VIII

EL DOLOR Y LA MUERTE


En los capítulos precedentes (V, VI y VII) hemos estudiado la estructura esencial del ser humano. Hemos encontrado en él esa síntesis misteriosa y compleja materia-espíritu, una simbiosis de dos coprincipios distintos pero de tal manera unidos que forman una única naturaleza. La realidad resultante es ambivalente y produce efectos tan dispares y opuestos como la alegria y la tristeza, el placer y el dolor, la vida y la muerte. Podríamos llamarlos «existenciales» del hombre, usando un término heideggeriano (existenziell), en cuanto que forman parte de la misma constitución óntica del ser humano. Todo hombre, en fuerza de su misma constitución esencial, tiene experiencias de alegría y optimismo, de tristeza o angustia, de gozo gratificante y de un ir muriendo cada día. Estos fenómenos existenciales nacen de la conciencia humana de vivir y, al mismo tiempo, de las limitaciones del vivir.

La alegría, el gozo, la ilusión, el éxito, el optimismo, han provocado, en la Historia del pensamiento, una menor reflexión, sin duda porque esos sentimientos nos parecen debidos a la persona humana ya que tendemos necesariamente a la felicidad y, más o menos explícitamente, los consideramos como normales y buenos. No producen la admiración que es el principio del filosofar. No suscitan preguntas inquietantes. Todo lo contrario sucede con el dolor y, sobre todo con la muerte. Desde que el hombre ha sido capaz de reflexionar, se ha preguntado con asombro por qué sufrimos y qué sentido tiene el hecho inevitable de la muerte.

Nos resulta imposible hacer aquí, por falta de espacio, una fenomenología de la alegría, aun cuando al hablar del amor, en el capítulo siguiente, tendremos que tocar, de alguna manera, esa realidad tan bella de la vida humana. En cambio es necesario que nos detengamos en esos «existenciales» que son el dolor y la muerte porque son eternas preocupaciones y desconcertantes incógnitas humanas. Schopenhauer escribe: «La muerte es el verdadero genio inspirador de la Filosofía [...j. Acaso no se hubiera pensado nunca en filosofar si ella faltara»1.

1. A. SCHOPENHAUER, Die Welt als Wille und Vorstellung, B.II, München 1911, 527.

Karl Jaspers llama «situaciones-límite» (Grenzsituationen) al sufrimiento, a la lucha, a la culpa y a la muerte. No nos es posible vivir sin ellas y nos preparan para el salto a la fe religiosa 2.

No pretendemos hacer un estudio metafísico del mal y de su coexistencia con un Dios bueno, más propio de la Ontología y de la Teodicea, sino únicamente buscar el sentido y el valor humano de esas realidades que son el sufrimiento y la muerte.

En esta época del capitalismo ascendente, los hombres prefieren no enfrentar el problema del dolor humano y de la muerte, eluden las preguntas y se vuelven hacia el disfrute cuanto más intenso y más variado mejor. Se encuentran con el dolor, con frecuencia inevitable, pero o se rebelan contra él o tratan de evadirse y olvidarlo por los medios que sea. Y la muerte, por más que vive entre nosotros, se considera como algo ajeno, remoto y mirarla parece de mal gusto.

Un pensamiento serio y libre no puede menos de estudiar con serenidad esas duras realidades humanas y buscar una interpretación y un sentido porque, si aceptamos en Filosofía la existencia de un Dios presente y providente, no pueden menos de tener un sentido y un valor, aunque no sea fácil, ni tal vez posible, aclararlo del todo.


1. Fenomenología del dolor

El sufrimiento humano se ha manifestado en la Historia, y se manifiesta hoy, de muchas maneras. Aun a riesgo de dibujar un cuadro demasiado oscuro, creemos conveniente enumerar los fenómenos más hirientes del dolor humano, para buscar después una posible interpretación. Es evidente que no todo es sufrimiento en la vida y que lo cierto es que dolores y gozos, alegrías y penas constituyen la trama continuada de toda existencia humana. Sólo así es llevadera, y en los tiempos de sufrimiento hay que esperar que pasarán o se mitigarán los dolores, y en los de éxito y alegría la persona debe disponerse y fortalecerse para cuando vengan noches oscuras.

Se suelen clasificar los sufrimientos en físicos y morales. Los dolores físicos, por lo general, no dependen de nuestra libertad. Sobrevienen como consecuencia de la fragilidad del ser material. Unas veces en forma de catástrofes de la Naturaleza, como terremotos, inundaciones, huracanes, sequías, rayos, incendios. Otras veces sobrevienen las enfermedades, de maneras muy diversas y en ocasiones terriblemente dolorosas o largas. Estas realidades demuestran la pobreza y la insuficiencia de la materia en cuanto ser. Pero es lo cierto que crean para el hombre situaciones realmente dramáticas e interrogantes angustiosos. Son estas situaciones de dolor físico irremediable las que con más frecuencia le dan al hombre la convicción de su limitación y de su impotencia. Contra un terremoto, contra un mongolismo, contra la decadencia del envejecimiento no se puede nada. Es preci-

2. «Llamo situaciones límite a las siguientes, a saber: que siempre me encuentro en situación, que no me es posible vivir sin sufrimiento y sin lucha, que inevitablemente me cargo de culpas, que tengo que morir>. K. JASPERS, Philosophie, Existenzerhellung, Berlin 1932, 203.

so rendirse. El hombre experimenta ansia de plenitud y de totalidad pero he aquí que se encuentra con la frustración, a veces desgarradora.

Hay otras experiencias que provienen de la conflictiva simbiosis de lo corporal y lo espiritual. En primer lugar los desequilibios neuróticos y psicopatológicos tan frecuentes en nuestros días, como las obsesiones, la angustia, la depresión, la anorexia, etc. Parece cierto que en esos estados influyen no sólo factores morales sino también fisiológicos. Así ha empezado a demostrarlo la investigación reciente: «la participación del lóbulo temporal en el sentimiento de tristeza ha sido puesta en evidencia por D.M. Bear y P. Fodio; las bases neurológicas y bioquímicas de la depresión –deficiencia de serotonina, de noradrenalina, o de ambas, hipersecreción de cortisol en el hipotálamo, consecuentes alteraciones corticales–, empiezan a entreverse (B.J. Carroll y colaboradores, E Flor-Henry) y cabe esperar que pronto den la clave del conocido desorden genético o constitucional que subyace a las afecciones depresivas» 3. En cualquier caso los desequilibrios psíquicos son profundamente dolorosos y, a veces, constituyen un martirio peor que el de los sufrimientos físicos. Aun sin llegar a la neurosis, todos experimentamos las contradicciones dramáticas dentro de nosotros mismos. Las tendencias al bien y al mal, al altruismo y al egoísmo, a lo sublime y a lo degradante, el ansia de superación y los frecuentes fracasos. Nietzsche repite: «Yo os anuncio al superhombre» 4, pero nadie ha sido superhombre y, los que lo han pretendido, han acabado hundiéndose en el fracaso, como César, Napoleón o Hitler.

Con más frecuencia, sin embargo, el dolor humano proviene del mal uso que hacemos de la propia libertad, y así nos hacemos sufrir indeciblemente unos a otros. Es el mal moral propiamente dicho. Cuando uno piensa en la opulencia con que viven algunas personas, en el lujo, la ostentación y el derroche innecesario y despreocupado, se explica que en Somalia, o en Río de Janeiro, o en Bombay agonicen torturados por el hambre centenares de miles de niños y de ancianos. El orgullo y afán de dominio y dinero han provocado guerras cruelísimas en las que han sucumbido millones de personas por la metralla, o por el hambre y el frío. El sitio de Stalingrado, en la última guerra mundial, costó un millón de muertos. Los campos de concentración de Auschwitz, Dachau, Buchenwald, o los de los soviets, nos recuerdan a todos el horror y la crueldad a que se puede llegar cuando el hombre se convierte en un lobo para el hombre. Las guerras son siempre, en el fondo, crisis del hombre, del modo de entender al hombre y su libertad. El abuso de la sexualidad y la falta de continencia es origen y causa también de la ruptura de tantas familias, del abandono de los hijos, de desequilibrios y neurosis. Mauriac escribe en su novela La farisea: «Creo que toda la desgracia de los hombres procede de no poder permanecer castos y que una humanidad casta ignoraría la mayor parte de los males que nos anonadan, incluso aquellos que parecen no tener relación directa con las pasiones de la carne» 5.

  1. P. LAÍN ENTRALGO, El cuerpo humano. Teoría actual, Madrid 1989, 149.

  2. Así hablaba Zaratustra, la P., III.

  3. F. MAURIAC, La farisea, (trad. de F. Gutiérrez) Barcelona 1962, 122.

Somos seres racionales, pero la verdad es que, en muchas ocasiones de nuestra vida, actuamos como seres irracionales y, lo que es peor, con nuestra razón y nuestra libertad podemos exacerbar nuestros instintos, provocar desórdenes, y hacernos infinitamente crueles para con nosotros y para con los demás. Nos necesitamos unos a otros, no podemos vivir sin los demás, sólo en la convivencia, en la solidaridad y en el amor podemos realizarnos como personas, pero el hecho es que, después, las relaciones interpersonales, con frecuencia son injustas, violentas, antipáticas, en suma dolorosas. No es raro encontrar personas que hastiadas de la convivencia, o abandonadas por los demás, se encierran en la soledad y la soledad es el peor tormento humano, el que da más sensación de vacío existencial, el que puede conducir a todos los desórdenes, a la desesperación o al suicidio.

No pretendemos hacer aquí una descripción completa de los sufrimientos humanos porque sería una tarea ingente, y además innecesaria. La experiencia de cada uno y la información que nos llega por los Medios de Comunicación social y por el conocimiento de la sociedad y de la Historia son los testimonios elocuentes de esta realidad innegable. Es innegable también que el sufrimiento no desaparecerá nunca de la Tierra. Se podrá y se deberá mitigar, pero es una realidad intrínseca a la frágil y pobre constitución de la materia y del hombre. Para Teilhard, como después veremos, es el signo de un mundo inacabado y en estado de metamorfosis hacia más ser. Pero en ese estado permanecerá hasta el final porque la materia nunca llegará a ser el ser.

El hombre sufre más que los animales porque tiene conciencia refleja de su dolor. Sufre y sabe que sufre, pero, a su vez, el dolor acentúa la conciencia irremplazable del propio yo. El sufrimiento corporal y aun el psíquico nos dan la persuasión de que ni el cuerpo ni el psiquismo son objetos, más aún nos dan la persuasión de que es la persona entera la que queda afectada por cualquier sufrimiento. Uno puede comunicar a otros lo que sufre, y eso es un gran alivio por el humanismo que se produce en toda comunión con los demás, pero, en fin de cuentas, el dolor es algo tan personal que también nos convence de que cada uno tiene que vivir responsablemente su singularidad y que, en el fondo último de su ser, cada uno está a solas con el Ser que es Dios.


2. En busca de un sentido

La pregunta por el sentido o la significación del dolor y los intentos de interpretación son de todos los tiempos desde que el hombre ha sido capaz de reflexión. ¿Por qué sufrimos? ¿Por qué sufren los inocentes? ¿Cómo se compagina la existencia de Dios con la realidad del dolor y del mal? Los hombres han buscado apasionadamente respuestas decisivas a estas preguntas angustiosas. No ha preocupado de la misma manera la pregunta ¿por qué tenemos tiempos de alegría, de felicidad, de paz y gozo?, aunque es tan misteriosa como las otras.

Generalmente se ha identificado el dolor con el mal, aunque no es tan claro que puedan identificarse, porque no todo en el dolor es negativo, como veremos más adelante. Pero es verdad que, en una primera apreciación, los hombres identifican ambos conceptos y la pregunta que se han hecho siempre es ¿por qué existe el mal?, entendiendo por mal el sufrimiento6.

Las religiones primitivas con frecuencia interpretan los sufrimientos como castigo por los pecados, sea por los personales, sea por los colectivos 7. Así aparece también en los libros más antiguos de la Biblia, por ejemplo en el relato del diluvio en Génesis 6, 5-7, o en el de Abraham en Egipto en Génesis 12, 17, y con frecuencia en los profetas. Era común en el pueblo hebreo leer los acontecimientos históricos a la luz de la justicia divina, y considerar los bienes terrenos como premios por las virtudes, y los males como castigos por los pecados. De ahí también el deseo de purificación ritual para recuperar la benevolencia divina. La vida cotidiana desmentía esta interpretación porque luego se veía que había pecadores a los que todo les iba bien y justos atormentados por las desgracias. El Salmo 73 lo acusa 8. El primer intento sistemático de dar una respuesta aquietadora al enigma del dolor, sobre todo al del justo ha sido el Libro de Job, escrito probablemente a principios del siglo V a.C. La solución final del libro no es otra que la de la impotencia del hombre para clarificar el misterio y la seguridad en un Dios siempre mayor que nosotros, el que todo lo hace bien aunque nosotros no podemos entenderlo.

El pueblo griego también vivió perplejo y asustado ante el problema del mal y del dolor. Lo revelan las grandes tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides. Edipo ciego, gritando en los salones del palacio de Colona, es un símbolo. Lo trágico no constituye la integridad del espíritu griego, pero no se puede comprender el sentido de la cultura griega sin el espíritu de la tragedia provocada por un destino (ávayx1) incomprensible. Platón culpaba de todos los males a la materia que aprisionaba al alma y no la dejaba contemplar las ideas. Aristóteles en sus Éticas, con sentido más pragmático, relativiza los bienes y los males y propone el ejercicio de las virtudes, consciente de que nunca proporcionarán una vida plenamente feliz. Los estóicos, creían en el fatum, un destino inevitable al que debíamos someternos, confiados en que el Logos que rige los destinos realiza siempre lo mejor. La Naturaleza y las pasiones nos hacen sufrir. El sabio no se inmuta, procura vivir conforme a la razón, y busca no huir de los dolores sino permanecer impasible ante ellos porque siempre sucede lo que está determinado por el Logos.

El Cristianismo aportó al tema del dolor, la causalidad del pecado original. Una falta primera habría inducido de hecho la situación histórica actual de dolor.

  1. Sobre el problema del dolor y del mal pueden consultarse F.J.J. BUYTENDIJK, El dolor. Psicología. Fenomenología. Metafísica. Madrid 1958; P. RICOEUR, Finitude et culpabilité, Paris 1960; C.H. JOURNET, Le mal, Bruges 1962; H. HAAG, El problema del rnal, Barcelona 1981; A. GESCHE, Le mal, Paris 1993; J.M. CABODEVILLA, La paciencia de Job, estudio sobre el sufrimiento humano, Madrid 1967.

  2. Cfr. L. CENCILLO, Mito. Semántica y realidad, Madrid 1970; P. RICOEUR, Finitude et culpabilité, II, La symbolique du mal, Paris 1960.

  3. Cfr. también Jeremías 12,1-2; Malaquías 3,15; etc.

El Génesis pone en boca de Dios estas terribles palabras, después del pecado del hombre y de la mujer: «Maldito sea el suelo por tu causa; con fatiga sacarás de él el alimento todos los días de tu vida; espinas y abrojos te producirá y comerás la hierba del campo; con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas al suelo pues de él fuiste tomado, porque eres polvo y al polvo tornarás», (Gn 3, 17-19).

La revelación de Jesucristo nos enseñó después la esperanza segura de una vida ulterior en que «vuestra tristeza se convertirá en gozo» (Jn 16, 20b). Además, el hecho de que el Hijo de Dios asumiera el dolor, tanto dolor, y lo transformara en el éxito feliz de su resurrección, junto con la promesa de la misma resurrección para todos los que permanecen en El, arrojó una luz, una fortaleza y una esperanza nueva para comprender y sobrellevar el dolor. La Edad Media, los pensadores cristianos todos comprenderán el dolor bajo un aspecto como consecuencia del pecado, bajo otro como una consecuencia inevitable de la vida humana, bajo otro como una expiación, una prueba y un ejercicio de las virtudes y del amor. Y todo iluminado por la promesa de un término feliz, inmutable y eterno.

Ha sido en el siglo XVIII cuando ha aparecido, con mucha fuerza, la convicción utópica de que los hombres podíamos y teníamos que eliminar los sufrimientos y ser felices aquí en la Tierra. La Naturaleza nos inclina vehementemente a la felicidad y por ello es el primer derecho del hombre. Leibniz había dicho que este mundo era el mejor de los posibles. Los ilustrados lo creyeron y se propusieron realizar un mundo feliz. La Naturaleza era toda buena, la Razón todopoderosa y con tal de que los hombres se dejasen guiar por la Razón y por la Naturaleza, serian felices. El terremoto de Lisboa, en 1755, en que casi toda la ciudad quedó destruida y produjo 70.000 muertos, dejó perplejos a lebnizianos e ilustrados. Voltaire escribió su sátira Cándido para ridiculizarlos. Pero siguieron creyendo que casi todos los males provenían de unas estructuras sociales irracionales y, que cambiadas éstas en otras racionales amanecería la felicidad. Fue el mito de la revolución que ha durado hasta este siglo.

Hegel, puede decirse que simboliza el sufrimiento humano en lo que el llama «la conciencia desgraciada», tal como la expone en la Fenomenología del espíritu. No es sino la conciencia de sí como desdoblada y desgarrada ya que busca su objeto sólo en aquello que se encuentra en un más allá inalcanzable; es, en el fondo, la conciencia del esclavo que proyecta su ansia de sintetizarse con el señor en una perfección absoluta. Acabará por encontrarse a sí misma reconciliándose en la paz de la Idea. Pero la conciencia desgraciada es un momento más de la ley universal de la dialéctica que es intrínsecamente lucha y enfrentamiento de la tesis contra la antítesis para alcanzar la síntesis 9.

Esta abstracción y racionalización del dolor humano exasperaba a Kierkegaard que veía la esencia de la vida en un insaciable impulso volitivo, distinto en cada persona, y la voluntad como conflicto y desgarramiento y, por lo tanto, dolor, sin reconciliación posible. El hombre sólo se realiza plenamente en el estadio reli-

9. Sobre los diversos significados de la «contradicción» hegeliana puede verse F. GREGOIRE, Études Hegeliennes, Louvain 1958, 65-98.

gioso, a través de una fe fiducial personalísima que mortifica la razón, pero a ese estadio sólo se llega por la angustia y la desesperación, esa «enfermedad mortal» que consiste en estar siempre muriendo y siempre con el pecado en el fondo del alma. El sufrimiento es el factor decisivo de la existencia religiosa que es la existencia auténtica y cuanto más sufrimiento más vida religiosa.

Discípulo y a la vez contradictor de Hegel fue también Marx. Para él los sufrimientos y las alienaciones humanas están producidas por el sistema económico de propiedad privada que es irracional. Cuando se racionalice y por la revolución se transforme en la sociedad sin propiedad privada y sin clases, los hombres serán inocentes, justos, libres, equilibrados y felices. El sufrimiento presente es un camino hacia la futura liberación de la Humanidad. Todas las filosofías materialistas han soñado con la utopía de una forma de existencia sin dolor o en la que el dolor esté domeñado; pervive en ellas la imagen de un hombre dotado de una integridad original y natural.

Coetáneo de Marx fue Arthur Schopenhauer (1788-1860), teórico del pesimismo. Contra Leibniz que había defendido que éste era el mejor de todos los posibles, él propugnó la tesis de que era el peor de los posibles. Un poco peor se hubiera desintegrado. La vida es absurda y sin sentido. Se enardece también contra Hegel y los hegelianos que pretendían racionalizarlo todo y que defendían que, por el movimiento dialéctico, la Historia humana caminaba siempre hacia estadios mejores. Schopenhauer sería uno de los inspiradores de Nietzsche (1844-1900) que significa, en la Historia de la Filosofía, la culminación y el triunfo de lo irracional y lo instintivo contra todo intento de «comprensión» racional de la realidad y de la vida humana.

Pero quienes más han estudiado el fenómeno humano del dolor han sido los existencialistas y entre ellos, sobre todo, Jean-Paul Sartre y Martín Heidegger. Es explicable porque les tocó vivir y pensar en la primera mitad del siglo XX, que fue la época de las grandes dictaduras, de las grandes guerras, de los campos de exterminio, de los genocidios, de las deportaciones masivas, de los infinitos sufrimientos sin motivo. Jean Paul Sartre, en El ser y la nada, en La Náusea, en El diablo y el buen Dios, se rebela contra la existencia del mal y del dolor e interpreta la vida humana como un absurdo, un sufrimiento inútil, y ni siquiera puede consolarnos la convivencia porque «los demás son el infierno», ya que limitan nuestra libertad (A puertas cerradas). También Heidegger, como Kierkegaard, hace de la angustia existencial el sentimiento de la situación fundamental del Dasein (el hombre) provocada por la conciencia de la nada del «ser en el mundo» y de la condición trágica de estar arrojados en el mundo. De ahí la irremediable soledad del hombre y la conciencia continua de ser-para-la-muerte, (Sein-zum-Tode). La existencia humana es finitud, angustia y contingencia radical, existir significa estar sosteniéndose dentro de la nada.

El problema del dolor y sobre todo del dolor de los inocentes lo han planteado con mucho relieve literatos como Dostoiewski, en Los hermanos Karamazov, o Albert Camus, en su novela La peste. En realidad, más que por el problema del mal y del dolor, lo que estos autores preguntan es cómo se conjuga la existencia de un Dios Creador y Providente con la existencia del dolor, de tanto dolor. Si Dios no fuese una pregunta, tampoco lo sería la existencia del mal. Pero ése es un problema metafísico que nosotros no debemos estudiar aquí. No intentamos hacer Teodicea (justificación de Dios) como la hizo Leibniz, sino sencillamente comprender y buscar un sentido al hecho del dolor humano.

Algunos filósofos contemporáneos piensan que no hay comprensión posible del dolor y del mal humano y que no se debe intentar ver en él nada positivo. Teodoro Adorno escribe con desesperación: «Después de Auschwitz, la sensibilidad no puede menos de ver en toda afirmación de la positividad de la existencia una charlatanería, una injusticia para con las víctimas, y tiene que rebelarse contra la extracción de un sentido, por abstracto que sea, de aquel trágico destino» 10. Se puede decir que, aun sin caer en ese pesimismo absoluto, sí flota en los ambientes culturales de hoy una desesperanza de poder encontrar un valor y un sentido al sufrimiento y más bien se busca eliminarlo a toda costa mediante la tecnificación, la evasión y una buena Seguridad social para todos 11. Los llamados «postmodernos» creen que la idea de progreso está fracasada ya que, si es verdad que ha mitigado no pocos sufrimientos humanos, también lo es que ha desembocado en la bomba atómica, en las irracionalidades de las guerras y en las tremendas injusticias del Capitalismo avanzado. Las esperanzas de salvación que un día se pusieron en la ilustración de todos, o en el Marxismo, han desaparecido. El Capitalismo ofrece dinero y placer, pero eso mismo está corroído por el gusano del aburrimiento y del sinsentido.

Sin embargo, no podemos menos de pensar que el sufrimiento humano, si bien es verdad que encierra mucho de misterio, porque el ser mismo es un misterio, también es verdad que contiene grandes valores humanos que realizan el crecimiento y la maduración de la personalidad y una más completa perfección de la existencia. No es posible dar una explicación racional que clarifique plenamente el hecho del sufrimiento, pero sí podemos aportar algunos elementos de reflexión que, de alguna manera, lo iluminen, le den un sentido y un valor y nos ayuden a soportarlo y superarlo con entereza y dignidad. Una realidad humana tan universal y tan permanente no puede carecer de sentido y de valor.

En primer lugar, consideramos sugerente la interpretación evolucionista que Teilhard de Chardin hace de los males físicos, a la que ya hemos hecho una breve alusión. Considera, con acierto, que el Cosmos es en realidad una Cosmogénesis, todo está en proceso evolutivo. Ahora bien, la idea de evolución es inseparable de una estructura de lucha y de conflicto. Todo lo que se desarrolla y crece lo hace a costa de esfuerzo, lucha y dolor. Lo más tiende a eliminar a lo menos: «El mundo

  1. T. ADORNO, Dialéctica negativa, Madrid 1975, 361.

  2. Últimamente se ha preocupado del problema del mal, de la angustia y de lo trágico en el hombre, el discutido teólogo alemán (suspendido a divinis) Eugen Drevermann. Busca nuevas soluciones desde la psicología y desde una reinterpretación del mensaje bíblico, cfr. G. ROSSI. ll male, l'angoscia e la colpa: risposta de la morale e risposte della ferie. Reflexioni in margine al «caso Drevemann», La Civiltá Cattolica 144/4 (ottobre 1993), 27-42.

visto experimentalmente, a nuestra escala, es un inmenso titubeo, una inmensa búsqueda, un inmenso impulso, no pueden llevarse a cabo sus progresos más que a costa de muchos fracasos y de muchas lesiones» 12. Los males físicos e incluso los morales que afectan al hombre, como las catástrofes naturales, la violencia, las injusticias, los fracasos, son consecuencias necesarias de un proceso de desarrollo cósmico y también del proceso de hominización y de socialización en el que estamos que, visto desde las perspectivas de las edades geológicas de la evolución, apenas está empezando. El mal es inherente a la estructura evolutiva del universo y de la humanidad. Está vinculado ontológicamente al hecho de una multiplicidad que se unifica por el paso continuado y necesario de un menos-ser a un más-ser. «Es un efecto directo de la evolución» 13. Es una realidad inevitable en el largo proceso de la antropogénesis. Más aún, la lucha inevitable del bien contra el mal, de lo uno contra lo múltiple, del amor contra el odio, de la razón contra la sinrazón, de la ciencia contra la Naturaleza, de los derechos contra las injusticias, si es cierto que es dolorosa, constituye también el dinamismo del progreso social y cultural de la Humanidad. Es una dialéctica parecida a la hegeliana en la que el término final –síntesis– es mejor que los precedentes –tesis y antítesis–. Cada progreso se logra después de una pugna dolorosa, de muchos intentos y fracasos, «tanto de unión, tanto de sufrimiento» 14. La vida humana no es un idilio sino una lucha por el crecimiento propio y por el crecimiento de la Humanidad. Es un «drama cósmico» 15. Pero el dolor es el precio del ser.

Más difícil de aceptar ha sido la explicación de Teilhard sobre el mal moral o mal uso de la libertad que llamamos pecado y que es una de las causas de la mayor parte de los sufrimientos humanos. De alguna manera entra también en las pugnas dialécticas de las que acabamos de hablar. Considera Teilhard que, en el proceso de antropogénesis y socialización, el pecado es inevitable y estadísticamente necesario, aunque libre en cada caso y, por lo mismo, culpable. Teilhard habla también aquí como un «físico»: «¡Qué de pecados por un solo santo! [...] estadísticamente en todos los grados de la evolución, siempre y por doquiera se forma y se vuelve a formar el Mal, implacablemente, en nosotros y alrededor de nosotros: "Necessarium est ut scandala eveniant". Así lo exige, sin recurso posible, el juego de los grandes números en el seno de una multitud en vía de organización» 16

Buenos comentaristas de la obra de Teilhard le reprochan no haber distinguido suficientemente entre el mal físico inevitable y el mal moral, producto de la decisión libre del hombre 17. Lo libre no puede equipararse a lo físico o a lo biológico.

  1. P. TEILHARD DE CHARDIN, La signification et la valeur constructrice de la souffiance, en L'énergie hmnaine, Oeuvres, 6, Paris 1962. 63.

  2. Christianisme et évolution, en Comment je crois, Oeuvres,10, Paris 1969, 209.

  3. Esquisse d'un univers pe rsonnel, en L'énergie hmnaine, Oeuvres, 6, Paris 1962, 107. Cuando Teilhard habla de unión la entiende principalmente como unión en atracción y en amor.

  4. Le phénoméne hlnnain. Oeuvres, 1. Paris 1955, 345.

  5. Le phénoméne hmnain, Oeuvres, 1, Paris 1955, 346.

  6. Ver P. SMULDERS, La vision de Teilhard de Chardin, Paris 1964, 162ss.; C. TRESMONTANT, Introduction d la pensée de Teilhard de Chardin, Paris 1956, 117-118.

Sin embargo, no parece que haya contradicción en concebir el mal moral como necesario, en su conjunto estadístico, y libre en cada caso. Así sucede en muchos hechos sociológicos. En su obra ascética El Medio divino, Teilhard ha propuesto el modo de superar y divinizar lo que llama las «pasividades» «la noche de todo aquello que está en nosotros y alrededor de nosotros, sin nosotros y a pesar de nosotros» 18, de tal manera que todas contribuyan a más-ser. E. Borne ha observado a este propósito que hay como dos niveles o dos modos de mal. Algunos pueden ser superados o «mediatizados», reparados o recuperados como quiere Teilhard. Pero hay males que parecen no mediatizables: la inocencia escarnecida, la infancia martirizada, la miseria permanente y sin esperanza, la injusticia triunfante, los grandes conflictos de la Historia 19. Las perspectivas de Teilhard no convencerán a todos y permanecerá siempre el misterio de ese «exceso» de mal en el mundo.

Hay que añadir que Teilhard, como todos los pensadores cristianos, cuando intenta comprender el problema del sufrimiento tiene como horizonte el hecho último de la inmortalidad de las personas y de la colectividad humana, término y coronación de una historia que se hace convergente hacia un fin trascendente. La inmortalidad es una condición del universo humano, en cuanto victoria definitiva en la lucha contra las disminuciones del mal, con tal de que la inmortalidad se entienda no como un prolongamiento indefinido, sino como una plena participación final y definitiva de la Verdad, del Bien y del Amor que es Dios 20. Sin la inmortalidad el sufrimiento sería un no-sentido, un absurdo.

Estas perspectivas de Teilhard iluminan sin duda este hecho desconcertante del sufrimiento humano. Es verdad que él lo considera en una mirada de conjunto, como también lo hacían Leibniz, Hegel o Marx, y que queda siempre el problema del sufrimiento de cada persona que no se consolará con que se le dé una explicación del sistema. Era la protesta de Kierkegaard y de Unamuno. Este último autor escribe: «¡No hay otro yo en el mundo! He aquí una sentencia que deberíamos no olvidar nunca y, sobre todo, cuando al acongojamos por tener que desaparecer un día, nos vengan con la ridícula monserga de que somos un átomo en el universo y que el bien ha de realizarse aun sin nuestro concurso» 21.

Sin embargo, y aun a pesar de todo, creemos que es humano amar la realidad y confiar en ella. Huir de la realidad como es, equivale a refugiarse en un mundo de fantasía que ni ha existido, ni existe, ni va a existir. Las utopías de «un mundo feliz», como vieron Huxley y, de otra manera, Ernst Bloch pueden ser útiles como estímulo y esperanza, pero son peligrosas si se pretende que se realicen aquí, ya y ahora. Por la estructura real de la Naturaleza, por la estructura real de la persona materia-espíritu, por el hecho mismo de la libertad y de una libertad deficiente, por la coexistencia con personas todas libres, pero todas distintas, los sufrimientos son una realidad que hay que aceptar.

  1. Le Milieu divin, Oeuvres, 4, Paris 1957, 73.

  2. Cfr. E. BORNE, Le probleme du mal, Paris 1958, 16-30.

  3. Ver La foi en l'inmortalité, en el ensayo Comment je crois, Oeuvres, 10, Paris 1969, 129-133.

  4. Del sentimiento trágico de la vida, Madrid 1931, 275-276.

Los accidentes de la Naturaleza, el paso del tiempo, las enfermedades, las contradicciones de la vida, las violencias, las injusticias, todo el cúmulo de dolor real que hay en la vida pueden ser elevados y colaborar a una más perfecta realización de cada persona. «No existe ninguna situación que no pueda ser ennoblecida por el servicio o la paciencia» escribía Goethe. El sufrimiento, sea cual fuere, nos obliga a vivir en una tensión continua de superación de nosotros mismos. Nos proporciona la ocasión de ejercitar innumerables virtualidades que duermen en nuestro psiquismo y de liberar poderosas energías subyacentes que, sin él, permanecerían inertes. La fortaleza, la constancia, el valor, la paciencia, el sacrificio, la superación, el amor desinteresado, el recurso a Dios, y tantas otras posibilidades humanas, nunca se ejercitarían, al menos en grado eminente, si no nos afectaran los sufrimientos, si toda la vida fuera un perpetuo y seguro bienestar. Los hombres superiores, los santos, los mártires, los verdaderos héroes humanos han sido aquellos que han tenido el coraje de afrontar sufrimientos, a veces terribles, por ser fieles a sus principios y al amor. Hay que pensar en Maximiliano Kolbe que muere en una celda de castigo en el campo de exterminio de Auschwitz por salvar a otro hombre, o en Pedro Claver que dedica treinta años de su vida, en el clima tropical de Cartagena de Indias, a acoger a los negros esclavizados, a curarlos, a instruirlos, a protegerlos y a enseñarles el camino de la salvación eterna, sin buscar ni esperar recompensa alguna humana. El dolor para que sea fecundo tiene que estar movido por el amor. Sin el amor el dolor permanece estéril.

Los sufrimientos de las personas posibilitan a los demás el ejercicio de la comprensión, de la tolerancia, de la ayuda, del sacrificio, de la gratuidad y, sobre todo, del amor que es el factor más personalizante. Ayudar y amar lo que es gratificante no requiere vigor ni esfuerzo; ayudar y amar con sacrificio perseverante y fiel, he ahí lo más humano. La persona que sufre es sagrada y nos da una ocasión única e insustituible de ejercitar nuestra generosidad y nuestro amor para con ella y así de alcanzar niveles mejores de humanismo. La atención y la ayuda al sufrimiento de los hombres es un excelente vínculo de solidaridad. «Quien da al hombre una esperanza es padre espiritual de aquel» 22. El egoísta, el que no se interesa más que por sí mismo, el que permanece indiferente ante el sufrimiento de los demás, se encierra en su propio yo y se autodestruye como persona.

El haber sufrido capacita al hombre para comprender a los demás. El que no ha sufrido —si es que hay alguien que no haya sufrido— ¿qué sabe de la vida?, ¿cómo se hará cargo de las vivencias amargas de los hombres?, ¿cómo podrá tenderles una mano comprensiva? León Bloy dice en su Le pelerin de l'Absolu: «el sufrir pasa, el haber sufrido no pasa». Efectivamente no pasa y cuando se sufre con fortaleza, el dolor confiere a la persona una madurez psicológica, una integridad, una altura, una capacidad de comprensión que sin él no existirían. «Sólo aquel que sumido en el fondo último del propio dolor, sin prescindir de nada de él, se pone en comunión dentro de su espíritu con el dolor del mundo, será capaz de conocer la

22. J. TISCHNER, Ética de la solidaridad, Madrid 1983, 108.

esencia del dolor. Pero para que sea capaz de esto, es menester una condición previa, a saber, que este hombre haya experimentado ya la hondura del dolor de otro ser realmente, es decir, no con la "compasión" que no penetra hasta el ser sino con un amor grande; entonces es cuando se le hace transparente el propio dolor, en su fondo último, dentro del dolor del mundo» 23. El sufrimiento, si se lleva con fortaleza, es fuente de sabiduría. Una civilización que no sabe sufrir tampoco sabe vivir y esa incapacidad tiene efectos antropológicos y sociales peligrosísimos. Puede generar la indiferencia, la incapacidad de solidaridad, de reconocer al otro como semejante a mi precisamente porque sufre.

Por otra parte, la búsqueda del bienestar o del placer sensible a cualquier precio, la incapacidad de afrontar el sufrimiento produce en el subconsciente colectivo la experiencia profunda del miedo y de la angustia porque siempre es posible el fracaso del proyecto de bienestar permanente. Esto puede producir, socialmente, una subordinación cada vez mayor a la organización colectiva y al Estado como recurso de seguridad, y esperar que sea el Estado el que nos dé a todos el bienestar y la felicidad. Pero entonces hacemos al Estado omnipotente, nos exigirá cada vez más dinero y caeremos bajo la dictadura de la burocracia y del Partido político de turno. Y no nos dará la felicidad, porque no puede.

Además, frecuentemente, los sufrimientos causados por el mal uso de la libertad, tiene un valor critico, son una denuncia de lo que no debe ser: la guerra, la miseria, el analfabetismo, el terrorismo, el hambre, la explotación del hombre por el hombre, el divorcio, el aborto, los abusos sexuales, etc. desenmascaran actitudes inhumanas por las dramáticas consecuencias que comportan en las sociedades. Contribuyen así eficazmente a formar juicios válidos sobre el ser y el deber ser.

Las consideraciones que hemos hecho sobre los valores positivos del dolor no tienen nada que ver con el masoquismo que es una perversión del sufrimiento ya que lo convierte en una intensificación del dolor por el dolor. Nosotros no propugnamos la voluntad de dolor sino la aceptación y su sublimación cuando se hace inevitable. El masoquismo hace del sufrimiento un fin en lugar de un medio 24.

El cardenal Joseph Ratzinger dijo en el Meeting de Rimini de 1990: «Una visión del mundo que no pueda dar sentido al dolor y hacerlo precioso, no sirve en absoluto. Fracasa precisamente allí donde aparece la cuestión decisiva de la existencia. Quienes acerca del dolor sólo saben decir que hay que combatirlo, nos engañan. Ciertamente es necesario hacer lo posible por aliviar el sufrimiento. Pero una vida humana sin dolor no existe y quien no es capaz de aceptar el dolor rechaza la única purificación que nos convierte en adultos». Estas palabras resumen cuanto hemos querido decir sobre el sentido del dolor. Esto, sin embargo, no pretende ser una explicación adecuada y total del hecho misterioso. Hacemos nuestras las palabras de Peter Lippert: «Señor, Tú has creado el dolor. Hay hombres

  1. M. BUBER, ¿Qué es el hombre?, México 1979, 130-131

  2. La penitencia cristiana no es tampoco un masoquismo. Es una expiación corredentora de la persona, unida al Redentor, que mediante la oblación amorosa, humilde y obediente de su dolor «quitó el pecado del mundo». Pero éste es un tema teológico.

que todo lo saben, que penetran hasta en tus grandes misterios y designios y lúcidamente los interpretan. Lo aclaran todo y me prueban que así debe ser, y que no podría ser mejor que como es. Pero yo no los quiero a esos sabelotodo. Y menos a los exégetas que quieren justificarte en todo lo que haces. Prefiero confesarte que no te entiendo, que no comprendo por qué creaste el dolor, tanto y tan quemante dolor. Me prosterno profundamente ante tu Majestad, ¡sí!, pero no me atrevo a levantar mis ojos a Ti. Mis ojos están turbios de llanto y no puedo verte» 25.


3. La muerte y su significado

La muerte es el acontecimiento más dramático y más decisivo de la vida de una persona. Es una realidad absolutamente ineludible y desconcertante que no puede menos de hacemos filosofar. ¿Qué es morir?, ¿por qué morimos?, ¿qué significa morir para el vivir?, cuando morimos ¿nos morimos del todo?, ¿qué nos espera después de la muerte?, ¿una reencarnación?, ¿una aniquilación?, ¿una supervivencia?, ¿una resurrección?, si permanece algo ¿qué y cómo permanece? He ahí preguntas que los hombres reflexivos se han hecho y se hacen porque no pueden menos de hacérselas.

Es verdad que en las sociedades occidentales, dominadas por el prepotente capitalismo y por la consiguiente mentalidad inmanentista y hedonista, ha cambiado la actitud externa y social ante el acontecimiento de la muerte. Se ha banalizado hasta extremos ridículos. Hasta bien entrado el siglo XX, las personas sufrían sus enfermedades acompañadas de los familiares, confortadas con las oraciones y los sacramentos religiosos. Se recogían las últimas palabras de los moribundos y sus últimas voluntades y se conservaban como sagradas. El enfermo sabía que se moría y se sentía acompañado en este trance supremo. Se lloraba la pérdida de los seres queridos, se los acompañaba hasta el camposanto donde entre sollozos y oraciones se les daba tierra bendita, con la esperanza de la resurrección. Se guardaba luto riguroso por ellos como signo de dolor. Se visitaban las tumbas con frecuencia, pervivía su recuerdo y su amor y, dentro de la resignación, se confiaba en el encuentro definitivo con ellos en la gloria. Es decir, se afrontaba la realidad de la muerte como un hecho más de la vida, con su dolor y su esperanza.

Una revolución se ha operado insensible pero rápidamente en los últimos años. Un cambio que comenzó en el área sajona y que se ha extendido a los otros países occidentales. Se procura no hablar de la gravedad ni de la muerte, ni al enfermo, ni a los familiares porque resulta desagradable en «un mundo feliz». Ya no se muere en casa, en familia, sino en el hospital, aletargado y atendido el agonizante por médicos y enfermeras anónimas y funcionales. Se habla del derecho a morir «con dignidad», pero no raras veces se muere en soledad, en manos ajenas. Cada vez se difunde más la petición de que se permita practicar al enfermo la eutanasia «para que no sufra» y para que deje vivir a los familiares. Se lleva el cadáver a esos locales horribles, con cafetería y ámbitos para tertulia, que se ha dado

25. P. LIPPERT, El hombre Job habla a su Dios, México 1944, 199-200.

en llamar «tanatorios», pero el cadáver queda casi oculto y separado y sólo se le puede ver a través del cristal y nimbado de flores. A los niños se les aparta para evitar que vean al muerto y se impresionen. El entierro es tecnificado y en enormes cementerios donde el cadáver se queda encajado en un nicho, casi en el anonimato, porque ya se le visitará, cuando más, una vez al año, el 1 de noviembre. Se extiende la costumbre de la incineración que en Inglaterra, por ejemplo, es la forma dominante de la sepultura. De la persona no quedan más que cenizas que, a veces, se aventan en el mar o en el campo y así, desaparecido el muerto por completo, se puede seguir viviendo tan alegremente. Esto para no hablar de cómo también la muerte y el entierro se han convertido en negocio lucrativo. El capitalismo todo lo que toca lo transforma en el máximo beneficio y lo deshumaniza 26.

Pero a nosotros no nos corresponde analizar este hecho sociológico, uno más en el proceso de secularización, sino intentar comprender el significado humano del hecho de la muerte, es decir, qué incidencia tiene o puede tener el hecho de la muerte en la vida del hombre. Es el hombre el único ser que sabe que va a morir y por eso es el único que puede preguntarse por el sentido de su vida. El hombre no puede tener experiencia de su propia muerte porque ella llega cuando nosotros fenecemos, pero todos tenemos conciencia de que vamos a morir; tenemos un conocimiento nocional de la muerte, no podemos tener un conocimiento existencial. Sin embargo, eso basta para que nos interroguemos filosóficamente sobre ella.

Si la pregunta por el sentido del dolor ha sido un motivo de inquietud filosófica, la pregunta por el significado de la muerte, lo ha sido mucho más. Es sabido que Platón, probablemente impresionado por la muerte impávida e injusta de su maestro Sócrates, define la Filosofía como meleté thanatou «preparación para la muerte» 27. La muerte es un anhelo del sabio porque en ella el alma se libera de la cárcel del cuerpo y vuela de este mundo apariencial de lo sensible al mundo de las realidades ideales. Esta actitud, es propia también de los neoplatónicos posteriores (Plotino, Proclo, etc.). Los epicúreos, atomistas y materialistas, procuraban suprimir todo temor a la muerte pues es la liberación de todos los males y de todos los dolores, ya que nada existe después de esta vida. Séneca y los estóicos, en general, buscaban la perfecta serenidad ante la muerte. Ella viene cuando el Logos lo determina y en ella se acaban todos los sufrimientos. Por eso el sabio vive en una meditado mortis, «quidquid, facies respice ad mortem (en todo lo que hagas piensa en la muerte), decía Séneca 28.

Los pensadores cristianos, a lo largo de la Edad Media, siguiendo las enseñanzas bíblicas, ven la muerte angustiosa como un castigo del pecado original, naturalmente repugnante pero, por otra parte, apetecible por la esperanza firme de la

  1. Sobre estos temas pueden verse Ios libros documentados y amenos de PH. ARIES, La muerte en Occidente, Barcelona 1982; El hombre ante la muerte, Madrid 1983. Últimamente ha estudiado el hecho sociológico del cambio con respecto a Ios muertos M. ABIVEN, Deuil et rites funéraires, Etudes (octubre 1993), 327-339.

  2. Fedón, 81a.

  3. Epístola 114, cfr. también epist., 61,120.

resurrección y de la felicidad eterna. Sí han hecho una verdadera filosofía de la muerte los místicos cristianos que han visto en ella el momento ansiado del encuentro con el Absoluto-Amor para alcanzar en El la plenitud. Recuérdense, por todos, los versos de santa Teresa: «Ven muerte tan escondida/que no te sienta venir/porque el placer de morir/no me vuelva a dar la vida». Es una representación de la muerte llena de esperanza de quien ya ha tenido la experiencia de la Suprema Belleza que, sin duda, no suprime el dramatismo, pero lo ilumina.

Los filósofos escolásticos hablan de la inmortalidad pero no consideran las vivencias existenciales de la muerte. Tampoco los racionalistas y los empiristas del XVII y del XVIII. No era un tema que encajase directamente en sus sistemas filosóficos orientados, sobre todo, a los problemas del conocimiento.

Hegel en su inmensa síntesis de todos los saberes no podía menos de tocar el tema de la muerte, aunque lo hace, como toda su Filosofía, desde la abstracción. El hombre es Negatividad encarnada. Sólo comprendiéndole como Negatividad se le comprende en su especificidad humana, capaz de separar la «esencia» de su conexión natural con la «existencia». La Negatividad es la nada que puede manifestarse como muerte. La muerte es un desgarramiento y su aceptación el ejercicio supremo de la libertad. La esencia de la libertad individual es la Negatividad que se manifiesta en estado puro o «absoluto» como muerte 29.

Han sido principalmente los vitalistas del siglo XIX y del XX los que han hecho de la muerte un objeto particular de su reflexión filosófica. Hemos citado ya a Schopenhauer y deberíamos citar a Kierkegaard. Pero ha sido Nietzsche el que ha afrontado el enigma de la muerte con su vehemencia característica. Por mucho que quiera exaltar la figura de su superhombre, también éste se hundirá al final en el fracaso de la muerte. Para eliminar esa temible contingencia ha recuperado el mito griego del eterno retorno. El hombre quiere una vida eterna, hay en él una voluntad de eternidad (der Wille zum Verewigen) 30. Zaratustra exclama. «¿Era esto la vida?, –diré a la muerte– pues bien: ¡que se repita! [...]. Por amor a Zaratustra, ¡que se repita! [...]. Toda alegría quiere eternidad; ¡quiere profunda eternidad!» 31 En agosto de 1881 creyó tener una iluminación, en Sills María, y en La gaya ciencia ya expone su teoría que luego repite en Así hablaba Zaratustra: «Zaratustra, tú eres el maestro del eterno retorno de las cosas, ¡ése es ahora tu destino! [...]. Volveré con este sol, con esta tierra, con esta águila, con esta serpiente, no para una vida nueva, ni para una vida mejor o análoga. Volveré eternamente para esta misma vida, igual en grande y también en pequeño a fin de enseñar otra vez el eterno retorno de todas las cosas» 32.

En un sentido radicalmente opuesto está el existencialismo pesimista de Jean Paul Sartre y de Albert Camus, del que ya hemos hablado. «La muerte –escribe

  1. Cfr. EI estudio exhaustivo de A. KOJÉVE, L 'idée de la mors dans la philosophie de Hegel, en lntroduction a la lecture de Hegel, Paris 41947, 527-573.

  2. La gaya ciencia, 1. 5, n. 370.

  3. Así hablaba Zaratustra. El canto de embriaguez, 1 y XII.

  4. Así hablaba Zaratustra. El convaleciente, II.

Sartre– no es mi posibilidad de no realizar ya mi presencia en el mundo sino la aniquilación siempre posible de mis posibilidades [...]. Si tenemos que morir, nuestra vida no tiene sentido ya que sus problemas, no reciben ninguna solución y sigue sin determinarse el significado mismo de los problemas [...] es absurdo que hayamos nacido, es absurdo que muramos» 33. De estos postulados que hace suyos, Camus concluye en El mito de Sísifo que la única actitud lógica del hombre sería el suicidio. La muerte es la alienación fundamental de la existencia. Pero suicidarse sería una huida para no comprometerse. Es preciso vivir y luchar por un mundo más justo, aunque sea sin una esperanza definitiva.

Ha sido Martin Heidegger quien, en su obra mayor Ser y Tiempo, ha hecho un análisis más detallado sobre el enigma de la muerte 34. «La muerte en cuanto fin del "ser ahí" [el hombre] es la posibilidad más propia, absoluta y cierta y, en cuanto tal, indeterminada e insuperable del "ser ahí"» 35. En el fondo todos llevamos la angustia de la muerte como horror de la nada. Los hombres reprimen esta angustia dispersos en los cuidados y en la distracciones. Es la existencia inauténtica. El hombre auténtico se enfrenta con la posibilidad de la muerte y con la soledad ante ella. La solución no es el suicidio, pero sí hay que afrontar la vida con la conciencia de que la muerte vacía todas las posibilidades, todos los proyectos, todos los trabajos, hace de la existencia una vida sin esperanza.

Obsesionado con la incógnita de la muerte estuvo Miguel de Unamuno, porque toda su vida y su obra filosófica y poética fue una meditatio mortis. Sentía terror a la aniquilación a «morir del todo», incluso a desagarrarse de todo lo sensible y material. Pero esto no le llevaba a desesperar de la vida, ni a verla como absurda sino a querer vivir siempre: «en una palabra, que con razón, sin razón o contra ella, no me da la gana de morirme. Y cuando al fin me muera, si es del todo, no me habré muerto yo, esto es, no me habré dejado morir, sino que me habrá matado el destino humano. Como no llegue a perder la cabeza, o mejor aún que la cabeza, el corazón, yo no dimito de la vida, se me destituirá de ella» 36

Marx y los marxistas inspirándose en Hegel, veían la muerte como el tributo necesario que el individuo tiene que pagar a la especie, al mejor porvenir de la especie, como ya hemos dicho. En los Manuscritos de 1844 escribe: «la muerte parece ser una dura victoria del género sobre el individuo y contradecir la unidad de ambos, pero el individuo determinado es sólo un ser genérico determinado y, en cuanto tal, mortal» 37. Los marxistas humanistas (E. Bloch, Lukács, R. Garaudy, A.Schaff) buscaban una interpretación menos mecanicista. Pero comenta Moltmann: «Ante el poder dialécticamente inutilizable de la muerte, enmudece el Marxismo» 38.

  1. L'étre et le néant. Paris 1943, 621,624,631.

  2. Ver Sección Segunda, capítulo 1: «El posible "ser total" del .ser-ahí y el "ser relativamente a la muerte"».

  3. M. HEIDEGGER, Sein und Zeit, B.II, Frankfurt a. M. 1977, 343.

  4. Del sentimiento trágico de la vida, c.6, o.c., IV, Madrid 1950, 565.

  5. K. MARX, Manuscritos, Economía y Filosofía, Madrid 1968, 147.

  6. J. MOLTMANN, ¿Esperanza sin fe? En torno a un humanismo escatológico sin Dias, Concilium (junio 1966), 217; J.L. RUIZ DE LA PEÑA, Muerte y humanismo marxista, Salamanca 1978.

Los filósofos contemporáneos no afrontan el problema con el dramatismo de Nietzsche o de los existencialistas. Los neopositivistas y los agnósticos procuran ver la muerte como una consecuencia inevitable de la finitud de todo lo material. «Ser humano exige ver lo perecedero y el mismo perecimiento como elementos de nuestra propia condición [...]. No hay nada más humano y que mejor defina la finitud que perecer [...]. El agnóstico acepta el perecimiento, como acepta la vida y la lucha por la vida, es decir, como condiciones de la finitud en la que hay que instalarse perfectamente» 39.

Para los pensadores de la Escuela de Frankfurt la pregunta por la muerte va unida con la pregunta por la Ética. Walter Benjamin piensa que el cumplimiento de una ética universal tendría que tener también en cuenta a los muertos, ¿cómo hacer justicia a los ya irremediablemente desaparecidos? Para Max Horkheimer, la vida post mortem es «la esperanza de que lo injusto no sea la última palabra» «expresión de un anhelo, de una nostalgia de que el asesino no puede triunfar sobre la víctima» 40.

Nos toca ahora a nosotros intentar encontrar el significado de este acontecimiento universal que llamamos muerte. Fisiológicamente hablando la muerte es anunciada de manera irreversible no por la paralización del corazón, que puede ser reanimado, sino por la paralización del cerebro. No es el corazón sino el cerebro el órgano ultinzum vivens. Pero nosotros estudiamos la muerte sólo desde la Filosofía. Ya hemos dicho que no podemos poseer experiencia directa de la muerte porque morimos solos y sólo una vez. Heidegger en Ser y Tiempo ha dicho que la muerte es un componente esencial de la vida humana, pero esto no es exacto a no ser en un sentido muy lato, en cuanto que estamos destinados a la muerte, y este destino implica la fragilidad de la vida, pero lo cierto es que morir sólo morimos una vez y sin retorno posible a esta vida humana sobre la Tierra. Las enfermedades, el paso de los años y el envejecimiento distan mucho de ser la muerte. Pueden ser una preparación pero nunca una experiencia de la muerte.

Ante el hecho de la muerte caben dos actitudes fundamentales: Pesimismo absoluto u optimismo absoluto. O la muerte es el final de todo y entonces la vida es un no-sentido, una injusticia, un absurdo y un vacío total, o la muerte es abertura dolorosa pero necesaria para la inmortalidad y la plenitud. Se puede optar por uno de los dos términos, pero la razón nos obliga a un sereno optimismo. La evolución de la que provenimos ha jugado con infinitas probabilidades de fracasar durante milenios de milenios, pero nunca ha fracasado. Ha logrado su éxito más pleno al poner al hombre sobre la Tierra, al hombre capaz de conocer y de ser conocido, de amar y de ser amado. Todo nuestro ser se rebela ante el pensamiento de que el ser humano sea un muñeco al que la evolución crea para jugar con él y, al final, destruirle, como hacen los niños con sus juguetes. Todo el proceso evolutivo es demasiado serio e ingente para acabar en un capricho infantil. Es verdad que el argumento supone que la evolución está programada y querida por un Dios último y personal, que por ser personal no puede ser más que amor. Pero es que el hecho

  1. E. TIERNO GALVÁN, ¿Qué es ser agnóstico?, Madrid 1975, 85.

  2. AA.VV. A la búsqueda del sentido, Salamanca 1976, 106.

colosal de la evolución es de todo punto inexplicable sin un Ser Supremo, fundamento y causa de toda realidad. Sólo en El se descubre el último sentido de lo real. Sólo contando con El podemos confiar serenos en la realidad. Si esto es así, y creemos que es así, –por lo demás, ya hemos demostrado en el capítulo VII.6, la inmortalidad del alma– la muerte no sería un poder destructivo sino el paso necesario, aunque doloroso, a otro modo de vivir en que la persona encuentre lo que siempre ha buscado: la plenitud de la Verdad, del Bien y del Amor. Sólo el mal uso de la libertad puede impedir esa Plenitud. Se explica que los que libremente no se dejen atraer por la Verdad, por el Bien y por el Amor, no puedan alcanzar la Plenitud, serán desviados hacia «las tinieblas exteriores». Parece, pues, que podemos vivir de una esperanza segura de alcanzar lo que no podemos menos de anhelar: la vida eterna en la plena posesión de la Verdad y del Amor. San Agustín definía la felicidad como gaudium de veritate, el gozo de poseer la verdad. La puerta para entrar en ese gozo nos la abre la muerte.

Desde la esperanza que da ese optimismo razonable toda la vida humana se ilumina y nuestra acción cobra un valor absoluto. La muerte, aun con su dramatismo y su dolor, es el cumplimiento y plenitud de la vida. No la última alienación sino el final de todas las alienaciones. La muerte fisiológica es un elemento fundamental en el mecanismo evolutivo. Eso no significa, por sí mismo, una destrucción total de la persona. Ya Horacio afirmaba Non omnis moriar. Parece razonable e inevitable rechazar el poder absoluto y radical de la muerte por ser incompatible con la evolución y con el amor. Los materialistas y los existencialistas se niegan a ello pero más que nada por una opción volitiva e irracional. ¿Qué pruebas aportan?, ¿cómo saben que la muerte equivale a la nada?

Es verdad que el lenguaje aquí, como en tantas ocasiones, resulta inadecuado y nos evoca imágenes espacio-temporales que nos confunden y nos desencantan. Tendemos a representarnos el «más allá» como el «más acá» sólo que en un tiempo indefinido. Pero esto no es exacto. Por el hecho de que el hombre, es «algo más» que materia, más que una realidad espacio-temporal, se entiende (no es lo mismo imaginarse) que pueda pasar a otro género de vida no espacial, y en el que no se da un concepto de tiempo unívoco como el que conocemos en la Tierra y sí se da una posesión plena de la Verdad, del Bien y del Amor. No es fácil encontrar un lenguaje humano apto para expresar realidades metaespaciales y metatemporales 41.

La consideración de la muerte como una conclusión total banaliza la vida, la vacía de todo valor. Gabriel Marcel escribe: «Si la muerte es una realidad última, el valor se anula en el escándalo puro, la realidad se siente herida en su mismo corazón. Esto no podemos disimularlo a no ser que nos encerremos en un sistema a nuestro gusto» 42. Por su parte Unamuno dice: «Si al morírseme el

  1. Cfr. C. POZO, La venida del Señor en la gloria, Valencia 1993, 61-64; J.L. RUIZ DE LA PEÑA, La muerte, destino humano, Santander 1983; JUAN DE S. LUCAS, Muerte, Inmortalidad, Resurrección, Burgense, 35/1 (1994), 1-15.

  2. G. MARCEL, Homo viator, Paris 1944, 211.

cuerpo que me sustenta y al que llamo mío para distinguirle de mí mismo, que soy yo, vuelve mi conciencia a la absoluta inconsciencia de que brotara, y como a la mía les acaece a las de mis hermanos todos en humanidad, entonces no es nuestro trabajado linaje humano más que una fatídica procesión de fantasmas que van de la nada a la nada» 43. Por el contrario, la consideración de una vida ulterior, en la que sea restituida toda justicia, despierta el gusto de la vida, potencia la acción humana y suscita la esperanza. Sin esperanza no hay vida humana, ni gusto de vivir.

Los marxistas, siguiendo a Marx, acusaban a estos planteamientos de ser «el opio del pueblo». Querían decir con ello que esta esperanza en una vida ulterior y feliz nos adormecía, nos impedía realizar el esfuerzo por lograr aquí en la Tierra una humanidad más justa, y nos transportaba, como hacen las drogas, a un mundo irreal y fantástico. Pero es claro que, aun conscientes de que caminamos hacia el término de esta vida y el comienzo de la definitiva, nada nos dispensa de amar esta vida de la Tierra y de comprometernos, como Ios que más, en la construcción de una humanidad más justa y más solidaria.

Se ha dicho también que nos proponemos demostrar lo que previamente ya creemos. Es verdad que los cristianos conocemos la pervivencia post mortem por la revelación de Jesucristo. Pero esto no obstaculiza para que, con independencia de la afirmación cristiana, investiguemos si el hecho de la supervivencia es o no conforme a lo que la razón puede alcanzar. Hay una Teología de la muerte y una Filosofía de la muerte, como de otras realidades humanas.

La Filosofía escolástica tradicional definía la muerte como la separación del alma y del cuerpo. La formulación proviene de los pitagóricos, platónicos y neoplatónicos. La aceptaron los cristianos. En principio, si se admite la inmortalidad del alma, es verdad que hay una ruptura o separación violenta de los dos coprincipios que integran la persona. Es claro que el cuerpo humano, o mejor, lo que fue cuerpo humano, el cadáver, queda en el cementerio. Ladislao Boros ha criticado esta definición como insuficiente, ha estigmatizado «la insuficiencia de la definición clásica del proceso de la muerte como "separación del alma y del cuerpo"» 44 porque da la impresión de que la muerte sólo afecta a la corporalidad. Piensa que afecta también al alma interiormente, en su realidad ontológica, aunque, por su naturaleza, el alma no puede aniquilarse. No cabe duda que si el ser del alma es ser forma del cuerpo, si lo espiritual y lo corporal están de tal manera fundidos que constituyen un solo ser, una sola naturaleza, una persona, si el cuerpo es la expresión del alma hacia el mundo sensible, la muerte del cuerpo no puede menos de afectar intrínsecamente al alma, la muerte no se puede interpretar como una mera separación entre dos entes completos en sí mismos que al final se van cada uno por su lado. La razón de ser del alma era el cuerpo, destruido éste el alma por ser inmortal queda en un estado «no natural» 45

  1. M. DE UNAMUNO, Del sentimiento trágico de la vida, c. II1, o.c., IV, Madrid 1950, 495.

  2. L. BOROS, L'homme et sa ultime option, Paris 1966, 97.

  3. Cfr. S. THOMAS, In 4 Sententiarum, d. 44, q. I.

Efectivamente existe una paradoja, difícil de explicar desde la Filosofía, entre la muerte real de la persona y la pervivencia real del alma. Karl Rahner, por su parte ha intentado una solución a esta paradoja incómoda. Ha propuesto una hipótesis atrevida pero que ofrece cauces de reflexión. La doctrina de santo Tomás ya ve en la esencia del alma una relación trascendental a la materia. Durante esta vida, esa relación se efectúa a través del cuerpo; la persona, el yo está en relación con todo el mundo material mediante el cuerpo. Esa relación ¿desaparece de manera absoluta con la muerte? Rahner piensa que con esta fórmula «separación del alma y el cuerpo» sólo decimos que «el alma en la muerte toma una relación distinta con aquello que acostumbramos a llamar el cuerpo pero no se dice mucho más». La fórmula por sí misma «no dice nada acerca de la pecularidad de la muerte en cuanto es un suceso precisamente del hombre como un todo y como una persona espiritual y, por cierto, un suceso esencial por el que se engendra definitivamente como persona libre. Esta autogeneración definitiva no se produce con ocasión o después de la muerte sino que es momento interno de la muerte misma». Además «el concepto de "separación" queda obscuro [...]. Si el alma está unida al cuerpo, evidentemente tiene una relación con aquella totalidad (una de cuyas partes es el cuerpo) que es la unidad del mundo material [...], la separación de cuerpo y alma en la muerte no significa la simple supresión de esa relación con el mundo de manera que el alma (como se piensa de buen grado a la manera platónica) se hiciera sencillamente acósmica, trascendente al mundo [...]. Con la muerte el alma humana entra precisamente en una mayor cercanía y relación interna respecto del fundamento (difícilmente comprensible pero muy real) de la unidad del mundo en el cual todas las cosas del mundo se comunican entre sí, previamente a su influjo mutuo; y esto es posible precisamente porque el alma ya no mantiene su forma corporal particular [...]. El alma, despojándose en la muerte de su forma limitada de corporeidad y abriéndose al todo participa en la configuración de la totalidad del mundo y precisamente en cuanto éste es fundamento de la vida personal de los otros como seres corpóreo-espirituales».

Así pues, esta relación pancósmica le habría sido inherente siempre mediante el cuerpo. Después de la muerte se haría más actualizada y más amplia. Naturalmente que no hay que interpretarlo como una información substancial del mundo por el alma sino como una relación metaempírica del alma que se sumerge, sin perder su singularidad sino potenciándola, en el fundamento último de todos los seres también de los seres materiales, en el «corazón» del universo. Allí se posibilitaría «una apertura más amplia y profunda y como un desarrollo efectivo de su relación al mundo entero» 46. Sería el estado definitivo al que siempre tendía, el que presentía en todos sus actos, sea de conocimiento sea de amor. El alma, pues, en la muerte, queda destruida como forma del cuerpo pero simultáneamente entra en las raíces del mundo y vive la plenitud de su relación cósmica con el Ser. Alcanza un nuevo y más alto grado de ser, porque aunque

46. K. RAHNER, Muerte, en Sacrarnentum Mundi, T.4, Barcelona 1973, 818-825; para una ampliación, cfr. del mismo autor Zur eine Theologie des Todes, Schriften zur Theologie, 10, Zurich 1972, 181-199.

quede en relación con lo espacio-temporal queda también substancialmente independiente de ello 47.

Como se puede observar las correcciones del famoso pensador alemán a la fórmula clásica de «separación de alma y cuerpo», aclaran un poco, aunque no demasiado, el sentido filosófico de la muerte. Son más que nada, sugerencias que hacen pensar. Sobre todo intentan eliminar, de alguna manera, el excesivo dualismo platónico-cartesiano y afirmar la permanencia de una cierta vinculación del alma con el mundo que antes de la muerte mantenía a través del cuerpo. Según lo sugerido por Rahner la muerte significaría, por un lado, perfeccionamiento activo desde dentro, un acto por el que la persona toma posesión plena de sí misma, al entrar en comunión con el Fundamento, una plenitud de la realidad personal libremente desarrollada. Por otro lado, no cabe duda que es una ruptura, una destrucción. Sería «simultáneamente el acto de la más radical impotencia del hombre, la más alta acción y el más alto padecimiento en un solo acto [...], la simultaneidad de la máxima voluntad y de la impotencia extrema, del destino realizado y del impuesto, de plenitud y de vacío» 48.

La certeza de morir y la ignorancia del día y de la hora, da a la existencia, supuesta la inmortalidad, una seriedad y una responsabilidad que de otra manera no tendría. La pregunta ¿qué me espera después de esa muerte que ignoro cuándo puede llegar?, es lo suficientemente seria como para inducimos a una vida éticamente correcta y para que nos preocupe el encuentro con el Infinito. Tanto más que se muere en completa soledad y derelicción, y en la muerte uno asume a solas la responsabilidad de toda su vida. En la muerte concluye todo el «tener». Queda sólo el «ser» 49. El yo coincide plenamente consigo mismo sin ninguna alienación en lo externo. Está, más que nunca, presente a sí mismo.

El envejecimiento tiene mucho de kénosis, pero es en la muerte donde se alcanza la desposesión total. Ahora bien, esa desposesión total ofrece la posibilidad de la perfecta posesión. Es el poder transformador de la muerte. Hace que la vida pueda verse como una peregrinación hacia un encuentro con la Plenitud que sólo la propia libertad humana puede frustrar, si se niega a aceptar el Amor.

Es también interrogante la tendencia incoercible que todos tenemos a vivir, a vivir siempre, no a una vida sin término en la Tierra que carecería de motivaciones y de sentido, sino a una vida distinta en la que alcancemos una plenitud y con ella una felicidad. Nuestro espíritu es extraño. Tiene un sitio propio aquí en el

  1. Por la dificultad que presenta «la separación del alma y el cuerpo», algunos teólogos han defendido que en la muerte muere todo el hombre, cuerpo y alma, y que luego Dios realiza una nueva creación de cuerpo y alma que sería la resurreccción. No deja de extrañarnos semejante planteamiento porque entonces el nuevo ser «recreado» sería otro, no el que murió, cfr. C. POZO, La venida del Señor en la gloria, Valencia 1993, 97-101,1. Ellacuría le atribuye esta teoría también a X. Zubiri, como su posición última. Cfr. X. ZUBIRI, Sobre el hombre, Presentación de I. Ellacuría, Madrid 1986, XVIII. También se adhiere a esta teoría Pedro Laín Entralgo. Frente al «non omnis rnoriar» de Horacio, establece el «omnis moriar», pero también «omnis resurgam», cfr. Cuerpo y alma, Madrid 1991, 273 ss.

  2. K. RAHNER, I. c.

  3. Cfr. G. MARCEL, Presente et inmortalité, Paris 1959; Étre etavoir, Paris 1935.

mundo pero su esencia está hecha de aspiraciones a la trascendencia, de esfuerzos hacia un destino desconocido, de esperanza y atractivo por una realidad que presiente. Blondel en L'action demostró que en todos sus actos de voluntad, el hombre quiere siempre más; más verdad, más bien, más amor, más ser. Unamuno lo llamaba «hambre de inmortalidad». «¡Ser, ser siempre, ser sin término! ¡Sed de ser, sed de ser más! ¡Hambre de Dios! ¡Sed de amor eternizante y eterno! ¡Ser siempre! ¡Ser Dios!» 50 Ese hecho lleva consigo el terror a dejar de ser, y ello nos está indicando que el ser es mejor que el no ser. La muerte nos pone así ante el misterio del bien y del mal. La muerte no convierte la vida en nada, como quiere Heidegger, sino como acto supremo del hombre y su libertad convierte la vida en la posibilidad de alcanzar la plenitud del ser a la que siempre aspiramos, aunque se atisba también la posibilidad de una frustración total, no en la aniquilación del no-ser sino en la alienación total o pérdida total de sí mismo por una mala opción de la libertad. El apogeo de la libertad es el apogeo de la persona. Tendría validez así la fórmula de Platón cuando dice que la vida es una preparación para el acto final de la muerte, porque compromete a fondo la posibilidad de realizar o no el sentido pleno de la existencia humana.

Supuesto que no se da la reencarnación, ni el eterno retorno, teorías que no pasan de ser fábulas ya que no existe ningún dato para fundamentarlas, la muerte nos descubre el sentido lineal e irreversible de la historia de cada uno, y de la Historia Universal. Cada uno vive una sola vez y la misma Historia de la Humanidad por larga que sea, camina hacia un final definitivo en la Tierra. Desde la Física, el segundo principio de la Termodinámica o ley de la entropía, lo confirma sin lugar a duda. El Cosmos camina hacia un equilibrio energético o muerte térmica. Antes de llegar a ese extremo, la vida humana sobre la Tierra se habrá hecho imposible. La aventura humana habrá concluido. Imposible pensar que para nada, que todo fue una mala comedia sin sentido.

Aparece así el error de los que hacían de la misma Historia el significado inmanente y exclusivo de la propia existencia singular. Era la esperanza de los marxistas expresada por Ernst Bloch en su obra Das Prinzip Hoffnung, que el mismo genio de la Historia se ha encargado de desmentir. Los que la defendían excluían a priori la inmortalidad personal en fuerza de su dogmatismo materialista. Engels para resolver el problema de la muerte segura del Cosmos que se deduce del principio de entropía, intentó rescatar también la teoría de los ciclos eternos o eterno retorno «aunque sea a la vuelta de millones y millones de años» 51

Está claro, como ya hemos advertido, que el sentido trascendente de la muerte de ninguna manera significa una indiferencia o una pasividad ante los problemas humanos de la Historia. Precisamente porque aceptamos que la vida tiene un sentido trascendente y que se consuma en la inmortal plenitud de la Verdad, del Bien y del Amor, entendemos que aquí en la Tierra hemos de comprometemos seriamen-

  1. Cfr. M. DE UNAMUNO, Del sentimiento trágico de la mida, c. III, o.c., IV, Madrid 1950, 492.

  2. F. ENGELS, Dialéctica de la Naturaleza, México 1961, 17-20 y 243-245.

te por realizar cada vez más y mejor la verdad, el bien y el amor. Evadirse de este inmanentismo para refugiarse en un trascendentalismo sería tan equivocado como sumergirse en un inmanentismo sin mirar a la Trascendencia. No rechazamos, pues, el compromiso por la construcción de una Historia humana cada vez mejor, sino la absolutización de la Historia. Sólo la Trascendencia da un valor absoluto a la acción y a la persona humana, pero la persona sólo puede realizar su valor trascendente desarrollándolo ya en la inmanencia. Cuando Feuerbach acusaba al Cristianismo de arrastrar a la evasión y al desprecio de este mundo por aspirar a otro, demostraba no haber entendido el verdadero sentido de la vida y de la muerte en la perspectiva cristiana 52.

Intencionadamente hemos hecho referencia al amor como elemento constituyente de la Trascendencia y, por consiguiente, de la vida humana en la Tierra para así salir al encuentro de la acusación de individualismo que podría brotar de la consideración, a la que también hemos aludido, de la soledad de la muerte y de la responsabilidad singular e irremplazable. Nunca se realizará la persona humana si no es en el amor a los demás porque tanto somos cuanto nos damos. Si aquí no ampliamos este concepto es porque lo hemos de tratar extensamente en el capítulo siguiente. Pero sí tenemos que citar de nuevo a Gabriel Marcel que dice: «,Se puede concebir una sobrevida real de personas sin apelar a la Trascendencia? Me parece que mi respuesta sería la siguiente: no hay amor humano digno de este nombre que no constituya a Ios ojos de aquel que lo piensa, a la vez una prenda y una semilla de inmortalidad; pero por otra parte, no es posible, sin duda, pensar este amor sin descubrir que no puede constituir un sistema cerrado, que se sobrepasa en todos los sentidos, que exige en el fondo, para ser plenamente él mismo, una comunión universal fuera de la cual no puede satisfacerse y está abocada, en fin de cuentas a corromperse y a perderse; y esta comunión universal, ella misma no puede apoyarse más que en el Tú-absoluto» 53. Lo que se puede expresar, de otra manera, diciendo que una supervivencia de personas es inexplicable sin un Ser último y plenificante que sea Amor.

Es también el hecho de la muerte lo que nos da la conciencia más evidente de nuestra limitación, finitud y dependencia. No está en manos del hombre vivir o morir, «que querer hombre vivir/ cuando Dios quiere que muera/ es locura» dice el poeta medieval Jorge Manrique en sus Coplas. La inteligencia, la libertad, el amor y cuantos dones tenemos nos vienen dados y un día nos veremos privados de ellos porque no eran nuestros. No somos dueños de la vida y de nuestras cualidades. Somos administradores. Por eso no es lícito el suicidio, ni aceptar ese suicidio que

  1. El libro de FEUERBACH, La esencia del Cristianismo, confunde continuamente la representación psicológica que algunos hombres hayan podido hacerse de Dios y de la religión con la realidad de lo que son Dios y la religión. Que haya habido personas o corrientes espiritualistas que asociaban la fe en la inmortalidad con el desprecio por los valores humanos, sólo quiere decir que lo religioso puede interpretarse de manera equivocada, como tantas otras realidades humanas, políticas, sociales, jurídicas, artísticas, etc.

  2. G. MARCEL, Horno viator, Paris 1944, 212.

con término eufemístico llamamos ahora «eutanasia» o «derecho a una muerte digna». La impotencia ante la muerte nos hace comprender que cada uno no es el fundamento de sí mismo, ni la norma última de los valores, que la vida auténtica no consiste en hacer lo que a cada uno se le antoje, como si la vida no poseyese más sentido que el que cada persona quiera darle. La vida, al final, me es quitada como al principio me fue dada. Ante eso mi libertad no puede nada.

Por fin digamos que la muerte nos muestra con elocuencia irrefutable, la igualdad de todos los hombres. Ya Horacio escribía: «Pallida mors, aequo pulsat pede pauperum tabernas regumque turres» (la pálida muerte, llama lo mismo a las chozas de los pobres que a los palacios de los reyes) 54. Nos despoja de todo a todos y nos pone de cara a la Trascendencia a solas con nuestra responsabilidad personal. A todos por igual.

Por todos estos motivos se ha dicho que la muerte es maestra de la vida.

CARLOS VALVERDE
ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA