Entender el silencio de Dios eterno
Por
José Ramón Ayllón
Un niño judío, Elie Wiesel, llegó una noche a un campo de
exterminio y más tarde escribió lo siguiente:
No lejos de nosotros, de un foso subían llamas gigantescas. Estaban
quemando algo. Un camión se acercó al foso y descargo su carga: ¡eran
niños! Si, lo vi con mis propios ojos. No podía creerlo. Tenia que ser una
pesadilla. Me mordí los labios para comprobar que estaba vivo y despierto.
¿Cómo era posible que se quemara a hombres, a niños, y que el mundo
callara? No podía ser verdad. Jamás olvidaré esa primera noche en el campo,
que hizo de mi vida una larga noche bajo siete vueltas de llave. Jamás
olvidaré esa humareda y esas caras de los niños que vi convertirse en humo.
Jamás olvidaré esos instantes que asesinaron a mi Dios y a mi alma, y que
dieron a mis sueños el rostro del desierto. Jamás olvidaré ese silencio
nocturno que me quitó para siempre las ganas de vivir.
Aquel niño judío no pudo entender el silencio del Dios eterno en el que
creía, del Señor del Universo, del Todopoderoso y Terrible. Tampoco pudo
entender la plegaria sabática de los demás prisioneros. "Todas mis
fibras se rebelaban. ¿Lo alabaría yo porque había hecho quemar a millares
de niños en las fosas? ¿Porque hacia funcionar seis crematorios noche y
día? ¿porque en su omnipotencia había creado Auschwitz, Birkenau, Buna y
tantas fábricas de la muerte?
Un Dios todopoderoso y bueno, ¿podía crear un mundo sin mal. Si no podía,
no es todopoderoso; si podía, le falta bondad. Estamos ante el dilema
clásico, desde Confucio hasta Voltaire; la existencia del mal y del
sufrimiento es el principal obstáculo para la fe en Dios, y el argumento más
importante en favor del ateísmo. Los hombres niegan a Dios porque observan
que el mal triunfa, porque experimentan sufrimientos sin sentido. Sin embargo,
la fe en Dios y en los dioses nació porque los hombres sufrían y sentían la
necesidad de liberarse del mal. La existencia del mal se convierte en prueba
de la existencia de Dios cuando provoca el descontento de este mundo y orienta
a los hombres hacia otro mundo distinto. Los sofistas fueron los primeros en
apreciar ese fundamento empírico de la conciencia religiosa.
Es oportuno volver a las palabras de Zeus y recordar que no es decente echar
sobre Dios la responsabilidad de nuestros crímenes. Pero nos gustaría
preguntarle por qué se ha concedido a los hombres la enorme libertad de
torturar a sus semejantes; nos gustaría preguntar. Como Shakespeare, por qué
el alma humana, que a veces lleva tanta belleza, tanta bondad, tanta savia de
nobleza, puede ser el nido de los instintos más deshumanizados. Quizá sirva
como respuesta la que ofrece Jean-Marie Lustiger, otro muchacho judío con una
historia similar: "Yo tenía la sensación de que nos hundíamos en un
abismo infernal, en una injusticia monstruosa. Hay en la experiencia humana
abismos de maldad que la razón no puede ni siquiera calificar. Buenos virajes
hacia lo irracional, donde las causas no están en proporción con los
efectos. Y los hombres que encarnan esa maldad parecen pobres actores, porque
el mal que sale de ellos les excede infinitamente. Son peleles, títeres
insignificantes de un mal absoluto que los desborda. Y el rostro que se oculta
no es el suyo es el de Satán. Sólo así se explica que una civilización que
desea la razón y la justicia caiga en todo lo contrario: en la aniquilación
y en el absurdo absoluto".
Los dos adolescentes se salvaron de la barbarie nazi. .Medio siglo después, a
Wiesel le concedían el Premio Nobel de la Paz y Lustiger se convertía en
arzobispo de París. La respuesta de Lustiger no es original. Desde antiguo,
la magnitud del mal hace intuir, junto con un Dios bueno, la existencia de un
principio maligno con poderes sobrehumanos. Pero, si el Dios bueno es
todopoderoso, aparece como último responsable del triunfo del mal, al menos
por no impedirlo. Sumergida en el mal, la historia humana se convierte a veces
en un juicio a Dios, en su acusación por parte del hombre. Hay épocas en las
que la opinión pública sienta a Dios en el banquillo; ya sucedió en el
siglo de Voltaire, y sucede ahora. El periodista Vittorio Messori interpela al
papa, representante y defensor del Dios bíblico: "¿Cómo se puede
confiar en un Dios que se supone Padre misericordioso, a la vista del
sufrimiento, de la injusticia, de la enfermedad, de la muerte, que parecen
dominar la gran Historia del mundo y la pequeña historia cotidiana de cada
uno de nosotros?"
"La contestación del Pontífice es de una radicalidad proporcionada a la
magnitud del problema: el Dios bíblico entregó a su Hijo a la muerte en la
cruz. ¿Podía justificarse de otro modo ante la sufriente historia humana?
¿No es una prueba de solidaridad con el hombre que sufre? El hecho de que
Cristo haya permanecido clavado en la cruz hasta el final, el hecho de que
sobre la cruz haya podido decir como todos los que sufren: "Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado?", ha quedado en la historia del
hombre como el argumento más fuerte. "Si no hubiera existido esa agonía
en la cruz-dice Juan Pablo II-, la verdad de que Dios es Amor estaría por
demostrar."
Cuando Ulises regresa a Ítaca-su patria-, se presenta disfrazado ante su
porquero Eumeo con aspecto de anciano harapiento. Eumeo no le reconoce, pero
se compadece y le acoge con hospitalidad. Ulises lo agradece de veras y el
porquero le explica que "no es santo deshonrar a un extraño ni aunque
viniera uno más miserable que tú, pues todos los forasteros y mendigos son
de Zeus". Desde Homero, la referencia a la Divinidad se ve como
indispensable para dotar al hombre de inviolabilidad. El Libro Eterno, más
explícito, define al hombre como hijo de Dios, y sabemos que cualquier otra
definición rebaja peligrosamente su dignidad. Si ser considerado hijo de Dios
no siempre ha sido suficiente para proteger al hombre, ser mero animal
racional o animal social es dar demasiadas facilidades para pisotearlo.
Gentileza
de http://www.arvo.net/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL