De la Ilustración a la postmodernidad

 

El olvido del ser y el extravío de la razón;
la fractura entre razón y fe;
el horizonte de superación de esta fractura.


A mi buen hijo,
 hermano de camino y entrañable amigo,
José-Luis Mendoza Pérez,
Presidente de la Universidad Católica,
 “San Antonio”, de Murcia.




Eminencia Reverendísima:

El Ser Absoluto y el ser contingente, el Creador y el ser creado, Dios y el hombre no se encuentran en una relación de continuidad ontológica, pues, en tal caso, Dios, Ser Absoluto y Creador, personal y trascendente, constituiría un puro superlativo del ser finito. Dios sería un “duplicado” del espíritu humano, estaría de sobra, y el hombre lo percibiría como una hipótesis inútil, llamada a desaparecer tan pronto como él y, con él, el mundo llegasen a su plena madurez. Dicho lacónicamente, tendría entonces razón Marx, cuando afirma, superando a Feuerbach desde Hegel y a Hegel desde Feuerbach, que Dios es ciertamente la hipóstasis o sustantivación de los deseos humanos de plenitud, pero de una plenitud que, previamente secularizada, el hombre podrá satisfacer de modo inmanente cuando éste entre por el verdadero camino que conduce hacia sí mismo.


Pero Dios y el hombre, el Creador y el espíritu creado tampoco se encuentran en una relación de contradicción ontológica o de oposición dialéctica, pues, de ser así, el peso de Dios aplastaría la gravedad ontológica del ser creado, privando a éste de su autonomía y condenándole a la existencia trágica que se observa, por ejemplo, en los personajes de las novelas de Kafka o en los héroes torturados de Dostoiewsky.


Así pues, contra todo inmanentismo y contra todo positivismo desde arriba, el hombre se encuentra, respecto de Dios, en una relación de semejanza y de absoluta desemejanza, como certeramente definió el IV Concilio de Letrán (cf DS 806); en una relación de autonomía y de radical heteronomía (cf GS 36).


En efecto, creado a imagen y semejanza de Dios (cf Gn 1, 26), ordenado al fin sobrenatural (cf 1 Cor 2, 9) y caído en pecado (cf Gn 3), el hombre no es un puro “ser-en-sí” ni una mera naturaleza psicofísica, así como tampoco un ser autoconsciente que se mece en la inmanencia de la intramundaneidad y encuentra el gozo perdiéndose en ésta, como equivocadamente nos quieren enseñar las visiones del “New Age” y de Paulo Coelho, sino un “espíritu-en-el mundo”, con una sustantividad, un ser y una misión propias en el cosmos visible, y llamado a un “trascender con trascendencia” a pesar de su pecado.



La participación especial del ser humano en el ser más íntimo de Dios se muestra en que su naturaleza está dotada de razón, lo que determina que el hombre se perciba intrínsecamente llamado a buscar la verdad del mundo, de sí mismo y de Dios[1], y que pueda encontrarla hasta un cierto límite y más o menos perfectamente a partir de sus solas fuerzas naturales (cf DS 3004-3005). La exigencia de esta vocación a buscar la verdad la cumple el hombre mediante el ejercicio recto de su razón teórica y práctica, lo que acontece cuando ésta se adecúa en sus juicios a la esencia del ser que se le muestra o a la esencia del bien que hay que realizar (cf FR 25b). Bien decía Aristóteles que “verdad es decir de lo que es que es, y de lo que no es que no es”[2]. Y, con palabras de Santo Tomás, “veritas est adaequatio intellectus ad rem”[3].

Ahora bien, la semejanza ontológica del hombre con Dios y su verdadera autonomía no se agotan en su condición de ser inteligente, racional, llamado a la verdad y capaz de descubrirla, al menos parcialmente. El hombre es también semejante a Dios y, por tanto, cualitativamente superior a todos los seres de la creación visible por su condición de ser dotado de voluntad libre. Pues, en virtud de su libertad constitutiva, es dueño de sí mismo y de la creación, y, por ende, pastor de su naturaleza, capaz de sobreponerse al imperio de sus pasiones, para orientar éstas en dirección a la verdad, y capaz, en fin, de cumplir las exigencias prácticas de la huella de la bondad de Dios dejada por Este en aquél en forma de ley natural: una ley no escrita sólo en tablas de piedra, sino grabada con fuego en el corazón y que el hombre descubre por un juicio recto del uso práctico de su “ratio” inmanente.

De este modo, razón y voluntad libre constituyen las dos notas peculiares del ser humano frente al ser de los seres de la creación visible, dos notas que le asemejan de un modo eminente a Dios y que definen su legítima autonomía.



Pero la autonomía del hombre no es absoluta. Aun siendo inteligente y libre, llamado a la verdad, capaz de descubrirla y con posibilidad real de ser fiel a sus exigencias, el hombre, en virtud de su ordenación sobrenatural y de la herida del pecado, se pregunta por el Ser y no obtiene la respuesta que colmaría sus ansias de verdad plena; se formula la pregunta por el mundo y éste le oculta la cara más honda de su doble rostro de Jano, esa cara llamada por Schelling y por Von Baader, herederos de Giordano Bruno, “die naturierende Natur”; y, finalmente, inquiere acerca de sí mismo y constata con estupor que su ser más hondo se le oculta en el seno de un misterio que no puede en modo alguno desvelar. No toda, pero sí mucha razón tenía, pues, Kant cuando escribía, el año de 1781, en el primer “Vorrede” de “Kritik der reinen Vernunft”: “La razón humana tiene el singular destino, en una suerte de sus conocimientos, de verse agobiada (belästigt wird) por cuestiones de índole tal que no puede evitar (nicht abweisen kann), porque su propia naturaleza se las impone, pero que no puede resolver (nicht beantworten kann), porque exceden completamente sus posibilidades (übersteigen alles Vermögen der menschlichen Vernunft)”[4].



Más todavía: como señaló en 1928 Martin Heidegger en “Sein und Zeit”, el hombre se nos ofrece en posición de “yecto”, de postrado, de arrojado a la existencia, lo que, “mutatis mutandis”, significa, en palabras del Concilio Vaticano I, que el ser humano, por enfermo y pecador, no llega siquiera a conocer bien de hecho, sin la ayuda de la Revelación histórico-positiva, lo que podría conocer bien de derecho en virtud de las solas fuerzas de su razón natural (DS 3005). Y significa también, en palabras del Concilio Vaticano II, que el hombre, malherido por el pecado, “no raramente hace lo que no quiere y deja de hacer lo que querría llevar a cabo” (GS 10). Dicho con el lenguaje desnudo, a veces crudo, de San Pablo, “descubro en mí esta ley: que, aun queriendo hacer el bien, es el mal el que se me presenta. Pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros” (Rom 7, 21-23).



Esto supuesto, pese a su autonomía legítima ante Dios y frente al mundo, el hombre se percibe intelectual y volitivamente determinado, en su relación con Dios, por una radical heteronomía.



En consecuencia, sólo si Dios sale al encuentro del hombre, que chapotea en su sangre, le cura y le eleva, podrá éste ponerse en pie y caminar erecto.



Por eso, en contra del ateismo antropológico de los “Maestros de la sospecha” y de sus pobres epígonos, que, según el fino juicio de Henri de Lubac, comienzan por disuadir al hombre del reconocimiento de Dios y acaban encerrándole en una cárcel de cristal a todas luces insoportable, dice K. Rahner en las últimas páginas de “Geist in Welt”, verdadero pórtico de “Hörer des Wortes”, que una posible revelación histórico-positiva de Dios, lejos de repugnar a la persona humana, encontraría a alguien que ya tiende a Dios, que le busca como a tientas y que no puede alcanzarle, que sabe del nombre de Dios y le conoce entre sombras. Por consiguiente, aunque el ser humano no puede exigir ni provocar que Dios le salga al encuentro, si Dios gratuitamente lo hace, encuentra a un yo finito ontológicamente bien predispuesto a escucharle, aun cuando éste no tenga apriori en sí mismo, en su inteligencia y en su libertad, todas las condiciones de posibilidad de la escucha de la palabra divina y de la obediencia a ésta, y aun cuando el hombre, por el salto cualitativo que supone el paso de la razón a la fe, por la frecuente ideologización de su razón y por los abismos de su pecado, no esté siempre en disposición actual de abrirse, con mente clara y corazón ardiente, a la palabra de Dios, lo que constituye la matización hecha por Walter Kasper a Karl Rahner. Consecuentemente, bien dice el último Concilio que “el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado (. . . . . . . ). Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (GS 22).



Así las cosas, la persona del hombre, radicalmente heterónoma, está ontólogicamente abierta a la revelación histórica y positiva de Dios.



Resumiendo lo dicho hasta ahora, en esto consiste el verdadero ser del hombre: en su autonomía legítima y en su radical heteronomía respecto de Dios.



Como es obvio, la razón participa de estas dos dimensiones constitutivas del ser humano. Por eso, la razón se comporta según las exigencias de su ser cuando se abre a la verdad y la conoce hasta el límite en que es ello posible, y cuando, habiendo llegado a los umbrales del misterio y no pudiendo avanzar más, en vez de desnaturalizarse, bien afirmándose orgullosamente a sí misma como la fuente de la verdad, bien retrocediendo cobardemente con malhumor y desesperación por no haber logrado por sí misma llegar a su meta última, se abre humildemente a Dios, al que por necesidad tiende y del que ya tiene noticia, y le suplica el don de la revelación positiva, histórica, de su rostro.



Tal es el grito que sube a Dios desde las secas gargantas del viejo Israel, un grito tan perfectamente hecho suyo por San Anselmo en el cap. I del “Proslogion”: “Y tú, Señor, ¿hasta cuándo nos olvidarás? ¿Hasta cuándo apartarás de nosotros tu rostro? ¿Cuándo volverás hacia nosotros tu mirada? ¿Cuándo nos escucharás? ¿Cuándo iluminarás nuestros ojos? ¿Cuándo nos mostrarás tu faz? ¿Cuándo accederás a nuestros deseos? Señor, vuelve tus ojos hacia nosotros, escúchanos, ilumínanos, muéstrate a nosotros. Sin ti no hay para nosotros más que desdichas; ríndete a nuestros deseos para que la dicha nos venga de nuevo (. . . . .) Señor, empujado por la necesidad, he comenzado a buscarte; no permitas, te suplico, me retire sin quedar saciado (. . . .). Estoy encorvado, Señor, y no puedo mirar más que al suelo; enderézame, y mi mirada se volverá hacia el Cielo (. . . . . . .). Permíteme dirigir los ojos a tu luz desde lejos o desde el fondo del abismo. Enséñame a buscarte, muéstrate al que te busca, porque no puedo buscarte si no me enseñas el camino. Y no puedo encontrarte si no te haces presente”. Casi un milenio después, Martin Heidegger declararía, como glosando a Anselmo, en el curso de la conocida entrevista que le pidiera “Spiegel”: “Sólo un dios puede salvarnos”. Y, cuando el entrevistador insistió sobre si podía haber alguna relación entre su pensamiento y la venida de ese dios, la respuesta de Heidegger fue ésta: “No podemos traerlo con el pensamiento; lo más que podemos es preparar la disposición para esperarlo”[5]. Una declaración semejante, aunque menos lograda, había hecho ya Max Horkheimer desde la Escuela de Frankfurt.



Este dinamismo interno de la razón, fruto de su autonomía y de su heteronomía, por el cual ella avanza en dirección a la verdad plena, consciente de no poder alcanzarla totalmente sino con la ayuda de la gracia, es el que se observa en el modo de evangelizar de Pablo en el Areópago de Atenas. “Atenienses –dijo-, veo que vosotros sois, por todos los conceptos, los más respetuosos de la divinidad. Pues, al pasar y contemplar vuestros monumentos sagrados, he encontrado también un altar en el que estaba grabada esta inscripción: “Al Dios desconocido”. Pues bien, lo que adoráis sin conocer, eso os vengo yo a anunciar”(Hch 17, 22-23).



Es decir, a ese “theon agnostón”, al que buscáis necesariamente desde lo más hondo de vosotros y al que no podéis dar alcance porque, aun habiendo dejado rastros, huellas de su ser en vosotros y en el mundo, su ser más íntimo escapa a las posibilidades cognoscitivas de vuestra razón, a ese Dios, cuyo conocimiento es sólo posible por gracia, es al que yo os anuncio, pues su revelación histórico-positiva ya se ha producido de una vez por todas en Jesús, revelador y revelación de Dios, del que por pura gracia, no por méritos propios, he sido constituido heraldo.



El dinamismo de la razón señalado por Pablo determinará posteriormente las síntesis más logradas del pensamiento occidental. Lo encontramos, por ejemplo, en el ya citado Anselmo de Canterbury, heredero de San Agustín. Recordemos aquel paso del cap. II del “Proslogion”, cuando el Santo, llegado al límite de la especulación teórica, convicto y confeso de sus pecados y tras haber pedido reiteradamente a Dios se le mostrase por los caminos de la gracia, exclama sin restos de fideismo ni de positivismo teológico, por más que a primera vista parezcan asomar Calvino y Barth en el universo católico del recio Arzobispo inglés: “No intento, Señor, penetrar tu profundidad, porque en modo alguno guarda proporción mi entendimiento con ella. Sólo deseo entender de alguna forma tu verdad, esa verdad que mi corazón cree y ama. No busco, pues, entender para creer, sino creer para entender. Porque de una cosa estoy convencido: de que, si no creyera, no llegaría a entender”



Y este mismo dinamismo, por citar sólo a algunos de los grandes maestros de la razón y de la fe, es el que atraviesa las obras de San Agustín, de Santo Tomás, de Galileo, de Maurice Blondel, de J. Maréchal y de K. Rahner, de Henri de Lubac, de Joseph Ratzinger, de Paul Poupard, de Erich Przywara y de Hans Urs von Balthasar, cuyo más alto estudioso, el joven sacerdote complutense, Dr. Santiago García Acuña, tenemos el honor de tener entre nosotros, gentilmente enviado al Congreso por mi sucesor en la sede de Alcalá de Henares, S. E. Rvdma. Mons. Jesús-E. Catalá. Para todos ellos, es radicalmente empresa vana la aspiración de la razón de llegar por sí misma a una síntesis inmanente que pudiera ser justa con el ser de lo real. Y, para todos ellos, la razón y la fe son, como dice el Papa en “Fides et ratio”, “las dos alas con las que el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad”, siendo la segunda, la fe, el complemento discontinuo de la primera.



Pasando, finalmente, a los frutos del pensar, del querer y del hacer humanos, la cultura que emerge de la observancia del verdadero ser de la razón y del uso legítimo de ésta no es optimista ni pesimista. Tal cultura no presenta al hombre como Prometeo, como Sísifo ni como el ser trivial que amanece en las producciones literarias de Gore Vidal, de Milan Kundera y de Umberto Eco. En la cultura que es fruto de una razón autoconsciente de su autonomía y de su heteronomía brilla un hombre religado a la verdad, religioso y cristiano, hermano de sus hermanos, amigo de la naturaleza y plenamente esperanzado a pesar de sus caídas y del inevitable, terrible paso por la muerte en dirección a la Vida. Nada hay en esta cultura que se oponga a la Revelación, pues inmanencia y trascendencia, hombre y Dios, razón y fe, aun estando siempre en tensión, forman parte de un orden querido y dado a priori por la mente divina, un orden al que el propio Dios somete su “potentia absoluta” al convertir libremente ésta en “potentia ordinata”.



I.-EL OLVIDO DEL SER Y EL EXTRAVIO DE LA RAZÓN.



Tal vez nunca se dio un momento histórico en el que se cumplieran plenamente las exigencias de este dinamismo de la razón humana, hambrienta de la verdad y abierta a la Revelación para calmar, por medio de la fe, su hambre del Absoluto, de la Verdad completa.



Pero de lo que no cabe la menor duda es de que la posibilidad legítima de la razón de acceder al conocimiento del ser, cuya patencia en aquélla constituye la verdad, entra en clara crisis en el tardo Medievo. Como he dicho reiteradas veces sobre este tema y saben bien los historiadores de la filosofía, merced a múltiples factores, algunos de ellos de orden teológico, el “lógos” posterior a Santo Tomás, que es el “lógos” nominalista, pasa a concebir el ser como simple idea o como pura neutralidad, niega el carácter objetivo de los conceptos universales y se torna totalmente al singular. Nos encontramos en los albores mismos de la era moderna, que se inaugura así con lo que llamó en su día Gustav Siewerth “el olvido del ser”.



Pues bien, la preterición del “eînai” por el “noûs”, con el consiguiente olvido de la religación constitutiva de la razón a la verdad real, principio fundante de la era moderna, determinará el extravío de la razón, extravío que pasa hasta la hora presente por ocho estadios:

1) Quedar suelta aquélla. Fue la obra del Nominalismo. En efecto, desvinculada de su correlato ontológico, la razón humana pierde todo punto arquimédico y, como dice Zubiri a propósito de la Sofística, queda suelta, nadando en el vacío[6]. De pronto, el “lógos” se ha desvinculado del ser y sobrevuela ahora el espacio celeste, tratando de evitar la caída en la nada, lo que piensa lograr refugiándose en el ámbito de la lógica, del pensamiento formal. A Guillermo de Ocham se debe en gran parte semejante hazaña.



2) Sustantivarse indebidamente, olvidando la constitutiva “intencionalidad de la conciencia”, a saber, que todo pensamiento es pensamiento de algo. Dicho de otro modo, la razón moderna busca desesperadamente un punto de apoyo y, descartado el ser como “locus quiescendi” y, resistiéndose a limitar su ejercicio al ámbito del pensamiento lógico-formal, concibe la idea de una sustantividad que no tiene, se repliega sobre sí y cede a la tentación de asentarse en la falsa paz de su propia inmanencia. De este modo, solo el pensamiento y lo que de éste emerge se le muestran dotados de evidencia apodíctica. Detengámonos, por ejemplo, en este paso de la “Segunda meditación metafísica” de René Descartes: “Yo no admito ya nada que no sea necesariamente verdadero. Y, si he de hablar con precisión, yo no soy más que una cosa que piensa, esto es, un espíritu, un entendimiento o una razón, términos cuya significación antes se me escapaba. Por tanto, yo soy una cosa verdadera y verdaderamente existente. ¿Qué cosa es ésta?. Ya lo he dicho: Una cosa que piensa”[7]. Claramente se lo reprocharían tres siglos después el movimiento fenomenológico y el existencialismo de entre guerras.



3) Perder la posibilidad de su uso metafísico, pues la razón, sustantivada y encerrada en sí misma, se ve en la radical imposibilidad de alcanzar el conocimiento del “en-sí” del mundo, del hombre y de Dios, los tres objetos metafísicos, que pasan a ser desde este momento “ideas reguladoras de la razón”, siempre dialéctica y, por tanto, siempre en avance hacia la síntesis del conocimiento, pero que en modo alguno pueden ser objetivadas. No otra fue la tragedia del idealismo trascendental de Kant.



4) Concebir ilegítimamente en sí la plena autonomía, con su consiguiente absolutización, la introyección en sí misma de los contenidos de la revelación, sólo alcanzables por la gracia, y la caída en la tentación de sustituir a Dios Creador, con las funestas consecuencias que tal pretensión comporta. Fue la obra del idealismo absoluto de Hegel, pues Kant no se atrevió a ello. Sus mismos presupuestos noéticos se lo impedían.



5) Conocer su “desublimación”, empresa que cupo realizar a los “Maestros de la sospecha” (Darwin, Freud, Nietzsche, Jung, Feuerbach, Marx).



Porque, a decir verdad, ¿es realmente pura la razón, absolutamente pura y universal, tal como pretenden Descartes, Kant y Hegel?. ¿No podría ocurrir – se pregunta Nietzsche – que, bajo el rostro, a primera vista sereno, lleno de luz y de armonía, del dios Apolo se esté ocultando Diónisos, ahito de vino y de toda suerte de excesos con sus amigas las bacantes?. ¿No cabría pensar – se pregunta Freud – que fueran infundadas las pretensiones de autonomía del “ego”, habida cuenta de la presión que sobre éste ejerce el “subconsciente”, anegado por la “líbido”? ¿Cómo puede la razón – se pregunta Darwin – aspirar al estatuto de pura cuando el hombre y, con él, la razón son el resultado de la evolución de las especies?. ¿Cómo se puede decir que la razón es pura – se pregunta Feuerbach desde el mecanicismo francés de Holbach y de Lamettrie – cuando todo lo existente es materia, y materia inerte, estática, democritea?. ¿Es realmente la conciencia – se preguntará Marx – la que determina (bestimmt) la realidad o la realidad la que determina la conciencia?. Esa realidad que, según Engels, no es ya la materia muerta de Feuerbach, sino la materia viva, en tensión, la cual, por continuos saltos dialécticos, ha llegado a devenir autoconsciente de sí en la sociedad, sometida también ésta a leyes dialécticas. Esto último es lo que el Marx de “Das Kapital”, entiende por realidad, convirtiendo así el materialismo dialéctico de Engels en materialísmo histórico. Finalmente, Jung, discípulo díscolo de Freud, dirigirá a la razón moderna esta certera pregunta: ¿puede el “logos” ilustrado erigirse en juez déspota de la tradición del pensamiento de la humanidad, juzgando éste respecto de sí como la noche respecto del día? ¿No debería ser, más bien, al contrario?. Porque, a fin de cuentas, el “logos” sólo aprehende el ser cuando desciende humilde, menesteroso, al fondo de esa sima profunda en donde habita el “inconsciente colectivo” de la humanidad, lo que implica volver al pasado.



6) Intentar recuperarse por la acción de médicos tan altos del pensamiento transmoderno como Husserl, Heidegger y los filósofos de la primera y de la segunda generación frankfurtesa, quienes señalaron agudamente en su momento que el pensamiento occidental de la modernidad, olvidado el ser, había quedado apresado por el idealismo.



En efecto, como se sabe y ya he aludido a ello, Husserl enseñaría a Descartes que toda conciencia es intencional, lo que implica distinguir en el ser de la conciencia la existencia de una dualidad, el sujeto y el objeto, la “nóesis” y el “eîdos” o correlato noemático objetivo. Pero Heidegger, presupuesta la crítica de Husserl a Descartes, iría más allá de Husserl, censurando a éste, cuyo programa era precisamente ir “in die selbsten Sachen”, haber mantenido restos de idealismo en su fenomenología, restos de idealismo que consisten, según la aguda matización de Jean-Paul Sartre y de Merleau-Ponty, en que el “eîdos” u objeto, al que apunta la conciencia, continúa siendo, en Husserl, inmanente a la conciencia y no exterior a ésta.



7) Sufrir la muerte por los afilados puñales de los pensadores postmodernos, hastiados hasta el colmo de los malos frutos de la modernidad, una modernidad que fracasó e hizo sufrir desilusiones, guerras, Gulags y Lagers por las pretensiones desmedidas de una razón luciferina, productora de metarrelatos falsos y, más de una vez, infernales (II Wittgenstein, G. Vattimo, F. Lyotard, los representantes del postestructuralismo francés, y Hans Albert, padre del “racionalismo crítico”).



8) Y, finalmente, tratar de levantarse de sus cenizas por la acción taumatúrgica de hechiceros muy solemnes, pero poco milagrosos, como Habermas y otros, que tratan en vano de resucitar la razón haciéndola volver a su estatuto moderno, previamente corregido, para devolverle, desde nuevas bases, la pureza y la universalidad perdidas. Dada la fragilidad de éstas nuevas bases, bien pudiera ser que las últimas intenciones de estos sociólogos teóricos no fueran estrictamente filosóficas, sino estar apuntando, por lo menos subconscientemente, a la legitimación teórica de la Socialdemocracia tudesca. Con la mayor perspicacia señalaba D. Innerarity en 1990 la insuficiencia de éste giro registrado desde hace años en la “Kritische Theorie”: “La idea de racionalidad comunicativa – escribía Innerarity – no puede proveer aquello que la razón necesita para ponerse a salvo de su propia perversión: un modo de relación con el mundo que no gire en torno a la subjetividad. Una teoría de la comunicación puede suministrar métodos y procedimientos que relativicen el punto de vista de la subjetividad individual, pero no por ello deja de ser una tautología de la razón”[8]. Por eso, el Profesor de Zaragoza designa irónicamente la “kommunikative Vernunft” habermasiana con la expresión de “convencionalismo trascendental”.



Tal es la gran parábola descrita por la razón moderna desde la “Navaja de Ocham” hasta las “pragmáticas trascendentales” de nuestro tiempo, una parábola cuya dialéctica interna descansa en el olvido del ser y, por tanto, en la desvinculación de la razón a la verdad real. Poco importa que esta razón se entendiera primero, fáustica y prometéicamente, como única y absoluta, lo que ocurrió en la Ilustración. Poco importa que, después, desublimada por los “Maestros de la sospecha” y hecha astillas por la postmodernidad, se haya disuelto hoy en infinidad de usos paralelos e incomunicables, todos ellos presuntamente legítimos porque cada uno se asienta en una determinada convención subjetiva o “juego de lenguaje”, como quiere el II Wittgenstein, y porque, perdido todo punto arquimédico objetivo y toda suerte de razón canónica, no hay ya posibilidad alguna, como dicen Th. Kuhn y P. Feyerabend desde el “anarquismo epistemológico”, de discernir la verdad intrínseca de una teoría, lo que implica, en oposición abierta a las exigencias de objetividad reivindicadas por el neopositivismo lógico (principio de verificación experimental) y por Popper (principio de falsabilidad), ser imposible contradecir una teoría desde otra. Y poco importa, finalmente, que, para superar el “anarquismo epistemológico”de la jungla postmoderna, se quiera hoy elaborar una teoría cuya pretensión de verdad se funda no en la “adaequatio intellectus ad rem”, esto es, en el principio de realidad, sino en la adecuación de la mente de cada uno al resultado del diálogo de todos, un diálogo no presidido, como en el caso de Sócrates, por la fe en la existencia de la verdad en sí y por la posibilidad racional de alcanzarla, sino por la voluntad de llegar a un consenso.



En cualquiera de los tres casos contemplados, la razón no supera, como tan bien señala D. Innerarity, la tautología que supone una relación con el mundo que gire en torno a la subjetividad. Porque “tautológico” – observa Kant – es un juicio cuyo predicado está ya contenido apriori en el sujeto. “Mutatis mutandis”, una relación con las cosas asentada en la subjetividad capta en las cosas lo que previamente el sujeto ha puesto en ellas. Con lo cual, las cosas, la realidad, el ser, la verdad, devienen necesariamente en este planteamiento un predicado de un juicio analítico cuyo sujeto es siempre el yo: el yo orgulloso de la Ilustración, el yo quebrado, plural y nihilista de la postmodernidad o el yo social de los autores de la así llamada “tercera generación de la Escuela de Frankfurt”.



II.-LA FRACTURA ENTRE RAZÓN Y FE .



A nadie extrañará, pues, que la traición de la razón moderna a su religación constitutiva a la verdad real haya dejado al hombre moderno sin verdad. Y, puesto que sólo en la verdad puede crecer la fe, es obvio se haya venido abriendo cada vez más la sima entre razón y fe. Pues la razón no ofrece ya a la fe la verdad que ésta necesita. Y, al echárselo en cara la fe, la razón huye despavorida, mientras que aquélla, la fe, pierde el humus, la verdad, en donde sembrar la simiente del Evangelio.



Dicho en síntesis, el olvido del ser por la razón ha determinado que ésta se extraviara y dejara de dar su fruto natural: la verdad. Y allí en donde no hay verdad no puede habitar Cristo, que es la Verdad y la Vida del mundo.



III.-HORIZONTE DE SUPERACIÓN DE LA FRACTURA ENTRE FE Y RAZÓN MODERNA. CURAR LA RAZÓN.



¿Qué hacer entonces? ¿Cambiar la fe? ¿Negar la razón?. No, absolutamente no. Porque la fe y la razón, teniendo a Dios como el mismo y único autor, están aliadas apriori. En consecuencia, si la responsable de la ausencia de la verdad en el mundo moderno es la razón, entonces la fe queda libre de culpa, siendo la razón la que debe ser llevada a juicio. Por lo tanto, lo que se impone es ayudar pacientemente a la razón a que se levante de su caída, se ponga en pie y vuelva a entrar por su verdadero camino. Y esta tarea habrá de ser llevada a cabo, no oponiendo crudamente el Evangelio a la razón, lo que implicaría negar la legitima autonomía de ésta. Tal forma de proceder es positivista. Habiéndose dado en muchos momentos de la historia, la encontramos, por ejemplo, en Lutero, en Barth, en el primer Bultmann y en toda la teología dialéctica, pero es contraria a la doctrina católica de la inculturación del Evangelio.



Ayudar a la razón a incorporarse de su caída, a ponerse en pie y a entrar por su verdadero camino tendrá que realizarse, bien mediante un anuncio directo del evangelio que interpele a la razón, la sacuda, conmueva sus cimientos y denuncie sus miserias, hasta el punto de que la razón perciba estar recibiendo acrecidamente desde fuera la luz que ella ya tenía, pero que, por culpa propia, casi se había extinguido, lo que constituye la esencia del “método trascendente”, del clásico “Credo ut intellegam”, reivindicado en nuestros días por Eberhard Jüngel y por Juan-Pablo II en “Fides et ratio” (cf. nº16-23), o bien mediante un descenso filosófico crítico a la arena de la propia razón, al campo en donde ésta yace enferma, para curarla con medicinas que ella sabe y cuyos efectos benéficos puede llegar a conocer por sí misma. No otra es la esencia del “método inmanente”, del “Intellego ut credam”, reivindicado en nuestro tiempo por Wolfhart Pannenberg, Juan Alfaro, jóvenes maestros como Pablo Domínguez y también por Juan-Pablo II. Aludiendo a este método, dice el Papa en “Fides et ratio”: “hubo quienes crearon una filosofía, la cual, partiendo del análisis de la inmanencia, abría el camino hacia la trascendencia” (nº 59). Un buen ejemplo de puesta en práctica de éste método lo encontramos en las investigaciones del ya mentado joven profesor de la Facultad de Teología “San Dámaso” de Madrid, Dr. Pablo Domíguez, quien, en diálogo filosófico con los grandes sistemas lógicos del siglo XX (el intuicionista de Brouwer, el trivalente de Lukasiewicz, los polivalentes de Bochwar y de Kleene, el discusivo de Jaskowski y el indeterminista de Zawirski), intenta desvelar una concepción de la Lógica en la que se dé una perfecta armonía entre la verdad (como don) y la libertad (como adhesión a la verdad)[9]. Ambos métodos son ortodoxos, como también su uso simultáneo, lo que se muestra con bastante nitidez en el Libro de Catequesis para confirmación y grupos de jóvenes ADONAI del joven sacerdote complutense Juan-Carlos Burgos Goñi[10]. Como dice el autor en la “Presentación” del volumen introductorio, “la metodología elegida para la elaboración de éste Libro de catequesis no es ni inductiva ni deductiva, sino una y otra cosa a la vez”.[11]



Esto supuesto, ¿cómo curar la razón moderna, para que ésta, conocida de nuevo la salud, nos muestre la verdad en donde inculturar el Evangelio?. ¿Qué debe permanecer y qué debe cambiar en el “lógos” moderno, determinante de la cultura occidental en los últimos tres siglos?.



1.- El “lógos” moderno de la Ilustración conserva intacto el deseo, el afán de buscar la verdad. Cree en el Absoluto, inquiere acerca de él e intenta alcanzarlo. Es, en el fondo, la pasión del sujeto de la “Fenomenología del Espíritu”, de Hegel, que, como ocurre en el Fausto de Goethe, urge al espíritu humano a autotrascenderse dialécticamente buscando, mediante la afirmación y la negación simultáneas de lo ya logrado, alcanzar su determinación plena.



El “lógos” moderno de la Ilustración cree, además, en el poder de la razón, y en la razón objetiva, universal, canónica.



Pero el “lógos” ilustrado se sintió Dios, se endiosó. Y, al endiosarse, concibió la ilusión de ser, no el servidor de la verdad, sino el dueño de ésta y su creador. Por eso, el “lógos” de la Ilustración no se arredra ante nada: ni ante el hombre (“Todo para el pueblo, pero sin el pueblo”, dice el Despotismo Ilustrado; “Lo que es posible científicamente ya es bueno y verdadero de por sí”, es el lema del cienticísmo derivado de A. Comte). Tampoco se detiene ante la naturaleza, a la que hay que dominar y someter por medio de la astucia de la razón, la cual le impondrá desde fuera sus propias leyes, aun cuando éstas la violen. No otro es el programa de F. Bacon, de Newton y de Kant. Y no se para ante Dios, al que considera como el “ideal de la razón”, imposible de objetivar (deismo de Kant), como garante del orden moral descubierto por la razón práctica (postulados morales de Kant), como el espíritu humano mismo devenido por fin autocosciente gracias a la razón (Hegel) o como una hipótesis de la que hay que desembarazarse porque impide el desarrollo hegemónico de la razón y de la ciencia (A. Comte y “Maestros de la sospecha”.



Dicho con palabras del Papa, tomadas de “Fides et Ratio”, “algunos representantes del idealismo intentaron de diversos modos transformar la fe y sus contenidos, incluso el misterio de la muerte y de la resurrección de Jesucristo, en estructuras dialécticas concebibles racionalmente. A este pensamiento se opusieron diferentes formas de humanismo ateo (. . . .) que presentaron la fe como nociva y alienante para el desarrollo de la plena racionalidad. No tuvieron reparo en presentarse como nuevas religiones, creando la base de proyectos que, en el plano político y social, desembocaron en sistemas totalitarios traumáticos para la humanidad. Y, en el ámbito de la investigación científica, se ha ido imponiendo una mentalidad positivista que no sólo se ha alejado de cualquier referencia a la visión cristiana del mundo, sino que ha olvidado toda relación con la visión metafísica y moral. Consecuencia de esto es que algunos científicos, carentes de toda referencia ética, tienen el peligro de no poner ya en el centro de su interés la persona y la globalidad de su vida. Más aún, algunos de ellos, consciente de las potencialidades inherentes al progreso técnico, parece que ceden no sólo a la lógica del mercado, sino también a la tentación de un poder demiúrgico sobre la naturaleza y sobre el ser humano mismo” (46 a y b).



Así las cosas, lo realmente heredable de la modernidad ilustrada es el afán de la razón de buscar la verdad y la fe en las posibilidades de la razón, presupuestos teoréticos de la revelación cristiana. Y lo que debe descartarse del “lógos” ilustrado es su orgullo infundado, su pretensión de total autonomía, la soberbia de sentirse “lógos” absoluto dotado de poder creador.



2.- En lo que se refiere al “lógos” postmoderno, desencantado y quebrado, habrá que felicitar a éste por su critica al “lógos” ilustrado, por haberlo bajado del alto pedestal en el que ilusoriamente se había colocado y por haberle echado en cara sus desmanes. Pero, al mismo tiempo, habrá que aclararle que una cosa es señalar la falsedad de un uso fáustico de la razón, lo que está plenamente justificado, y otra, muy distinta, matar la razón porque ésta un día se extralimitó y se hizo delincuente.



Solo así, la razón sabedora de no haber muerto, devendrá consciente de su autonomía legitima, comenzará de nuevo a buscar la verdad y ésta le saldrá al encuentro, pues “la razón está por naturaleza orientada a la verdad y cuenta en sí misma con los medios necesarios para alcanzarla” (FR 49).



Esta tarea a realizar con el “lógos” postmoderno es hoy urgente, pues el mundo occidental ha perdido el horizonte de la verdad y se hunde en el mayor de los nihilismos, disimulado éste, por supuesto, con la máscara del pluralismo y del goce de la libertad, pero de una libertad no religada a la verdad y, por tanto, destructora. Con razón ha escrito Joseph Ratzinger que el Islam, infinitamente inferior al Cristianismo y a la cultura que éste engendró, pero que se encuentra secularizada, se levanta hoy amenazador porque no ha perdido el horizonte de la verdad y de la fe. El alma islámica – dice el teólogo Bávaro – está animada por el sentimiento de que los países occidentales no tienen ya un mensaje moral y de que lo único que pueden ofrecer al mundo es un “know how”; de que la religión cristiana ha abdicado de sus fundamentos y ya no le queda nada de auténtica religión; de que los cristianos ya no tienen fe ni moral, habiéndoles quedado solamente restos de una Ilustración moderna; de que sólo el Islam ha permanecido, al final, en la escena como la religión viva, como la verdadera fuerza religiosa del futuro; de que sólo los musulmanes, con un mensaje religioso y moral ininterrumpido desde los profetas, podrán decir al mundo cómo se debe vivir. Pues bien, concluye el sencillo y afable Purpurado de la Congregación para la Fe, “con esta fuerza interior del Islam, que está fascinando incluso los ambientes académicos, es con la que tenemos que habérnoslas”[12] hoy.



3.- Por último, también la “razón comunicativa”, con la que Habermas pretende levantar de sus cenizas el “lógos” postmoderno, deberá ser redimensionada en su orgullo infundado y circuncidada en profundidad. Tenida en cuenta por el Papa en “Fides et ratio” (nº 56), he aquí lo que de ella dice en “Evangelium vitae” (nº70), ampliando lo que ya dijera al respecto en “Centesimus annus” (nº46) y en “Veritatis splendor” (nº101): “En realidad, la democracia no puede mitificarse convirtiéndola en una instancia que sustituye a la moralidad o en una panacea de la inmoralidad. Fundamentalmente, es un ordenamiento y, como tal, un instrumento y no un fin. Su carácter moral no es automático, sino que depende de su conformidad con la ley moral a la que, como cualquier otro comportamiento humano, debe someterse; esto es, depende de la moralidad de los fines que persigue y de los medios de que se sirve. Si hoy se percibe un consenso universal sobre el valor de la democracia, esto se considera un positivo signo de los tiempos, como el Magisterio de la Iglesia ha puesto de relieve varias veces. Pero el valor de la democracia se mantiene o cae con los valores que encarna y promueve. Fundamentales e imprescindibles son ciertamente la dignidad de cada persona humana, el respeto de sus derechos inviolables e inalienables, así como considerar el bien común como fin y criterio regulador de la vida política.



En la base de estos valores no pueden estar provisionales y volubles mayorías de opinión sino sólo el reconocimiento de una ley moral objetiva que, en cuanto ley natural inscrita en el corazón del hombre, es punto de referencia normativo de la misma ley civil. Si, por una trágica ofuscación de la conciencia colectiva, el escepticismo llegara a poner en duda hasta los principios fundamentales de la ley moral, el mismo ordenamiento democrático se tambalearía en sus fundamentos, reduciéndose a un puro mecanismo de regulación empírica de intereses diversos y contrapuestos” (EV 70).



De este modo, si tremendo y estremecedor es el fundamentalismo islámico, que, por medio de la Guerra Santa, quiere imponer a la humanidad impía, postmoderna, pagana, una fe religiosa que hace abstracción sistemática de toda racionalidad inmanente, no menos pavoroso es el intento de elevar a categoría de absoluto una razón social, cuyos fundamentos teoréticos hacen imposible obtener el desvelamiento de la verdad, y de imponer a todos como vinculantes los resultados obtenidos a partir del ejercicio de aquella razón. Esta variante del fundamentalismo, que podríamos llamar “fundamentalismo secularista”, amenaza hoy con convertirse en nuevo “Leviatán”, en nuevo metarrelato moderno, llamado a determinar los contenidos de la religión y del pensamiento filosófico, los imperativos del obrar moral y el comportamiento político de todos los hombres. Sus armas son claras, están patentes: ninguna guerra, por supuesto, pero sí una política cada vez más globalizada, árbitro y garante de la razón social. Los principios de ésta razón son transmitidos e impuestos a la sociedad por medio de los “mass-media”, también en creciente globalización, y de una economía de cuya globalización ya nadie puede dudar, pues resulta a todas luces evidente.



Es curioso y, sin duda, preocupante que, a la hora de juzgar un determinado comportamiento religioso, moral, político o económico de un ciudadano o de una institución, ya no se recurra hoy al criterio de la verdad en sí de tal comportamiento, sino al criterio positivista del ordenamiento político vigente, y se diga, como frecuentemente se oye: “Esto es políticamente correcto, sin embargo esto otro es políticamente incorrecto”. De este modo, “lo bueno” y “lo malo” en sí se convierten en “lo políticamente correcto” y en “lo políticamente incorrecto”respectivamente. Con lo cual, negada la “Veritatis splendor”, ya no existen actos intrínsecamente buenos ni actos intrínsecamente perversos, independientemente del fin perseguido, de la intención o de las consecuencias de tales actos, lo que significa que la verdad obtenida a partir del ejercicio de la razón dialógica de Habermas, cuando precipita en ley, se torna positivista y totalitaria.



Ahora bien, por no someterse a este criterio positivista y fundamentalista, muchos cristianos fueron en la antigüedad pasto de las fieras del César romano. Y, por no someterse a este criterio, el cristianismo del siglo XX ha conocido más mártires que en toda su historia. Por lo que se ve, el milenio y el siglo que empiezan conocerán de nuevo derramarse la sangre de muchos testigos de la verdad y de la fe.



La Universidad Católica San Antonio de Murcia que, como todas las universidades católicas, tiene como vocación central buscar la verdad y denunciar la mentira allí en donde ésta se encuentre, está llamada a ser “mártir” de la verdad y de la fe, y a vivir el Tabor del “gaudium de veritate” tan celebrado por San Agustín.


Murcia, 23 de noviembre de 2001


+ Manuel Ureña Pastor,
Obispo de Cartagena y
Gran Canciller de la UCAM



[1] De Malo IX, 1; DH 1.

[2] Met G, 7, 1011 b26-8.

[3] De Veritate ql a3.

[4] KrV A VII, VIII, IX

[5] Como se sabe, Heidegger sostuvo dicha entrevista en 1966 con la condición de que ésta se publicara después de su muerte. Y efectivamente se publicó en “Spiegel” de mayo de 1976.

[6] X. Zubiri, Naturaleza, historia, Dios, Madrid 1987, p. 199.

[7] R. DESCARTES, Les Méditations (texte français): Oeuvres philosophiques, Tome II (1638-1642), Paris, 1967, pp. 418-419.

[8] D. Innerarity, Dialéctica de la modernidad, Madrid 1990, pp. 110-111.

[9] Cf. P. Domínguez, Lógica, Verdad y Libertad, 15 (noviembre-diciembre 1993) pp. 477-487.

[10] Cf. JC. Burgos, ADONAI. Libro de catequesis para confirmación y grupos de jóvenes, Edicep (Valencia) 1998-2000. La obra contiene cinco volúmenes, cuatro de los cuales con dos tomos cada uno.

[11] JC. Burgos, ADONAI. La catequesis de jóvenes hoy. Introducción General, Edicep (Valencia)1998 p. 18.

[12] J. Ratzinger, La sal de la tierra. Cristianismo e Iglesia ante el nuevo milenio, Madrid, 1997, p. 267.


Gentileza de http://www.diocesisdecartagena.org/obispo/magisterio/magisterio.asp

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