bien infinito. Luego Dios, único bien infinito, constituye el fin último, [399] verdadero, concreto, real y viviente de las acciones humanas (1).

{(1) «Omnis creatura, escribe santo Tomás a este propósito, habet bonitatem participatam. Objectum autem voluntatis, quae est appetitus humanus, est universale bonum, sicut objectum intelectus est universale verum. Ex quo patet, quod nihil potest quietare voluntatem; nisi bonum universale.» Sum. Theol. 1ª, 2. cuest. 2ª, art. 8º.}

Notables son las consecuencias que se desprenden de la doctrina aquí expuesta.

La primera y la más importante en el terreno de la ciencia, es que el origen primitivo y la razón suficiente a priori de la moralidad de los actos humanos, se halla en Dios como último fin del hombre. Dios, que al crear al mundo y al hombre, los creó libremente para manifestar sus perfecciones, es el fin último del hombre, como lo es del mundo; y lo es de tal manera, que no puede dejar de serlo, puesto que, como se ha visto en la Teodicea, la bondad del hombre y del mundo es una derivación de la bondad divina, una participación y reflejo de su ser, una revelación de su infinita bondad, la cual, por consiguiente, es el término y el objeto necesario del acto divino, al llamar a la existencia a las criaturas. Luego Dios, por el solo hecho de constituir necesariamente el último fin del hombre, viene a ser la regla fundamental y primitiva de la moralidad de sus acciones. Éstas, en efecto, en tanto serán buenas, porque y en cuanto por medio de ellas el hombre tiende a Dios como a su último fin, relación que constituye la base del orden moral humano.

En último análisis, y si bien se reflexiona, una acción es buena o mala, según que por medio de ella nos acercamos o alejamos de Dios como último fin real y viviente del hombre. Por eso dice con mucha razón santo Tomás, que la «rectitud o bondad de la voluntad se constituye por el orden debido al fin último:» rectitudo voluntatis est per debitum ordinem ad finem ultimum.

Ni se opone a esto el que nosotros no juzgamos directa e [400] inmediatamente de la bondad o malicia moral de una acción, por su conformidad o relación con Dios como último fin de la misma, sino atendiendo a su conformidad con la ley natural, con la razón, con la conciencia, &c.: pues esto procede de que no nos es dado en la vida presente y en la imperfección de nuestros conocimientos, percibir de una manera directa, inmediata y como a priori, la ecuación entre el acto y el último fin, y por eso necesitamos recurrir a considerar el acto en sus relaciones con el objeto, la razón, la ley, &c., los cuales nos sirven como de medios a posteriori para reconocer su ecuación y conformidad con Dios como último fin. Empero claro es que esto no impide que esta ecuación constituya realmente la razón a priori primitiva de la moralidad del acto, la regla fundamental a al cual vienen a reducirse las reglas particulares, y el primer principio en el cual se resuelven y condensan finalmente los demás principios de la moralidad. Sucede aquí una cosa análoga a la que hemos observado al tratar de la verdad transcendental. Por más que sea cierto que la verdad transcendental de la cosa consiste en su conformidad y ecuación con el entendimiento divino, cuando se trata, sin embargo, de reconocer si el cuerpo A posee o no la verdad transcendental del oro, o lo que es lo mismo, si es verdadero oro, nos vemos precisados a servirnos de procedimientos a posteriori, examinando sus propiedades externas, porque ni poseemos la intuicion inmediata y directa de la esencia del oro, ni tampoco de su relación concreta con la idea que le corresponde en el entendimiento divino.

La segunda y no menos importante consecuencia de la doctrina antes consignada, es que son inadmisibles y absurdas en buena filosofía: 1º todas aquellas teorías morales que colocan el fin último de las acciones humanas en algún bien finito, o mejor dicho, en cualquier bien que no sea el mismo Dios: 2º que las señales como principio y término del acto moral, una bondad abstracta e ideal, en lugar de un ser viviente, real, singular y concreto. Luego deben rechazarse como inexactas y erróneas, [401]

a) La teoría de Kant, el cual hace depender la moralidad del acto humano de la fórmula abstracta de la ley del deber. Hablar del deber a una razón finita y una voluntad vacilante, sin presentar este deber como la tendencia natural y racional a la perfección completa del agente; hablar de una ley moral del deber, que manda lo que es preciso obrar y prohibe lo que se debe evitar, sin relacionar esta ley con un legislador que pueda servirle de principio, de sanción y de premio; hablar de deber, de ley y de bien moral, sin personificar todo esto el algún objeto, capaz de realizar la perfección completa y real del hombre, dando cumplida satisfacción y término a su aspiración constante e irresistible, natural y voluntaria a la vez hacia la verdad y el bien, es reducir la moral a un estoicismo, tan estéril como impotente e ineficaz para obrar el bien con energía y perseverancia; es formular una moral esencialmente racionalista, cuya voz y cuya influencia serían fácilmente ahogadas por la voz de las pasiones y por la influencia de los intereses.

b) La teoría de los epicúreos, así antiguos como modernos, a la cual se reducen los sistemas socialistas de Saint-Simon, Fourier y Owen, basados todos ellos, bajo una forma u otra, en la plena satisfacción de las pasiones humanas (1); lo cual, equivale a negar la existencia de un destino final para el hombre, y hasta la posibilidad de un bien capaz de llenar las aspiraciones del corazón humano.

{(1) Proclamer, dice Reybaud después de exponer las teorías de estos tres reformadores sociales, la legititimé absolute, ilimetée des passions... c'est pourtant ce qu'ont fait nos trois reformateurs, ce qu'ils ont dit, ce qu'ils ont enseigné... Ceder á la nature, s'abandonner aux apels des sens, jouir de tout sans mesure et sans réserve, voilá la vertu... La loi qui gouvernant l'ille de Circé á trouvé des commentateurs et des apotres. L'un d'eux l'eleve à la hauteur d'un principe religieux, l'autre en fait un ressort social, le troisiéme un agent esséntiel de nos destinees.» Etudes sur les Reformateurs, t. I, pág. 296.}

c) La teoría del filantropismo, según la cual la beneficencia [402] es el único y último fin que debe proponerse la voluntad humana en sus actos. Porque ni todas las acciones humanas se refieren a otros hombres, ni, concretándonos a las que a estos se refieren, encuentra en ellas la voluntad humana el término de sus aspiraciones, ni de su perfección posible, siendo por lo tanto necesario que, explícita o implícitamente, ordene y dirija estas acciones a otro fin ulterior.

d) La teoría utilitaria, que no reconoce otro fin a las acciones humanas que la utilidad y el bienestar del operante. Esta teoría es, sin duda, la más seguida en la práctica, no sólo con relación a las acciones individuales, sino también con relación a los asuntos sociales y políticos, verificándose con demasiada frecuencia que las prescripciones de la ley natural y del orden moral, son atropelladas por lo que se llama utilidad pública y razón de Estado. Y, sin embargo, la verdad es que si Dios es el último fin de toda la creación, y con especialidad del hombre dotado de inteligencia y libertad, las acciones de éste, ya sean individuales, ya sean sociales y políticas, por medio de las cuales se prepara y tiende a este último fin, que es a la vez su última y verdadera perfección, deben ser reguladas y dirigidas, no por la utilidad privada o pública, sino por la moralidad interna y esencial, derivada de la ley natural y de la razón.

Y aquí conviene advertir que por extraño que a primera vista parezca, los defensores del panteísmo entran lógicamente en el cuadro de la teoría utilitaria. La utilidad absoluta de la sustancia, la identidad y unidad del Ser, conduce necesariamente a la negación del libre albedrío y de la distinción real entre el bien y el mal: los actos del hombre son el resultado y la expresión de una causalidad fatal, lo mismo que los fenómenos de la naturaleza.

Cierto es que algunos panteístas procuran atenuar y disimular las consecuencias a que su teoría conduce sobre esta materia; pero también lo es que la lógica, al sobreponerse en otros a toda hesitación, y salvando reticencias y reservas, reconoce paladinamente la necesidad de profesar el principio utilitario. Véase en confirmación de esto, cómo se expresa [403] Espinosa, el más lógico de los panteístas: «Ninguna cosa es buena ni mala en sí misma... Todo hombre no solamente tiene el derecho de buscar su bien, su placer, sino que no puede obrar de otra manera... La medida del derecho de cada uno es su poder... Así como el sabio tiene derecho absoluto de obrar todo lo que su razón le dicta, o sea de vivir según las leyes de la razón, así también el ignorante tiene derecho a todo lo que el apetito le aconseja, o sea vivir según las leyes del apetito... De donde inferimos que un pacto no tiene valor, sino a causa y en virtud de su utilidad; si la utilidad desaparece, se desvanece con ella el pacto y pierde toda su autoridad.» {(1) OEuvres de Spinoza, trad. por E. Saisset, t. I, pág. CLIX.}.

Artículo II
El destino final del hombre y la vida presente.

Observaciones:

1ª Si el último fin del hombre y de sus acciones es Dios, Verdad primera, Bondad universal y Perfección absoluta, como se ha demostrado en el artículo anterior, es consiguiente que la felicidad perfecta del hombre, o sea su perfección última y adecuada, sea el resultado inmediato de su unión posesiva con Dios. En otros términos: Dios, bien sumo, es el objeto final y el término universal de todas las acciones morales, y bajo este punto de vista, constituye la felicidad objetiva del hombre: la consecución de Dios, y la consiguiente posesión efectiva del bien infinito, constituye la felicidad formal del mismo. [404]

2ª De aquí se infiere que el fin total de los actos humanos, y el principio primitivo adecuado de su moralidad, abraza simultáneamente a Dios y la perfección subjetiva que resulta de su posesión: Dios entra como objeto primario y razón suficiente a priori de la moralidad del acto; la felicidad o perfección subjetiva entra como efecto y resultado natural de la posesión de Dios, conseguida y realizada en virtud del acto moral. Luego el bienestar o utilidad del operante, aun tomada esta utilidad en un sentido muy diferente y superior en todo caso al que le da la escuela utilitaria, no puede decirse que sea el motivo principal y exclusivo, ni menos el fundamento o principio directo y único de la moralidad de los actos humanos.

3ª La felicidad perfecta formal, envuelve en su concepto la posesión completa del bien, de manera que esta posesión llene todos los deseos y aspiraciones del hombre, determinando él la quietud, satisfacción y descanso de todo su ser y de todas sus potencias. Por eso la definía Boecio: Status omnium bonorum aggregatione perfectus (1).

{(1) Los Escolásticos dividían esta felicidad en felicidad perfecta quoad statum, como si dijéramos, felicidad considerada en todas sus manifestaciones en el orden real, que es la misma que se acaba de definir; y en felicidad perfecta quoad essentiam, entendiéndose por ésta, aquel acto que se considera como principal y primario en la posesión del bien sumo, y como raíz de los demás actos que se concurren a la posesión plena o quoad statum.}

4ª Como no faltan filósofos en nuestros días que colocan el destino final del hombre en el progreso y desarrollo sucesivo e indefinido de la humanidad, bueno será manifestar lo erróneo de semejante afirmación. [405]

Tesis 1ª
La felicidad última y perfecta del hombre no puede consistir 
en el progreso continuo e indefinido del género humano.

Pruebas:

1ª Todas las razones aducidas en el artículo anterior para demostrar que la felicidad del hombre consiste en la posesión de Dios, bien universal, infinito y viviente, y como tal, último fin del hombre, demuestran ex consequenti la verdad de nuestra tesis. Por otra parte, la afirmación que en ella se rechaza es una derivación lógica y natural del panteísmo, para el cual la humanidad no es más que una fase o evolución de la sustancia divina. Luego cuantas razones hemos aducido en la cosmología y militan contra el panteísmo, militan igualmente contra esta teoría.

2ª Decir que la felicidad o destino final del hombre consiste en el progreso indefinido de la humanidad, equivale a afirmar que el hombre nunca realizará su destino final, ni conseguirá la felicidad última y perfecta, y por consiguiente, que la aspiración del hombre a la felicidad le ha sido concedida por el Autor de la naturaleza para su tormento y perpetuo sufrimiento. En efecto; si la felicidad del hombre se identifica con el desarrollo indefinido de la humanidad, esta felicidad no será perfecta y completa, sino cuando la humanidad llegue al término de este desarrollo, término al cual nunca puede llegar, toda vez que el movimiento se supone indefinido o sin fin. Luego, en buenos términos, semejante teoría equivale a afirmar que no existe ni es posible la felicidad perfecta para el hombre, y que jamás puede llegar al término o consecución de su destino.

3ª Añádase a esto, que en semejante teoría cada hombre singular carecería en realidad hasta de la posibilidad de alcanzar la felicidad y perfección última, puesto que todos, o al menos la mayor parte de los individuos, dejarían de existir antes que se realizara ese movimiento o desarrollo [406] indefinido, en el cual se hace consistir la felicidad y perfección del hombre.

Estas reflexiones conducen naturalmente a la doctrina de la moral cristiana, que nos enseña que la felicidad completa del hombre es incompatible con el estado y condiciones de la vida presente, doctrina que expresa la siguiente

Tesis 2ª
El hombre no puede alcanzar la felicidad perfecta en la vida presente, 

aunque sí puede conseguir una felicidad imperfecta y relativa.

La primera parte de la tesis se presenta evidente para cualquiera que fije su atención en las siguientes sencillas reflexiones:

1ª La felicidad no puede ser perfecta sino a condición de ser completa, llenando todos los deseos y aspiraciones posibles del hombre: es así que esto no puede verificarse en la vida presente, porque cualquiera que sea la suma del bien que se posee, lleva consigo, cuando menos, el temor de su pérdida en la muerte y con la muerte: luego repugna absolutamente que la felicidad del hombre sea perfecta en la vida presente.

2ª La experiencia enseña con demasiada fuerza y claridad, que jamás ha existido un hombre en posesión de la felicidad perfecta, o cuya felicidad haya sido de tal naturaleza que nada pudiera desear. Y esta experiencia se halla en completa armonía con lo que la razón y la ciencia enseñan acerca de Dios como último fin del hombre. Porque si Dios constituye el último fin del hombre, según hemos visto arriba, la felicidad completa y verdadera de éste, sólo puede consistir en la posesión perfecta de Dios, realizada por medio del entendimiento y voluntad, toda vez que Dios es un bien inteligible y una esencia inmaterial. ¿Y no es a todas luces evidente, que la imperfección de nuestro conocimiento, la flexibilidad de nuestra voluntad y su debilidad en orden al mal; que la ignorancia que rodea al primero, y las pasiones que [407] arrastran, debilitan y envilecen a la segunda, no permiten de ninguna manera que la posesión de Dios sea completa o perfecta en esta vida?

3ª Estas razones adquieren mayor valor y fuerza, si se tiene en cuenta que en el orden actual de la Providencia divina, y en virtud de la elevación del hombre al orden de la gracia y de la redención por Jesucristo, la felicidad natural del hombre es inseparable de su felicidad sobrenatural y gratuita, consistente en la visión inmediata e intuitiva de la esencia divina, intuición a que el hombre no puede llegar en la vida presente, y que, aun en la futura, sólo consigue y realiza mediante un auxilio especial de Dios, el mismo que los teólogos apellidan lumen gloriae.

«La consumación o perfección del hombre, escribe santo Tomás {(1) Opusc. 3º, cap. 149.}, tiene lugar en la consecución del último fin, consecución que constituye la perfecta bienaventuranza o felicidad, la cual consiste en la visión de Dios. A esta visión de Dios, es consiguiente y va unida la inmutabilidad del entendimiento; porque cuando se haya llegado a la visión de la causa primera, en la cual se pueden conocer todas las cosas, cesa la investigación del entendimiento. Cesará también el movimiento de la voluntad; porque, una vez conseguido el último fin, en el cual se encuentra la plenitud del bien, nada queda ya que desear, y la voluntad se muda, deseando algo que todavía no tiene.

En la última consumación de su destino, añade después {(1) Ibid., cap. 150.}, el hombre consigue la eternidad de la vida, no sólo en cuanto a permanecer eternamente, lo cual le conviene por el sólo hecho de tener un alma inmortal, sino también en cuanto que alcanza una inmutabilidad perfecta.

El último fin del hombre {(1) Sum. Con. Gent., lib. III, cap. 48.} termina y llena todos sus [408] deseos, de manera que, una vez poseído, ninguna otra cosa desea; pues si aun deseara algo, ya no podría decirse que descansa en el último fin. Es así que esto no puede verificarse en esta vida, porque durante ella, cuanto uno más conoce y sabe, tanto más se aumenta en él el deseo de saber... a no ser que haya alguno que lo conozca todo, cosa que a ningún puro hombre ha sucedido jamás, ni es posible que suceda... Luego no es posible que la última felicidad del hombre se realice en la vida presente.

Consiste, pues, la felicidad última del hombre en el conocimiento de Dios, que su inteligencia alcanzará después de esta vida.

Veremos a Dios inmediatamente... y en virtud de esta visión nos asemejamos a Dios de un modo especial, haciéndonos participantes de su misma bienaventuranza... y en esto consiste la felicidad perfecta del hombre.»

Al consignar estos pasajes, no podemos menos de exclamar con el mismo santo Doctor: «Avergüéncense, pues, los que buscan en cosas ínfimas la felicidad del hombre, en punto tan alto colocada:» Erubescant igitur, qui faelicitatem hominis tan altissime sitam, in infimis rebus quaerunt.

Por lo que hace a la segunda parte de la tesis, es un corolario lógico de la primera. Porque si la felicidad perfecta y última del hombre, asequible en la vida futura, consiste en la posesión de Dios por medio de su conocimiento y amor perfectísimos, claro es que la única y verdadera felicidad compatible con el estado y condiciones de la vida presente, sólo puede consistir en el conocimiento y amor más o menos perfecto de Dios, ya por la analogía y semejanza que encierran con los que constituyen la felicidad perfecta, ya porque Dios es el objeto más noble y digno de nuestra inteligencia y voluntad, ya finalmente, y con especialidad, porque por medio de estos nos acercamos a Dios en el orden moral, toda vez que la virtud que nos sirve de medio y de mérito para llegar hasta la posesión de Dios en la otra vida, no es otra cosa en el fondo que el amor de Dios como bien sumo, como santidad infinita, como principio y legislador del orden moral. [409]

La virtud, pues, basada sobre el conocimiento de Dios y relacionada con sus atributos morales, constituye el elemento principal, aunque no el único, de la felicidad posible al hombre en la vida presente; porque si bien los demás bienes temporales, como salud, riquezas, honor, amigos, &c., pueden formar parte de esta felicidad terrestre, siempre es a condición de hallarse subordinados a la virtud, única que puede darles valor moral y real con relación a la felicidad perfecta y última del hombre, y con relación a Dios, como fin último y bien universal del mismo. Y ciertamente, que sí el destino supremo del hombre, y con relación a Dios, como fin último y bien universal del mismo. Y ciertamente, que si el destino supremo del hombre es la asimilación perfecta con Dios en la vida futura, cuanto cabe en los límites de su naturaleza; si su perfección suprema consiste en la participación de la vida íntima de Dios, es también lógico el afirmar que la perfección moral del hombre en la vida presente, debe consistir principalmente en la imitación más o menos perfecta de los atributos morales de Dios, y en la consiguiente aproximación al mismo por parte de la bondad, justicia, caridad, misericordia y demás funciones divinas que se refieren al orden moral, reuniéndose y concentrándose, por decirlo así, en su santidad infinita.

Escolio

Los antiguos disputaban sobre el acto que constituye la felicidad esencial –quoad essentiam– o sea sobre cuál es el acto principal y primario en la posesión completa de Dios que constituye la felicidad perfecta de la vida futura. Algunos opinaban a favor del amor; otros a favor de la fruición; y otros concedían este carácter al acto del entendimiento, opinión que adopta santo Tomás, fundándose en que la posesión de un bien inteligible, cual es la esencia divina, es propia del entendimiento, puesto que se realiza por medio de su intuición, a la cual sigue el amor y demás actos de la voluntad.

 

Capítulo segundo
Existencia de la moralidad y su condición necesaria

Antes de tratar de la naturaleza y constitución esencial de la moralidad, exige el método científico consignar la existencia de actos morales y tratar de la libertad, condición sine qua non de los mismos.

Artículo I
Existencia de la moralidad.

La existencia real de la moralidad en los actos humanos, es una de aquellas verdades que pueden apellidarse de sentido común y de evidencia inmediata. En todas las edades, en todos los pueblos, en todas las sociedades, desde el momento de ruda barbarie, hasta el momento de refinada civilización, se ha reconocido la existencia de ciertos actos naturales buenos, y su distinción esencial, primitiva y absoluta de otros naturalmente malos. Honrar, por ejemplo, a los padres, dar culto a la divinidad, socorrer la indigencia del prójimo, restituir o devolver lo ajeno, siempre se ha mirado como actos buenos, mirándose a la vez como malos [411] maltratar a los padres, matar al prójimo sin motivo alguno, hacer traición a la patria o al amigo, &c.

Otra prueba de la realidad objetiva de la moralidad en los actos humanos, es la existencia misma en todos los hombres de las ideas del bien y del mal, de lo justo e injusto, de lo lícito e ilícito, del derecho y de la obligación, nociones cuya razón de ser y cuya contraposición relativa, sólo pueden concebirse y explicarse por la existencia y distinción real entre los actos humanos en el orden moral.

Por otra parte, es claro que el mandato, el premio, el castigo, la ley, con otras muchas cosas que obran e influyen directa y eficazmente en la vida individual y hasta en la constitución y conservación de la vida social y política, son palabras vacías de sentido, desde el momento que se niega la posibilidad de actos buenos y malos moralmente en el hombre, y su distinción esencial.

No es imposible demostrar esto mismo también a priori. Porque una vez probado que Dios es el último fin del hombre y de sus acciones, se sigue como consecuencia necesaria y legítima, que deben ser buenas aquellas acciones que por su naturaleza nos aproximan a nuestro último fin, y por el contrario, malas las que tienden a apartarnos de él, no siendo posible poner en duda, que el amor de Dios, por ejemplo, tiende por su naturaleza a acercarnos y conducirnos a Dios como último fin. Y esta reflexión es una prueba de lo que arriba hemos consignado acerca de la relación necesaria que existe entre Dios, como último fin de las acciones humanas, y la moralidad de éstas.

Ni se opone a la doctrina aquí establecida, el hecho histórico de que en algunos pueblos eran tenidas por lícitas, cosas esencialmente malas e ilícitas, como los sacrificios de los niños y adultos a los dioses, la muerte de los padres cuando llegaban a al vejez, el hurto, considerado como lícito entre los espartanos y antiguos germanos.

En primer lugar, estos hechos aislados no desvirtúan ni destruyen el consentimiento general de los hombres, con respecto a otros actos cuya moralidad o inmoralidad nunca [412] se ha puesto en duda, y esto basta para la verdad de nuestra tesis, en la que se afirma la existencia de actos reconocidos universalmente como buenos o malos por todos los hombres.

En segundo lugar, la ignorancia, los malos hábitos y las pasiones pueden oscurecer la noción del bien y del mal con respecto a ciertos preceptos de la ley natural, cuando no son primarios e inmediatos, y sobre todo, cuando se trata de hechos y preceptos revestidos y acompañados de ciertas circunstancias, como sucede en la mayor parte de los ejemplos que la historia nos presenta. La razón es que las circunstancias y condiciones particulares, modifican el juicio acerca del precepto considerado en abstracto. No sabemos, por ejemplo, que ningún pueblo haya considerado como lícito y bueno el matar a los padres; pero la ignorancia, la rudeza de las costumbres y las pasiones, han sido bastante poderosas para oscurecer y debilitar la razón en algún pueblo, hasta el punto de considerar como lícita esta muerte en la circunstancia A o B, para librar, por ejemplo, al padre de los trabajos que acompañan a la vejez.

Artículo II
La libertad, condición necesaria de la moralidad.

Siendo una verdad generalmente reconocida que los actos humanos no pueden decirse perfectamente morales o inmorales, sino a condición de ser libres, es preciso investigar y determinar la naturaleza de la libertad humana, como condición necesaria previa para la moralidad del acto humano. [413]

§ I
Naturaleza o noción de la libertad.

Como la libertad es un atributo y manifestación de la voluntad, su idea filosófica depende en gran parte de la teoría acerca de la voluntad, teoría que se halla condensada en el siguiente pasaje de santo Tomás:

«En las cosas entre sí subordinadas por parte de su perfección, es preciso que lo primero se incluya en lo segundo; de manera que en éste se halle no sólo la perfección que le compete según su naturaleza propia, sino también la que le corresponde en cuanto contiene al primero: así vemos que al hombre, no solo le conviene el uso de la razón, perfección que le pertenece según su propia diferencia, que es la racionalidad, sino el usar también de los sentidos y alimentos, lo cual le corresponde por parte del género, o sea según el concepto de animal... Ahora bien: la naturaleza y la voluntad están relacionadas entre sí, de tal manera que la voluntad es una especie de naturaleza, puesto que todo cuanto existe en el mundo es alguna naturaleza. Así es que en la voluntad se encuentra, no solo la razón propia de voluntad, sino también lo que corresponde a la razón o concepto de naturaleza. Conviene generalmente a toda naturaleza creada, el estar ordenada por Dios a algún bien que apetece naturalmente. En conformidad a esto, existe en la voluntad un apetito y deseo natural, en orden a algún bien que corresponde a su naturaleza; y, además de esto, posee la facultad de apetecer algo según su determinación propia y libre, y no por necesidad; lo cual le corresponde en cuanto es voluntad.

Así como hay cierto orden entre la naturaleza y la voluntad, así también existe determinado orden entre las cosas que la voluntad apetece naturalmente o como naturaleza, y las que apetece determinándose a sí misma, o como voluntad: [414] y así como la naturaleza viene a ser el fundamento de la voluntad, así también el bien apetecido naturalmente es el principio y el fundamento de la volición de los otros bienes. Entre los bienes que el hombre desea o busca, el fin es el principio y fundamento de los que se ordenan al fin, toda vez que las cosas que se apetecen para conseguir un fin, no se apetecen sino por razón de este fin que se intenta alcanzar. De aquí es que lo que la voluntad apetece o quiere necesariamente, según que es determinada a ello por inclinación natural, es el último fin, o sea la felicidad... pero con respecto a los demás bienes particulares, no se determina necesariamente por inclinación natural, sino por su propia disposición y como exenta de toda necesidad.»

Analizando este pasaje, y teniendo a la vez en cuenta otros en que santo Tomás desarrolla y completa su pensamiento, podemos reducir la teoría de la voluntad y de la libertad a los siguientes puntos:

1º La voluntad humana, tomada en general, es una inclinación o energía racional al bien. Así como el objeto del entendimiento es lo verdadero, así el objeto de la voluntad es el bien; y así como la fuerza cognoscitiva del entendimiento no se limita a esta o aquella verdad, a este o aquel objeto verdadero, sino que se extiende a la verdad universal y a todos los objetos verdaderos, de manera que toda verdad y todo lo verdadero cabe en la esfera de la actividad intelectual, así también el objeto adecuado a la voluntad, como inclinación racional que presupone la percepción de su objeto por parte de la inteligencia o razón, es el bien universal, en el cual están incluidos los bienes particulares.

2º Todo cuanto existe, en cuanto existe, constituye una naturaleza determinada. Luego siendo la voluntad humana una entidad real, y además una entidad de tal género, podemos considerar y distinguir en ella el concepto común de naturaleza, y el concepto específico y concreto de voluntad; porque el primero es ser naturaleza, que ser voluntad; primero es ser esencia real, que ser tal esencia, por más que a parte rei sean una misma cosa, o no se distingan realmente la [415] voluntad como naturaleza y la voluntad como voluntad. La animalidad y la racionalidad en el hombre no son dos entidades distintas, lo cual no impide que las operaciones y manifestaciones que al hombre corresponden por parte de la animalidad, sean diferentes de las que le corresponden por parte de la racionalidad.

3º De aquí es que hay en la voluntad humana dos operaciones o manifestaciones fundamentales de su actividad. Una que le corresponde en cuanto naturaleza, y es el acto mediante el cual apetece de una manera necesaria, espontánea y natural, el bien universal o sea la felicidad, que es su último fin: y otra que le corresponde como voluntad o potencia libre, y es el acto o volición de los bienes particulares e incompletos, los cuales vienen a ser para ella y se le presentan como participaciones y manifestaciones parciales del bien universal y perfecto que constituye el objeto adecuado, y, consiguientemente, necesario de la misma. Y así como la voluntad como voluntad presupone la voluntad como naturaleza, así también los actos que pone en orden a los bienes particulares, presuponen y tienen su fundamento, su raíz y su razón suficiente en la volición o acto relativo al bien universal; pues en virtud de la volición o apetito de este bien universal, se mueve y determina a querer, buscar y elegir los bienes particulares, como medios para llegar a la consecución del bien universal.

4º En atención a que el acto de la voluntad presupone el acto del entendimiento que le presenta el objeto como bueno, la voluntad es perfectamente libre con respecto a los bienes particulares y finitos; porque decir bienes particulares y finitos, es lo mismo que decir cosas que carecen de muchas perfecciones y bienes, o seres que envuelven una mezcla de bien y de mal, de ser y de no ser. De aquí resulta por una parte, que el entendimiento puede presentar a la voluntad estos bienes bajo diferentes aspectos de bien y de mal; y por otra, que ésta, cuyo objeto total y adecuado es solamente el bien universal, se halla colocada, por decirlo así, encima de estos bienes finitos, los domina y [416] realiza sus actos en orden a ellos con indiferencia y libertad.

5º Infiérese de lo dicho hasta aquí: 1º que el acto de la voluntad humana respecto del bien universal en concreto o con existencia real, o lo que es lo mismo, respecto de Dios, conocido claramente por el entendimiento, es necesario y no libre; porque la voluntad no pude dejar de amar y adherirse al bien universal, que es su objeto adecuado, en la hipótesis del conocimiento presencial e intuitivo de este bien, como sucede en los bienaventurados que poseen la visión de Dios, bien universal, sumo e infinito: 2º que si se trata del bien universal en abstracto, o sea de la felicidad en común, el acto de la voluntad es necesario quoad sepecificationem, aunque no lo es quoad exercitium; es decir, que puede suspender todo acto acerca de este objeto, no pensando en él; pero en la hipótesis de que piense en la felicidad o bien universal, no puede aborrecerla, y la ama o apetece necesariamente: 3º que en los actos que se refieren a los bienes particulares, finitos y concretos, es propiamente libre la voluntad, pudiendo poner o suspender sus actos respecto de ellos, amarlos o aborrecerlos, elegirlos o desecharlos como medios, &c. En esta superioridad y dominio de la voluntad respecto de los bienes particulares, radica lo que se llama indiferencia, condición esencial de la libertad.

Esta indiferencia se denomina objetiva o subjetiva, según que se la considera, o por parte del objeto, que se puede presentar bajo diferentes aspectos y mezclas de bien y mal, o por parte de la misma voluntad, como energía superior por su naturaleza a los bienes particulares y finitos.

6º De aquí la división de la libertad en

a) Libertad de contradicción, que también se dice quoad exercitium, la cual incluye y dice indiferencia para obrar o no obrar, para poner o no poner el acto.

b) Libertad de contrariedad, la cual incluye la indiferencia para poner actos contrarios acerca del mismo objeto, como amar o aborrecer.

c) Libertad de especificación, la cual incluye la indiferencia acerca de actos diversos, aunque no rigurosamente [417] contrarios, como la indiferencia y facultad para escribir o leer. Algunas veces ésta suele reducirse y confundirse con la de la contrariedad.

Mas no se debe concebir que la indiferencia necesaria para la libertad, o mejor dicho, embebida en ella, haya de ser siempre una indiferencia puramente pasiva o de perfecto equilibrio, de manera que la voluntad cuando elige libremente, excluya toda inclinación o propensión previa hacia uno de los extremos, sino que más bien se ha de concebir como la resultante de la energía innata, del dominio y de la superioridad que a la voluntad corresponde sobre los actos todos que dicen relación a bienes particulares y finitos. «Yo no admito, decía a este propósito Leibnitz, una indiferencia de equilibrio, y no creo que se elija nunca, cuando se está absolutamente indiferente. Una elección de tal naturaleza sería una especie de pura casualidad.»

Reasumiendo y haciendo aplicaciones de la doctrina aquí expuesta, podemos establecer las siguientes proposiciones:

1ª La coacción y la libertad o libre albedrío, son absolutamente incompatibles; porque la coacción procede de un principio externo al operante, y el acto libre de un principio interno.

2ª La espontaneidad o necesidad y determinación ad unum, y la libertad, son compatibles en la misma potencia, pero no en el mismo acto. Los actos con que nosotros amamos la felicidad o el bien en común, son espontáneos, necesarios y determinados ad unum; pero no son verdaderamente libres, como son los que ponemos respecto de los bienes particulares determinados y concretos, por más que unos y otros radiquen en la potencia o facultad vital que llamamos voluntad.

3ª El acto verdadera y propiamente libre presupone y exige: 1º el conocimiento del objeto como bien particular por parte del entendimiento: 2º que proceda del mismo operante o de un principio interno, excluyendo por consiguiente toda coacción: 3º que esta procedencia de principio interno no sea por simple espontaneidad, sino con facultad de poner [418] o no poner el acto, o en otros términos, excluyendo la necesidad y determinación natural ad unum: 4º que proceda del principio interno o sea de la voluntad, acompañada de una indiferencia activa y dominadora, en relación con la naturaleza de la voluntad humana, como energía superior a los bienes particulares y finitos, y como facultad del bien universal.

4ª En rigor científico, todo acto que procede de la voluntad, se puede y debe llamar voluntario, como lo es, por ejemplo, el amor de Dios en los bienaventurados; pero el acto libre incluye además que proceda de la voluntad de tal modo, es decir, sin determinación a un acto u objeto, con indiferencia y facultad ad opposita. Luego aunque todo acto libre es voluntario, no todo acto voluntario es libre (1).

{(1) De aquí se deduce que es inexacta y falsa la idea de libertad presentada por Cousin, cuando escribe: «La idea fundamental de la libertad, es la de una potencia que, bajo cualquiera forma que obre, no obra sino por medio de una energía que le sea propia.» Cuando Dios se ama a sí mismo, obra por energía propia: cuando los santos en el cielo aman a Dios, obran con una energía propia e interna, que es su voluntad, y, sin embargo, en estos actos no hay verdadera libertad: luego es falso que baste para la libertad que el acto se ponga o proceda de una energía propia.}

5ª La libertad o libre albedrío en el hombre, puede definirse: la facultad de poner y no poner actos diferentes y contrarios, con respecto a los bienes particulares, o que son percibidos como tales. Las últimas palabras indican porqué Dios puede ser objeto de elección libre para la voluntad humana en la vida presente, a pesar de que el entendimiento especulativo conoce y demuestra que en realidad es el bien universal.

Si se quiere definir la libertad, abstracción hecha del hombre, o sea en cuanto común a éste, a los ángeles y aun a Dios, puede decirse que es: La facultad de determinarse a sí mismo a poner o no poner un acto por motivos racionales. [419]

6ª La voluntad humana puede definirse: «una actividad vital y racional, en virtud de la cual el hombre apetece necesariamente el bien universal, y libremente los bienes particulares».

7ª La raíz primera del libre albedrío o de la libertad humana es el entendimiento, o sea la elevación de la razón que la hace capaz para percibir y juzgar la verdad y bondad de los diferentes objetos que a ella se presentan; porque esta elevación y universalidad de la razón y la consiguiente indiferencia y facultad de percibir, considerar y juzgar bajo diferentes aspectos los objetos particulares, contiene la razón suficiente a priori de la indiferencia fundamental de la voluntad en orden a estos objetos, o sea la posibilidad y facultad de poner actos diferentes y contrarios respecto de los bienes particulares.

8ª La raíz próxima e inmediata de la libertad es la receptividad universal de la voluntad, como energía racional y facultad del bien; porque en tanto puede elegir entre los bienes particulares, porque y en cuanto su objeto propio y adecuado es el bien universal; y como esta razón de bien universal, o no se encuentra, o no se descubre y manifiesta en los objetos que el entendimiento le presenta como buenos en la vida presente, de aquí es que ninguno de ellos atrae necesariamente a la voluntad hacia sí, y esta conserva su independencia e indiferencia dominante sobre ellos.

9ª Luego la libertad humana, o lo que se llama libre albedrío, considerado adecuadamente, incluye la acción del entendimiento y de la voluntad; y por eso, sin duda, y en este sentido define santo Tomás al libre albedrío: Facultas voluntatis et rationis. [420]

§ II
Existencia de la libertad humana.

Una vez expuesta la noción de la libertad humana, el sentido común y la experiencia interna se encargan de demostrar la existencia de la misma en el hombre.

a) El sentido común, o mejor dicho, el consentimiento general del género humano, ha reconocido y viene reconociendo constantemente, no solo que el hombre es dueño de sus actos, sino que esta libertad o facultad de elección constituye el carácter más principal y aparente de su elevación y superioridad sobre los demás seres de la creación que le rodean, cuyas acciones son necesarias e instintivas. Ni es otra la causa y razón inmediata, porque mientras los animales, que son los seres que más se aproximan al hombre, son incapaces de inventar ni perfeccionar artes, industrias, ciencias, formas sociales y políticas, el hombre realiza todo esto y ofrece una perfectibilidad y mutabilidad indefinidas sobre todas estas cosas, y en general con respecto a los elementos, fases y estados múltiples de ese fenómeno sintético que llamamos civilización.

b) La experiencia interna nos lleva al mismo resultado con una fuerza mayor aún, si cabe, que la que se desprende del consentimiento común y de los fenómenos que se acaban de indicar. Y ciertamente que si la observación psicológica tiene algún valor real; si el testimonio de la conciencia es motivo de certeza y criterio de verdad, es preciso reconocer que la existencia de la libertad humana es una de las verdades y uno de los hechos fundamentales y elementales de la ciencia. Porque el sentido íntimo me dice con toda claridad y sin que sea posible eludir su testimonio, que en mil circunstancias, y dadas las condiciones necesarias para obrar acerca de un objeto, puedo hacerlo, y también suspender [421] todo acto de la voluntad acerca de él; que puedo poner actos contrarios o diversos acerca de una misma cosa, que soy dueño de hablar o callar, de escribir o leer, de desear bien o mal a una persona, de pensar en el objeto A o en el objeto B, de suspender o continuar una ocupación comenzada, &c., &c. Esta prueba es, por su misma naturaleza, la más eficaz y poderosa, a la vez que la más universal y sencilla, porque obra con igual energía sobre el sabio y sobre el ignorante. Todos los sofismas y raciocinios de la filosofía, no lograrán arrancar del hombre más ignorante la convicción y certeza de que es completamente libre y dueño de sus actos en muchas ocasiones.

Añádase a lo dicho, que la negación de la libertad humana lleva consigo la inutilidad, o mejor dicho, la negación de lo que llamamos consejos, exhortaciones, preceptos, obediencia, mérito, demérito, ley, alabanza, vituperio, castigo: cosas todas inútiles y sin razón de ser, si en nosotros no hay actos libres, como observa santo Tomás (1).

{(1) «Si enim non sit liberum aliquid in nobis, sed es necessitate movemur ad volendum, tollitur deliberatio, exhortatio, praeceptum, et punitio, et laus, et vituperium. Nom enim videtur esse meritorium vel demeritorium, quod aliquis sic ex necessitate agit quod vitare non possit. QQ. Disp. de Malo, cuest. 6ª, art. ún.}

La experiencia, que nos demuestra la existencia de la libertad humana, nos enseña también que esta libertad en el hombre, no solo abraza diversidad de actos buenos, sino la facultad también de elegir entre el bien y el mal moral, o sea la indiferencia de contrariedad en el orden moral. Para que no se crea que esta indiferencia es esencial a la libertad, establecemos la siguiente [422]

Tesis
La indiferencia o libertad de contrariedad con respecto al bien y al mal moral no pertenece a la esencia o naturaleza de la libertad, sino más bien es una imperfección y defecto de la misma.

Para convencerse de la verdad de esta tesis, basta reflexionar y tener presente:

1º Que en Dios existe verdadera y, sin duda, más perfecta libertad que en el hombre; y sin embargo, no incluye, antes excluye absolutamente la indiferencia o facultad de elegir el mal moral, elección que se halla en abierta contradicción con la santidad infinita de Dios.

2º La libertad, como manifestación de la voluntad, tiene por objeto el bien y tiende a él de su naturaleza, como la voluntad misma, con la cual se identifica realmente. De aquí es que si la libertad, o lo que es lo mismo, si la voluntad en sus movimientos libres se aparta del bien, es, o por ignorancia, error e inconsideración actual del entendimiento; o por las afecciones y pasiones, que impiden, dificultan y tuercen su movimiento y tendencia natural hacia el bien: luego la facultad o posibilidad de elegir el mal existe en el hombre a causa de las condiciones especiales y de los defectos que rodean la voluntad libre, y no porque esta posibilidad de elección sea esencial e indispensable para la libertad. Así como la posibilidad de errar en los raciocinios que hace el entendimiento y la facultad o facilidad consiguiente de apartarse de la verdad, es una imperfección y defecto de nuestra razón, así también es un defecto e imperfección de nuestra libertad, la facultad o posibilidad de elegir el mal, apartándose del bien y del orden moral.

Sin embargo, por más que la facultad de pecar no pertenezca a la esencia ni sea una perfección de la libertad, su existencia demuestra a posteriori la existencia de la libertad en el hombre. Por eso dice santo Tomás, «que el elegir [423] o querer lo malo, ni es la libertad, ni parte de la libertad, si bien es señal de la libertad:» Velle malum, nec est libertas, nec pars libertatis, quamvis sit quoddam libertatis signum.

La doctrina aquí expuesta y las últimas palabras de santo Tomás, manifiestan el juicio que debe formarse de la doctrina krausista profesada por Tiberghien cuando afirma que el mal es un instrumento de progreso, una condición de la libertad humana, y que ésta sería imposible si no nos fuera dado elegir entre el bien y el mal. Prescindiendo de los ángeles y santos, cuya existencia y condiciones de felicidad, no significarán nada tal vez para el krausismo, a pesar de sus pujos de misticismo, hay que reconocer que si fuera verdadera la doctrina de Tiberghien, Dios es menos perfecto que el hombre, o mejor dicho, es un ser imperfecto, puesto que carece de la facultad de elegir entre el bien y el mal.

Según la filosofía cristiana y la realidad de las cosas, el mal puede ser ocasión del bien, pero no instrumento, que vale tanto como decir causa del progreso, es decir, del bien; y la libertad humana, si bien de hecho lleva consigo la facultad de elegir entre el bien y el mal, esto no quita para que sea posible en el hombre un estado de eligibilidad entre diferentes bienes y por consiguiente de libertad, sin eligibilidad, al menos próxima entre el bien y el mal. Y digo al menos próxima, porque la flexibilidad radical al mal es inseparable de toda criatura en razón de su limitación esencial, o como decían los Escolásticos, a causa de su producción ex nihilo.

Como prueba y explicación de su teoría acerca de la libertad humana, el filósofo krausista añade: «El mundo no es la obra de una voluntad arbitraria, está fundado en la esencia divina, es como debe ser... Para impedir la existencia del mal y de la malignidad, hubiera sido preciso impedir la existencia del hombre y de los seres finitos; hubiera sido preciso dejar al mundo vacío o sin contenido. Porque Dios no puede hacer lo que es imposible y contradictorio, y lo imposible sería que un ser finito no fuera finito, por [424] consiguiente sujeto o negación y capaz de obrar mal.» {(1) Tiberghien, Les Commendements de l'Humanité d'aprés Krause, pág. 156.}. Cierto que el mundo no es obra de una voluntad arbitraria, si por voluntad arbitraria se entiende voluntad caprichosa o que obra sin motivo racional; pero si por voluntad arbitraria se entiende voluntad que obra libremente, el mundo es obra de voluntad arbitraria, porque existe en virtud de la libre determinación de Dios. Aquí no hay más que inexactitud de lenguaje y confusión de ideas, como sucede también cuando se añade que el mundo está fundado en la esencia divina, y esto por dos conceptos: 1º porque y en cuanto la esencia divina es la que contiene el arquetipo de este mundo como contiene la idea de todos los mundos y seres posibles: 2º porque sola la esencia divina posee el poder o fuerza de causalidad necesaria para sacar al mundo de la nada. Pero es falso y muy falso que el mundo está fundado en la esencia divina en el sentido krausista, es decir, que el mundo es una manifestación necesaria de la esencia divina, o que en realidad está contenida formalmente en la esencia divina. Que éste es el sentido y la idea del filólogo belga, lo revelan las palabras que añade cuando dice que el mundo es como debe ser, lo cual, especialmente en boca de un discípulo de Krause, vale tanto como decir que el mundo no puede ser de otra manera, y que es tan necesario como la esencia divina, de la cual es un desarrollo, y en la que está fundado y contenido.

También es cierto que Dios no puede hacer lo que es imposible y contradictorio y consiguientemente que no puede hacer que un ser finito no sea finito y capaz de obrar mal con capacidad radical y originaria; pero no es menos cierto que Dios tiene en su infinito poder medios más que suficientes para hacer compatible esa capacidad radical para el mal con la incapacidad próxima y efectiva en orden al mismo, o [425] en otros términos, para hacer que el hombre, sin perjuicio de su libertad y sin perder la capacidad originaria para el mal, obre el bien de manera constante e indefectible. La teología católica al hablar de la libertad de Jesucristo en cuanto hombre, al hablar de los santos confirmados en gracia, y especialmente al presentarnos el ejemplo de la Madre de Dios obrando el bien de una manera constante e indefectible durante toda su vida, sin perder por eso la libertad humana, demuestra prácticamente: 1º que no es condición necesaria de ésta la facultad de obrar el mal: 2º que la defectibilidad radical de toda criatura en cuanto finita y producida ex nihilo, no excluye la incapacidad próxima del mal, indefectibilidad real y efectiva del bien dadas ciertas circunstancias: 3º que Dios tiene poder suficiente para impedir la existencia del mal y la malignidad, sin necesidad de impedir la existencia de los hombres y seres finitos: 4º que el menosprecio y la ignorancia de la teología católica por parte de los filósofos racionalistas, produce en éstos, no ya sólo el error religioso y la carencia de la verdad revelada, sino también el error filosófico. Con respecto a la solución de ciertos problemas muy importantes en el terreno de la ciencia, porque no pueden utilizar la luz vivísima que ciertas cuestiones y soluciones teológico-cristianas irradian sobre problemas los más transcendentales de la filosofía.

Objeciones

Obj. 1ª. El argumento tomado del sentido íntimo para probar la existencia de nuestra libertad, carece de fuerza; porque la conciencia nos dice sí, que se realizan dentro de nosotros voliciones y noliciones; pero no nos dice si estos actos proceden de la determinación libre de nuestra propia voluntad, o de algún principio externo.

Resp. Esta objeción, presentada por Bayle y repetida después por los escépticos y fatalistas, se halla en manifiesta [426] contradicción con el testimonio mismo de la conciencia que pretende negar o eludir. Porque la verdad es que el sentido íntimo, no solo atestigua con toda claridad que existen en nosotros voliciones y noliciones, sino también que somos dueños de ponerlas o no ponerlas, de suspenderlas o continuarlas, de ponerlas con respecto al objeto A o al objeto B; es decir, que el testimonio de la conciencia abraza la existencia de estos actos, y a la vez su modo y origen. En verdad que ni Bayle no todos los sofistas, serán capaces de arrancar al hombre más ignorante la convicción, evidencia y certeza, de que cuando levanta el brazo lo levanta libremente, con facultad de no levantarlo, y porque quiere levantarlo.

Esto sin contar que la conciencia distingue y separa perfectamente el acto necesario del acto libre, lo cual prueba que su testimonio abraza algo más que la simple existencia del acto.

Obj. 2ª Según la noción arriba consignada de la libertad, acto libre es aquel que de tal manera está en nuestra potestad que lo ponemos cuando queremos; es así que del acto meramente espontáneo y necesario, se puede decir con verdad que lo ponemos cuando queremos, puesto que cuando amamos, por ejemplo, la felicidad, este amor procede de la voluntad porque y en cuanto quiere esta felicidad: luego la libertad es compatible con la necesidad o determinación ad unum.

Resp. Para contestar a esta objeción, basta fijar el sentido de las palabras, distinguiendo la primera proposición en los términos siguientes: Acto libre es el que está en nuestra potestad y lo ponemos cuando queremos, de manera que la razón total y adecuada porque lo ponemos sea nuestra sola elección o la determinación electiva e indiferente de la voluntad, se concede: en el sentido de que basta que sea conforme a la inclinación de la voluntad, o que basta que el acto no envuelva coacción, se niega. No es lo mismo poner un acto queriendo ponerle, que poner un acto porque se quiere ponerlo. Para lo mismo basta que el acto de la voluntad no sea contra su [427] inclinación natural, y que no intervenga violencia o coacción física en su origen y existencia: para lo segundo se necesita además que la razón suficiente de la posición del acto sea la volición libre o electiva de la voluntad.

Obj. 3ª La acción de la voluntad, como potencia libre, supone la acción previa del entendimiento y su juicio en orden a la bondad y malicia del objeto: luego la determinación de la voluntad en orden al sujeto, no es verdaderamente libre, puesto que esta determinación es regida y gobernada por el juicio del entendimiento acerca del objeto sobre el cual versa la elección de la voluntad.

Resp. La solución de este argumento exige las siguientes observaciones previas:

1ª Hay dos juicios del entendimiento acerca del bien: uno especulativo, mediante el cual juzgamos que el objeto es bueno o malo en sí mismo, prescindiendo de circunstancias y de su relación con nosotros: otro práctico, con el cual juzgamos que el objeto A es bueno o malo para nosotros en las circunstancias y condiciones presentes.

2ª Los filósofos se hallan divididos en orden a la naturaleza de la conexión que existe entre la elección de la voluntad y el juicio práctico del entendimiento con respecto al objeto. Opinan algunos que esta conexión es necesaria, de manera que la elección o determinación de la voluntad se conforma siempre con el juicio práctico del entendimiento acerca de la bondad o malicia del objeto, o lo que es lo mismo, acerca de la conveniencia o no conveniencia del objeto y del acto A para mí en estas circunstancias en que me hallo. Otros opinan, por el contrario, que no es necesaria esta conexión, y que, cualquiera que sea el juicio práctico del entendimiento sobre el objeto, la voluntad, en virtud de su energía innata y de su dominio sobre los bienes particulares, puede elegir lo contrario de aquello que le dicta o juzga prácticamente el entendimiento.

Los partidarios de la primera opinión, contestan a la objeción diciendo que la elección de la voluntad siempre es libre; porque dado un juicio práctico del entendimiento sobre [428] el objeto A, la voluntad puede mover y aplicar al entendimiento a variar su juicio, examinando y considerando al objeto bajo otros puntos de vista.

A los partidarios de la segunda, les basta negar la conexión necesaria entre el juicio práctico del entendimiento y la elección de la voluntad. Y esta opinión parece más conforme a la naturaleza de la voluntad como facultad libre, y más en armonía con el testimonio del sentido íntimo, en orden a su independencia y superioridad sobre los bienes finitos.

Nosotros opinamos que la elección de la voluntad no es determinada necesariamente por el juicio del entendimiento, sino de una manera contingente, o sea conservando la posibilidad y facultad de elegir lo contrario, por más que admitamos que ordinariamente -ut plurium- o sea en la mayor parte de los casos, la elección de la voluntad ti

{(1) Leibnitz parece opinar como nosotros, por más que esta opinión no se pueda conciliar fácilmente con sus teorías sobre la razón suficiente y sobre el optimismo. He aquí sus palabras: «Quelque percéption qu'on ait du bien, l'effort d'air après le jugement, qui fait à mon avis l'essence de la volonté, en est distingué... C'est ce qui fait que nôtre âme a tant de moyens de resister à la verité qu'elle connait, et qu'il y a un si grand trajet de l'esprit au coeur... Ainsi la liaison entre le jugement et la volonté n'est par si necessaire qu'on pourrait penser.» Essais de Theod., part. 3ª, núm. 311.}

Capítulo tercero
La esencia de la moralidad

Artículo I
Principios constitutivos de la moralidad, y origen de esta en los actos humanos.

Puede decirse que el presente problema es una demostración práctica de la importancia científica de las teorías psicológicas y metafísicas, y del enlace íntimo y necesario que existe entre la metafísica y la moral.

Para convencerse de ello basta echar una rápida ojeada sobre las principales teorías acerca del origen y naturaleza de la moralidad pues se las verá relacionadas con la doctrina metafísica de sus autores. De aquí

a) El sistema de la escuela sensualista, la cual, apoyándose sobre el principio de la sensación, como facultad fundamental y única del hombre, no reconoce más distinción entre el bien y el mal que la que resulta del placer y del dolor identificando en el fondo y definiendo de una manera más o menos explícita la bondad de las acciones humanas por el bienestar que llevan consigo, y la malicia por el dolor o la incomodidad. [430]

Por caminos directos o indirectos vienen a parar a esta teoría las diferentes escuelas sensualistas, las materialistas, las socialistas y comunistas, y la de Hobbes (1), que pudiéramos llamar la teoría del egoísmo despótico.

{(1) «Pour Hobbes, escribe Cousin, l'idée du bien et du mal n'a d'autre fondement que la sensation agréable ou désagréable... L'homme est capable de jouir et de souffrir; sa loi unique est de souffrir le moins possible, et de jouir de plus possible. Puisque telle est la loi unique, il a tous les droits que cette loi lui confère; il peut tout pour sa conservation, et son bonheur; il a le droit de sacriffer tout à soi... C'est l'etad de nature, qui n'est pas autre chose que l'etat de guerre, le combat de tous contre tous... L'etat social est institution d'une puissance publique plus forte que tous les individus, capable de faire succéder la paix à la guerre et d'imposer à tous l'accomplissement de ce qu'elle aura jugé utile, c'est-à-dire, juste. Mais comme les passions comprimées sont en revolbe naturelle et nécessaire contre la nouvelle autorité, cette autorité ne peut être trop forte; et Hobbes place l'espèce humaine entre l'alternative de l'anarchie ou de un despotisme, qui sera d'autant plus conforme à sa fin qu'il sera plus absolu.» Hist. de la Phil., lec. 11. pág. 380.}

b) La teoría utilitaria, que busca el origen y naturaleza de la moralidad en la utilidad, bien sea individual, bien sea social. A esta teoría puede reducirse también la escuela humanitaria de Leroux y de la izquierda hegeliana, escuelas que, al divinizar la humanidad, no reconocen más moralidad en los actos humanos, que su relación con el desarrollo y progreso indefinido de la misma.

c) La teoría de la sensibilidad moral, que explica la distinción entre el bien y el mal por sentimientos instintivos, que nos obligan a mirar unas acciones como buenas y otras como malas. Son varias las formas que reviste esta teoría. Unos explican la distinción entre el bien y el mal por la satisfacción interna que experimentamos al realizar o percibir en otros ciertas acciones, y un sentimiento contrario al realizar o percibir otras. Smith y algunos otros, buscan en la [431] antipatía simpatía la diferencia moral de las acciones. Reid y los principales representantes de la escuela escocesa, enseñan que el bien y el mal moral constituyen el objeto de una facultad sui generis, así como la luz y los colores constituyen el objeto de la vista. A esta facultad o sentido moral, como la apellidan también, pertenece no solo discernir entre el bien y el mal, sino reconocer los primeros principios y verdades del orden práctico.

d) La teoría positiva, que deriva la moralidad de las acciones y la diferencia entre el bien y el mal, o de la ley positiva divina, o de la ley humana, es decir, de la voluntad libre de Dios o de los hombres, como Puffendorf, o de la opinión de los hombres, como Saint-Lambert.

No permitiendo las condiciones y objeto de esta obra entrar en la exposición y refutación detallada de cada una de estas teorías morales, nos limitaremos a algunas consideraciones generales sobre las mismas.

Tesis 1ª
Es impío y erróneo el sistema que hace consistir en el placer 

y utilidad personal, la bondad moral de los actos humanos.

Es impío; porque envuelve la negación de la vida futura, de la inmortalidad del alma, de la Providencia divina, y consiguientemente de toda religión. En realidad, si los defensores de esta teoría afirman que la moralidad de los actos humanos coincide con el bienestar, utilidad y placer que acompañan a dichos actos, es porque piensan y enseñan que estos son los únicos y verdaderos bienes reales a que el hombre puede llegar.

Es erróneo: 1º porque se halla en abierta contradicción con el sentido común por una parte, y por otra, con lo que la razón y la ciencia enseñan y demuestran sobre la inmortalidad del alma, existencia de la vida futura, de la Providencia divina con otras verdades análogas: 2º porque de aquí se seguiría que la acción del que se entrega a los tormentos y [432] la muerte en defensa de la religión o de la patria, es viciosa y moralmente mala, digna de vituperio y tanto más inmoral, cuanto mayores son los tormentos por semejante causa sufridos; al paso que deberíamos reconocer como virtuosa y laudable, la acción del que diera muerte alevosamente al amigo para proporcionarse goces con su dinero.

Tesis 2ª
La teoría de la escuela utilitaria y la del sentimiento moral, se deben rechazar como insuficientes para explicar el origen y naturaleza de la moralidad.

A) Es insuficiente e inadmisible la teoría utilitaria:

1º Porque de ella se sigue que cualquiera acción humana, por inmoral e ilícita que sea de su naturaleza, dejaría de serlo y pasaría a ser moral, honesta y lícita, por el solo hecho de resultar alguna utilidad para la comunidad o sociedad; cosa que, sobre repugnar a la razón y al sentido común, echa por tierra el bien y el mal moral.

2º Si la moralidad de la acción depende de su relación con la utilidad pública y social, será preciso decir que las razones de bueno y malo, de justo e injusto, de moral e inmoral, sólo tienen lugar en las acciones que se refieren a la comunidad o sociedad: luego no habrá moralidad ni inmoralidad en las acciones que se refieren al individuo que las ejecuta, ni siquiera en las que dicen orden a otro individuo sin trascendencia a la sociedad. Luego las acciones torpes que no se refieren a otra persona, los pensamientos y deseos internos, el odio o la blasfemia contra Dios, no serán actos moralmente malos.

B) La teoría del sentimiento moral o afección sensible, es igualmente inadmisible:

1º Porque estriba en la hipótesis gratuita de una facultad especial para la percepción del bien y del mal, para lo cual basta y sobra la razón, a la cual pertenece propia y realmente [433] el conocimiento y discernimiento entre el bien y el mal del orden moral.

2º Porque al atribuir al sentimiento esta percepción y discernimiento, y sobre todo el conocimiento de los primeros principios o axiomas del orden moral, abre la puerta al sensualismo.

3º La satisfacción interior y remordimiento, la antipatía y simpatía que experimentamos respectivamente al ejecutar o ver ciertas acciones, indican que existe una distinción real entre las mismas, pero no constituyen esta distinción: estas afecciones son el resultado y no la causa de la moralidad o inmoralidad de las acciones. En resumen: esta teoría confunde el efecto con la causa. La acción no es buena o mala moralmente porque produce o determina en nosotros afecciones de simpatía o antipatía, sino que por el contrario, excita estas afecciones, porque es buena o mala.

Tesis 3ª
La moralidad no depende ni procede de la libre voluntad de Dios.

Esta tesis destruye de raíz todas las teorías que señalan como origen y razón suficiente de la moralidad las leyes positivas, sean estas divinas o humanas; porque sin la moralidad no depende de la voluntad de Dios, menos depende de la ley divina que es la expresión parcial de esta voluntad libre de Dios, y mucho menos de la ley humana, inferior en todos conceptos a la ley divina.

Razones:

1ª Hay actos humanos tan íntima y esencialmente relacionados con el orden moral, que no pueden existir ni concebirse, sino con el atributo de bondad o malicia moral. Así, por ejemplo, la blasfemia o el odio de Dios son actos esencialmente malos, de manera que la malicia moral entra en el concepto necesario de su esencia: luego, siendo inmutables las esencias de las cosas, y por lo mismo independientes de [434] la voluntad libre de Dios, la moralidad de las acciones humanas sólo puede decirse que depende de la voluntad de Dios, en un sentido hipotético e indirecto, es decir, en cuanto que si no hubiera creado el mundo o los hombres, no existirían los actos morales de éstos.

2ª Es indudable que con anterioridad a la voluntad libre de Dios, e independientemente de los decretos de ésta sobre la creación y la existencia del hombre, concebimos algunas acciones como buenas y otras como malas, sin que sea posible separar o negar estos predicados de ciertas acciones, sin destruir la esencia o concepto propio de las mismas. Nos es tan imposible concebir el odio de Dios como bueno, como el concebir un triángulo circular. La moralidad, pues, considerada en sí misma y en su naturaleza íntima, es tan inmutable, eterna y necesaria, como necesarias, eternas e inmutables son las esencias de las cosas; y así como concebimos estas esencias como anteriores e independientes de la voluntad divina, porque lo son las representaciones o ideas que a las mismas corresponden en la esencia divina, así también debemos concebir y afirmar que el orden moral es anterior e independiente por su naturaleza de la voluntad de Dios; porque con anterioridad a ésta, pro priori a toda determinación libre de la voluntad divina, como decían los Escolásticos, en la esencia de Dios se hallan representadas unas cosas como buenas y otras como malas.

Refutados los principales errores acerca de constitución y esencia de la moralidad, vamos a exponer con la posible brevedad nuestra teoría, condensándola en las siguientes proposiciones:

1ª El origen primitivo del orden moral absoluto, o sea de la moralidad en sí misma, es Dios, como esencia e inteligencia infinita. Como esencia infinita, contiene el fundamento real y los arquetipos de todas las cosas o esencias posibles, y entre ellas, cosas y acciones buenas y malas.

Como inteligencia infinita, conoce intuitivamente estas esencias expresadas y representadas en las ideas divinas, y al propio tiempo la relación y dependencia necesaria que estas [435] esencias tienen con Dios en razón de último fin, en la hipótesis de ser creadas por él.

2ª La moralidad humana, es decir, el orden moral como aplicado al hombre, consiste en la ecuación de sus acciones con Dios como último fin, realizada en armonía con las condiciones propias de la naturaleza humana, o sea por medio de acciones libres. Esto equivale a decir en otros términos, que ciertas acciones del hombre, en tanto y por eso son esencialmente morales, en cuanto se conforman y son la expresión del orden necesario que las naturalezas finitas dicen a Dios como último fin de su existencia y operaciones.

3ª Como el hombre no posee la intuición ni el conocimiento directo e inmediato de las ecuaciones posibles y relaciones múltiples de los actos con Dios en razón de último fin, este ha impreso en su corazón la ley natural, en la cual, y por la cual, como derivación e impresión de la ley eterna, se hallan contenidas las relaciones fundamentales de conformidad o disconformidad entre los actos humanos y Dios como último fin del hombre, y como origen primitivo del orden moral absoluto.

4ª Mas como quiera que la ley natural se nos promulga e intima, por decirlo así, mediante la razón, que es la que nos revela su origen, su fuerza, sus preceptos y su sanción, de aquí es que la razón humana puede considerarse como el principio próximo de la moralidad, en atención a que ella es la que nos dice que el acto A es bueno, porque se termina o refiere al objeto B, de la manera y con las condiciones necesarias para realizar y cumplir la ley natural, expresión a su vez de la ley eterna o de la razón divina, en la cual se hallan representadas las diferentes relaciones de las existencias finitas entre sí, y la relación fundamental y necesaria de las mismas con Dios, principio y fin de todas.

5ª Por lo dicho, es fácil conocer en qué sentido y porqué santo Tomás refiere unas veces la moralidad a la razón, otras veces al objeto, otras a la ley eterna o a Dios como último fin del hombre. Todas estas cosas están relacionadas y subordinadas entre sí, y cada una de ellas expresa de una [436] más o menos directa e inmediata el orden moral. Así, por ejemplo, decir que la moralidad depende de su relación con el objeto y de la conformidad de éste y el acto con la razón, equivale en el fondo a decir que depende de la ley eterna; porque la razón humana, en tanto es principio, norma y causa de moralidad, en cuanto que por medio de la ley natural se enlaza con la ley eterna, o si se quiere, con la razón divina, de la cual es una derivación la ley natural, y una participación de la razón humana. Por eso santo Tomás, después de haber dicho que la razón causa la moralidad del acto humano, prescribiendo y presentando a la voluntad el objeto como moral, o sea como conforme y relacionado con el orden moral, añade: Quoad autem ratio humana sit regula voluntatis humanae, ex qua ejus bonitas mensuratur, habet ex lege aeterna, quae est ratio divina.

6ª Esta teoría tiene además la ventaja de contener la razón suficiente de la distinción esencial, primitiva e inmutable entre el bien y el mal moral; porque esta distinción se funda, por una parte, en la relación esencial y necesaria del hombre con Dios como último fin de su existencia y operaciones, y por otra, en las esencias mismas de las cosas en cuanto dicen orden a la ley eterna, la cual se identifica con la razón divina, en la cual preexisten las esencias de todas las cosas y sus relaciones necesarias entre sí y con su fundamento real, que no es otro que la esencia de Dios.

7ª Si alguno objetara que esta teoría explica y contiene la razón suficiente y la causa de la moralidad con respecto a los actos que son intrínsecamente buenos o malos, pero no la de aquellos actos cuya moralidad depende de leyes positivas divinas o humanas, por ejemplo, de las acciones que se dicen malas moralmente porque están prohibidas por alguna ley positiva, contestaremos a esto, que en realidad la moralidad de estas acciones depende originariamente de la ley eterna y se refunde de una manera indirecta y mediata en la ley natural. La razón y la prueba de esto es que, en tanto estas acciones conformes con la ley positiva y reguladas por ella son moralmente buenas, porque y en cuanto [437] envuelven conformidad con la ley eterna y natural, las cuales prescriben y señalan como esencialmente moral y buena la obediencia a los superiores legítimos.

Artículo II
Especies y efectos de la moralidad.

Dejando a un lado las disputas de las escuelas sobre si la indiferencia es o no es especie de moralidad, es indudable que, consideradas las acciones humanas in individuo, o sea como actos singulares procedentes del individuo A en las circunstancias B o C, las especies de moralidad son únicamente la bondad y la malicia. La razón es que todo acto singular deliberado, incluye necesariamente relación a algún fin determinado y concreto en la intención del agente. La ley natural prescribe que el hombre obre racionalmente; lo cual vale tanto como decir que el fin que el hombre se propone en sus actos libres debe ser conforme con la recta razón. De aquí se deduce que todo acto singular deliberado, es necesariamente, o bueno, o malo; porque si el fin del agente al ejecutarlo es conforme a la razón, el acto será bueno moralmente, mientras no sea viciado por otros títulos: de lo contrario, será malo moralmente. En otros términos: hay acciones que si se atiende únicamente a su objeto en abstracto y secundum se, son indiferentes moralmente, como el pasear, el escribir, el hablar; pero esta indiferencia objetiva es determinada necesariamente por las circunstancias, o al menos, por el fin del operante, al ejecutar la acción deliberadamente y previa la intención de algún fin.

De aquí se infiere, que la moralidad completa y adecuada del acto se halla relacionada con tres elementos, que son: [438]

a) El objeto; porque el acto no puede ser completamente bueno en el orden moral, si su objeto no lo es.

b) El fin; porque por más que el objeto inmediato y directo del acto humano sea bueno, no habrá bondad perfecta en el acto, si la voluntad al ejecutarlo subordina el acto y el objeto inmediato a un fin contrario al orden moral.

c) Las circunstancias, finalmente, influyen también en la moralidad del acto, en razón a que son accidentes del mismo que pueden tener relación con el orden moral.

El acto no puede ser bueno moralmente en sentido absoluto y propio, sino a condición de reunir estos tres elementos y principios de moralidad, bastando el efecto de cualquiera de ellos para viciar la acción moral: bonum ex integra causa; malum ex quocunque defectu, decían a este propósito los antiguos Escolásticos.

Esta doctrina se opone radicalmente a la teoría de los que dicen que el fin santifica los medios, lo mismo que a la doctrina de los que pretenden y afirman que la moralidad del acto es independiente de la intención. Si el objeto del acto es malo o contrario al orden moral, como sucede en el robo, el acto no pasará a ser bueno, por buena que sea la intención o el fin del operante. Por el contrario, si el fin de éste se opone al orden moral, o si la intención es mala, viciará moralmente el acto, a pesar de su relación con un objeto bueno, como sucedería en el que diera limosna al pobre con la intención de adquirir gloria vana o de inducirle a pecar. Para que el acto, pues, sea verdadera y realmente bueno en el orden moral, es preciso que lo sea bajo la triple relación indicada (1). Esto no obsta, sin embargo, para que podamos [439] decir con verdad, que la moralidad que el acto recibe del objeto es más importante que la que recibe del fin y circunstancias, y esto por dos razones, entre otras:

{(1) «Nihil prohibet, escribe a este propósito santo Tomás, actioni habenti unam praedictarum bonitatum, deesse aliam: et secundum hoc contingit actionem, quae est bona secundum circunstantias, ordinari ad malum finem, vel e converso. Non tamen est actio bona simpliciter, nisi omnes bonitates concurrant.» Sum. Theol. 1ª, 2ª, cuest. 18, art. 4º.}

1ª Porque el objeto es la causa principal de la conveniencia u oposición del acto con el orden moral, y contiene la razón suficiente primaria y per se de la distinción específica y esencial de los actos morales. Si el homicidio y la blasfemia son pecados distintos en especie y contienen una inmoralidad esencialmente distinta, es porque sus objetos son específicamente distintos.

2ª Porque el fin y las circunstancias se refunden en el objeto, puesto que el fin no es más que un objeto indirecto y accidental, añadido al directo y natural; y las circunstancias no son otra cosa en realidad, que accidentes del objeto considerado en concreto, de manera que pueden considerarse como modificaciones del mismo.

Entre los efectos, o mejor dicho, consecuencias y afecciones de la moralidad, son las principales:

a) La imputabilidad moral, la cual resulta de la libertad en cuanto dice relación al objeto moral. Así es que la imputabilidad encierra, por decirlo así, dos elementos, a saber: 1º la libertad; puesto que el acto no se imputa, o en tanto se imputa al agente, en cuanto éste lo realiza libremente, con facultad e indiferencia para ponerlo o no ponerlo; y de aquí la ausencia de imputabilidad en las acciones de los animales, niños y dementes: 2º la relación con el orden moral conocido; porque si falta el conocimiento explícito o implícito de esta relación, la acción, aunque se ponga libremente, no es imputable moralmente al agente. Y digo moralmente o sea en el fuero de la conciencia, porque la ley humana, y especialmente la civil, suelen imputar ciertas acciones aunque falte esta condición, principalmente cuando se trata de las que perjudican a otros.

b) El mérito, y consiguientemente el demérito. Como el concepto de mérito es correlativo del de premio, la razón de mérito corresponde principalmente al acto moral, en cuanto se ejecuta en obsequio de alguno, a quien el acto no le sea [440] debido por razón de algún contrato u obligación especial. Así es que para que el acto humano sea meritorio en el orden natural, se necesitan cuatro condiciones principales: 1ª que el acto se ponga libremente, porque donde no hay libertad no hay mérito: 2ª que el acto sea bueno moralmente, porque los actos malos excluyen la razón de mérito: 3ª que la cosa se haga en obsequio de otro, o sea del que ha de conferir el premio, puesto que el premiante, sólo debe el premio al que hace la cosa en su obsequio y servicio: 4ª que la obra sea gratuita y propia, de manera que aquel en cuyo obsequio se hace no tenga derecho propio a ella, ni haya dado al operante los medios e instrumentos para la obra.

Esta última condición no se verifica en el acto humano con respecto a Dios; porque el hombre tiene obligación por más de un título de realizar sus actos en obsequio de Dios, y además, porque de éste ha recibido la naturaleza, la razón y la voluntad, por medio de las cuales realiza sus actos morales y capaces de mérito. De aquí se infiere, que si bien el hombre es capaz de mérito con relación a otro hombre, con respecto a Dios, sólo lo es en un sentido impropio, y no según la razón perfecta de justicia.