CAPITULO  SEGUNDO

 

EL ÁMBITO DEL SABER FILOSÓFICO

 

El sistema de los conocimientos filosóficos es susceptible de ser considerado desde dos puntos de vista: uno, por así decirlo, externo, según el cual se le relaciona y enfrenta a las demás especies de conocimientos, y otro, en cambio, interno, y que es el de la propia organización o estructura de la filosofía como un conjunto divisible en partes. Estos dos puntos de vista dan lugar a otras tantas especies de cuestiones. El primer grupo lo constituyen las relativas a las fronteras y diferencias existentes entre el saber filosófico y las actividades intelectuales que con él guardan una cierta afinidad; el segundo grupo está integrado por las que atañen a la división y articulación de la filosofía en sus partes capitales.

 

Ambos grupos coinciden en la consideración total del ámbito de la filosofía, y por ello serán estudiados en un mismo capítulo: no, sin embargo, con la misma extensión, pues las cuestiones del segundo grupo serán aquí tocadas en un único epígrafe -el final-, habida cuenta de que en el estudio de cada una de las disciplinas filosóficas fundamentales serán objeto del respectivo y detallado tratamiento.

 

1. Filosofía, fe y teología

 

Por su más alta significación, la filosofía limita con la fe y la teología; en sus aspectos menos trascendentes, con las llamadas ciencias particulares y lo que suele denominarse, en un especial sentido, "concepción del universo”.

 

Son muy frecuentes las confusiones en torno a la cuestión de la filosofía y la fe. Por ello mismo es necesario, ante todo, precisar el sentido del problema; y, por de pronto, justificar y definir su planteamiento. Para ello es menester que comencemos por una idea de la fe, que no haga superflua su comparación con la filosofía.  Si la fe consistiera en algo meramente relativo a nuestra actividad sentimental, no habría por qué contraponerla o enfrentarla a la totalidad de la filosofía; bastaría estudiarla, dentro de ésta, como uno de los puntos de la psicología afectiva.  Pero es el caso que la fe, aunque produzca o determine sentimientos, no es formalmente un sentimiento más. La fe concierne, de una manera propia e inmediata, al entendimiento humano. Creer y no creer son actos que sólo la facultad intelectiva puede realizar.

 

Pero esto no significa que el entendimiento verifique el acto de creer sin necesidad de ninguna ayuda y condición. “Creer -dice SANTO TOMAS- es el acto del entendimiento que asiente a la verdad divina imperado por la voluntad, a la que Dios mueve mediante la gracia" [1]. Es el entendimiento, no la voluntad, lo que tiene la facultad de asentir o de disentir ante cualquier proposición. Pero en el caso de la verdad divina, que se propone como objeto de creencia en tanto que no es evidente, el entendimiento no puede asentir de una manera espontánea, pues de esta manera sólo lo que es evidente despierta o produce nuestro asentimiento.  El hecho, sin embargo, de que una proposición no sea evidente no significa que sea evidente su falsedad.  No son iguales estos dos conceptos: "no, ser evidente que" y "ser evidente que no". Para que algo se nos proponga a título de creencia es preciso que no sea evidente, ni como verdadero ni como falso.  De ahí que el asentimiento a las verdades de fe suponga una moción o impulso de la voluntad sobre la facultad intelectiva.  El creer es un acto del entendimiento; pero el "querer creer" concierne a la voluntad. (Y puesto que el objeto de esta fe trasciende de lo puramente natural, es preciso que la voluntad sea movida por Dios; lo cual ocurre, precisamente, mediante la gracia.)

 

Con esto ya tenemos no sólo planteado, sino también incoativamente resuelto el tema de las diferencias entre la fe v la filosofía. Ambas coinciden en tener su lugar en el entendimiento. Pero difieren precisamente en la manera como en él tienen lugar. La filosofía se origina en el entendimiento de una manera puramente natural y humana, pues su objeto lo son verdades asequibles a nuestra capacidad intelectiva, sin la mediación de un especial socorro sobrenatural o divino.  Por el contrarío, la fe requiere, primero, una especial iluminación: el hecho mismo de que sus verdades sean "reveladas" y, además, que Dios mueva, mediante la gracia, a la voluntad que se determina a creer; porque su objeto lo constituyen verdades que, por trascender nuestra natural capacidad intelectiva, no se nos pueden presentar como evidentes. Y, en fin, todo ello explica la diversidad de fundamentos de la filosofía y la fe. La filosofía se basa, en resolución, sobre la propia razón humana, en tanto que la fe tiene su última v definitiva garantía en la autoridad divina.

 

Fe y filosofía, por tanto, no pueden encontrarse en la misma persona respecto de una y la misma verdad. Si una verdad es filosóficamente poseída, es, en efecto, algo que la razón aprehende por sus solas fuerzas naturales, lo que no puede ocurrir en el caso de la fe. Pero conviene distinguir aquí entre lo que filosóficamente es "cognoscible" y lo que de ese modo es actual y efectivamente "conocido". Lo que no puede ser objeto de la fe es únicamente lo segundo, pues las verdades filosóficamente cognoscibles puede ocurrir que, de hecho, por cualquier motivo, no sean conocidas de esa forma por alguna persona determinada. La cual, por no tener de ellas la evidencia, puede hacerlas objeto de creencia o fe sobrenatural.  Y así se explica que hayan sido reveladas algunas verdades filosóficamente asequibles, pues no todos los hombres tienen, de hecho, la capacidad y el tiempo suficientes para dedicarse a las difíciles especulaciones de la filosofía, mientras que, en cambio, la "salvación", para la cual es necesaria la fe, no es asunto exclusivo de filósofos [2].

 

Conviene, sin embargo, precisar que la distinción entre la fe v la filosofía no constituye una contradicción.  Una verdad filosófica no se puede oponer a otra revelada [3]. Puede ocurrir -eso sí- que, de hecho, en un razonamiento filosófico se llegue a una conclusión que, por no haber sido elaborada de una manera enteramente correcta, se nos presente como contradictoria de una verdad de fe. La elección no es dudosa para el filósofo que sea creyente, y tiene un razonable fundamento: la primacía de la autoridad divina -que es la de un Ser infinitamente inteligente y bueno- sobre el alcance y la capacidad del entendimiento humano, defectible y finito. Esto, de una manera general. En cada caso concreto, sin embargo, el filósofo creyente -que como tal creyente se somete, sin más, a la autoridad divina- debe, como filósofo, esforzarse en buscar las razones que de una manera intrínseca muestren la falsedad de aquella conclusión, en la certeza de que tales razones tienen que existir, aunque él personalmente no llegara a encontrarlas, porque es imposible que haya un verdadero antagonismo entre el entendimiento humano y el del Ser que le ha dado la existencia.

 

En el creyente, la fe -o mejor dicho, la proposición revelada- vale como una "norma negativa" con relación a la filosofía. Desde un punto de vista "positivo", la fe y la revelación no son, para la filosofía, norma alguna. 0 dicho de otra manera: la verdad de las proposiciones reveladas invalida las proposiciones filosóficas que la contradicen, pero no prueba, ni aun para el creyente, que sean verdaderas las que no están en contradicción con ella. Pero aunque la revelación no sea para la filosofía más que una norma negativa, es también, sin embargo, como "estímulo", algo positivo para el filosofar. Muchas cuestiones y enseñanzas filosóficas han sido, de hecho, posibles por la presión de la fe en la especulación de los creyentes, porque si la ocasión fue realmente un dato revelado, el tratamiento de ellas tuvo un carácter netamente filosófico. Y es éste un hecho tan notorio y claro en la historia no ya de la filosofía, sino aun de la cultura en general, que su ignorancia por quienes se dedican a estos temas tiene una explicación sumamente difícil y embarazosa.

 

* * *

 

El que la razón humana no pueda dirigirse a los artículos de la fe para demostrarlos no quiere decir que nada tenga que hacer con ellos. Puede hacer precisamente lo inverso: tomarlos como premisas, como bases, para inferir todas las conclusiones que sea lícito extraerles. Al conjunto de tales conclusiones es a lo que se llama "teología de la fe", y también teología "sagrada" o "sobrenatural". La razón de estas determinaciones y calificativos de la teología es la necesidad de distinguirla de otros conocimientos que también pueden denominarse teológicos por constituir, aunque de una manera puramente natural, una humana noticia de la entidad divina. En realidad, esta segunda especie de conocimientos teológicos no forma una ciencia, sino que es tan sólo un capítulo o parte de la metafísica, la que se dedica al estudio de la causa primera de todo ente finito, y se la designa con los nombres de "teología natural", "teología filosófica" o, más brevemente, "teodicea" [4].

 

La teología sobrenatural, a diferencia de la filosofía, supone la fe. Esto puede entenderse en dos sentidos. En primer lugar, tomando la palabra "fe" en su acepción objetiva, como el conjunto de los datos revelados; en segundo lugar, considerando la fe en su sentido subjetivo, como vivencia o hábito de creer esos datos. De una manera estricta v rigurosa, debe decirse que la sagrada teología supone la fe en las dos acepciones.  Claro está que es posible tomar los datos de la revelación y, aun sin creer en ellos, inferir las oportunas consecuencias. Tales datos, por no ser evidentes, ni tampoco creídos, funcionarán entonces a modo de postulados o meras hipótesis, y si las conclusiones obtenidas son coherentes con ellos, no cabe duda de que se logrará un "sistema" que, sin embargo, no merece el nombre de ciencia, por no ser tomados como ciertos sus principios -ni natural ni sobrenaturalmente-.

 

Lo que así es obtenido no es propiamente la teología sobrenatural, como ciencia enraizada en la certeza de la fe, sino únicamente -según reza la formula habitual- "el cadáver" de ella (esto es, algo a lo que falta el principio vital de toda ciencia, que es la certeza de sus puntos de partida, de la cual es deudora la de las conclusiones).

 

(Importa, sin embargo, no confundir la teología filosófica con esta teología, meramente sistemática, que no se apoya en la certeza de la fe. La teología filosófica tiene principios ciertos, que son los mismos de la metafísica, de la que es -como ya se ha dicho- un aspecto o parte. Lo que ocurre es que esos principios son siempre puramente naturales, a diferencia de lo que acontece en el caso de la teología sobrenatural, que se apoya en la fe tanto en el sentido objetivo como en el subjetivo. Así, pues, la teología filosófica y la sobrenatural realmente apoyada en la fe son verdaderas ciencias, cada cual a su modo, en tanto que la teología que parte de los datos revelados, mas sin prestarles fe, no es otra cosa que una especulación infundada).

 

Por partir del estudio de los entes finitos, la teología filosófica no llega a Dios más que bajo su aspecto de causa última o primera de ellos. El filósofo no conoce a Dios más que bajo ese título, de una manera indirecta, que no le permite, en consecuencia, penetrar el recinto de su intimidad. Conocer una cosa como causa de otra no es conocerla de una manera absoluta. Qué sea Dios independientemente de su relación a las criaturas es algo, por tanto, que escapa a la mirada filosófica. Para que el hombre sepa lo que Dios es, no en esa, por así decirlo, su exterior fachada a las criaturas, sino en su misma recóndita intimidad, es preciso que Dios se lo revele. La teología sobrenatural parte, en cambio, de esta revelación. El teólogo de la fe se aprovecha de una divina confidencia, y por eso su conocimiento de Dios es infinitamente más profundo que el del simple filósofo.

 

La forma en que la sagrada teología se beneficia de los datos revelados es, justamente, la explotación racional de ellos. El "logos" interviene de un modo instrumental en esa especie de conocimiento teológico.  Mas lo que hace -importa repetirlo- no es intentar la demostración de aquellos datos, sino al revés: aprovecharlos, precisamente para inferir sus consecuencias lógicas.

 

De esta manera, lo que actúa de causa principal de la conclusión teológica son los artículos de la fe, y las verdades de la mera razón valen únicamente como un instrumento a su servicio. Este es el legítimo sentido de la interpretación de la filosofía como ancilla theologiae. La filosofía es sierva de la sabiduría teológica, por cuanto que es movida por la fe para la obtención de las conclusiones teológicas. En este servicio la filosofía queda eminentemente ennoblecida y la razón se instala en un horizonte al que por sí sola no podría llegar. Lo cual no significa - como con harta suspicacia se pretende- que el creyente elabore una filosofía tendenciosa, preconcebida para la teología. Por el contrario, para esta última, la filosofía más idónea es la que intrínseca y naturalmente cumpla mejor su oficio, ya que lo que el teólogo pretende no es demostrar la revelación, sino extraer de ella todas sus posibles consecuencias.

 

2. Filosofía y ciencias particulares

 

Tan habituados estamos a la actual tensión de la filosofía y los demás saberes naturales, que se nos hace sumamente difícil comprender que las cosas hayan podido ser alguna vez de otra manera.  Hubo, no obstante, un tiempo en que la unidad del conocimiento humano, aunque provista de órganos y establecida como un cierto conjunto de saberes, prevaleció sobre sus divisiones, y toda ella era designada con un solo vocablo: el de "filosofía". Esta palabra significaba toda ciencia humana, y no sólo cada una de ellas, sino también su íntegro conjunto o repertorio. En la Antigüedad, y sobre todo en Grecia, la división del ámbito total de los conocimientos humanos era, pues, primordial y esencialmente, la que distinguía entre el conocimiento vulgar y el conocimiento filosófico, esto es, la ciencia.

 

Con todo, dentro de la esfera filosófica se dio también una fundamental división: la que ARISTÓTELES estableciera al acuñar las denominaciones “filosofía primera” y “filosofías segundas” [5]. La filosofía primera, sin embargo, más que una ciencia entre otras, era, en efecto, la forma más perfecta de las ciencias -φιλοσοφία χαθ´έЄοχήν-, la filosofía pura y simplemente dicha -philosophia simpliciter-, sin restricciones de ninguna especie, pues se ocupaba, en general, de todo ente precisamente en tanto que ente y, por tanto, según su más profundo y entrañable sentido. A diferencia de ella, las filosofías segundas eran modalidades "relativas" de la noción de ciencia, formas imperfectas, declinadas, de esta misma noción, ya que no se ocupaban de todo cuanto es apto para ser estudiado por "la ciencia", sino que restringían, cada cual a su modo, el alcance de ésta, limitándola a un tipo determinado de entes, y no indagaban, en consecuencia, las más profundas y universales causas, sino tan sólo las concernientes a sus respectivos objetos.  En este sentido cabe, pues, hablar de alguna forma, ya entre los filósofos antiguos, de la distinción entre filosofía y ciencias particulares, pero no a la manera, hoy generalizada, según la cual se trataría de una propia y formal diversidad entre el conocimiento filosófico y el meramente científico, pues la filosofía primera y las segundas coincidían precisamente en eso: en ser filosofía, que era entonces lo mismo que decir que convenían en ser ciencias.

 

Con la aparición de la teología de la fe el organismo del conocimiento científico se reagrupó de otra manera.  El saber filosófico, aun conservando sus internas divisiones, hubo de ser contrapuesto, no sólo como ciencia, a los conocimientos y opiniones vulgares, sino también, en cuanto ciencia meramente natural, a la sabiduría teológica, fundamentada en datos revelados. La división fundamental consistió, así, dentro de la ciencia, en distinguir los conocimientos puramente racionales, de los que connotaban un origen sobrenatural y especialmente divino. Pero tampoco se llegó a un divorcio entre ambas formas de ciencia.  La filosofía pudo hacer de sierva de la teología sin por ello perder sus propias exigencias naturales. En la Edad Media la mayoría de los pensadores reunían v armonizaban en sus obras -SANTO TOMÁS es el ejemplo más ilustre- la ciencia filosófica y la teología de la fe.

 

Frente a esta milenario tradición de unidad la Edad Moderna ha sido el tiempo de la radical desmembración y fractura del saber humano. Cada grupo o conjunto de conocimientos recaba para sí, de una manera exclusiva, el verdadero título de ciencia, y acontece, por cierto, que las que hasta entonces lo habían sido de una manera menos rigurosa, comienzan pretendiendo un trato de igualdad con relación a las más perfectas, y acaban por creerse superiores a ellas. Tal es el caso extremo del "positivismo", donde la teología y la metafísica se entienden "superadas" por las nuevas ciencias, que se despreocupan de toda clase de intereses trascendentes.

 

Sin embargo, junto a estos defectos, la época moderna tiene en su haber el formidable desarrollo de los conocimientos especializados. La unidad perdida tiene una cierta compensación en el hecho innegable de la extraordinaria proliferación de saberes parciales. Aturdido por ellos, el hombre “de ciencia” propende a olvidar o desconocer la significación de la “filosofía”, que se le vuelve cada vez más problemática.  Si todavía COMTE cree en la necesidad de un saber global o de conjunto, la realidad es que lo concibe como una simple síntesis de las conclusiones de las ciencias especializadas [6]. Pero esto es una cosa muy distinta de lo que antes fue la filosofía.  El saber filosófico no consistía en un simple resumen de saberes parciales -   algo, pues, posterior a estos conocimientos y esencialmente relativo a ellos-, sino que era, primero -en un sentido estricto-, la sabiduría del ente en cuanto ente (es decir, un conocimiento universal, no un universo de conocimientos), y además -en un sentido amplio y menos riguroso-, cualquier otro saber, las filosofías "segundas", y también el conjunto integrado por éstas y la filosofía primera; en ningún caso, por tanto, un simple esquema de las conclusiones de las ciencias especializadas.

 

Considerando las acepciones clásicas de la palabra "filosofía", un hombre actual no tendrá inconveniente en aplicarla al estudio del ente en cuanto ente (cualquiera sea la idea que se haga del valor de este estudio); pero se resistirá a llamar filosofía a ciencias tales como la fisicomatemática, la biología o la historia. Se ha producido, de hecho, una fundamental restricción del sentido de nuestro vocablo, con la que hay que contar para evitar equívocos. Pero lo más notable y sintomático de esta restricción, es que sin embargo, se siga llamando filosofía a ciencias tales como la ética o la psicología especulativa que se refieren a un determinado sector de la realidad, no al ente en cuanto ente. Se habla también de filosofía de la historia, filosofía del derecho, etc. De donde resulta que la especialización del saber no es lo que hace a éste diferenciarse de la filosofía.

 

Precisa, sin embargo, señalar que las mencionadas disciplinas filosóficas, distintas de la filosofía primera, no constituyen ciencias enteramente independientes de ésta. Todas ellas se subordinan a la metafísica y se benefician de sus principios; para lo cual no es menester que, antes de estudiarlas, se conozca la ciencia metafísica de una manera explícita y formal: basta con la germinal aprehensión de ella que hay en el uso espontáneo de nuestro entendimiento[7]. Por el contrario, las demás ciencias particulares a las que hoy no se llama filosóficas no solamente son particulares, sino que también pretenden constituirse de una manera enteramente “autónoma”. Esta autonomía no es, simplemente, la independencia de cada una de ellas respecto de las otras. Lo que esencial y propiamente la define es la independencia respecto de la metafísica; y ello hace explicable que, siendo ésta la filosofía por excelencia, los saberes “autónomos”, típicos de la Edad Moderna, se constituyan como afilosóficos, e incluso se hallen, en ocasiones, en una esencial y constitutiva tensión u oposición con la filosofía.

 

De esta manera, en su presente estado, el ámbito de los conocimientos científicos viene a organizarse, en su conjunto, de la siguiente forma: 1º., la teología de la fe; 2º., la filosofía, que abarca tanto la que lo es de una manera propia y adecuada, -la metafísica-, como las que lo son por participación o de un modo analógico (las ciencias filosóficas particulares, pero no autónomas); 3º., todas las ciencias estrictamente particulares.

 

Por su oposición o independencia respecto a la sabiduría metafísica, las ciencias estrictamente particulares fallan todas o algunas de las condiciones que se exigían al riguroso concepto de la ciencia, tal como ésta fue tradicionalmente concebida. Esas condiciones pueden resumirse -sobre todo a la vista de los caracteres de las ciencias modernas v comparativamente a ellos- en tres conceptos fundamentales: a) la referencia u orientación al ser -carácter "ontológico", de őν, ente-; b) la certeza engendrada por el conocimiento de las causas; c) el sentido de la “totalidad de la realidad”.

 

a) Las ciencias filosóficas que no estudian el ente en cuanto ente -las que en la propia situación actual pueden seguir llamándose “filosofías segundas”- tienen, no obstante, una significación “ontológica” en un sentido no formal y estricto, mas sí analógico y por participación.  Estas ciencias se encuentran limitadas a los respectivos modos o tipos de ser, pero no olvidan la naturaleza óntica, real, de sus objetos, y están subordinadas a la ontología o metafísica (filosofía primera), no en cuanto ciencia formalmente constituida (pues esa filosofía primera no es, sin embargo, la más inmediata en el orden de la adquisición de los conocimientos), sino -como ya se dijo- en cuanto es algo incoativamente presente en la espontaneidad del entendimiento humano.

 

Por el contrario, las ciencias particulares no filosóficas, aunque de hecho lleguen a ocuparse con objetos reales, se desentienden de la noción de realidad y de los problemas que esta noción, aplicada a su objeto, podría plantearles [8]. La mayoría de ellas suele definirse precisamente como ciencias de "fenómenos", y aunque éstos no sean concebidos como contrarios a la "realidad", tampoco la connotan, sino que, simplemente, hacen abstracción de ella y, en general, de toda alusión a lo que no sea experimentable. (Téngase en cuenta, para comprender esto, que si bien conocemos por los sentidos cosas reales, no conocemos sensorialmente la realidad de las cosas.  La existencia de este papel que veo no es algo que yo vea, pues no es su color, ni su figura, ni su tamaño, ni tampoco ningún trozo de él, sino algo que conviene a la totalidad de este papel que veo, y que consiste, pura y simplemente, en el hecho inefable de "estar siendo")[9].

 

Es cierto que las matemáticas no son ciencias de fenómenos; pero no lo es menos que se desentienden también de la realidad de sus objetos.  Esto resulta especialmente claro en las geometrías no-euclidianas y en la más reciente matemática, cuyos postulados no precisan siquiera de la evidencia sensible.  Pero aun la misma matemática antigua, que puede parecernos más real, versa sobre un objeto que, tal cual lo estudia el matemático, tiene una existencia inmaterial de que no goza fuera de la mente.  Con esto no se quiere decir que no haya, por ejemplo, prismas reales.  Lo que se sostiene es justamente que el prisma inmaterial que estudia el matemático no es sin materia en la realidad, lo cual, por cierto, le trae sin cuidado al matemático, pues éste estudia el prisma no en cuanto real o en cuanto irreal, sino únicamente en tanto que prisma.

 

b) La certeza engendrada por el conocimiento de las causas es un imprescindible requisito del saber filosófico, pero no constituye, en cambio, una condición necesaria para todas las ciencias estrictamente particulares[10].

 

Esto, en primer lugar, no significa que la filosofía esté libre de discusiones: la realidad es que en ella se dan más que en ninguna otra parte; pero estas discusiones surgen precisamente porque se busca la esencial certeza que dimana de un verdadero conocimiento de las causas y porque el empeño de la filosofía es, dentro del orden puramente natural, el más alto y difícil que cabe proponerse.

 

En segundo lugar, tampoco se pretende decir que los conocimientos de todas las ciencias estrictamente particulares carez­can de certeza verdadera; lo que se niega es que esta certeza sea, en todas ellas, la que procede de un verdadero conocimiento de las causas. No es éste, desde luego, el caso de las matemáticas, cuya diferencia con la filosofía ha sido anteriormente señalada. Mas si pensamos en las demás ciencias no filosóficas encontraremos, efectivamente, que la certeza que se busca en ellas es muy distinta de la que persiguen, cada cual a su modo, la matemática y la filosofía.

 

El caso de la historia es el más llamativo. Sin duda, el his­toriador prueba con testimonios fehacientes el carácter verídico de los hechos que estudia, y en este sentido su conocimiento de ellos es un conocimiento cierto. Por otra parte, la historia no se limita a probar hechos. También, de alguna forma, los enlaza en sistema y trata de explicarlos en su íntima conexión. Pero esta explicación no produce, a su vez, certeza estricta, sino tan sólo probabilidad- El historiador no puede presentar los que son hechos libres como si unívoca y necesariamente dimanaran de sus respectivas causas; a lo más que aspira es a "entenderlos" como "verosímiles".

 

La ciencia fisicomatemática no tiene que habérselas con este tipo de: hechos; mas como quiera que, a diferencia de la matemática pura, desciende hasta la índole empírica de sus objetos, no pued—aunque la esquematiza de algún modo— desentenderse de la compleja red de circunstancias y condiciones en que éstos se envuelven. Trata, sin duda, de reducir a leyes los fenó­menos físicos; pero precisamente por limitarse a éstos no puede hablar de "causas" en sentido ontológico, sino tan sólo de "condiciones", y éstas, en principio, pueden multiplicarse y variarse de una manera indefinida. De ahí que la certeza de esta ciencia sea, a la postre, una probabilidad, alcanzada de un modo estadístico.

 

(Hay otras ciencias, también particulares, distintas de la his­toria y de la fisicoraatemática; pero o bien se asimilan a los procedimientos de una de éstas, en cuyo caso su certeza tiene análogas restricciones, o bien prescinden de la explicación pro­piamente dicha y poseen, por tanto, un carácter meramente descriptivo.)

 

e) Es obvio que las ciencias estrictamente particulares se constituyen con independencia del sentido de la "totalidad de la realidad"; por eso son, por cierto, estrictamente particulares y se pretenden autónomas con relación a la ontología o metafísica. Aun el propio problema de clasificación de estas ciencias no les compete a ellas ni puede ser tratado desde el punto de vista de ningún saber particular, sino que es una cuestión típicamente filosófica por suponer una actitud trascendente a las respectivamente especializadas de los saberes en cuestión.

 

No es éste el caso de las ciencias filosóficas, ni siquiera el de aquellas que no constituyen la filosofía primera o simplemente dicha. Las ciencias filosóficas particulares, aunque distintas del saber metafísico, se articulan con él en un sistema unitario atravesado en todas sus partes por una misma aspiración fundamental. Lo que hace posible esta unidad del organismo filosófico es —como ya se ha dicho repetidas veces— la subordinación de las filosofías segundas a la ontología; y, en consecuencia, lo que, en último término, da a la filosofía su esencial sentido de la totalidad de la realidad es la incondicionada orientación al ser, propia de la filosofía primera.

 

Por guardar el sentido de esa totalidad la filosofía tiene que plantearse las cuestiones “centrales” del saber humano. El término “central” se toma aquí en su más inmediata significación. La totalidad supone un centro, en torno al cual se da. En un sentido meramente psicológico, la totalidad de la realidad gira en torno al yo -al yo individual de cada cual-, al que también engloba, a la vez que se opone. En un sentido real, el Centro de la totalidad del ser no es más que Dios, donde la realidad se halla efectivamente concentrada y respecto del cual el despliegue de la totalidad de las cosas tiene el sentido de una “explicación” o externa manifestación (teofanía). Tales son las razones por las que la sabiduría filosófica debe necesariamente plantearse estos temas centrales: la subjetividad y Dios.  Merced a esta sabiduría el hombre saborea su subjetividad y atisba algo de lo que es la Realidad suprema.

 

3. Filosofía y “concepción del universo”

 

Por su dimensión de totalidad, la filosofía se relaciona con lo que se viene llamando “concepción del universo” en un sentido que no es el propiamente científico y riguroso de la palabra. “Todo el mundo” tiene su idea del “mundo”. A ningún hombre, en cuanto ser consciente, puede faltarle una representación de su contorno vital. El hombre no está en el mundo en un sentido meramente topográfico. Su estar en el mundo es, fundamentalmente, un estar humano, esto es, ante él. El hombre no se limita a ser tenido o cobijado por el mundo, sino que, a su vez, tiene a éste de una cierta manera: como “objeto total”.

 

Este radical tener obiective al mundo, indispensable a todos los hombres, se verifica en cada uno de ellos según su propia experiencia vital y su respectivo grado de conocimiento, estando esencialmente impregnado de sabor individual.  Es un saber, por así decirlo, consanguíneo a cada subjetividad humana y como la más personal proyección de ésta sobre ese mundo objetivo, común a la generalidad de los hombres. Se dice, así, que “cada persona es un mundo” y que “hay tantos mundos como personas”.

 

La filosofía no puede coincidir con esta clase de concepción del universo. Quedaría su unidad, atomizada en la indefinida multiplicidad de las personales visiones del cosmos. Por otra parte, no todo el mundo tiene, estrictamente, filosofía, aunque todo hombre se haga, con filosofía o sin ella, una visión personal del mundo.  El filósofo está comprometido en la filosofía porque su propio ser y su misma conducta están ligados al resultado de ella. Pero esto es posible porque la filosofía no es una simple “expresión” de la personal subjetividad del filósofo.

 

Tampoco se percibe suficientemente la verdadera fisonomía del saber filosófico si éste es interpretado como una “concepción del universo” que, comenzando por ser subjetiva y personal, se vuelve luego, por un proceso puramente psíquico, universal y objetiva; algo así como si el filósofo “consagrase” su propia experiencia, convirtiendo sus preferencias en valores y todo lo vital en doctrinal. Pues en tal caso la filosofía no sería propiamente una ciencia, y esencialmente no se distinguiría en nada de la concepción vulgar del mundo, ya que en rigor seguiría tan subjetiva como lo sea la más modesta idea del cosmos que pueda hacerse el hombre de la calle.

 

Debe decirse, pues, que la filosofía no es concepción del universo, en el sentido de que no representa una mera expresión o prolongación (da lo mismo vulgar que no vulgar) de nuestra personal contextura psíquica [11]. Sin embargo, no hay inconveniente en entender la filosofía como una concepción científica del mundo, si por ello se entiende que es realmente objetiva y no simplemente “objetivada”. La filosofía es una concepción del universo, la concepción del universo que se adquiere en el ejercicio de un poder cognoscitivo, la razón humana, de valor trascendente. Sólo nuestra razón puede proporcionarnos -por medios naturales, se entiende- una verdadera, rigurosa concepción del mundo. La meramente vulgar y la que pueda proporcionarnos la poesía no son, en verdad, “concepciones”, sino imágenes, representaciones, en donde falta la claridad del verdadero conocimiento y sobran, en cambio, subjetividad y colorido.

 

Las ciencias particulares tampoco pueden suministrar una adecuada concepción del universo. Ninguna de las generalizaciones abusivas de ciertos especialistas puede ser tenida por una concepción científica del mundo, aunque proceda de una efectiva ciencia. Precisamente por referirse a un objeto que trasciende todos los sectores de las disciplinas especiales, necesita, científicamente, un método que no sea el propio de ninguna de ellas. Aquellas generalizaciones no pasan de ser el mero ejercicio de una propensión subjetiva a interpretar el mundo según los moldes de lo que nos es habitual.

 

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Un concepto que tiene cierta afinidad con el de concepción del universo y, mediante él, con la filosofía, es el de "sabor de salvación" o soteriología, entendido de un modo puramente natural.

 

El saber filosófico se ha visto obligado a ocupar el puesto de una soteriología humana en dos ocasiones distintas de su historia. Antes de la propagación de la fe cristiana, al sustituir o penetrar, en la regulación de la conducta del hombre, a las religiones paganas. Posteriormente, en la crisis moderna que se inicia a partir del Renacimiento y llega hasta nuestros días. En ambas ocasiones el hombre ha pretendido encontrar el último sentido de su existencia valiéndose únicamente de las fuerzas naturales de su razón.

 

De hecho, la inspiración que ha dado impulso entonces a la filosofía para el planteamiento de este gravísimo problema no se debe a la filosofía misma, sino al peso de una tradición religiosa, a la influencia de una situación espiritual cargada de sentido trascendente. Lo que caracteriza el cambio de la soteriología religiosa por el saber filosófico de salvación es que se pida a éste, en un determinado momento de la historia (todo momento de crisis religiosa) que interprete y resuelva los misterios contenidos en aquélla. Son, pues, de hecho, las religiones quienes han propuesto a la filosofía los temas mismos para la elaboración racional de una soteriología. El problema consiste precisamente en esto: la elaboración racional. ¿Puede el hombre alcanzar con sus simples fuerzas aquel saber que le interesa más, precisamente el saber de salvación?

 

Hay una serie de verdades, los llamados preambula fideí, que, aunque han sido objeto de revelación, pueden ser alcanzados por la razón humana. Estas verdades representan un innegable depósito de saber soteriológico, un precioso repertorio de certezas que de alguna manera determinan el sentido de la existencia humana. El que hayan sido reveladas obedece -como ya se señaló- a la gran dificultad, para la mayoría de los hombres, de llegar a alcanzar por las puras fuerzas naturales. Mas como esta dificultad no llega a ser imposibilidad, puede afirmarse que la filosofía se eleva efectivamente a un cierto saber soteriológico [12].

 

Por otra parte, aunque la filosofía sea el único saber de salvación de que disponga quien no tenga o haya perdido la fe, esto no quiere decir que la filosofía, de suyo, sea una mera suplencia de la soteriología religiosa. La filosofía desemboca en un saber de salvación; pero ha de ser elaborada de una manera científica. Hay, pues, en ella una verdad de carácter estrictamente sistemático, que ha de ser recogida con la morosa y desinteresada disciplina de una pura especulación. Ni aunque se encuentren radicalmente comprometidos los mismos intereses sustanciales del sujeto que filosofa, debe ser violentada tampoco la propia contextura de la realidad, ni precipitarse la marcha natural de la investigación bajo las presiones de un interés humano que busca su solución a todo trance. De aquí también un cierto "servicio" de la soteriología de la fe para la propia filosofía.  El filósofo anclado en la fe, no necesita filosofar de prisa. Inversamente, la urgencia de un saber de salvación ayuda a comprender la deficiente factura de muchos sistemas filosóficos.

 

4.   La estructura del saber filosófico

 

La distinción, a que venimos aludiendo, entre la filosofía primera y los demás saberes filosóficos no es, en rigor, la que hay entre una parte y todas las restantes de un conjunto unívoco. El estudio del ente en cuanto ente no es, como ya dijimos, ningún saber parcial, sino la forma propia y rigurosa del saber filosófico, la filosofía simplemente dicha y sin ninguna condición o limitación). A su vez, los demás saberes filosóficos son, antes que miembros de un sistema, modos imperfectos, secundarios, de la noción de filosofía ("filosofía segunda").

 

La estructura. del saber filosófico no es, por tanto, la del con junto de las especies de un mismo género. Lo que se comporta como especie cumple siempre estas dos condiciones: 1.ª, tiene todas las notas que definen al género; 2.ª, añade algo a éste, de tal manera que lo delimita o contrae. Así, por ejemplo, el hombre, que es un animal racional, constituye una especie del género animal porque posee todas las notas que este género tiene, y le añade, a su vez, una determinación por cuya virtud lo especifica: la nota de la racionalidad. Pero esta doble condición esencial de toda especie no es cumplida ni por la filosofía propiamente dicha, ni por los modos secundarios o imperfectos del saber filosófico.

 

La filosofía primera reúne todas las notas de la filosofía, mas no contrae a ésta, no la restringe a una modalidad determinada. Si se quiere decir que tiene una modalidad -en el puro sentido de que no se la debe confundir con otras formas del saber filosófico-, lo único que cabe es afirmar que su modalidad es, justamente, la de no tener ninguna que restrinja o limite el alcance total de la filosofía. Por el contrario, ninguno de los demás saberes filosóficos tiene todas las notas de la sabiduría humana. No son modos distintos de su perfecta realización, sino distintos modos de su realización imperfecta. (Es el mismo caso, por ejemplo, en que está la imperfecta bondad del ser finito con relación a la absoluta y plena bondad. Las de los entes finitos no son modos distintos de realizar a ésta íntegramente, sino distintos modos de cumplirla de una manera imperfecta. Y la bondad divina no es, en rigor, tampoco una especie o modalidad de la bondad, sino la bondad misma en su íntegro y perfecto cumplimiento.)

 

El organismo del saber filosófico se caracteriza, según esto, por la esencial dualidad que lo articula. Es la dualidad de una "tensión". Pero esta tensión, aunque supone una diferencia, puede articular a sus extremos porque uno de ellos -la filosofía primera- rige y domina al otro (ya hemos dicho antes en qué forma). La unidad de la filosofía es, por tanto, la de un sistema jerarquizado, y sus partes no son homogéneas, sino "análogas".

 

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La filosofía primera estudia el ente sin contraerlo a ninguna especial modalidad. Cualquier otro saber filosófico debe, pues, ocuparse con alguna manera o modalidad determinada de ente. Y la que nos es más manifiesta, la que se nos presenta antes que ninguna otra, la constituyen los entes materiales de que tenemos conocimiento por medio de nuestras facultades sensibles. Estos entes tienen en común, no obstante sus innegables diferencias, el carácter de la mutabilidad. "Ser mutable" es un modo de ser imperfecto, deficiente. Poder cambiar es poder "dejar de ser" lo que se es.  De alguna forma, pues, el ser mutable tiene algo que ver con el no-ser. No es un puro no-ser, porque lo que no es no puede cambiar; pero, precisamente por poder cambiar, puede dejar de ser aquello que es y “llegar a ser de otra manera”.

 

De este tipo de ente afectado de negatividad se ocupa la filosofía de la naturaleza. El término "naturaleza" se toma aquí en un sentido muy estricto, para designar la que tienen los seres mutables, y, en rigor, ésta es su acepción más idónea desde el punto de vista etimológico, ya que natura viene de nascor, que significa engendrarse o llegar a ser. Naturaleza es, en su sentido propio, lo que en el ser mutable hace posible que éste “llegue a ser” lo que “no era” antes.

 

Dentro de la filosofía de la naturaleza se distingue una parte general y otra especial. La primera está dedicada al estudio de las propiedades de todo ente mutable (filosofía general de la naturaleza), y la segunda a las que pertenecen sólo al ser viviente ("psicología", del término griego φυχή -en latín anima-, el principio que anima y vivifica a los entes en que se halla) [13].

 

Por oposición al ser mutable, cabría pensar que otra modalidad de la filosofía fuese la relativa al "inmutable".  Pero acontece que la inmutabilidad no es una modalidad "restrictiva" del ser.  Es la mutabilidad precisamente lo que degrada al ser, porque le afecta de un cierto carácter negativo, inestable, precario. Mas como quiera que la filosofía propiamente dicha estudia el ente sin restricción de ninguna especie, deberá ser ella la que se ocupe con lo inmutable. (Este sólo puede parecernos deficiente como consecuencia de un simple juego de palabras. Es igual que si consideramos como una verdadera carencia el "no tener" alguna "imperfección").

 

Tanto el ente estudiado por la metafísica, como el que hace de objeto de la filosofía de la naturaleza, pertenecen al orden de lo puramente especulable: son entidades que la razón se limita a considerar o contemplar, pues no dependen de ella y, por tanto, no pueden ser por ella dirigidos. Pero el hombre es capaz de regular aquellas operaciones suyas que no se encuentran determinadas de una manera natural y necesaria (las que pueden hacerse de diverso modo, que está en nuestro poder prefigurar). De esas operaciones, una primera especie la constituyen los propios actos de la razón humana que, por ser reflexiva -capaz de considerarse a sí misma-, tiene el poder de conocer las leyes que determinan la validez de su ejercicio -éste, de hecho, no siempre es acertado- y, mediante tal conocimiento, regular su propia actividad. Tal es, por cierto, la finalidad de la "lógica", la cual, más que una parte de la filosofía, es el órgano o instrumento general de ella y de todo saber. (Por ese su carácter general -y por la relación que, como en su momento explicaremos, tiene con la metafísica- constituye, a su modo, una disciplina filosófica.)

 

Otra especie de entes que la razón humana puede dirigir son los propios actos de la voluntad. La consideración especulativa de la dirección de los actos voluntarios a su debido fin constituye la "ética", disciplina también filosófica por apoyarse -de una manera precisamente temática y formal- en la metafísica, que le esclarece la realidad del último fin humano; y por el tipo de su certeza, así como también por la conexión que, de alguna manera, como consecuencia de su apoyo metafísico, tiene con el sentido de la realidad total.

 

Por último, son también dirigibles por la razón las cosas exteriores que de ella dependen en su modo de hacerse: los seres artificiales. El respectivo conocimiento o dominio de cada una de las diversas técnicas o artes -tanto las que persiguen la belleza, como las que se ordenan a la utilidad o al placer- no es (al menos en el sentido que hoy se acostumbra a dar a la palabra "filosofía") un conocimiento filosófico, pues los fines de aquéllas, en cuanto tales y determinadas artes, no son -a diferencia del que orienta a la ética- universales y últimos, sino concretos y particulares. Sin embargo, el filósofo puede considerar en general el "sentido" del quehacer técnico y artístico, su esencial significación para la subjetividad humana. Tal consideración puede denominarse, en un sentido amplio, "filosofía de la cultura", y sus dos partes principales son la "estética" (como filosofía del Arte)[14]y la "filosofía de la técnica".

 

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Resumiendo cuanto llevamos dicho sobre la división de la filosofía, el sistema de ésta puede considerarse articulado, de un modo general, por las siguientes partes o modalidades: metafísica, filosofía de la naturaleza, lógica, ética y filosofía de la cultura.

El orden de esta enumeración, que resume el proceso de las anteriores consideraciones, no es, sin embargo, el correcto desde el punto de vista de la gradual adquisición de los conocimientos filosóficos. La metafísica debe ser preparada -subjetiva y no objetivamente hablando- por la filosofía de la naturaleza; la lógica, como instrumento del saber, conviene que preceda a las dos anteriores y, en general, a todo conocimiento filosófico; la ética ha de seguir a la metafísica, por su formal apoyo y  fundamentación en ésta, y, en fin, la filosofía de la cultura ocupará el último lugar, por tener sus supuestos en las anteriores.  De esta manera, la enumeración que antes se hizo puede sustituirse así: lógica, filosofía de la naturaleza, metafísica, ética y filosofía de la cultura. (Esta última, sin embargo, por estar virtualmente contenida -en lo que toca a sus principales fundamentos- en las demás ciencias filosóficas, y por no haber logrado todavía un riguroso estatuto, no será tratada en este libro, que, por su índole y finalidad, debe limitarse a lo más esencial y elaborado.)

 

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BIBLIOGRAFÍA Cap 2

 

ARISTÓTELES: Met., VI, 1; SANTO TÓMAS: Sum. Cont., lib. 1, c. 3-8, y también In Boët. de Trinit.; SAN BUENAVENTURA: De reductione artium ad Theologiam; F.  BACON: De dignitate et augmentis scientiarum, lib. II; KANT: Met.  Anfansgr. der Natturwisss., Pref.; A. COMTE: Cours de Philosophie positive, lec.13; DILTHEY: Teoría de las concepciones del mundo, I.

 

E.      GILSON: L'esprit de la philosophie médiéval; E.  GOBLOT: Le système des sciences; J. MARITAIN: Los grados del saber; A.  NAVILLE: Clasification des sciences; F. ROMERO y E. PUCCIARELI: Lógica; Z. GONZÁLEZ: Filosofía elemental, I, 8.

 


[1] Summa Theol., II-II, q. 2, a. 9.

[2] Cf. SANTO TOMÁS: Contra gent., lib. I, cap. 4.

[3] Cf. SANTO TOMÁS: Contra gent., lib. I, cap. 7.

[4] En realidad la palabra “teodicea” (de δίχαιον, lo justo, la justicia) significa tan solo una determinada parte de la teología filosófica, la que se ocupa con el problema de “justificar” la bondad divina frente a la existencia del mal. Fue acuñado por LEIBNIZ (Essais de Théodicée sur la bonté de Dieu, la liberté de l´homme et lórigine du mal) y aceptarlo, entre otros, por KANT, e incluso por algunos filósofos neoescolásticos. Su significación se ha dilatado hasta el punto de convertirse en equivalente a la teología natural.

[5] Met., V, 1, 1026 a 27.

[6] Cf. A. COMTE: Cours de philosophie positive, 1, 57.

[7] La metafísica no es sólo una ciencia, sino también una radical disposición o predisposición natural humana (el propio Kant, que no cree en la metafísica como ciencia, usa la expresión "Naturanlage" para significar ese segundo sentido).

[8] En el conocido “Vocabulaire technique et critique de la philosophie” -de la Sociedad Francesa de Filosofía-, publicado por A. LALANDE, la independencia respecto de toda consideración ontológica es consignada como uno de los rasgos característicos del sentido “actual” de las “ciencias” (véase el artículo Science, págs. 955-958, cit. por la 6ª edic).

[9]Ni tampoco aprehendemos sensorialmente la esencia del papel, sino sus cualidades más aparentes y externas.

[10] Especialmente a partir de KAN (Met.  Anfangsgr. des Naturwis., Pref.), el sentido fuerte de la palabra "ciencia", que supone la certeza cau sal, va siendo reemplazado por una acepción "débil" que se contenta con pedir a las ciencias un carácter sistemático, de simple coherencia interna de las proposiciones que las constituyen.

[11] En rigor, tal concepción de la filosofía es una forma de escepticismo, cuya más acabada expresión se encuentra en DILTHEY. Esto no quiere decir que no sea posible estudiar las diversas “concepciones del mundo” propias de cada época histórica y de las varias culturas humanas; pero la filosofía no consiste en ninguna de tales concepciones, ni tampoco en la simple teoría general de ellas, a menos que se crea -y en ello estriba el escepticismo a que aludíamos- que la razón no da para más.

[12] Cf. Encicl. “Humani gener.” (AAS, 1950, pág. 562.)

[13] También se divide por algunos a la filosofía de la naturaleza en “cosmología” y “psicología”, designando con el primer término la parte de la filosofía que estudia “el ser inerte”. (Sobre este punto, véase el capítulo VIII de esta misma obra.)

[14] La estética también puede estudiar el tema de la belleza entitativa o natural (y sus supuestos se hallan entonces tanto en la metafísica como en la psicología -ésta última para los temas relativos al sentimiento estético-), pero, en cuanto parte de la filosofía de la cultura, limítase a la belleza de la obra artística.