Ética de los valores y coherencia existencial
Por
José Miguel Odero Ethics of
Values and the Ideal of Living in Total Accord with Oneself: This study
tries to check the consistency of the concepts ‘system of values’ and
‘autocoherence’, in behalf to certain remarks from Prof. Leonardo Polo.
Then it explores some kinds of human manners, which underline the ideal of
total and permanent consistency in the own system of values. The Fanaticism
receives special attention. The Author maintains that fanaticism should be
neatly distinguished from the authentic religious faith.
Afirma Leonardo Polo que una Ética equilibrada en cuanto ciencia, que de modo
completo explique las peculiariedades de la praxis libre del hombre, “ha de
ser una ética de bienes, de normas y de virtudes”[1]. En esta estructura la
noción de valor se introduce al observar que “el bien es amable, pero una
cosa es que sea amable, y otra que sea necesariamente amado”[2]; esta
consideración subraya el papel activo del sujeto en el encaminamiento de su
praxis: lo que es realmente muy bueno y mejor sólo será preferido y buscado
como fin por aquellos sujetos que sepan discernir esa mayor bondad.
Noción de “valores”
En el lenguaje ordinario se denominan valores aquellos objetos que los hombres
encuentran sumamente estimables, de modo que se constituyen en fines asumidos
por el propio sujeto. Al imponerse dichos fines como tales, el sujeto se ve
enfrentado a determinadas normas éticas de actuación.
Por ejemplo el éxito es ciertamente un valor que rige el modo de vida de
muchos, concretamente de todos los yuppies o trepadores; la belleza es el
valor que guía la vida del esteta, y la belleza producida por manos humanas
es el valor que da sentido al quehacer del auténtico artista. Hay valores
complejos, más difíciles de analizar; así, cuando alguien afirma que el
sentido de su vida ha sido formar una familia, está ciertamente dando por
supuesto que la familia es algo sumamente valioso, pero en muchos casos esa
afirmación es compatible con una actitud existencial fundamentalmente
religiosa. Quien reconoce como muy valiosa la vida familiar a menudo está
percibiendo simultáneamente el carácter sacral del matrimonio; de este modo
cabe adivinar que para dicha persona el valor supremo es realmente Dios, el
cual se hace presente en la vida cotidiana a través de la vida en familia. La
axiología o ciencia de los valores pretende dar cumplida respuesta a estos y
otros interrogantes.
A la vista de lo ya dicho, cabe afirmar que en general valor es la percepción
de algún bien; es decir, valor es el bien en cuanto apetecido. Valor es el
trascendental bonum cuando éste es tomado como objeto, cuando coimplica una
subjetividad ante la cual la cosa buena se hace valer.
La Ética de Leonardo Polo sólo colateralmente considera de interés la
noción de valor. La “ética de los valores”, desarrollada principalmente
por Max Scheler, fue primariamente un intento de superar el normativismo
característico de los sistemas éticos de corte racionalista, tratando para
ello de construir una ética del bonum a partir de la percepción subjetiva
del mismo, es decir, de los valores. Polo advierte, sin embargo, que tanto las
éticas racionalistas como la ética axiológica no llegan a ser suficientes,
en cuanto olvidan el papel insoslayable de la virtud: “es característico de
la edad moderna reducir la noción de virtud a la decisión de atenerse a
normas racionales y nada más”[3]. En este sentido denuncia la tendencia a
concebir los valores como meros “valores vitales”; el hombre que rige su
vida exclusivamente atendiendo a dichos valores vitales se deja llevar a
menudo por la emotividad, su concepción vital del bien se divorcia más y
más de lo de que debería ser una búsqueda de los verdaderos bienes. De esta
manera se pierde de vista el horizonte del autoperfeccionamiento o crecimiento
vital del sujeto —horizonte que es el propio de la virtud—; el sujeto
renuncia a investigar lo que puede hacerle mejor y sólo se preocupa de
atenerse a los objetos que le resultan hoy y ahora atractivos; de este modo
cabe decir con Polo que “su acción queda atrapada por su idea de la
racionalidad”[4], pues la única dimensión en que puede desarrollarse tal
acción es la atenencia a los valores vitales que se le imponen
emocionalmente: actuar en coherencia con ellos. Paradójicamente, cuando se
produce una quiebra entre el bonum y los valores vitales, estos dejan de ser
compatibles con las normas éticas y se produce paulatinamente un rechazo de
la norma como tal —que es paradigmático en Nietzsche—. En cuanto es la
vida misma quien impone empíricamente al sujeto sus valores vitales —bienes
de disfrute inmediato—, estos ya no tienen garantizada su coherencia: “es
así como aparece lo que podríamos llamar una ética sólo de bienes, una
ética desmoralizada —desde el punto de vista de las normas—, (…) una
ética hedonista”[5].
Coexistencia y compatibilidad de diferentes valores
A la luz de estas consideraciones se entiende más claramente porqué hoy en
día resulta ser para muchos la gran cuestión ética el problema de la
coherencia de los valores vitales entre sí y la coherencia de la acción con
dichos valores. Vamos a analizar, pues, los modos como esta coherencia se hace
posible y sus condiciones de posibilidad.
Es un hecho de experiencia que cada hombre suele poseer simultáneamente
varios tipos de valores. Así Karl Barth y Albert Schweitzer —por tomar dos
ejemplos aleatorios— dedicaron su vida a la investigación científica, a la
teología y a la filosofía de la religión, pero cultivando simultáneamente
una notable afición por Mozart y Bach respectivamente, y también implicando
su existencia en una valiente denuncia del nazismo, en un caso, y en una
dedicación humanitaria al Tercer Mundo, en el otro. De este modo cabe afirmar
que en las vidas de estas dos figuras pesaron decisivamente y al mismo tiempo
diversos valores: el valor amor al saber, el valor aprecio por la música y
finalmente el valor filantrópico; junto a estos debe colocarse en lugar
preeminente otro valor de características singulares: la fe cristiana en Dios
compartida por ambos teólogos protestantes. Un caso análogo, aunque más
complejo de analizar, sería el de Paul Claudel —diplomático, literato y
hombre de fe católica recia—; aludiremos sólo a los dos anteriores por su
mayor simplicidad.
Ahora bien la coexistencia de valores diversos en un mismo sujeto suscita la
cuestión de su compatibilidad respectiva y ulteriormente la del diverso
estatuto con el cual cada uno de dichos valores se coloca en la afectividad
del sujeto. La diversidad de este estatuto se revela especialmente en los
casos donde se produce un conflicto entre algunos de los valores mantenidos
por una misma persona. Por ejemplo, Barth necesitaba escuchar diariamente
música de Mozart, pero también tenía en Marburg un puesto docente de
Teología Dogmática y se había propuesto escribir un extenso tratado sobre
la materia, por otra parte había formado una familia. El conflicto de estos y
otros valores lo provoca a menudo el tiempo, la necesidad de organizarlo en un
horario: ¿se dedica más tiempo a Mozart, a preparar las clases, a investigar
y preparar una publicación o a perder el tiempo jugando con los hijos?
La existencia de conflictos de valores en un sujeto y la solución que ante
estos conflictos se adopte permite adivinar cuál es el estatuto de primacía
concedido a cada uno de dichos valores. Para algunos, Mozart es sólo una
forma de descanso tras el trabajo; para Barth era, sin embargo, una fuente de
inspiración teológica, de ahí que su jornada comenzase invariablemente con
una hora de audición de su música. Pero, concluido este tiempo, Barth pasaba
a trabajar en lo que sería su gran obra: la gigantesca “Dogmatik” que
legó al mundo. En él la ciencia estaba, pues, por encima de la estética; es
decir, Barth subordinaba la estética a la ciencia. Cuando el
nacionalsocialismo controló la Universidad alemana, Barth no temió perder su
cátedra ni ser perseguido a riesgo de callar las exigencias del Evangelio que
exasperaban al poder dominante; de hecho hubo de sufrir el dolor del exilio a
causa de ello; este comportamiento revela que por encima de la ciencia el
teólogo protestante valoraba aún más la fe cristiana.
Jerarquías de valores
Por lo que acabamos de observar, resulta típico de los valores de un sujeto
que ordenen según un carácter jerárquico: unos se subordinan a otros, unos
son preferidos a otros. Esta característica es la que da sentido a la
expresión jerarquía de valores. Se dice que un sujeto tiene cierta
jerarquía de valores porque algunos de estos valores prevalecen sobre otros
cuando surge alguna situación crítica en la cual el sujeto se ve obligado a
elegir según dichos valores de modo que alguno de los objetos valiosos deba
ser sacrificado. Este sacrificio no es una devaluación de aquello que es
preterido: lo que ha sido sacrificado continúa siendo un valor, pero el
sujeto ha decidido que existe alguna otra cosa más valiosa aún, que ha de
obtenerse incluso renunciando a aquello que sigue siendo preciado.
La vivencia de esta elección excluyente a la que hace referencia el concepto
de jerarquía de valores es sin duda una forma dramática por la cual el
sujeto puede vislumbrar simultáneamente su propia finitud y la rotundidad de
la realidad: al hombre no le resulta posible orientarse siempre apaciblemente
hacia todas las cosas que le parecen valiosas, pues a menudo dirigirse hacia
algunas de estas cosas —valores— es incompatible con inclinarse hacia
otras, al menos es imposible tender hacia todas simultáneamente.
Ahora bien, si es inevitable pensar que cada persona posee una jerarquía de
valores, ¿hay que suponer también que esta jerarquía es permanente? Siempre
que el hombre elige y en esa elección sacrifica algo querido —por poco
querido que ello sea— se revela la existencia de una jerarquía de valores.
Pero la experiencia enseña que los hombres somos veleidosos: hoy preferimos
lo que más tarde dejamos de lado por amor de otra cosa. Luego es obvio que la
jerarquía de valores es de hecho susceptible al cambio.
La autocoherencia como valor
Con todo cabría plantear aún la cuestión de si es bueno o no el esfuerzo
por mantenerse firme en una jerarquía de valores determinada. Hay quienes
mantienen que la existencia humana se ennoblece y es digna de admiración
fundamentalmente por su firmeza, por su coherencia. La coherencia existencial
sería una suerte de metavalor, pues consistiría en aferrarse con uñas y
dientes a una precisa jerarquía de valores, contemplando como traición
imperdonable del sujeto consigo mismo admitir cualquier variación es dicha
jerarquía.
Cabe observar al respecto que el término autotraición es semánticamente
impropio, pues la traición implica dualidad: implica la existencia de otra
persona con la cual se ha establecido un pacto o bien hacia la cual se tiene
determinados deberes. Traicionar es siempre un verbo transitivo: se traiciona
a alguien; y ello ocurre cuando el traidor no ha sido fiel a los compromisos
naturales o adquiridos libremente que le obligaban respecto a otra persona.
Hablar de autotraición es forzar el significado del término traición, lo
cual sólo tiene cierta lógica si se desdobla al sujeto en dos: una parte de
mi ser traiciona a otra. La parte traidora es mi libre determinación; ahora
bien, ¿cuál puede ser la parte traicionada? Debería ser algo mío no
inferior a mi libertad, algo que esté respecto a mi libertad en régimen de
igualdad o de superioridad. ¿Qué puede ser eso?
Hay dos respuestas posibles. Si el discurso sobre la autotraición está
determinado por un ideal de coherencia, entonces la parte traicionada es
entendida como mis anteriores actos de libertad, mi yo historiable; por
extensión, un acto aislado de libertad traicionaría la unidad uniforme de mi
biografía íntima.
Ante esta interpretación cabe preguntarse si no distorsiona la naturaleza
íntima de la libertad, pues para el hombre que vive en el mundo ésta
significa precisamente un factor de indeterminación, de imprevisibilidad, de
cambio radical en la orientación del ser. Por otra parte, atendiendo a la
naturaleza profunda de la libertad que es el señorío y dominio del hombre
sobre sí mismo a la hora de orientar su destino, la coherencia absoluta en
los actos volitivos sólo sería razonable en un hombre que tuviera siempre un
conocimiento nítido y perfecto de lo que es bueno para él; tal imagen de
hombre es sencillamente una utopía; Leonardo Polo lo fundamenta en la
naturaleza misma del espíritu humano: “nuestro espíritu es respectivo a la
felicidad antes de saberlo. Esta no es una tesis gnoseológica, sino una tesis
ontológica: la voluntad no sabe qué es la felicidad. (…) Nuestra órexis
está determinada exclusivamente por la felicidad. Sin embargo, desde el punto
de vista vital del ejercicio de sus actos, esa determinación puede no ser
suficiente. (…) Conocemos que existen bienes, pero como la dimensión humana
que se corresponde con el bien es la voluntad, ese conocimiento puede quedarse
corto”[6].
La evolución y el cambio son características de la vida del ser humano, el
cual no llega a ser conciencia absoluta del Absoluto, sino que vive como un
ser constitutivamente histórico, como un ser que al hilo de lo que le
acontece va vislumbrando retazos de qué es lo que vale la pena, como un ser
que procede por tanteos, que avanza y retrocede, que acierta y se equivoca.
La autocoherencia como unidad de vida
Proponer una coherencia absoluta a los actos de libertad como metavalor de
cualquier jerarquía de valores es por sí mismo un sinsentido, y llevaría a
encarcelar la libertad con cadenas forjadas por ella misma. Entonces, ¿por
qué resulta atractiva esta visión del hombre perfectamente coherente?
Esta cuestión introduce la segunda respuesta posible a la pregunta por el
sentido del término autotraición. La dualidad que este término propone
puede interpretarse también como el enfrentamiento posible entre fidelidad a
los valores y atracción hacia objetos contrarios a dichos valores,
enfrentamiento que tiene lugar en el seno de una voluntad voluble o débil. La
deliberación que precede a todo auténtico acto de libertad del hombre en el
mundo tiene una estructura dramática. Es decir, como acontece en el teatro
tal deliberación parece tener lugar bajo el modo de un intercambio de
diálogos contrastados que, en el seno de la conciencia, parecen provenir de
instancias diversas y aun opuestas: parecen voces de personas distintas que
discuten entre sí, a veces agriamente, como enemigos.
La experiencia de este diálogo dramático revela que uno de los ficticios
personajes en litigio suele representar lo que podía denominarse nuestro yo
más íntimo, aquel ligado por la fidelidad a valores lúcidamente percibidos
y que son fuente de deberes, aquel yo que alguna vez ha oteado en lontananza
verdades teóricas y prácticas profundas. Su contrincante es a menudo el yo
empírico, fuertemente determinado en sus apreciaciones por las realidades
sensibles del presente. El contraste o disputa entre ambos personajes ha sido
denominado clásicamente tentación o bien conversión (metanovia). En efecto,
el yo empírico no es siempre el villano del drama; en ocasiones, el contraste
de ideas e ideales preconcebidos con al realidad palpable puede llevar la
hombre a la conciencia de que tales ideas o ideales eran insuficientes y
parciales —al conocimiento de que eran falsos—, abriendo su mente y su
corazón hacia nuevos horizontes asentados en verdad.
Pero, si las cosas son así, la coherencia profunda de un sujeto humano puede
tener tanto la forma de una continuidad con los valores anteriormente
sostenidos por él como también la de una ruptura con los mismos. E
inversamente, el hombre puede autotraicionarse tanto por inmovilismo como por
mutación.
Formas de autocoherencia
Ello nos lleva a constatar que las actitudes de coherencia o de fidelidad en
el terreno axiológico no pueden ser caracterizadas sólo formalísticamente.
Para definir la coherencia razonablemente es preciso investigar en cada caso
la naturaleza de aquello a lo que el sujeto se adhiere o de lo cual se
despega, es preciso calibrar si realmente y en concreto vale la pena tal
adhesión o tal despego. La coherencia del asesino puede ser estéticamente
apreciable o interesante —por eso puede ser la línea argumental de novelas
y películas del género negro y lo ha sido de hecho—, pero no por ello deja
de ser realmente monstruosa —considerada en su universalidad humana y no
sólo en una sola de sus dimensiones—. La coherencia de Van Gogh que,
venciendo poderosas resistencias, se sumerge en ambientes obreros y
campesinos, explora la interioridad humana y pinta de un modo novedoso, es la
razón de su merecida fama. La incoherencia de un estafador que se arrepiente
es magnífica, pero la incoherencia del médico que se emborracha antes de
operar es maléfica.
Otra manera de abordar la tesis afirmada en el párrafo anterior consiste en
distinguir diversos tipos de hombres coherentes o diversos modos de ser
coherente con una jerarquía de valores. En este sentido podían enumerarse
las siguientes actitudes distintas entre sí: 1) la coherencia del loco, por
ejemplo la del loco paranoico; 2) la coherencia del neurasténico anancástico,
del hombre cuya rígida psicología le hace temer y evitar cualquier cambio en
su vida; 3) la coherencia del egoísta; 4) la coherencia del hombre fiel; 5)
la coherencia del fanático.
Como ya advirtiera Chesterton, un lugar privilegiado para toparse con casos
vivos de estricta coherencia lógica son los manicomios. Un paranoico, por
ejemplo, que sufre de manía persecutoria, reinterpreta todos los datos que
percibe, integrándolos con una lógica inexorable en su esquema de víctima
propiciatoria. Es tal la coherencia de su mente que ni siquiera un gesto
amable o una manifestación de cariño pueden apartarle de su obsesiva
seguridad en el propio daño; es más, la amabilidad de los otros le resulta
más temible que la dureza, pues aparece a sus ojos como maldad
hipócritamente disfrazada, orientada por un secreto e inconfesado designio de
ganar su confianza y hacerle bajar la guardia en su autodefensa. La coherencia
del neurótico es inquebrantable, pero en ello radica su tragedia: esa
coherencia le mantiene alejado de la realidad, trágicamente alienado.
El neurasténico mantiene una coherencia funcional: su modo de vida es
extravagante, él es consciente de ello y a menudo le causa muchos
sufrimientos no poder actuar normalmente y vivir como los demás. Sin embargo,
se atiene a las normas de vida que se ha autoimpuesto, porque sólo el
imaginar que se sale de ellas le causa auténtico pánico. Su coherencia
tiene, pues, una raíz emotiva: un gran temor que no puede racionalizar, pero
que no por ello es menos eficazmente agarrotante. Esta coherencia paraliza
así la libertad y empequeñece la vida humana.
El egoísta es también sumamente coherente: su bienestar es siempre el
último de fines, omnipresente en todas sus decisiones. Nada le atrae si no es
un objeto que pueda satisfacerle y por esta razón no emprende acción alguna
que no esté dirigida a su propio beneficio. La coherencia del egoísta se
enraíza en una elección del bien para mi por encima del bien en general;
dicha elección tiene un efecto perverso, porque el bien para mi que guía la
conducta del egoísta debería ser denominado con más precisión lo que yo
veo que es bueno para mi. Ahora bien, si el egoísta no es la conciencia
absoluta, entonces es muy posible y probable que no vea todo lo que es bueno
para él o incluso que se equivoque, viendo como bueno para él lo que en
realidad lo perjudica. De este modo la coherencia del egoísta ha sido
denominada a veces su torre de marfil: el egoísta es un prisionero que no
sabe de su condición de preso. Esta coherencia aprisionante priva al egoísta
de bienes que no sospecha. Paradójicamente, quien lo quiere todo para sí
desconoce qué es el todo, es decir, está ciego para los bienes que más
profundamente podrían enriquecerle.
Fidelidad y coherencia
El hombre fiel a una persona es coherente con una jerarquía de valores, pero
no lo es sólo porque esté convencido de que vale la pena respetarlos, sino
sobre todo porque ama a una persona a quien esos valores están de alguna
forma ligados. Un hombre casado que es fiel a su esposa mantiene una conducta
afectiva correcta con otras mujeres —lo que se denomina castidad conyugal—
y lo hace principalmente porque ama a su esposa: esa es la razón más
poderosa que guía sus acciones al respecto. Naturalmente es posible que él
mismo haya adquirido un aprecio por el valor de la castidad; en este caso, aun
cuando su mujer lo abandonara y se separase de él, poseería un motivo para
continuar viviendo como lo hiciera anteriormente, aunque ahora su motivación
no fuese la fidelidad conyugal. En este caso se habla de que tal persona es
fiel a algún valor; aunque la palabra fidelidad está tomada aquí
impropiamente —pues no hace referencia directa a otra persona como motivo de
la insistencia en tal o cual valor— la expresión utilizada apunta a una
realidad importante: el hombre por si mismo es capaz de reconocer bienes
valiosos de los que se derivan para él obligaciones y deberes. Como se verá
más adelante el reconocimiento y respeto de los mismos puede ser una vía
para descubrir que dicho comportamiento es una forma imperfecta de vivir la
fidelidad hacia Dios como persona, el cual es simultáneamente creador y
medida de todo bien ulterior[7].
Un amigo fiel a su amigo habla sinceramente a su amigo y se confía a él
porque éste es su amigo; quizás ante otras audiencias se explaye, sin
embargo, de modo cínico, callándose lo que piensa o disfrazándolo bajo
formas no comprometedoras. En definitiva, la coherencia del hombre fiel se
fundamenta, pues, en alguna clase de amor: amor erótico o conyugal; amistad o
afecto. La cohesión de esta coherencia depende de la fuerza y calidad del
amor que la inspira.
Pero hay que observar que el valor antropológico de la coherencia por
fidelidad depende de eticidad de los valores que la persona amada inspira. El
hombre fiel también puede mentir por amor —porque la persona amada le insta
a ello o porque él cree que la protege o que la favorece mintiendo— e
incluso puede ser capaz de asesinar por amor. Naturalmente quien asesina por
amor tiene un amor sumamente imperfecto y equivocado, pues realmente causa un
gran mal a su amada haciendo de ella causa última o bien ocasión inductora
de un crimen. Pero en cualquier caso, parece que tampoco la coherencia
inquebrantable está justificada automáticamente por razones de fidelidad.
Fidelidad a Dios
Un caso singular lo constituye la fidelidad humana motivada por el amor de
Dios (`ég`apÆ): es la actitud del hombre denominado por las grandes
religiones fiel a Dios. Esta fidelidad es comparada en la Biblia a la
fidelidad conyugal, en cuanto la decisión libre de unirse o religarse a Dios
comporta una entrega análoga a la que tiene lugar entre marido y mujer. Estos
se hacen mutuamente don de sus cuerpos y de su afectividad; de modo semejante
el hombre fiel establece un pacto o alianza con Dios, comprometiéndose por su
parte a amarle con todo su corazón y con todas sus fuerzas, pero también con
toda su mente. Esta entrega singular que recibe el nombre de fe religiosa
lleva consigo la conciencia de una coherencia absoluta en el tiempo, en el
espacio y en todas las circunstancias de la vida. La fidelidad a Dios es la
única fidelidad que puede realizarse objetiva y subjetivamente como fidelidad
absoluta; el resto de fidelidades que una persona puede alentar “encuentran
su garantía” en esta fidelidad fundamental[8].
La fe religiosa sólo es un acto ético cuando el hombre tiene la seguridad de
tiene por objeto a la persona de Dios, el Absoluto, el Único, el Primero. En
efecto, sólo quien es el Bien absoluto puede garantizar de modo absoluto la
eticidad de la jerarquía de valores que el hombre fiel aceptará como
absolutamente válida. Pero además, sólo quien es la Verdad absoluta —quien
nunca engaña ni se equivoca— puede pedir al hombre fiel que se fíe
absolutamente de sus designios y de sus palabras, amándolo así con toda su
mente.
El prototipo de hombre coherente en su fidelidad a Dios es Abraham, padre del
judaísmo, del cristianismo y del islamismo. La coherencia de Abraham aparece
como ejemplarmente firme e inquebrantable, pero a la vez resulta hondamente
humana. Su clímax ha quedado reflejado en aquel relato bíblico que describe
su actitud ante lo que sería el episodio más amargo de su existencia: el
sacrificio de su hijo Isaac. En este punto resalta la compleja estructura de
la fidelidad a Dios. Tan compleja resulta que lectores tan atentos de la
Biblia como fue Kant han fracasado a la hora de dar razón convincente del
drama desarrollado en el monte Moria.
“Abraham —afirma Kant— hubiera debido contestar a esa supuesta voz
divina: —Es seguro que no debo matar a mi buen hijo, pero no estoy seguro
que tú que te me apareces seas Dios y no podré llegar a estarlo, aunque la
voz descendiera del cielo (visible)”[9]. Su indignación moral ante la
figura de Abraham es absoluta; y no se para a pensar en alguna posible
interpretación razonable del famoso pasaje bíblico que salve la historicidad
de lo allí narrado[10]. La sentencia kantiana condenatoria es una franca
condena de la moralidad de la actitud que estamos estudiando: la fidelidad
hacia Dios Sin embargo, las fuentes religiosas, lejos de condenar dicha
fidelidad, la colocan como la esencia de la honestidad: “Abraham creyó al
Señor, y el Señor le consideró como un hombre justo” [11].
Bastantes autores han constatado que Kant no entendió correctamente lo que se
lee en la Biblia acerca de Abraham. Así Kierkegaard dedicaba su obra “Temor
y temblor” a estudiar este tema, llegando a conclusiones muy diversas. Al
contraponer la figura de Agamenón y la de otros héroes trágicos a la de
Abraham, replica al filósofo de Königsberg: “La historia de Abraham
ilustra una suspensión teleológica de lo ético”. Parece evidente por el
contexto literario que Abraham no albergó de ninguna manera propósitos
asesinos: su actitud es radicalmente diferente a la de Caín. Lo
característico de Abraham es la fe religiosa; gracias a este factor fue capaz
de reconocer que existe un deber absoluto para con Dios por parte del hombre
concreto, deber que sobrepasa el mandato de los principios éticos
universales: “en esta relación —afirma Kierkegaard— el [hombre]
Particular como tal se relaciona absolutamente con el absoluto”, de modo
que, ante el absoluto, lo ético —sin ser suprimido— desciende hasta
convertirse en relativo (aunque sólo en este tipo de casos). Abraham sería
un caso de esta paradoja de la fe: “su relación con Isaac se expresa así
éticamente: El padre debe amar a su hijo. Esta relación ética se convierte
en algo relativo frente a la relación absoluta con Dios. Es necesario que ame
a Isaac con toda el alma, y ha de amarle aún más —si ello es posible— en
el momento mismo en que Dios se lo exige; sólo entonces estará en
condiciones de poder sacrificarlo, pues ese amor, precisamente ese amor que
siente por Isaac, al ser paradójicamente opuesto al que siente por Dios,
convierte su acto en sacrificio. Y la angustia y el dolor de la paradoja
residen en que Abraham —hablando en términos humanos— no puede hacerse
comprender por ninguna persona”[12]. Como es sabido, finalmente se revela a
Abraham que su Dios no le pedía la muerte de Isaac sino un acto heroico de
confianza.
La seguridad sin fisuras de Kant, al condenar tajantemente la fe de Abraham y
descartar cualquier sentido razonable a la situación existencial de
coherencia por fidelidad a Dios, sólo es explicable desde una convicción
implícita, pero hondamente arraigada en él: su certeza de que una relación
personal del hombre con Dios está absolutamente fuera de las posibilidades
humanas. En este punto se coloca en las antípodas de Kierkegaard y de Pascal,
por citar dos figuras emblemáticas.
En definitiva la incomprensión kantiana lleva a concluir que la fidelidad a
Dios será siempre una situación incómoda para el hombre de fe, pues su
comprensión o rechazo por parte de los hombres dependerá de las convicciones
religiosas de estos y, especialmente, de que una persona acepte o no la
trascendencia como dimensión operativa en la existencia humana.
La autocoherencia del fanático
La figura de Abraham plantea, por fin, la cuestión acerca de la última forma
de coherencia que se va a analizar aquí: la del fanático. En efecto, quienes
desconocen o rechazan por principio un alcance trascendente a la acción
humana, tienden a confundir la fidelidad del hombre a Dios con el fanatismo.
¿Cómo describir en general la coherencia del fanático? Hoy entendemos que
el fanático es un hombre obsesionado por algún pensamiento práctico, por un
objetivo social que trata de hacer realidad a toda costa, concretamente a
costa del respeto debido a sus conciudadanos. El fanático, para el logro de
sus fines, es maquiavélico y no duda en conculcar el orden ético y el legal.
El fanático no es desde luego un demócrata, porque piensa que sólo él o
unos pocos como él han visto la verdad práctica y que a ellos corresponde
realizarla mediante una acción violenta. En el fanático se aloja una carga
de violencia potencial: está dispuesto a utilizar la violencia si fuera
precisa para sus fines; violencia física (agresión), violencia psicológica
(terror) y violencia intelectual (engaño), todo como medio para violentar o
contrariar las voluntades de quienes se oponen a sus proyectos.
Es característica del fanático la obstinación, la enérgica y casi
inconmovible persistencia en su actitud decidida. Ciertas convicciones
elementales forman parte de dicha actitud y la alimentan; estas convicciones
varían según los diversos grupos sociológicos de fanáticos. Pero se puede
hablar de una convicción universal que ceba y sostiene cualquier fanatismo:
el maquiavelismo que justifica cualquier medio en función de un fin que el
fanático coloca como absoluto en sus sistema de valores. La coherencia del
fanático depende de esta última convicción.
Además es típico del fanático descartar el diálogo como un elemento
absolutamente inútil, porque el fanático renuncia al ideal de que su empresa
y las convicciones peculiares que la guían puedan ser comprendidas y
aceptadas pacíficamente por la comunidad. El fanático no cree que la
inteligencia sea un patrimonio común de la humanidad en la cual deben
fundarse las relaciones sociales. Por eso sus palabras no quieren ser
razonables ni razonadas, sino sólo persuasivas e impulsivas: su discurso
público se apoya sobre lemas y no sobre razones.
Fe religiosa “versus” fanatismo
Según lo hasta ahora expuesto se puede colegir que en ocasiones no resulta
fácil distinguir las actuaciones del creyente (el hombre fiel a Dios) y del
fanático. De hecho la etimología del término fanático pertenece al campo
semántico de la religiosidad helenística. Sin embargo, fe y fanatismo nos
parecen actitudes radicalmente diversas. Ello se muestra con evidencia cuando
se analizan sus raíces.
La fe religiosa se enraíza en la conciencia de una relación interpersonal
con el Absoluto, el cual, siendo igualmente Verdad fontal, suscita en el
creyente un amor original por la capacidad intelectual del hombre[13].
El fanatismo surge, por el contrario, de lo que a veces hemos denominado una
creencia-apuesta[14]; que no es propiamente un tipo de fe —aunque a menudo
sea denominada así—. En efecto, el fanático se limita a apostar su vida
entera a una opinión vehemente que él coloca en la cima de su jerarquía de
valores, tomando simultáneamente la decisión de que dicha opinión sea
intocable, indiscutible, cerrada a cualquier racionalización. Pero es propio
de la creencia-apuesta que, como toda opinión, sea mantenida por el sujeto
como algo intrínsecamente incierto; otra cosa es violentar su naturaleza y
deshumanizarla, convirtiéndola en algo monstruoso. Sin embargo, muy a menudo
la creencia-opinión de un individuo o de un grupo es impuesta a los demás
dogmáticamente, como si fuera objeto de certeza[15]. Quienes así se
comportan son enemigos de la genuina libertad de pensamiento y merecen el
calificativo de oscurantistas, en cuanto se esfuerzan por precipitar a su
comunidad en falsas certezas que carecen de fundamento.
Obsérvese que este fenómeno puede darse en personas que, sin tener fe
religiosa, han adoptado determinadas opiniones o puntos de vista en materias
religiosas. Pero no por ello debe calificarse este tipo de desvarío como
fanatismo religioso u oscurantismo religioso, ya que no está impulsado por
una actitud realmente religiosa. Sin embargo hay que reconocer que
desgraciadamente los casos de este tipo de fanatismo profano en materias
religiosas no son infrecuentes.
De lo ya expuesto cabe observar que la capacidad de diálogo y la querencia
del mismo es un signo privilegiado para distinguir al creyente religioso del
fanático: uno busca el diálogo y cree en él; el otro lo rechaza porque lo
desprecia, e incluso lo teme[16].
Naturalmente puede haber personas que se digan creyentes y que oculten bajo
las proposiciones de tema religioso que mantienen una actitud fanática.
Igualmente es posible —y no poco frecuente— que algunos escritores
parezcan desconocer la figura del auténtico creyente y que en consecuencia
describan sistemáticamente a los creyentes con ribetes de fanatismo más o
menos hipócrita.
Las comunidades religiosas pueden albergar dentro de sí a hombres fanáticos,
hombres cuya fe religiosa ha degenerado en creencia fanática. Parece
importante subrayar que resulta inexacto hablar —como desgraciadamente
acontece con frecuencia— de fanatismo religioso. El fanatismo sólo merece
esta calificación de religioso extrínsecamente; es decir, se trata de un
fanatismo que surge en el espíritu de hombres que han sido religiosos o que
han estado en contacto con ideas religiosas. Pero sería un error entender esa
expresión como si el fanatismo fuera consecuencia de la religiosidad.
Fanatismo y religiosidad se oponen netamente entre sí, porque la esencia de
la religiosidad es la sumisión y obediencia a un Dios que es la Bondad o,
dicho en palabras de Leonardo Polo, “la fundamentación [del hombre y de su
libertad] en el presente”[17]. El fanático es, por contraste, un hombre que
ha elegido por sí mismo, siguiendo su propio parecer, prescindir de algunas
creencias, adoptar otras e imponerlas violentamente a la sociedad; en la
elección de una coherente y violenta cerrazón se ha equivocado gravemente;
su voluntad está —según la expresión del Prof. Polo— curvada sobre sí
misma, de modo que odia la alteridad de los demás; se ha convertido en un
instrumento de maldad, porque “es la muerte del poder de amar. La voluntad
para el poder es la impotencia amorosa pura”[18].
José Miguel Odero
Universidad de Navarra, Pamplona
--------------------------------------------------------------------------------
[1] L. Polo, Ética: Hacia una versión moderna de los temas clásicos, Univ.
panamericana Ed., México, 1993, 139.
[2] L. Polo, Ética, 141.
[3] L. Polo, Ética, 153.
[4] Ibídem.
[5] L. Polo, Ética, 154.
[6] L. Polo, Ética, 171.
[7] Cfr. A. Millán Puelles, La libre afirmación de nuestro ser, Rialp,
Madrid, 1994, 396 ss.
[8] G. Marcel, Position et apprôches concrètes du Mystère ontologique,
Paris, 1987, 81. Sobre el concepto de fidelidad en Macel, cfr. Blanca
Castilla, Las coordenadas de la estructuración del yo. Compromiso y fidelidad
según Gabriel Marcel, Eunsa, Pamplona, 1994.
[9] I. Kant, Streit der Fakultäten; AK VII, 63 nt.
[10] La misma Biblia interpreta así el suceso: aquella revelación de Dios
tenía como fin ser una prueba de la fe de Abraham; además el evento entero
tenía una función profética, anticipadora y reveladora del sacrificio de
Cristo, el cual fue entregado por Dios Padre a la muerte de cruz. S. Pablo
recalca que la muerte de Jesús fue la forma más evidente de mostrar Dios su
Amor por los hombres pecadores, a quienes tenía la firme voluntad de salvar;
porque —escribe—, “si Dios está con nosotros, ¿quién podrá algo
contra nosotros? Dios, que incluso no perdonó a su Hijo, sino que lo entregó
[a la muerte] por todos nosotros, ¿cómo no va a otorgarnos todas las cosas?”
(Epístola a los Romanos, 8,31 s.). En la revelación de ese amor de Dios por
cada hombre más fuerte que la muerte está el sentido último del sacrificio
de Abraham. Pero Kant desconoce un principio elemental de hermenéutica
bíblica: la analogía, según el cual cada pasaje de la Escritura debe ser
interpretada a la luz de otros —para adivinar su función dentro de la
entera historia de salvación—, y también a la luz y en armonía con la
entera fe cristiana. Hegel, por su parte, aceptaba la historicidad del pasaje,
pero declarando que Abraham era un fanático, de forma que necesitaba estar
seguro de que no amaba a su hijo; por esa razón quiso destruir su amor por
él de un modo drástico (G.W.F. Hegel, El espíritu del cristianismo y su
destino, I: “El espíritu del judaísmo”; versión definitiva de
1798/1800). Hay demasiado de imaginación gratuita en esta última
introspección en los fines de Abraham.
[11] Libro del Génesis 15,6.
[12] S. Kierkegaard: Temor y temblor, Madrid, 1987, 47; 56; 62. La
consecuencia de la prueba de Abraham consiste en que éste “entra en la
intimidad con Dios y se convierte en amigo del Señor, cuando —recurriendo a
un lenguaje del todo cismundano— trata de tú al Señor de los cielos,
mientras que el héroe trágico sólo se atreve a dirigirse a Dios en tercera
persona” (Temor, 65). Sobre la crítica de Kierkegaard al argumento kantiano
existe abundante literatura: cfr. H. Rosenau, “Die Erzählung von Abrahams
Opfer [Gen 22] und ihre Deutung bei Kant, Kierkegaard und Schelling”, Neue
Zeitschrift für Systematische Theologie, 1985 (27), 253 s.; E. Thiels,
Kierkegaards Glaube. Der Aufbruch des frühen 19. Jahrhunderts in das
Zeitalter moderner, realistischer Religionsauffassung, Göttingen, 1964; R.Z.
Friedman, “Kant and Kierkegaard. The Limits of Reason and the Cunning of
Faith”, International Journal for Philosophy of Religion, 1986 (19), 3-22;
R.M. Green, “The Leap of Faith. Kierkegaard"s Debt to Kant”,
Philosophy and Theology, 1989 (3), 385-411; M. Ferreira, “Kierkegaardian
Faith. The Condition and the Response”, International Journal for the
Philosophy of Religion, 1990 (28), 63-80; P. Perl, “Down to Earth an Up to
Religion. Kantian Idealism in the Light of Kierkegaard"s Leap of Faith”,
Dialogue, 1990 (33), 1-9. Lo que Kant no se plantea es que la revelación
divina no tiene como fin completar el orden natural, sino trasformarlo,
dirigirlo hacia otros fines superiores. Desde esta óptica, la ley natural —que
contiene el mandato “no matarás”— no es suprimida, pero sí subordinada
a otros valores supramorales. La moral no es la única fuente de valores para
la acción humana, también lo son la gracia y la religión (Cfr. Ph.L. Quinn,
Divine Commands and moral Requirements, Oxford, 1978, 203; P. Helm, Divine
Commands and Morality, Oxford, 1981).
[13] J.M. Odero, “Sobre la categoría de fe religiosa”, ILU. Revista de
ciencias de las religiones, 1995 (0), 163-171. El Profesor Polo categoriza la
fe como hábito intelectual de origen no natural, como conocimiento habitual
que, por tanto, es acto intelectual “enteléjico” y no operativo (cfr. L.
Polo, El conocimiento habitual de los primeros principios, Cuadernos de “Anuario
Filosófico” n. 10, Pamplona, 1993, 10-18).
[14] J.M. Odero, “Fe y opinión”, Anuario Filosófico ,1994 (27), 393-415.
[15] Hay que hacer notar que, en general, al hablar de las opiniones de
alguien como de sus creencias, se está acentuando implícitamente la fuerza
subjetiva de afirmación, la vehemencia de una convicción que se basa en la
conformidad de lo creído con los intereses de ese sujeto y no en su
probabilidad o verosimilitud objetivas. Si a veces resulta difícil conseguir
que alguien se rinda a la evidencia y salga de sus creencias erróneas —de
sus opiniones mal encaminadas hacia la verdad— es precisamente porque estima
que esas creencias son suyas, que forman parte de su personalidad, de modo que
prescindir de ellas significaría autoalienarse.
[16] J.M. Odero, “Tolerancia y fe cristiana”, Scripta Theologica, 1996
(28), 179-223.
[17] “Estamos asistidos por el fundamento. (…) Las cosas y nosotros
estamos en manos de Dios ahora, y por tanto, los proyectos que emprendemos los
podemos destinar, Somos capaces de un destino”: L. Polo, Presente y futuro
del hombre, Rialp, Madrid, 1993, 38
[18] L. Polo, Presente y futuro, 77 s. Una descripción y análisis de la
patológica “traumatización” característica de la actitud fanática —en
la cual concurren resentimiento, fascinación y obsesión— se halla en: L.
Polo, Presente y futuro, 80 s. Sobre el aspecto “mágico” del fanatismo,
que es contrario a la religiosidad auténtica, cfr. L. Polo, Quién es el
hombre. Un espíritu en el mundo, Rialp, Madrid, 1991, 225-243.
Gentileza
de http://www.arvo.net/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL