Fe nihilista y fe cristiana

Por Antonio Orozco-Delclós



Es lógico que al cruzar el umbral de un nuevo milenio se analice la situación de la humanidad en contraste con otras épocas, con la esperanza de hallar signos de avance, pues si las cosas van mejor, cabe esperar que progresarán más en el próximo futuro. El progreso tecnológico y científico no ofrece duda. Pero ¿cómo andamos en humanidad, en humanismo?

Grave cuestión, que los pensadores más solventes no suelen responder en términos del todo positivos. Más bien se considera al hombre contemporáneo, en contraste con el de tiempos pasados, como profundamente marcado por el problema del sentido, más aún, por la pérdida del sentido. Si fuera preciso decirlo de un brochazo, generalizando mucho, pero no sin cierta razón, se diría que el hombre contemporáneo es alguien que «no sabe, no responde» o que responde en términos de nihilismo materialista.

Nihilismo, como se sabe, es una palabra derivada de la latina nihil, que significa «nada». No tratamos aquí de las elaboraciones filosóficas de autores como Heidegger, o Sartre, que merecerían un tratamiento más especializado, sino del nihilismo materialista corriente. Muchos millones de personas no son nihilistas, pero también hay muchos millones que sí lo son, más o menos explícitamente, porque, en el fondo piensan que el hombre viene de la nada y vuelve a la nada. Entre nada y nada tenemos la materia y nada más. Esta creencia es un virus bastante contagioso y conviene rebatirlo, porque hunde al hombre en pesimismos u optimismos infundados, lejos de la alegría profunda para la que hemos sido creados y acercan en cambio a las distintas formas de violencia que invaden el planeta: violencia física, moral, verbal, psicológica, masoquista, profesional, familiar, política, etc.

El hombre se comporta como lo que cree que es. Y si se cree un mero producto de la materia y nada más, desconoce su propia dignidad y la de los demás y, seguramente, atentará de alguna manera contra la dignidad propia o ajena. De ahí que muchas esperanzas se cifren en vivir el mayor tiempo posible lo más cómodamente posible, caiga quien caiga; comamos y bebamos, yazgamos, que mañana moriremos...

Esta «filosofía» tan difundida se suele interpretar como una negación de la fe, o al menos como carencia de fe. La fe en que hay algo más que materia y tiempo, sería una postura no científica, gratuita, propia de épocas pretéritas, característica del hombre ingenuo, inmaduro, supersticioso, etcétera.


¿El nihilismo materialista se opone realmente a la fe?

Cabe preguntarse si el nihilismo se opone realmente a la fe; mejor, si el nihilista es una persona sin fe. El nihilismo niega el más allá, el espíritu inmortal y en suma, a Dios, porque no se ve; no son objeto de experimentación, no se pueden observar, ni reproducir, ni diseccionar en un laboratorio, ni medir, como las magnitudes físico matemáticas.

Ahora bien, ¿quedamos así eximidos de averiguar si hay algo que no se vea pero que exista? En aras de la razón científica nos sentimos obligados a preguntar: ¿la nada se ve? ¿Cómo afirmar que el principio y el destino de cuanto existe es la nada, si la nada no es experimentable, si carece de toda magnitud, dimensión, en una palabra, de existencia? ¿Cómo afirmar la existencia de la nada sin contradicción? ¿Cómo afirmar que el destino del hombre es la nada, si la nada, nada es; si no se puede saber nada de ella?


Fe nihilista y fe cristiana

La nada ha sido objeto de múltiples reflexiones a lo largo de los siglos, al menos y en serio, desde Parménides (en Aristóteles se encuentra ya la solución del problema). Las reflexiones que solemos hacer sobre la nada no versan sobre la nada, porque cuando comenzamos a pensar en la nada comenzamos al mismo tiempo a pensar en otra cosa, en algún fantasma elaborado por la imaginación, pero no en algo real; estamos mareando una perdiz inexistente, sumergiéndonos quizá en un mundo onírico sin correspondencia real alguna.

Que la nada no existe, que de «nada» no hay, me parece un axioma irrebatible. La nada ni se ve ni se toca. Ahora bien, sostener que algo viene o va a la nada, «sin verla», sin experimentarla, sin diseccionarla, esto no es incredulidad, es cabalmente un acto de fe colosal. Es, por decirlo de algún modo, tener una dosis de fe muchísimo mayor que la que tiene el cristiano cabal.


Creación «de la nada»

Los autores cristianos suelen decir que Dios crea «de la nada». Pero hay que advertir que ésta es una expresión abreviada del acto creador (la completa es: ex nihilo sui et subiecti). Dios no toma una poción de «nada» y le infunde el ser o la existencia. El acto creador es una maravilla de poder y generosidad. Crear es donar – enteramente - el ser que no había. No es dar el ser a algo preexistente. Es darlo del todo, porque antes de ser creada, la creatura «no es», a no ser de un modo ideal en el pensamiento de Dios. Antes de ser creada, la criatura no era la nada, ni una porción de la nada. Creación es donación total del ser. Precisamente porque la nada es nada, las cosas existentes -que no pueden venir de la nada- postulan la existencia de Dios (El que es). La creación, como acto creador, tampoco se ve en sí misma, pero se ven sus resultados, las criaturas. Esto tiene sentido y desvela el sentido de la existencia.

El cristiano cree, por ejemplo, en la resurrección de Jesucristo, porque hay hombres y mujeres que, después de verlo morir en una cruz, lo vieron y tocaron vivo. Esta fe tiene sentido. Si se averigua que los testigos son fiables, es de lo más razonable del mundo. Cabe decir que es hasta científico: hay un cierto conocimiento experimental al comienzo del discurso que culmina en la fe cristiana. Es una fe con raíz histórica, empírica y racional.

En cambio, el nihilismo es una fe sin fundamento racional. Sólo en cuentos como La historia interminable de Michel Ende, la nada se presenta en lucha con la existencia, devorando, engullendo todo cuanto existe. Pero ¿qué puede engullir o devorar la nada si nada es, si no existe? La nada ni siquiera puede «nadear», como dice Heidegger, ni aniquilar. Pero podemos parafrasear al filósofo del «Das-Sein» y decir que el «Das-Sein», como «Ahí del ser», es precisamente el Ser Absoluto, es decir, Dios. Si nos referimos con la palabra «ser» al ser de la criatura, entonces el «Ahí» del ser no es otro que el Ser que es EL QUE ES. En efecto, ahora con palabras del Apóstol Pablo, «en Él vivimos, nos movemos y existimos (somos)». En ese «Ahí» somos; y fuera de ese Ahí, nada, nunca. Por eso, Josemaría Escrivá puede decir con absoluta verdad que en la vida ordinaria, en la vida corriente - que discurre en el tiempo-, se encuentra Dios, que es eterno. «Ahí» está Dios y Él es nuestro «Ahí», de tal modo que «toca a cada uno de vosotros descubrirlo». La criatura, en modo particular específico, la persona, está radicalmente abierta al Absoluto, es trascendente. La trascendencia es lo natural; trascendencia, porque co-existimos no sólo con el mundo y los otros del mundo, sino con Dios, abiertos Él, a su Verdad, Bondad, Belleza, Eternidad, Omnipotencia. Somos en Él y ante Él; no somos Él, pero Él es nuestro «Tú», en Quien y ante Quien discurren todos los momentos de nuestra existencia temporal, para desembocar en la existencia eterna.


Señales por todas partes

Lo que no era y llega a ser, supone necesariamente un ser previo que dé razón de su existencia. Si no, la razón enloquece. Asimismo, un ser compuesto de elementos que no existieron y ahora existen, necesariamente ha de estar precedido por un ser previo. El universo tiene todas las trazas de estar compuesto de elementos que no existieron.

Así podríamos seguir discurriendo y descubriendo por todas partes señales indicativas de que además del ser de los entes del universo, existe el Ser que eternamente es un cierto «Todo», sin que haya nada que no proceda de él. Tampoco, antes de la creación, hubo -además de Dios-, «algo» que pudiéramos llamar «nada». Aunque no se lograra mostrar con absoluta evidencia la existencia de ese Ser al que todos llamamos Dios - a nuestro juicio, sí se ha conseguido muchas veces -, la fe en Dios, en la inmortalidad del alma, etcétera, tendría un fundamento evidente: tiene sentido, es racional, se trata de una fe razonable, que implica eso sí, un ejercicio de la razón, una madurez intelectual, que viene a confirmar la tendencia espontánea hacia los valores del espíritu, el anhelo de inmortalidad, la intuición de la dignidad personal, la existencia de una Verdad primera y fontal –origen de toda otra verdad-, de una bondad suma, de una belleza sublime... Es decir, Dios.


La fe en la materia

Se podrá replicar: «yo no creo en la nada pero sí en la materia, en el maravilloso poder de la materia», como Carl Sagan. Venimos del polvo y nos convertimos en polvo. Esto incluso suena a Biblia. No es fe en la nada sino en la materia, que se ve y se toca. Ciertamente se ve y se toca la mesa, el papel, la casa, el árbol... Todo esto es material. Pero, ¿lo que vemos es propiamente la materia? A pesar de los formidables avances de las ciencias, los físicos profesionales dicen que no se puede decir qué es la materia o qué es la energía. La materia tampoco se «ve» en los laboratorios. Las teorías sobre las partículas elementales se suceden unas a otras y ninguna se considera definitiva. La electricidad no se puede definir. ¿Cómo afirmar que todo viene de la materia, cuando no se conocen su estructura ni sus fronteras? En fin, creer en la materia es eso: «creer», no «ver». No es carencia de fe, es un acto de fe.

Ciertamente no «vemos» el alma inmortal. Pero, indudablemente, conocemos sus manifestaciones sensibles (algo análogo al caso de la electricidad). Tenemos experiencia íntima de nuestra libertad, a pesar de todos los condicionamientos materiales. Conocemos que conocemos. El ojo -órgano material- ve; pero no ve que ve. El que ve que ve, soy yo, que no soy un órgano material. Y si conozco que conozco y no sólo quiero sino que quiero querer, es que en mi conciencia realizo una reflexión, una vuelta sobre mí mismo que ninguna cosa material puede realizar: ninguna mesa se puede poner encima de sí misma, pero tampoco pueden hacer algo semejante la célula o el átomo.

El ser humano tiene cuerpo, pero es más que cuerpo. El ser humano es creativo; ningún ser inferior lo es. El ser humano - y nadie más de este mundo- introduce novedades en el universo. El simio no puede engendrar al hombre. La evolución puede explicar nuestras semejanzas con él, pero en modo alguno explica nuestras enormes desemejanzas. Es necesario tener mucha «fe» en el simio para creer que, sin más, haya procreado al hombre.

Conviene pues no hablar del materialismo, del nihilismo, del evolucionismo, etcétera, como carencia o superación de la fe. Es más, constituyen una fe desorbitada que concluye naturalmente en superstición (opinión de John Eccles, premio Nobel de Medicina).

La fe cristiana es propiamente «fe», porque acoge verdades que no vemos por nosotros mismos, pero las han visto otros. En la primera Carta de san Juan, se lee: «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida -pues la vida se ha manifestado: nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la vida eterna, que estaba junto al Padre y que se nos ha manifestado-, lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros» (1 Jn 1, 1-3).

Esto podrá creerse o no, pero tiene sentido, es inteligible y tiene fundamento: la autoridad de un testigo - al que se suman los demás Apóstoles y primeros discípulos - que no da muestras de locura, fanatismo o superstición, sino todo lo contrario.

La fe cristiana versa sobre realidades sobrenaturales, que sobrepasan pero no contradicen a la razón humana; y ofrece respuestas inteligibles, con sentido, a las preguntas que el hombre se formula necesariamente sobre su origen y sobre su destino. Ciertamente, creer en la vida eterna tal como se entiende en la Sagrada Escritura, en la Tradición apostólica y en el Magisterio de la Iglesia, es ir más allá del alcance de la razón, pero es la misma razón la que va más allá, potenciada y guiada por el don divino de la fe.

«¿Por qué el ser más bien que la nada?», se preguntaba Leibniz (antes de Heidegger). En el fondo, la pregunta no es «¿por qué Dios y no nada?», sino «es asombroso que haya algo, ¿cómo se explica que haya algo? ¿de dónde procede, porque de la nada, nada puede proceder?». La respuesta racional es Dios, no puede ser otra.


¿Por qué debo creer a otros?

Pero hay otra vía para reconocer a Dios, y a muchas otras cuestiones: la de la fe, es decir, la aceptación de la palabra de otros. Los cristianos, asistidos por la gracia de Dios, aceptamos el testimonio de otros –esto es la fe como acto del sujeto- respecto a la resurrección de Jesucristo. Y de ahí todo lo demás que constituye el objeto de la fe cristiana. ¿Por qué tengo que creer en lo que me dicen otros y no he visto con mis ojos? Porque la persona no es una ostra; es un «ser-con-otros». Por eso es natural que baste que algunos sean testigos oculares, para que todos los que de alguna manera les conocen, se den por enterados. Es como si lo viéramos todos.

Cuando Cristo resucitado se presenta ante el Colegio apostólico, incluido Tomás - que no quiso creer sin ver-, le dijo: «"Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente". Respondió Tomás y le dijo: "¡Señor mío y Dios mío!" Jesús contestó: "Porque me has visto has creído; bienaventurados los que sin haber visto han creído"» (Jn 20, 27-29). No dice Jesús: tranquilo, Tomás; es lógico que no hayas creído en lo que te decían, porque tus ojos no lo habían visto... No. Jesús elogia a los que creen sin ver, porque les ha bastado un testimonio fiable. Esto es lo sensato, lo que tiene sentido y da sentido al humano vivir. La razón sola no alcanza la fe, requiere el don de Dios, tiene su origen y fundamento en Dios que se revela; pero cuando se presta la fe a la divina revelación, la razón encuentra las respuestas satisfactorias a las preguntas que, de otra manera, no podría cabalmente responder.



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