El sello del artista

Por José Ramón Ayllón

 

Una cuestión inevitable.

¿Por qué pregunta el hombre sobre Dios? ¿Por qué no se contenta con lo que dicen y ofrecen las cosas de su entorno inmediato? Evidentemente, porque percibe que las cosas no se bastan a sí mismas: son relativas, limitadas, transitorias... ¿Cuál es la razón absoluta que las hace posibles?

Ni siquiera el agnóstico puede evitar esta pregunta. Stephen Hawking, después de proponer una explicación físico-matemática del Universo, reconoce que la ciencia, aunque explica lo que existe, es incapaz al mismo tiempo de contestar a la pregunta fundamental: ¿por qué el Universo se toma la molestia de existir?

Kant decía que Dios es el ser más difícil de conocer, pero también el más inevitable. Por eso, si no hubiera Dios, se haría necesario explicar cómo la mente humana ha podido crear tal noción. Porque Dios ha estado presente en la conciencia humana no sabemos cuántos miles de años antes de que llegase a la consideración de los primeros filósofos; y no como el centauro o el gnomo: miles de millones de hombres no han dudado y no dudan en referir el nombre de Dios a un ser realmente existente.

Se podría pensar en un error colectivo, pero nadie acusaría de error a toda la humanidad sin una razón muy poderosa. Si se objeta que se trata de un consenso que no se apoya en un razonamiento lógico, se puede responder que quizá se apoye en algo más sólido que la lógica, pues una creencia que se mantiene en todo tipo de civilizaciones, estructuras sociales y niveles de cultura parece que nos habla de una ley psicológica de la naturaleza humana.

Lo que se desprende de la contingencia.

Pero lo que ahora nos interesa es saber si la afirmación Dios existe puede tener la solidez de una conclusión científicamente demostrada. Quizá la primera pregunta filosófica sea ¿por qué el ser, y no la nada? Parece evidente que si en algún momento del pasado no hubo nada, ahora tampoco habría nada, y tampoco lo habría en el futuro, pues de la nada no se obtiene nada. Por consiguiente, podemos asegurar que siempre ha existido algo.

Por otra parte, de los seres que existen no conocemos ninguno que se haya dado la existencia a sí mismo; todos -tanto los vivos como los inertes- son eslabones de una larga cadena de causas y efectos. Pero esa cadena ha de depender de una primera causa, pues pretender que un número infinito de causas pudiera dispensarnos de encontrar una primera, sería lo mismo que afirmar que un pincel puede pintar por sí sólo con tal de tener un mango muy largo.

Algo parecido contestó aquel conferenciante hindú que explicaba el Universo como una inmensa superficie sostenida sobre cuatro elefantes. Le preguntaron dónde se apoyaban los elefantes, y contestó que cada uno lo hacía sobre otros cuatro. Como el auditorio no quedó satisfecho, surgió de nuevo la misma pregunta: dónde se apoyaban los dieciséis elefantes del segundo piso. El sabio hindú, decidido a zanjar la cuestión, dio una respuesta contundente: "todo lo que hay debajo del Universo son elefantes".

Lo cierto es que el Universo que nosotros conocemos -con elefantes o sin ellos está integrado por un conjunto de seres que reciben la existencia y la conservan durante un tiempo. Seres que durante mucho tiempo no existieron, y que en un momento han dejado o dejarán de existir: son contingentes. Pero si este Universo nuestro no se da a sí mismo la existencia, debe haber algo más. Las tuberías contienen agua a condición de haberla recibido. Detrás del más complejo sistema de tuberías debe haber algo que no sea tubería: un depósito que contenga el agua por derecho propio. Pues bien, detrás de todo el complejo Universo de seres contingentes debe haber un ser que exista por derecho propio y comunique a los demás la existencia.

El problema no se resuelve, como vimos, con un número infinito de seres, de igual forma que unas tuberías de longitud infinita no explicarían la existencia del agua que corre en su interior. y si dijéramos que los seres simplemente existen y que no hay nada más que hablar sobre ello, entonces estaríamos diciendo -como señaló Hegel - que no se debe pensar.

Pensar significa apreciar que nada en el Universo es mudo, que todo alza la voz de la contingencia, que todas las cosas proclaman su origen con el rumor confuso expresado en ese verso insuperable: "un no sé qué que queda balbuciendo".

Por tanto, cuando la razón se pregunta quién es Dios, encuentra una respuesta obligada: Dios es la causa de todo lo que es, la Causa Primera. "Se lo pregunté a la tierra, y me dijo: "no, no soy yo"; y todas las demás cosas de la tierra me dijeron lo mismo. Pregunté al mar y a sus abismos ya sus veloces reptiles, y me dijeron: "No, no somos tu Dios; búscale más arriba". Pregunté a la brisa y al aire que respiramos y a los moradores del espacio, y el aire me dijo: " Anaxímenes se equivocó: yo no soy tu Dios". Pregunté en el cielo al sol, a la luna y a las estrellas, y me respondieron: "No, tampoco somos nosotros el Dios que buscas". Dije entonces a todas estas cosas que están fuera de mí: " Aunque vosotras no seáis Dios, decidme al menos algo de Él, decidme algo de mi Dios". Y todas dijeron a grandes voces: "¡Él nos hizo!"" (San Agustín, Confesiones).

¿Es algo o alguien?

Es importante saber si la primera causa es algo o alguien. Si es capaz de conocer y querer, entonces nuestro Universo puede considerarse como algo concebido, querido y puesto en la existencia. Por el contrario, si el primer ser es irracional y ciego, entonces el Universo ha sido producido a trompicones sin sentido. Sin embargo, la realidad que vemos es tan increíblemente compleja y ordenada, que sólo parece haber sido capaz de causarla una mente inmensamente superior a la humana. La cooperación inconsciente de los seres materiales en la producción de un sistema cósmico estable no parece posible sin un ser inteligente que coordine el conjunto. En vista de ello, "nadie debe ser tan arrogante como para admitir la presencia en sí mismo de la razón y de la inteligencia, y negarla en el cielo y en el mundo; o como para sostener que un Universo cuya complejidad casi supera el alcance de la más aguda razón no responde en su movimiento a ningún impulso racional" (Cicerón).

Se hace necesaria una precisión. Cuando hablamos de primera causa no sólo nos referimos a la prioridad temporal, sino también a la prioridad más radical: la ontológica. La causa primera es el ser. Los demás seres no son el ser, sino que lo tienen prestado, recibido de ella, y lo mantienen gracias a ella. La causa primera es la que en este mismo instante sostiene en la existencia a todos y cada uno de los seres que forman el cosmos, de manera semejante a como la actividad de la pluma que escribe estas palabras depende aquí y ahora de la actividad de mi mano, que a su vez depende aquí y ahora de mi voluntad.

Podemos concluir que esta argumentación es racionalmente válida para el que admita el problema que plantean los seres contingentes. Para el que no lo admita, bastará hacerle ver que también si uno rehúsa jugar al ajedrez es imposible que le ganen. O lo que decía Pascal: para el que no quiere abrir los ojos, toda la luz del sol es poca. Lo explica Sheed con un ejemplo sugestivo:

"Si vemos una americana colgada de una pared y no nos damos cuenta de que está sostenida por un clavo, no vivimos en el mundo real, sino en un mundo fantástico que nosotros mismos hemos forjado, en el cual las americanas desafían las leyes de la gravedad y cuelgan de las paredes por su propio poder. De manera semejante, si vemos las cosas que existen y no vemos que Dios las sostiene en su existencia, vivimos igualmente en un mundo fantástico, no en el mundo real. Ver a Dios en todas partes y todas las cosas sostenidas por Él no es algo propio de santos sino simplemente de hombres sensatos, porque Dios está en todas partes, y todas las cosas están sostenidas por Él. Lo que nosotros hagamos como consecuencia de esta verdad puede ser santidad; el verlo es simplemente sensatez, y nada más".

Muchos filósofos han visto en la contingencia una debilidad existencial que necesita el fundamento sólido de un Ser Supremo; y muchos han visto en ese Ser Necesario no simplemente la conclusión de un razonamiento, sino algo más: el Ser máximamente perfecto y máximamente amable. Así lo entendieron los grandes filósofos medievales, influenciados por la teología cristiana. Pero no sólo ellos. Leibniz, exponente máximo del racionalismo, descubridor del frío y decisivo cálculo infinitesimal, al hablar del Ser Necesario asegura que "Dios quiere hacer a los hombres perfectamente felices, y para ello sólo quiere que le amen"; y todavía agrega que "sólo Dios puede hacer felices o desdichadas a las almas; ni nuestro sentido ni nuestro espíritu han gustado nunca nada que se aproxime a la felicidad que Dios prepara a los que le aman"; y añade algo que, en boca de un científico, resulta extraordinario: "no hay nada más perfecto que Dios, ni nada más encantador".

La metáfora cartesiana.

"Lo que entiendo por Dios es tan grande y eminente

que cuanto más atentamente lo considero

menos convencido estoy de que una cosa así

pueda proceder sólo de mí (...).

Pues aunque yo tenga la idea de substancia

en virtud de que yo mismo soy una substancia,

no podría tener la idea de una substancia infinita,

siendo yo finito,

si no la hubiera puesto en mí

una substancia verdaderamente infinita (...).

Por tanto (...) debe concluirse necesariamente que,

puesto que existo, y puesto que hay en mí

la idea de un ser sumamente perfecto (es decir, Dios),

la existencia de Dios está demostrada con toda evidencia (...).

y toda la fuerza del argumento consiste en que reconozco que sería imposible

que yo tuviese la idea de Dios

si Dios no existiera realmente".

DESCARTES (Meditaciones Metafísicas).

La expresión que da título a este tema -el sello del Artista- la hemos tomado de Descartes. Pensaba él que un ser finito como el hombre no puede elaborar la idea de un ser infinito como Dios. Pero si de hecho esa idea está en mí, será porque el mismo Dios la ha infundido, a la manera del artista que marca con su sello la obra de arte.

La metáfora es más acertada de lo que Descartes sospechó. Su significado pleno aparece -como hemos visto- al considerar que hay seres en lugar de nada, y que esos seres no se han otorgado a sí mismos la existencia ni las leyes de su existencia.

Objeciones.

Algunos filósofos modernos han hecho de la negación de Dios un postulado fundamental de sus doctrinas. Nos referimos, en concreto, a Marx y a Nietzsche. Pero ambos olvidan que sólo lo evidente tiene derecho al rango de postulado. Todo lo que no es evidente no puede ser punto de partida: ha de ser demostrado previamente. Por eso, decretar que "Dios ha muerto", y no tomarse la molestia de fundamentar ese juicio o de conocer y sopesar los argumentos contrarios, indica una buena dosis de arrogancia y de simpleza. "Si hubiera dioses, ¿cómo soportaría yo no ser un Dios? Por consiguiente, no hay dioses". Estas palabras de Nietzsche rezuman el más puro de los voluntarismos -la realidad es lo que uno quiere que sea-, pero todo voluntarismo puro, al no dejar espacio a la razón, es también un puro irracionaIismo.

Dejando aparte estos dos casos, las mayores y casi únicas objeciones a la existencia de Dios han sido presentadas como razones científicas por el materialismo moderno. Tres son las versiones de este materialismo:

La revista TIME, al comenzar la década de los ochenta, comentaba con asombro la multiplicación de este tipo de testimonios cualificados: "a través de una callada revolución que se está desarrollando en el pensamiento y en la argumentación -una revolución impensable hace veinte años-, Dios está preparando su regreso".

Sin embargo, es claro que en el reconocimiento de la existencia de Dios no sólo pesan razones intelectuales. De hecho, la voluntad puede resistirse a la verdad demostrada o probable. Sancho Panza, reflexionando sobre la quijotesca idealización de DuIcinea, observa agudamente que el amor es capaz de convertir las legañas en «perlas»; y el refranero castellano afirma que no hay peor sordo que el que no quiere oír. La inteligencia, en efecto, encuentra la verdad, pero el hombre es libre para aceptarla. Y, a la hora de escoger, la voluntad puede tener sus propias razones de conveniencia:

-"Cuando bebía, oía poco. Después dejé de beber y oía bien. Pero oír bien no me gustaba tanto como el whisky".

Lo dicho explica que cuando el ateísmo aparece en un gran científico, su causa no suele ser científica: más bien se presenta como una posición voluntaria con dudoso fundamento intelectual. Jean Rostand, toda una personalidad en el campo de la biología, con una inteligencia muy fuera de lo común, declaraba en 1973 que todos los días se planteaba el tema de la fe. "He dicho que no. He dicho no a Dios -por decirlo brutalmente-, pero en cada momento la cuestión vuelve a presentarse. Por ejemplo, cuando se habla del azar. Yo me digo: no puede ser el azar el que combina los átomos. Entonces, ¿qué? (...). Estoy obsesionado; digamos que obsesionado si no por Dios, al menos por el no-Dios. No es un ateísmo sereno, ni jubiloso, ni contento. No. Ni me satisface ni me llena. Es algo vivo, siempre al rojo vivo: una llaga que se abre sin cesar".

Unas palabras sobre Sartre. El padre del existencialismo ateo experimenta pesadamente la contingencia propia y de lo que le rodea. "La existencia es, por definición, lo no necesario. Existir significa simplemente "estar ahí". Lo que existe es algo con lo que uno se encuentra, pero que no se deja nunca deducir".

Hasta aquí, la constatación que hace Sartre tiene muchos siglos de vigencia. Sin embargo, su conclusión va a ser sorprendente: la contingencia le lleva a decir que "Todo es absurdo: el parque, la ciudad, yo mismo. Si te percatas de ello, se te revuelve el estómago y todo empieza a flotar: ahí está la náusea ".

J .Pieper responde a Sartre que nadie en el mundo podría llevar una vida consecuente con la idea del absurdo absoluto. Si todo es absurdo, ¿cómo puede hablar Sartre de libertad, justicia y responsabilidad? Además, si el mundo fuera absurdo no habría motivo para nada, ni posibilidad de argumentar nada: ni siquiera la no existencia de Dios.

Afortunadamente, Sartre no pudo mantener el absurdo hasta el final. Poco antes de su muerte, Le Nouvel Observateur recogió estas palabras suyas: "No me percibo a mí mismo como producto del azar, como una mota de polvo en el Universo, sino como alguien que ha sido esperado, preparado, prefigurado. En resumen, como un ser que sólo un Creador ha podido colocar aquí; y esta idea de una mano creadora hace referencia a Dios".

Breve conclusión: la existencia de Dios es la más grande de las cuestiones filosóficas. No por su complejidad sino por presentarse ante el hombre con un carácter radicalmente comprometedor. Dios, aunque puede ser considerado como una idea, no es en absoluto un producto del pensamiento humano. Dios es el dueño y señor de todo lo que existe. Cuando C.S.Lewis, ateo, pensaba en la existencia de Dios como si se tratara de un inofensivo problema intelectual, llegó un momento -confiesa- en que "el teorema filosófico aceptado cerebralmente, empezó a agitarse y a levantarse; se quitó el sudario, se puso en pie y se convirtió en una presencia viva. No se me volvería a permitir jugar con la Filosofía".

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