Existencia y Esencia de Dios
August
Brunner
Ideario Filosófico
quinta parte
Ed. "Razón y fe", Madrid 1952
Esta obra de August Brunner ha tenido tres ediciones en Alemania. El autor, además de buen conocedor de la filosofía alemana, lo es de la francesa y de la escolástica. Su frase es corta y precisa; su método analítico, progresivo, desemboca en síntesis felices. En esta obra prescinde de citas que, por lo demás, no se echan de menos.
CAPÍTULO I
LA EXISTENCIA DE DIOS
Significado de la cuestión
Una cuestión de aquellas que se recordaban al fin de la Teoría de la
Ciencia, la única en que se ventila definitivamente nuestra suerte, es la
cuestión sobre la existencia de Dios. Que no es absoluto nuestro ser, es por
demás evidente. Por todas partes nos sentimos depender de otros, no podemos
existir sin otros. En un Ser absoluto tiene que decidirse, según eso, la
cuestión de nuestra existencia y de nuestra suerte. Según que podamos
alcanzar alguna noticia de este ser, y según haya de contestarse a la
cuestión sobre su manera de ser, se determina de una manera u otra nuestra
posición. Cambia mucho la cosa, si este ser es impersonal; pues entonces se
hace superfluo un último definirse nuestro; nuestra suerte fenece
automáticamente. Pero si tiene naturaleza personal y puede responder en
alguna manera al definirse nuestro, entonces dependería de esta conducta
nuestra cómo se enfila nuestra suerte última.
Que por encima del ser ordinario hay algo existente al que en cierto modo
está vinculada nuestra suerte, es cosa que se lía sabido siempre, siquiera
sea oscuramente. Siempre ha habido para tal ser o seres una veneración
reverente o esperanzada; muchas veces se ha intentado someterlo a su propio
dominio sin retraerse por la paradoja de que tal ser tenía que ser muy
superior al hombre si podía prestarle servicios que sólo de él podían
esperarse, y, a la vez, muy débil si podía el hombre imponérsele por la
fuerza. La magia, en sentido riguroso, implica en sí, más o menos
abiertamente, esta paradoja. El hombre ha llevado a cabo los mayores esfuerzos
y sacrificios para conciliarse, para granjearse la benevolencia de este ser.
Se sabía, aunque sólo fuera oscuramente, que entre todas las dádivas
particulares que pueden pedirse o rehuirse, importaba dicha benevolencia lo
decisivo y lo total, el destino, en suma.
La religión como hecho histórico.
Todas las religiones vivientes para con este ser, relaciones que se consideran
como alzándose majestuosamente sobre el destino humano, tienen nombre de
religión. Encuéntrase ésta en todos los pueblos y en formas las más
variadas. Un pueblo sin religión, del que antes se solía hablar
corrientemente, está por descubrirse; únicamente en algunos libros ha
llegado a tener existencia de papel. Para el filósofo surge la pregunta de
cómo es que los hombres, en una inmensa mayoría por lo menos, no pueden
contentarse con los solos hechos y alienten aspiraciones religiosas; el
positivismo resulta, como se ve, insuficiente para la humanidad y queda
desbordado siempre. Tal hecho, ¿se halla fundado en el ser humano, de modo
que sea una a modo de disposición subjetiva? ¿O se apoya, más bien, en el
ser, y tiene, según eso, carácter inapelable? No debe asustarnos en todo
esto la pluralidad de las representaciones y prácticas religiosas. Sabemos ya
que lo universal es siempre abstracción de lo concreto. Como los hombres
particulares son entre sí individualmente distintos, y, sin embargo, no dejan
de ser hombres por dar variedad a un mismo tema, así puede repetirse en
continuas variantes por los distintos hombres este tema de la Trascendencia
sobre la experiencia, de modo que se dé realmente un momento objetivo en los
casos todos y que de ellos haya podido ser extraído. Tiene, pues, que
inquirirse si contiene el ser mismo un apuntamiento así a la Trascendencia.
El Ser absoluto.
Es evidente, sin más, que un Ser absoluto tiene que existir. Lo que sólo es
una nueva expresión del principio de la razón suficiente. Absoluto es aquel
ser cuya existencia no depende de condiciones algunas ajenas a sí mismo. Todo
otro ser es condicionado. El ser primero, sea producido o no, tiene que ser
absoluto, pues falta otro ser del que él dependa. La cuestión no se dirige
precisamente a la existencia de tal ente, sino, más bien, a dónde está y
cómo es. Dicho ser ¿o es algo dentro del mundo de la experiencia posible, o
es la totalidad del ser experimentable del mundo, o alguna otra cosa? En el
último caso, pronto podremos deducir una condición del conocimiento. No es
menester que sea él "dado" a la manera de los seres intramundanos;
pues todo lo que llega a nuestra experiencia como objeto intramundano
pertenece a lo intramundano. Es decir, que deberá ser conocido de alguna otra
manera sin llegar a ser dato directo.
El mundo como ser absoluto: el Panteísmo.
Que dentro del mundo haya algún ser con atributos de absoluto, apenas puede
tomarse en serio. Demasiado visible resulta la condicionalidad de los entes
todos particulares. Hasta en ciertas religiones paganas, donde lo divino se
representa localizado en un ser intramundano, no faltan conatos latentes de
Trascendencia; lo que se manifiesta concibiendo a ese ser como tal y a la vez
como algo superior a tal, Ya es distinto en la otra opinión que dice que la
totalidad de todos los seres, que el mundo como un todo es el absoluto. Este
Panteísmo hállase muy bien representado en teoría. Pero, en las prácticas
religiosas, el mundo panteísta adquiere nueva trascendencia que levanta a
éste sobre sí mismo. Se le personifica, se le asigna sabiduría-la
naturaleza es sabia, es una madre bondadosa-, se abrigan con respecto a ella
sentimientos de religiosa veneración y entrega. El Panteísmo como religión
se encuentra en la peculiar situación de tener que admitir y rehusar a la vez
cualquier insinuación del ser experimentable más allá de sí mismo;
rehusarla, porqué el mundo como ser absoluto no puede sugerir nada sobre sí
mismo; admitirla, porque de lo contrario no se puede explicar la actitud
religiosa respecto del mismo.
Extramundanidad del ser absoluto: carácter analógico de nuestros
conocimientos sobre el Absoluto.
Una inquisición del ser del mundo da de sí que éste es condicionado. El
mundo, con eso, no puede ser el Absoluto. Pero como un absoluto existe, tiene
que ser ultramundano. Si se demuestra esto, tiénese ya: primero que este
enunciado concierne directa e indirectamente al mundo, es decir, a los seres
experimentales; sólo indirectamente se los rebasa, porque están sugiriendo
algo sobre sí. No se trasciende, pues, propiamente la experiencia, sino que
se presenta de tal modo la cuestión, que no se puede abarcar la totalidad de
la experiencia. sin sobrepasarla al mismo tiempo. Segundo, el ente
extramundano, en este caso, no es propiamente "dado", sino solamente
referido o sugerido. Todas las noticias que de él tenemos nosotros, no harán
que sea objeto en-sí-mismo de nuestro conocimiento. Por eso, todo nuestro
conocimiento sobre él permanece analógico. Esta analogía no se traspone
naturalmente; si así sucediera, el Absoluto se haría ente intramundano, es
decir, que dejaría de ser absoluto. Pero como hay analogía para el Absoluto,
y sólo por analogía con los seres intramundanos puede pensarse sobre él, se
deduce de lo anteriormente establecido que todo ser es análogo a todo otro
ser. Lo que no es así, no es ser. Lo que se puede, según eso, conocer de la
entidad del ente absoluto es que no puede tener las notas o determinaciones
que hacen del mundo, mundo; o, con otras palabras, que tiene que superar estas
condiciones y ser, sir. embargo, ser.
Pruebas de su existencia.
Ahora, los hechos que dejan conocer la condicionalidad del ser del mundo son:
la mutabilidad, la limitación, la mutua dependencia de las cosas del mundo;
de ello resulta la condicionalidad o no-necesidad de su existencia o de la.
existencia del mundo en general.
En toda mutación hay una referencia a un otro ser. Si el ser que se muda
fuese la causa total y adecuada de la mutación, debiera ya contener en si de
antes el resultado de la mutación. De lo contrario, faltaría la razón
suficiente para la totalidad concreta de la mutación. No bastaría que
existiera una razón para las mutaciones en general, pues toda mutación real
es concreta. Esta concreción debería existir ya como un todo con su
individualidad irrepetida; ello haría no sólo superflua la alteración
subsiguiente, sino también imposible; puesto que la misma cosa no puede
existir dos veces. Con eso, allí donde sea posible la alteración, jamás
puede estar la razón íntegra de la mutación en el ser mismo que se muda. Un
ser que se altera está, según eso, bajo el influjo real de un otro por el
que se co-determina para su última concreción y del que depende para su
concreción última. Y como cuanto existe ha de tener esta última concreción
-lo abstracto no puede existir-, así todo ser accesible a influjos extraños
para su existencia depende de otros o está condicionado en su existencia.
Todos los entes intramundanos son mudables, y, consiguientemente,
condicionados en su ser. Pudiera, en último caso, discutirse la posibilidad
de que sean incondicionados los entes particulares uno por uno, pero no el
mundo como un todo. Tal cosa es insostenible. El ser de las cosas es
condicional. Dicha condicionalidad no es una propiedad secundaria: penetra
hasta la medula de su ser. Por eso, la totalidad del ser no puede tener ser
distinto, pues no es nada tomado al lado y encima de las cosas particulares
reunidas. La mera suma jamás realiza elevación sustancial del ser. La
actuación conjunta de los seres particulares supone siempre accesibilidad a
influjos extraños, y condicionalidad, consiguientemente; y, según eso, lo
que menos puede tener es una absolutez fluyente de seres en sí condicionados.
Síguese de esto que la alterabilidad del mundo descubre a éste como
condicionado. Lo que es condicionado no existe por sí solo; y en
consecuencia, tampoco necesariamente. Hasta pudiera no existir, de no haberse
realizado la condición cuya existencia no depende de él. La condición
última es el ser absoluto. Consiguientemente, existe éste como ser
no-mundano, y, por cierto, que tiene que ser inmutable. Pero trátase de una
inmutabilidad que nosotros comprendemos sólo analógicamente. Es la
inmutabilidad de la plenitud, del poseerlo ya, del no necesitar nada; no de la
inercia del defecto de vida, de la incapacidad por falta de fuerzas y de ser.
La mutación mayor que nosotros conocemos es el nacer y el perecer. Por el
principio de la razón suficiente resulta aquí claro que ningún ser puede
darse a sí mismo la existencia. El producir presupone ya el ser, cuyo
desborde es aquél. Con eso, todo lo que nace y perece está condicionado en
su existencia. Lo absoluto no puede, según eso, estar sujeto al nacer y
perecer. Pues no pudiera causarse ni por sí ni por otro alguno. Por
consiguiente, no vale decir que es causa. de sí mismo (causa su¡), sino
sólo que es su propia razón (ratio sua), que es la razón -idéntica consigo
mismo- de todo su ser.
La limitación de las cosas del mundo demuestra también su condicionalidad.
Que todas las cosas existentes y en la manera que existen son ser, puede
enunciarse con toda propiedad de todo particular. Y con todo, su ser siempre
es este ser, siempre es este existir y no aquel otro. El ser-así de la
existencia particular no resulta, pues, del existir mismo. Es decir, que tiene
que estar determinado por influjo extraño. O lo que es lo mismo, que los
seres limitados existen condicionalmente. El absoluto, de consiguiente, no
puede tener existencia limitada, ni existencia que sea una así que junto a la
suya se dé todavía otra existencia no comprendida en la primera. La
existencia, según eso, tiene que incluir en sí toda posibilidad de existir;
el absoluto es infinito Pero no como una suma de seres finito:. en cantidad
infinita, y cuyo ser siempre limitado siguiese condicionado. Sino que es
infinito por otra existencia que comprende en sí toda la plenitud del ser;
que, por lo mismo, hállase más allá de todas las escalas del ser, y cuya
realidad contiene para siempre en sí de infinita sobremanera.
Finalmente, la mutua dependencia de las cosas del mundo manifiesta su
condicionalidad. Sólo por la dependencia mutua llegan las cosas a la
actuación completa de su efectividad, es decir, de su poder entitativo. Por
eso puede más el particular como miembro de una ordenación que cuando se
halla solo. Mas donde el poder de ser está condicionado, el ser es
condicionado. Por eso el Absoluto no puede formar en ningún sistema
ordenativo. Y, por lo mismo, el mundo que está formado de tales sistemas no
puede ser el Absoluto. Más bien tiene éste que trascender de una multitud a
una unidad, que de tal modo se encierre en sí, que nada necesite fuera de
sí, y no pueda por eso ser dependiente.
Contingencia.
Donde se dan dependencia, limitación y mutabilidad, se da condicionalidad del
ser. Según eso, estos seres no tienen por sí mismos existencia alguna; el
que existan no es inherente a su ser. Por lo mismo, pueden también nacer y
perecer. Tales seres son contingentes, pueden ser o no ser. Se encuentran con
la existencia, porque, anterior a todo encontrarse, les ha llovido de otra
parte la existencia. Por eso, esta existencia les ha sido dada como hecho,
pero en su facticidad desnuda. Todo entender choca, según eso, al fin con el
hecho de que hay seres y tales seres. Esta facticidad del mundo corresponde a
la libertad de la creación. Otra cosa es en el Absoluto. De tal manera
existe, que le es inherente el ser. Es el que es, o el ser sin más El Ser, de
consiguiente; pero no como abstracción, sino como concreción suma de la
plenitud entitativa. Para Dios la existencia no es ninguna facticidad desnuda,
sino cosa que se entiende, pura copia de luz, tranquila presuposición
evidente. En Él coinciden el principio y el hecho, la idea y el caso
particular en unidad absoluta.
Como todo lo intramundano es condicionado en su ser, tiene que estar, en
último término, condicionado por el Absoluto. Con otras palabras: el
Absoluto es la causa última de toda existencia. Por eso todo el poder de ser
que se encuentra en el mundo lo tiene Dios en sí reunido y por siempre, pero
no a nuestra manera, sino de manera ultramundana, de infinita sobremanera.
Según eso, en cada línea tiene, por lo menos, la elevación entitativa de
los seres más elevados que conocemos. Por aquí se nos da un medio para
vislumbrar, como de lejos, por la vía de la analogía, nuevas cosas de Dios.
Por cada elevación, siguiendo las escalas del ser, emerge, por decirlo así,
una línea asíntota que nos lleva a Dios. El mundo, según eso, es la
revelación natural de Dios; por él se ha hecho visible lo invisible de El;
no, claro está, en sí, sino como en espejo y semejanza. No como el alma en
el cuerpo, sino como el artista en su producción.
CAPITULO II
LA ESENCIA DE DIOS `
Esencia y existencia.
En todos los seres intramundanos puede distinguirse la esencia y la
existencia. Como Dios sólo a través del mundo se da a conocer, también en
Él tendremos que hablar de esencia y existencia. Pero siempre con la
distinción de que su existir es su ser. El es el existente. En ningún otro
ente fuera de Él entra como nota la existencia en la esencia. Ello distingue
a Dios de todo lo demás. Su ser es precisamente que exista
Infinitud.
Además, quedó ya establecido que Dios es infinito, o que es eternamente toda
la posible plenitud del ser. En lo cual debe eliminarse primero un concepto
inexacto de la infinitud. La verdadera infinitud es aquí cosa nada más
inferida y vislumbrada.; sólo poseemos de ella un concepto análogo a través
de lo finito. La expresión significa comúnmente un concepto no siempre igual
y derivado de otras fuentes. Piénsase, v. gr., en la serie de los números, y
ningún número como tal nos obliga a hacer alto; pues que con la adición de
un 1 podremos rebasarlo. Aunque sólo podemos decir nosotros números finitos,
el hecho de poder sobrepasar siempre todo número dado lo designamos como
infinitud de la serie numérica. Parecidamente ocurre con el tiempo. La razón
del siempre-poder-más se encuentra en que estos conceptos abstractivos
hállanse vacíos y sin contenido. Los objetos reales existen siempre en
número determinado y concreto, duran un, tiempo determinado o carecen, en
suma, de tiempo. En Dios es de muy distinta manera. Existe, sí; y, con eso,
es Él concreto. Su infinitud es su trascendencia sobre todas las escalas del
ser posibles, con lo que incluye todo de una sobremanera peculiar suya.
La verdadera infinitud no puede, según eso, ser una suma; ni siquiera la suma
de Dios y mundo. El mundo no añade cosa a Dios. Como Creador, tiene
eternamente todo su poder de ser. La plenitud del ser no se aumenta ni
disminuye con la creación del mundo. Nosotros no lo comprendemos bien, porque
todos los seres intramundanos tienen, por lo menos, algún ser que no depende
de los demás seres finitos, cuyo poder de ser no incluyen éstos a su manera.
Con lo cual, dicho ser importa algo al lado de ellos, algo nuevo para ellos,
algo que puede adicionárseles. No es así la relación entre lo finito e
infinito; todo ser finito es, o por la potencia entitativa de lo infinito, o
no es. Por eso no vienen aquí al caso los supuestos de la adición. La
infinitud verdadera no pide, según eso, que no existan otros seres al lado de
lo infinito; pues por estos otros hemos llegado nosotros a la noticia de la
existencia del ser extramundano. Sólo seres no dependientes en su ser de él
pueden no existir. Con otras palabras: el Infinito es el creador de todo lo
demás.
La infinitud de Dios nos esclarece como ninguna otra cosa la analogía de
nuestro conocimiento. El hablar nuestro sobre Él es un débil balbuceo.
Barruntamos la alteza, la omnipotencia y la seguridad del ser de Dios. Pero
con respecto a la realidad misma, sólo es un barrunto. Es un saber que, a la
vez, es un saber de su no-saber. Un sabio no-saber.
La distinción entitativa entre Dios y todo lo finito es infinita. Por eso nos
resulta Dios totalmente extraño. Como posee Él, a la vez, en forma
sobremanera todo el ser de lo finito, hasta su individuación, importa su
infinitud la máxima aproximación entitativa a todos los seres. Todas las
escalas del ser tienen entre sí una extrañeidad infranqueable; se da ésta
hasta entre un individuo finito y otro individuo finito. Dios no tiene tal
extrañeidad. No está ni simplemente cerca ni simplemente lejos, sino que
trasciende ambos conceptos finitos en una forma tal, que, reuniendo nosotros
ambos conceptos, la podemos atisbar, siquiera sea de lejos. Según lo cual, no
es Dios una contradicción para los seres finitos. No niega su Ser el de los
otros; únicamente niega su igualdad. Si hubiera contradicción no podría ser
Dios creador ni manifestarse; y fuera de Dios nada habría.
Por la infinitud de Dios se explica también el cúmulo de expresiones con que
se quiere describir, alabar y ensalzar la esencia de Dios. Comparado todo lo
creado con la incomparable infinitud de Dios, es nada, por demás pequeño e
insignificante para lo que a Dios le es debido. Como pura nada se siente la
creatura ante este poder, para el que no tiene medio alguno coactivo. En
humildad y adoración reconoce el hombre piadoso esta proporción y
ordenación del ser; y con obstinación y rebeldía lo contradice impotente el
orgullo de la creatura. Donde la creatura se apoya en sí misma, contra Dios,
realmente viene a apoyarse en la nada, viene a estar sostenida sobre la nada
por Aquel a quien no quiere ella reconocer.
Unicidad.
De la infinitud de Dios resulta la unicidad de Dios. Un segundo infinito
debería ser dependiente de él, tendría, según eso, ser dependiente del
primero. Esto está en pugna con la infinitud. Sería un ser al lado del ser
divino, que juntamente con él compondría una suma mayor. Esta unicidad de
Dios no es un número; excluye, más bien, todo número. Dios no es uno al
lado de otro, sino único, porque sólo como único puede existir.
Simplicidad.
Dios es, además, simple, sin composición alguna. De lo contrario, tuviera
partes entre sí subordinadas y dependientes unas de otras, con lo que su ser
sería condicionado. Hasta las distinciones conceptuales que nosotros hacemos
entre las propiedades de Dios tienen su razón única en la manera de conocer
nosotros a Dios, es decir, por los seres finitos donde tales propiedades
hállanse conceptualmente y a veces realmente separadas. Pues, a la vez,
sabemos que justicia no es misericordia, pero la justicia divina sí es la
divina misericordia.
Omnipresencia.
Todas las escalas del ser tienen ubicación y duración, pero analógicamente
unas y otras entre sí. Con eso, y sin más, tiene que suponerse que también
las tiene Dios, pero en la sobremanera que corresponde a su infinitud. No debe
mezclarse en ello ni finitud ni dependencia alguna. Es decir, que la
ubicación no puede ser extensiva como en los cuerpos, pues supondría ello
partes. Más bien se le parecería la presencia del alma en el cuerpo, que en
cuantas partes está, está entera. Así está también Dios en todas partes,
y por cierto, con todo su ser infinito entero. Como la ubicación ut sic,
podemos imaginarnos también esta de Dios como una relación a las demás
ubicaciones. Pero no por eso tiene Dios relación alguna real a las cosas,
aunque sí éstas a Él. Localmente le son presentes. Dios es omnipresente.
Eternidad.
La duración de Dios sólo puede ser un aspecto de su existencia infinita con
su plenitud infinita. Por eso es la duración de Dios sin principio, sin fin y
sin mutación. Por eso trasciende Él completamente del tiempo No es ni
quietud ni flujo; por su eternidad hállase fuera y por encima. Por ella está
presente a cuanto existe. Todos los tiempos le quedan igualmente cerca.
Trasciende del pasado y del futuro, que sólo se hallan en seres cuyo ser se
va dilatando sobre una duración fluyente. En Él no hay antes ni después.
Con eso, trasciende Dios de la historia y no-historia a la pura eternidad.
Inmutabilidad.
Porque Dios es independiente de todo lo demás, por sí mismo es lo que es,
eterno en todo; no puede llegar a ser nada. No se dan en Él disposiciones
adormecidas que vayan después realizándose. No es mezcla de vida y muerte,
de acto y potencia, sino pura vida, pura actualidad, poder entitativo, en
tensión la más alta y la más sosegada a la vez, actus purus.
Gentileza
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