CAPITULO X

 

LA CUALIDAD

 

1. La mutabilidad cualitativa del cuerpo natural

 

Nuestra experiencia del mundo físico registra, además del movimiento topográfico, cambios de índole cualitativa en los seres corpóreos. Estos cambios suponen la respectiva "mutabilidad", la que, a su vez, exige la existencia en aquellos de algo según lo cual se determine tal posibilidad de mutación.

 

Mientras la cantidad hace posible que los cuerpos ocupen un lugar, y es, por tanto, la condición del cambio topográfico, la cualidad esto que permite que el cuerpo natural sea realmente apto para otro tipo de mutación que todavía es de naturaleza accidental, pero distinta de la simple traslación. De aquí que la filosofía de la naturaleza deba tomar en cuenta; además de la cantidad, la cualidad, no limitándose así a la movilidad meramente topográfica, sino dilatándose también hasta la posibilidad de más íntimas mutaciones de los cuerpos.

 

Ya el cambio topográfico ‑si no se entiende el ubi como algo puramente extrínseco‑ plantea de algún modo el problema de la mutabilidad real del ser corpóreo. Si ocupar un lugar no es una pura denominación extrínseca, sino algo efectivo, aunque relativo, en lo localizado, el cambio de lunar es una mutación real en el ser móvil y, por ende, su posibilidad está afectada por el mismo problema que conviene a la transformación cualitativa en cuanto cambio real. Pero este problema se hace más patente en el segundo caso, porque la cualidad no sólo es, como el ubi un accidente real, sino también, y a diferencia de él, un accidente absoluto. Mientras que el ubi, para constituirse en un cuerpo, requiere otro que haga de continente, la cualidad sensible se halla en cada cuerpo de una manera totalmente intrínseca, sin referencia a orden a algo distinto de él. En consecuencia, la mutación cualitativa es de efectos más íntimos al cuerpo natural que el simple movimiento topográfico. La transformación que constituye es, por así decirlo, más profunda, repercute más hondo en la entidad del móvil. Y por lo mismo, plantea en una forma más aguda la cuestión general del movimiento físico, es decir, el problema de cómo sea posible que los cuerpos cambien. Este problema, que ya pudo haber sido abordado en el anterior capítulo, será objeto de examen en el presente, donde el estudio de la mutación cualitativa permite plantearlo de una manera más rigurosa y amplia.

 

La negación de la mutabilidad intrínseca del cuerpo es justamente la causa de que, aun admitiendo el cambio topográfico, niegue el "mecanicismo" la posibilidad de toda mutación cualitativa. La concepción mecanicista del ser físico afirma ‑entre otras cosas, que no son del caso‑ la intrínseca inmutabilidad del ser corpóreo. No tiene inconveniente en admitir el cambio de lugar porque lo juzga como una mutación puramente extrínseca, pero rechaza la posibilidad del cambio cualitativo, por entenderlo como una verdadera mutación.

 

Es claro que al restringir de este modo la mutabilidad del ser corpóreo, la tesis mecanicista se opone abiertamente a la experiencia. Nuestro conocimiento del ser físico pone de manifiesto cambios cualitativos, mutaciones distintas a la simple traslación.

 

No sólo vemos que los cuerpos se desplazan; percibimos también que modifican sus propiedades sensibles, incrementando o disminuyendo su intensidad, y aun cambiándolas por otras muy opuestas; y así acontece que no sólo advertimos, por ejemplo, mutaciones del grado del color que un cuerpo tiene ‑lo que era azul intenso se hace de un azul pálido‑, sino también de un color a otro distinto ‑lo que era rojo se torna azul‑. Al oponerse de este modo a la experiencia, el mecanicismo se ve forzado a interpretar el cambio cualitativo como un simple "fenómeno" del movimiento local, como una apariencia reductible a este, y que no debe, pues, ser tomada como algo entitativo.

 

Tamaña descalificación de la experiencia únicamente puede justificarse si la razón se ve obligada a ello, como en efecto creen los mecanicistas. La afirmación de la inmutabilidad intrínseca del cuerpo tiene sus más lejanos y profundos motivos en la concepción del ente por PARMÉNIDES. No ha sido el desarrollo de las ciencias lo que ha llevado a negar que los cuerpos sean susceptibles de verdadera a intrínseca mutación. Por el contrario, hay en esto una clara influencia de la filosofía sobre el saber científico particular: primero, de la filosofía presocrática, que, a partir de las tesis parmenídicas, admite solamente cambios de índole cualitativa; más tarde, de la filosofía cartesiana, que, por otras razones, llega a una conclusión idéntica[1].

 

a) El mecanicismo antiguo

 

Ante todo, la tesis parmenídica no se limita, en rigor, a la negación de la mutabilidad intrínseca del cuerpo. Para esta doctrina es imposible toda especie de cambio, incluso el movimiento topográfico. El cambio —cualquier cambio— supondría la apari­ción de un nuevo ente, y este sólo podría venir o del ente o del no ente. Pero del ente no se puede decir que sea lo que se ha transformado en ente, puesto que ya existía antes del cambio, y del no-ente nada puede devenir, ya que no existe. Toda muta­ción será, por tanto, una simple ilusión de los sentidos, sólo un puro fenómeno[2].

 

De aquí al mecanicismo hay todavía una gran distancia, que no se puede salvar si se mantiene de una manera estricta la tesis parmenídica. Pero esta no solamente descalifica a la experiencia, sino que no da razón alguna de ella. El problema que entonces se plantea es precisamente el de poder dar cuenta del conocimien­to sensorial o, lo que es lo mismo, el de hacer comprensibles de algún modo las apariencias de mutación que los sentidos mani­fiestan, o bien abandonar la teoría inmovilista en beneficio del co­nocimiento empírico.

 

Un poco de cada cosa es lo que hace, por cierto, el mecanicismo, que de este modo se presenta tarado con un vicio de origen, Intelectualmente seducidos por el inmovilismo patmenídico, LEUCIPO y DEMÓCRITO[3] a (los representantes más Conspicuos del viejo mecanicismo) quieren a toda costa explicar los fenómenos, y para ello fuerzan una doble corrección a los extremos en choque. De acuerdo con PARMÉNIDES en admitir la inmutabilidad del ente y su esencial unidad, hacen, sin embargo, una excepción en beneficio del movimiento local y de la pluralidad meramente cuan­titativa. Conformes, de este modo, con el conocimiento sensorial en lo que toca al cambio topográfico y a la diversidad cuantitativa, se separan de aquel en lo que atañe a la mutación y a la diversidad de cualidades. Y de esta suerte, fragmentando el ente que concebía PARMENIDES y dotando a sus piezas de movimiento local, tratan de reducir las diferencias cualitativamente aparentes de las "cosas" a distintas maneras de estar combinados entre sí los mismos elementos. Los fragmentos, esencialmente idénticos, del ente formulado por PARMÉNIDES intervienen así en todos los seres, y la apariencia de la diversidad y la mutación cualitativas quedan explicadas (1) por la diversidad cuantitativa y el simple movimiento de lugar.

 

Este ingenioso procedimiento para salvar la distancia entre la teoría de PARMÉNIDES y el mundo de los sentidos no llega más allá de ser un expediente de compromiso entre ambos, que igualmente lesiona los respectivos derechos. Por una parte, el ente que concebía PARMÉNIDES es absolutamente inmutable a indivisible; por otra, la validez del conocimiento sensorial no puede mantenerse si las diferencias y variaciones cualitativas que él nos muestra son reducidas a diferencias y variaciones meramente mecánicas (cuantitativas). Bajo una apariencia de solución, el mecanicismo no hace otra cosa que urgir la profunda antinomia que hay entre la idea parmenídica del ente y los datos concretos de la experiencia humana.

 

Para salvar la fundamental unidad de las exigencias intelectuales y los hechos sensibles, ARISTÓTELES, superando el esquema parmenídico, hace entrar en juego la idea de ente en potencia ( δυνάμει όν ) como algo irreductible al ente y al no ente. "Poder ser", en efecto, no es propiamente ser, ni tampoco no ser en absoluto. Pero el ente no excluye el "poder ser". Por de pronto, hay un sentido del poder‑ser, que el ente necesariamente cumple. Lo que es puede ser aquello mismo que es; si no pudiera serlo, no lo estaría siendo. Mas no es este el sentido del poder ser aristotélico como distinto del ente y del no‑ente., Un ejemplo permitirá aclarar la situación.

 

La semilla puede ser semilla, el árbol puede ser árbol; pero la semilla puede ser árbol. Este poder‑ser‑árbol la semilla ya no es, por su parte, tautológico. Su diferencia con el poder‑serárbol que corresponde al árbol no es, sin embargo, la que hay entre el puro no‑ente y el absoluto ente. Entre estos dos extremos no hay nada de común. En cambio, entre el poder‑ser‑árbol que corresponde al árbol existente y el que pertenece a la semilla precisa señalar una fundamental coincidencia: los dos tienen sujeto con que es imposible en el no‑ente. La "posibilidad arbórea" de la semilla no es un puro no‑ser, porque se apoya, está sustentada en el ser mismo de la semilla; es, en una palabra, algo de ella.

 

De la misma manera, el no‑ser‑árbol que atañe a la semilla tampoco es un no‑ser‑en‑absoluto. Para el segundo es indispensable la falta de sujeto; para el primero, en cambio, hay un sujeto real. De un modo general, habrá que decir, pues, que el "poder ser" no se identifica ni con el ser ni con el no‑ser, y en consecuencia, que el "ente en potencia" no se deja reducir ni al ente ni al no‑ente parmenídicos. De lo cual se desprende que el dilema en que el inmovilismo se basaba tiene como supuesto una disyunción incompleta. PARMÉNIDES entendía que del ente no se puede decir que venga el ente, porque no tiene en cuenta el "poder ser", que no es incompatible con el ente, sino que tiene a este por sujeto.

 

Si lo que es no solamente es sujeto de su ser actual, sino también de un poder‑ser en él fundamentado, el movimiento o cambio no tendrá por principio el no‑ente, sino el ente que hace de sujeto de ese poder‑ser. Y si PARMÉNIDES no creía que el ente pudiera ser principio de movimiento es porque lo entendía sólo como sujeto de su ser actual, sin referencia alguna a un ser posible.

 

Ahora bien : para justificar en general el aislamiento del ente en una pura actualidad sería precisa la demostración de que el oficio de sujeto de la actualidad es incompatible con el de sujeto de la potencialidad; demostración que sería viable si el acto y la potencia del sujeto se refiriesen a idéntica modalidad entitativa (una y la misma cosa no puede estar, a la vez, en acto y en potencia respecto de lo mismo : la semilla no puede estar a la vez en acto y en potencia de su ser‑semilla), mas no en el caso de que se entienda al sujeto estando en acto respecto a una modalidad entitativa y en potencia con relación a otra (la semilla es en arto semilla y en potencia árbol).

 

La mutabilidad intrínseca es, por ende, posible si aquel ente a que afecta no es ya en acto cuanto puede ser. El cuerpo físico puede cambiar de un modo cualitativo, en la medida en que teniendo en acto alguna cualidad, se halla en potencia con relación a otra, lo que sin duda es viable, y aun necesario, porque las cualidades se oponen entre sí de tal manera, que el cuerpo físico nunca tiene en acto todas aquellas que le son posibles (de la misma manera que nunca se halla en acto en todos los lugares que podría ocupar).

 

b) El mecanicismo moderno

 

Este otro mecanicismo tiene su inicio en DESCARTES y procede de un doble motivo, relativo el primero a la entidad según la cual se cambia, y concerniente el otro a la cognoscibilidad de las cualidades. Por virtud del primero, lo que se llega a negar es, en general, todo movimiento ‑a excepción del meramente topográfico‑, de suerte que no sólo serían imposibles los cambios cualitativos ‑cuya naturaleza es accidental, como la cualidad misma‑, sino también los cambios sustanciales (no habría transformación de un cuerpo en otro). Por su segundo motivo, el mecanicismo cartesiano viene a hacer especialmente imposible la mutabilidad cualitativa de los cuerpos al afirmar que las cualidades sensibles son irreales, por no ser objeto de un conocimiento claro y distinto. Este último motivo es ya tópico de la filosofía mecanicista y deriva, a su vez, de la pretensión de que todo objeto de conocimiento tenga la misma cognoscibilidad que corresponde a los objetos de la matemática. Pero antes de examinarlo conviene reparar en aquel otro motivo, de índole general, y que se relaciona de una manera directa con las dificultades del mecanicismo antiguo.

 

La explicación aristotélica del cambio había consistido en entender que el término de este no se deriva ni del no‑ente, ni tampoco de un ente que ya fuera cuanto pudiese ser, sino, por el contrario, de algo positivo, provisto de una cierta actualidad, pero también sujeto de un poder‑ser o potencialidad. Lo que antes del movimiento hacía posible el término era, pues, un sujeto capaz de revestir diversas "formas". De la que tiene en acto antes de cambiar, este sujeto pasa, con el cambio, a tener otra en acto. Pero no es la forma lo que cambia, sino el sujeto de ella. La forma misma no puede cambiar ‑en un sentido estricto y riguroso‑, por no poder tener otra forma distinta de sí propia; en tanto que el sujeto, como no es la forma que posee, puede sustentar otra distinta, con la única condición de abandonar aquella. (Tal condición sólo es precisa para el cambio que supone dos formas mutuamente incompatibles; fuera de él, es posible también que uno y el mismo sujeto tenga a la vez dos o más formas que recíprocamente se toleren ‑una y la misma cosa es, a la vez, salada y blanca‑.)

 

Una superficial atención a ciertos modos lingüísticos puede inducir a error en este punto. Al decir que un sujeto ha cambiado "de" forma, o al emplear el término "transformación", cabe pensar que sean las formas mismas lo que cambia, como entes completos y mutables. Mas el cambio de forma o la transformación es algo "de" un sujeto, en el sentido de ser este el móvil que pierde y toma formas. De la misma manera que el cambio de lugar no consiste en que el propio lugar se ponga en movimiento, así el cambio de forma o transformación tampoco estriba en que la misma forma sea lo que cambie. Y de análogo modo a lo que ocurre en el movimiento topográfico, la mutación de forma sólo es cambio "de" esta terminative, no subjective. La forma constituye un doble término (inicial y final) tenido por el sujeto en movimiento, y por cierto de un modo respectivo: antes y después de su moción, nunca durante ella, como en el caso de la locomoción, en la que el ente móvil, precisamente por hallarse in via, no "está" en ningún lugar al desplazarse, sino que "se traslada" de uno a otro.

 

Entendiendo las formas terminativas del movimiento como si fuesen entes completos, DESCARTES[4] rechaza la posibilidad de la mutación intrínseca del ser corpóreo. Y con toda razón: porque si el dinamismo de los cuerpos no tuviese a estos por sujeto, sino a unas formas cuya mutación, suficientemente analizada, es, a su vez, impensable, ¿cómo puede decirse que los cuerpos cambian?

 

Pero no es este el modo en que la explicación aristotélica supone formas en los seres cambiantes. La conclusión a que DESCARTES llega es legítima ‑y la única posible‑, si las formas se entienden como las entiende DESCARTES; mas no es así como las concebía ARISTÓTELES, para quien las formas no eran entes completos cuya transformación repercutiese ‑no se sabría cómo en lo que las posee, sino entes incompletos, o mejor dicho, "principios entitativos", determinaciones del respectivo sujeto, al cual únicamente se concede la posibilidad de mutación. Y se explica también que, habiéndolas creído entidades plenarias, rechazase DESCARTES las formas aristotélicas no sólo como elementos de la mutación, sino también como factores reales de la entidad corpórea (¿cómo un ente completo podría formar con otro una sola entidad?).

 

Pero el mecanicismo cartesiano rechaza también la posibilidad del cambio cualitativo por un segundo tipo de argumentos, que se refiere a las cualidades de una manera estricta (no sólo en cuanto formas). Partiendo del principio de que sólo es real lo susceptible de idea clara y distinta, DESCARTES mantiene la inexistencia de las cualidades sensibles, por ser estas confusas. A diferencia de los objetos de la matemática, que pueden ser definidos y acerca de los cuales se saben juicios ciertos a priori, las cualidades sensibles (color, olor, sonido, etc.) no pueden definirse ni cabe acerca de ellas otro tipo de juicios que el que se fundamenta en la experiencia. Mientras que, por ejemplo, se define el triángulo y se establecen a priori sus propiedades, no es posible, en cambio, definir un color ni hacer una deducción a partir de su esencia. En todo lo cual DESCARTES se apoya para eliminar de su teoría del cuerpo todo lo que no tenga la misma plena inteligibilidad de los objetos de la matemática.

 

Ya por el hecho de identificar el cuerpo con la extensión (véase el capítulo anterior) no podía afirmar otras propiedades corpóreas que las que admite como tal la extensión misma, y su "física" no podía ser otra cosa que simple "geometría". Por lo que toca, sin embargo, a la anterior argumentación, importa señalar ciertos defectos que invalidan también esta otra instancia del mecanicismo.

 

Y el primero que debe señalarse es que la misma extensión, a cuyas propiedades la teoría cartesiana limita las de los cuerpos, tampoco es definible. De ella cabe una cierta descripción, mas no una definición estricta y rigurosa; a pesar de lo cual existe de ella un verdadero conocimiento, del que se benefician tanto el filósofo como el geómetra. Mas si así se procede respecto a la extensión, no hay por qué hacer lo contrario con las cualidades sensibles. En segundo lugar, aunque las propiedades y accidentes de la extensión matemática sean más inteligibles que las cualidades en cuestión, no hay razón alguna para exigir a todos los objetos el mismo modo de ser inteligibles que corresponde a los de la matemática, ni es preciso siquiera, para que algo exista, que su modo de ser sea absolutamente comprensible por el hombre (a menos que se erija al entendimiento humano en medida absoluta de la realidad). Por otra parte, las cualidades sensibles son lo suficientemente aprehensibles por el entendimiento para que de ellas pueda decirse que hay un conocimiento verdadero.

 

No confundimos esas cualidades con las propiedades de la mera extensión ; distinguimos también, dentro del género que ellas constituyen, géneros subalternos, tales como color, sonido, etc., y aun en estos mismos diferenciamos especies (los diversos colores, sonidos, olores, etc.), que a su vez tienen distintos grados de intensidad. Tal articulación en géneros y especies es ya un conocimiento lógicamente organizado, que sería imposible si estas cualidades carecieran de toda significación intelectual[5].

 

2 La "alteración"

 

Si no hay verdadera razón para excluir la posibilidad de la mutación según cualidades sensibles y, por otra parte, la experiencia nos muestra que de hecho se dan, la filosofía de la naturaleza debe hacerse cargo de ella y tratar de explicarla. Tal es, por cierto, el objeto de la teoría de la "alteración".

 

Por "alteración" se entiende un cambio de cualidades sensibles en un mismo cuerpo. Aunque distinto del movimiento local, aseméjase a este en ser una mutación accidental. Su sujeto se hace no aliud, sino alter; esencialmente el mismo, tórnase accidentalmente distinto[6]. Pero la alteración difiere del movimiento local por ser el accidente, según el cual se hace no relativo, sino absoluto. De esta manera, trátase de un movimiento de sentido intermedio entre la simple locomoción y el cambio sustancial.

 

No toda aparición, en un sujeto, de una cantidad nueva, es una alteración. Es preciso, ante todo, que el sujeto sea un cuerpo.

 

Las cualidades sensibles, terminativas de la alteración, tienen un substrato mecánico, que estriba en el movimiento local, el que, a su vez, supone la cantidad y, en consecuencia, la entidad corpórea. Pero además de ello, la alteración requiere que el surgimiento de la cualidad sensible se verifique en el cuerpo de un modo sucesivo. Un cambio de figura no es propiamente y en sentido estricto una alteración, porque se realiza de una forma instantánea (lo que es triángulo no puede poco a poco dejar de serlo), dada la falta de continuidad entre unas figuras y otras. Tampoco es alteración la instantánea mutación por la que un cuerpo, que no recibe luz alguna, pasa de pronto a estar iluminado (caso muy diferente al de un cuerpo que estando oscurecido, en cuanto receptivo de una luz muy escasa o sumamente débil, pasa a ser luego objeto de una "mayor" iluminación).

 

La alteración se define como el movimiento a una cualidad sensible media o contraria. Entre la cualidad que poseía el sujeto antes de alterarse y la que después llega a tener ha de existir una "distancia" cualitativamente transitable, una oposición que al propio tiempo admita la "continuidad". Cuando la oposición es la mayor posible, la alteración es un movimiento hacia una cualidad contraria; en los demás casos, sólo hacia una cualidad media, es decir, interpuesta entre esa y aquella.

 

En la medida en que las cualidades sensibles tienen por substrato al movimiento local, la alteración ‑que las exige de una manera terminativa‑ se asemeja a este cambio en el modo continuo, gradual, de verificarse. El cambio de figura, la iluminación de un cuerpo previamente en tiniebla total, no pueden concebirse como movimiento en el sentido estricto de la palabra. Son "generaciones" de un accidente, modos de aparecer una cualidad que, aun cuando se realizan en un cuerpo que poseía otras cualidades, no se "derivan" de esta. Hablando propiamente, la luz no surge de la tiniebla, ni el cuadrado del triángulo. La alteración es, por el contrario, el surgimiento en un cuerpo de una cualidad que positivamente implica otra, la que el cuerpo tenía antes de cambiar y respecto a la cual decimos que ha cambiado. Hay, de este modo, en la unidad del procesó alterativo, una cierta dualidad, por la que el hacerse de su término último es, al propio tiempo, un deshacerse de su primer término: una cualidad se va adquiriendo al paso que otra. se pierde. La alteración es en este sentido una mutación doble y, sin embargo, un movimiento único.

 

La unidad esencial de la alteración supone la que tiene su sujeto. La doble mutación que en ella hay no se da en dos sujetos distintos, sino en uno y el mismo. No es uno el cuerpo que pierde una cualidad sensible y otro el que adquiere otra; de la misma manera que en la unidad de un cambio topográfico no es uno el móvil que se retrae del punto de partida y otro el que se aproxima al de llegada. Y como ocurre en el movimiento topográfico, la doble mutación es un proceso unitario para el sujeto, porque ninguna de ellas se realiza independientemente de la otra, sino en virtud de su conexión mutua.

 

Aun cuando el sujeto fuese el mismo, no existiría un solo movimiento si primero perdiera su inicial cualidad y sólo después de esto se proveyese de otra, siendo las respectivas mutaciones dos episodios totalmente aislados. Análogamente, la traslación es una unidad por cuanto el móvil no se separa del lugar inicial sin acercarse al que constituye la meta. De donde se desprende, para nuestro caso, que para que dos mutaciones sean un solo movimien­to, la unidad del sujeto es necesaria, pero no suficiente. Sobre su unidad "fundamental", que estriba en poseer un mismo sujeto o fundamento óntico, aquellas mutaciones deben tener una unidad "efectiva", la cual consiste en que, no obstante ser formalmente distintas, se efectúan o realizan simultáneamente.

 

Tal simultaneidad es compatible con la índole sucesiva del movimiento. La alteración no consiste en que un mismo cuerpo sea el sujeto de dos mutaciones simultáneas, verificadas en un solo instante. El deshacerse de una cualidad va acompañado del hacerse de otra, en el sentido de un "sincronismo", no en el de un "acronismo". Y, sin embargo, ambas mutaciones no son "realmente" dos procesos distintos. De la misma manera que el cuerpo en traslación con un solo movimiento se separa de un sitio y se aproxima a otro, así el cuerpo alterado en un único cambio pierde una cualidad y adquiere otra. De donde se infiere que las dos mutaciones de que hablamos no son otra cosa sino recíprocas formalidades de una misma entidad sucesiva: la alteración en que se halla el cuerpo. Esta alteración es, relativamente a la cualidad inicial, un cierto deshacerse, y un hacerse, en cambio, para la cualidad final.

 

El carácter recíproco y complementario de sus formalidades es la causa de que la alteración únicamente se dé entre cualidades de una cierta especie: las que se oponen entre sí de, tal manera, que el hacerse de una sea un deshacerse de la otra. A esta modalidad de cualidades así relacionadas se aplica exclusivamente la denominación qualitas patibilis[7], en el sentido de ser aquello según lo cual el cuerpo sufre o experimenta la alteración. (La figura, por tanto, no es "qualitas patibilis", ni, en general, lo es ninguna de las cualidades que se adquieren o pierden de un modo discontinuo). Conviene, sin embargo, precisar que la alteración no tiene por sujeto ninguna cualidad, sino el cuerpo en el que esta se halla. Sólo así se comprende que siendo la cualidad una forma indivisible, pueda constituir el término de un proceso continuo, sucesivo. Y precisa aclarar que mientras el cuerpo está alterándose no tiene propiamente ninguna de las cualidades según las que, en efecto, se realiza su cambio ‑ni la inicial, ni la final tampoco‑, sino que "pasa por" las intermedias, tal como ocurre cuando un cuerpo se desplaza, pues al ir trasladándose ya no ocupa el lugar de que partió ni se halla todavía en el que ha de hacer de término final, mas va pasando por los intermedios, sin que realmente llegue a "ocupar" ninguno de ellos.

 

3. El movimiento en general

 

Examinadas las condiciones fundamentales tanto del movimiento topográfico cuanto de la llamada alteración, importa dilucidar de una manera genérica qué sea el movimiento esencialmente considerado y en su aceptación más universal. Con ocasión de la crítica del mecanicismo se aludió ya a la explicación aristotélica del movimiento, fundamentada en la idea del "poder ser" como factor irreductible al ente y al no‑ente parmenídicos. Pero ahora se trata de profundizar en la esencia del movimiento y de alcanzar una definición de ella, filosóficamente elaborada.

 

Frente al inmovilismo parmenidico, la fundamentación del movimiento había estribado en considerar al ente como sujeto, a la vez, de actualidad y potencialidad. El "poder ser" se entiende, de este modo, como algo apoyado en un sujeto de cuya realidad se beneficia. Mientras no cambia, el sujeto se encuentra "en potencia", no de un modo absoluto y total, sino con relación a lo que puede ser; respecto a lo que ya es, se encuentra "en acto". Pero entre ser en acto lo que es ya y ser después en acto lo que podrá ser hállase en un ser intermediario, que es el del movimiento. Cuando el sujeto cambia, todavía no es lo que podrá ser; sigue, pues, en potencia, pero no está lo mismo que antes de cambiár. Con anterioridad al movimiento hallábase en potencia, tanto respecto a él cuanto a su término. El movimiento es, pues, cierto acto para el sujeto móvil.

 

La misma conclusión puede obtenerse si se examina la situación del sujeto que ya ha obtenido el término del movimiento. Hállase en acto entonces respecto de este término, mas no en potencia del movimiento que le ha llevado a él. Por el contrario, mientras se está moviendo el móvil actualiza su potencia respecto al hecho mismo de cambiar. El movimiento es, por tanto, un acto distinto de los que el móvil tiene antes y después de estar cambiando. Tal acto, sin embargo, no es perfecto. Mientras el móvil cambia, su potencia de hallarse en movimiento sigue existiendo en una cierta forma. No es tampoco la misma que tenía con anterioridad al movimiento, pues en tal situación no estaba actualizada en modo alguno. Mas no puede decirse que, al cambiar, el móvil la actualice por completo, ya que ello equivaldría al mismo cese de la transición.

 

La potencia del móvil para su movimiento sólo se satura plenamente cuando se alcanza el término del cambio, esto es, cuando se hace actual la nueva forma. Mientras esto no ocurre, lo que se mueve sigue estando en potencia de moverse. Y en este sentido es preciso decir que el movimiento es un acto imperfecto (en tanto que acto).

 

No son, sin embargo, idénticas la forma en que es imperfecto el movimiento y la manera en que se dice tal un acto estático (por relación a otros superiores). Una y la misma cualidad, por ejemplo, puede ser más o menos intensamente poseída, según que la potencialidad de su sujeto esté actualizada de una manera más o menos perfecta. Pero la posesión más deficiente de una determinada cualidad, aunque no excluya la posibilidad de un incremento de esta, no la incluye tampoco de un modo necesario. Lo que es de un azul pálido no es necesariamente lo que todavía no es de un azul intenso. Por el contrario, si algo cambia de uno a otro matiz, su movimiento al último sólo es concebible si aún no lo ha alcanzado. Ser de un azul pálido es, por tanto, un cierto acto imperfecto en un sentido muy diferente de aquel según el cual es imperfecto el acto por el que un sujeto pasa a intensificar su azul. En el caso primero, la imperfección es sólo relativa, y aquello a lo que afecta está "en potencia" de acrecentamiento. En el segundo caso, la imperfección conviene al acto mismo de cambiar y el sujeto de este se halla "en acto" de intensificación cualitativa.

 

El movimiento es así un acto que se tiene en la misma medida en que respecto de él se está en potencia. Lo cual sería una perfecta contradicción, si el movimiento no poseyera una estructura y división de partes. Lo que se mueve se halla en acto y potencia de moverse, porque ya se ha movido parcialmente y porque parcialmente ha de moverse aún. Respecto de una y la misma parte de su transición, el móvil no se encuentra a la vez en acto y en potencia. No es, pues, el movimiento la "realización" de una contradicción, es decir, una forma dinámica de resolverse y actualizarse un imposible estático. El movimiento es un acto imperfecto, pero no un acto contradictorio.

 

Lo que se está moviendo se halla en potencia sólo con relación a aquella parte de su movimiento que no se ha efectuado todavía. Ello no obstante, tampoco debe concebirse el cambio como una suma de actos parciales, independientes los unos de los otros. No hay solución de continuidad entre la parte ya actualizada y la que todavía está en potencia. La parte ya actual del movimiento es un acto imperfecto, precisamente por no haberse agotado con ella la potencia que el móvil poseía con anterioridad a su moción y en relación a esta. Lo que equivale a decir que el movimiento, cuando se realiza, siempre es acto parcial; sólo es acto total cuando ya se ha acabado.

 

Inversamente, la potencia del móvil para su movimiento sólo es total mientras no se da el cambio. Habida cuenta de ello y de lo que se ha dicho anteriormente, se hace comprensible la definición aristotélica del movimiento: acto de un ente en potencia en cuanto está en potencia[8]. El movimiento es acto por ser algo real en un sujeto que con él logra una determinación. Este sujeto es un ente que se encuentra en potencia, de tal manera, que ello es imprescindible para la actualidad del movimiento. Hay otros actos que "coexisten" en su sujeto con una potencia. El acto que el móvil poseía con anterioridad al movimiento era simultáneo a la potencia misma de moverse en que aquel se encontraba. Mas ese acto no era tenido en tanto que el sujeto se hallaba en tal potencia, sino más bien al revés: si se hallaba en potencia de moverse, era porque aún continuaba en la posesión de aquel acto. Por el contrario, el movimiento tiene actualidad en la medida en que su sujeto sigue estando en potencia, tanto respecto a un término final cuanto con relación al movimiento mismo (su parte aún no cumplida). De ahí que no sea suficiente la consideración del movimiento como acto de un ente en potencia, sino que se requiera el añadido "en cuanto está en potencia", pues de este modo el sujeto que cambia se nos aparece estando en movimiento precisamente por no haber saturado su poder cinético. (Naturalmente, la potencia sobre la cual se insiste en la definición del movimiento es la que en cada caso tiene el móvil para cada moción.)

 

SANTO TOMÁS caracteriza el movimiento, sobre la base de la definición aristotélica, como actus imperfectus et imperfecti[9]. Es, en primer lugar, acto imperfecto, por no agotar totalmente en el sujeto la potencia de este para la moción. También es imperfecto en cuanto está ordenado a algo distinto de él. No es, en efecto, el movimiento nada que en sí mismo se termine, sino que tiene naturaleza o condición de medio "para" un cierto fin (la forma que tras él adquiere el móvil). Y es, en segundo lugar, acto de algo imperfecto, en cuanto su sujeto ha de encontrarse, mientras el cambio dure, precisamente en potencia respecto al mismo cambio y a su término. Lo que posee una determinada forma no puede, en cuanto tal, ser movido hacia ella. Para que vuelva a alcanzarla se necesita que antes la haya perdido; pero en tal caso lo que reincide en esa misma forma ya no es estrictamente lo que la poseía (en cuanto estaba actualizado por ella). Por lo demás, un ser enteramente perfecto, sin mezcla alguna de potencialidad, o lo que es lo mismo, un acto puro, sería necesariamente inmutable (ni le haría falta alguna la moción, pues ya tendría cuanto puede tener).

 

4. El tiempo

 

Con la noción del movimiento se halla intrínsecamente relacionada la del tiempo. Ya en el use común de ambas nociones llegan a establecerse ciertos nexos de muy frecuente empleo. Nos preguntamos así "cuándo" ha ocurrido un acontecimiento, "cuánto tiempo" duró. La idea de duración se complica también con la del tiempo. Y, sin embargo, este, aunque con ella relacionado, tiene un cierto matiz irreductible, de cuyo examen surge un difícil problema. En este sentido se ha hecho tópica la frase de SAN AGUSTN, ya preludiada por SIMPLIClO, según la cual nuestra noción del tiempo, espontáneamente inteligida, se torna problemática en cuanto pretendemos definirla: si nemo ex me quaerat, scio; si quaerenti explicare velim, nescio[10].

 

Sin encubrir las verdaderas dificultades del asunto ‑aunque algunas de ellas no son de este lugar[11]‑, tal vez sea conveniente un cierto punto de moderación frente a cierta retórica al use en el planteamiento del problema. La frase agustiniana, aunque muy atinada y oportuna, también puede aplicarse a otros muchos conceptos. Justo es, no obstante, reconocer que no son los filósofos los únicos en incurrir en tales ponderaciones. (Hay todo un género de énfasis "precientífico" en las divagaciones populares sobre el tema del tiempo, más o menos ligados a ciertos escarceos sobre la efímera condición de nuestra vida.)

 

Concebimos el tiempo como algo sucesivo, dotado de la propiedad de medir tanto los movimientos cuanto los reposos o quietudes. Hablamos efectivamente no sólo del tiempo que una transición dura, sino también del que sigue "pasando" mientras que algo permanece inmóvil. De una manera propia y rigurosa, el fluido temporal no determina a lo que es incapaz la transición. Lo sucesivo no puede medir a lo absolutamente inmóvil, ya que entre lo medido y la medida debe existir una homogeneidad. Esta última existe, sin embargo, cuando la permanencia que se mide es la de un ente móvil actualmente en reposo. Medir tal permanencia no es, en último término, otra cosa sino determinar a dicho ente como algo "privado" de moción (lo que no es lo mismo que ser incapaz de ella).

 

El tiempo mide en tanto que es una sucesión o movimiento ‑precisamente a causa de esa homogeneidad con lo medido, a que antes hemos hecho referencia‑. Mas lo que actúa de medida de algo debe hallarse presente en su totalidad, es decir, debe encontrarse enteramente dado, pues sólo de esta forma es susceptible de comparación con lo que va a ser medido. El metro mide en tanto que es completo. Si sólo existe una porción de él, es esta porción ‑no el metro mismo‑ lo que puede actuar de medida, y no cabe decir que, aun así, sea en definitiva el metro la medida, pues para ello habría que conocer la relación entre el metro y la parte mencionada, lo cual es imposible si de ninguna forma está presente aquel en su totalidad.

 

Una sucesión infinita no puede, según esto, medir nada, porque nunca está dada por completo: es una sucesión que nunca acaba, y por lo mismo no puede estar presente en su totalidad. La idea de un "tiempo infinito" no es, en rigor, la de una medida, y en consecuencia, tampoco es verdadera y propiamente tiempo, ni constituye nada real, sino que se limita a ser un puro ente de razón, por el cual se aprehende como si fuese enteramente dada una sucesión que nunca puede darse por completo.

 

Una sucesión finita es, por el contrario, la que en algún momento se halla íntegramente realizada. Tal clase de sucesión es apta para medir; pero se trata de algo que, por haber sido realizado, no está ya realizándose. La sucesión ‑el movimiento‑ es un acto imperfecto: únicamente existe mientras no se ha logrado por completo. Hablar de una sucesión finita como totalidad es referirse a un acto que ya alcanzó su fin. O lo que es lo mismo: la totalidad de una sucesión sólo está presente, como tal, ante el entendimiento que la piensa; fuera de él no existe.

 

Lo que realmente existe de un modo extramental, cuando una sucesión se ha concluido, es el "término" de ella. Pero este término no es la totalidad de la sucesión, sino su acabamiento. La sucesión no finaliza en una suma o conjunto. Para ello sería necesario que sus elementos se conservaran, cuando es lo cierto que la sucesión va haciéndose en la misma medida en que se va deshaciendo. No hay, pues, en ella una acumulación o síntesis como la que se da, por ejemplo, en la operación de contar. El "número" que finaliza esta operación no es solamente el término de ella, sino también la totalidad de sus elementos (simultáneamente presentes en la entidad numérica). El término de la sucesión es, en cambio, meramente terminativo, porque los elementos de la sucesión misma no pueden darse simultáneamente.

 

El "darse por completo" una sucesión finita no significa, por tanto, que haya un momento ‑el último‑ en el que "toda" la sucesión esté presente. Antes bien, en el momento último la sucesión está totalmente ausente: ha dejado de ser. Pero este dejar de ser ha sido precedido de un gradual deshacerse. Ni en el último momento ni antes de él existe entera la sucesión. Y cuando esta era totalmente en potencia, no era en potencia de existir "totalmente", sino "por partes", de tal suerte que el ser de cada una implique el no‑ser‑ya de la que le precede y el no‑ser‑todavía de la que le subsigue. ¿Cómo es posible entonces ‑cabe preguntar‑ que una sucesión se halle íntegramente realizada?

 

Cuando afirmamos que una sucesión se da completamente no queremos decir otra cosa sino que está acabada ‑lo cual distingue a la sucesión finita de la infinita, pues de esta última nunca puede decirse que logre terminarse‑. Lo real es aquí el acabamiento (al que puede llamarse total, por relación al parcial deshacerse que acompañaba al "fieri" sucesivo). Pero sobre la base de esta realidad puede fingirse el ente de razón "totalidad de la sucesión" como una suma o número mental de lo que fuera del entendimiento nunca se da sumado, sino por partes. Este ente de razón se constituye aprehendiendo el término del proceso como si fuese el de una adición, y de este modo, al considerar que la sucesión ha terminado realmente, venimos a pensarla como una totalidad. En una palabra: la idea de totalidad de una sucesión es, formalmente, un ente de razón; fundamentalmente, sin embargo, supone una realidad: la del término mismo del proceso.

 

La integración mental de la sucesión que sirve de medida es un conjunto en el que las partes extramentalmente sucesivas se hallan, como en el número, simultáneamente presentes al entendimiento. Este adquiere la idea de tal conjunto considerando en un solo acto el estado inicial y el estado final de lo que se movía, lo que supone la intervención de la memoria[12]. Si solamente se considera uno de estos estados ‑si verdaderamente se le aísla con absoluta falta de connotación al otro‑, no puede haber idea de la sucesión ni, menos, de la totalidad de ella. Y esto es lo que acontece cuando no hay una simultánea representación de los extremos de un movimiento. Por el contrario, cuando esa representación se da, el movimiento surge como algo completo, a la manera de una entidad intermediaria o de una distancia entre sus dos extremos. Es claro, por lo demás, que aunque sea la memoria lo que permite esta integración, no es ella lo que la hace, sino el entendimiento, que compara los términos del cambio.

 

Esa entidad intermedia no es concebible sin una cierta distensión de partes de lo contrario, no establecería distancia alguna entre aquellos extremos ni sería una suma o conjunto de las etapas de la transición. La totalidad de estas etapas es algo en lo que pueden distinguirse partes más próximas y partes más distantes con relación a cada uno de los términos. Llamamos "anteriores" a las que están más cerca del estado inicial de la sucesión, y "posteriores" a las más remotas. La integridad de la sucesión se constituye así como una magnitud en la que existe una ordenación de partes, simultáneamente presentes (ante el entendimiento). Y como quiera que toda suma determina un número, y los sumandos de la totalidad de la sucesión son distinguibles como anteriores y posteriores, es posible abarcar cuanto llevamos dicho sobre el tiempo (sucesión mensurante) en la compendiosa definición aristotélica: número del movimiento según lo anterior y lo posterior[13].

 

A esta definición del tiempo suele oponerse el reparo, ya atribuido por los antiguos a GALENO, de ser precisamente circular, esto es, de suponer lo mismo que con ella se intenta definir. Las ideas de lo anterior y lo posterior serían, por cierto, determinaciones cronológicas, imposibles sin una idea del tiempo como algo sobreentendido. Tal objeción, que quiere ser sutil, es posible tan sólo cuando se olvida o se desconoce el verdadero alcance de lo anterior y lo posterior en la definición aristotélica del tiempo. En esta definición, "posterior" y "anterior" son referidos al movimiento, no en tanto que la sucesión mensurante puede, a su vez, ser medida, sino en cuanto que dicha sucesión es una realidad distensa, una entidad articulada en partes, de las que unas están más próximas a un cierto extremo y otras, por el contrario, más remotas de él.

 

La idea del tiempo supone, pues, indudablemente algo: el movimiento o la sucesión como realidad distensa, ordenada por ello mismo según un "más" y un "menos" de proximidad al estado totalmente potencial del móvil respecto á su movimiento. Proximidad y lejanía no son aquí, a su vez, determinaciones cronológicas. Adviértase, en general, que estos términos no significan siempre una relación temporal. También se los emplea para designar relaciones puramente espaciales, y este es su sentido oríginarío y más obvio. Pero en el caso del movimiento no es posible entenderla de una manera espacial, como tampoco en otras muchas acepciones.

 

Hablamos, por ejemplo, de una proximidad o lejanía en el parentesco, en la posición social, en las concepciones ideológicas, etcétera; y empleamos también estos términos para significar el grado de semejanza o diferencia que se da, por ejemplo, entre dos cuerpos según el color a otra cualidad sensible. Si se recogen todas las acepciones en una de carácter general, encontraremos que proximidad y lejanía significan siempre un más y un menos ‑una graduación‑ relativos a un término dado. Y en el caso concreto del movimiento, lo anterior y lo posterior son expresables, sin metáfora alguna topográfica, en ideas puramente entitativas, de la siguiente forma: anterior es la parte del movimiento en la que el móvil tiene más potencia de moverse; posterior, en cambio, aquella en la que el móvil tiene menos potencia (o más actualidad) de movimiento.

 

***

 

El tiempo como medida es, en resolución, un movimiento o sucesión finita, mentalmente sumado como un conjunto de partes cuya plenitud cinética es graduable. Tales partes no se hallan separadas en la realidad, porque el movimiento es una entidad, aunque no simultánea, continua (mientras se cumple). Pero el entendimiento, forjando el ente de razón "totalidad de la sucesión" como algo simultáneamente dado, distingue en ella partes anteriores y partes posteriores (de la misma manera que el viajero una vez recorrido su camino puede distinguir en él ciertas fracciones, las cuales, si realmente hubiesen sido entre sí discontinuas, no serían propiamente fracciones, sino otros tantos todos a los que corresponderían los respectivos movimientos). Así es posible distinguir en una misma totalidad de sucesión un número variable de partes (dos mitades, tres tercios, etc.).

 

La sucesión finita a integrada, en que consiste el tiempo como medida, es lo que en cada caso se toma por unidad. Puede elegirse una como canon constante: por ejemplo, la sucesión o movimiento del planeta Tierra en torno a su eje, a lo cual convenimos en denominar "día"; pero puede tomarse otra cualquiera. La idea general de sucesión finita, como es predicable de cualquier serie finita dada, es indeterminada en su magnitud, pero lo es en tanto que idea o concepto universal abstraído por la mente, lo cual es lo contrario de ser una realidad a la que hubiese que llamar "tiempo infinito", de la misma manera que "el hombre en general" sólo es universal en nuestro entendimiento. En definitiva, la idea general de sucesión finita es, por general, indefinida, y así se comprende que jamás hayamos presenciado una sucesión infinita; siempre puede añadirse mentalmente algo a cualquier sucesión determinada. Mas esto no demuestra que haya realmente un tiempo infinito (mayor que el cual, por tanto, ningún otro tiempo puede ser pensado), sino precisamente lo contrario: que por grande que sea el tiempo en que pensemos, siempre puede pensarse otro mayor que él. (Como se ve, la situación es análoga a la que examinamos en el caso del espacio, y las varias teorías que allí se analizaron tienen, mutatis mutandis, una correspondencia de sentido y valor semejantes en el problema del tiempo).

 

BIBLIOGRAFÍA, Cp X

 

ARISTÓTELES : Peri gen . ..., I, 8 ; Phys., IV, 10‑14 ; SAN AGUSTIN : Confess., XI, 4 ; SANTO TOMÁS : In I de gener. et corrupt., I ; SUÁREZ: Disp. met., disp. 46, sect. 1; disp. 50, sect. 9; JUAN DE SANTO TOMÁS : Nat. Philos., I, q. 14 ; III, q. 3 y 4 ; DESCARTES: Principia philosophiae, II; KANT: Crít. de la raz. pura, "Estética trasc.", sec. 2.ª, pars. 4‑7.

 

S. ALEXANDER: Space, Time and Deity; G. BACHELARD: La dialectique de la durée; VAN BIEMA: Le temps et l'espace chez Leibniz et Kant; E. GILSON: Recherches sur la formation du systéme cartesien, I, De la critique des formes substancielles au doute méthodique (en "Révue d'Histoire de la Philosophie", 1929); J.. GUITTON: Justification du temps; L. LAVELLE: La dialectique du monde sensible; Du Temps et de l'Eternité; A. MAIER: Die Impetustheorie der Scholastik; SESMAT: Le systéme absolu classique et les mouvements réels.

 


[1] Todo este epígrafe es ampliamente deudor a las ideas de HOENEN ‑y su ya citada Cosmología‑ sobre el particular; pero contiene una exposición didácticamente original del concepto del "ente en potencia" en su relación con el problema del cambio.

[2] Cf. H. DIELS: Die Fragmente der Vorsokratiker. I, 18 B, fr. 5 y 6.

[3] Cf. H. DIELS: Die Fragmente der Vorsokratiker. II, 55 B, fr. 11.

[4] Principia Philosophiae, II (hacia el final).

[5] Por lo demás, el mecanicismo, que pretende explicar la totalidad de los fenómenos valiéndose únicamente de las propiedades cuantitativas y del movimiento local, admite de hecho cualidades activas (energía cinética, elasticidad, fuerzas electromagnéticas, etc.). Y por lo que toca a la pretendida reducción de las cualidades sensibles a puros movimientos mecánicos, es preciso aclarar que no es lo mismo una relación que una estricta identidad. El hecho de que el color tenga como “sustrato" las vibraciones del éter no significa que consista en ellas, o como justamente dice R. JOLIVET: "No hay derecho a identificar a priori las cualidades sensibles con las fuerzas que las acompañan" (Traité de Philosopie ‑3.° ed., Lyon, Paris, 1949‑, I, pág. 359).

[6] Cf. ARISTÓTELES: Peri genes. I, 4, 319 b, 10.

[7] Cf. SANTO TOMÁS: In Phys., VII, lect. 10, n. 2

[8] Phys., III, 1, 201 a. 10.

[9] In Met., XI, lect. 9, n. 2.305.

[10] Confess., XI, 14.

[11] Las referencias "metafísicas" al tiempo (tales, por ejemplo, las de BERGSON y HEIDEGGER) no corresponden a la filosofía de la naturaleza.

[12] En la música, por ejemplo, este apoyo menemónico se hace perceptible, si se advierte que se trata de un arte eminentemente temporal. "La música ‑dice I. STRAWINSKY‑ se establece en la sucesión del tiempo y requiere, por tanto, el concurso de una memoria vigilante." (Véase la Poética musical del mencionado compositor; traducción castellana de E. GRAD, 2 a ed., Buenos Aires, 1952, pág. 40.)

Sin la memoria, en efecto, la sucesión musical no se hallaría presente como totalidad inteligible, pues gracias al recuerdo, las fracciones del fluido sonoro, que gradualmente van suplantándose, son susceptibles de articulación en una unidad de sentido.

[13] Phys., IV, 11, 219 b. 1.