Por qué las «ciencias positivas» no tienen nada que decir sobre Dios
Por
José Miguel Pero Sanz
Para hablar de Dios existen dos caminos: uno de ellos es la fe, fundamentada
en la intervención directa, libre, inesperada, del propio Dios en la historia
de los hombres; una intervención-se llama Revelación-comprobable
experimentalmente, como cualquier otro hecho histórico. El segundo camino
para hablar de Dios consiste en verificar que sin Dios, no es posible que
exista algo -el mundo- cuya existencia es indiscutible. Es el camino que
sugiere la Escritura cuando señala que «lo invisible de Dios, su eterno
poder y divinidad son conocidos mediante las obras» de Yahvéh (Romanos 1,
21).
Conviene recalcar que esta vía para llegar a Dios no equivale a la que
intenta partir del desasosiego experimentado cuando se carece de Dios: ante
argumentos de ese tipo siempre aparece un Sartre dispuesto a decir que los
hombres pueden muy bien no encontrar un sentido a sus vidas, pero que ¡tanto
peor para ellos!, (si no están a gusto los hombres, que no inventen un dios;
que se peguen un tiro si quieren, como-en efecto-han hecho algunos discípulos
y lectores del mencionado autor, persuadidos de la inutilidad humana).
El camino para hablar de Dios ha de ser tal que no quepa truncarlo con una
salida de ese estilo: «pues peor para los hombres.» Se llegará
rigurosamente hasta Dios, si se consigue mostrar que Dios es imprescindible
(en el sentido de que negando a Dios habría que negar también otras cosas
-el mundo- que, sin embargo, no pueden ponerse en duda). Habrá que concluir
afirmando a Dios, cuando se compruebe que sin Él serían imposibles unas
cosas que no pueden ser imposibles, por la sencilla razón de que están ahí.
Para hablar, pues, de Dios al margen de la fe sobrenatural, se requiere tener
firmemente establecidos dos principios:
-que el mundo existe, sin ningún género de dudas; y
-que ese mundo real sería sencillamente impensable -contradictorio,
imposible- sin un Dios, por lo menos tan real como el mismo mundo.
¿HAY EN LA CIENCIA EXPERIMENTAL «HUECO» PARA DIOS?
Habrá que ver si la ciencia contradice esos principios; pero antes de entrar
en detalles conviene detectar un cierto estado de opinión: bastantes personas
tienen la impresión de que quienes más saben del mundo -esto es, los
científicos- pueden muy bien discurrir acerca del universo, sin pensar para
nada en Dios. De hecho, no faltan investigadores que aseguran no encontrar un
hueco para Dios en la naturaleza que estudian.
Es necesario subrayar esa frase: no encuentran un hueco para Dios; y vale la
pena comentarla. Algunas personas, no muy bien informadas, sospechan que
ocurre algo más grave: no sólo temen que los científicos puedan prescindir
de Dios; temen que, con sus descubrimientos, lo contradigan. Parece oportuno
aclarar que de ningún modo es éste el problema. Como advertía recientemente
el biólogo A. Santos Ruiz, «puede decirse categóricamente que ningún hecho
científico, plenamente confirmado, ha tenido que rechazarse por estar
enfrentado con la doctrina revelada; o, al revés, que ninguno de esos hechos
puede poner en entredicho la fe». Hubo ciertamente una época -durante los
siglos XVIII y XIX-, en que la cuestión se planteaba en esos términos:
algunos ateos, cultivadores de las ciencias, alimentaban la esperanza de
asestar -con su saber- el «golpe de gracia» a la idea de Dios. La verdad es
que hoy nadie medianamente riguroso enfoca las cosas de ese modo.
El conocido antropólogo, ateo, Levi-Strauss reconocía, últimamente, cómo
la ciencia no le puede servir para justificar su ateísmo. Y el biólogo Jean
Rostand, igualmente ateo, confesaba también hace poco al escritor Christian
Chabanis: «Yo he dicho que no a Dios...», pero al margen de su ciencia; con
ella no ha conseguido demostrar que Dios no exista; más aún, «el problema
de la fe -dice- me lo planteo todos los días; me obsesiona; es un problema
que vuelve a cada momento...». A pesar de que muchos lo han intentado con
admirable tesón, verdaderamente ya no es posible abrigar la esperanza de un
«golpe de gracia» a la idea de Dios, por parte de la ciencia; algunos hasta
creyeron haber zanjado el problema..., para comprobar -con el citado biólogo-
que nada está zanjado, que «nunca se ha hablado tanto de Dios, como desde
que ha muerto», (según el decir de sus «enterradores»).
Un temor «fantasmal»
Únicamente se pueden plantear el tema en términos de «contradicción
Dios-ciencia» personas no demasiado profundas, o para quienes la ciencia es
una especie de misterioso pozo que seguramente ha debido demostrar cosas que
ellos desconocen. Como se trata de un temor «fantasmal», resulta preferible
dejarlo de lado: bastantes problemas auténticos existen, como para discutir
además las dificultades que podrían surgir; cuando surjan efectivamente
será el momento para ocuparse de ellas. Pero esas supuestas contradicciones
se desvanecen -como veremos- en cuanto se conoce cuál es el alcance propio de
las ciencias positivas.
El problema de Dios, en relación con la ciencia, se planteará hoy en todo
caso en el sentido antes mencionado, de que los físicos, biólogos, etc., no
descubran en sus investigaciones ningún hueco para Dios. Aunque algunos
-quizá por superficialidad- identifiquen sin más esa «ausencia de hueco»
con una demostración de la inexistencia de Dios, lo cierto es que de ninguna
manera se trata de lo mismo. El simple hecho de que un bioquímico -pongamos
por caso- no se tope en su laboratorio con Dios, o con la necesidad de
recurrir a Dios, significa muy poco; tan poco como el hecho de que un contador
Geiger -ideado para medir radiaciones atómicas- no controle, por ejemplo, las
variaciones de temperatura atmosférica. Lo verdaderamente prodigioso sería
que detectara esas variaciones que, en cambio, capta otro aparato -destinado a
registrar temperaturas-llamado termómetro. Pero esto exige una explicación
más detallada.
El alcance de un método
Se dijo antes que para llegar a Dios desde el mundo hay que sentar dos bases:
que el mundo existe, y que el mundo es imposible sin Dios. Descartes fue uno
de los precursores que, abiertamente, puso en tela de juicio la existencia del
mundo. Probablemente a Galileo, Kepler, Newton, Torricelli, Mariotte o Huygens
-más o menos de la misma época que Descartes- nunca se les ocurrió dudar de
que las cosas existieran. Y, sin embargo, Descartes no hacía más que
proclamar, como una cuestión teórica, algo que en cierto modo estaba ya
contenido en el método que, para conocer el mundo, utilizaban en la práctica
todos esos sabios.
Verdaderamente Descartes sacaba las cosas de quicio al preguntarse, en serio,
si existía o no el mundo; pero con sus dudas estaba reflejando la actitud
que, en otro orden de cosas (ésta es la diferencia), era ya común entre los
científicos de su tiempo: el método experimental.
Los científicos, en efecto, no niegan que las cosas sean como son en sí:
simplemente suelen despreocuparse de ello. La pérdida del respeto del hombre
hacia el mundo, viene a coincidir con el momento en que se empieza a dominar,
a domesticar la naturaleza. Ahora bien, para domesticar el mundo no hace falta
saber estrictamente «lo que» el mundo «es»; basta con saber cómo
funciona. El electricista que viene a reparar las instalaciones de mi casa,
muy probablemente desconoce qué es la electricidad -me temo que, en rigor,
casi nadie lo sabe a ciencia cierta-, pero, efectivamente, logra que funcionen
los interruptores, y los aparatos. Para formular la ley de caída de los
cuerpos tampoco es imprescindible saber en qué consiste la gravedad, ni qué
es esa propensión mutua de los cuerpos: basta medir la fuerza con que se
atraen, y calibrar en qué grado tal intensidad depende de ciertos factores.
Efectivamente, a las ciencias llamadas «positivas» -física, química,
astronomía, etc.- les suele bastar, habitualmente, con averiguar cómo
funcionan los objetos, y con descubrir en qué medida un factor es solidario
de otros: para evitar que un puente se quiebre por efecto del calor, es
suficiente conocer cuál es la dilatación exacta que experimentan sus
materiales para cada incremento en la temperatura (no es preciso saber qué es
el calor, ni hace falta definir el concepto de extensión).
Bien es verdad que cuando se descubre -siguiendo el mismo ejemplo- la
relación constante entre las variaciones de extensión de un cuerpo y las de
su temperatura, los científicos acostumbran a decir que ese cuerpo tiene un
índice de dilatación, pongamos por caso, de 7,0; pero esto no significa, ni
lo pretende el científico, que ese índice sea algo que esté en aquel cuerpo
al modo como yo tengo, por ejemplo, un reloj, ni al modo como tengo un dolor
de muelas, o como tengo el pelo castaño. No; ese índice significa un
cociente -exacto, si está bien calculado (porque también puede calcularse
mal)- entre dos facetas, volumen y temperatura, comparadas por el científico.
Lo mismo puede afirmarse de otras muchísimas realidades de que hablan los
investigadores. La «masa inerte» de un cuerpo, por ejemplo, es también un
cociente entre dos aspectos mensurables elegidos por el científico: la
cantidad de fuerza que hay que comunicarle para que se acelere en esta o
aquella medida. Pero ningún científico dirá que ese cuerpo tiene
determinada masa, en
el mismo sentido con que se afirma que tiene, por ejemplo, forma esférica. Al
científico, para sus experiencias, no le quitará el sueño definir qué es
de suyo la masa en un cuerpo: más bien tendrá conciencia de que él, el
propio científico, es el que ha decidido llamar masa al cociente constante
entre dos medidas de ese cuerpo.
También es cierto que los científicos acostumbran a facilitar unos modelos
imaginativos de esas nociones con que trabajan (aunque últimamente lo hacen
menos, pues han comprobado que la imaginación a menudo estorba para
comprender un concepto, pues lo representa como si fuera una cosa). Si
advierten, por ejemplo, que la luz produce un determinado tipo de impactos
sobre los objetos, o que se propaga de un determinado modo, dirán que la luz
es un conjunto de corpúsculos, o de ondas (o incluso de corpúsculos con
onda, al modo de pequeños corazones que laten)..., o no dirán nada. Pero eso
no significa que la luz sea un montón de corpúsculos, o de ondas, o de
corpúsculos con onda; significa sólo que la luz actúa como si fuera alguna
de esas cosas.
Cuando Max Plank pinta los electrones del átomo girando a diversos niveles,
no pretende decir que el átomo sea así; únicamente proporciona un modelo
acomodado al hecho de que la energía procede a saltos: como si hubiera unas
órbitas de distintas alturas. Ese «modelo» se irá cambiando a medida que
se comprueben nuevos hechos. A veces incluso se llega a unos mismos resultados
prácticos, partiendo de «modelos» distintos. Dos psiquiatras, con dos
«imágenes» diversas del psiquismo humano, pueden llevar a un paciente a la
salud (utilizando, por supuesto, terapéuticas distintas, acomodadas a la
«imagen» que tenga cada médico): desde luego, esos modelos no son la mente
humana.
Indudablemente habría que matizar mucho el alcance de los ejemplos indicados.
Pero, simplificando las cosas, se comprende lo que se quería decir al afirmar
que los científicos, en la práctica, se despreocupan de «lo que son» las
cosas; con frecuencia, ni siquiera las pueden observar directamente, sino que
interpretan unos símbolos proporcionados por los instrumentos de control y
medida que utilizan (estamos acostumbrados a ver en la televisión películas
de ambiente médico; y todos sabemos que cuando, en el quirófano, la bolita
luminosa -pi, pi, pi...-deja de producir esa línea oscilante que se proyecta
sobre la pantalla del cardioscopio, para convertirse en una recta continua, el
corazón del paciente ha dejado de latir; pero nadie piensa que en el corazón
haya bolitas de luz, ni curvas ondulantes).
Parece que el tema del ateísmo queda muy lejos de todo esto. Pero no es así.
Estas consideraciones -bastante triviales, por cierto- sobre el método
experimental ayudan a comprender por qué el análisis científico del mundo
tal vez no encuentre un hueco para Dios.
Para llegar a Dios independientemente de la fe, se necesita estar seguros
de que hay cosas, y de que las cosas son impensables sin Dios.
Se advierte que, aunque no nieguen la existencia de los objetos estudiados,
los físicos, por ejemplo, se las entienden con un conjunto de nociones que,
desde luego, no existen en el mismo sentido en que decimos que existe el gato
de mi vecino, o el propio vecino en persona.
[Los científicos no necesitan recurrir a dios cuando analizan el mundo a su
modo]
Esto por lo que se refiere al primero de los requisitos para afirmar la
existencia de Dios. Pero es que, además, esa misma peculiaridad del método
científico explica que los investigadores no necesiten recurrir a Dios cuando
analizan el mundo a su modo (un modo bien provechoso, desde luego). Más aún,
habrá que decir que es imposible descubrir a Dios en ese análisis de las
cosas. Lo que sucede es que semejante modo de examinar las cosas no es el
único posible. Es un buen modo, y eficacísimo, por ejemplo, para utilizar el
mundo (aprovechar sus fuerzas en orden a mejorar la calefacción, a
incrementar la velocidad en las comunicaciones, o a curar las hepatitis). Pero
no es, en absoluto, el modo exclusivo de estudiar la naturaleza. El análisis
científico positivo no constituye, de ninguna manera, un análisis
exhaustivo, total, el único posible, de las cosas. Y aquí radica el error de
quienes piensan que pueden ser ateos porque en la ciencia positiva no haya
hueco para Dios. Eso ya no es ciencia: eso es «cientifismo», una nueva forma
de idolatría fetichista («nueva», del siglo XVIII).
Como si Dios no existiera
[La ciencia positiva busca causas de los fenómenos, que tan experimentables
como los mismos hechos]
En líneas generales cabe decir que, por principio, las ciencias positivas se
atienen a aquellos hechos que se pueden comprobar experimentalmente (en la
naturaleza o en el laboratorio). Por definición acotan su ámbito al terreno
de lo experimentable. Esto no significa que tales ciencias, se limiten a
describir fenómenos, también investigan los «por qué» de esos hechos.
Pero sólo buscan causas que sean tan experimentales como los mismos hechos
por cuyo origen se preguntan.
Ante la dilatación, por ejemplo, de una barra metálica, el científico
buscará, de entre los factores que se pueden experimentar en el entorno de
ese cuerpo, a cuál hay que atribuir tal fenómeno: al paso de una corriente
eléctrica, a la exposición al aire libre, a la incidencia de la luz, al
aumento de la temperatura... Mientras no consiga individualizar con certeza
una, o varias, de esas condiciones, perfectamente comprobables (tan
comprobables como la misma dilatación), de la que dependa aquel hecho -la
dilatación- el científico no puede dar por resuelto el problema. No es
legítimo que diga: «ese incremento de tamaño se debe a un factor –
dilatofactia - incomprobable». Si dice eso está, simplemente, reconociendo
su fracaso como investigador: para unos hechos comprobables tiene que buscar,
como causa, otros hechos igualmente experimentables. Eso es lo que, entre
otras cosas, le permitirá reproducir después el fenómeno -la dilatación,
en este caso- por el sencillo procedimiento de provocar intencionadamente el
hecho que desencadenaba el proceso (en el ejemplo que nos ocupa, bastará con
aumentar la temperatura).
[Dios no es una «causa experimentable»]
Ahora bien: hay que dejar bien sentado que esta manera de analizar las cosas
de ningún modo puede llevar hasta Dios. Si se trata de un método que, por
definición, acepta sólo causas experimentables -que incluso se pueden
provocar voluntariamente-, y prescinde de cualquier otra posible causa, está
claro que, por su misma naturaleza, esas ciencias son «ciegas» para Dios; lo
cual no significa que Dios no exista.
Esas ciencias no sirven para establecer, pero tampoco para desautorizar,
aquella segunda constatación -necesaria a la hora de demostrar que Dios
existe-, según la cual el mundo es impensable sin Dios. Son ciencias que
pueden, y deben, pensar el mundo como si no hubiera Dios. Pero esto no
significa nada. Estos saberes captan sólo causas que son hechos visibles, a
ojo desnudo o mediante aparatos; pero Dios no es visible.
[las ciencias positivas son incompetentes para decir nada sobre Dios, ni a
favor ni en contra]
Luego tales ciencias son definitivamente incompetentes para decir nada sobre
Dios: ni a favor, ni en contra. Pretender que un biólogo, un físico, o un
paleontólogo, descubrieran a Dios en sus experiencias de laboratorio, sería
tan necio como tratar de captar el paso de una corriente eléctrica utilizando
un manómetro de los que sirven para medir la presión de un gas (por ejemplo,
del aire contenido en los neumáticos de un automóvil). Con su manómetro, el
empleado de una gasolinera no puede afirmar, ni negar, que pase corriente a
través de un cable; si aplicando su manómetro a un enchufe advirtiera una
oscilación de la aguja, se podría asegurar -sin ningún género de duda- que
lo que provoca esa oscilación no es electricidad. Del mismo modo, con un
bisturí o con un microscopio no se puede ver el alma. Si algún médico
dijera en tono zumbón que no había encontrado el alma, sus palabras
encerrarían sólo una necedad; y habría que advertirle que si un buen día
descubriera algo-allí en la platina de su microscopio- y no supiera de qué
se trata, podrá de antemano tener al menos una seguridad: se habrá topado
con cualquier cosa, menos con el alma.
[Hay otras maneras de mirar al mundo]
Convendría igualmente advertirle que hay otras maneras de mirar al mundo,
aparte de esa que consiste en observarle a través de un microscopio; o de los
rayos X; o del carbono 14; o del método matemático. (Se puede llegar a
demostrar, por ejemplo, que una madre quiere a su hijo, o que lo aborrece:
pero, desde luego, esto no se puede demostrar por medio de ecuaciones
algebraicas, ni a través de un oscilógrafo de rayos catódicos, o de un
barómetro. Las matemáticas y los aparatos indicados son utilísimos, pero no
sirven para medir el amor; mucho menos aún, para decir que no existe eso que
llamarnos amor, ni tampoco para decir que existe.
Eso es lo que sucede con las ciencias positivas respecto a Dios: por su misma
naturaleza son inadecuadas para hablar de Él. Por consiguiente, no sería
legitimo que, en el curso de su análisis científico, un investigador dijera
haber encontrado a Dios como la causa del fenómeno que estudia; eso sería lo
que suele llamarse un deus ex machina, que significa simplemente un
subterfugio, una coartada, para encubrir el fracaso o la pereza de un mal
físico, o de un mal biólogo, que no ha dado con la causa «experimentable»
que buscaba, y trata de justificarse. Desde luego, también estaría
recurriendo a un deus ex machina, idénticamente anticientífico, quien
atribuyera esos fenómenos -cuya causa busca y no encuentra- a cualquier
factor igualmente inexperimentado, como puede ser la casualidad o el azar.
La ciencia positiva sólo puede habérselas con hechos comprobables: si aún
no ha descubierto esos hechos, deberá seguir buscando. Pero no vale declarar
zanjada la cuestión mediante el sencillo expediente de apelar a Dios, o a
cualquier otro principio «invisible», por ejemplo el alma espiritual; menos
aún al «azar» que, en resumidas cuentas, no significa nada más que el
desconocimiento de la causa que se busca.
En circunstancias normales, las cosas deben acontecer para la ciencia como si
no hubiera Dios, como si no intervinieran más causas que las controlables.
[Los milagros no son competencia de la ciencia experimental]
Dios puede, es cierto, intervenir directamente, alterando así la actuación
natural de las causas que producen un hecho; es lo que se llama «milagro».
Por ejemplo, que un cuerpo sólido, de mayor densidad total que el agua,
sobrenade en un río. En este caso excepcional, ¿qué podría decir un
científico que observase el fenómeno? Si se conocen perfectamente las causas
de ese hecho: la densidad del cuerpo y del líquido en que flota; si están
controladas sin ningún género de dudas, el científico que observe la
anomalía únicamente señalará que tal fenómeno es inexplicable por causas
naturales; causas que, en materia de flotación o hundimiento, son
perfectamente conocidas.
Pero cuando se habla de «Dios-y-las-ciencias» no se habla de casos
excepcionales, milagrosos, éstos se situarían en el camino sobrenatural, de
la fe, para llegar a Dios; no en el camino que busca a Dios a partir de la
realidad y el funcionamiento ordinarios del mundo. Aquí se está tratando de
la naturaleza en sus procesos normales, tal como los investiga cada día un
científico. En esta dimensión es en la que se dice que para el
«investigador positivo» los acontecimientos suceden, por definición, como
si Dios no existiera. Y así debe procurar explicarlos. Pero de ningún modo
significa ello que Dios no exista: las ciencias son incompetentes para afirmar
y también para negar su existencia.
[No se puede decir en nombre de la ciencia que no hay Dios]
Si, por su propia naturaleza, son incapaces de referirse a Dios, tampoco puede
el científico, en nombre de la ciencia, decir que no hay Dios. Sería como
si, entusiasmado por su manómetro, el mozo de estación de servicio asegurara
que no existe la electricidad. Si lo dice, desde luego no podrá invocar en
apoyo de su tesis la autoridad del manómetro, ya que éste es un artefacto
fabricado sólo para medir presiones de gas, no para dictaminar qué cosas
hay, o no hay, en el mundo. Además de manómetros existen otros aparatos
(galvanómetros, amperímetros, voltímetros, etc.), que sí acusan la
electricidad; entre ellos están los dedos que, a partir de cierta intensidad,
también la experimentan. De hecho, los empleados de gasolinera, además de
manómetros, tienen dedos y los científicos, además de ser investigadores,
son también hombres. Quien aplique el manómetro a un lugar por el que pasa
una corriente eléctrica, aunque la aguja aparato no se mueva, es muy probable
que sienta el calambrazo, y empiece a sospechar que -aparte de las del gas
comprimido- existen otras fuerzas que su manómetro no detecta. Es lo mismo
que ha solido suceder a no pocos científicos. El método experimental sirve
para conocer realidades experimentables; pero no sirve para decir que sólo
exista el método experimental.
Lo mismo que puede haber más aparatos aparte de los manómetros, muy bien
puede haber otros modos de estudiar el mundo, además de la experimentación
positiva. Kepler, Newton, Linneo, Volta, Faye, Pasteur, Fabre, Lecomte de Nouy,
Heisenberg, Von Brean, Jordan..., al cultivar sus ciencias han advertido
también que, aparte de las cuestiones físicas, biológicas o químicas, que
ellos investigaban, se les planteaban -sobre los mismos objetos- cuestiones
que no eran físicas, biológicas ni químicas; una serie de preguntas bien
reales, tan reales como un calambrazo; pero sus ciencias positivas no podían
responder a esas preguntas. Algunos de ellos, además de investigar en sus
especialidades, procuraron también recorrer este otro camino que se les
abrió con ocasión de la experimentación; y bastantes de ellos llegaron a
Dios (desde luego que no por la senda experimental, sino por otras vías
igualmente válidas. Es lo que proclamaba Faraday: «La noción de Dios y el
respeto a Dios llegan a mi espíritu por caminos tan seguros como los que nos
conducen a verdades de orden físico.»
Aunque determinados sabios no se hayan planteado esas cuestiones –reales, de
tipo «suprafísico»-, no sería legítimo rechazar por principio tales
preguntas, y sus posibles respuestas, en nombre de una «física», que es
incompetente para decir nada en ámbitos que le son ajenos. Formulemos dos
hipótesis, contradictorias entre sí:
a) «En el mundo hay algo más que reacciones químicas»,
b) «en el mundo sólo hay reacciones químicas».
He ahí dos afirmaciones, de las cuales una forzosamente es verdadera y otra
falsa. ¿Cuál? Habrá que verlo. Pero, en cualquier caso, la química no
sirve para dilucidarlo. Ante esa disyuntiva, uno podrá quedarse con la
primera o con la segunda afirmación: ahora bien, no lo hará por argumentos
químicos, ya que no se trata de afirmaciones químicas.
La ciencia como fetiche
Hemos visto que la Ciencia positiva no es apta para desmontar aquellos dos
principios que permitían demostrar la existencia de Dios. Un científico
podrá ser ateo, pero al margen de su ciencia; dentro de su Ciencia no
encuentra hueco para Dios, pero eso es cosa lógica. Conviene, sin embargo,
señalar que, sobre todo en los siglos XVIII y XIX, hubo algunos
investigadores que, invocando la «ausencia» de Dios en sus microscopios,
trataron de «fundamentar» el ateísmo. Ahora bien; para establecer así la
negación de Dios hubieron de formular, por su parte, otros dos principios que
de ninguna manera son «científico-positivos»: dar por supuesto que no hay
nada que no sea experimentable; y afirmar que la ciencia experimental tiene un
valor absoluto. Esto equivale a hacer, por motivos extracientíficos, una
profesión de fe cientifista («profesión de fe», ya que la misma Ciencia no
tiene autoridad para asegurarlo: como el manómetro no tiene autoridad para
testimoniar que no haya otra cosa sino presiones de gas).
[El mecanismo de todas las idolatrías]
Se repetía, de ese modo, el mecanismo de todas las idolatrías: carecer de
Dios, y sustituirlo por un fetiche (en este caso, fruto del ingenio humano),
al que se atribuía valor de «absoluto». Resulta conmovedora y cómica la
«religión positivista» de Augusto Comte (1798-1857): con sus ritos
cotidianos, su calendario y sus oraciones, oficiado todo ello por el padre del
positivismo que -en nombre de la ciencia- pensaba haber pulverizado la
Religión. De todas maneras no es frecuente que hoy en día un científico
incurra en ese fetichismo cientifista: acostumbran a ser más conscientes de
las limitaciones de su saber, y suelen comprender que la investigación
positiva no confiere autoridad para hablar, afirmativa o negativamente, de
Dios (ni de otros temas igualmente ajenos a la experimentación: arte, amor,
etc.). Si aquí se ha mencionado ese tipo de idolatría es porque, sin
embargo, aparece esporádicamente algún científico que resucita posturas
típicas del siglo XIX.
Un ejemplo de éstos puede ser el biólogo francés J. Monod que -abandonando
el campo de su competencia, esto es, la biología- acostumbra a formular
profesiones de fe ateísta, del tipo: «La vida surge por azar». Lo más
curioso es que suele reclamar, para afirmaciones de ese estilo, el mismo
crédito que merecen sus enseñanzas.
Gentileza
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