El Obrar de Dios

Ideario Filosófico
Quinta parte
Ed. "Razón y fe", Madrid 1952

Esta obra de August Brunner ha tenido tres ediciones en Alemania. El autor, además de buen conocedor de la filosofía alemana lo es de la francesa y de la escolática. Su frase es corta y precisa; su método analítico, progresivo, desemboca en síntesis felices. En esta obra prescinde de citas que, por lo demás, no se echan de menos.


CAPITULO III

EL CONOCER DE DIOS

El hecho.


El conocer parece implicar dependencia del objeto, y ser, por lo mismo, imposible en Dios. Con todo, por la sola comparación del conocer humano y del de los animales se aprecia ya que el conocimiento más elevado importa un desprenderse del objeto, una como remisión de la importancia del objeto. El animal hállase totalmente vinculado al objeto. El hombre, en cambio, se mantiene con respecto a él en su propia mismidad y puede disponer de su conocimiento, aunque no se halle presente el objeto. Una vez que un objeto ha quedado, por decirlo así, incorporado al ser del hombre, el hombre posee dicho conocimiento en depósito. Elevando esta incorporación en el ser propio hasta su existencia ya en el ser, aun antes de que exista el objeto -porque sólo puede pasar a la existencia por este Ser que le contiene-, tenemos oscuramente el modo del conocer de Dios. Dios contiene eternamente todo lo que puede ser. En su ser infinito contiene Él de divina sobremanera todas las cosas que en algún tiempo han de existir por su voluntad y también las que solamente pueden existir. Dios, según eso, no depende en su conocer de las cosas; no tiene, pues, en rigor, objeto alguno.

Como Dios tiene que conocer de manera correspondiente a su ser infinito, infiérese que el conocer importe una dilatación del propio ser. La Escolástica lo ha expresado así siempre al decir que el cognoscente llega a ser de manera espiritual todo lo que conoce. Si Dios no tuviera conocimiento, no tendría su propio ser en el sentido en que el hombre posee el suyo. Sería únicamente como una piedra.

Diferencias con el conocer humano.

El saber de Dios es, como su ser, inadquirido, inmutable, eterno. No se realiza en actos que se suceden uno en pos de otro, a medida que se presentan los objetos. Su ser, en el que conoce todo, le es eternamente presente; mejor: por la simplicidad divina, este ser es, al mismo tiempo, su conocer. Un acto sin tiempo, eterno, sin objetos externos; una perfección única y perfecta, luz pura que se sabe a sí misma.

En su eternidad ve Dios las cosas temporales, no como los hombres, por su relación a un presente fugitivo, sino en la propia presencia eterna. La temporeidad de las cosas aparece ante su espíritu como una propiedad de los objetos mismos. Para Él lleva, por decirlo así, el ser de éstos la marca de su duración conocida absolutamente, en la cual ve Él cuándo existen ellos. El pasado, presente y futuro afirman la relación temporal entre las cosas temporales a base del "cuando" suyo irrelativo, que nosotros no podemos conocer como tal. Dios se levanta sobre todo. Por eso ve Él eternamente aquello que para nosotros y para cada existente es pasado, presente y futuro como vernos nosotros lo presente. Sólo que este ver no importa determinación, ni siquiera. para lo que aún está por sobrevenir. El conocimiento de Dios sobre el futuro no es más obstáculo de la libertad que lo es nuestro ver presente de la ejecución de un acto presente. Dios, en sentido propio, no sabe las cosas de antemano; el antes y después sólo tienen sentido para los seres temporales y mudables; Dios ve eternamente.

Conoce Él todo lo que puede ser, pues se conoce a sí mismo; el ser de Dios es la razón última de todo cuanto puede ser. Sabe Él lo que ha de realizarse; pues lo determina su voluntad, y conoce Él su voluntad, que es el ser suyo. Evítese también aquí el representarse el saber de Dios demasiado al modo humano; tenemos que hacernos cargo que nuestro conocer es una débil copia del conocer de Dios. Lo que en nosotros es resultado de largo inquirir, en Dios es comienzo, medio y fin.


CAPÍTULO IV

LA VOLUNTAD DE DIOS

El hecho.


Las mismas dificultades que se nos presentan para la admisión del conocimiento de Dios, parecen excluir también el querer en Él. En el hombre, el querer dice un estar referido a otros bienes. Pero también aquí, lo que esta dificultad excluye es la traslación llana y lisa de la manera humana de querer, no del querer como tal. En el fondo del querer, la propia sui-posesión se nos presenta a la vez como fuente y meta. Cámbiase la relación de la sui-posesión y del ser-referido de manera que el significado de los objetos externos se reduzca a la nada, porque la plenitud del ser volente nada necesita, y entonces el querer conviértese en una sui-posesión infinita y tranquila, por la que un ser es en el más alto sentido lo que es. Infinita posesión de sí propio en amor, sin miedo a amenazas extrañas o internas, sin fatalidad, sin cuidados: he ahí el querer de Dios. Este querer es su ser. Por eso a Él está subordinado cuanto puede existir de los seres finitos. Para nada los necesita. Aun sin ellos es exactamente lo que es. Por eso, con respecto a tales seres finitos, es completamente independiente, libre. Los hace pasar a la existencia como quiere, y en su existencia van siendo llevados por su poder. Jamás pueden zafarse de este poder, de este ir-llevado. En el momento que esto ocurriera, dejarían de ser. Pero tal cosa no ha de ocurrir; lo finito no tiene, con respecto al infinito. potencia alguna entitativa en que poder apoyarse.

Creación.

El ser finito pasa a la existencia por voluntad de Dios, por la creación divina. La actividad productiva humana es un ejemplo de ello. El hombre produce siempre en algún material; pero ha de sufrir a la vez la reacción de este ser que en su ser propio se resiste contra él. Por eso, tal producción resulta para el hombre un padecer. También en lo espiritual produce el hombre; tampoco aquí es completamente libre. Hállase remitido a la experiencia; también aquí está sometido a un orden ontológico objetivo de que se hace cargo por la experiencia. Pero, con todo, la producción espiritual importa mayor independencia que la material y significación mayor de la actividad creadora propia. Con todo, ni siquiera aquí le es dado al hombre trasladar algo del no-ser al ser. Imaginémonos ahora el papel de la materia previa, menor cada vez y de menor significación, hasta quedar reducido a la nada; con eso, sube el significado de la acción creadora hasta que quede ella sola y a ella deba totalmente su existencia la obra. Dios crea sin materia existente; ésta, de lo contrario, seria increada, Dios. Por eso su crear no encuentra resistencia. El crear de Dios no tiene reacción alguna contra Él; no le altera. La actividad creadora de Dios es el caso único de causalidad pura, sin mezcla de pasividad alguna.

La duración temporal del mundo.

La acción creadora de Dios hállase fuera del tiempo. El tiempo comienza con y en las cosas finitas creadas. La pregunta: ¿Qué hacia Dios antes de que creara el mundo?, carece, según eso, de sentido. "Antes" y "después" son relaciones intramundanas. Dios quiere sin tiempo el mundo temporal. De que filosóficamente no queramos volver a hablar más de un tiempo antes de la creación del mundo, no es menester deducir que sea el mundo eterno. Eternidad, en sentido riguroso, es la manera de existir del infinito, y sólo le corresponde a Dios. Pero ni siquiera se seguiría de ello una eternidad del mundo en el sentido de una duración temporal sin comienzo. Esta cuestión se solventa más bien con el formulado siguiente: si del estado presente se retrocede al pasado, ¿se llega, después de un espacio de tiempo todo lo largo que se quiera, al momento primero del mundo? O después del corte de un espacio de tiempo cualquiera, ¿queda el comienzo siempre a la misma distancia? En el primer caso, el mundo no es eterno; sí en el segundo, pero eterno en sentido impropio. La lengua latina distingue entre eterno (aeternus), que sólo puede decirse de Dios, y sempiterno ,(sempiternus), que sería la eternidad impropia del mundo.

Filosóficamente, no se puede decidir con claridad absoluta si tal mundo sempiterno es posible, aunque muchas razones se pronuncian en contra. El que el mundo existente no sea, en realidad, eterno, lo sabemos con seguridad por la revelación, lo suponemos con gran probabilidad de la degradación de la energía física que camina al frío de la muerte. Pero, a propósito de esto, no debe olvidarse que esta degradación sólo concierne a la energía física, no al mundo en general.

Conservación.

Cuando el hombre produce algo, puede, después de terminado el trabajo, abandonar la obra a sus propias fuerzas. Tan Independiente de su amo es la obra que puede hacer vida propia, la que al amo podrá serle hasta extraña. La materia no existe precisamente por el poder del hombre que produce. Lo que puede hacer él es imprimirle únicamente algunas mutaciones accidentales, que van sustentadas en su ser por la sustancia de la materia. La actividad humana no penetra jamás hasta las honduras metafísicas del ser; están ellas sustraídas a su poder. Hasta cuando destruye, lo hace sólo indirectamente. Otra es la actividad de Dios. Otorga la existencia a todo lo que es; nada se conserva en ella que no sea por el poder creador de Dios. La acción divina sobre las criaturas no sólo alcanza a la superficie, sino hasta a lo más íntimo de ella. Por eso, sin el impulso productivo de Dios, lo una vez producido no puede seguir existiendo. Hasta las obras humanas existen independientemente de los hombres, porque su ser está sostenido por Dios. Así se continúa la creación por la conservación. Ser-conservado es el ser duradero de la creatura como sostenido por Dios. Así, la creación no termina a los comienzos del ser de una creatura; una creatura es un constante ser-producido, un ser-conservado duraderamente en las manos creadoras de Dios. Esta conservación no es sólo una mera disposición externa para lo necesario de la vida; ni siquiera un no-destruir negativo. Dice positivo influjo sobre el ser de todo ente finito existente.

Cooperación.

No solamente la sustancia que va subsistiendo requiere el poder sustentante de Dios. También lo requieren las alteraciones que continuamente se suceden y que prestan a la sustancia su determinación concreta, ponen o quitan realidades a la cosa. También ellas pertenecen al ser. Por medio de la sustancia que perdura en el tiempo, extiéndese no menos el poder creador de Dios a estas realidades. Según lo cual, la eficiencia natural de la sustancia está sujeta a este influjo sustentante de Dios, sin el que no fuera ella posible. Esto vale, sobre todo, de la eficiencia de la sustancia humana, de los actos humanos, y, dentro de éstos, muy principalmente del humano conocer y querer.

Esta dependencia de la actividad humana por parte de Dios es múltiple. Primero, Dios ha producido la sustancia, y la conserva. Otro tanto vale decir de las facultades de esta sustancia, que posibilitan sus actividades, es decir, del entendimiento y la voluntad. De Dios viene también su tendencia intrínseca a ser y hacer. Además, el hombre necesita objetos; sin ellos no puede una facultad entrar en actividad. Pues también éstos los ha producido Dios y Él los conserva. Hay que añadir, por último, que la conservación de la sustancia se trasfunde, por decirlo así, con ésta en la realidad de los actos. Si esta actuación se distingue ahora de la conservación de Dios, que le es esencial a cada sustancia, de la conservación en el simple perdurar de las mismas, la podemos llamar, en contraposición a la conservación, cooperación de Dios con todo lo sucedido, máxime con todo humano conocer y querer. Sin esta cooperación de Dios, nada puede hacer el hombre. Por otra parte, es claro que Dios no produce sustancia alguna para en seguida negar su cooperación a las actividades que son su natural complemento. En tal supuesto, como el ser es esencialmente actuoso, se contradiría Dios en su obrar.

La relación entre la cooperación divina y el obrar humano es muy particular, como corresponde a las relaciones del hombre con Dios, de la creatura con el Creador. Las relaciones intramundanas de actuación conjunta sólo pueden ofrecer atisbos y lejanas analogías para ello; pero nada puede quedar demostrado por ellas. Y ante todo, no debe trasladarse a la cooperación divina la relación intramundana entre el instrumento y el que lo maneja: empleada ella con las debidas cautelas, puede dar alguna vaga idea, pero nada más. Una cosa queda firme: el hombre es la causa inductora de sus actos; por eso son actos humanos, no divinos. Dios coopera. Pero no por eso debe asignársele a Dios un papel subordinado, lo que contradiría a su posición como causa primera del ser. Mucho menos debe atribuirse una parte del efecto al hombre y el resto a Dios; pues en tal supuesto, el ser que el hombre produjera sería independiente de Dios. Dios y el hombre producen conjuntamente el efecto entero, de manera que ambos toman parte en el efecto total, de modo que sin uno de ellos no pudiera producirse el efecto. Que algo así sea posible, lo presentimos nosotros cuando refixionamos en la estrecha relación del hombre para con Dios, tal como se manifiesta en la conservación. El se: del hombre es sólo por el ser conjunto con Dios; así resulta, naturalmente, que el obrar del hombre sólo tiene lugar por el obrar conjunto con Dios. Este cooperar de Dios es tan poco experimentable empíricamente como la conservación misma. Pues en tal caso se haría Dios intramundano. Sólo se le vislumbra, como sucede aquí abajo siempre. Tampoco pasa aquí el inquirir humano más allá de un conocimiento analógico.


CAPITULO V

COOPERACION DIVINA Y LIBERTAD HUMANA

El problema.


El conocimiento analógico que tenemos nosotros de la conservación y cooperación trae consigo un problema insoluble. ¿La cooperación divina no destruye la libertad, o no hace la libertad humana depender a Dios en su cooperación de la creatura? Nada de la objetado puede ser verdadero. Al destruirse la libertad humana se destruiría el pensar humano, y con ello, el problema aquí planteado. La libertad humana es un hecho que registramos nosotros; y la existencia de Dios una consecuencia precisamente de tales hechos registrados. La consecuencia no puede negar sus fundamentos o hallarse en contradicción con ellos. Por otra parte, es asimismo claro que estos hechos no pudieran darse si no fuera Dios como su causa última. Y Dios no existiría si en su ser y obrar no fuera completamente libre de todo influjo. Él es el Señor, y, por cierto, Señor absoluto.

Antes de toda inquisición debe quedar firmemente asentado que un hecho es un hecho, aunque no lo podamos explicar, aunque no lo podamos conciliar con otro hecho asimismo cierto. Las explicaciones y teorías presuponen siempre hechos. Esto debe tenerse muy en cuenta en el hecho presente, donde se sabe á priori que nuestro conocimiento es analógico y está a una distancia infinita, y no podemos nosotros, con nuestras representaciones humanas, ir sacando nuevas consecuencias de la manera de ser y obrar de Dios a la manera que nos es permitido en lo intramundano. Las pruebas de la existencia de Dios parten del ser verdaderamente conocido, y sugieren con seguridad la existencia de Uno, sólo por analogías cognoscible, y la relación del mundo para con Él. Y si por analogía del humano conocer y querer se quiere indagar la manera del conocimiento del divino conocer y querer, tenemos que estar sobresabidos de que el punto de partida fue lo analógico. Lo que disminuye la seguridad de los resultados de tales construcciones mentales. Fundamentalmente, no nos llevan más allá de ciertas probabilidades.

Báñez.

Dentro de la filosofía escolástica hay dos grandes sistemas que han intentado la solución del problema propuesto. En las presuposiciones coinciden, aunque en el calor de la polémica se haya pasado ello por alto reprochando, tal vez, al adversario, que negaba la cooperación de Dios universal e independiente del hombre, o que negaba la libertad humana. Sólo se puede achacar al sistema impugnado el que no se conforme con presuposiciones particulares propias.

Uno de los sistemas tiene por autora D. Báñez, O. P. Proclamando, ante todo, la soberanía absoluta de Dios, trata de conciliar con ella, en cuanto cabe, la libertad humana. Dios es la causa primera. Por eso, todas las demás causas están determinadas por Él. Pues no pudiera Él ser determinado por ellas. Sor., según eso, dichas causas, como los instrumentos en manos del hombre. Un instrumento no se pone en movimiento si no recibe impulso, e impulso unívoco o en un sentido único. Tal obra, el hombre una vez que ha recibido un impulso así, una promoción. Esta premoción es anterior al obrar del hombre, totalmente independiente de él. Sólo Dios la determina. Por ella determina también unívocamente el que el hombre tenga que obrar y el cómo. Y pues es ella una fuerza producida e infundida transitoriamente a la voluntad, llámase premoción física, en contraposición a un impulso meramente moral por representaciones, promesas y amenazas.

A la vista están las ventajas de tal sistema. No puede destacarse mejor la soberanía de Dios. Él determina lo que la creatura ha de hacer; por eso conoce también el obrar humano, independientemente de la creatura, por el conocimiento de su propio querer, el cual infaliblemente habrá de realizarse. Pero las desventajas también son evidentes. Que sea un misterio el poder conciliar con tal premoción unívoca -en manera alguna dependiente del humano influjo, y que por lo mismo se la llama también predeterminacíón- la libertad humana, cosa es que conceden sus mismos defensores; pero suponen que no hay que admirarse de que haya aquí misterios. Por la parte contraria se quiere hacer valer que se destruye la libertad si anterior a mí, y por una eficiencia unívoca y física, se determina lo que tengo que hacer, sin que en ello ponga yo influjo alguno. No se trataría, pues, de un misterio, sino de una contradicción. La opinión se hace intolerable cuando se piensa que el hombre, hasta en sus acciones pecaminosas, hállase tan unívocamente predeterminado. No vale invocar méritos antecedentes; pues también éstos se tienen o faltan según la promoción que el hombre haya podido alcanzar para sus anteriores actos.

Filosóficamente, el defecto parece consistir en que se parte del ser divino conocido sólo analógicamente, concibiendo las relaciones de Dios con los hombres a modo de unas relaciones intramundanas y formulando conclusiones como si se tratara de la esfera del ser intramundano, el ser propiamente cognoscible a nosotros. Arte tales especulaciones no debe conmoverse lo más mínimo la libertad del hombre; pues ésta pertenece a los hechos de nuestra experiencia y no es una de tantas sutilezas mentales.

Molina.

En tal punto de vista se funda la teoría contrapuesta que tiene por autor a L. Molina, S. J. Toda cooperación de Dios que determine o predetermine unívocamente el acto libre del hombre, destruye la libertad y debe, por lo mismo, dejarse a un lado. Por otra ,parte, hay que atenerse al hecho de la cooperación divina y a su independencia de la decisión humana. Pudiera esto conseguirse según la suposición siguiente: No solamente sabe el Señor, conociendo su propio ser, fundamento de todo lo posible, todo lo que en general puede ser; no solamente conoce lo que alguna vez se realizará, porque toda existencia depende de su voluntad, a Él totalmente clara, sino que contempla en su ser infinito los actos libres que pueden producirse en todas las circunstancias posibles y concomitantes a tales actos. Dios sabia, según eso, no solamente lo que haría Pedro una vez en determinado tiempo y en una situación determinada, sino también lo que haría Pedro en este o en cualquier otro tiempo y situación posible, hubiera o no de verse en tales circunstancias. Y lo podía conocer independientemente de la verificación y la resolución de las creaturas. Pues se pudiera imaginar el cooperar de Dios y de la creatura libre de la manera siguiente: Sabe Dios eternamente cómo se había de determinar cada creatura libre en cualquier situación posible. Eternamente resuelve que de estas creaturas libres y de estas situaciones tengan realización tales y tales, y, por consiguiente, también las decisiones correspondientes. Y con el acto coopera, según eso, en el instante preciso en que se pone él libremente. El cooperar no es, según eso, antecedente, sino concomitante. Así no necesita Dios esperar a la creatura; dispuesto está desde la eternidad para la cooperación.

Las ventajas de esta opinión están, en que la libertad queda muy salvaguardada, pues el conocimiento de Dios no es fuerza determinante, sino sólo cognoscente. Determinante sólo es la voluntad. "Parabién se garantiza la independencia de Dios por parte de la creatura en el conocimiento. Antes de que exista la creatura, sabe Dios, sin determinarlo, lo que haría el acto libre. Se garantiza también la soberanía .de Dios, pues nada sucede sino lo que Él resuelve, y acontece todo infaliblemente allí donde Él resuelve. El punto flaco de la teoría está en que no puede darse noticia alguna sobre el cómo del conocimiento de los actos futuros condicionados. Para saber cómo conoce Dios los posibles puros, propónese como medio cognoscitivo su esencia; en ella los ve Él como en su fundamento. Para el conocimiento de lo real, el medio es su esencia como voluntad; pues todo y sólo lo que ella determina, existe. Pero, ¿cómo puede contemplar en su esencia los actos libres que .no existen, sino que existirían? El conocimiento eterno de la situación no permite ninguna extracción de la resolución, pues así extraída no sería ya libre. Pudiera aquí concluir la teoría indirectamente diciendo: Porque, de lo contrario, no hay explicación posible, está bien fundada la admisión de una ciencia media, aunque su naturaleza interna no sea explicable. Ya en el nombre mismo está apuntado el punto flaco de la teoría. Mientras las otras maneras de conocimiento de Dios, en que tenemos que dividir nosotros su contemplación simple e infinita para poder hablar de ella en algún modo, se dejan explicar por sus nombres, llámase esta otra ciencia media, porque, según su objeto, hállase situada entre las otras dos.

Aquí es donde más de relieve se pone el secreto de lo infinito. Pero como nosotros sólo tenemos un conocimiento inadecuado del ser, hemos de resignarnos a los secretos. El ser llega más lejos y más profundo que nuestro conocer. Y que en este punto precisamente sea mayor la dificultad y más oscuro el secreto, no es casual. Enfréntanse aquí la persona humana y la divina. Persona quiere decir subsistencia en sí misma. Creatura quiere decir absoluta dependencia de Dios. Lo uno parece excluir a lo otro. Sólo que como el hombre no es persona absolutamente, y como Dios es personal de un modo que excede muchísimo al del hombre, compréndese que la contradicción sea sólo aparente, y nos deje vislumbrar la dirección por donde, en último término, anda y late la solución. Pero ella en sí jamás lograremos verla nosotros.


CAPÍTULO VI

DIOS COMO SER PERSONAL

Tras el sentido.


Dios es un ser personal. Es esto resultado y resumen de lo antedicho. Pues donde hay sui-conciencia y libertad, hay sui-posesión. Mas Dios que no ha pasado a la existencia por causas ajenas, que, como nosotros, no se ha viso lanzado de golpe a la existencia, que es ÉL mismo la razón de ser, se posee muy superiormente a como se posee el hombre. Es perfectamente personal. Pero como dejamos ya establecido que el conocer de Dios y su querer se levantan tanto sobre el humano que apenas podemos pensarlos, así no debemos trasladar a Dios simplemente la manera limitada de la personalidad humana. También aquí una conclusión por analogía correría riesgo de errores sumos. Basta con que Dios sea Señor perfecto en la sui-posesión cognoscitiva de su infinitud. Síguese de ello que nos hallamos ante un ser que puede comprender y puede contestar. Porque tal ser es eterno, estará presente a todo tiempo y a toda creatura. A nuestras súplicas y al formulado de nuestras preguntas de tal manera está Dios presente, como si sólo este momento y sólo para esta creatura existiera. Se habla muchas veces que desde toda la eternidad conocía Dios las oraciones y que las tuvo en cuenta en sus planes del mundo. Con la misma o mayor razón puede decirse que oye las oraciones en el momento preciso en que se efectúan. Pues no tiene Él antes ni después, sino presente puro, eterno e intemporal. No podemos ahondar más en el secreto. Asimismo, la respuesta de Dios no será sino el suceso mismo en cuanto que está unido él en su existencia con el ruego.

Dios como fin último.

En este ser personal, que como plenitud del ser es también bien supremo, hállase asentada la contingencia del mundo y no menos la del hombre. Como puro ser, Dios es puramente positivo, afirmativo. Por eso dice Él sí al ser del hombre que ha producido, dándole las tendencias esenciales para su camino. Si, pues, el hombre anhela la felicidad completa, se la dará también Dios, pero de modo que corresponda a la decisión al hombre, lo que constituye la cima y corona de su ser. La felicidad perfecta sólo podrá darse cuando se restaure la vulnerabilidad que le es propia al ser creado por la contingencia y la condicionalidad. Esto, empero, sólo Dios lo puede efectuar. Y sólo Él puede dar noticia de que se efectuará, y que nada hay que temer para un futuro. Sin tal noticia, irrumpen el miedo y la angustia. Así queda el hombre referido a Dios para la consecución de la plenitud de su ser limitado. Dios es el término esencial del hombre, como de todas las creaturas que tengan, como el hombre, carácter de persona.

Dios como último sentido.

Sabemos también que un sentido enseñorea a todo el ser, porque Dios, fuente de todo ser, es puro sentido. En la medida en que una cosa es algo, lo es en plenitud de sentido. Por eso la plenitud de sentido tiene el mismo grado que el ser. El reflejo más débil de este sentido, y para nosotros el presentimiento primero de la pura plenitud del sentido divino, son las leyes del ser que lo avasallan todo. Pero el presentimiento es demasiado débil para que en él podamos nosotros conocer a Dios inmediatamente. Con todo, permanece como punto de partida para nuestro conocimiento de la existencia y esencia de Dios.

La Providencia.

Este sentido abarca todo el ser, porque todo el ser reside en las manos de Dios y está sometido a su dirección y guía. Esta dirección y guía, que en su ejecución no es otra cosa que la conservación y cooperación de Dios -en cuanto se realizan éstas según la máxima plenitud de sentido-, llámase providencia. A ella se halla sometido todo. Sus planes se cumplen siempre. Pues el obrar total de las creaturas, incluso el obrar libre del hombre, no puede inmiscuirse, demoledor, en estos planes, porque en ellos se halla ya incluido desde toda la eternidad.


CAPÍTULO VII

LA METAFISICA Y EL CONOCIMIENTO RELIGIOSO

El ser de la metafísica.


Se han movido muchas dudas sobre si las pruebas de la existencia de Dios, tal como quedan aquí expuestas, dicen algo al hombre religioso. Sobre si no son más bien dos campos completamente diversos el conocimiento metafísico y el religioso, entre los que no hay relación alguna directa. Demuestra la experiencia que ninguno que no estuviera ya de antes persuadido se deja persuadir de la existencia de Dios por tales pruebas. Tal vez hállase en esto para Scheler el más fuerte impulso extrafilosófico para su filosofía de los valores antes expuesta.

Con la explanación del ser de la metafísica se tiene la respuesta a tal cuestión. Es ella verdad del ser como tal, absoluta y con validez en principio para todo. Para alcanzar tal saber hay que retroceder de todos los seres concretos y situaciones irrepetibles al ser que en ellos se descubre; es decir, ha de abstraerse de lo individual. El desvelo personal por la propia suerte ha de quedar eliminado, para tener así la seguridad de una objetividad plena. Supone ello un prescindir de las relaciones (fautoras del ser o retardatarias del ser) de los entes para con el ser propio. Prescíndese con eso de la valoración del ser. Lo cual hace la metafísica sin daño alguno, porque ser y valer coinciden, y, así, se puede siempre establecer de nuevo la comunicación interrumpida. Para el cognoscente tiene ello, como consecuencia, que se elimina el brote del sentimiento. Pues sentimiento es un estado que importa una respuesta a relaciones -reales o representadas- valorativas o desvalorativas, referentes a nuestro ser. Donde tal consideración se descarta falta el sentimiento. Produce ello la frialdad y rigidez de toda ciencia, que muchas veces se ha interpretado falsamente como una muerte de la vida.

La conducta religiosa. El conocimiento religioso.

La religión y la conducta religiosa no consisten en tal conocer teórico y libre de afecto. En el diario conocer le interesa al hombre en fin de cuentas, su propio ser contingente. Pero sólo, según alguna consideración parcial, está aquí protegido y conservado dicho ser. En la religión le va a uno el ser propio integral, el que depende del Absoluto y puede quedar asegurado por el Absoluto. Por eso, en la religión ventilase para el hombre su propia persona, su "salvación" a secas. De consiguiente, en el conocimiento religioso tampoco puede adoptarse una postura cognoscitiva peculiar como en la ciencia y en la filosofía. Tiene que ser ésta, más bien, una actitud natural y totalitaria. Si va en ello la seguridad del propio ser como un todo, la actitud cognoscitiva tiene que ser también comprensiva. No puede ser, según eso, un conocimiento como otro cualquiera; es decir, no un sentido particular religioso. Pues en este caso no le importaría al hombre la aportación de su ser entero. En el comportamiento religioso entra el hombre como un todo, y por cierto que su actitud incluye carácter de incondicionalidad, de un jugarse la salvación. Por eso, de alguna manera se discute siempre en lo religioso lo absoluto; por eso, el conocimiento religioso se caracteriza por un carácter de incondicionalidad.

Conocimiento de Dios prefilosófico.

Al conocimiento de Dios se llega cuando se ha llegado a comprender el carácter contingente del mundo. Pero signifícase con ello en casos concretos, no el mundo en general, como en las pruebas de la existencia de Dios antes expuestas, sino el mundo del cognoscente respectivo. El centro de tales mundos es el hombre mismo. La contingencia sólo puede manifestarse en algún objeto y suceso. Como el ser, que en último término se debate aquí, es el ser humano, el propio ser, no es menester que la ocasión externa de la experiencia de lo contingente sea adecuada al gran contenido del conocimiento; basta que el hombre haya llegado a estremecerse religiosamente de alguna manera en su interior. Por otra parte, puede no comprenderse la contingencia como concerniente a cada hombre, si el hombre de que se trata ha hecho depender ya su existencia de algo intramundano como del Absoluto. En este caso, debe, primeramente, removerse este su falso apoyo por la experiencia de la vida; después puede su mirada hacerse nuevamente apta para la contingencia del mundo, porque puede percibirse de nuevo el ser propio como contingente.

Por la profundidad con que afecta al ser humano la experiencia religiosa, los sentimientos asociados a ella son los más profundos. Penetran todas las esferas del hombre y abarcan, por lo mismo, toda clase de sentimientos. Y según el objeto en que se haya inflamado la experiencia religiosa, puede pasar a primer plano un afecto que dé color a todo el complejo total. Así se diferencian las maneras distintas de vivencia religiosa.

La experiencia religiosa y las pruebas de la existencia de Dios.

La relación de la experiencia religiosa con respecto a las pruebas de la existencia de Dios se presenta según eso, de la manera siguiente. En la experiencia religiosa se ventila la existencia propia como tal, y por lo mismo, la contingencia del mundo y del ser propio. Por eso, se halla de ordinario muy embebida en sentimiento. Por eso, es también cada vivencia, en último término, algo inigualado. Las pruebas de la existencia de Dios, por el contrario, prescinden de las eventualidades del ser y del mundo. Investigan el ser y el mundo como tales. Comprenden en ello, aunque sólo abstractamente, todos los mundos humanos que sean posibles y que manifiesten su contingencia. Lo que en toda vivencia contingente personal, por estar fundada en el ser, es fundamental, pasa a las pruebas de la existencia de Dios, pero con precisión de su carácter individual e irrepetido. Por eso falta a esas pruebas la reacción sentimental. Las cosas del mundo no aparecen ya más como valores para mi, sino en su ser-en-sí, que es el fundamento de su valor para todos los hombres posibles. Porque faltan los sentimientos, no tiene este conocimiento carácter de cosa vivida. Por eso tampoco importan en si impulso alguno para un definirse, para resolverse, para un ir ordenando la vida a tenor del conocimiento. Pero tampoco es éste el primer fin de tales pruebas. Tienen que comprobar y confirmar más bien la legitimidad de la experiencia religiosa y su incondicionalidad. Si los hombres particulares, a base de sus experiencias particulares, por medio de la tradición, la educación y la experiencia de la vida, han venido a la persuasión de un Dios absoluto, uno y todopoderoso, y se conducen ante Él como ante un ser personal y Señor incondicionado, es evidente que no van descaminados.

Confirmase esta concepción viendo cómo en la experiencia religiosa intervienen los mismos momentos que han quedado expuestos en la demostración: mutabilidad, dependencia, finitud. Sólo que aquí se pone en juego la mutabilidad y fugacidad de la vida, la dependencia del esfuerzo humano y de la dicha humana, la limitación de la capacidad humana, o, mejor todavía, mi propia fugacidad, dependencia, limitación.

Disposición religiosa.

La disposición religiosa del hombre no es, según eso, otra cosa que la totalidad de su ser en cuanto es contingente. Como no hay ser alguno finito que no pertenezca a la creación -con lo que todo se encamina a Dios-, así también en el hombre todo el ser, no sólo una división particular, tiene que ser religioso. La actividad del hombre no está siempre, es verdad, orientada hacia las cuestiones de su salvación. Porque todo lo finito es creado, comprende lo religioso todos los terrenos de la actividad humana, no para suplantarlos o para desvirtuar su carácter esencial, sino para orientarlos hacia el todo y ahondar más en ellos. Por eso, cualquier sector tiene relación con lo religioso, puede ser punto de partida, aceleración u obstáculo para la actitud religiosa. Por eso, también, todo es capaz de llegar a ser lo mismo un ídolo que una expresión, un símbolo de lo verdaderamente religioso. Un sentido religioso al lado de otros varios (culturales, morales...), y sólo coordinado con ellos, crearía una región religiosa, que, en contra de toda experiencia, se encerraría en riguroso cerco al lado de los otros campos de la actividad humana. A un Dios creador de todo ser finito y de todos esos campos, no le acomodaría bien tal hermetismo y estrechez. Lo que menos procede es hacer del sentimiento la región propia de lo religioso. El sentimiento como estado no tiene en sí orientación alguna, sino que la obtiene por el acto intencional, del que ha brotado. Por eso el sentimiento sólo, con abstracción del complejo en el que se halla incluido, es siempre multívoco. No hay de suyo sentimientos religiosos; hácense tales desde el momento en que quedan insertos en un complejo religioso, al que corresponde siempre un momento cognoscitivo, un momento volitivo y un definirse o tomar posiciones.

La religión natural de la Ilustración.

Las pruebas de la existencia de Dios no pueden sólo ellas traer por resultado la llamada religión natural, como la concebía la Ilustración. Creía la Ilustración que en la razón humana tal como ella la entendía, esto es, una razón unilateralmente dirigida según los métodos de las ciencias naturales, tenia la norma última de toda verdad y racionalidad. Por eso para ella valía sólo como verdadero aquello en que concordaban todos los hombres; y en el terreno religioso, la llamada religión filosófica. Pero tal religión no se ha encontrado todavía en la historia. Ni es posible que se contente el hombre con ella. Porque aquello en que los hombres no coinciden realmente, lo que es muy poco, sino en que pudieran coincidir lo que es el resultado de la anterior inquisición, es abstracto, es siempre sólo un momento o parte en la experiencia religiosa concreta. Por eso, también, la imagen divina así resultante es abstracta, indeterminada en muchas cosas. Para la conducta religiosa el hombre siempre tiende naturalmente a una representación de Dios lo más concreta posible; pues, de lo contrario, apenas si son posibles psicológicamente relaciones vivientes. A dicha concreta representación presta el conocimiento concreto de cada hombre rasgos muy acusados e individuales. Pero las más de las veces no bastan ni éstos, máxime por la analogía absolutamente insuperable e infranqueable del conocimiento. Por eso el concepto de Dios tiene siempre algo de inacabado, inquietante, sin que por eso tenga que venirse abajo la verdad de lo que llevamos ya conocido. La infinitud de Dios late detrás de esta inquietud. Pero síguese todavía una consecuencia ulterior, no necesaria, es verdad, en principio, pero que prácticamente nunca falta. El hombre intentará conocer la naturaleza concreta de Dios hasta lo más particular, ya que, desoyendo la voz de la analogía, traslada llanamente a Dios los modos humanos. Saca injustificables conclusiones analógicas. Así se llega a la multitud de las representaciones paganas de Dios. El momento de lo estrafalario, de lo repulsivo, que en ellas frecuentemente se encuentra, manifiesta bien a las claras que no se ha olvidado del todo la analogía.

Las religiones no-cristianas.

En todo esto hállanse muy difundidas las deducciones analógicas. En toda práctica religiosa se descubre que la religión presupone un ser personal. Mas personalidad dice entender, coexistir con otras personalidades con la comunidad. Las personas se multiplican entre los hombres por multiplicación de hombres, por una multitud de hombres. Esto se traslada fácilmente al Absoluto. Así se explica que, fuera de la religión revelada, apenas se sostiene la creencia en la unidad de Dios; es que para el conocimiento humano es ella muy difícil de conciliarse con la personalidad de Dios. Y en los sistemas filosóficos, que frecuentemente tienen poco influjo en la vida práctica, y en los que se ha ido elaborando claramente la unidad de lo Divino, es donde se ha debilitado frecuentemente el carácter personal de lo Absoluto, cuando no es que se haya destruido del todo.

La religión concreta natural tiene comúnmente, según eso, tres momentos cognoscitivos, pero que forman una unidad concreta. Primero, lo que en todo conocimiento religioso se halla contenido; después, lo verdadero, que pudo ser conocido por este hombre concreto, sólo en una situación concreta; y, finalmente, el resultado de las analogías precipitadamente deducidas .La relación de estos momentos no es siempre fija.

Por eso hay religiones naturales más elevadas unas que otras. Ni en lo natural es indiferente saber qué religión se tiene, Fácil es de ver, además, que el segundo, y mayormente el tercer momento, hállanse muy determinados históricamente. Pues como todo lo espiritual, herédase también la religión. Sólo después entra la crítica, y con ella la decisión sobre lo heredado; una decisión que jamás podrá estar totalmente libre de la condicionalidad histórica. Por eso, toda humana noticia religiosa tiene un momento históricamente condicionado, que no por eso tiene que ser falso. No puede ser alguno creado abarcar la imagen adecuada de Dios. Pero lo que más se le aproximaría sería la suma reunida de todas las noticias religiosas de los hombres, de los tiempos y de los lugares todos. Por eso la religión, por su mismo objeto, dice referencia a la tradición, cosa que tampoco excluye una crítica de esta tradición, aparte la crítica negativa que entraña ya a priori la negación de toda tradición.

Un punto de apoyo para la revelación.

El concepto de Dios que filosóficamente surge así, es abstracto. Hasta la imagen divina que fluye del conocimiento individual y concreto tiene todavía muchos rasgos que no son precisos: tiene huecos en donde no cabe trazar rasgo alguno. Si es éste el punto para la inserción de muchas falsas deducciones analógicas, también hay posibilidad en él de que la imagen divina se vaya aclarando y ampliando, sin que por eso la anterior ya existente quede denunciada como falsa. He aquí un lugar para la revelación, donde puede ella insertarse en nuestra noticia natural de Dios y unificarse con ella, sin contradecirla o destruirla, aclarándola e iluminándola más bien y trazando líneas que la noticia de Dios natural sólo borrosamente había dibujado o, sencillamente, no pudo dibujar. No se da, pues, oposición entre ambas. Si tal revelación se da o no, la filosofía no puede determinarlo a priori; pues tal revelación se eleva sobre cuanto el mundo y el ser del mundo puede pregonar de Dios. Tendrá que venir de Dios mismo. Qué formas hubiera de adoptar ella entonces, quedaba a la libre disposición de Dios, y podría, sí, consignarse, pero en manera alguna deducirse conceptualmente. Y menos puede la filosofía asentar a priori la imposibilidad de una revelación así. Siendo Dios ser personal y teniendo nosotros sólo noticia analógica de Él, sólo en casos muy raros, habida cuenta de su omnipotencia, se puede ir prediciendo lo que puede Él y lo que no puede. Que por la revelación no es menester destruir la extramundanidad de Dios lo demuestra la creación, que es un dar noticia de Dios, una revelación natural. Sólo un Dios que sea personal puede revelarse; pero cualquier fusión de su ser con el del mundo vendría a destruir la Absolutez de su ser personal. Por eso, la trascendencia de su ser es una condición previa de su inmanencia en un presente que se percibe y se retiene. Pero ni por una revelación como ésa en el mundo, puede quedar traspuesta y terminada la analogía de nuestra noticia religiosa.

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