Sócrates y Platón:

Sobre el último destino del alma

Por Rafael Gómez Pérez

SÓCRATES
PLATÓN

Fedón

En el siglo IV antes de Cristo, Platón dio con una interpretación del hombre que, por su perpetuidad, bajo distintas formas, hasta el mismo día de hoy, parece una posibilidad "natural". Si no hubiera sido Platón, otro genio semejante la habría descubierto tarde o temprano. En esencia es esto: la vida del hombre es la vida de un alma que, prisionera en el cuerpo, desea ardientemente volver a su verdadera, eterna, perfecta patria. Así que lo que se ve y se experimenta aquí abajo es sólo reflejo y copia de las realidades verdaderas de allá arriba. Y, como ya se estuvo en ese mundo de las verdades perfectas, conocer es recordar; y amar es ir, como por grados, ascendiendo a la Belleza en sí, que coincide con el Bien en sí. Esta visión del hombre es espiritual, teológica, divina, como le gustaría decir al mismo Platón. Y contra ella han ido quienes prefieren una visión material, empírica y exclusivamente humana. En la filosofía platónica es esencial la inmortalidad del alma, que es el tema del dialogo Fedón.

El hombre Sócrates

El Fedón esta ambientado en la prisión donde Sócrates pasa su último día antes de beber la cicuta, la condena a muerte que sobre él pronunció un tribunal democrático. Sócrates había nacido en el año 409 a. C. Era hijo de un escultor-cantero y de una comadrona. El mismo era cantero de profesión. La filosofía era una afición. Participó con muestras de gran valor en la guerra del Peloponeso y se distinguió en la retirada de Delio, en el 424. Se casó, ya mayor, con Jantipa, supuestamente de muy mal genio pero sin duda una buena mujer, de la que tuvo tres hijos. Sus intervenciones en la vida publica fueron casi siempre a contracorriente. En el año 46 6 criticó la legalidad de una sentencia de la asamblea contra los ocho generales que habían participado en la batalla de las Anfípolis (en la guerra contra Esparta). Bajo el gobierno de los Treinta Tiranos se negó a colaborar en la detención de un inocente a quien los tiranos habían condenado a muerte. Según su conciencia, se oponía tanto a la asamblea democrática como a los oligarcas. Pero esto, entonces, después y ahora, es lo último que se puede hacer, a no ser que se quiera recibir ataques de todas las direcciones. De hecho, en el año 399, tres políticos democráticos -Anito, Meleto y Licón- procesaron a Sócrates con las acusaciones de no creer en los dioses de Atenas y de corromper a la juventud con esas ideas. Parece probado que la condena a muerte se emitió con el cálculo de la solución normal en estos casos: el destierro voluntario antes del veredicto o la propuesta de la alternativa del destierro una vez dada la sentencia. Pero Sócrates estaba convencido de su inocencia y no aceptó las componendas. Tenía setenta años y llevaba muchos enseñando el difícil camino de la búsqueda independiente de la verdad.

Los argumentos de la inmortalidad

En el Fedón las ideas de Sócrates son claras, sencillas, directas. No le importa morir. “Si yo no creyera encontrar en la otra vida dioses tan buenos y tan sabios y hombres mejores que los de aquí abajo, sería muy injusto que no me afligiera tener que morir. Pero sabed que espero reunirme con hombres justos (...). He aquí por qué no me aflige tanto la perspectiva de la muerte, confiando en que después de esta vida existe todavía algo para los hombres y que, según la antigua máxima, los buenos serán allí mejor tratados que los malvados”.

Otro aspecto: filosofar no es más que aprender a morir. “¿No suena sumamente ridículo que un hombre que ha estado dedicado durante toda su vida a esperar la muerte, se indigne al verla llegar?”.Sí, le responde, pero muchos piensan que “cuando el alma abandona el cuerpo cesa de existir; que el día mismo en el que el hombre muere o ella se separa el cuerpo, se desvanece como un vapor y no existe en ninguna parte”. Por eso, añade, “que el alma viva después de la muerte del hombre, que actué y piense, es lo que puede ser que necesite alguna explicación y pruebas sólidas”. Estos son los temas que apasionaban a Sócrates y a Platón. Y es Platón el que ordena el pensamiento de su maestro y ofrece sobre este asunto no una, sino varias argumentaciones.

Primera argumentación: las cosas surgen de sus contrarios. Así, si de la vida surge la muerte, de la muerte tiene que surgir la vida. “Si todo lo que ha tenido vida muriera y estando muerto permaneciera en el mismo estado sin revivir, ¿no llegaría necesariamente el caso de que todas las cosas tendrían un fin y que no habría ya nada que viviera? Porque si de las cosas muertas no nacen las vivientes y si estas mueren a su vez, ¿no sería absolutamente inevitable que todas las cosas fueran finalmente absorbidas por la muerte?”

A cualquiera se le ocurre objetar que eso es precisamente lo que ocurre: empezó la vida, se transmite durante un tiempo y al final todo quedara absorbido en la no existencia. Lo que le sucede a un individuo les ocurrirá a todos. Quizá por eso, en el diálogo se introduce enseguida una segunda argumentación, basada en la idea socrática de que “nuestra ciencia no es más que reminiscencia”. Sócrates argumenta con un ejemplo, el de la idea de igualdad. Comparamos cosas sensibles que nos parecen iguales, pero para eso es preciso tener la idea inteligible de igualdad de forma previa, porque no deriva de lo sensible. Es preciso que hayamos visto antes, en otra vida, la igualdad en sí. Y lo mismo hay que decir de la belleza en sí, la justicia, la santidad. Por eso conocer es reconocer, recordar lo que ya se vio. “Nuestras almas existían antes de este tiempo, antes que apareciesen bajo esta forma humana; y, mientras carecían de cuerpo, sabían”.

La cuestión es: de ser cierto eso, se probaría la pre-existencia de las almas, pero no la inmortalidad. Sócrates advierte entonces que la no mortalidad quedó probado con la primera argumentación, pero por sí acaso afronta una tercera.

Esta tercera argumentación se basa, primero, en un análisis de qué cosas se disuelven y cuáles no. Aclarado esto, ver a que categoría pertenece el alma humana. Se disuelven y disocian las cosas compuestas, no las simples. Eso, de lo que se acaba de hablar, la igualdad en sí, la belleza, la bondad “y toda existencia esencial, por ser pura y simple permanece la misma en sí, sin sufrir la menor alteración o el menor cambio”. Son “cosas” que sólo pueden “percibirse por el pensamiento, porque son inmateriales y nunca se las ve” con los ojos corporales.

El alma humana pertenece a esa categoría de realidades invisibles. Es, por eso, inmaterial: “Nuestra alma se asemeja mucho a lo que es divino, inmortal, inteligible, simple e indisoluble, siempre igual y siempre parecido a sí mismo”. Y añade: “¿este ser invisible que va a otro medio semejante a ella, excelente, puro, invisible, es decir, a los infiernos, cerca de un dios emporio de bondad y de sabiduría, un paraje al que espero irá mi alma dentro de un momento, si a Dios le place, un alma tal y de tal naturaleza no haría más que abandonar el cuerpo y se desvanecería reduciéndose a la nada como cree la mayoría de los hombres?”.

Si el alma se ha preparado pare su separación del cuerpo, “va hacia un ser semejante a ella, divino, inmortal, lleno de sabiduría, cerca del cual, libre de sus errores, de su ignorancia, de sus temores, de sus amores tiránicos y de todos los demás males anexos a la naturaleza humana goza de la felicidad”.

Dudas sobre la inmortalidad

Pero ni a Cebes ni a Simmias, los dos interlocutores de Sócrates en este diálogo, le convencen las pruebas aportadas por el filósofo sobre la inmortalidad del alma. Piensa Simmias que el alma es como la armonía del cuerpo, como hay armonía inmaterial en un instrumento musical, en una lira. Cuando el cuerpo perece es natural que perezca el alma-armonía, como perece la de la lira cuando se destroza su materia. Y sostiene Cebes que el alma bien puede ser más duradera que el cuerpo y aun que pueda habitar en varios cuerpos sucesivamente, como un vestido, pero que, como un vestido, al final acabara gastándose y muriendo.

Sócrates se dispone a rebatir esas objeciones. Cebes y Simmias admiten, eso sí, que aprender no es más que acordarse de lo que antes se supo y que por consiguiente es necesario que nuestra alma haya existido en alguna parte antes de estar ligada al cuerpo. Pero entonces el alma no puede ser una armonía, porque la armonía de un instrumento no existe después de que exista el instrumento.

Para convencer a Cebes, Sócrates da un gran rodeo, en el cual afirma, como de pasada, cosas muy claras contra todas las explicaciones, de antes y de ahora, puramente materialistas. “Que se diga que si no tuviera huesos ni nervios y otras cosas parecidas no podría hacer lo que juzgara a propósito, pase; pero decir que estos huesos y estos nervios son la causa de lo que hago y no la elección de lo que es mejor, en lo que me sirvo de mi inteligencia, es el mayor de los absurdos; porque es no saber que una es la causa y otra la cosa, sin la cual la causa jamás sería causa”.

Empieza ya la demostración final de la inmortalidad del alma. Hay que aceptar que “existe algo bueno, bello y grande por sí mismo”; y si existe es “porque participa de lo bello mismo y lo mismo digo de las otras cosas”. “Toda las cosas bellas son bellas por la presencia de la belleza misma”. En realidad, lo que quiere decir, como resumirá Platón, es que “toda idea existe en sí y que las cosas que participan de esta idea toman de ésta su denominación”.

Vuelta a la carga: el alma es lo que da vida al cuerpo; el alma es vida; su contrario es la muerte. Por tanto el alma, que es vida “no admitirá nada que sea contrario a lo que ella lleva consigo”. Si a lo que no admite nunca la idea de la muerte lo llamamos inmortal, queda demostrado que el alma es inmortal. Sócrates multiplica los ejemplos para que se le crea: lo impar nunca será par; el fuego nunca será frío.

¿Demostrado? Simmias apunta que sí pero que “la grandeza del asunto y la debilidad natural del hombre me infunden una especie de desconfianza a pesar mío”. Se puede notar que esta es la “sensibilidad” también actualmente extendida, como en cualquier tiempo de la historia humana. Aristóteles, en las contadas ocasiones en que se refiere al tema de la inmortalidad del alma, deja caer que será de desear, pero no encuentra, o no da, los argumentos que él mismo había oído de labios de Platón.

En el reino del mito

En la última parte del Fedón, Platón, más que argumentar con nuevas pruebas, propone reflexiones de tipo ético y luego, como es costumbre en el, interesantes incursiones en el mito. “Si la muerte fuera la disolución de toda la existencia, tendrían los malos una gran ganancia después de la muerte, libres al mismo tiempo de su cuerpo, de su alma y de su vicios; pero, puesto que el alma es inmortal, no tiene otro medio de librarse de sus males y no hay más salvación para ella que volviéndose muy buena y muy sabia.”

Después, en la línea de muchos mitos coincidentes en muchas culturas, Platón, por boca de Sócrates, se refiere a “un paraje donde los muertos se reúnen pare ser juzgados”. Se tratan de datos de una bella fábula, como dice el mismo Sócrates. Los muertos llegan al paraje inferior y son juzgados según hayan llevado o no una vida justa y santa”. Los de delitos mas excusables, pasan a una situación semejante a lo que, en la terminología cristiana, se llamará Purgatorio: expían sus faltas y luego son liberados. Los “incurables a causa de la enormidad de sus faltas (...) es necesario que sean precipitados al Tártaro, del que jamás saldrán” (aunque la sentencia no es tan grave porque hay alguna posibilidad de salir). Por el contrario, “aquellos a quienes se les reconoce una vida santa, se ven libres de todos los lazos terrestres como de una prisión y son recibidos en las alturas, en aquella Tierra pura donde habitarán”.

¿Que seguridad hay de que todo eso sea así? “Puede admitirse, si es cierto que el alma es inmortal, y vale la pena correr el riesgo de creerla. Es un azar que es hermoso admitir y del cual debe uno quedar encantado”. Sócrates no tiene dudas. Hoy mismo espera ir a ese mundo. Se dispone pues a bañarse, antes de tomar el veneno, ahorrando así “a las mujeres el trabajo de lavar un cadáver”. El resto del dialogo es sencillo, directo, llano y sublime. Sócrates se da prisa en beber el veneno, pide instrucciones, habla con bondad de su carcelero y verdugo y, al fin “arrimando la copa a los labios la apuró con una mansedumbre y una tranquilidad admirables”.

Muerte de un sabio

El final merece leerse por entero, como uno de los pasajes más clásicos, de los que mejor han “quedado” de toda la historia, no sólo de la filosofía, sino de la literatura: “Hasta entonces, cuenta Fedón, habíamos tenido casi todos fuerza de voluntad para contener nuestras lágrimas, pero al verle beber, y después que hubo bebido, nos echamos a llorar, como los otros. Yo, a pesar de mis esfuerzos, llore tanto, que no tuve más remedio que cubrirme con mi manto para desahogarme, porque no lloraba por las desventura de Sócrates, sino por mi desgracia, al pensar en el amigo que iba a perder. Critón empezó a llorar antes que yo y salió fuera, y Apolodoros, que desde el principio no había hecho mas que llorar, empezó a gritar, a lamentarse y a sollozar de tal manera que nos partía a todos el corazón, menos a Sócrates. Pero, ¿qué es esto, amigos míos?, nos dijo. ¿A que vienen estos llantos? Para no oír llorar a las mujeres y no tener que reñirlas las mande ir, porque he oído decir que al morir sólo deben pronunciarse palabras amables. Callad, pues, y demostrad más firmeza.”

“Estas palabras nos avergonzaron tanto que contuvimos nuestros lloros. Sócrates, que continuaba paseándose, dijo al cabo de un rato que notaba ya un gran peso en las piernas y se echó de espaldas en el lecho, como se lo habían ordenado. Al mismo tiempo se le acercó el hombre que le había dado el tóxico, y después de haberle examinado un momento los pies y las piernas, le apretó con fuerza el pie y le preguntó si lo sentía. Sócrates contestó que no. Enseguida le oprimió las piernas y subiendo más y más las manos nos hizo ver que el cuerpo se helaba y se quedaba rígido. Y tocándolo nos dijo que cuando el frío llegara al corazón nos abandonaría Sócrates. Ya tenía el abdomen helado; entonces se descubrió Sócrates, que se había cubierto antes el rostro, y dijo a Critón: debemos un gallo a Esculapio; no te olvides de pagar esta deuda. Fueron sus últimas palabras. Lo haré, respondió Critón; pero piensa si no tienes nada más que decirme. Nada, contestó. Un momento después se estremeció ligeramente. El hombre entonces le descubrió del todo. Sócrates tenía la mirada fija y Critón, al verlo, le cerró piadosamente los ojos y la boca”.

“Ya sabes, Echecrates, termina Fedón, cual fue el fin del hombre de quien podemos decir que ha sido el mejor de los mortales que hemos conocido en nuestro tiempo, y además el más sabio y el más justo de los hombres”.

Bibliografía

La mejor versión castellana, y completa, de los Diálogos de Platón es la que ha publicado Gredos. El Fedón está en el tomo III , junto a dos obras semejantes, Fedro y El banquete . La traducción es de Carlos García Gual. Buenas ediciones también son las del Instituto de Estudios Políticos (después Constitucionales), de Madrid, que incluye el texto griego y una cuidada versión. Whitehead afirmó que toda la filosofia de Occidente no son sino apostillas a la obra de Platón. En cualquier caso, la presencia de Platón es continua y no pocos de los modernos e innovadores matemáticos del siglo XX se consideran platónicos. Para adentrarse con más detalle en su obra, pueden verse los siguientes libros, de los que hay versión castellana: I. M. Crombie (1962), An examination of Plato"s Doctrine; D. J. Melling (1987), Understanding Plato; R. M. Hare (1982), Plato; C. J. Rowe, Plato (1984); J. E. Raven, Plato"s Thought in the Making: A Study of the Development of His Metaphysics (1965, reprinted 1985); G. M. A. Grube, Plato"s Thought (1935, reeditado en 1980); G. C. Field, The Philosophy of Plato, (1969, reeditado en 1978); A. E. Taylor, Plato, the Man and His Work ( 1960. reeditado en 1969). De autores españoles: E. Lledó, La memoria del logos, Madrid, 1984; A. Tovar, Un libro sobre Platón, Madrid, 1973. Sobre la ética de Platón, John Gould, The Development of Plato"s Ethics (1955, reeditado en 1972); P. Huby, Plato and Modern Morality (1972). Sobre metafísica y la teorías de las ideas, el clásico de W. D. Ross, Plato"s Theory of Ideas (1951, reeditado en 1976).

Rafael Gómez Pérez

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Sócrates

(Atenas, 470 a.C.-id., 399 a.C) Filósofo griego. Fue hijo de una comadrona, Faenarete, y de un escultor, Sofronisco, emparentado con Arístides el Justo. Pocas cosas se conocen con certeza de su vida, aparte de que participó como soldado de infantería en las batallas de Samos (440), Potidea (432), Delio (424) y Anfípolis (422). Fue amigo de Aritias y de Alcibíades, al que salvó la vida. La mayor parte de cuanto se sabe sobre él procede de tres contemporáneos suyos: el historiador Jenofonte, el comediógrafo Aristófanes y el filósofo Platón. El primero lo retrató como un sabio absorbido por la idea de identificar el conocimiento y la virtud. Aristófanes lo hizo objeto de sus sátiras en una comedia, Las nubes (423), donde se le identifica con los demás sofistas y es caricaturizado como engañoso artista del discurso. Estos dos testimonios matizan la imagen de Sócrates ofrecida por Platón en sus Diálogos, en los que aparece como figura principal, una imagen que no deja de ser en ocasiones excesivamente idealizada, aun cuando se considera que posiblemente sea la más justa. Se tiene por cierto que se casó, a una edad algo avanzada, con Xantipa, quien le dio dos hijas y un hijo.

Sócrates deambulaba por las plazas y los mercados de Atenas, donde tomaba a gentes corrientes (mercaderes, campesinos o artesanos) como interlocutores para someterlas a largos interrogatorios. Este comportamiento correspondía, a la esencia de su sistema de enseñanza, la mayéutica, que él comparaba al arte que ejerció su madre: se trataba de llevar a un interlocutor a alumbrar la verdad, a descubrirla por sí mismo como alojada ya en su alma, por medio de un diálogo en el que el filósofo proponía una serie de preguntas y oponía sus reparos a las respuestas recibidas, de modo que al final fuera posible reconocer si las opiniones iniciales de su interlocutor eran una apariencia engañosa o un verdadero conocimiento. La cuestión moral del conocimiento del bien estuvo en el centro de sus enseñanzas, con lo que imprimió un giro fundamental en la historia de la filosofía griega, al prescindir de las preocupaciones cosmológicas de sus predecesores. El primer paso para alcanzar el conocimiento, y por ende la virtud (pues conocer el bien y practicarlo era, para Sócrates, una misma cosa), consistía en la aceptación de la propia ignorancia (“sólo sé que no sé nada”). Sin embargo, en los Diálogos de Platón resulta difícil distinguir cuál es la parte que corresponde al Sócrates histórico y cuál pertenece ya a la filosofía de su discípulo.

Desenmascaró a los abundantes sofistas de Atenas, los cuales utilizaban la retórica no tanto como el arte de persuadir de la verdad, sino de persuadir tanto de una cosa como de su contraria, por lo que sembraron el escepticismo radical. La retórica, casi en el mismo momento de nacer como disciplina de la razón, se convertía en fuente de zozobra para los ingenuos y de pingües beneficios para los sofistas. Sócrates, con su aguda y sincera dialéctica se granjeó enemigos que, en el contexto de inestabilidad en que se hallaba Atenas tras las guerras del Peloponeso, acabaron por considerar que su amistad era peligrosa tanto para aristócratas como para sus discípulos, entre los que se contaban Alcibíades y Critias.

Oficialmente acusado de impiedad y de corromper a la juventud, fue condenado a beber cicuta después de que, en su defensa, hubiera demostrado la inconsistencia de los cargos que se le imputaban. Según relata Platón en la apología que dejó de su maestro, éste pudo haber eludido la condena, gracias a los amigos que aún conservaba, pero prefirió acatarla y morir, pues como ciudadano se sentía obligado a cumplir la ley de la ciudad, aunque en algún caso, como el suyo, fuera injusta. Peor habría sido la ausencia de ley.

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