Examen crítico de un falso tópico: La ciencia que desbanca a la religión
Por Rafael Gómez Pérez
1.
Un falso tópico aceptado pasivamente: la ciencia es incompatible con la
religión
El cristiano en situación minoritaria y en contra de la corriente puede
prepararse a oír, no una, sino cientos de veces, y presentada con diversas
salsas, una afirmación que en Occidente tiene fecha concreta de nacimiento:
el siglo XVI. Desde entonces empieza a generalizarse, en los círculos
intelectuales, una idea que, reducida a su expresión más simple, puede
enunciarse así: "la religión es el resultado de la ignorancia del
hombre sobre el mundo y sobre él mismo; el crecimiento de las ciencias
naturales y de las ciencias humanas y sociales significará un paralelo
desaparecer de la religión, porque el hombre no tendrá ya necesidad de
atribuir a Dios los enigmas del Universo; los habrá resuelto".
Esta posición está inspirada en el más intransigente de los racionalismos:
todo tendría una explicación racional, científica, aunque las ciencias
serán más complejas, más interdependientes de lo que se piensa de
ordinario. Racionalismo porque se admite que podrá llegar un día en el que
el núcleo todavía imprecisado de lo cognoscible será el terreno practicable
de lo conocido. Se tardará más o menos; siglos, épocas enteras. Pero podrá
llegarse, si no sobreviene antes la catástrofe.
En esa afirmación, que es central en el racionalismo, se descubre ya la
primera falla. Lo expresaría así: "no existe un racionalismo completo;
todo racionalismo, mientras está en el estadio de no conocer aún todo,
necesita una "fe". Concretamente la "fe" en que todo es
cognoscible y en que se podrá conocer". Este acto de fe referido al
futuro no está solo. Antes se da un acto de fe referido al pasado y al
presente. Se cree que el progreso y la evolución de las explicaciones
científicas han dada cuenta, hasta ahora, de la realidad. Se sabe que
todavía falta, pero se afirma que, hasta ahora, todo lo cognoscible ha sido
conocido.
Esa afirmación no puede presentar su propia prueba. El conocimiento humano no
está dotado de una señal luminosa que se encienda, advirtiendo que todo lio
cognoscible ha sido conocido. No hay, como en las máquinas de escribir, un
sonido de campanilla para señalar que se ha llegado al final. El hecho de que
los conocimientos científicos resulten válidos en el ámbito de lo que
conozco, no significa que de ese objeto he conocido ya todo. La ciencia avanza
no tanto porque conoce nuevos fenómenos, sino principalmente porque vuelve
atrás para poder explicar lo que hasta entonces no explicaba.
De ahí una pregunta insidiosa: ¿se puede saber todo lo que ha quedado
atrás? No ya saberlo en detalle, sino confusamente, calcular más o menos las
proporciones de ese todo. Nadie ha respondido de modo satisfactorio a esa
pregunta. La ciencia necesita un acto de fe a parte ante y otro a parte post:
avanza entre dos incertidumbres y dos inseguridades.
Si a esto se añade la irreductible "irracionalidad" de numerosos
comportamientos humanos —pasados, presentes y, no se sabe por qué no,
también futuros—, la valencia multiforme de la libertad, la precariedad del
tiempo que pasa —hay un tiempo limite para poder entender los fenómenos
históricos porque, una vez pasados, sólo caben aproximaciones a posteriori—,
se puede vislumbrar que la Ciencia, antes de querer desbancar a la religión,
deba ajustar sus propias cuentas, que son todo, menos claras y rectilíneas.
El ansia o la pasión de algunos científicos por desbancar a la religión del
universo humano dista mucho de ser una actitud científica: es una pasión
precipitada, no fundada, "irracional", porque carece de las bases
totales y seguras que permitirían el destronamiento.
Confinar la religión al terreno de la ignorancia es una actividad
presuntuosa, que no se da cuenta de cuánta ignorancia asume como ciencia.
Newton dijo en una ocasión: "Me parece que yo he sido como un niño a la
orilla del mar, divirtiéndome al encontrar de vez en cuando una piedrecita
más lisa o una concha más hermosa que las habituales, mientras que el gran
océano de la verdad estaba delante de mi, inexplorado". El tema es ése:
que ni siquiera se sabe dónde termina el gran océano de la verdad. Las
fuentes del Nilo, después de muchos intentos, fueron finalmente descubiertas.
Las fuentes reales, unívocas de la explicación científica del Universo, son
inaccesibles en su totalidad, porque pasan por el hombre, microcosmos más
inexplorado e inexplorable que el macrocosmos. "La ciencia —escribió
Victor Hugo en su obra teatral W. Shakespeare— es ignorante y no tiene
derecho a reírse: debe siempre esperar lo inesperado".
El racionalismo es mistificación, juego de prestigio que se propaga hasta que
no se conoce el truco. El truco es su punto de partida no explicado,
"irracional", como una caricatura del acto religioso de fe. Mientras
la ignorancia se reconozca como tal (la "docta ignorancia" de la que
hablaba Nicolás de Cusa), es posible el progreso científico; de hecho, así
ha avanzado y avanza la ciencia. Pero esta actitud coherente es mantenida por
muchos sólo en el ámbito de la propia parcela; respecto al ámbito de los
fenómenos religiosos —que son reales, comprobables: hay gente que reza a
Dios —se adopta la actitud de "todo resuelto", aunque
evidentemente sin decir cómo.
Resulta que siguen existiendo hombres que adoran a Dios, al que reconocen
trascendente y creador del mundo y del hombre, a pesar del psicoanálisis de
Freud, del materialismo histórico de Marx, del estructuralismo antropológico
de Levi-Strauss. ¿Cómo es posible? Por una parte, Dios es más antiguo que
Freud, Marx y Lévi-Strauss; era ya adorado cuando éstos no habían nacido y
lo seguirá siendo cuando éstos se hayan reintegrado, si son ciertas —que
no lo son— sus propias teorías, al mundo inorgánico, tierra en la tierra,
sin esperanza de alma. Pero, además, ni la ciencia de Freud, Marx,
LéviStrauss (Los utilizo para ejemplificar, porque la serie de científicos
es muy amplia, pero éstos son monstruos sagrados) ha logrado decir, de modo
que sea evidente: "He aquí, resuelto el enigma del Universo".
Hablando de ciencia se necesita una prueba experimental, inequívoca
definitiva. Si se da sólo una apreciación que hay que "creer"
fiados en la autoridad de los que la formulan, no hay ciencia, sino un
sustitutivo humano de la religión. Dirían: "Creed en mi, no en Dios;
fiaros de mí y seguidme, porque yo he resuelto el enigma del Universo".
Ante el tópico de la ciencia que desbanca a la religión, ganando espacios de
explicaciones científicas definitivas, el cristiano puede responder, con
absoluta tranquilidad científica de conciencia, que "fe por fe, la fe en
Dios". Esta fe en Dios ni quita ni impide la ciencia. La Ciencia, como
presunta fe, pretende quitar a Dios. Melius est abundare quam deficere, mejor
es que sobre que no que falte. La Naturaleza es generosa; el hombre está
hecho para que funcione con dos riñones, a pesar de que puede vivir con uno
solo. Amputar al hombre algo como la religión es, par lo menos, y visto
humanamente, cerrarse un camino. Táctica de mal estratega.
2. La ciencia es una elaboración del hombre
Lo que puede suprimir la religión de la vida de un hombre o de grupos humanos
no es la ciencia. Al contrario, la ciencia como actividad humana, en la que
entran en razón, la imaginación, el esfuerzo diario, descubre en sí misma
caracteres de impotencia y de limitación, de humildad, que hacen viable, por
parte del hombre, el reconocimiento de su dependencia respecto a Dios. La
ciencia que infla (1 Cor 8, 1) es la gnosis general, el ignorante pensarse
sabiéndolo todo, cuando se desconoce lo más importante. Incluso se puede
decir que la ciencia moderna, con el método experimental, la formulación de
hipótesis y las pacientes experiencias para verificar o falsificar (declarar
falsas) esas hipótesis, pone al hombre en mejores condiciones para reconocer
su incorregible ignorancia. Basta con que el hombre se dé cuenta de que el
experimento —instrumento para probar las hipótesis— no puede tener la
misteriosa virtud de decidir sobre la existencia o inexistencia de realidades
como Dios, el alma y la vida futura.
La ciencia moderna experimental infla cuando el que la cultiva adquiere, por
razones no científicas, el orgullo de pensarse, como un dios mortal, juez
supremo de la verdad y de la falsedad, del mal y del bien. Del mismo modo
inflaba la ciencia antigua. No es la ciencia la que infla, sine el hombre: él
es el que se infla tomando ocasión de la ciencia, como del arte o de la
política o incluso de la moral.
No hay necesidad de complicar a la ciencia en el impotente desbancamiento de
Dios. Un ignorante en todos los sentidos, un completo analfabeto en humanidad
podría proclamar ese desbancamiento con las mismas palabras que un
"eminente" científico. Basta con que se forje la extraña ilusión
de ser él —uno entre millones en la larguísima historia del mundo— el
oráculo definitivo e irrevocable. Como Marx cuando escribe, en un año
concreto, en 1848, sin el menor pudor, esta ley general y absoluta: "La
historia de todas las sociedades existidas hasta ahora es la historia de la
lucha de clases" (Manifiesto comunista). Fausto era más humano:
"Feliz aquel que aún puede hacerse la ilusión de salir de este mar del
error. Lo que no se sabe es precisamente lo que nos haría falta".
La proclamada incompatibilidad entre la ciencia y la fe (en Dios) no puede
existir por parte de Dios, autor del mundo y autor del hombre que construye la
ciencia. Sólo podría existir si la ciencia se constituye en Absoluto, como
Dios. Pero la ciencia no es Sujeto, sino construcción, elaboración del
hombre. Detrás de la expresión "la Ciencia, incompatible con la
Fe" se esconde esta otra: "el Hombre que se autoconstituye en
Dios".
Una oposición radical —hasta sus últimas consecuencias— sólo se da
entre sujetos. Aunque la expresión no sea apropiada, se puede decir que el
Sujeto Dios no se contrapone al sujeto hombre: lo ha creado par amor y lo
sigue amando; aspira a la unión, no a la contraposición. Pero el sujeto
hombre puede rechazar ese ofrecimiento —ésa es la realidad, que aturde, del
pecado— y oponerse al Sujeto Dios. En esa tarea el hombre ha utilizado y
utiliza diversos procedimientos. El más sutil e indirecto es anteponer la
ciencia, como diciendo: no soy yo el que quiere oponerse, es la Ciencia la que
se opone, de por sí, a la posibilidad de Dios. Entonces necesita revestir a
la Ciencia de atributos magníficos, de posibilidades infinitas, de
potencialidades "divinas". Cosas todas que la ciencia, en su
limitación, no tiene, porque, como se vio antes, la ciencia que el hombre
puede elaborar navega entre dos incertidumbres, entre no poder explicar lo de
antes y no poder ni siquiera decir qué es lo que falta todavía. Por eso,
detrás de la fórmula "la ciencia de por si se opone a la posibilidad de
Dios" se cela un sencillo y primario: "yo me opongo a Dios, porque
no quiero que exista, porque me molesta, porque si Dios existiese yo no sería
lo definitivo".
No es asunto de la razón, sino de la voluntad. Las "oposiciones" en
nombre de la Ciencia esconden posiciones de voluntad: el no quiero que Dios
exista.
3. ""Dios me molesta"
Nadie mejor que Nietzsche ha mostrado la voluntad de potencia, el Dios me
molesta, que es el término real de la afirmación "científica"
acerca de la incompatibilidad razón y fe. Nietzsche murió en 1900, pero los
años transcurridos desde entonces no han visto la aparición de ningún
fenómeno intelectual diverso del que él detectó con la clarividencia del
paranoico.
Mucho antes de que una efímera bibliografía difundiese el slogan de la
"muerte de Dios", Nietzsche había escrito en un conocido texto de
la Gaya Ciencia: "¿A dónde ha ido Dios? iYo os lo diré! ¡Lo hemos
matado nosotros: vosotros y yo! Todos nosotros somos sus asesinos... Dios ha
muerto, Dios está muerto". Esta escenificación de Nietzsche se conecta
con otras palabras del Así hablaba Zaratustra: "Hermanos: este Dios, que
yo he creado, era obra y locura del hombre, lo mismo que todos los
dioses". Matar a Dios equivale a descubrir que no puede haber Dios. ¿Por
qué? "Si hubiera dioses, ¿cómo iba a poder aguantar yo no ser dios?
Luego no hay dioses" (Así hablaba Zaratustra).
Eric Voegelin ha recordado en Ciencia, política y gnosticismo una leyenda de
la Kabala judía, que surge a finales del Xll y principios del XIll, en la que
aparece ya la muerte de Dios por obra del hombre, precisamente suplantándolo:
"Dios ha creado a vosotros a su imagen y semejanza. Pero cuando vosotros
hayáis creado, como Él, un hombre, dirán todos: No hay Dios en el mundo
fuera de estos dos" (del hombre "creador" y del hombre
"creado"). Pero la leyenda es más antigua, aunque cambie el clima
en el que reaparece de vez en cuando. En una pequeña obra de Plutarco —en
el siglo I—, De oraculoram defectu, se lee: "Epiterse narraba que una
vez, embarcándose en dirección a Italia en una nave cargada de ricas
mercancías y llena de una turba de pasajeros, hacia el atardecer,
encontrándose cerca de las islas Equinades, se paró el viento. La nave iba
de un lado a otro, en dirección incierta. Hasta que se acercó a Patxos. De
pronto viniendo de la isla, se escuchó una gran voz, que dijo: Tamo (piloto
de la nave), cuando llegues a Palide anuncia que el grande Pan ha
muerto". Pan no es aquí el pequeño dios de la mitología civil
grecorromana, sino la personificación de lo divino. Oscuro permanece el
sentido de este pasaje de Plutarco, pero no es demasiado aventurado ver en él
un ejemplo más del inútil intento de anunciar la muerte de Dios.
Nietzsche se hace eco de ese deseo deicida del hombre, porque Dios le molesta.
"¿Qué quedaría por crear si existiese Dios?". Pero denunció ya,
anticipadamente, la vana pretensión del hombre de matar a Dios por medio de
la ciencia. Para matar a Dios hace falta, en Nietzsche, un acto positivo de
voluntad: ensangrentarse las manos. Ponerse como Superhombre más allá del
bien y del mal. En la Gaya Ciencia, el hombre "extravagante" que
anuncia la muerte de Dios dice: "llego demasiado pronto, aún no ha
llegado la hora. Este monstruoso acontecimiento está todavía en camino y
avanza... Los hechos requieren tiempo, aun después de haber sido llevados a
cabo, para ser vistos y oídos. Este hecho está todavía demasiado lejos, aun
más lejos que la más lejana de las estrellas. Y, sin embargo, han sido ellos
los que lo han cometido" (el deicidio).
La tragedia —que en Nietzsche hace locura, delirio mental —es que el
hombre ni puede convertirse en Superhombre ni puede matar a Dios. Cuando
intenta —verbalmente— matar a Dios, lo que muere es el hombre, a manos de
lo que entonces resulta: la dominación de un déspota humano. Las
consecuencias de una ciencia o de una técnica que borra las fronteras de la
personalidad, que esclaviza masificando.
Renunciando al misterio de Dios no quedan patentes los enigmas del Universo.
Al contrario, se desencadenan fuerzas oscuras, antirracionales. La ciencia
humana no salva; simplemente pone en manos del hombre instrumentos que pueden
resultar de utilidad o de perversión. La tragedia del hombre al que Dios
"molesta" es que no puede, par más que lo intente,
"desbancar" a Dios. Dios no es tocado par la ilusoria esgrima del
hombre que con El se enfrenta. Dios resiste al soberbio, como dice la
Escritura, en el sentido de que es intangible. El arma que se dirige contra
Dios se invierte hiriendo al hombre. Resulta indiferente que ese arma sea la
filosofía, la ciencia o la organización política de la sociedad. Dios,
según la Escritura también, no pierde batallas; con el transcurso de los
siglos su brazo, su poder, no se empequeñece.
4. Sin nada en que creer... salvo en Dios
Si se tuviera un poco de racional serenidad para analizar lo que ocurre a
nuestro alrededor —el torrente de sucesos y de opiniones en este cansado
final del siglo XX—, podría quizá llegarse a esta comprobación: el hombre
se ha quedado sin nada en qué creer, salvo en Dios.
Esto es apologética de la peor especie, dirá alguno. ¡Y en una época
secularizada! Aparte de que si la época estuviese secularizada haría falta
más que nunca la apologética, no se trata de eso, sino de una sencilla
verificación. Al venirse abajo el mito de la Ciencia, el hombre se ha
dedicado a construir la ciencia de los mitos. Con incoherencia, porque si se
echa abajo el mote de la Ciencia, no es científico mitificar la ciencia de
los mitos.
5. Los fracasos de la razón que se apoya en sí misma
Cuatro largos siglos ha durado la aventura. Empezó, par señalar un inicio
convencional, con Francis Bacon y su famoso "saber es poder".
Siguieron Los enciclopedistas del XVIII, que reconocían —testigo Diderot—
la paternidad baconiana. Vino a continuación el positivismo de Comte, y su
apriorística ley de Los tres estadios: el religioso, el metafísico y el
científico. Marx, con un socialismo autoproclamado "científico",
pagó también el tributo.
Una matriz común: el Hombre, con el arma potente de la Ciencia, resuelve los
enigmas teóricos y prácticos del Universo. ("Y es consciente de que los
ha resuelto", añade Marx). Ese Hombre estaba concebido como racional al
cien par cien; aferrada la Ciencia —que es flor y fruto de la Razón—,
todo cuadraría. Si se da con la verdadera tecla de la Historia, el
rompecabezas humano se transformará en un ordenado mosaico.
A lo largo de ese itinerario no faltaron voces avisadas: "que el hombre
no es tan racional como parece..."; "que la ciencia es sólo un
instrumento..."; "que la razón no lleva sin más a la libertad ni
la libertad escoge siempre lo racional...". Era inútil. Hegel, cuya
máscara doctoral asoma entre los proletarios harapos de Marx, había
concluido que "todo lo real es racional" y que a través de las
pasionales aventuras del Espíritu Absoluto se caminaba indefectiblemente
hacia la resolución de la alienación.
Las posiciones verbales eran—como de costumbre— impotentes contra otras
posiciones verbales. Tuvo que ser la realidad, la historia concreta, la que
desmontase todo el andamiaje. Si el hombre es tan racional ¿por qué
Robespierre y el Terror, la trata de esclavos, la matanza del 1914-1918, Lenin,
Hitler, Stalin, Hiroshima, Vietnam...? Sólo por referirse a lo público,
porque quedaban millones de crueldades cotidianas y privadas.
6. Los fracasos del progreso material
La ciencia que iba a resolver todo era la reunión de las ciencias naturales,
además de las matemáticas que es su lógica. Se esperaba que las
aplicaciones de la física, la química, la biología, la mecánica, etc.,
significasen el trampolín para el salto cualitativo: una Nueva Humanidad.
Todas esas ciencias avanzaron y lo siguen haciendo. La faz del mundo ha
cambiado . Se ha ido a la Luna . Los transportes han evolucionado en forma
difícilmente imaginable por nuestros abuelos cuando eran jóvenes. No está
en duda el progreso, en sí, de las ciencias. Lo que se ventila ahora es una
pregunta casi cruel: ¿sigue siendo verdad que baste el progreso científico
para asegurar el salto cualitativo?
Muchos han respondido ya que no. Aumentan los vuelos aéreos, pero también
los secuestros de aviones y la actividad de los piratas del aire. Aumenta el
potencial bélico, pero hay una conferencia sobre el desarme, que desgrana sus
aburridas propuestas en las aguas tranquilas del lago de Ginebra. El oro negro
de los pioneros americanos es hoy el oro escaso concentrado en manos árabes.
La mayor riqueza que trae consigo el crecimiento industrial no se reparte ipso
facto, equitativamente, entre toda la familia humana. Los tractores se
construyen ya con una perfección exquisita, pero en muchos rincones de la
tierra se sigue clavando el antiguo arado romano. La lista de los países,
ordenados según la renta per capita, empieza en 7.000 y termina en 200. No
baste el progreso productor de riqueza. Hace falta la voluntad real de
distribuirla. Muchos quisieran hacerlo, pero año tras año todo sigue igual.
7. Los fracasos de la programación sociológica
La ciencia natural aristotélica fue enterrada ya por Galileo, y no es
probable que levante cabeza. Pero cuando Aristóteles escribe que "es
mejor para el Estado, y es más democrático, que un gran número de personas
participe en los cargos" públicos, la afirmación continúa vigente,
aunque siga, generalmente, irrealizada.
Desde el siglo XIX se es consciente de la grandísima ignorancia humana sobre
el comportamiento social humano. De esa comprobación arranca el despegue y el
auge de las ciencias humanas y sociales: economía, psicología, sociología,
lingüística, antropología cultural, demografía, urbanística,
etnología... Respecto a esas ciencias se viven hoy las ilusiones de Descartes
sobre las matemáticas y las de Kant sobre la física. Se piensa que ahora
sí: una vez adueñado el hombre de los mecanismos de estas ciencias podrá
dirigir el progreso, modelar los comportamientos, redistribuir la riqueza y
organizar la población.
Esta creencia ha pasado por tres mementos: Primero, el de la frenética
aplicación del método experimental y de la cuantificación a las ciencias
humanas y sociales; segundo, el de la desilusión ante los escasos resultados,
la pluralidad de cifrarlos incompatibles, la inutilidad de tantas
investigaciones, la escasa capacidad de previsión; tercero, el nuevo
encenderse de la ilusión, confiando esta vez en las matemáticas cualitativas
y en un método que parece el ábrete, sésamo, el estructuralismo.
Los nuevos especialistas han perdido la ingenuidad de los científicos
decimonónicos. Se han vuelto escépticos. Han concluido que la mejor manera
de no mitificar de nuevo la Ciencia es trabajar científicamente en la
explicación de los mitos. El destructor del racionalismo ilustrado, Freud,
había concluido que el hombre es sólo un impenitente fabricante de mitos y
de sueños...
Esta posición de Freud ha encontrado una singular fortuna. Es el postulado
básico de una gran parte de científicos sociales. Como postulado, no ha sido
demostrado ni experimentalmente —no sería posible— ni filosóficamente.
Está sólo puesto. Ex auctoritate. ¿Por qué es así? Freud dixit, lo ha
dicho Freud.
La ciencia social se aplica entonces a inducir leyes, tendencias, frecuencias,
probabilidades entre los fenómenos sensibles, experimentables. Y, en su caso,
a detectar la aparición de un mito, su desaparición o las circunstancias
económicas, logísticas, industriales que explicarían el surgir del mito.
Aceptado extracientíficamente que el hombre no hace sino fabricar mitos, la
ciencia social discierne la matriz común, los clasifica, dejando así libre
el camino para hacer ciencia. Es la panacea: desde ahora se nos va a decir,
sin posibilidad de error importante, en qué casos somos racionales y en qué
casos estamos siendo arrastrados par el mito. No que el mito sea malo (¡lejos
de la ciencia cualquier juicio de valor!); es un fenómeno más, pero es bueno
conocerlo.
Y sin embargo... También esta ciencia tiene su talón de Aquiles. Habiendo
aceptado extracientíficamente que el hombre es un empedernido constructor de
mitos, no puede borrar de nosotros esta sospecha: la ciencia social panacea,
¿no será un enésimo mito? Al mito de la
Ciencia-colección-de-las-ciencias-naturales, ¿no habrá seguido el mito de
la Ciencia social?
Ya vimos que los modernos científicos sociales no son ingenuos, sino
críticos, es decir, escépticos. No piensan que la ciencia de la política
llegará a presentar un modelo realizable de perfecta ciudad. No piensan que
una sociología general dará cuenta de todos los fenómenos sociales. Se
contentan con decir que; al aumentar los fenómenos estudiados, estará a
disposición del hombre mayor clarividencia, un paso más en el progreso de lo
racional.
Pero el escepticismo es aparente. La afirmación "lo más que se puede
decir es...", si se presenta como lo último, aspira a sentarse en el
solio supremo de las cosas humanas (y sólo se admiten cosas humanas). Digamos
que es un autócrata, pero no tiránico, sino condescendiente. No un monarca
absoluto, sino un monarca relativo. Pero ¡ay del que se rebele! Será
arrojado a las mazmorras destinadas a los reaccionarios, aunque contarán —también
allí— con un científico social especialmente dedicado a estudiar el
fenómeno.
8. El linaje de los nuevos mitos
¿Dónde está el truco? El truco está en admitir una sola fuente de mitos:
la inconsciente ignorancia o la incapacidad científica de explicar la
realidad. Cuando los hombres no conocían científicamente los efectos a la
vez benéficos y destructivos del Sol sobre la Tierra, al experimentar su
"bondad" o su "ira", deificaron al Astro Rey. Así surge,
entre los científicos sociales —el ejemplo es sólo un ejemplo—, la
rapidísima equiparación entre ignorancia, sentimiento de dependencia, mito y
religión.
Sin embargo, existe un caso prolongado y constante de lo contrario: el mito de
la Ciencia natural y de sus aplicaciones técnicas. No nace de la ignorancia,
sino del conocimiento científico y de una insistente afirmación del hombre
contra Dios. Quien fabricó ese mito no era un aborigen australiano, sino el
hombre adulto y conocedor de los enigmas del Universo. Podemos llegar así a
una afirmación, paradójica, es decir, contradictoria sólo en apariencia:
"Los mitos no nacen sólo de la ignorancia; nacen también de la
ciencia".
Sólo el reconocimiento de la propia ignorancia, de la inexhaustividad de la
realidad por media de la ciencia —de cualquier ciencia— permite no caer en
esa anticipación errónea que da origen al mito. No hay diferencia esencial
entre el mito surgido en el pueblo primitivo que deifica al Sol y el mito del
científico social que mitifica la estructura, la lucha de clases o la nueva
genética. En los dos casos se registra un "aquí está todo", que
se consolida como mito. En la ciencia actual el proceso es más complicado —somos
ya adultos—, pero la matriz es idéntica: pararse antes de tiempo, no
continuar preguntándose, forzar la historia para que quepa en los esquemas
preconvenidos.
Para Freud, el hombre es un fabricante de sueños. Pero el conjunto de la
antropología freudiana, a la vez que vela el racionalismo ilustrado, es una
muestra palmaria de ese racionalismo. "El sueño de la razón produce
monstruos", escribió Goya debajo de uno de sus dibujos. Los sueños de
las ciencias sociales producen mitos, porque son sueños de un hombre que se
piensa como lo último en la escala de las cosas existentes.
9. La religión evita las mitificaciones
La religión es todo lo contrario. Es el conocimiento y la inteligencia de que
no somos lo último ni somos el Origen. El Origen es Dios. Porque conoce a
Dios, el hombre es capaz de no fabricar mitos (ídolos), de experimentarse
incompleto, aunque con la posibilidad de engañarse pensándose completo. Las
creaciones humanas (arte, ciencia, política, economía) le aparecen entonces
como productos y, en su caso, como instrumentos. Nunca como absolutos, porque
hay un solo Absoluto, que es Dios.
Desde esa perspectiva se conoce y se valora el progreso de las ciencias, de
las naturales y de las sociales. Se experimenta su capacidad de explicación y
su limitación. Es un trabajo constante, interminable, gracias a que, en
ningún momento, es mitificado. El hombre pierde la fe en la ciencia, para
aumentar su confianza en ella: una confianza nunca segura. Y con la pérdida
de la fe en la Ciencia el hombre está en condiciones de abandonar el último
mito. Se queda sin nada en qué creer, salvo en Dios.
Reconocido el único Absoluto, el curso concrete de la historia es
relativizado. Y gracias a esa relativización (no se confunda con el
relativismo), es posible impedir que poco a poco suba al firmamento un nuevo
mito político, científico o cultural. Todo esto no es apodíctico; es una
posibilidad que no se impone sola. En cualquier caso, la fe en Dios, lejos de
favorecer las mitificaciones, las evita de raíz.
Rafael Gómez Pérez
Gentileza
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